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PRÓLOGO
William Anderson colgó el teléfono despacio y pensativo, luego se
reclinó
en su enorme sillón
de oficina. Sus grandes manos formaban un campanario a la altura
de su
boca mientras
repasaba mentalmente una y otra vez los diez minutos de
conversación,
hasta que rozó el
límite de la locura. No sabía qué pensar, pero estaba seguro de
que
necesitaba una copa. De
buen tamaño. Con un par de zancadas llegó al mueble bar, un globo
terráqueo a la antigua, y lo
abrió. No se paró a pensar qué whisky de malta le apetecía más; lo
importante era que tuviera
alcohol. Llenó el vaso del todo con bourbon, se bebió la mitad e
inmediatamente volvió a
llenarlo. Tenía calor y estaba sudando. El hombre que no perdía la
compostura se había
quedado estupefacto con los acontecimientos del día, y lo único
que veía
ahora eran unos
bellos ojos color zafiro. Mirara a donde mirase, allí estaban,
torturándolo,
recordándole su
fracaso. Dio un tirón a su corbata y se desabrochó el botón
superior de la
camisa de vestir con
la esperanza de que el hecho de tener un poco de espacio extra en
el cuello
lo ayudara a
respirar. No hubo suerte. Se le estaba cerrando la garganta. El
pasado había
vuelto para
perseguirlo. Había intentado con todas sus fuerzas no cogerle
cariño, que
no le importara.
Estaba volviendo a suceder.
En su mundo, las decisiones había que tomarlas con la cabeza clara
y de un
modo objetivo,
y normalmente William era un experto en eso. Normalmente. Las
cosas
sucedían en su mundo
por una razón, y por lo general esa razón era que él así lo
quería, porque la
gente lo escuchaba,
lo respetaba. En ese momento, sin embargo, notaba que estaba
perdiendo el
control y no le
gustaba. Especialmente en lo que a ella se refería.
—Ya estoy mayor para esto —gruñó dejándose caer en el sillón.
Después de otro largo y tonificante trago de bourbon, echó atrás
la cabeza
y miró al techo.
Ya había conseguido volverlo loco antes, y ahora estaba a punto de
dejar
que lo volviera loco
de nuevo.
Estaba tonto, pero el hecho de que Miller Hart se hubiera sumado a
la ya de
por sí
complicada ecuación no le dejaba alternativa. Como tampoco su
sentido de
la moral..., ni el
amor que sentía por esa mujer.
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