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CAPÍTULO 1
Otra persona ha conseguido darle la vuelta a mi destino. Todos mis
esfuerzos, todo lo
cuidadosa que he sido, todos los muros que tanto me ha costado
levantar se
fueron al garete el
día que conocí a Miller Hart. No tardó en ser evidente que había
llegado a
un punto en que era
de vital importancia que mantuviera mi estilo de vida tranquilo,
mi
fachada de calma y la
guardia bien alta. Porque no cabía duda de que ese hombre iba a
ponerme a
prueba. Y eso hizo.
Eso hace. No había nada más difícil para mí que confiar en un
hombre,
contarle todos mis
secretos y entregarme a él. Hice todo eso y ahora mismo desearía
con todas
mis fuerzas no
haberlo hecho. Me preocupé en vano de que me abandonara por mi
pasado.
Ésa debería haber
sido la menor de mis preocupaciones.
Miller Hart se dedica a la prostitución de lujo. Él dijo que era
«chico de
compañía» pero,
por mucho que le cambies el collar, sigue siendo el mismo perro.
Miller Hart vende su cuerpo.
Miller Hart vive en la degradación.
Miller Hart es el equivalente masculino de mi madre. Estoy
enamorada de
un hombre al
que no puedo tener. Pasé demasiado tiempo simplemente existiendo,
y él
me hizo sentir viva
por primera vez, pero ahora se ha llevado esos maravillosos
sentimientos y
me ha dejado a
solas con mi dolor. Mi espíritu está más muerto ahora que antes de
conocerlo.
La humillación de que me hayan demostrado que estaba equivocada se
pierde entre tanto
sufrimiento. No siento nada más, sólo un dolor que me incapacita.
Nunca
me habría imaginado
que dos semanas pudieran hacerse tan largas, y aún tengo que
sobrevivir al
resto de mi vida.
Sólo de pensarlo me dan ganas de cerrar los ojos y no volver a
abrirlos
nunca más.
Aquella noche en el hotel se repite una y otra vez en mi cabeza,
siento el
cuero con el que
Miller me ató por las muñecas, la frialdad impasible de su rostro
mientras
me hacía correrme
como un experto, su mirada angustiada cuando se dio cuenta del
daño que
me había causado.
Por supuesto, salí de allí pies para qué os quiero.
Lo que no sabía era que iba a tropezarme con un problema aún
mayor:
William. Sé que
sólo es cuestión de tiempo que me encuentre. Vi la sorpresa en sus
ojos al
reconocerme, y
también reconoció a Miller. William Anderson y Miller Hart se
conocen, y
William deseará
saber cómo es que conozco a Miller y, Dios no lo quiera, qué
estaba
haciendo yo en el hotel.
No sólo he pasado dos semanas en el infierno, sino que además las
he
pasado echando la vista
atrás, esperando que aparezca en cualquier momento.
Me arrastro a la ducha, me pongo lo primero que pillo y bajo la
escalera
como una
autómata. La abuela está de rodillas metiendo la ropa en la
lavadora. Me
siento a la mesa sin
hacer ruido, pero es como si ella tuviera un radar que registra
todos y cada
uno de mis
movimientos, las veces que suspiro y las lágrimas que derramo,
incluso
cuando no estamos en
la misma habitación. Me cuida pero está confusa. Me comprende y me
da
ánimos. Tratar de
hacerme ver el lado positivo de mis encuentros con Miller Hart se
ha
convertido en su misión
en la vida, pero yo lo único que veo es un futuro de lamentos y lo
único que
siento es un dolor
que no se va ni a sol ni a sombra. Nunca habrá nadie más. Ningún
hombre
volverá a encender
la chispa, a hacer que me sienta protegida, amada y a salvo.
Es irónico, la verdad. He despreciado a mi madre toda la vida por
haberme
abandonado por
una existencia de hombres, placer y regalos, y luego resulta que
Miller
Hart es un chico de
compañía. Vende su cuerpo, acepta dinero a cambio de proporcionar
placer
a mujeres. Cada
vez que me estrechaba con ternura entre sus brazos para hacer «lo
que más
le gusta» era para
borrar la mancha de un encuentro con otra mujer. Con la de hombres
que
hay en el mundo que
podrían haberme cautivado, ¿por qué ha tenido que ser él?
—¿Te gustaría venir conmigo al club de los lunes? —me pregunta la
abuela mientras
intento tragar unos cereales.
—No, prefiero quedarme en casa. —Hundo la cucharilla en el cuenco
y me
llevo unos
cuantos más a la boca—. ¿Ganaste algo anoche en el bingo?
Ella resopla un par de veces, cierra la puerta de la lavadora y
echa
detergente en el cajetín.
—¡Ni una vez! Menuda pérdida de tiempo.
—Entonces ¿por qué vas? —pregunto dándole vueltas a mi desayuno.
—Porque soy la reina del bingo. —Me guiña el ojo, me sonríe y le suplico
mentalmente
que no me suelte otra charla de las suyas.
No obstante, no me hace ni caso.
—Me pasé años llorando la muerte de tu abuelo, Olivia.
Me sorprenden sus palabras. Lo último que me esperaba era que
fuera a
mencionar a mi
abuelo. Dejo de darle vueltas al desayuno.
—Había perdido a mi compañero, al hombre de mi vida, y derramé un
mar
de lágrimas. —
Está intentando poner las cosas en perspectiva y me pregunto si
cree que
soy patética por estar
tan hecha polvo por un hombre al que conozco de hace cuatro días—.
Creía
que nunca volvería
a ser persona.
—Lo recuerdo —digo en voz baja. También recuerdo que estuve a
punto de
multiplicar su
pena por cien. Ni siquiera tuvo tiempo de reponerse de la
desaparición de
mi madre antes de
tener que hacerle frente a la cruel y prematura muerte de su
querido Jim.
—Pero me recuperé —afirma con convicción—. Sé que ahora no lo
parece,
pero ya verás:
la vida sigue.
Está en el pasillo y yo me quedo rumiando sus palabras. Me siento
un poco
culpable por
estar llorando por algo que apenas he tenido, y aún más culpable
por el
hecho de que esté
comparándolo con la pérdida de su marido, todo con tal de hacerme
sentir
mejor.
Me quedo sumida en mis pensamientos, repasando un encuentro tras
otro,
un beso tras
otro, una palabra tras otra. Mi mente exhausta está empecinada en
torturarme, pero es culpa
mía. Yo me lo he buscado. Le he dado a la desesperación un nuevo
sentido.
La melodía del móvil me hace dar un brinco y me saca de mi
ensimismamiento, de vuelta
a donde toda mi miseria es real. No tengo ganas de hablar con
nadie, y
menos aún con el
responsable de mi desdicha, así que cuando veo su nombre en la
pantalla
dejo caer la
cucharilla en el cuenco y me quedo mirándolo, petrificada. Se me
acelera
el pulso. Me entra el
pánico y me pego al respaldo de la silla para poner la mayor
distancia
posible entre el teléfono
y yo. No puedo ir más lejos porque mis músculos, unos inútiles, no
obedecen órdenes. Nada
responde salvo mi maldita memoria, que me tortura un poco más y me
hace ver a cámara
rápida todos los momentos que he pasado con Miller Hart. Mis ojos
se
inundan de lágrimas de
desesperación. No es sensato que lea el mensaje. Aunque no estoy
siendo
nada sensata
últimamente. No lo he sido desde que conocí a Miller Hart.
Cojo el teléfono y lo leo:
¿Cómo estás? Bss, Miller Hart.
Frunzo el ceño y releo el mensaje. Me pregunto si se cree que ya
lo he
olvidado. ¿«Miller
Hart»? ¿Que cómo estoy? Más contenta que unas castañuelas por
haber
disfrutado gratis de
unas cuantas sesiones con Miller Hart, el chico de compañía más
famoso
de Londres. Bueno,
de gratis nada. Voy a pagar muy caro el tiempo perdido y las
experiencias
que he vivido con
ese hombre. Ni siquiera he aceptado aún lo que ha ocurrido. Estoy
hecha un
mar de dudas,
pero tengo que tirar del hilo y desenredar la madeja, poner las
cosas en
orden antes de intentar
comprender todo esto. Ya es bastante duro aceptar el hecho de que
el único
hombre con el que
he compartido todo mi ser haya desaparecido. Tratar de entender el
cómo y
el porqué es una
tarea que mis emociones se niegan a afrontar. Con el sentimiento
de
pérdida ya tienen
bastante.
¿Cómo estoy?
—¡Hecha una mierda! —le grito al teléfono, y pulso una y otra vez
el
botón de «Eliminar»
hasta que me duele el dedo.
En un acto de pura rabia, lanzo el móvil a la otra punta de la
cocina y ni
siquiera parpadeo
cuando choca contra la pared de azulejos y se hace añicos. Jadeo
violentamente en mi silla, tan
alto que apenas oigo el sonido de unos pasos apresurados que bajan
por la
escalera.
—¿Qué ha sido eso? —pregunta asustada mi abuela.
No me vuelvo para ver su cara de alarma, porque seguro que ésa es
la
expresión que
muestra su rostro arrugado.
—¿Olivia?
Me pongo de pie de repente y la silla sale despedida hacia atrás,
el chirrido
de madera
contra madera retumba por la vieja cocina.
—Voy a salir.
Huyo sin mirar a mi abuela. Recorro el pasillo a toda prisa, cojo
mi
chaqueta y mi mochila
del perchero.
—¡Olivia!
Sus pasos me persiguen hasta que abro la puerta y casi tiro al
suelo a
George.
—¡Buenos...! ¡Uy!
Me observa salir como una exhalación y, justo antes de echar a
correr por
el sendero que
lleva a la calzada, con el rabillo del ojo veo cómo su expresión
cambia de
alegre a preocupada.
Sé que estoy fuera de lugar. Estoy de pie ante la entrada del gimnasio,
se
me ve dubitativa
y algo abrumada. Las máquinas de ejercicios parecen naves
espaciales, con
cientos de mandos
y botones, y no tengo la menor idea de cómo funcionan. Mi sesión
de
prueba de una hora de la
semana pasada me vino muy bien para distraerme, pero la
información y
las instrucciones se
borraron de mi memoria en cuanto salí de las exclusivas
instalaciones
deportivas. Escaneo la
zona y jugueteo con mi anillo. Hay hombres y mujeres dando
zancadas en
las cintas de correr,
dándolo todo en las bicicletas y levantando pesas en gigantescos
aparatos.
Todos parecen saber
muy bien lo que se hacen.
Por intentar encajar, me acerco a la fuente y bebo un poco de agua
helada.
Estoy perdiendo
el tiempo con tanta duda. Lo que debería estar haciendo es liberar
estrés y
mal humor. Veo un
saco de boxeo colgando de un rincón lejano, sin nadie a treinta
metros a la
redonda, y decido
probarlo. No tiene mandos ni botones.
Me acerco y cojo los guantes de boxeo que cuelgan de la pared. Me
los
pongo e intento
parecer una profesional que viene aquí todas las mañanas para
empezar el
día sudando la gota
gorda. Cierro el velcro y le doy un pequeño puñetazo al saco. No
me
imaginaba que pesara
tanto. Mi débil golpe ni siquiera lo ha movido. Cojo carrerilla y
le pego
más fuerte. Frunzo el
ceño al ver que apenas he conseguido hacerlo oscilar un poco. Está
claro
que está lleno de
piedras. Le doy un poco de caña a mi brazo y esta vez le pego con
ganas.
Gruño y todo y ahora
el saco sí que se mueve, hace una pausa en el aire antes de volver
hacia mí.
Deprisa. Me entra
el pánico, llevo el brazo atrás y a continuación lo extiendo para
que no me
tire al suelo. Las
vibraciones del golpe ascienden por mi hombro cuando el guante
conecta
con el saco, pero
éste vuelve a alejarse de mí. Sonrío, abro un poco las piernas y
me preparo
para el
contraataque. Le pego fuerte otra vez y lo mando bien lejos.
Ya me duele el brazo y entonces caigo en la cuenta de que tengo
dos, así
que ahora le pego
con el izquierdo y sonrío con ganas. Me gusta la sensación que
produce el
impacto del saco
contra mi puño. Empiezo a sudar, a cambiar el peso de un pie a
otro; estoy
pillando el ritmo.
Mis gritos de satisfacción me animan a seguir, y de repente el
saco se
transforma en algo más
que un saco. Le estoy dando la paliza de su vida, y me encanta.
No sé cuánto tiempo paso así, pero cuando al fin me tomo un
respiro y me
paro a pensar
estoy bañada en sudor, me duelen los nudillos y me falta la
respiración.
Cojo el saco y lo
sujeto para que se quede quieto, luego miro a mi alrededor,
preguntándome
si alguien me
habrá visto en acción. No hay nadie mirándome. He pasado
completamente
desapercibida,
están todos concentrados en su extenuante rutina de ejercicios.
Sonrío para
mis adentros, cojo
un vaso de agua y una toalla de una estantería y me seco el sudor
de la
frente mientras salgo de
la gigantesca sala. Voy a paso ligero. Por primera vez desde hace
semanas
me siento capaz de
afrontar el día.
Me dirijo a los vestuarios mientras le doy sorbos de agua. Siento
como si
me hubieran
quitado de encima una vida entera de estrés y preocupaciones. Qué
ironía.
La sensación de
alivio es nueva, y es difícil resistirse a la tentación de volver
a la sala a
pegarle al saco durante
una hora más, pero ya me estoy arriesgando a llegar tarde al trabajo,
así
que sigo andando.
Esto es adictivo. Volveré mañana por la mañana, puede que hoy
mismo al
salir del trabajo, y
le voy a pegar a ese saco hasta que no quede ni rastro de Miller
Hart ni de
todo el dolor que me
ha causado.
Paso una puerta tras otra, todas ellas con paneles de cristal, y
echo un
vistazo. A través de
una veo una docena de culos prietos pedaleando como si les fuera
la vida
en ello; en otra hay
mujeres retorciéndose en todo tipo de posturas demenciales, y en
otra más
hay hombres que
corren arriba y abajo, que se tiran en las colchonetas sin ton ni
son y hacen
flexiones y
sentadillas. Deben de ser las clases de las que me habló el
instructor. Es
posible que pruebe
una o dos. O todas.
Estoy pasando junto a la última puerta que hay antes de llegar a
los
vestuarios femeninos.
Freno cuando algo me llama la atención, retrocedo y miro a través
del
panel de cristal a un
saco de boxeo muy parecido al que yo acabo de atacar. Se balancea
en el
gancho del techo pero
no hay nadie moviéndolo. Frunzo el ceño y doy un paso hacia la
puerta,
mis ojos siguen la
trayectoria del saco de izquierda a derecha. Luego trago saliva y
pego un
brinco en cuanto
alguien entra en escena, sin camisa y descalzo. Mi corazón
galopante
explota por el estrés
añadido al que lo acaban de someter. El vaso y la toalla se me
caen al
suelo. Me estoy
mareando.
Lleva puestos aquellos pantalones cortos, los que se puso cuando
estaba
intentando hacer
que me sintiera cómoda. Estoy temblando, pero a pesar de mi
aturdimiento
vuelvo a mirar por
el cristal sólo para comprobar que no era una alucinación. No lo
es. Está
ahí, con su cuerpo
macizo tan cautivador como siempre. Es la viva imagen de la
violencia,
golpeando el saco con
potentes puñetazos y patadas aún más temibles. Sus piernas se extienden
mientras los
poderosos músculos de sus brazos se flexionan. Su cuerpo se mueve
con
soltura mientras
esquiva y acecha el saco cuando éste vuelve a por él. Parece un
profesional.
Parece un
luchador.
Me he quedado helada. Miro a Miller Hart moverse alrededor del
saco con
facilidad, con
los puños vendados, las extremidades descargando golpes
controlados sin
piedad una y otra
vez. Sus gruñidos y el sonido de los golpes me producen un
escalofrío
desconocido. ¿A quién
se imagina que le está pegando?
La cabeza me da vueltas, las preguntas se multiplican mientras
sigo
observando al
refinado, al remilgado, al caballero a tiempo parcial, convertido
en un
poseso. Ese mal genio
del que me había advertido está ahí, en vivo y en directo. Doy un
paso atrás
cuando de repente
coge el saco con ambas manos y apoya la frente en el cuero. Su
espalda
sudorosa sube y baja,
y veo cómo repentinamente levanta sus hombros de titán. Entonces
empieza a volverse hacia
la puerta. Todo ocurre a cámara lenta. Estoy clavada en mi sitio,
y su
pecho, cubierto de un
velo de sudor, entra en mi ángulo de visión. Mis ojos ascienden
por su
torso hasta que veo su
perfil. Sabe que lo están mirando. Estaba conteniendo la
respiración y noto
que se me escapa
el aire de los pulmones. Rápidamente, corro por el pasillo y me
meto
volando en el vestuario.
Mi pobre corazón me suplica que le dé un respiro.
—¿Te encuentras bien?
Miro hacia la ducha y veo a una mujer con una toalla enrollada en
el pelo
mojado que me
observa con curiosidad.
—Sí —suspiro, y me doy cuenta de que estoy bloqueando la puerta.
No
puedo sonrojarme
porque ya estoy como un tomate y a punto de entrar en ebullición.
La mujer me sonríe con el ceño un poco fruncido y vuelve a lo
suyo.
Encuentro mi taquilla
y saco mis cosas para la ducha. El agua está demasiado caliente.
Necesito
hielo. Me paso cinco
minutos peleando con los mandos sin conseguir que salga más fría.
Así que
me las apaño
como puedo y me lavo la melena enredada y empapada de sudor y me
enjabono el cuerpo
pegajoso. Mi cuerpo y mi mente estaban relajados hasta que lo han
visto, y
ahora no hago más
que revivir el pasado. Hay cientos de gimnasios en Londres, ¿por
qué tuve
que escoger
precisamente éste?
No tengo tiempo para pensar mucho ni para empezar a apreciar el
placentero efecto del
agua caliente que ahora masajea mis músculos sin quemarme la piel,
que
ya me arde bastante.
Tengo que irme a trabajar. Tardo diez minutos en secarme y
vestirme.
Luego salgo del
gimnasio mirando al suelo, preparándome para oír cómo me llama su
voz o
para que me toque
y vuelva a encender el fuego en mi interior.
Sin embargo, consigo llegar sana y salva al metro. Mis ojos
agradecen
haber podido volver
a contemplar la perfección de Miller Hart. Mi cabeza, en cambio,
discrepa.
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