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CAPÍTULO 2
En cuanto termina el pico de trabajo del mediodía en la cafetería,
Sylvie se
pega a mí como
una lapa.
—Cuenta —dice al sentarse a mi lado en el sofá.
—No hay nada que contar.
—¡Venga ya! Si llevas toda la mañana con la misma cara que un
bulldog
que está
intentando tragarse una avispa.
Con el rabillo del ojo veo sus labios de color rosa chillón formar
una fina
línea de
impaciencia.
—¿Con cara de qué?
—De asco.
—Me ha enviado un mensaje al móvil —mascullo. No voy a contarle el
resto—. Para
preguntarme cómo estoy.
Se mofa, coge mi lata de Coca-Cola y le da un sorbo ruidoso.
—Cabrón arrogante.
Salto sin pensar.
—¡No es un cabrón! —grito a la defensiva, y cierro la boca en el
acto.
Me hundo en el sofá en cuanto veo la mirada de Sylvie.
—No es un cabrón y tampoco un arrogante —digo con calma.
Era atento, cariñoso y considerado..., cuando no estaba siendo un
cabrón
arrogante. O el
chico de compañía más famoso de Londres. Bajo la cabeza con un
suspiro.
Caer en los brazos
de alguien que se dedica a la prostitución es mala suerte. Y
cuando te pasa
por segunda vez...,
en fin, los hados no saben lo que se hacen.
Sylvie me da un apretón en la rodilla.
—Espero que no te molestaras en responderle.
—No podría ni aunque quisiera —digo levantándome.
—¿Por qué?
—Se me ha roto el móvil.
Dejo a Sylvie con el ceño fruncido y no le doy más explicaciones.
Lo único que le he contado sobre la ruptura con Miller es que
había otra
mujer. Así es
mucho más fácil. No puedo explicarle la verdad.
Cuando entro en la cocina, Del y Paul están riéndose como hienas,
cada
uno con un
cuchillo gigante en una mano y un pepino en la otra.
—¿Qué tiene tanta gracia? —pregunto.
Los dos se callan en el acto y ponen cara de pena al ver mi cuerpo
enclenque y mi mirada
vacía. Me quedo de pie, en silencio, y los dejo que lleguen a la
única
conclusión posible:
todavía estoy como si me hubiera pasado un camión por encima.
Del es el primero en volver a la acción. Me señala con el cuchillo
y se
obliga a sonreír.
—Que Livy haga de juez —dice—. Ella será justa.
—¿Juez de qué? —pregunto apartándome de la hoja del cuchillo.
Paul baja la mano de Del con un gesto de superioridad y me sonríe.
—Estamos haciendo un concurso a ver quién de los dos trocea
pepinos más
deprisa. El
tonto de tu jefe cree que puede ganarme.
No es mi intención, pero me río. Paul y Del no se lo esperaban y
pegan un
brinco. He visto
a Paul cortar pepinos, o al menos lo he intentado. Es tan rápido
que durante
unos segundos su
mano no es más que un borrón. Cuando vuelves a verla es porque ha
terminado de cortar en
perfectas lonchas la verdura en cuestión.
—¡Buena suerte!
Del me sonríe con entusiasmo.
—No la necesito, Livy. —Abre las piernas y coloca el pepino en la
tabla de
cortar—.
Cuando quieras.
Paul pone los ojos en blanco y se aparta, cosa que es de sabios, a
juzgar por
el modo en que
Del tiene cogido el cuchillo.
—¿Lista para cronometrarnos? —Me entrega un cronómetro.
—¿Hacéis esto a menudo? —pregunto poniéndolo a cero.
—Sí —responde Del concentrándose en el pepino—. Me ha ganado con
el
pimiento, la
cebolla y la lechuga, pero el pepino será mío.
—¡Ya! —grita Paul, y pulso rápidamente el botón de inicio mientras
Del
se pone en acción
y acuchilla a su pobre pepino.
—¡Listo! —exclama al poco sin aliento, levantando la vista hacia
mí. Está
sudando—.
¿Cuánto he tardado?
Miro el cronómetro.
—Diez segundos.
—¡Toma! —grita saltando en el aire, y rápidamente Paul le confisca
el
cuchillo—. ¡Supera
eso, señor MasterChef!
—Pan comido —responde Paul.
Toma posición delante de la tabla de cortar y limpia los restos de
pepino
desmembrado
antes de colocar el suyo.
—Cuando quieras —me indica.
Pongo el cronómetro a cero justo a tiempo. Del exclama:
—¡Ya!
Como imaginaba, Paul corta el pepino con destreza y elegancia,
nada que
ver con la
masacre de Del.
—Listo —proclama muy tranquilo. Ni está sudando ni le falta el
aliento,
cosa que
contrasta con su sobrepeso.
Miro el cronómetro y sonrío.
—Seis segundos.
—¡Venga ya! —grita Del acercándose y arrebatándome el reloj de las
manos—. Seguro
que has empezado a cronometrar tarde.
—¡De eso, nada! —Me echo a reír—. Además, Paul lo ha cortado en
rodajas y tú lo has
destrozado.
Parpadea incrédulo, y Paul se echa a reír conmigo y me guiña el
ojo.
—Pues ya tenemos el pimiento, la cebolla, la lechuga y el pepino.
Paul coge un rotulador y hace una marca junto a un dibujo muy
básico de
un pepino que
cuelga de la pared.
—Qué asco —rezonga Del—. Si no fuera por el crujiente de atún,
serías
historia,
aguafiestas.
El mal perder de Del hace que aún nos entren más ganas de reír, y
nos
desternillamos
cuando nuestro jefe se marcha malhumorado.
—¡Límpialo todo! —nos grita a lo lejos.
—Estos hombres...
Paul me sonríe con afecto.
—Da gusto volver a verte reír, Livy.
Me da una palmadita en el brazo, sin pararse a charlar más, y se
acerca a
los fogones a
mover una sartén que hay en el fuego. Silba feliz y me doy cuenta
de que el
cabreo en
ebullición que tenía se me ha pasado por completo. Distraerme.
Necesito
distraerme.
La tarde se me hace eterna, lo que no es un buen augurio. Me toca
cerrar la
cafetería con
Paul. Sylvie ha tenido que marcharse pronto para ir a su pub
habitual a
coger sitio para ver a
su grupo favorito, que toca esta noche. Me ha perseguido durante
media
hora intentando
engatusarme para que fuera con ella pero, por lo que me ha dicho,
el grupo
es de heavy metal,
y yo ya tengo la cabeza como un bombo.
Paul me da otra palmadita amigable en el hombro, está claro que el
hombretón se siente
incómodo con mujeres emocionales. Luego echa a andar hacia el
metro y
yo me marcho en
dirección contraria.
—¡Eh, muñeca!
Oigo la voz de Gregory a mi espalda, y me vuelvo. Viene corriendo
hacia
mí con sus
pantalones militares y una camiseta, con aspecto desaliñado.
—Hola. —Lucho contra el impulso de hacerme un ovillo para evitar
tener
que escuchar
otro sermón.
Me alcanza y echamos a andar hacia la parada del autobús.
—He intentado llamarte un millón de veces, Livy —dice entre
preocupado
y enfadado.
—Mi móvil está k. o.
—¿Y eso?
—No tiene importancia. ¿Estás bien?
—Pues no. —Me mira con reproche—. Me preocupas.
—No hace falta que te preocupes —mascullo sin añadir más.
Al igual que Sylvie, no sabe nada de chicos de compañía y
habitaciones de
hotel, y
tampoco tiene por qué enterarse. Mi mejor amigo ya odia bastante a
Miller
Hart. No necesito
darle munición extra. Estoy bien.
—Soplapollas —me suelta.
No le sigo el juego, sino que cambio de tema.
—¿Ya has hablado con Benjamin?
Gregory coge aire muy despacio.
—Apenas. Me cogió el teléfono una vez para decirme que lo dejara
en paz.
El soplapollas
que odia tu café le ha metido el miedo en el cuerpo.
—Ya, y ¿quién tuvo la culpa de eso? Dijiste que no permitirías que
me
ocurriera nada
aquella noche, pero justo cuando más te necesitaba, desapareciste
con
Benjamin.
—Ya lo sé —suspira—. No pensaba con claridad.
—Ya te digo —confirmo, y me regaño mentalmente por ser tan
gruñona.
—Y ahora Ben no quiere saber nada de mí —añade.
Alzo la vista y veo una expresión de dolor que no me gusta nada.
Se está
pillando de un
hombre que finge ser lo que no es... Un poco como Miller Hart.
¿Estaría
fingiendo todo el
tiempo que estuvimos juntos?
—¿Nada de nada? ¿No te habla?
Gregory suspira.
—Aquella noche se llevó a una mujer a casa y le encantó poder
restregármelo por la cara.
—Ah. No me lo habías dicho.
Se encoge de hombros para que parezca que no le importa.
—Me dolía el ego. —Me mira fingiendo indiferencia—. Tienes la cara
roja.
¿Todavía?
—He ido al gimnasio esta mañana. —Me llevo la mano a la frente.
Lleva
caliente todo el
día.
—¿Ah, sí? —pregunta sorprendido—. Qué bien. ¿Qué has hecho? —
Empieza a bailar a mi
alrededor—. ¿Entrenamiento de resistencia? ¿Yoga? —Pone la postura
más obscena posible y
me mira sonriente—. ¿El perro que mira al suelo?
No puedo evitar devolverle la sonrisa cuando lo enderezo.
—Le he dado una paliza a un saco lleno de piedras.
—¿De piedras? —se burla—. En realidad, los sacos están llenos de
granos
de arena.
—Pues pesaban como piedras —refunfuño mirándome los nudillos,
llenos
de ampollas.
—¡Joder! —Gregory me coge las manos—, le has dado bien, veo. ¿Te
ha
hecho sentirte
mejor?
—Sí —confieso—. Y, oye, no dejes que Ben te maree.
Se atraganta a media carcajada.
—Perdóname si no hago caso de tu consejo, Olivia. Y ¿qué hay de
ti?
¿Sabes algo del
cabrón que odia tu café?
Resisto el impulso de volver a defender a Miller y de contarle a
mi amigo
lo del mensaje
de móvil.
—No —miento—. Mi teléfono está roto, así que nadie puede hablar
conmigo.
De repente me encanta la idea, y no cabe duda de que ayudará en
caso de
que Miller decida
volver a escribirme.
—Ésa es mi parada —digo señalándola.
Gregory se agacha y me besa en la frente. Me mira con simpatía.
—Esta noche ceno con mis padres, ¿te vienes?
—No, gracias.
Los padres de Gregory son encantadores, pero mantener una
conversación
requiere de más
voluntad de la que tengo ahora.
—¿Nos vemos mañana? —suplica—. Por favor, salgamos mañana.
—Vale, mañana.
Ya encontraré el entusiasmo que necesito para un análisis completo
mañana; sólo espero
que la conversación verse sobre la loca vida amorosa de Gregory y
no
sobre la mía.
Su sonrisa de felicidad es contagiosa.
—Nos vemos, muñeca.
Me pasa la mano por el pelo y se va al trote. Yo me quedo
esperando el
autobús y, como si
los dioses supieran que estoy de mal humor, abren los cielos para
que se
me derramen encima.
—¡Lo que me faltaba! —exclamo cubriéndome la cabeza con la
chaqueta.
Qué suerte la mía: la parada no es de las que tienen un banco y
una
marquesina. Y, para
más inri, todos los que están esperando el autobús conmigo llevan
paraguas
y me miran como
si fuera tonta. Lo soy, pero no es sólo por no llevar paraguas.
—¡Mierda! —maldigo mientras busco un portal o cualquier otro sitio
en el
que
guarecerme de la lluvia.
Miro a un lado y a otro, pero nada. Suspiro, dándome por vencida.
Toca
mojarse bajo la
lluvia. Este día no podría ser peor ni más largo.
Pero me equivocaba. De repente ya no siento la lluvia que golpea
mi piel ni
el estridente
sonido que produce al caer con fuerza contra el asfalto porque
tengo la
cabeza saturada de
palabras. Sus palabras.
El Mercedes negro aminora y se acerca a la parada de autobús. Es
el
Mercedes de Miller.
Por instinto, porque sé que no querrá mojar su traje perfecto, doy
media
vuelta y echo a correr
en dirección contraria al caos de la hora punta de Londres, que va
a juego
con mi estado
mental.
—¡Livy! —grita, aunque apenas si lo oigo, puesto que la lluvia cae
atronadora—. ¡Livy,
espera!
No me queda otra que pararme cuando llego al final de la acera. El
semáforo está verde y
los coches pasan a toda velocidad. Estoy rodeada de peatones que esperan
para poder cruzar y
todos llevan paraguas. Frunzo el ceño al ver que los que tengo a
los lados
dan un salto hacia
atrás pero, para cuando averiguo por qué, ya es demasiado tarde.
Un
camión pasa zumbando
por encima de un charco de barro y levanta olas marrones contra
mí.
—¡No! —Se me cae la chaqueta del susto cuando el agua helada me
cala
hasta los huesos
—. ¡Mierda!
El semáforo cambia de color y todo el mundo echa a andar. Parezco
una
rata mojada en la
cuneta, temblando y con el rostro bañado en lágrimas.
—Livy. —Oigo la voz de Miller a lo lejos, pero no sé si se oye tan
bajito
por la distancia o
porque la lluvia ahoga sus palabras.
No tardo en sentir su mano cálida en mi brazo empapado y me
sorprende
que se haya
atrevido a aventurarse fuera del coche, a pesar del terrible
efecto que el
agua va a tener en su
traje.
Lo aparto de un empellón.
—Déjame en paz.
Me agacho para recoger la chaqueta empapada del suelo mientras
lucho
por contrarrestar
el nudo que tengo en la garganta y las chispas que ha producido su
mano en
mi piel helada y
húmeda.
—Olivia.
—¿De qué conoces a William Anderson? —le suelto mirándolo a la
cara.
Ah, está seco y a salvo bajo un paraguas gigante. Debería haberlo
imaginado. Mi propia
pregunta me ha pillado por sorpresa y es evidente que a Miller
también,
porque retrocede. Hay
miles de preguntas que debería hacerle, pero mi mente ha decidido
empezar por ésa.
—Eso no importa.
La evasiva me hace insistir.
—Discrepo —le espeto.
Lo sabía. Lo ha sabido desde entonces. Es posible que sólo mencionara
el
nombre de pila
de William cuando le abrí mi corazón y le conté a Miller todo
sobre mi
madre, pero él sabía
exactamente de quién estaba hablando, y ahora estoy segura de que
ésa fue
la principal causa
de su sorpresa y de su reacción violenta.
Debe de haber visto mi determinación, porque su expresión
impasible se
torna de reproche.
—Conoces a Anderson y me conoces a mí —dice tensando la mandíbula.
Quiere decir que
sé a qué se dedican los dos—. Nuestros caminos se han cruzado a lo
largo
de los años.
Por la amargura que emana de su cuerpo, llego rápidamente a la
siguiente
conclusión:
—No le caes bien.
—Ni él a mí.
—¿Por qué?
—Porque mete las narices donde no lo llaman.
Me río para mis adentros. No podría estar más de acuerdo. Bajo la
vista,
las gotas de lluvia
salpican la acera. Lo que Miller acaba de decir confirma mis
miedos.
Estaría engañándome a
mí misma si pensara por un instante que William va a desaparecer
por
donde vino sin intentar
descubrir qué clase de relación tengo con Miller. Aprendí muchas
cosas
sobre William
Anderson, y una de ellas es que le gusta estar al corriente de
todo. No
quiero tener que
explicarme ante nadie, y mucho menos ante el antiguo chulo de mi
madre.
Tampoco le debo
ninguna explicación.
Los zapatos de color tostado de Miller aparecen en mi campo de
visión.
—¿Cómo estás, Olivia?
Me niego a mirarlo. Esa pregunta ha vuelto a cabrearme.
—¿A ti cómo te parece que estoy, Miller?
—No lo sé. Por eso he estado intentando contactar contigo.
—¿De verdad no lo sabes? —Lo miro sorprendida. Sus rasgos
perfectos me
hacen daño en
los ojos. Bajo la mirada al instante. Si lo observo durante
demasiado
tiempo es posible que no
consiga olvidarlo nunca.
Demasiado tarde.
—Me hago una idea —musita—. Te dije que me aceptaras tal y como
soy,
Livy.
—Pero yo no sabía quién eras —mascullo sin apartar la vista de las
gotas
de lluvia que
caen en mis pies, furibunda porque se ampare en esa pobre excusa
para
salir del paso—. Lo
único que acepté fue que eras diferente, con tus modales
inflexibles y tu
obsesión por tenerlo
todo más que perfecto. Puede resultar muy molesto pero lo acepté,
y hasta
empezaba a
considerarlo adorable.
Debería haber elegido cualquier otra palabra —atractivo, encantador,
tierno...— excepto
adorable.
—No soy tan malo —protesta débilmente.
—¡Lo eres! —Lo miro. Está muy serio. No es nada nuevo—. ¡Mírate! —
Paso el dedo por
su traje seco—. Estás aquí, bajo la lluvia, con un paraguas que
podría
mantener seco a medio
Londres porque quieres proteger tu pelo perfecto y tu traje caro.
Parece un poco abatido cuando mira primero el traje y luego a mí.
A
continuación arroja el
paraguas sobre la acera y la lluvia lo empapa en un instante. Los
mechones
ondulados caen
sobre su cara y por sus mejillas, y el traje caro se le pega al
cuerpo.
—¿Contenta?
—¿Crees que basta con que te mojes un poco para arreglar las
cosas? ¡Te
ganas la vida
follándote a mujeres, Miller! ¡Y me follaste a mí! ¡Me convertiste
en una
de ellas!
Me tambaleo hacia atrás, mareada por la rabia y las imágenes de lo
que
pasó en la
habitación de hotel.
El agua que baja por sus mejillas está hirviendo.
—No hace falta que te pongas soez, Olivia.
Retrocedo intentando contenerme.
—¡Que os jodan a ti y a tu moral retorcida! —grito, y a Miller se
le tensa
la mandíbula—.
¿Has olvidado lo que te conté?
—¿Cómo iba a olvidarlo?
Cualquiera pensaría que está impasible, pero yo veo el tic en la
mejilla y la
ira en su
mirada, he aprendido a interpretarla bien. Creo que tiene razón,
que
emocionalmente no está
disponible, pero yo he experimentado emociones con él, emociones
increíbles, y ahora me
siento estafada.
Me aparto el pelo mojado de la cara.
—La impresión que te llevaste cuando confié en ti, cuando te conté
mi
historia, no era
porque me pusiera en aquella situación ni tampoco por mi madre.
Era
porque lo que describí
era tu vida, con la bebida y la gente rica, aceptando regalos y
dinero. Y
porque conocías a
William Anderson.
Estoy conteniendo mis emociones de maravilla. En realidad, lo que
quiero
es gritarle sin
parar y, si no me contesta pronto, es posible que empiece a
hacerlo. Esto es
lo que debería
haberle dicho antes. No debería haberlo manipulado para que me
follara ni
haberme puesto en
el lugar de esas mujeres para demostrar nada... Todavía no he
digerido lo
que quería
demostrar. En ocasiones la rabia nos hace cometer estupideces, y
yo estaba
muy enfadada.
—¿Por qué me invitaste a cenar? —inquiero.
—Porque no sabía qué otra cosa hacer.
—No hay nada que puedas hacer.
—Entonces ¿por qué viniste? —pregunta.
Me pilla por sorpresa.
—¡Porque estaba furiosa contigo! ¡Los coches caros y los objetos
de lujo
no lo justifican!
—grito—. ¡Porque hiciste que me enamorara del hombre que no eres!
Estoy helada, pero no tiemblo de frío. Estoy cabreada. Me hierve
la sangre
en las venas.
—Eres mi hábito, mi vicio, Olivia Taylor. —Lo dice sin emoción
alguna
—. Me
perteneces.
—¿Te pertenezco?
—Sí.
Da un paso adelante y yo doy uno hacia atrás para guardar una
mínima
distancia de
seguridad entre nosotros. No es fácil cuando lo tengo tan cerca.
—Creo que te equivocas. —Levanto la barbilla y procuro mantener la
voz
firme—. El
Miller Hart que conozco aprecia y valora sus pertenencias.
—No digas eso. —Me coge del brazo pero lo aparto de un tirón.
—Querías continuar con tu vida secreta, follándote a una mujer
detrás de
otra, y querías
que yo estuviera siempre disponible para follarme cuando volvieras
a casa.
—Me corrijo
mentalmente. Sus palabras fueron para desestresarse.
Lo llame como lo
llame, sigue siendo lo
mismo.
Me deja petrificada con su mirada.
—Nunca te he follado, Livy. Lo único que he hecho ha sido
venerarte. —
Da un paso
adelante—. A ti siempre te he hecho el amor.
Cojo aire, con calma.
—En aquella habitación de hotel no me hiciste el amor.
Cierra los ojos un momento y, cuando los abre, son un mar de angustia.
—No sabía lo que hacía.
—Hacías lo que mejor sabes hacer, Miller Hart —le espeto.
Odio el veneno que destilan mis palabras y la expresión de susto
que cruza
su rostro
perfecto al escucharlas. Muchas mujeres pensarían que eso es lo
que mejor
sabe hacer el chico
de compañía más famoso de Londres, pero yo sé que no es así. Y, en
el
fondo, Miller también.
Me observa un momento. Su mirada es un remolino de cosas que nunca
me
ha dicho. Es
entonces cuando lo comprendo.
—Crees que soy una hipócrita.
—No —dice sin convicción—. Acepto lo que hiciste cuando te
escapaste
de casa y te
entregaste... —Se detiene, no puede terminar la frase—. Acepto la
razón
por la que lo hiciste.
Lo odio. Hace que todavía odie más a Anderson. Pero lo acepto y te
acepto
a ti.
La vergüenza me corroe y por un instante me fallan las fuerzas.
Me acepta y, leyendo entre líneas, quiere que yo lo acepte a él:
«Acéptame
tal y como soy,
Livy».
No debería. No puedo.
Pasa una eternidad en la que mentalmente he repasado todas las
razones
por las que
debería salir corriendo. Le sostengo la mirada y pronuncio mi
versión de
sus palabras:
—No quiero que otras mujeres te saboreen.
Se relaja y exhala derrotado.
—No es tan fácil dejarlo —dice.
Es como si me hubiera pegado un tiro en la frente y, como no hay
nada más
que añadir,
doy media vuelta, echo a andar y dejo atrás a mi perfecto Miller
Hart, que
sigue igual de
perfecto bajo la incesante lluvia.
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hola no estan disponibles aqui todos los capitulos quisiera leerlos, me pudieran enviar a otra pagina donde si esten disponibles, este blog es una pasada
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