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CAPÍTULO 3
La semana se me hace eterna. He ido a trabajar a la cafetería,
también he
evitado a Gregory y
además no he vuelto al gimnasio. Me gustaría hacerlo, pero no
puedo
arriesgarme a ver a
Miller. Da la impresión de que nota cuándo empiezo a sacar un poco
la
cabeza, y entonces
aparece de repente (casi siempre en sueños y alguna vez en el
mundo real)
para hacerme
retroceder de nuevo a la casilla de salida.
Mi abuela asoma por la puerta del salón, le saca el polvo a la
librería y me
quita el mando
a distancia de la mano.
—¡Eh, que estoy viendo la tele!
Eso no es verdad pero, aunque estuviera fascinada por el
documental sobre
los murciélagos
de la fruta, la abuela no me devolvería el mando.
—Cierra el pico y ayúdame a decidir.
Deja caer el mando en el sofá y corre al pasillo. Al poco, vuelve
con dos
vestidos colgados
de sus perchas.
—No sé cuál elegir —dice colocándose uno delante del cuerpo. Es
azul con
flores
amarillas—. ¿Éste? —Cambia de vestido, uno verde—. ¿O éste?
Me incorporo y miro los vestidos.
—Me gustan los dos.
Me pone mala cara.
—¡Eres toda una ayuda!
—¿Adónde vas a ir?
—Cena y baile con George el viernes.
Sonrío.
—¿Vas a ser el ama de la pista de baile?
Mueve la cabeza y da unos pasos de baile.
—Olivia, tu abuela es el ama siempre, haga lo que haga.
—Cierto —digo, y es verdad.
Me concentro en los vestidos.
—El azul.
La sonrisa que adorna su rostro es un buen cambio respecto a la
frialdad de
los últimos
días y me alegra el corazón.
—También es mi favorito. —Deja el verde a un lado y se pega el
azul al
cuerpo—. Es
perfecto para bailar.
—¿Es un concurso?
—Oficialmente, no.
—Entonces ¿es sólo un baile?
—Olivia, un baile nunca es sólo un baile. —Se retuerce un mechón
de la
melena canosa y
se lo aparta de la cara con garbo—. Llámame Ginger.
Me echo a reír.
—¿Y George va a ser tu Fred?
Suspira exasperada.
—Que Dios bendiga al bueno de George: el pobre lo intenta, pero
tiene dos
pies
izquierdos.
—No seas tan dura con él. ¡Tiene casi ochenta años!
—Yo tampoco soy ya ninguna jovencita, pero aún puedo menear el
esqueleto como la que
más.
—¿Menear el qué? —inquiero enarcando las cejas.
Ella flexiona las rodillas como si fuera a hacer una sentadilla y
mueve las
caderas hacia
adelante.
—Menear... —dice antes de cambiar de dirección y empezar a dibujar
círculos con la
pelvis— el esqueleto.
—¡Abuela! —Me echo a reír viendo cómo embiste hacia adelante y
traza
círculos
ondulantes. Se concentra mucho e intensifica el ritmo, y yo me
retuerzo de
la risa en el sofá.
Tengo que sujetarme el estómago con las manos—. ¡Para, por favor!
—Voy a presentarme al casting del próximo vídeo de Beyoncé. ¿Crees
que
me cogerán?
Me guiña el ojo, se sienta a mi lado y me rodea con los brazos.
Consigo
controlar la risa y
suspiro en su regazo. La estrecho con fuerza.
—Nada me llena tanto de felicidad como ver el brillo de esos
preciosos
ojos cuando te
ríes, mi querida niña.
La risa da paso a una enorme gratitud. Gratitud por tener en mi
vida a esta
mujer
maravillosa. Soy muy afortunada por ser nieta suya. Ha trabajado
sin
descanso para llenar el
hueco que dejó mi madre y, en cierto modo, lo ha conseguido. Ahora
está
adoptando la misma
táctica ante la ausencia de otra persona.
—Gracias —susurro.
—¿Por?
Me encojo de hombros.
—Por ser tú.
—¿Una vieja cotilla?
—No lo dije en serio.
—Muy en serio. —Se echa a reír y me aparta de su seno. Coge mis
mejillas
entre sus
manos arrugadas y me colma de besos con sus labios de malvavisco—.
Mi
niña, mi niña
preciosa. Tienes que sacar a la Olivia descarada y con brío que
llevas
dentro. Si no te pasas, te
irá muy bien.
Aprieto los labios. Se refiere a que no me pase como se pasó mi
madre.
—Mi niña querida, coge a la vida por las pelotas y retuércelas
—añade.
Me echo a reír y ella se ríe también. Se recuesta hacia atrás en
el sofá y me
arrastra
consigo.
—Lo intentaré —digo.
—Y, ya puestos, retuérceles también las pelotas a todos los
gilipollas que
te encuentres por
el camino.
No lo ha dicho directamente, pero sé a quién se refiere. ¿A quién,
si no?
Suena el teléfono de casa y nos levantamos las dos.
—Ya lo cojo yo —digo, y le doy un beso rápido antes de salir al
pasillo,
donde la base del
inalámbrico ocupa la mesita del viejo teléfono.
En un raro ataque de entusiasmo se me ilumina la cara al ver en la
pantalla
el número de la
cafetería, y creo saber por qué llaman. O eso espero.
—¡Del! —saludo tal vez demasiado contenta.
—Hola, Livy. —Qué alegría escuchar su acento cockney—. He intentado
llamarte al
móvil, pero no da señal.
—Sí, es que está roto. —Tengo que comprarme un móvil nuevo pronto,
pero estoy
disfrutando de la sensación de aislamiento que conlleva no tener
uno.
—Ah, vale. Oye, sé que no te gusta trabajar por las noches,
pero...
—¡Cuenta conmigo! —respondo subiendo los escalones de dos en dos.
«Distracciones,
distracciones, distracciones...»
—¿Sí?
—¿Quieres que trabaje de camarera? —Entro en el baño; es un poco
triste
que me
emocione el hecho de tener una oportunidad perfecta para escapar
de la
tortura mental ahora
que ya se me ha pasado el efecto de las payasadas de la abuela.
—Sí, en el Pavilion. Los empleados que manda esa maldita agencia
siempre fallan.
—No hay problema. —Guardo silencio un instante y me apoyo contra
la
puerta del baño.
De repente caigo en la cuenta de algo que podría fastidiarme la
distracción
—. ¿Puedo
preguntar de qué clase de evento se trata?
Sé que Del está frunciendo el ceño.
—Una gala anual para abogados y miembros de la judicatura.
Me relajo. Miller no es ni juez ni abogado. Estoy a salvo.
—¿Me visto de negro? —pregunto.
—Sí. —Parece confuso—. Empieza a las siete en punto.
—Vale. Te veré allí.
Cuelgo y me meto en la ducha.
Entro a la carrera por la puerta de personal del Pavilion y busco
a Del y a
Sylvie, que están
sirviendo champán.
—¡Ya estoy aquí! —Me quito la cazadora vaquera y la mochila—. ¿Qué
hago?
Del sonríe y mira a Sylvie. Es su forma de comentar en silencio
que estoy
de buen humor.
—Termina de servir, preciosa —me dice pasándome la botella y
dejándome con mi
compañera.
—¿Ocurre algo? —le pregunto a Sylvie mientras empiezo a llenar
copas.
Su melena corta negra se mueve de un lado a otro cuando niega con
la
cabeza y me sonríe:
—Es que se te ve... contenta.
No le doy importancia a su comentario y tampoco pierdo la sonrisa.
—La vida sigue —digo rápidamente antes de cambiar de tema—. ¿A
cuántos pijos
tenemos que dar de comer y beber esta noche?
—A unos trescientos. La recepción es de ocho a nueve, luego
cenarán en el
salón de baile y
volveremos a entrar en acción a eso de las diez, cuando hayan
terminado de
cenar y dé
comienzo la música y el baile. —Deja la botella vacía de champán—.
Listo. Vamos allá.
A pesar de mi entusiasmo por usar el trabajo como distracción, no estoy
cómoda esta
noche. Me deslizo entre la multitud repartiendo canapés y champán
pero
me siento muy
incómoda. No me gusta.
Cuando el maître anuncia la cena, la sala se vacía y veo el suelo
de mármol
cubierto de
servilletas. Serán del mundo del Derecho, pero han dejado la sala
que da
pena. Me libro de la
bandeja y me pongo a recoger basura y a verterla en una bolsa
negra.
Incluso encuentro restos
de canapés.
—¿Te encuentras bien, Livy? —me pregunta Del desde la otra punta
de la
sala.
—Sí. Son un poco cerdos —digo haciéndole un nudo a la bolsa, que
ya está
llena—. ¿Te
importa si voy al servicio?
Se echa a reír y niega con la cabeza.
—¿Qué vas a hacer si te digo que no?
No sé qué responder a eso.
—¿Vas a decirme que no?
—Eres genial. ¡Ve al baño, mujer!
Mi jefe desaparece en la cocina y yo tengo que buscar el servicio.
Subo una escalera siguiendo los carteles que indican dónde están
los
servicios de señoras y
llego a un largo pasillo del que cuelgan unos retratos. Son de
reyes y reinas
famosos, el más
antiguo es el de Enrique VIII. Me paro y observo al hombre de edad
madura, grande y con
barba, y me hago una pregunta un tanto estúpida: ¿qué veían en él
las
mujeres?
—Desde luego, no es Miller Hart.
Me vuelvo y me encuentro cara a cara con la «socia», Cassie. ¿Qué
diablos
está haciendo
aquí? Contempla el retrato pensativa, con los brazos cruzados
sobre el
corpiño de un
espectacular vestido plateado, el pelo negro y brillante cayéndole
por los
hombros desnudos.
—Su dormitorio estaba muy concurrido, pero no tanto como el de
Miller.
—Sus palabras,
taimadas y punzantes, se me clavan en el corazón como puñales—.
¿Es tan
bueno como dicen
todas?
Me mira con chulería y me da un repaso. Está muy satisfecha. Me
achico
un poco pero
saco fuerzas para ocultarlo.
—Depende de lo que digan —respondo devolviéndole la mirada con
igual
confianza en mí
misma. Su pregunta me indica que no sabe la respuesta, y eso me
gusta.
—Dicen que es muy bueno.
—Entonces están en lo cierto.
Cassie apenas puede contener la sorpresa y eso hace que me crezca.
—Ya veo —responde asintiendo levemente.
—Pero te diré una cosa gratis. —Doy un paso adelante, me siento
superior
sin motivo,
simplemente porque sé que ha sido mío y no de Cassie. No le doy
ocasión
de preguntar el qué.
Estoy a media zancada—. Cuando hace el amor es mucho mejor que
cuando folla con
restricciones.
Ella traga saliva y retrocede, y es entonces cuando comprendo la
magnitud
de la reputación
de Miller. Siento ganas de vomitar, pero de alguna manera
encuentro el
modo de no perder mi
osadía y me recompongo.
—Si tu plan era intentar asustarme contándome a qué se dedica
Miller, tus
malas artes de
pécora llegan tarde —le espeto—. Estoy al corriente.
—Ya. —Lo dice despacio, pensativa.
—¿Hemos terminado o también te gustaría explicarme sus reglas?
Se echa a reír, pero es de asombro. Mi actitud la ha dejado de
piedra, no se
lo esperaba.
Mejor.
—Imagino que hemos terminado —dice.
—Estupendo —contraataco con seguridad antes de seguir hacia los
servicios de señoras.
Me derrumbo en cuanto cierro la puerta del cubículo. No estoy
segura de
por qué estoy
llorando, si en realidad estoy muy satisfecha conmigo misma. Creo
que
acabo de retorcerle a
alguien las pelotas y la abuela se sentiría muy orgullosa de mí...
Si pudiera
contárselo.
Después de tirarme un siglo lavándome la cara, vuelvo a la cocina
y
empiezo a cargar
bandejas con copas de champán para cuando vuelvan los invitados.
Cassie es una de las primeras en entrar en la sala y va del brazo
de un
hombre de cierta
edad, al menos treinta años mayor que ella. Entonces, la verdad me
pega
una bofetada, la
mano me tiembla y las copas tintinean. ¡Ella también es una puta
de lujo!
—Ay, Dios mío —susurro al verla sonreír y disfrutar con las
atenciones
que le dispensa
ese hombre.
¿Por qué? Es en parte propietaria de un exclusivo club. Seguro que
no
necesita ni el dinero
ni los regalos. En ese momento pienso que nunca se me ha pasado
por la
cabeza preguntarme
cómo es que Miller se ha dejado engullir por ese mundo. Es el
dueño de Ice
. No
necesita el
dinero. Pienso en nuestro encuentro en el restaurante y busco en
mi
memoria unas palabras
que apenas recuerdo: «Lo bastante para comprar un club de lujo».
Me muero de curiosidad y odio ser curiosa. Ya me he metido hasta
el
fondo y no tengo
ganas de ahogarme.
—¿Vas a pasarte toda la noche ahí plantada como una boba soñando
despierta?
La voz de Sylvie me devuelve al mundo real, la sala está llena de
invitados
que charlan
animadamente. Observo los grupos de gente. Como siempre, van todos
impecables, y me
pregunto cuántos estarán metidos en el mundo de la prostitución de
lujo.
—¿Livy?
Doy un respingo y tengo que sujetar la bandeja con la mano libre.
—¡Perdona!
—¿Qué te pasa? —pregunta Sylvie, y sé que es por todas las veces
que la
he liado en este
tipo de eventos.
—Nada —respondo de inmediato—. Será mejor que siga sirviendo.
—Eh, ¿no es ésa la mujer...? —Me mira y se muerde el labio rosa
chillón.
No le contesto, sino que me adentro en la muchedumbre y dejo que
Sylvie
saque sus
propias conclusiones. He dejado que mis amigos crean que Cassie es
la
novia de Miller, y me
habría salido bien la jugada de no ser porque la muy zorra se está
paseando
por ahí con otro
hombre.
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