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CAPÍTULO 5
La abuela me coloca el plato delante y me da un tenedor. Se me
revuelve el
estómago sólo con
mirar el enorme trozo de pastel, pero me resisto a apartarlo y
corto un
pedacito bajo su atenta
mirada. No es la única que me observa con detenimiento. Gregory y
George han venido a
cenar. Todos permanecen callados y sin quitarme el ojo de encima
hasta
que me llevo el
pequeño trozo de pastel a la boca. Sabe a matarratas y no se
parece en nada
a los pasteles que
suele preparar mi abuela. Todo sabe a podrido, es posible que mis
papilas
gustativas me estén
castigando por haberlas abandonado.
—¡Delicioso! —exclama Gregory para romper el incómodo silencio. Se
chupa los dedos
—. Deberías abrir una pastelería.
—¡Sí, hombre! —se burla la abuela—. Hace veinte años, tal vez...
Se echa a reír, se vuelve hacia el fregadero y abre el grifo. Doy
las gracias
por haber
dejado de ser el centro de atención.
George mete un dedo en el portatartas y rebaña un chorro de crema
de
limón. La abuela,
como si tuviera ojos en la nuca, se vuelve a mirar.
—¡George! —Le da un azote con la bayeta de cocina—. ¿Dónde están
tus
modales?
—Perdona, Josephine. —Se endereza como un niño travieso y pone las
manos en el regazo
muy serio.
Gregory me da una patada por debajo de la mesa y señala a la
abuela con
un gesto, y ésta a
su vez niega con la cabeza para regañar al niño grande. Los dos
nos
estamos aguantando la
risa, y cuando George nos guiña el ojo no podemos contenernos más.
—¿Listo para arrasar en la pista de baile con la abuela, George? —
pregunto intentando
parar de reírme antes de que ella me regañe a mí también.
El bueno de George está casi guapo con su traje marrón, aunque de
la
pajarita color
mostaza mejor no hablemos.
—Josephine no necesita ayuda —responde mirando a mi abuela—. Como
decís vosotros,
siempre arrasa en todas partes ella solita.
La abuela no contesta ni se vuelve, pero está sonriendo. Lo sé.
—Te va a enseñar a menear el esqueleto —replico.
Me río disimuladamente y le pego patadas a Gregory por debajo de
la
mesa, pero no
muevo ni una pestaña en cuanto la abuela se vuelve del fregadero y
mueve
la falda del vestido
con alegría, dejando muy claro que la espera la pista de baile. Me
mira
mientras se seca las
manos en el delantal con las cejas enarcadas.
—Estás preciosa, abuela —digo.
El enfado desaparece de su cara al instante y baja la mirada con
una
sonrisa.
—Gracias, cariño.
—¿Qué es eso de «menear el esqueleto»? —pregunta George perplejo
mirando a la abuela.
Me encanta verla ruborizarse.
—Es bailar, George. —Ella me lanza una mirada de advertencia que
suaviza en cuanto me
ve sonreír—. Bailar como los modernos. Luego te enseño.
Casi me caigo de la risa al imaginarme a George y a la abuela
embistiendo
con la pelvis y
meneando las caderas.
—¿Qué tiene tanta gracia? —pregunta George mirando sin comprender
a
un lado y a otro
—. Eso ya lo sabía —resopla metiendo otra vez los dedos en el
pastel de
limón.
La abuela no lo regaña esta vez. Está muy ocupada bailando por la
cocina.
—A lo mejor me pongo los shorts —dice con una risita nerviosa que
hace
que Gregory y
yo rompamos a reír a carcajadas.
—¿Esos pantaloncitos cortos que parecen bragas? —A George le
brillan
los ojos—. ¡Sí!
—¡George! —exclama la abuela.
—¡Parad, por favor! —Gregory se coge de mi brazo en busca de un
punto
de apoyo, pero
se cae y me arrastra consigo. Estamos llorando de la risa,
histéricos—.
¿Son de lentejuelas?
—No, de cuero —sonríe ella—. Y con raja.
Me atraganto y empiezo a toser. A George parece que le va a dar un
ataque.
Se recupera y
coge el periódico para abanicarse.
—Josephine Taylor, tienes una mente perversa —dice.
—Mucho. —Gregory suelta otra carcajada y me guiña el ojo.
Nos calmamos y picoteo un poco de tarta. Oigo a la abuela suspirar
y me
preocupo. Es esa
clase de suspiro largo que indica que no me va a gustar lo que va
a
decirme.
—¿Por qué no sales con Gregory?
Me hundo en la silla. Hay tres pares de ojos mirándome. Encima,
vuelvo a
ponerme triste.
—Sí, eso, Livy —interviene mi amigo, y me da un golpecito en el
brazo
con la mano—.
Iremos a un bar de heteros.
—¿Lo ves? —añade sonriente la abuela—. Es muy amable. Está
dispuesto
a sacrificar una
noche de pasión por ti.
Trago saliva. Gregory se ríe y George se atraganta. Adora a
Gregory, pero
se niega a
reconocer su condición sexual. Creo que es cosa de la edad, aunque
a mi
amigo no le importa.
De hecho, bromea al respecto todo lo que puede, y cuando lo veo
coger
aire, sé que prepara
una de las suyas.
—Sí —dice reclinándose en su silla—. Voy a perderme la oportunidad
de
retozar con un
hombre desnudo y sudoroso para que salgas un rato conmigo.
Me muerdo el labio para no reírme a mandíbula batiente al ver lo
nervioso
que se pone
George. La abuela no se corta tanto. No, se parte de la risa y su
cuerpo se
sacude como un flan
mientras el pobre George continúa revolviéndose incómodo en el
asiento y
murmurando por lo
bajo.
—Sois malvados —refunfuña—. Tenéis una mente muy sucia.
—Eres un buen amigo, Gregory —dice la abuela entre risas—. ¡Es
todo un
detalle!
George frunce el ceño y mira a Gregory.
—Creía que eras bisexual.
—Ah —sonríe Gregory—. Soy lo que quieren que sea, George.
El amigo de la abuela no puede evitar dar un respingo de asco y
ella no
consigue parar de
reír.
Qué bien. Las risas que provoca la conversación sobre las travesuras
sexuales de Gregory
me han salvado de la presión de tener que salir y aparentar que
estoy bien.
Miro lo a gusto que
se ríe del pobre George y cómo la abuela lo anima a seguir con sus
carcajadas. La pequeña
batalla verbal me recuerda que no soy feliz y que no hay
distracciones
suficientes en el mundo
para remediarlo. Algunas cosas logran distraerme momentáneamente,
pero
el malestar no
tarda en volver con más fuerza, como si intentara compensarme por
el
tiempo que ha estado
ausente mientras yo esbozaba una sonrisa.
Mastico y trago lentamente. Por otra parte, mi estómago revuelto
va a cien
por hora y
tengo que ir corriendo al baño a agarrarme a la taza del váter. No
hay nada
que vomitar
excepto bilis ácida. La boca me sabe fatal.
No tengo remedio.
Llaman suavemente a la puerta. Levanto la cabeza y me quedo
mirando el
pomo.
—¿Muñeca?
Gregory abre la puerta y entra. Ni se molesta en avisar primero,
por si me
pilla con los
pantalones en los tobillos. Intenta sonreírme pero fracasa
miserablemente.
Sé que se encuentra
tan mal como yo. Me pasa un caramelo de menta y me pone en pie. Me
arregla el pelo y
estudia mi cara preocupado.
—Livy, te estás quedando en nada. —Mira mi cuerpo, más delgado que
de
costumbre—.
Ven.
Me saca del baño y me acompaña a mi dormitorio. Cierra la puerta,
me
lleva a la cama, me
pasa un brazo por los hombros y me estrecha contra sí. Me acurruco
pero
no me consuela. Esto
no es como el «lo que más me gusta» de Miller. No me aligera el
corazón
ni me hace sentir en
paz. No está a mi lado tarareando ni besándome la coronilla.
Permanecemos tumbados y en silencio una eternidad hasta que noto
que
Gregory coge aire,
preparándose para hablar.
—¿Lista para contármelo todo? No estás bien, y no me sueltes el
rollo ese
de la otra mujer
porque sé que sospechabas algo desde el principio y eso no te
detuvo.
Niego con la cabeza hundida en su pecho pero no sé si estoy
rechazando su
oferta o si le
estoy diciendo que no, que no es la supuesta amante. Lo primero no
necesito confirmárselo: es
evidente. Lo segundo, no tanto, pero nunca podría contarle la
verdadera
razón por la que mi
vida ha terminado. ¿Y lo de William? No, no puedo hacerlo.
—Está bien —suspira y me estrecha con más fuerza, pero entonces su
móvil empieza a
sonar y tiene que aflojar el abrazo para poder sacarlo del
bolsillo.
No son imaginaciones mías, se le ha acelerado el pulso. Levanto la
cabeza:
está mirando la
pantalla con cara de pena. Su expresión me recuerda que, mientras
yo me
ahogaba en la
autocompasión, mi mejor amigo también ha estado sufriendo. Me
siento
muy culpable, y aún
más egoísta, porque el sentimiento de culpa es mucho más llevadero
que
un corazón roto.
—¿No vas a contestar? —pregunto en voz baja mientras él sigue con
la
vista fija en la
pantalla.
No sé por qué está tan inquieto. Debería alegrarse de que Ben lo
llame. ¿O
me he perdido
algo? Es probable. No recuerdo gran cosa de las últimas dos
semanas, pero
recuerdo que habló
brevemente con Ben y que la cosa no fue bien. ¿O lo habré soñado?
—Supongo que debería contestar —dice—. Me lo esperaba.
Frunzo el ceño mientras él acepta la llamada, pero no habla. Se
limita a
llevarse el móvil a
la oreja y, al cabo de unos segundos, oigo unos gritos iracundos
tan nítidos
como la luz del día.
Gregory hace una mueca mientras su examante grita y lo maltrata
por
teléfono, gruñe sobre un
montón de llamadas y acusa a mi amigo de haber estado acosándolo.
Estoy
alucinando y aún
flipo más cuando Gregory se disculpa mansamente. No tiene de qué
disculparse. Él no es
quien finge ser lo que no es. Él no se esconde de la verdad. La
rabia bulle
en mi interior por
otras razones y, por puro instinto protector, le arrebato el móvil
a mi amigo
y descargo dos
semanas de furia. Estoy que exploto.
—¡¿Quién coño te crees que eres?! —grito saltando de la cama
cuando
Gregory intenta
recuperar su teléfono.
Doy vueltas por la habitación como un perro rabioso, echando
espuma por
la boca.
—¿Con quién hablo? —Ben ha bajado el tono. Parece sorprendido.
—Eso no importa. ¡No eres más que un fraude! ¡Eres un cobarde sin
agallas!
Ben guarda silencio pero resopla y yo continúo atacándolo:
—¡Te mereces ser infeliz! Espero que te hundas en la miseria el
resto de tu
vida. ¡Gallina!
¡Patético! —Tiemblo y estoy hiperventilando—. No te mereces ni el
tiempo ni el afecto que
Gregory te ha dado, y no tardarás en darte cuenta. ¡Y para
entonces será
demasiado tarde!
¡Porque ya te habrá olvidado!
Cuelgo y lanzo el móvil de Gregory encima de la cama. Mi amigo me
mira
anonadado, con
unos ojos como platos y la boca completamente abierta.
Trato de calmarme y recuperar el control de mi cuerpo tembloroso
mientras Gregory
intenta pronunciar palabra. Está tartamudeando, petrificado como
yo. No
me correspondía
hacer lo que he hecho. No tenía derecho a interferir, y menos aún
después
de haber reñido a mi
amigo por haber intentado meterse en mi relación diabólica con
cierto
hombre disfrazado de
caballero.
—Perdóname —jadeo, puesto que no consigo recobrar el aliento—. No
debería...
—¡Qué brío! —se limita a decir, y me derrumbo otra vez.
El enfado da paso a la depresión, que vuelve en todo su esplendor.
Hundo
la barbilla en el
pecho y los brazos me pesan en los costados. Sollozo sin control.
Soy
patética y tiemblo por
otros motivos. No me siento mejor.
De la cama brota un sonoro suspiro. Gregory me atrae contra su
pecho y
me envuelve en
sus brazos.
—Tranquila. —Me calma, me mece y me acaricia el pelo—. Tengo la
impresión de que lo
que le has dicho a Ben iba dirigido a otra persona.
Asiento y me abraza con fuerza. Eran las palabras apropiadas para Ben,
pero ojalá se las
hubiera soltado a otro que yo me sé. Y ojalá pudiera cosechar lo
que
sembré.
—Menuda pareja —suspira—. ¿Cómo nos hemos metido en este embrollo?
No lo sé, así que niego con la cabeza, sollozando y temblando sin
parar.
—Eh... —Me saca de mi escondite y me coge la cara entre las manos.
Me
mira, todo
ternura y simpatía—. ¿Qué vamos a hacer, muñeca?
De repente, algo cambia. Los dos amigos que intentan consolarse el
uno al
otro se miran de
pronto con otros ojos. La tristeza y la desolación dan paso a algo
más.
Algo raro.
Algo prohibido.
Me confunde y, cuando Gregory entreabre los labios, su mirada
parpadea
hacia mi boca y
su cara se acerca a la mía, la cabeza empieza a darme vueltas. Hay
muchas
razones para echar
el freno a lo que está a punto de pasar, pero ahora no soy capaz
de pensar
en nada, salvo en el
hecho de que quizá esto sea exactamente lo que necesito.
Yo también me acerco hasta que nuestras bocas se encuentran y el
corazón
me palpita con
fuerza en el pecho. No me detiene la sensación extraña de tener
los labios
de mi mejor amigo
pegados a los míos. Cambio de postura y me siento a horcajadas
sobre el
esbelto cuerpo de
Gregory sin que nuestras bocas se separen. Nuestras lenguas bailan
enloquecidas. Sus manos
me acarician la espalda y me besa con tanta fuerza que me produce
una
extraña sensación de
consuelo, aunque sea raro, distinto de lo que estaba acostumbrada.
Lo
mismo da. Necesito algo
distinto.
—Livy. —Pone fin al beso y jadea en mi cara—. No deberíamos. Está
mal.
No dejo que me convenza de que paremos. Lo beso con fuerza, con
desesperación. Le
acaricio los brazos musculosos, tensos. Gime, y lo que se
despereza entre
sus piernas me
anima a seguir.
—Livy —protesta débilmente, sin apartarme.
—Nos ayudaremos el uno al otro —gimo dándole un tirón al bajo de
su
camiseta.
Él no me detiene. Se revuelve para ayudarme y no tardo en
sacársela y en
dejar su pecho
desnudo expuesto a mis manos inquietas. No tardo en sentir que me
quita
la parte de arriba y
le suelto la boca para levantarme y dejar que mi mejor amigo me
desnude.
Sin sujetador que
cubra mis modestos pechos, sólo llevo puestos los pantalones
cortos de
pijama. Gregory me
mira los pezones duros, que están al alcance de su lengua.
—Joder —masculla, levanta la vista, y yo jadeo en su cara—. Joder,
joder,
joder.
Me coge por los hombros y me tumba sobre la cama. Se apodera de mi
boca y me baja los
pantalones cortos y las bragas. Está duro y empuja contra mi
muslo.
Palpita sin parar y, de
repente, mis manos se hacen un lío con la bragueta de sus
vaqueros.
Levanta un poco las
caderas para ayudarme a que le quite el pantalón, hasta que
estamos
desnudos, restregándonos
el uno contra el otro, dando vueltas en la cama, besándonos y
acariciándonos.
—Joder —maldice de nuevo besándome la mejilla, y yo gimo mirando
al
techo—.
Tenemos que parar.
—No —protesto.
—No deberíamos hacerlo.
Pero no para. Encuentra mi boca de nuevo y hunde la lengua con
desesperación. Estamos
como poseídos. Manos y bocas explorando territorios desconocidos.
Nos
consume la
desesperación de olvidar nuestras penas y ninguno de los dos
parece estar
preparado para
detener esto. Deberíamos detenerlo. No nos va a ayudar.
—¡Ay, Dios! —grito echando la cabeza atrás cuando Gregory cubre mi
pecho con la mano.
Me estremezco bajo su cuerpo, todo mi ser siente las descargas de
placer
febril. Nuestras
bocas se juntan de nuevo y mis manos se aventuran hacia el sur,
hasta que
tengo su erección
dura y caliente en las manos.
—¡Dios! —ruge empujando con las caderas para que pueda acariciársela
entera—. ¡Dios!
Los sonidos de placer invaden el dormitorio. Estamos perdidos.
Gregory se
aparta, me
mira con el ceño fruncido y siento su aliento en mi cara
sonrojada.
—Hazlo otra vez —gime ofreciéndome las caderas.
Recorro su miembro con la palma de la mano y su respiración se
torna
irregular. Deja caer
la cabeza un segundo, la levanta y vuelve a mi boca. La recorre
con la
lengua. Sé que no
debería, pero me gusta la sensación. Me concentro en los besos de
mi
mejor amigo, en sus
manos que me acarician, en su cuerpo que se aprieta contra el mío.
—Sabes a fresas —susurra con voz ronca.
«Fresas.»
La palabra me cae como un jarro de agua fría y de repente lo
suelto y me
revuelvo debajo
de él.
—¡Gregory, para!
Se detiene y se aparta para mirarme.
—¿Te encuentras bien?
—¡No! ¡Tenemos que parar! —Me incorporo y me cubro con la sábana
muerta de
vergüenza... y de culpa—. ¿En qué estábamos pensando?
Él se sienta y se frota la cara con las manos. Gruñe, pero sé que
es de
arrepentimiento.
—No lo sé —confiesa—. No pensaba, Livy.
—Yo tampoco.
Lo miro a los ojos y me aferro a la sábana. Gregory sigue desnudo
y no
parece importarle.
Sigue... listo para entrar en acción, e intento apartar la vista
del músculo
duro que emerge de
su regazo. Me cuesta horrores. Es como un imán para mis ojos.
Nunca me
he permitido ver a
mi amigo gay así, pero ahora que lo tengo delante he de decir que
está muy
bueno y que no
puedo dejar de mirarlo. Es todo lo que un hombre, o una mujer,
podrían
desear. Es atractivo,
amable y sincero. Pero también es mi mejor amigo, no puedo
arriesgarme a
perderlo porque, si
seguimos por donde lo hemos dejado, luego todo será muy raro.
Espero que
no sea demasiado
tarde. Aunque ésa no es la única razón. Nadie podría llenar el
vacío de mi
corazón ni saciar mi
deseo. Sólo hay un hombre capaz de hacerlo.
—Lo siento —digo en voz baja. La culpa me consume. No sé por qué.
No
tengo nada de lo
que arrepentirme, excepto de haber puesto en peligro mi amistad
con
Gregory—. Perdóname.
—Oye... —Me sienta en su regazo y me abraza—. Yo también lo
siento.
Creo que nos
hemos dejado llevar un poco.
Me acurruco en busca de consuelo, pero no lo encuentro.
—Ha sido culpa mía —digo.
—No, he empezado yo. Es culpa mía.
—Discrepo —susurro, y dejo que me frote la espalda para intentar
devolverme a la vida.
Su pecho sube y baja. Un suspiro.
—Vaya par —musita—. Un par de perdedores llorando por lo que no
pueden tener.
Asiento.
—Dime que ahora no vas a ir a tirarte a la primera que pilles. —Sé
que en
general eso es lo
que pasa cuando lo deja un hombre, y es probable que por eso la
cosa haya
llegado tan lejos—.
No quiero que lo hagas.
—Nada de hombres ni de mujeres en una temporada. —Se echa a reír y
yo
sonrío a mi vez.
—Lo mismo digo.
—¿Vas a volver a ser una reclusa? —bromea.
—Mira cómo estoy por culpa de la alternativa.
—No todos los hombres son como ese soplapollas. —Me aparta de su
pecho y me coge la
cara entre las manos con fuerza—. No todos los hombres van a
tratarte
como una mierda,
muñeca.
—No pienso darles ocasión.
—Odio verte así.
—Yo también odio verte así a ti —respondo, y de repente su
angustia es
evidente y
tangible. Por fin consigo verla entre mi niebla de pena—. Y voy a
robarte
lo de «soplapollas»
para Ben, porque ése sí que es un soplapollas, aunque no quiera
admitirlo.
Gregory sonríe y le brillan los ojos.
—Me parece bien.
Asiento y dejo que mi mirada vague por el regazo de mi amigo. Se
echa a
reír y
rápidamente tira de la sábana, se tapa y me deja en pelota picada.
Doy un
respingo y tiro de
ella, y así comienza la lucha libre entre sábanas. Los dos nos
reímos,
damos tirones y
volvemos a ser tan amigos como siempre... Aunque estemos desnudos.
No
parece que nos
importe mientras peleamos por la sábana.
Sin embargo, nos quedamos quietos como estatuas al oír entre risas
el
crujir del suelo de
madera y la voz de la abuela, que nos llama:
—¿Gregory, Olivia? ¿Estáis bien?
—¡Mierda!
Salto de la cama y cruzo corriendo la habitación.
—¡No pasa nada, abuela!
—Suena como si una manada de elefantes estuviera bailando el
cancán ahí
dentro.
—¡Estamos bien! —grito. Pego la frente a la puerta, me tenso y me
preparo para su
respuesta.
—¡Pues da la impresión de que vais a tirar el techo!
—¡Perdona, ya bajamos!
—Nosotros nos vamos al baile.
—¡Que disfrutéis!
—¿Estás bien? —pregunta más tranquila.
Sonrío.
—Estoy bien, abuela.
No dice nada más, pero el crujido del suelo de madera me indica
que está
bajando la
escalera. Me doy la vuelta y apoyo la espalda contra la puerta.
Gregory
recorre mi cuerpo con
la mirada sin parar sentado en la cama, tapándose con la sábana.
—Bonitas vistas —sonríe y me recuerda que estoy desnuda—. Pero
estás
demasiado
delgada.
Intento taparme las partes con la mano y él se echa a reír y cae
de espaldas
sobre la cama.
No tiene remedio, y yo estoy roja como un tomate.
—¡Lo siento! —dice entre carcajadas—. De veras que lo siento.
Me ruborizo aún más y busco cualquier cosa con la que salvar mi
dignidad.
Opto por una
camiseta que hay en el respaldo de la silla del rincón. La cojo y
me la
pongo a toda velocidad.
Me siento mejor al instante, como si hubiera recuperado el respeto
por mí
misma después de
haberme arrojado a los brazos de mi mejor amigo. A Gregory no
parece
preocuparle su
desnudez, aunque ahora mismo está revolcándose de la risa enredado
entre
las mantas de mi
cama. Sonrío y ladeo la cabeza para verlo mejor. Tiene el culo
prieto, pero
lo que más me
impresiona es lo feliz y despreocupado que parece.
—Ven —dice incorporándose y pegando golpecitos en el colchón—.
Prometo que no te
voy a meter mano.
Pongo los ojos en blanco y me tumbo con él en la cama, con la
espalda
apoyada en la
cabecera. Jugueteo con mi anillo y me pregunto qué decir. No tengo
ni
idea, así que digo lo
único que debería decir, lo que me preocupa.
—No va a cambiar nada entre nosotros, ¿verdad? —pregunto—. No
puedo
vivir sin ti,
Greg. No quiero que lo que ha pasado nos cambie.
—¡Ay, muñeca! —Me pasa un brazo por encima de los hombros y me
estrecha contra su
pecho—. Nunca, porque no vamos a consentirlo. Ese veinte por
ciento ha
sido más fuerte que
yo.
Sonrío.
—Gracias.
—No, gracias a ti —suspira—. Hagamos un trato.
—¿Un trato? —Frunzo el ceño—. ¿Qué clase de trato?
Me preocupa que Gregory proponga que nos casemos a los treinta si
de
aquí a entonces no
hemos encontrado a nuestra alma gemela.
—Vamos a ser fuertes —susurra—, el uno por el otro. —Me suplica
con la
mirada que lo
ayude—. Yo también lo estoy pasando mal, Livy.
Me siento fatal.
—Perdóname. —He estado tan sumida en mi propia desdicha que no me
he
parado a
considerar de verdad lo mucho que está sufriendo, lo infeliz que
es ahora
mismo. Me ha
cegado mi patética vida—. Lo siento.
—Juntos lo conseguiremos —prosigue—. Yo te ayudaré a ti y tú me
ayudarás a mí.
—¿Significa eso que puedo confiscarte el móvil? —lo pincho.
—No, pero puedes borrar su número. —Coge el teléfono y me lo pone
en la
mano—.
Adelante.
Borro el número de Ben de la agenda de contactos, y luego todos
los
mensajes enviados y
recibidos, que no quede ni rastro de él. Ya he eliminado a Ben del
móvil de
Gregory y
esperemos que también de su vida. Le devuelvo el teléfono y mi
amigo me
mira con las cejas
enarcadas. Quiere devolverme el favor.
—Ya te he dicho que se me ha roto el móvil.
—¿No te has comprado otro?
—No —digo con orgullo.
No pienso cargar el móvil que me ha comprado William ni tampoco
comprarme otro. No
estoy disponible. Además, lo que quiero es que Gregory borre a
Miller Hart
de mi cerebro, no
sólo de la agenda del teléfono.
—Ahora los dos estamos libres de soplapollas —dice.
—Lo de «soplapollas» lo reservamos para... —Hago una pausa—. Ya
sabes
quién.
—Vale.
—Me alegro de que lo hayamos aclarado. —Hago una mueca y Gregory
frunce el ceño,
preguntándose cuál será el problema.
Niego con la cabeza y me acurruco a su lado. Me siento un poco
mejor
pese a que la última
media hora ha sido un disparate y pese a las palabras que acabamos
de
pronunciar casi sin
darnos cuenta.
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