Volver a Capítulos
Volver a Capítulos
CAPÍTULO 6
Gregory y yo no nos estamos ayudando mutuamente a superar nuestros
problemas. La noche
siguiente, para intentar seguir con nuestras vidas, salimos a
cenar a un
pequeño restaurante
italiano. Ha estado muy bien, pero el vino se nos ha subido a la
cabeza y
estamos en la entrada
de Ice, riéndonos como tontos y un poco tambaleantes. Mi yo
borracha
tiende a la venganza y
sabe que Miller Hart revisará las grabaciones de las cámaras de
seguridad
en cuanto regrese.
Voy a hacerle el visionado mucho más interesante.
—¿Cómo sabes que no está? —pregunta Gregory de camino al final de
la
cola. Esta vez,
nuestros nombres no están en la lista de invitados.
—Me envió un mensaje antes de que se me rompiera el móvil —digo.
No
puedo hablarle
de William.
—¿Cómo se te rompió?
—Se me cayó.
Le enseño mi tarjeta de socia de Ice para distraerlo y que no me
pregunte
por la defunción
de mi teléfono.
Gregory sonríe y me la quita de las manos. La inspecciona.
—No parece gran cosa.
Me encojo de hombros y se la quito cuando llegamos a la puerta. El
portero
me lanza una
de esas miradas pero no me niega el acceso. Eso sí, llama a Tony
para
notificarle que estoy
aquí. Sin embargo, me siento osada y valiente, seguro que gracias
a las tres
copas de vino que
me he tomado durante la cena. Ninguno de los dos ha obligado al
otro a ir
al club de Miller.
Simplemente hemos acabado aquí al mencionar yo que tenía una
tarjeta de
socia y que
podíamos entrar gratis. Ninguno de los dos ha protestado. Yo,
porque me
siento cruel y no se
me ocurre otra forma de hacerle daño, y Gregory porque sé que en
silencio
está rezando para
que Ben esté esta noche en el club. ¿Cuánto tiempo vamos a seguir
torturándonos?
Nos da la bienvenida Feel so Close de Calvin
Harris, vamos a la barra y
pedimos champán,
a lo tonto. ¿Qué estamos celebrando? ¿Que somos unos idiotas?
Ignoro la
fresa que hay en mi
copa y doy algunos sorbos mientras inspecciono los alrededores esperando
que Tony aparezca
por alguna parte. No obstante, pasan los minutos y no hay ni
rastro de él.
Gregory no me dice que beba despacio, creo que porque está
decidido a
ahogar sus penas
en alcohol. Es una situación delicada para ambos porque la combinación
de
alcohol y las ganas
que tenemos de curarnos el corazón garantiza que nos vamos a meter
en
líos. Hay cámaras por
todas partes. También hay hombres que no me quitan el ojo de
encima. Soy
como un halcón
intentando llamar la clase de atención que normalmente me
incomoda.
Respiro hondo, aparto
de la mente todos los pensamientos relacionados con desgracias y
me
pierdo entre la élite de
Londres. No me privo de nada. Acepto copas, hablo segura de mí
misma y
dejo que los
hombres me cojan de la cintura o me acaricien el trasero cuando se
acercan
a hablarme al oído
con el pretexto de que la música está muy alta. Pierdo la cuenta
de cuántos
hombres me besan
en la mejilla, y Gregory, que me vigila un tanto receloso, sonríe
cada vez
que sucede.
Se acerca cuando dejo a un tipo alto y pijo.
—Se te ve en tu salsa —dice—. ¿Qué ha cambiado?
—Miller Hart —respondo como si nada, y me termino el champán.
Gregory me pasa otra copa y aprovechamos el tiempo a solas para
inspeccionar los
alrededores. Vemos a la gente echar la cabeza atrás entre risas y
mucho
beso en la mejilla. En
realidad, Gregory y yo no encajamos en este ambiente elitista.
Pero Ben sí.
Y está aquí.
Sé lo que debo hacer. Debería coger a Gregory y sacarlo de este
sitio, pero
justo cuando
consigo convencer a mi cerebro borracho, Ben nos divisa y se
aproxima.
«Mierda», maldigo para mis adentros mientras sopeso mis opciones.
El
estado de
embriaguez no me permite pensar lo bastante rápido. Antes de que
haya
podido rescatar a mi
amigo, tenemos a Ben delante y Gregory se revuelve incómodo.
Todavía
estoy enfadada y me
enfado aún más cuando Ben me mira con las cejas en alto. Cojo aire
para
dedicarle otra tanda
de insultos, pero se me adelanta y comienza a pedir disculpas.
Cierro la
boca en el acto y miro
a uno y a otro, preguntándome cómo acabará la cosa.
—He sido un capullo —dice Ben en voz baja para que sólo nosotros
podamos oírlo. Sigue
sin salir del armario—. No quiero que nadie se entere antes de que
yo esté
preparado para...
compartirlo.
—Y ¿eso cuándo será? —salta Gregory.
No me lo esperaba. Estaba segura de que se derretiría ante Ben. Es
una
agradable sorpresa.
Ben se encoge de hombros y baja la vista hacia la copa de champán
que
lleva en la mano.
—Necesito tiempo para prepararme, Greg. Me juego mucho.
—Te juegas más fingiendo y posponiéndolo. —Mi amigo me coge del
codo—. Hemos
terminado —dice empujándome hacia la pista de baile.
Yo lo dejo hacer. Me vuelvo y veo a Ben de pie, solo y un tanto
perdido,
hasta que se le
acerca una mujer exuberante y le echa los brazos al cuello.
Entonces
vuelve a ser el Ben
sonriente y solícito. La poca simpatía que sentía por él se esfuma
al
instante.
—Estoy orgullosa de ti —digo cuando llegamos a la pista de baile y
suena
Jean Jacques
Smoothie.
Gregory sonríe y se libra de nuestras copas. Me coge y me da
vueltas.
—Yo también. Vamos a bailar, muñeca.
No protesto, pero mientras me hace dar vueltas en la pista de
baile soy
consciente de que la
enorme sonrisa de Gregory y su imagen despreocupada están
dedicadas a
Ben, que está
hablando con otra mujer junto a la pista de baile, aunque no
consigue
prestarle atención. No le
quita ojo de encima a mi amigo. La cosa marcha. Ahora sólo falta
que
Gregory aguante y no
deje que Ben vuelva a meterse en su vida.
Cumplo mi papel a la perfección. Me río con Gregory y me dejo
llevar. Me
da vueltas y se
restriega seductor contra mi cintura. De repente, la música cesa
con
brusquedad, sin que suene
siquiera la siguiente canción. La gente deja de bailar y mira
alrededor, sin
saber muy bien qué
hacer. Sólo se oyen conversaciones especulativas.
—¿Se habrá ido la luz? —digo.
Es una pregunta muy tonta porque la iluminación sigue en su sitio.
—No lo sé —contesta Gregory confuso—. A lo mejor ha saltado la
alarma
de incendios.
A mi alrededor todo son siluetas inmóviles, confundidas por el
silencio.
Hasta el portero
ha entrado a ver qué es lo que ocurre. El disc-jockey se encoge de
hombros
y mira al guardia
de seguridad que tiene al lado y que le pregunta qué ha pasado.
No me encuentro bien, y tengo una sensación rara en el estómago.
Se me
eriza el vello de
la nuca y de repente lo único que oigo son las palabras de
William. Busco
la mano de Gregory.
Me siento vulnerable y desprotegida. No puede ser que se deba sólo
a un
simple corte de luz.
—¿Qué pasa? —pregunto mirando a todas partes, buscando... No sé
muy
bien lo que
busco.
—No lo sé. —Gregory se encoge de hombros. No parece en absoluto
preocupado.
Entonces, el club vuelve a llenarse de música y todo el mundo se
relaja.
—Creo que el disc-jockey se ha quedado sin trabajo.
Me mira y se le borra la sonrisa en cuanto me ve la cara.
—Livy, ¿qué te pasa?
La letra de la canción se abre paso entre el alcohol y es como un
puñetazo
en el estómago...
de los que te dejan sin respiración. Enjoy the Silence. Se me cierran los
ojos.
—¿Livy? —Gregory me sacude ligeramente. Abro los ojos y miro en
todas
direcciones—.
¿Olivia?
—Perdona. —Me obligo a sonreír y a fingir que no pasa nada, pero
el
corazón me va a
romper el esternón, decidido a salírseme del pecho. «Está aquí»—.
Tengo
que ir al servicio.
—Te acompaño.
—No, de verdad. Ve a por otra copa. Te veo en la barra.
Gregory se rinde con facilidad y me deja ir sola al baño mientras
él pide
otra ronda. Sólo
que no voy al servicio. En cuanto mi amigo me pierde de vista, voy
hacia
la entrada del club,
bajo corriendo la escalera y me adentro en el laberinto de
pasadizos
subterráneos de Ice.
William me dijo que echara a correr, aunque no hacia la boca del
lobo.
Corro como alma que
lleva el diablo y me pierdo tantas veces que grito de frustración.
Todavía
oigo la música, la
letra me angustia, me hace recordar, y vuelvo sobre mis pasos para
probar
una ruta distinta.
Cuando veo el teclado numérico en la puerta del despacho de
Miller, siento
alivio y terror,
pero avanzo con decisión. No sé el código ni sé qué me voy a
encontrar...
Ni qué voy a hacer
en caso de encontrar algo, de encontrarlo a él.
No me hace falta el código. La puerta está entornada y, con un
leve
empujón, la abro de par
en par.
Fuegos artificiales estallan en mi interior.
Está de pie en mitad de la estancia, impasible y vestido con
traje,
observándome entrar en
su despacho. Se me llenan los ojos de lágrimas y me cuesta
respirar. Lo
miro. Me mira. Me
tiemblan las rodillas. La música es incesante. Me lo como con los
ojos.
Lleva el traje oscuro
impecable, el pelo un poco más largo. Los suaves rizos asoman por
detrás
de sus orejas. Ni
una palabra, sólo contacto visual de alta intensidad. Ni su
expresión ni su
lenguaje corporal
revelan qué está pensando. Tampoco hace falta que me lo diga, ya
se
encargan sus ojos de
hacerlo. Echan chispas. Ha estado observando los monitores de
seguridad.
Ha estado mirando
cómo infinidad de hombres ligaban conmigo. Cojo aire, preocupada.
Ha
estado viendo cómo
aceptaba sus insinuaciones y los animaba a continuar.
—¿Has dejado que alguno te saboree?
Da un paso adelante y yo retrocedo por instinto.
No va a ser un reencuentro feliz. Tiene narices que me pregunte
una cosa
así cuando él ha
estado en el extranjero con otra mujer. Se me está pasando la
sorpresa de
verlo aquí y empiezo
a enfadarme.
—Eso no es asunto tuyo.
Está celoso, y eso me gusta.
Su mandíbula perfecta tiembla.
—Si lo haces en mi club es asunto mío.
—No volverá a ser asunto tuyo.
—Te equivocas.
Niego con la cabeza y retrocedo un poco más, pero mi cuerpo no
coopera y
me tambaleo
ligeramente.
—Estoy bien.
Recorre con mirada de disgusto mi cuerpo, cubierto con un vestido
corto y
ajustado.
—Estás borracha.
Ignoro su acusación porque acabo de recordar algo.
—Lo que significa que no puedes follarme.
—¡Cállate, Olivia!
—Porque quieres que recuerde cada beso, cada caricia, cada...
—¡Livy!
—Excepto que no quiero recordar cada momento. Quiero olvidarlos
todos.
Parece que le van a explotar las venas del cuello.
—No digas cosas que no sientes.
—¡Vaya si lo siento!
—¡Cállate! —ruge, y doy dos pasos más atrás.
Su ferocidad me hace enmudecer. Me recupero deprisa, pero he
abierto
tanto los ojos que
seguro que muestran el susto que me he llevado. Me asusta haber
venido,
me asusta que esté
aquí, y me asusta que esté tan cabreado que echa humo. Aunque yo
lo haya
provocado no tiene
derecho a ponerse así. Yo sabía lo que me hacía, y él, también.
—Le dijiste a Tony que me dejara entrar si aparecía por el club,
¿no es así?
—De repente
lo veo todo muy claro. Se imaginaba lo que iba a hacer—. Le
dijiste a Tony
que me vigilara.
—Tengo más de doscientas cámaras de seguridad para eso.
—¡Cómo te atreves! —le espeto.
La sangre me hierve en las venas, pero no es de deseo por estar
tan cerca de
Miller Hart.
Pensé que iba a llevarse una sorpresa al verme, pero no. Resulta
que se lo
esperaba.
Da otro paso al frente pero yo mantengo la distancia. Estoy en el
pasillo,
aunque eso no
parece importarle. Cubre la distancia que nos separa de dos
zancadas, me
pone la mano en la
nuca y me lleva a su mesa. Me sienta en su sillón de trabajo y veo
ante mí
cientos de imágenes
del club, todas de hombres pululando a mi alrededor. Me da un poco
de
vergüenza, pero a la
vez estoy encantada. Mi objetivo era torturarlo de la única forma
que sé. Y
parece que lo he
conseguido. El hombre sin emociones está furioso. Me alegro. Sólo
que
esperaba estar muy
lejos cuando él viera las imágenes.
—Hay cinco hombres muertos en esas pantallas —ruge agachándose a
mi
lado y pulsando
un botón del mando a distancia. Las imágenes cambian, pero siguen
siendo
de mí con otros
hombres—. Aquí hay seis.
Repasa las grabaciones y va añadiendo hombres a la lista de los
que piensa
asesinar.
—¿Te parece bonito?
—Ninguno me ha saboreado —digo con calma.
—¡Pero se morían por hacerlo! ¡Y tú no has hecho nada para
disuadirlos!
—me grita al
oído, y pego un brinco. Es una mole de rabia. Tiene razón. Tiene
un pronto
que no es para
tomárselo a broma—. ¿Es que no tienes el menor respeto por ti
misma?
Eso me sienta como un tiro.
Creo que voy a matar a alguien.
—¿Respeto? —Lo empujo con ambas manos con toda la mala leche que
llevo dentro y sale
dando tumbos hacia atrás. Me sorprende mi propia fuerza—. Y ¿tú me
hablas de puto respeto?
Abre los ojos, sorprendido al ver que mi pequeño cuerpo echa humo
y que
tengo una boca
muy sucia.
—¡¿Estás de broma?! —le grito en la cara conteniéndome para no
cruzársela. Pero le pego
otro empujón en el pecho.
Esta vez me sujeta por las muñecas y me da la vuelta. Mi espalda
choca
contra su cuerpo y
no puedo mover las manos. Su boca está en mi oreja y su aliento
arde de
rabia. El deseo me
consume pese al enfado. Lo odio.
—Tú sí que estás de broma, Olivia Taylor. —Me besa en la mejilla y
luego
me da un
mordisco que me deja jadeante—. Tú sí que estás de broma. Sabes
que no
puedes ganar esta
batalla, mi niña.
—Soy más fuerte de lo que crees —jadeo y aprieto los párpados con
fuerza. Sé que mis
palabras no la tienen.
—Eso espero. —Sus dientes se cierran en el lóbulo de mi oreja,
pongo el
trasero en pompa
y lo pego a su entrepierna. Gimo. Él ruge—. Necesito que seas
fuerte por
mí.
Me da la vuelta y me agarra del culo. De un tirón, se mete entre
mis
piernas y me empotra
contra la pared de su despacho mientras con una mano me mantiene
firmemente sujeta por el
trasero y apoya la otra en la madera, junto a mi cabeza. Ni
siquiera
pestañeo. Nada es capaz de
matar el deseo que se apodera de cada átomo de mi ser.
Sus ojos azules buscan los míos un instante. Memoriza cada detalle
de mi
rostro. Luego
nuestras bocas chocan con un grito. Acepto su beso violento.
Enredo los
dedos en sus rizos y
arqueo el cuerpo para sentirlo más cerca. Me empuja contra la
puerta sin
dejar de gemir y
farfullar. En cierto modo, sus caricias me tranquilizan, pero
también me
asustan porque me
traen malos recuerdos de nuestro encuentro en el hotel. Empiezo a
revolverme, le tiro de la
chaqueta pero malinterpreta mis gestos, cree que estoy tan
impaciente
como él y continúa
besándome.
—¡Miller! —Aparto la cara, pero él se las apaña para encontrar mi
boca de
nuevo en un
nanosegundo. Esto se está descontrolando y me entra el pánico—.
¡Miller!
—Me encanta tu sabor.
—¡Miller, por favor!
—¡Joder! —ladra para encontrar la fuerza necesaria para soltarme.
Me deslizo hacia el suelo, se aparta y se enjuga el sudor de la frente
con el
puño de la
camisa. Parece perplejo. Ambos estamos jadeantes y sudorosos.
—No.
Recojo el bolso del suelo, echo a correr y salgo por la puerta a
toda
velocidad. Tengo que
tranquilizarme antes de encontrar a Gregory.
—¡Olivia!
Me vuelvo. Se está poniendo la chaqueta.
—¡No! —grito—. ¡Se ha acabado, Miller!
No me ha venerado. Si dejo que vayamos a más, no va a venerarme.
Lo
único que hará será
follarme. Ha luchado contra sus deseos todo este tiempo. Está
agotado y
desesperado. Saco la
tarjeta de socia de Ice del bolso y se la tiro. Sigo su descenso
hasta el
suelo, frente a sus pies.
—He dicho que no vas a volver a saborearme, ¡y lo he dicho muy en
serio!
—Acabo de saborearte y quiero más. Quiero más horas. Muchas horas
más.
—¡Me estás jodiendo la vida!
—Antes te limitabas a existir. —Sus palabras son arrogantes, pero
su tono
de voz es muy
dulce—. Te he devuelto a la vida, Livy.
—Sí, para que otro hombre me saboree.
El horror en su mirada no me produce ningún placer. No habrá otro
hombre. Voy a volver a
encerrarme a cal y canto y a tirar la llave al mar porque lo que
siento ahora
es una devastación
total. Estoy vacía, sin vida. Ningún hombre puede devolvérmela, ni
siquiera Miller.
—Retíralo. —Me levanta un dedo en señal de advertencia—.
¡Retíralo!
Permanezco callada. Su pecho sube y baja ante mis ojos.
—Sé que soy lo peor, Olivia. —Respira más despacio, baja el brazo
y se
toma un minuto
para recuperar la compostura. Le tironea la ropa, como si pudiera
suavizar
su carácter con la
misma facilidad con la que quita las arrugas de su camisa—. Voy
derecho
al infierno.
Me tiembla el labio inferior al ver cómo se congelan sus ojos
azules. El
frío que inunda su
despacho hace que se me pare el corazón.
Da un paso adelante.
—Sólo hay una persona capaz de salvarme.
Me atraganto con un sollozo, pero su expresión no revela nada. No
veo más
que su gélida
mirada. Y no me gusta. ¿Me está pidiendo ayuda? El trastorno
obsesivocompulsivo,
los
modales insufribles y la actitud de estreñido. Las mujeres, la
humillación,
el sexo repugnante
y los cinturones y las reglas...
No. No puedo con todo.
—No soy lo bastante fuerte para ayudarte —murmuro. Las palabras de
William dan
vueltas en mi cabeza y me marean. Miller es una ruina de hombre—.
No
tienes arreglo.
Echo a correr.
Mis piernas me llevan lejos de mi angustia y del hombre al que no
creo que
nada ni nadie
pueda ayudar. Recorro los pasillos a la carrera, el terror me
ayuda a
escapar. Por fin salgo del
laberinto subterráneo del club de Miller y, cuando veo la salida,
no sé si
largarme o
adentrarme en el club, donde Gregory me está esperando.
Tengo que encontrarlo. Me abro paso entre la multitud, tropiezo y
doy
empujones. La
gente grita y maldice cuando derramo sus copas o los aparto de mi
camino.
Al fin encuentro a Gregory.
—¿Dónde te habías metido? —me pregunta cuando me detengo junto a
él.
Me mira confuso. Estoy pálida y tengo la cara bañada en sudor. Me
pone
una copa en la
mano con cuidado y su preocupación se torna enfado. Entonces, la
copa
desaparece y Gregory
mira por encima de mi hombro.
—Tengo que irme —gimoteo cogiéndolo de la mano—. Tengo que irme,
por favor.
—¿Qué hace él aquí? —Deja la copa en la barra y tira de mí.
Se asegura de tropezar contra Miller, que me coge de la muñeca y
me
aparta de mi amigo.
—¡Quítale las putas manos de encima! —ruge Gregory. Está temblando
de
pies a cabeza
—. He dicho que la sueltes.
—Yo voy a pedirte lo mismo —responde Miller con un susurro
amenazador. Me tira del
brazo—. No hemos terminado.
—Hemos terminado —replico.
Me suelto y empujo a Gregory para que sigamos andando, aunque sé
que
Miller no va a
darse por vencido. Ben se acerca, preocupado, pero se retira en
cuanto ve a
Miller. Tony
intenta interceptar a Miller, pero su buena acción se ve
recompensada con
un empellón que
casi lo tira al suelo.
—Miller, hijo, no es el momento ni el lugar —dice Tony entre
dientes,
mirando
nerviosamente a toda la gente que hay en el club.
—¡Que te jodan! —le espeta él.
Sólo oigo gritos. Miller echa sapos por la boca. Tony echa sapos
por la
boca. Gregory echa
sapos por la boca. La ira se está comiendo la felicidad del club y
yo sólo
quiero escapar.
El portero nos esquiva cuando salimos zumbando del club y abre
unos ojos
como platos
cuando ve de quién vamos huyendo.
—¡No la dejes marchar! —ruge Miller, y el portero salta como si
tuviera
un resorte.
Nos alcanza y se me echa al hombro, pero estoy demasiado
estupefacta
para protestar, sólo
oigo a hombres que maldicen.
Disparan insultos a diestro y siniestro. Mi ángulo de visión es
limitado y
tengo que
revolverme para soltarme de los feroces brazos del portero.
—¡Dámela! —La voz de Miller es pura amenaza, y noto que unas manos
me cogen de la
cintura.
—¡Suéltala, Dave! —grita Tony.
—¡En cuanto me dejéis en paz! —aúlla el portero. Me rescata de las
mil
manos que se
ciernen sobre mí y me lleva al otro lado de la calle. Me deja en
el suelo y
me inspecciona—.
¿Estás bien, preciosa?
Me arreglo la falda del vestido. Estoy desorientada y me siento
vulnerable.
—Sí —musito, pero vuelven a agarrarme con ferocidad de la cintura
y
siento que se desata
una tormenta eléctrica en mi interior.
Levanto la vista, Gregory está a varios metros. Me ha cogido
Miller, y el
terror que me
produce su contacto me transforma en una posesa que pega manotazos
y
patalea.
—¡Suéltame!
—¡Jamás!
Gregory aparece a mi lado al instante. Tiran de mí hacia un lado y
hacia
otro, los dos
gritan, ninguno cede. Es una guerra de egos.
—¡Parad de una vez! —vocifero, pero mi grito no produce el menor
efecto.
Mi cuerpo sigue volando de un hombre a otro hasta que Miller me
pasa un
brazo por la
cintura, me levanta del suelo y me pega a su pecho. Mis ojos
quedan a la
altura de los suyos y
lo primero que noto es el brillo letal que desprenden. No hay ni
rastro de
las pequeñas chispas
que me fascinan. Éste es otro hombre. No es el hombre disfrazado
de
caballero ni el Miller
cariñoso que me adora. Es otra persona.
—¡Te voy a matar! —ruge Miller, y se lleva un derechazo de Gregory
en la
barbilla.
El puño me roza la mejilla de camino a su objetivo. Miller se
tambalea y
Gregory
aprovecha el momento de confusión para reclamarme y liberarme de
sus
brazos. Sin embargo,
no tira de mí con la suficiente fuerza, me desplomo y me doy con
el
bordillo en la frente.
—¡Mierda! —El dolor me atraviesa, me marea y me desorienta aún
más.
Alzo la vista y veo que Miller está derribando a Gregory. Lo tira
al suelo.
Los dos hombres
ruedan como animales. Vuelan los puñetazos y los insultos inundan
la
noche, hasta que Tony y
Dave intervienen y los separan.
Y yo me he pasado todo ese tiempo hecha una bola patética en la
acera,
sangrando por la
frente y llorando. Estaban tan decididos a ganar que se habían
olvidado de
por qué estaban
peleando. Aquí estoy yo, herida, con la cara llena de sangre, y
ninguno de
los dos se ha dado
cuenta mientras Tony y Dave los sujetan y ellos se revuelven como
culebras.
—¡No te acerques a ella! —le grita Gregory a Miller, y deja de
resistirse
contra Tony.
—¡Cuando me muera!
—¡Entonces tendré que matarte!
Gregory se zafa de Tony y se abalanza de nuevo sobre Miller. Lo
tira a él
al suelo y
también al portero. Hago una mueca de dolor al oír el choque de
los
nudillos contra la piel, la
sangre que chorrea y la ropa al rasgarse. Aunque Gregory está
fuerte,
Miller le lleva ventaja,
se nota el entrenamiento.
Lo he visto dispensar esa clase de golpes antes, sólo que entonces
la
víctima era un saco de
boxeo que colgaba de las vigas de un gimnasio. No mi mejor amigo.
Se han
olvidado de mí, ni
siquiera han advertido que me he hecho daño y que estoy tirada en
la acera.
Se están portando
como unos cavernícolas, chocando las cornamentas sin pararse a
pensar.
En mi confusión, consigo ponerme de pie mientras el espectáculo
continúa.
Doy un par de
pasos titubeantes. Tengo que detenerlos, pero alguien me coge del
brazo y
me aparta. Es Tony,
que me lleva hacia la calzada. Para un taxi y me mete dentro.
—Tony, tengo que detenerlos.
—Ya me encargo yo. Es mejor que te vayas de aquí —dice tajante.
—Sepáralos, por favor —le suplico mientras cierra la puerta.
Asiente y me tranquiliza. Se acerca a la ventanilla y le da al
conductor un
billete de veinte.
—Llévela a urgencias.
Y desaparece hecho una furia.
El conductor se aleja de la escena de película de terror que he
causado y
me mira por el
retrovisor. Me toco la cabeza. Hago una mueca sin parar de llorar,
más de
rabia que de dolor.
—¿Te encuentras bien, muchacha?
—Estoy bien, de verdad. —Busco un pañuelo de papel en el bolso y
me
rindo cuando el
taxista me da uno a través de la pequeña abertura del cristal—.
Gracias.
—De nada. Vamos a llevarte al hospital.
—Gracias —musito con un hilo de voz. Me recuesto en el asiento y
contemplo las luces
borrosas de Londres por la ventanilla.
El taxista me deja en urgencias y me da su número para que lo
llame en
cuanto haya
terminado. Voy al mostrador, dejo mis datos y me siento entre las
hordas
de borrachos de
sábado noche, todos heridos; algunos protestan, otros vomitan.
Cuatro horas más tarde sigo en la sala de espera. Se me han
dormido las
posaderas y me
duele la cabeza. Me levanto y voy al baño. Llevo el vestido azul
hielo
empapado de sangre.
Cuando me miro en el espejo veo que es peor de lo que imaginaba.
Llevo el
pelo pastoso y la
mejilla derecha cubierta de sangre seca. Estoy tan mal por dentro
como por
fuera. Me miro
durante demasiado tiempo, sin molestarme en arreglarme un poco.
Vuelvo
a la sala de espera
y oigo mi apellido. Hay una enfermera buscando a alguien.
—¡Aquí! —la llamo y corro hacia ella, agradecida porque mi
penitencia en
este lugar
infestado de borrachos ha llegado a su fin—. Yo soy Olivia Taylor.
—Vamos a curarte eso. —Me sonríe con amabilidad y me conduce a un
cubículo.
Corre la cortina y me sienta en la cama.
—¿Qué te ha pasado? —pregunta con el ceño fruncido, mirándome la
cara
ensangrentada.
—Me he caído —murmuro en voz baja. Más o menos es verdad.
—Está bien —dice sacando una gasa estéril de su envoltorio—. Esto
te va
a escocer un
poco.
Se me escapa el aire de los pulmones cuando me la pone en la
cabeza y me
susurra como a
una niña pequeña:
—Ea, ea... Es muy escandaloso, pero no es nada. Bastará con un
poco de
pegamento.
Qué alivio.
—Gracias.
—Deberías optar por otro tipo de calzado —sonríe mientras mira mis
tacones altos. Luego
sigue aplicando pegamento.
Sentada en el borde de la cama, escucho a la enfermera. De vez en
cuando
asiento o
contesto a sus preguntas. Me lava la cara pero no hay nada que
hacer con
mi pelo. Me lo
recojo como puedo con una goma que he encontrado escondida en las
profundidades de mi
bolso. El vestido está para tirar. Yo también estoy para tirar.
Me examinan a fondo y comprueban que no tengo una conmoción
cerebral.
Me dan el alta
y tengo que buscarme la forma de volver a casa. No llamo al
taxista tan
amable de antes
porque llega uno en cuanto las puertas del hospital se abren y me
golpea el
aire gélido de la
madrugada. Me estremezco, me llevo los brazos al cuerpo intentando
conservar el calor y
dejar de tiritar y me meto en el taxi. Antes de que pueda cerrar
la puerta,
alguien se mete por
medio.
Una mano se posa en mi nuca y saltan chispas.
—Te vienes conmigo.
Volver a Capítulos
No hay comentarios:
Publicar un comentario