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CAPÍTULO 22
—Tony —saluda Miller, y me guía de la nuca por delante del
encargado de
su club sin que
parezca importarle la expresión de preocupación de su rostro.
La verdad es que parece intranquilo, y aunque por lo visto él no
tiene
problemas en pasarlo
por alto, yo no puedo.
—¿Livy? —dice Tony a modo de pregunta, como si estuviera sorprendido
de verme.
Una vez me dijo que Miller era feliz en su pequeño mundo privado y
meticuloso. Pero yo
sé que no es verdad. Miller no era feliz. Puede que fingiera
serlo, pero yo
sé, porque me lo ha
dicho él mismo, que hoy lo ha pasado de maravilla.
Es evidente que Tony no sabe qué pensar del hombre empapado y
desaliñado que tiene
delante. Yo no digo nada. Sólo le sonrío levemente a modo de
saludo
mientras desaparecemos
de su vista.
—No le gusto —susurro en voz baja, casi de mala gana, planteándome
si
preguntar el
motivo será una pérdida de tiempo.
—Se preocupa demasiado —responde Miller cortante mientras me guía
por el laberinto de
pasillos que llevan a su despacho.
Sé que Tony se opone a lo nuestro, como todos los demás, y no
estoy
segura de por qué su
desaprobación me preocupa más que la del resto de los
entrometidos. ¿Por
su aspecto? ¿Por
sus palabras? Y ¿por qué Miller no se cabrea con él como con los
demás?
Introduce el código en el teclado numérico, empuja la puerta y nos
encontramos de
inmediato con el perfecto orden que reina en su despacho. Todo
está como
tiene que estar.
Excepto nosotros.
Miro mi cuerpo empapado y después el de Miller y pienso en el
aspecto tan
desastroso que
tenemos. Curiosamente, ahora que estoy rodeada de la familiaridad
y la
exactitud de su
mundo, me siento incómoda e... inapropiada.
—¿Olivia?
Me vuelvo hacia Miller, que está junto al mueble bar sirviéndose
un
whisky mientras se
quita la corbata.
—Perdona, estaba fantaseando.
Me obligo a salir de mi ensoñación y cierro la puerta detrás de
mí.
—Siéntate —dice señalando la silla que está detrás de su mesa—.
¿Quieres
tomar algo?
—No.
—Siéntate —insiste cuando ve que sigo junto a la puerta unos
segundos
después—.
Vamos.
Miro mi vestido, y después la elegante silla de Miller. Ya me preocupaba
bastante
sentarme en su coche empapada, y ahora me enfrento a su preciosa
silla de
piel del despacho.
—Pero estoy toda mojada —digo tirando del dobladillo de mi vestido
y
soltándolo,
dejando que se pegue contra mi muslo para demostrárselo. No sólo
estoy
mojada: estoy
chorreando.
Detiene el vaso frente a sus labios y recorre con la vista todo mi
cuerpo,
observando el
desastre que estoy hecha. O tal vez no. Sus ojos aterrizan en mi
pecho y
después ascienden
hasta los míos. Se han tornado nublados.
—Me gusta verte mojada. —Me señala con el vaso y su mirada feroz
acaba
con mi
sensación de frío y enciende mi latente deseo.
Mi cuerpo se enciende y mi respiración se agita bajo el calor de
sus fríos
ojos azules.
Empieza a acercarse a mí, tranquilo, pausado, y con un millón de
emociones reflejadas en
sus ojos. Deseo, lujuria, determinación y muchas más, pero no
tengo la
ocasión de continuar
elaborando mi lista mental porque desliza su brazo libre por
debajo de mi
culo y me eleva
hasta su boca. El olor y el sabor del whisky me traen a la memoria
a un
Miller ebrio, pero las
atenciones con las que me colma su divina boca pronto hacen que lo
olvide. Nuestra ropa
empapada se pega, y hundo los dedos en su cabello alborotado. Éste
es un
beso lento,
meticuloso y suave. Gime de placer y mordisquea con ternura mi
labio
inferior cada vez que
se aparta para darme piquitos y después vuelve a introducir la
lengua en mi
boca.
—Necesito desestresarme —farfulla, y me echo a reír. Creo que no
lo he
visto nunca tan
relajado—. ¿Qué te parece tan gracioso?
—Tú. —Me aparto y me tomo mi tiempo palpando su rostro,
deleitándome
en la aspereza
de su incipiente barba—. Tú eres gracioso, Miller.
—¿En serio?
—Sí.
Ladea la cabeza pensativo mientras me lleva hasta su mesa con un
solo
brazo.
—Nunca me habían llamado gracioso.
Me coloca sobre su silla de piel de cara a su impoluto escritorio.
Tengo una
absurda
sensación de calma cuando veo que todo está en su sitio,
concretamente el
único objeto que
decora siempre su mesa: un teléfono.
—¿No tienes ordenador? —pregunto.
Golpetea la sección de la mesa que oculta todas las pantallas y yo
sonrío.
Qué... ordenado.
—Te he prometido que no tardaría.
—Es verdad —digo, y me apoyo en el respaldo de la silla—. ¿Qué
tienes
que hacer?
Ahora empiezo a preguntarme dónde guarda todo el papeleo, los
archivos y
los
documentos.
Se quita la corbata plateada que adorna su cuello y la chaqueta y
se queda
en chaleco y
camisa.
—Tengo que hacer unas llamadas y demás.
—Y demás... —susurro mientras observo cómo deposita su bebida con
cuidado sobre la
mesa y se arrodilla en el suelo al otro lado.
Apoya los antebrazos sobre la superficie blanca y me mira con aire
pensativo. Eso hace
que me hunda más todavía en el respaldo. ¿Qué va a decirme?
—Tengo que pedirte algo.
Me pongo en alerta.
—¿El qué?
Sonríe ante mi evidente preocupación y se mete la mano en el
bolsillo.
—Quiero que tengas esto —dice. Coloca algo sobre la mesa pero
mantiene
la mano encima
para que no pueda ver lo que hay debajo.
Miro la mano y lo miro a él, y mi recelo se intensifica.
—¿Qué es?
Sonríe un poco más, y detecto que está nervioso, lo que no hace
sino
ponerme más
nerviosa a mí también.
—Una llave de mi apartamento. —Levanta la palma y revela una llave
Yale.
Mis músculos se relajan y mi mente se niega a centrar la atención
hacia el
lugar donde mis
estúpidos pensamientos se estaban dirigiendo.
—Una llave —digo entre risas.
—Puedes quedarte en mi casa siempre que quieras. Entrar y salir a
tu
antojo. ¿La aceptas?
—Parece esperanzado mientras la desliza por la mesa hacia mí.
Pongo los ojos en blanco, y entonces sofoco un grito cuando la
puerta se
abre de repente y
veo entrar a Cassie, tambaleándose.
—¡Mierda! —maldigo entre dientes, y el miedo acelera mi corazón.
Miller se levanta al instante y atraviesa la habitación.
—Cassie —suspira con aire cansado, y hunde sus anchos hombros
cuando
se detiene.
—¡Vaya, hola! —dice ella riendo y apoyándose en el marco de la
puerta.
Está borracha, pero borracha de verdad, no sólo achispada. Esto
pinta mal,
pero por muy
ebria que esté, sigue teniendo un aspecto asquerosamente perfecto.
Fija los
ojos en Miller;
bueno, lo de fijarlos es un decir, dada su condición. Ni siquiera
se ha
percatado de que estoy
aquí. Soy invisible.
—¿Qué haces aquí?
—Han cancelado mi cita —dice agitando una mano en el aire con
indiferencia antes de
cerrar la puerta con tanta fuerza que hace temblar las paredes del
despacho.
Mi mirada oscila entre ambos, y me alegra ver que lleva sólo un
segundo
aquí y la
paciencia de Miller ya parece haberse agotado. Espero que la eche
de la
habitación de nuevo.
Lo que no me gusta es la mirada inquisitiva de Cassie hacia
Miller. Y sé la
razón.
—¡Mira qué pinta tienes! —Está estupefacta, y yo me quedo igual
cuando
se tambalea
hasta él y empieza a sobarle el cuerpo con sus manos de manicura.
Me
cuesta un esfuerzo
tremendo no abalanzarme sobre ella y tirarla contra el suelo.
Quiero
gritarle que le quite las
manos de encima—. Uy, Miller, cariño, estás empapado.
«¿Cariño?»
En un intento por distraerme, empiezo a girarme el anillo
alrededor del
dedo una y otra
vez, hasta que estoy convencida de que me he hecho una ampolla. Lo
está
acariciando,
haciendo una escena, como si fuera a morirse por haberse mojado un
poco.
«¡Quítale las putas manos de encima!»
—Miller, ¿qué ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto?
—Me lo he hecho yo mismo, Cassie —dice ofendido, retirando sus
manos
del pecho.
Se aparta, y yo me relajo un poco al ver que ha puesto distancia
entre ellos.
Aunque no por
mucho tiempo, porque la zorra implacable se acerca de nuevo. Me
pongo
tensa y pienso en un
montón de improperios que lanzarle desde el otro extremo de la
habitación,
y me asusto ante
mi actitud. Me obligo a tranquilizarme, pero sólo consigo
enfurecerme
todavía más.
—¿Qué quieres decir? —pregunta con confusión, y empieza a
repasarlo
con la mirada y a
sobarlo por todas partes de nuevo.
—Hemos ido de picnic al parque —intervengo. No estoy dispuesta a
seguir
aquí sentada
viendo cómo Miller se enfrenta solo a la persistente presencia de
Cassie—.
Lo hemos pasado
estupendamente —añado para más inri.
Detiene las manos sobre el torso de Miller y ambos me miran;
Miller,
harto, y Cassie,
pasmada.
—Olivia —ronronea—. Menuda sorpresa.
No creo que esté siendo sarcástica, pero aunque sus palabras de
lagarta no
muestran su
desconcierto, su rostro sí lo hace. Entonces desvía su mirada de
incredulidad hacia Miller, que
exhala su creciente frustración.
—¿Qué quieres, Cassie? —Le aparta sus insistentes manos del pecho
de
nuevo y empieza a
desabrocharse el chaleco—. No pienso estar aquí mucho rato.
—Pues... —Se acerca al mueble bar y se sirve un vodka largo a palo
seco
—. Esperaba que
me llevases a tomar algo.
Se me eriza el vello y le lanzo una mirada a Miller, que ahora
está
quitándose el chaleco.
Su camisa mojada transparenta y se pega por todas partes. Me
atraganto al
verlo. Tiene un
aspecto magnífico, y Cassie también lo ha advertido. Se están
dando toda
clase de conflictos:
mi insolencia me dice que le arranque la cabeza a Cassie, y mi
libido que
plaque a Miller
contra el suelo y lo devore vivo. La situación es muy incómoda.
Entonces,
Miller se quita la
camisa mojada y expone su perfecta y definida musculatura. Me
quedo
boquiabierta; no por la
imponente imagen que tengo ante mí, sino porque la ha ofrecido
ante los
ojos sedientos de
Cassie.
Ella se balancea ligeramente en el sitio, con el vaso de vodka
pegado a los
labios, mientras
estudia cómo se contraen y se relajan los músculos húmedos de
Miller.
—Creo que ya has bebido suficiente —gruñe Miller mientras se
dirige al
aseo.
Observo cómo desaparece por la puerta y sé que Cassie también lo
hace. La
furia me
invade. Ahora se ha vuelto hacia mí y, aunque sé que probablemente
me
fulminará con la
mirada, no puedo evitar mirarla a la cara.
—¿Qué le has hecho? —me espeta desde el otro extremo del despacho
moviendo el vaso
de vodka en dirección a la puerta del lavabo.
Tengo que mantener la calma. Me cuesta controlar la furia. Estoy
deseando
cargar contra
ella. Está entrometiéndose, seguramente más que nadie. Pero Miller
no se
comporta como un
energúmeno con ella, como tampoco lo hace con Tony. ¿Va a decirme
que
Cassie también está
preocupada? Sí, está muy preocupada. Le preocupa que le arrebate a
Miller, y tiene motivos.
Apuesto a que esta mujer hace de la malicia un gran arte. Jamás
estaré a su
altura en eso, no es
mi estilo, de modo que continúo observándola y me siento de nuevo
en la
silla de Miller.
—He hecho que vea la luz a través de su oscuridad —replico.
Se echa hacia atrás y exhala en silencio. La he dejado pasmada y
sin
palabras. Es una gran
sensación, pero oigo pasos cerca, de modo que dejo a Cassie y su
cara de
asombro y desvío
tranquilamente los ojos por la habitación hasta que lo encuentro.
Se está
pasando una toalla
por la cabeza, mirándome con sus ojos azules brillantes.
—Ven aquí —dice en voz baja, con la cabeza ladeada.
Me levanto de la silla y atravieso la estancia para reunirme con
él de
inmediato. Conozco
ese resplandor en su mirada. Cassie está a punto de ser testigo de
una
pequeña muestra del
estilo de veneración de Miller. Esto superará cualquier barbaridad
que yo
pueda decirle. Una
cálida palma reclama mi nuca y unos cálidos labios demandan mi
boca un
instante después. Es
un beso breve, pero dotado de las características de siempre, y
provoca las
mismas reacciones
de siempre en mí, y estoy segura de que oigo una exclamación
sofocada de
sorpresa a mi
espalda. Sí, Miller deja que lo bese, y en un patético ataque de
propiedad,
apoyo las manos en
su pecho desnudo para que Cassie vea que yo también lo toco.
—Ven. —Me envuelve los hombros con la toalla y utiliza las
esquinas para
secarme la
frente mojada—. Ve a secarte al baño.
Vacilo. No estoy dispuesta a dejar la habitación con una Cassie
ebria y
ahora callada al
acecho.
—Estoy bien —digo sabiendo que no las tengo todas conmigo.
Él sonríe. Me da un breve beso en la mejilla y luego se acerca al
armario
oculto y abre las
puertas. Busca entre las hileras de camisas pijas y saca una
dándole un
tirón a la manga.
Cassie ahoga un grito de horror; Miller la mira mal... y yo no
quepo en mí
de gozo.
—Ponte esto. —Me pasa la camisa, me vuelve y me da un empujoncito
en
la espalda—.
Dame tu vestido y haré que alguien lo ponga debajo de los
secadores de
manos durante un
rato.
—Puedo hacerlo yo misma —protesto. Sería un buen modo de pasar el
rato
mientras
Miller hace lo que tenga que hacer.
—De eso, nada —resopla, y me empuja hacia adelante.
Me vuelvo cuando llego al baño y veo que Miller cierra la puerta y
Cassie
sigue mirando
su espalda boquiabierta.
—Cinco minutos.
Asiente muy serio y desaparece de mi vista cuando la madera se
interpone
entre nosotros.
Frunzo el ceño en dirección a la puerta mientras los fuegos
artificiales de
mi interior se
apaciguan y dejan paso a un poco de desconcierto. Acabo de
permitir que
me saque de su
despacho sin protestar. Ahora no tengo la sensación de que el
hecho de que
acabe de coger una
de sus valiosas camisas y me la haya dado para que me la ponga sea
un
avance. Más bien
parece que intentase distraerme. Me río en voz alta. Qué idiota
soy. Y con
esa conclusión, abro
la puerta y me planto de nuevo en el despacho. Ambos se vuelven, y
ambos
parecen agitados.
Están demasiado cerca, probablemente para que yo no oyera su
conversación.
—¡Por el amor de Dios! —exclama Cassie, y bebe un buen trago de
vodka
—. ¿No puedes
deshacerte de eso?
Lanzo un grito ahogado de indignación, y Miller se vuelve con
violencia y
le quita el vaso
de la mano.
—¡A ver si aprendes a cerrar la puta boca! —grita, y deja el vaso
sobre la
mesa de un
golpe que hace que Cassie dé un brinco y se tambalee. Ahora veo su
rabia,
y eso es lo único
que evita que empiece a decirle de todo. No necesito poner a esta
mujer en
su sitio porque
Miller está a punto de hacerlo por mí. Acerca su rostro al de
ella—. De lo
único que voy a
deshacerme será de ti —la amenaza con fiereza—. No me provoques,
Cassie.
Ella se agarra al mueble bar para apoyarse y tarda un instante en
recobrar
la compostura.
Su mirada se desvía en mi dirección brevemente.
—Te van a crucificar —dice con conocimiento de causa. Lo sé porque
los
hombros
desnudos de Miller se tensan.
—Por algunas cosas vale la pena arriesgarse —susurra él con tono
de
incertidumbre.
—Nada merece ese riesgo —replica Cassie. Su voz despide cierto
temor, y
ese temor
recorre la habitación y se instala dentro de mí. Profundamente.
—Te equivocas. —Miller inspira hondo para calmarse, se aleja de
ella y
vuelve unos ojos
inexpresivos hacia mí—. Ella lo merece. Quiero dejarlo.
Cassie sofoca un grito, y si yo pudiese apartar mis ojos inundados
de
Miller, sé que vería
una expresión de sorpresa reflejada en su perfecto rostro.
—Miller..., no... No puedes hacerlo —tartamudea. Coge de nuevo el
vaso y
bebe con la
mano temblorosa.
—Sí que puedo.
—Pero...
—Lárgate, Cassie.
—¡Miller! —Le está entrando el pánico.
Él tensa la mandíbula y sus ojos siguen fijos en mi cuerpo inmóvil
en la
puerta mientras se
saca el móvil del bolsillo del pantalón, pulsa un botón y se lo
pega a la
oreja—. Tony, ven a
por Cassie.
Lo que sucede a continuación me deja con los ojos como platos y la
boca
abierta.
—¡No!
Cassie se abalanza sobre él y lo estampa contra el mueble bar. Los
vasos y
las botellas se
estrellan contra el suelo del despacho. Me encojo ante el
estrépito, pero
mis piernas se niegan
a trasladarme al otro lado de la habitación para intervenir. Lo
único que
puedo hacer es
observar estupefacta cómo Miller intenta agarrarle las manos, que
agita
contra él mientras le
grita, lo araña y le suplica:
—¡No lo hagas! ¡Por favor!
Las señales que denotan la amenazadora ira de Miller inundan la
sala. Su
pecho agitado,
sus ojos de loco y el sudor hacen acto de aparición. Detesto
pensar en el
daño que podría
causarle a esta mujer. Detesto a Cassie, odio todo cuanto tiene
que ver con
ella, pero me
preocupa lo que pueda ocurrirle.
Miller está a punto de perder los papeles.
Dejo caer la camisa al suelo y corro por la habitación sin pensar
en el
peligro en el que me
estoy poniendo. Sólo necesito hacer que me vea, que me oiga, que
me
sienta. Lo que sea con
tal de apartarlo de la dirección a la que sé que se dirige.
—¡Miller! —grito, aceptando muy a mi pesar que esto no funcionará.
Le
grité
reiteradamente frente a la casa de mi abuela y no sirvió de nada—.
¡Mierda! —maldigo cerca
de ellos, observando el frenético forcejeo.
Cassie está llorando, y su pelo perfecto está ahora despeinado y
revuelto.
—¡No te atrevas a dejarme! —aúlla—. ¡No pienso permitírtelo!
Abro los ojos alarmada. Entre estos dos hay algo más que asuntos
de
negocios. Cassie ha
perdido los estribos y, aunque temo por ella, también estoy
preocupada por
Miller. Esas uñas
son como garras y no paran de atacarlo mientras él intenta
refrenarla y ella
continúa gritando
sin parar. Está enloquecida, y a Miller poco le falta.
Trato de que me vea, trato de acercarme y tocarlo, pero a cada
intento
tengo que retroceder
para evitar ser golpeada por alguna furiosa extremidad. El pánico
empieza
a devorarme viva,
pero antes de decidir mi mejor movimiento, Tony irrumpe en el
despacho.
Su teatral llegada desvía mi mirada del forcejeo, pero no detiene
a Miller y
a Cassie.
—¡Tony, haz algo! —le ruego, acercándome de nuevo hacia ellos y
sintiéndome
insignificante e impotente—. ¡Miller, para!
Alargo el brazo cuando veo un espacio despejado hacia su torso. Mi
cuerpo
se aproxima,
desesperado por detenerlos.
—¡Livy, no! —brama Tony, pero su tono no me detiene.
Me estoy acercando, lo tengo a mi alcance, pero entonces un
abrasador
latigazo me recorre
la mejilla y me envía hacia atrás al tiempo que lanzo un grito de
dolor. Me
llevo la mano al
rostro al instante y las lágrimas inundan mis ojos.
El golpe que he recibido en la cara me ha dejado aturdida.
—¡Mierda!
No encuentro dónde agarrarme para mantener el equilibrio, de modo
que
me rindo ante lo
inevitable y dejo que mi cuerpo caiga contra el suelo.
Todo se nubla a mi alrededor: la visión, los sonidos..., y la cara
me arde de
dolor. Intento
aclarar mis pensamientos, o al menos recuperar la claridad de
visión, pero
hasta que siento
unas manos fuertes sobre mis hombros no regreso a la habitación.
Todo está en silencio; un silencio sepulcral.
Levanto la vista y veo unos ojos azules traumatizados
inspeccionando mi
rostro, hasta que
se centran en la zona que me arde. Cassie está junto al mueble
bar,
temblando por la impresión
y con una expresión de recelo en su rostro estupefacto. Acerca sus
manos
temblorosas hasta la
botella de vodka y, en lugar de servirse un vaso, se lleva la
botella a los
labios. No estoy
segura de quién me ha golpeado, pero al cabo de unos segundos
observando
a Cassie a través
de mi visión borrosa, llego a la conclusión de que ha sido ella, y
ahora se
está preparando
para... algo.
—Tony —dice Miller con la voz cargada de ira.
—Estoy aquí, hijo. —El gerente se acerca y me mira con lástima.
Me siento estúpida, como una carga, y débil.
—Saca a esa zorra de mi puto despacho. —Miller me ayuda a
levantarme y
me acuna en
sus brazos antes de volverse hacia Cassie. Prácticamente se ha
terminado
la botella entera.
—Puedo ponerme de pie —protesto, y tengo la garganta irritada tras
mi
grito de alarma.
—Shhh —susurra, y pega sus suaves labios contra mi sien al tiempo
que
fulmina a Cassie
con la mirada.
Ella está recelosa y se agita a pesar de su estado de embriaguez,
pero aún
conserva su aire
de superioridad.
—No debería haberse entrometido —espeta quitándole importancia al
incidente y
apurando el resto del vodka.
Tony interviene y agarra a Cassie del brazo.
—Vamos —ordena. Le quita la botella de las manos y la apoya con
fuerza
sobre el mueble.
—¡No!
—¡Largo! —grita Miller—. ¡Llévatela antes de que la mate!
—¡Sé que no me harías daño! —ríe ella—. ¡No serías capaz!
Tony empieza a arrastrarla hasta la puerta, pero ella se resiste.
Es
implacable.
—¡Joder, Cassie! Deja que se te pase la borrachera y ya
solucionaréis esto
más tarde.
—¡Estoy bien! —replica ella. Consigue soltarse de Tony, se
tambalea hasta
la mesa y se
deja caer sobre la silla de Miller.
Aunque acabo de recuperar la visión, veo claramente que me mira
con el
ceño fruncido.
¿Incluso ahora? Acaba de golpearme, ha atacado a Miller, y sigue
mostrándose hostil. ¿Es que
no ve la agresividad que emana cada uno de los poros de mi
caballero a
tiempo parcial? ¿Es
idiota?
—Dadme un puto respiro —gruñe, y se lleva la mano a la cruz de
diamantes incrustados
que siempre lleva colgada al cuello. Juguetea con ella y maldice
entre
dientes.
—Cassie —le advierte Miller. Siento su pecho agitado debajo de
mí—. No.
—¡Vete a la mierda!
Tony corre a su lado y se agacha para estar a su altura, con las
palmas
apoyadas en la mesa
de Miller.
—No lo permitiré, Cassandra.
Ella se vuelve hacia Tony con la barbilla levantada y se acerca a
su rostro
hasta que sus
narices se tocan y continúa jugueteando con su cruz.
—Vete... a... la... mierda.
—¡Cassie!
—¡Quiere dejarlo! —exclama ella—. ¿Alguna vez habías oído algo tan
gracioso? Jamás lo
permitirán.
Quiero gritar que todas esas mujeres no tienen elección, que ahora
es mío,
pero Miller me
estrecha contra su cuerpo. Es un apretón para infundirme
confianza.
Cassie se echa a reír.
—Es desternillante.
El metal de su colgante se divide en dos y observo horrorizada
cómo un
polvo blanco se
esparce sobre el impoluto escritorio de Miller. Sofoco un grito,
Tony
maldice y Miller se tensa
de la cabeza a los pies.
¿Cocaína?
De no haber visto cómo las finas partículas se derramaban de la
preciosa
joya de Cassie
probablemente nunca me habría dado cuenta de que estaba ahí; el
residuo
se camufla
perfectamente en la blanca y brillante superficie. Me quedo sin
habla
mientras observo cómo
se saca una tarjeta de crédito del sujetador, junto con un
billete, y empieza
a recoger el polvo
formando una línea larga y perfecta. Es una experta.
Tony se pasea por la habitación maldiciendo sin parar, y Miller se
limita a
observarla
mientras me mantiene agarrada con fuerza. La tensión se palpa en
el
ambiente, y me pregunto,
nerviosa, quién hará el próximo movimiento. Siento la acuciante
necesidad
de liberarme de
Miller, pero si lo hiciera perdería los papeles. Todo el mundo
está más
seguro mientras
permanezco en sus brazos. Entonces, de repente, ya no lo estoy.
Miller me
sienta sobre un sofá
en un rincón y se dirige a Cassie, aunque ella no se ha dado
cuenta. Está
demasiado ocupada
aspirando el polvo sobre el escritorio con un billete enrollado.
—Cálmate, hijo —lo tranquiliza Tony, y me mira con preocupación.
El dolor de mi rostro ha sido sustituido por una tremenda
aprensión. Todas
las personas
presentes en la sala, excepto yo, son como cartuchos de dinamita.
Y la
mecha de Miller es la
que arde más rápido.
Golpea el escritorio con las palmas de las manos e inclina hacia
adelante
su pecho desnudo
acercándose a Cassie. Ella está esnifando y limpiándose la nariz,
con una
sonrisa maliciosa en
el rostro.
—Te lo he pedido más de una vez. Como tenga que pedírtelo otra, no
me
hago responsable
de mis actos.
Ella resopla su falta de preocupación y se acomoda en el respaldo
de la
silla. Veo cómo la
arrogancia se dibuja en su rostro. No le tiene miedo.
—Sonríe —se limita a contestar, y cruza una pierna por encima de
la otra...
sonriendo.
Frunzo el ceño extrañada. ¿Que sonría? ¿Qué motivos tiene para
sonreír?
Ninguno.
—Vamos, Miller. —Tony hace todo lo posible para rebajar la
tensión, y
espero que lo
consiga.
Cassie levanta sus cejas perfectas.
—¿Quieres un poco?
—No —escupe Miller.
Ella hace pucheros y deja que sus labios se transformen lentamente
en una
sonrisa
maliciosa.
—Sería la primera vez.
Sofoco un grito, incapaz de evitar que mis reacciones de
desconcierto
salgan de mi boca.
¿Se droga? Además de todo lo demás, ¿ahora tengo que añadir su
adicción
a las drogas a la
lista?
—Te odio con todas mis fuerzas —silba Miller acercándose.
—Te está arruinando la vida.
Se inclina más hacia ella, amenazante, y sus palmas tiemblan sobre
la
blanca superficie.
—Me está salvando.
La risa de Cassie es fría y mordaz mientras también se acerca a
él.
—Nada puede salvarte —replica.
Estoy completamente aturdida, intentando procesar toda esta
explosión de
información al
tiempo que trato desesperadamente de aferrarme a las fuerzas que
necesito
para ayudar a
Miller. Miro a Tony, rogándole con la mirada que intervenga.
Pero es demasiado tarde.
Miller se lanza desde el otro lado de la mesa y agarra a Cassie
del cuello.
Dejo escapar un grito.
Esto es una locura. Es surrealista. Miller ha perdido el control,
y la
perturbada que está
sentada al otro lado de la mesa, en lugar de temer por su vida,
está riéndose
en su cara.
—¡Joder! —Tony corre hacia ellos y recibe un puñetazo en la
mandíbula,
pero en lugar de
ceder, le pone más empeño. Sabe tan bien como yo que esto sólo
puede
acabar de una manera,
que es con Cassie en el hospital—. ¡Suéltala!
—¡Es un puto parásito! —ruge Miller—. ¡La vida ya es bastante
miserable
sin su ayuda!
—¡Miller! —Tony lo golpea en las costillas. Miller grita y yo hago
una
mueca de dolor—.
¡Déjala!
Miller se aparta del escritorio y se vuelve con violencia.
—¡Sácala de aquí y métela otra vez en rehabilitación!
—¡No necesito ayuda! —espeta Cassie con maldad—. Eres tú quien
necesita la puta ayuda.
—Se quita a Tony de encima y empieza a arreglarse el vestido,
colocándose el dobladillo de
nuevo sobre la rodilla—. ¿Estás dispuesto a arriesgarlo todo por
eso? —
dice agitando el brazo
en mi dirección.
¿«Eso»? ¿Otra vez? Puede que esté aturdida por todo lo que está
sucediendo en mi
presencia, pero su persistente insolencia y sus constantes
insultos están
empezando a
cabrearme.
—¡¿Quién coño te crees que eres?! —le grito levantándome, y me doy
cuenta al instante
de que Miller se ha detenido—. ¿Crees que con unas pataletas y
echando
veneno por la boca
vas a conseguir que cambie de opinión? —Doy un paso adelante,
sintiendo
cómo aumenta mi
confianza, sobre todo cuando veo que Cassie cierra la boca de
golpe—. No
puedes evitarlo.
—No es por mí por quien deberías preocuparte. —Arruga los labios.
Son
sólo más
palabras, pero su manera de pronunciarlas me pone los pelos de
punta.
—Ya basta —interviene Tony, agarra a Cassie del brazo y la lleva
hasta la
puerta del
despacho—. Eres tu peor enemigo, Cassandra.
—Siempre lo he sido —asiente ella riendo mientras se deja conducir
hacia
la salida sin
resistirse ni protestar. Sin embargo, al llegar al umbral, se
detiene y se
vuelve sin prisa,
sorbiendo por la nariz—. Ha sido un placer conocerte, Miller Hart.
Sus palabras de despedida enfrían las caldeadas emociones que
imperan en
el ambiente del
despacho de Miller y dejan el aire cargado de tensión. La puerta
se cierra
de golpe, por
cortesía de un Tony encolerizado, y Miller y yo nos quedamos a
solas.
Él está nervioso.
Yo inquieta.
Ambos permanecemos en silencio durante lo que parece una
eternidad. En
mi mente se
repiten constantemente los últimos diez minutos hasta que empiezo
a
darme cuenta de que
estoy empapada y de que me duele la cara. Empiezo a temblar y me
rodeo
el cuerpo con las
manos en un acto reflejo. Es un mecanismo de defensa. No tiene
nada que
ver con el frío que
siento.
Tengo la mirada fija en el suelo, y no me atrevo o no quiero
torturar a mis
ojos viendo a
Miller en su modo cien por cien psicópata. Ya han visto suficiente
durante
los últimos dos
días. Estos ataques se están volviendo demasiado frecuentes.
Necesita
ayuda. La cruda
realidad de la vida de Miller no hace sino volverse más y más
oscura.
—No me prives de tu rostro, Olivia Taylor.
La suavidad de su voz es forzada, un intento por tranquilizarme,
aunque no
estoy segura de
que vaya a funcionar. No creo que nada lo haga. Vuelvo a
cuestionar mi
capacidad de espantar
los demonios de Miller, porque ahora veo que lo único que hago es
echar
más leña al fuego. Y
lo detesto. Detesto mis dudas constantes a causa de todas estas
personas
que se entrometen en
nuestra relación.
—Olivia...
Oigo el leve impacto de unos pasos que se acercan, pero mantengo
la vista
baja.
Sacudo la cabeza y mi barbilla empieza a temblar.
—Deja que vea esos ojos brillantes.
La calidez de su mano conecta con mi dolorida mejilla y siento un
tremendo malestar. Me
aparto con un siseo y vuelvo la cara para que no me vea. Ya sé que
debo de
estar toda colorada
por el golpe que acabo de recibir, y eso, sin duda, lo pondrá más
furioso
todavía. Parece estar
calmándose. Necesito que siga así. Aparta la mano ligeramente y la
mantiene en el aire, justo
en mi campo de visión.
—¿Puedo? —pregunta en voz baja.
Me derrumbo, por dentro y por fuera, con el corazón hecho pedazos.
Él me
coge en
silencio, como si esperara que mi cuerpo cediera, y se sienta en
el suelo
meciéndome en sus
fuertes brazos. La familiaridad de su pecho desnudo contra mí no
ejerce su
efecto de siempre.
Sollozo, y es un llanto desgarrador que procede de lo más hondo de
mi ser.
Todo esto es
demasiado. La fuerza que Miller me infunde parece haberse agotado
y me
ha dejado hecha un
despojo vacío. No le hago ningún bien. No puedo sacarlo de la
oscuridad
porque mi propio
mundo se está volviendo oscuro en el proceso. William tiene razón:
una
relación con Miller
Hart es imposible. Además, esto no funciona. Juntos, estamos
muertos e
increíblemente vivos
al mismo tiempo. Lo nuestro no puede ser.
—Por favor, no llores —me ruega estrechándome contra sí con su
tono
grave ahora sincero
y nada forzado—. No soporto verte así.
No digo nada, no sé qué decir, y aunque lo supiera, los sollozos
no me
dejan hablar. La
mejor parte de mi existencia ha consistido en evitar un mundo
cruel. Pero
Miller Hart me ha
arrastrado y me ha puesto justo en el centro de ese mundo.
Y sé que nunca escaparé.
Entierra el rostro en mi pelo y empieza a tararear esa
reconfortante
melodía. Es un intento
desesperado de animarme. Intuye mi abatimiento, está preocupado y,
cuando lleva tarareando
unos minutos y yo todavía no he dejado de llorar, gruñe suavemente,
se
levanta conmigo en
brazos y me lleva tranquilamente hasta el cuarto de baño.
Me coloca sobre el retrete y me aparta el pelo enmarañado de la
cara con
mucho cuidado
de evitar tocarme la mejilla dolorida. Finalmente dejo que mis
ojos
irritados se eleven para
mirarlo. Los suyos reflejan pánico al posarse sobre mi rostro e
inspira
hondo para calmarse.
—Espera —ordena con brusquedad. Coge una toalla de una pila que
hay
junto al lavabo y
la empapa con agua fría. Al instante lo tengo arrodillado a mis
pies, con la
toalla en la palma
de la mano—. Tendré cuidado.
Asiento mi aceptación y hago una mueca antes incluso de que la
fría tela
haya tocado mi
cara.
—Shhh. —El frío impacta contra mi sensible mejilla y me aparto
sofocando un grito de
dolor—. Eh, eh, eh... —Me agarra del hombro con la otra mano para
estabilizarme—. Deja que
se acostumbre. —Inspiro hondo y me preparo para la presión que sé
que
está a punto de
aplicar—. ¿Mejor? —pregunta buscando consuelo en mis ojos.
No tengo fuerzas para hablar, de modo que asiento patéticamente,
privando
a Miller de mis
ojos cuando los cierro con fuerza por el dolor. Siento que todo me
pesa: los
ojos, la lengua, el
cuerpo, el corazón...
Levanto las manos y me froto los ojos cansados con la base,
masajeando
las cuencas con
frenesí, esperando borrar de este modo las visiones que se repiten
en mi
mente, no sólo de lo
acontecido esta tarde, sino de todos los últimos ataques de ira de
Miller y
de la horrible
imagen de él metiéndose cocaína por la nariz. Estoy siendo ingenua
y
ambiciosa.
—Voy a por hielo —murmura Miller, sonando tan mísero como yo me
siento.
Me coge la mano y reemplaza la suya con la mía para sostener la
toalla en
mi mejilla antes
de levantarse.
—No. —Lo agarro de la muñeca para evitar que se marche—. No te
vayas.
La esperanza que ilumina sus ojos vacíos se tiñe de culpa. Se
agacha de
nuevo y apoya las
manos sobre mis rodillas.
—Consumes cocaína —digo sin plantearlo como una pregunta. Es
absurdo
que lo niegue.
—No desde que te conocí, Olivia. Hay muchas cosas que no he hecho
desde que te conocí.
—¿Lo has dejado así como así? —Sé que sueno cínica, pero no puedo
evitarlo.
—Así como así.
—¿Con qué frecuencia?
—¿Importa eso? Lo he dejado.
—A mí me importa. ¿Con qué frecuencia consumes?
—Consumía. —Su mandíbula se tensa y cierra los ojos con fuerza—.
De
vez en cuando.
—¿De vez en cuando?
Sus ojos azules aparecen lentamente de nuevo, cargados de
arrepentimiento, de dolor... y
de vergüenza.
—Me ayudaba a superar...
Sofoco un grito.
—Joder...
—Livy, nunca he tenido ningún motivo para dejar de hacer las cosas
que
hacía. Así de
simple. Ya no necesito nada de eso. No ahora que te tengo a ti.
Bajo la mirada confundida, estupefacta y dolida.
—¿Quién te va a crucificar?
—Mucha gente. —Se ríe nervioso, obligando a mis ojos a mirarlo de
nuevo
—. Pero jamás
renunciaré a nosotros. Haré lo que quieras que haga —promete.
—Ve al médico —espeto sin pensar—. Por favor.
No puede enfrentarse a todos esos problemas solo. Seguro que tiene
solución. Me da igual
que le hayan dicho lo contrario.
—No necesito ir al médico. Necesito que la gente deje de meterse
en
nuestra vida. —Su
mandíbula se tensa. La mera mención de los entrometidos provoca
una ira
muy preocupante en
él—. Necesito que la gente deje de hacer que caviles tanto.
Sacudo la cabeza con una sonrisa triste en los labios. No lo
entiende.
—Yo puedo aprender a enfrentarme a los entrometidos, Miller.
—Tengo
que hacerlo. Él se
tomará todas las intromisiones como algo personal. Quizá sea
paranoia.
Las drogas hacen que
la gente se vuelva paranoica, ¿no? No tengo ni idea, pero es un
problema, y
estoy segura de
que puede solucionarse—. Eres tú quien me pone triste.
Sus manos dejan de frotarme las rodillas para infundirme calma.
—¿Yo? —pregunta en voz baja.
—Sí, tú. Tu temperamento. —El odio de Cassie es desagradable y
desconcertante, pero no
ha hecho que me sienta tan desesperanzada como esto. Esto es obra
suya—.
Yo puedo
ayudarte, pero necesitas ayudarte a ti mismo. Tienes que ver a un
médico.
Sus ojos azules se oscurecen mientras inspeccionan mi rostro, y
pasa de
estar en cuclillas a
arrodillarse. Lo miro, y me sumo en la tranquilidad que siempre me
ofrece
su expresiva
mirada, como ahora; a pesar de la situación en la que nos
encontramos, a
pesar de cómo se
siente, el consuelo que me transmite es enorme. Me aprieta los
muslos
antes de cogerme las
manos y se lleva mis nudillos hasta sus suaves labios, manteniendo
en el
proceso el contacto
visual.
—Olivia, ¿comprendes lo profundos que son mis sentimientos por ti?
—
Cierra los ojos
con fuerza, privándome del consuelo con el que sobrevivo en
parte—. ¿Lo
comprendes?
—Abre los ojos —le ordeno suavemente, y, tras coger aire para
recobrar
fuerzas, los abre
despacio—. Comprendo lo profundos que son mis sentimientos por ti
—
replico—. Si tú
sientes lo mismo por mí, entonces sí, lo entiendo. Lo entiendo,
Miller. Pero
yo no voy por ahí
atacando a todo el que amenaza lo nuestro. Nuestra unión es
suficiente.
Deja que hablemos por
nosotros mismos.
Un dolor emocional invade su rostro perfecto, haciendo que junte
los
labios y que cierre
los ojos con fuerza.
—No puedo evitarlo —admite, y hunde su rostro en mi regazo.
Se está escondiendo, avergonzado de su confesión. Sé que en esos
momentos pierde los
cabales, pero tiene que intentar dejar de hacerlo. Corto el
contacto de
nuestras manos y hundo
los dedos en su pelo húmedo mientras observo cómo le masajeo la
nuca.
Sus palmas se
deslizan alrededor de mi trasero y se aferra a mí con
desesperación,
girando la cara hasta que
su mejilla descansa ahora sobre mis muslos. Tiene la mirada
perdida.
Transfiero mis caricias a
su mejilla y trazo con suavidad los contornos de su perfil con la
esperanza
de que mi tacto
tenga el mismo efecto en él que el suyo en mí.
Paz.
Consuelo.
Fuerza.
—Cuando era niño me arrebataban todo lo que tenía —susurra, y me
roba
el aliento con lo
que parece una predisposición a hablarme de su infancia—. No tenía
muchas posesiones, pero
las que tenía las apreciaba, y eran mías, sólo mías. Pero siempre
me las
quitaban. Nada tenía
valor.
Sonrío con tristeza.
—Eras huérfano —digo como si fuera un hecho, porque Miller acaba
de
decírmelo a su
manera. No es necesario que le mencione la foto.
Asiente.
—Viví en un orfanato desde lo que me alcanza la memoria.
—¿Qué les pasó a tus padres?
Suspira, e inmediatamente me doy cuenta de que esto es algo que
jamás le
ha contado a
nadie.
—Mi madre era una joven irlandesa que huía de Belfast.
—Irlandés —exhalo, y ahora veo los ojos azules y brillantes y el
pelo
oscuro de Miller
como lo que son: típicamente irlandeses.
—¿Has oído hablar de los asilos de las Magdalenas? —pregunta.
—Sí —digo sofocando un grito, horrorizada.
Las hermanas de la Magdalena pertenecían a la Iglesia católica y
decían
trabajar en
nombre de Dios para purificar a las jóvenes que tenían la
desgracia de caer
en sus garras, o
cuyos parientes avergonzados las enviaban allí, generalmente
embarazadas.
—Parece ser que consiguió fugarse. Vino hasta Londres para darme a
luz,
pero mis abuelos
la siguieron y se la llevaron de vuelta a Irlanda.
—Y ¿qué hicieron contigo?
—Me abandonaron en un orfanato para poder volver a casa, libres de
la
desgracia. Nadie
tenía por qué enterarse de que yo existía. Nunca he sido una
persona
sociable, Olivia. Siempre
he sido un solitario. No me llevaba bien con los demás y, como
consecuencia, pasaba mucho
tiempo encerrado en un armario oscuro.
Abro los ojos como platos. Me siento indignada pero, sobre todo,
triste.
Más que nada
porque detecto lo avergonzado que se siente. No tiene de qué
avergonzarse.
—¿Te encerraban en un armario?
Asiente ligeramente.
—No sabía relacionarme.
—Lo siento —digo sintiéndome culpable. Todavía no sabe
relacionarse;
sólo conmigo.
—No te preocupes. —Me acaricia la espalda—. No eres la única a la
que
han abandonado,
Olivia. Sé lo que se siente, y ésa es sólo una pequeña parte de
por qué no te
dejaré jamás. Una
pequeñísima parte.
—Y porque soy tu posesión —le recuerdo.
—Y porque eres mi posesión. La posesión más preciada que he tenido
jamás —confirma, y
luego levanta la cabeza para buscar mis ojos abatidos. Se lo
arrebataron
todo. Lo entiendo.
Miller sonríe con ternura ante mi tristeza—. Mi dulce niña, no te
entristezcas por mí.
—¿Por qué?
Por supuesto que me entristezco por él. Es una historia
tremendamente
triste, y eso es sólo
el principio de la miserable vida que ha tenido hasta ahora. Todo
es
inconexo: el huérfano, el
indigente, el chico de compañía. Hay cosas que conectan esas fases
con la
vida de Miller, y me
asusta conocerlas. Cuando me las ha contado, tanto verbal como
emocionalmente, siempre me
ha invadido una tremenda angustia y una gran tristeza. Lo que une
esos
puntos podría ser una
información que me partiría el corazón sin remedio.
El calor desciende por mi espalda húmeda hasta mis caderas y
asciende por
mis costados
hasta que se aferra a mis clavículas y me agarra del cuello.
—Si mis veintinueve años de miserias me han llevado hasta ti, eso
hace
que hasta la parte
más insoportable de la historia haya valido la pena. Volvería a
repetirlo sin
pensar, Olivia
Taylor. —Se inclina hacia adelante y me besa en la mejilla con
dulzura—.
Acéptame como
soy, mi dulce niña, porque es mucho mejor de cómo era antes.
El nudo que tengo en la garganta aumenta de tamaño y casi me
impide
respirar. Es
demasiado tarde. Mi corazón ya está roto, y el de Miller también.
—Te quiero —digo lastimosamente—. Te quiero muchísimo.
La herida de mi corazón se desgarra todavía más cuando veo
temblar,
aunque sólo sea un
poco, la mandíbula sin afeitar de Miller. Sacude la cabeza sin
poder
creérselo antes de
levantarse y reclamar mi cuerpo entero, pegándome contra él y
ofreciéndome la cosa más
intensa de la historia de las cosas:
—Doy gracias a Dios por eso, y no soy un hombre religioso.
Respirando pegada al pelo mojado que se le pega al cuello, cierro
los ojos
y me hundo en
los músculos de su cuerpo, aceptando todo lo que me ofrece y
devolviéndoselo. Mi fuerza ha
vuelto, con más potencia que nunca, y la determinación corre
violentamente por mis venas. No
ha accedido a ver a un terapeuta ni a un médico, pero la nueva
información
recibida sobre este
hombre desconcertante y sus confesiones son un buen comienzo.
Ayudarlo,
sacarlo de ese
viaje al infierno autoimpuesto será más fácil ahora que cuento con
los
datos que necesito para
entenderlo.
Las intromisiones serían irrelevantes de no ser por las extremas
reacciones
de Miller con
los entrometidos. Me considera su posesión, y siente que ellos se
la quieren
arrebatar. En un
mundo ideal, todos estos idiotas metomentodo desaparecerían con
sólo
chasquear los dedos,
pero dado que no vivimos en un mundo mágico, tendremos que
explorar
otras opciones. Y la
más evidente es que Miller controle su temperamento, ya que ha
quedado
claro que esos
idiotas no sólo son entrometidos, sino también persistentes.
Siempre
considerará su
intromisión como que la gente intenta arrebatarle su posesión, su
posesión
más preciada. Es
natural que reaccione de esa manera.
Me estrecha con tanta fuerza que creo que se me van a partir los
huesos, y
casi no puedo
respirar. Disfruto de «lo que más le gusta» y lo saboreo, pero mi
cuerpo
agotado y mi mente
exhausta también necesitan descansar desesperadamente. Todavía
estamos
en Ice, los
entrometidos merodean por aquí, ambos seguimos mojados y
desaliñados,
y Miller aún no ha
hecho nada de lo que tenía que hacer.
Me retuerzo un poco en sus brazos para que me suelte y poder
mirarlo. Sus
ojos reflejan
que está tan cansado como yo.
—Quiero que me metas en tu cama —digo en voz baja, y beso con
delicadeza sus suaves
labios.
Se pone en marcha al instante. Me suelta y se asegura de que no me
caigo.
Sale a su
despacho y vuelve antes de que me dé tiempo a seguirlo,
abrochándose una
camisa seca con
todos los botones en los ojales incorrectos.
—¿Quieres una camisa? —pregunta tras hacerme un repaso rápido—. Sí
—
responde por
mí, y da media vuelta y desaparece de nuevo. Suspiro y lo sigo.
Esta vez
me lo encuentro en la
puerta—. Ponte esto —me ordena agitando una en el aire.
—No tengo parte de abajo.
—Ah. —Arruga la frente observando mi vestido y mira la camisa con
vacilación.
No saldría de aquí vestida sólo con una de las camisas de Miller
ni aunque
él lo permitiera,
cosa que, por otra parte, dudo que hiciera.
Cojo la camisa y la dejo en un aparador cercano.
—Llévame a casa y ya está. —Estoy a punto de desmayarme.
Suspira y me agarra de la nuca como de costumbre.
—Como prefieras.
Me guía hasta la salida del club, y somos conscientes de que
Cassie y Tony
nos observan,
pero nuestra clara cercanía habla por sí sola, no hay necesidad de
decir
nada ni de esbozar una
sonrisa victoriosa.
Miller me coloca en el asiento de su Mercedes. Sube la
calefacción, con la
misma
temperatura a ambos lados del coche, y me lleva a su apartamento
en
silencio. Me toca
prácticamente durante todo el camino. No está preparado para
perder el
contacto hasta que
llegamos al parking subterráneo de su bloque de apartamentos y
tiene que
soltarme para salir
del vehículo. Yo me quedo donde estoy, calentita y acurrucada en
el
asiento del pasajero, hasta
que Miller me coge en brazos y me sube los diez pisos hasta la
puerta
negra brillante que nos
llevará a la intimidad.
—Llama a tu abuela —me dice mientras me sienta sobre un taburete—.
Después nos
daremos un baño.
Mi esperanza se disipa ante esa sugerencia. Bañarme con Miller es
una
bendición, pero
también lo es que me abrace en su cama, y ahora mismo prefiero la
segunda opción.
—Estoy muy cansada —suspiro, y saco mi teléfono de la bandolera.
Apenas tengo energía
para hablar con mi abuela.
—¿Demasiado cansada como para bañarte? —pregunta, y la decepción
se
refleja en su
rostro. Ni siquiera tengo energías como para sentirme culpable.
—¿Nos bañamos por la mañana? —intento, y pienso en que mi pelo
estará
hecho una
maraña al día siguiente después de dormirme dejándomelo mojado, y
el de
Miller también. La
imagen mental dibuja una sonrisa en mi rostro sin vida.
Lo considera durante unos momentos, y me pasa la almohadilla del
pulgar
por la ceja
mientras sigue sus movimientos.
—Por favor, deja que te lave. —Su rostro es suplicante.
—De acuerdo —accedo. ¿Cómo podría negarme?
—Gracias. Te daré un poco de privacidad para que llames a tu
abuela
mientras preparo el
baño. —Me besa en la frente y se vuelve para marcharse.
—No necesito privacidad —protesto, preguntándome qué se cree que
voy a
decirle. Mi
declaración detiene su huida, y veo que se mordisquea el labio
pensativo
—. ¿Por qué piensas
que necesito privacidad?
Encoge sus hombros perfectos, y en sus ojos perfectos disminuye el
cansancio y deja
espacio para una mirada traviesa. Sonrío con recelo ante los
signos de un
Miller juguetón.
—No lo sé —responde—. A lo mejor queréis hablar de mis bizcochitos.
Una sonrisa tonta se extiende hasta mis mejillas.
—Eso lo haría en tu compañía.
—No deberías. Me da vergüenza.
—¡Qué mentiroso!
Sonríe alegremente, borrando cualquier posible pesar que pudiera
seguir
sintiendo y
aturdiéndome.
—Llama a tu abuela, mi dulce niña. Quiero que nos bañemos y meter
a mi
hábito bajo las
sábanas.
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