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Una noche traicionada - Cap. 20

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CAPÍTULO 20
Me quedo mirando los pijos escaparates de Harrods y recuerdo la última
vez que vine aquí con
mi abuela. Recuerdo a Cassie. Y recuerdo una corbata rosada de seda
cayendo sobre el pecho
de Miller. Me gustaría olvidar todas esas cosas, y gruño cuando me vienen
a la mente. Pero
Miller hace caso omiso de mi pesadumbre, baja del coche y lo rodea para
recogerme al otro
lado. Abre la puerta, me ofrece la mano, y yo asciendo la vista por su
cuerpo lentamente hasta
que mi exasperación se cruza con su satisfacción. Me dirige una mirada
expectante y hace
unos movimientos con la mano para que me dé prisa:
—¡Vamos!
—He cambiado de idea —digo fríamente haciendo como que no veo que
me está pidiendo
la mano—. Vayamos a comer algo.
Puede que salga ganando con este cambio de planes, porque con todo el
jaleo que se ha
montado en la tienda anterior, Miller todavía no ha satisfecho su
insistencia de que coma algo.
Y no se me ocurre nada peor que acompañar a Miller a comprar más
máscaras.
—Comeremos pronto. —Reclama mi mano, me saca del coche y me agarra
de la nuca—.
No tardaremos mucho aquí.
El optimismo invade mi mente poco entusiasta mientras me guía hacia los
grandes
almacenes, donde me siento al instante abrumada por todo el bullicio y la
frenética actividad
del interior.
—Está lleno de gente —protesto siguiendo sus pasos decididos.
Él hace caso omiso de mis quejas y avanza esquivando a las masas de
compradores, la
mayoría de ellos turistas.
—Querías ir de compras —me recuerda, y se detiene frente al mostrador
de fragancias
masculinas.
—¿En qué puedo ayudarlo, señor? —pregunta una mujer muy elegante
sonriendo
abiertamente. Es evidente que está haciéndole un repaso con la mirada, y
eso me pone aún de
peor humor.
—Tom Ford, original —pide Miller brevemente.
—Por supuesto —responde ella señalando el estante que tiene detrás—.
¿Desea la de
cincuenta o la de cien mililitros?
—Cien.
—¿Desea olerla antes?
—No.
—Yo sí —intervengo, y me acerco al mostrador un poco más—. Por favor.
—Sonrío y veo
cómo la mujer enarca las cejas sorprendida antes de pulverizar un poco en
un cartoncito y
entregármelo—. Gracias.
—De nada.
Acerco el cartoncito a mi nariz y lo olfateo. Casi muero de placer. Es como
tener a Miller
embotellado.
—Mmm.
Cierro los ojos y mantengo el cartón en mi nariz. Es como estar en el cielo.
—¿Te gusta? —me susurra al oído, y el encanto de su cercanía se añade al
de mi sentido
del olfato.
—Es algo sublime —digo en voz baja—. Huele a ti.
—O yo huelo a eso —me corrige mientras le entrega una tarjeta de crédito
a la mujer, que
ahora no para de mirarnos a él y a mí de manera alterna.
Lleva a cabo la transacción y sonríe mientras me entrega la bolsa a mí. Es
una sonrisa
falsa.
—Gracias —la acepto y, a regañadientes, me aparto el cartoncito con la
fragancia de la
nariz y lo dejo caer en la bolsa. Entonces reclamo la mano de Miller—.
Que tenga un buen día.
A continuación me dirige a la escalera mecánica, pero decide subirla
andando en lugar de
dejar que nos transporte hasta la planta superior.
Dejamos la escalera atrás y Miller nos abre paso a través de más gente
hasta otro tramo de
escalones, y después a través de más gente y más departamentos.
Estoy totalmente desorientada; con la frenética actividad de la gente y
nuestro zigzagueo
por la tienda gigante, me estoy mareando. Voy hacia donde Miller me guía,
mirando a mi
alrededor sin fijar la vista en ninguna parte mientras él avanza con
decisión, sabiendo
perfectamente adónde quiere ir. No me encuentro bien. Como vea un traje,
creo que voy a
hacerlo jirones.
—Ya hemos llegado —dice.
Se detiene ante el umbral de un área para hombres, me suelta la nuca y se
mete las manos
en los bolsillos. Abro los ojos como platos ante la variedad de prendas que
tengo delante de
mí. Montones de ellas. Algunas cosas ya me están llamando la atención;
mis piernas quieren
llevarme en una dirección, pero entonces mis ojos descubren otra cosa que
me gusta y me
detengo. Hay demasiado.
Y es predominantemente informal.
Su aliento golpea mi oreja.
—Creo que esto era lo que buscabas.
La felicidad y la euforia me invaden y me vuelvo para mirarlo. Lo que veo
es la
satisfacción reflejada en sus brillantes ojos azules.
—Debes de estar regocijándote en tu segundo placer favorito —le digo,
porque estoy que
no quepo en mí de la dicha.
Va a dejar que lo vista. Es como un tendedero humano, cada centímetro de
su físico
perfecto está preparado para que lo decore con algo que no sea un traje de
tres piezas.
—Lo cierto es que sí —confirma, y me dan ganas de chillar de emoción
cuando alimenta
aún más mi júbilo sonriéndome.
Contengo la respiración para no gritar de alegría y lo agarro de la mano.
Prácticamente lo
arrastro por la tienda. Mis ojos miran en todas direcciones buscando las
prendas de sport
perfectas con las que vestir a mi perfecto Miller.
—¡Livy! —exclama alarmado cuando prácticamente tropieza detrás de mí.
Pero no me
detengo—. ¡Olivia! —Ahora se está riendo, y eso hace que detenga mi
tenaz marcha por
Harrods para volverme y disfrutar de la imagen.
Casi me desmayo al verlo..., casi. Al menos este atontamiento es una
mejora comparado
con echarme a llorar.
—Joder, Miller —susurro pasándome la mano por el cuello y
masajeándomelo...,
relajándome..., como suele hacerlo él.
Se me está yendo de las manos. Soy como un niño en una tienda de
caramelos con
demasiadas cosas magníficas a mi alrededor: Miller sonriendo, Miller
riendo, un montón de
prendas informales con las que vestirlo... No sé qué hacer con todo esto, si
absorber el placer
de ver a Miller tan animado o arrastrarlo hasta los probadores antes de que
cambie de idea.
Acerca su rostro al mío, con los ojos todavía brillantes y los labios
esbozando una sonrisa.
De nuevo el dilema de siempre: ¿los ojos o la boca?
—Tierra llamando a Olivia —dice suavemente, mostrándome cómo
disfruta de mi estado
de confusión—. ¿Necesitas que te haga eso?
Su delicado tacto hace palidecer mis mejillas, y asiento por no ponerme a
llorar delante de
él otra vez. Estoy sensible, lo cual es absurdo. Me está haciendo feliz,
aunque una parte de la
razón por la que estamos aquí es porque se siente culpable por su reacción
en la tienda
anterior.
Me sostiene la mirada y se acerca hasta que su esencia me inunda y su
nariz roza mi
cuello. Entonces pega su cuerpo firme contra mí, me levanta lentamente
del suelo y entierra la
cara en mi cuello. Yo me aferro a él con fuerza. Con mucha fuerza. Y él
también lo hace.
Permanecemos entrelazados, perdidos en los brazos del otro, en pleno
Harrods, y a los dos
nos da igual que alguien nos pueda estar mirando. De repente ya no me
importa tanto despojar
a Miller de su traje. Quiero que me lleve a casa, que me meta en su cama y
que me adore.
—He dicho que no quería entretenerme mucho aquí —susurra en mi
cuello, sosteniéndome
todavía.
—Hum. —Saco fuerzas de donde no las tengo para soltarlo y apoyar los
pies de nuevo en
el suelo—. Gracias.
Acaricio durante unos segundos las mangas de su traje mientras él me
observa.
—No quiero que me des nunca las gracias, Livy.
—Pues siempre estaré agradecida por tenerte.
Dejo de acariciarle las mangas y me aparto. Me ha devuelto a la vida,
aunque esa vida sea
cuestionable y estresante. Pero ahora tengo a mi fastidioso caballero a
tiempo parcial y a su
mundo perfecto y preciso.
Al bajar la vista veo unos zapatos magníficos, y levanto los ojos hasta los
suyos de nuevo.
Sigue sonriendo, pero un poco menos.
—Tienes treinta minutos —dice.
—¡Vale!
Salgo de mi abstracción y me dirijo inmediatamente a una pared con
estanterías repletas
de pantalones vaqueros. La idea de ver a Miller con vaqueros se me hace...
rara, pero estoy
desesperada porque deje atrás esos trajes, o que al menos no sean tan
formales. Y la
posibilidad de ver su culo perfecto cubierto por tela vaquera se me hace
demasiado atractiva
como para resistirme. Miro las etiquetas que describen la talla de cada
estilo y al final escojo
un par de vaqueros lavados a la piedra que dan la impresión de ser algo
holgados. Parecen
perfectos.
—A ver. —Me vuelvo y los sacudo intentando calcular la talla. Las
perneras son
demasiado cortas para las piernas largas y musculadas de Miller. Los doblo
de nuevo, los dejo
en la estantería y cojo otros más largos—. Éstos. —Los sostengo delante
de mí, sonriendo para
mis adentros al ver que debo sostener la cintura a la altura de mi pecho
para que el dobladillo
no arrastre por el suelo—. Éstos deberían valerte.
—¿Quieres saber mi talla? —pregunta desviando mi mirada del azul de los
vaqueros al
azul de sus ojos sonrientes. Combinan casi perfectamente.
Aprieto los labios y repaso rápidamente su físico.
—Deberías tener este cuerpo grabado en esa preciosa mente que tienes,
Livy —dice con
voz grave, seductora y sexy a rabiar.
—Y lo está —respondo al instante—. Pero no lo había clasificado con
números.
—Ésos son perfectos. —Me los quita de las manos y mira la prenda con
vacilación—. Y
¿con qué desea mi preciosa niña que los combine?
Sonrío al verlo tan dispuesto a complacerme, me vuelvo y veo una
camiseta al otro lado
del pasillo.
—Con eso —señalo, y veo con el rabillo del ojo cómo Miller sigue mi
gesto.
—¿Eso? —pregunta con un tono algo alarmado.
—Sí. —Me acerco y descuelgo una camiseta descolorida con aire vintage
de la barra—. Es
sencilla, casual e informal. —La levanto—. Perfecta.
No da la impresión de que a él se lo parezca en absoluto, pero se acerca y
me la quita de
las manos.
—¿Y para los pies?
Miro a mi alrededor con la frente arrugada.
—¿Dónde está la zona de calzado?
Mis oídos perciben un sonoro suspiro.
—Ven, te la mostraré.
Sé que para él esto supone un gran esfuerzo, pero me sorprende muchísimo
que esté tan
dispuesto, aunque no se lo demuestro. Ahora mismo me encuentro en mi
salsa.
—Guíame —digo. Hago un gesto con la mano al tiempo que sonrío y lo
sigo
inmediatamente cuando empieza a caminar.
Me tiemblan las manos a los costados, desesperada por coger unas cuantas
prendas más en
el trayecto, pero sé que está teniendo demasiada paciencia, y el riesgo de
que salga huyendo
me disuade de hacerlo. Paso a paso.
Observo a Miller con interés mientras atravesamos otro departamento, éste
repleto de
trajes. Están por todas partes, tentándolo, y tengo que hacer un esfuerzo
sobrehumano para no
reírme cuando lo pillo echando un vistazo rápido.
—Ralph Lauren tiene unos trajes exquisitos —comenta tranquilamente,
obligándose a
pasar de largo.
—También tiene ropa de sport fantástica —respondo, segura de que él no
lo sabe.
—¡Miller! —El chillido agudo se me clava en los hombros.
Cuando me vuelvo y veo a una mujer irritantemente emperifollada que se
acerca, mi
expresión de felicidad se torna en amargura. Está radiante, y acelera los
pasos para llegar hasta
él más deprisa. Es casi perfecta, como todas las demás, con el pelo
brillante, impecablemente
maquillada y vestida con ropa cara. Me preparo para otro golpe de
realidad. La odio al
instante.
—¿Cómo estás? —le pregunta con voz cantarina sin mirarme siquiera. No,
tiene toda su
atención puesta en mi perfecto Miller—. Tienes un aspecto fantástico,
como siempre.
—Bethany —la saluda Miller fríamente, y toda muestra de la relajación
con la que me
había estado deleitando desaparece al instante al ver esos labios rojos y su
pelo perfecto—.
Estoy muy bien, gracias. ¿Y tú?
Ella pone morritos y carga todo el peso sobre una cadera, inclinando el
cuerpo hacia un
lado. Todo su lenguaje corporal despide ondas de atracción a diestro y
siniestro.
—Yo siempre estoy bien, ya lo sabes.
Pongo los ojos en blanco y me muerdo la lengua, languideciendo por
dentro. Otra más.
Ahora sólo falta que advierta mi presencia y me aniquile con una de esas
miradas o mofándose
de mí. Y como me saque alguna de las tarjetas de Miller, no respondo de
mis actos.
—Excelente —responde él cortante, a pesar de ser absolutamente correcto.
Puedo sentir su agitación; todos los signos de Miller y su necesidad de
repeler a la gente
salen a la superficie, y es en este momento cuando me pregunto por qué
estas mujeres están
tan prendadas de él con lo hostil que puede llegar a ser. Es un caballero
perfecto en las citas, él
mismo lo dijo, pero ¿qué otra cosa las atrae de él? ¿Cómo responderían si
las bendijera con
sus actos de veneración? Me río para mis adentros. Serían como yo:
incapaces de vivir sin él.
Condenadas. Muertas.
Miller se aclara la garganta y juguetea con la ropa entre las manos.
—Bueno, vamos a seguir con las compras —dice pasando junto a Bethany
y esperando
claramente que lo siga.
Sin embargo, cuando siento una mirada inquisitiva fija en mí soy incapaz
de convencer a
mis piernas para que se muevan. Ahí viene.
—Ah —exclama la mujer mirándome de arriba abajo—. Parece que
alguien se me ha
adelantado hoy. —Me quedo boquiabierta y ella sonríe, sin importarle lo
más mínimo que me
sienta claramente insultada—. Perdona, ¿tú eres...?
Voy a decirle exactamente quién soy. Aceptarlo o llevarlo mejor, ésas son
mis opciones.
Puedo ser bastante impertinente, eso ha quedado demostrado, ahora sólo
tengo que aprender a
usarlo de manera inteligente. Esta mujer, al igual que el resto, hace que me
sienta inferior,
pero Miller no muestra ninguna señal de peligro ante la posibilidad de que
ella se entrometa
entre nosotros o me haga dudar de mi valía.
—Hola, soy Oli...
—Lo siento, tenemos prisa —me interrumpe Miller justo cuando acabo de
encontrar mi
descaro y estoy a punto de descargarlo—. Siempre es un placer. —Inclina
la cabeza ante
Bethany, que ahora parece tener mucha curiosidad, y me empuja con
suavidad por la espalda
en lugar de agarrarme de la nuca como de costumbre.
—Sí, lo mismo digo —ronronea ella. La rigidez se apodera de Miller de
manera
instantánea—. Espero verte pronto.
Me empuja con premura. Ambos avanzamos en silencio; la tensión es
palpable. «Siempre
es un placer.» Estoy crispada por dentro y por fuera. Giramos una esquina
y llegamos a la zona
de calzado para hombre. Miller coge inmediatamente el primer par que ve
y me lo enseña. Ni
siquiera lo miro. Bethany ha deshecho todo lo que hemos progresado esta
mañana.
—¿Qué tal éstos? —pregunta, intentando distraerme desesperadamente.
No va a funcionar. Todo el descaro con el que estaba a punto de atacar a
esa mujer bulle en
este momento dentro de mí, mezclado con altas dosis de ira, y ahora sólo
tengo a una persona
delante sobre la que descargarlo.
Aparto los zapatos de un manotazo.
—No.
Retrocede indignado, con unos ojos como platos y sus perfectos labios
ligeramente
entreabiertos.
—¿Disculpa?
Entrecierro los ojos hasta formar dos furiosas ranuras.
—No empieces con eso —le advierto—. Era una clienta. ¿Podría estar
siguiéndome?
—No. —Casi se echa a reír.
—¿Por qué no has dejado que me presentara? Y ¿por qué no la has puesto
en su sitio?
Miller deja los zapatos de nuevo en el expositor e incluso los recoloca
antes de acercarse a
mí con aire pensativo. La respuesta de mi cuerpo es irritante e indeseada,
pero es la que es.
—Ya te lo he dicho antes: no quiero que nadie se entrometa, de modo que
cuantos menos
lo sepan, mejor. —Levanta mi tensa barbilla con la yema de su dedo índice
y me la acerca a su
rostro cubierto por una oscura barba incipiente. A través de su belleza
puedo ver que está
enfadado—. Cuando hablo de que sólo hay un nosotros, no un o un yo,
también quiero decir
que no hay un ellos.
Por muy tentadora que me resulte la idea de una existencia en la que sólo
estemos Miller y
yo, sé que es imposible.
—¿Cuántas hay? —pregunto.
Necesito saber a cuántas de ellas tengo que enfrentarme. Necesito una hoja
de marcación,
algo con lo que ir apuntándolas conforme me voy encontrando con ellas.
¿Cuántas predecirán
su próximo movimiento? ¿Cuántas me seguirán?
—Eso no importa —desliza la mano por encima de mi hombro y empieza a
masajearme
para infundirme algo de calma—, porque ahora sólo está mi dulce niña.
Su sinceridad me atraviesa, disipando todas mis dudas.
«Déjalo estar.»
Recobro la compostura. No encuentro las palabras adecuadas para
responderle, de modo
que cojo unas botas que hay sobre una mesa cercana.
—Éstas —anuncio, y se las doy directamente a una empleada sin darle la
oportunidad a
Miller de rechazarlas.
Ella sonríe y se pone toda tiesa en cuanto lo ve a él.
—Sí, señora. ¿Número? —me pregunta mientras mantiene su mirada
hambrienta sobre él,
provocándome sin darse cuenta.
Me encantaría decirle el número, y me fastidia tener que volverme hacia
Miller para
preguntarle.
—Cuarenta y seis —responde él tranquilamente, observándome con
detenimiento.
Detesto el grito sofocado de deleite que emana de la dependienta, y me
odio a mí misma
por avivar su claro interés.
Me pongo delante de Miller y la miro con enfado.
—Un cuarenta y seis —confirmo señalando el calzado con la cabeza—. Y
es verdad lo que
dicen.
Me quedo estupefacta ante mi descarada sugerencia, y la tos de pasmo de
Miller detrás de
mí me indica que él también lo está. Pero no me importa. Nuestro día de
tranquilidad para
disfrutar el uno del otro no ha sido tal, y todas estas intromisiones están
empezando a
cabrearme.
—¡Por supuesto! —La dependienta da un respingo ante el nivel de
decibelios de su propia
voz, evita mi mirada y se pone como un tomate—. Siéntense, por favor.
Vuelvo enseguida.
Se marcha a toda prisa, sin menear el trasero y sin volverse para lanzarle
miraditas por
encima del hombro. Río para mis adentros, satisfecha por haberla hecho
sentir incómoda
mientras me prometo seguir por este camino.
—Tengo que pedirte algo. —El susurro de Miller en mi oído borra mi
expresión petulante.
No quiero volverme, pero no tengo elección cuando me agarra de los
hombros y me da la
vuelta. Me preparo, sabiendo lo que voy a encontrarme. Y estoy en lo
cierto. Su rostro es
inexpresivo, con un aire de desaprobación reflejado en sus ojos.
—¿Qué? —Toda mi satisfacción desaparece bajo su mirada censuradora.
Me he pasado.
Se mete las manos en los bolsillos.
—¿Qué es verdad y quién lo dice?
Mis labios se estiran hasta que están a punto de romperse.
—Lo sabes perfectamente.
—Explícate —ordena sin devolverme la sonrisa.
Esto hace que la mía se intensifique.
—¿Aquí en Harrods?
—Sí.
—Pues... —Me vuelvo para echar un vistazo rápido a nuestro entorno
inmediato y veo a
demasiados compradores cerca como para hablar de algo así—. Luego te lo
cuento.
Lo está haciendo a propósito. Sabe perfectamente de qué hablo.
—No. —Se acerca y pega el pecho al mío hasta que respira sobre mí—.
Quiero saberlo
ahora. No tengo ni idea. —Si se está esforzando por mantenerse serio, no
lo parece. Está
perfectamente sereno, incluso un poco frío.
—Estás jugando.
Retrocedo un paso, pero él no va a permitir que me salga con la mía y
ocupa el espacio que
he creado.
—Explícamelo.
Maldita sea. Busco mi descaro en mi interior y articulo una explicación en
un susurro
muerta de vergüenza.
—Los pies y... —carraspeo— la virilidad masculina.
—¿Qué pasa con ellos?
—¡Miller! —Me revuelvo nerviosa y siento que mis mejillas se calientan
bajo la presión.
—Cuéntamelo, Livy.
—¡Está bien! —grito.
Me pongo de puntillas y pego la boca a su oreja:
—Se dice que un hombre con los pies grandes tiene también la polla
grande.
Me arde la cara y siento cómo su cabeza asiente pegada a mí y su cabello
me hace
cosquillas en la mejilla.
—¿De verdad? —pregunta todavía serio, el muy cabrón.
—Sí.
—Interesante —comenta golpeándome la oreja con su aliento caliente.
Esto acaba con toda mi compostura; pierdo el equilibrio y me tambaleo un
poco hacia
adelante hasta dar contra su pecho. Sofoco un grito.
—¿Estás bien? —pregunta con un tono cargado de arrogancia.
—Perfectamente —mascullo, mientras me obligo a recuperar las fuerzas y
a apartarme de
su pecho.
—Perfectamente —murmura él con tranquilidad, y una mirada maliciosa
observa cómo
me esfuerzo por recobrar la compostura—. Anda, mira. —Señala con un
gesto de la cara por
encima de mi hombro para que me vuelva—. Ahí está mi cuarenta y seis.
Me echo a reír, ganándome un toque en la espalda por parte de Miller y una
mirada de
confusión de la dependienta.
—¡Cuarenta y seis! —canturrea, y empiezo a reírme a carcajadas de
manera incontrolada
—. ¿Está bien, señorita?
—¡Sí! —grito.
Me doy la vuelta y cojo el primer zapato que encuentro; lo que sea con tal
de distraerme
del número cuarenta y seis. Me ahogo de risa cuando miro la talla del
calzado con el que
pretendía distraerme y veo que en letras grandes y en negrita pone que se
trata, de hecho, de un
cuarenta y seis. Me doblo hacia adelante, partiéndome, y lo dejo donde
estaba.
—Está bien —confirma Miller.
No lo estoy viendo, sin embargo sé que me está mirando la espalda,
aparentemente
inexpresivo ante la dependienta, pero seguro que tiene ese brillo juguetón
en los ojos. Si fuese
capaz de mirar a Miller y a la empleada ligona sin desternillarme en su
cara, me volvería al
instante para disfrutar de esa imagen. Pero no puedo parar de reírme, y mis
ojos se sacuden
con violencia.
Mientras observo el zapato escogido al azar detenidamente y sonrío como
una idiota, oigo
el sonido del papel cuando la dependienta saca las botas de la caja.
—¿Necesita un calzador, señor? —pregunta.
—No lo creo —gruñe Miller, probablemente inspeccionando las botas y
quejándose
mentalmente porque no tienen las suelas de piel.
Más relajada, me vuelvo lentamente y lo veo sentado en una butaca de
ante, intentando
meter el pie en la bota. Lo observo en silencio, al igual que la dependienta,
y pienso en lo
bonitas que son las botas, informales y de piel marrón suave y gastada.
—¿Son cómodas? —pregunto esperanzada, preparándome para un bufido,
pero no me
contesta y se pone de pie, mirándose los pies, antes de volver a sentarse
apresuradamente.
Se desata los cordones y coloca las botas ordenadamente de nuevo en la
caja. Quiero gritar
de emoción cuando veo que las recoloca una vez en la caja para que queden
lo mejor posible
entre el papel. Le gustan, y lo sé porque aprecia sus posesiones, y ahora
esas botas son su
posesión.
—No están mal —dice para sí, como si no quisiera admitirlo en voz alta.
Recupero la sonrisa. Va a ceder, maldita sea.
—Pero ¿te gustan? —digo deteniéndome en todas las palabras.
Mientras se abrocha los cordones con el máximo cuidado, levanta la cara y
me observa.
—Sí —responde con las cejas enarcadas, retándome a hacer un
acontecimiento de esto.
No puedo ocultar mi alegría. Yo lo sé, Miller lo sabe, y cuando cojo la
caja, me vuelvo y se
la planto a la dependienta en las manos con una enorme sonrisa, ella
también lo sabe.
—Nos las llevamos, gracias.
—Estupendo, las dejaré detrás del mostrador.
Desaparece con la caja y nos deja a Miller y a mí a solas.
Cojo los vaqueros y la camiseta.
—Vamos a que te pruebes esto.
Su suspiro de cansancio no me desanima. Nada lo hará. Pienso vestirlo con
ropa informal
aunque me deje la vida en ello.
—Por aquí.
Marcho en la dirección de los probadores y sé que Miller me sigue porque
mi piel
responde a las señales de su proximidad.
Me vuelvo, le entrego la ropa y observo cómo la coge sin protestar y
desaparece en el
cambiador. Me siento a observar el bullicio de Harrods y observo todas sus
formas de vida: los
turistas; la gente que ha venido a darse un capricho, como mi abuela con su
piña de quince
libras, y la gente que claramente compra aquí de manera regular, como
Miller y sus trajes a
medida. Es una mezcla ecléctica, y así son las existencias. Hay algo para
todo el mundo; nadie
se marcha con las manos vacías, aunque sólo sea con una simple lata de
galletas de Harrods
para regalárselas a alguien por Navidad. Sonrío, y entonces vuelvo la
cabeza al oír un
carraspeo familiar.
Mi sonrisa se intensifica hasta alcanzar límites ridículos al ver su
expresión de agobio y de
incomodidad, y entonces desaparece cuando echo un vistazo a lo que hay
por debajo de su
cuello. Está descalzo en la puerta, con los vaqueros bajos puestos, que son
de su talla, y la
camiseta se ajusta a su cuerpo perfectamente. Me muerdo el labio para
evitar que se me abra
la boca. Joder, qué bueno está. Tiene el pelo alborotado tras haberse pasado
la camiseta por la
cabeza y las mejillas algo sonrosadas por el esfuerzo, cosa que me resulta
absurda. No tiene
botones que abrocharse ni dobladillo que meterse, ni cinturón que ajustarse
ni corbata que
anudarse, ni cuello que arreglarse, de modo que ponerse una camiseta
apenas requiere
esfuerzo.
Supuestamente.
No obstante, parece agobiado.
—Estás fantástico —digo en voz baja.
Echo un vistazo por encima de mi hombro y veo justo lo que esperaba: un
montón de
mujeres volviéndose desde todas partes, mirando con la boca abierta al
hombre sobrenatural
que tienen ante sí. Cierro los ojos y tomo aire para relajarme. Aparto la
vista de las decenas de
observadoras y me vuelvo de nuevo hacia mi espectacular caballero a
tiempo parcial. Miller
adornado con sus finos trajes es algo digno de admirar, pero verlo
despojado de toda esa ropa
exquisita y con unos vaqueros desgastados y una sencilla camiseta roza los
límites de la
realidad.
Se revuelve nervioso, tira de la camiseta y estira los pies hacia adelante,
incómodo con los
dobladillos de los vaqueros.
—Tú sí que estás fantástica, Olivia. A mí parece que me hayan arrastrado
por un seto de
espaldas.
Contengo una sonrisa maliciosa. La agitación de Miller me proporciona las
fuerzas para
hacerlo. Necesito ganármelo. No debo irritarlo más. De modo que me
acerco lentamente,
observándolo, hasta que se da cuenta de que me estoy aproximando. Deja
de juguetear y sigue
mi camino hasta que lo tengo delante.
—Me temo que discrepo —susurro, recorriendo con la mirada su rostro
con barba
incipiente.
—¿Por qué quieres que me vista así?
Su pregunta hace que nos miremos a los ojos. Sé la razón, pero no puedo
articular mi
respuesta de manera que pueda entenderlo. No lo captará, y también corro
el riesgo de
enfurecerlo.
—Porque... yo... —Me tropiezo con mis palabras bajo su magnífica figura
—. Yo...
—No voy a ponerme esta ropa si la razón es simplemente para que te
sientas mejor
respecto a nosotros, o si crees que va a cambiarme. —Desliza la mano por
mi hombro y
empieza a masajear mis músculos tensos—. No voy a ponérmela si crees
que de este modo la
gente dejará de entrometerse, de mirar o de comentar. —Apoya la otra
mano sobre mi otro
hombro, me agarra y desciende la cabeza hasta que nuestros ojos quedan al
mismo nivel—.
Soy yo el que no es digno de ti, Olivia. Y eres tú quien me ayuda. No la
ropa. ¿Por qué no lo
entiendes?
—Yo...
—No he acabado —me interrumpe, y me agarra con más fuerza mientras
me atraviesa con
una mirada de advertencia. Sería absurdo discutir. Su traje ha
desaparecido, pero su atuendo
informal no ha borrado su autoridad ni su potente presencia. Y me alegro.
Necesito eso—.
Olivia, acéptame como soy.
—Y lo hago —digo, aunque la culpa me consume.
—Entonces deja que vuelva a ponerme el traje.
Me lo está rogando con sus absorbentes ojos azules y, por primera vez en
la vida, me doy
cuenta de que los trajes de Miller no son sólo una máscara; son también
una armadura. Los
necesita. Se siente seguro con ellos. Siente que tiene el control cuando los
lleva. Sus trajes
perfectos forman parte de su mundo perfecto y son un accesorio perfecto
para mi perfecto
Miller. Quiero que los conserve. No creo que obligarlo a llevar vaqueros
haga que se relaje lo
más mínimo, y me pregunto si quiero que pierda ese aire estirado. Lo
entiendo. Me da igual
cómo se comporte en público, porque a mí me trata con veneración, con
cariño. Es mi elegante
y maniático Miller. Soy yo quien tiene el problema. Yo y mis complejos.
Tengo que
superarlos.
Asintiendo, cojo el dobladillo de la camiseta y se la quito por la cabeza
mientras él levanta
los brazos voluntariamente. Una masa musculosa y definida queda
expuesta, atrayendo las
miradas de más compradores cercanos, esta vez incluso de los hombres. Le
entrego la
camiseta arrugada a la empleada y miro a Miller con ojos arrepentidos.
—No es adecuada —murmuro.
Él me sonríe, y es una sonrisa de agradecimiento que me parte mi corazón
egoísta.
—Gracias —dice tiernamente.
Me rodea con los brazos y me estrecha contra su pecho desnudo. Mi
mejilla descansa sobre
uno de sus pectorales y suspiro mientras deslizo las manos por debajo de
sus antebrazos y me
aferro a él con fuerza.
—No quiero que me des nunca las gracias.
—Siempre estaré agradecido por tenerte, Olivia Taylor —dice copiando
mis palabras, y
me besa en la frente—. Siempre.
—Y yo por tenerte a ti.
—Me alegro de que lo hayamos aclarado. Y ahora, ¿quieres quitarme
también los
vaqueros?
Desciendo la mirada hasta sus muslos, y es un movimiento estúpido,
porque me recuerda
lo increíblemente magnífico que está Miller en vaqueros.
—No, hazlo tú. —Lo empujo hacia el probador, ansiosa por privar a mis
ojos de esa
gloriosa visión, especialmente porque, por lo que parece, no volveré a
contemplarla de nuevo
—. Te espero aquí.
Satisfecha conmigo misma, tomo asiento y noto un millón de miradas fijas
en mí
procedentes de todas las direcciones. Decido no darles el gusto de sentirme
intimidada y saco
el móvil de mi bolso... y veo que tengo dos llamadas perdidas y un mensaje
de texto de
William. Me hundo con un gruñido lastimero. De repente, enfrentarme a
las miradas de los
curiosos no parece tan mala idea.
Eres exasperante, Olivia. Enviaré un coche a buscarte a las 19.00 h.
Imagino que estarás en casa de Josephine.
William.
Aparto los ojos de la pantalla, como si hacerlo fuese a cambiar lo que dice
el mensaje. No
lo hace. La irritación me consume y mi pulgar golpea la pantalla táctil
automáticamente.
Estoy ocupada.
Eso es. ¿Enviará un coche? Y una mierda. Además, no pienso estar ahí de
todas formas. Lo
que me lleva a enviar otro mensaje.
No estaré ahí.
No necesito ver las cortinas moviéndose y la nariz curiosa de mi abuela
pegada al cristal
de la ventana. Le dará algo como huela que William anda cerca. Su
respuesta es instantánea:
No te hagas de rogar, Olivia. Tenemos que hablar sobre tu sombra.
Sofoco un grito al recordar su promesa cuando se marchó ayer del
apartamento de Miller.
¿Cómo lo sabe? Giro el teléfono en mi mano pensando que esto es lo que
necesita para
cumplir su amenaza. No voy a confirmarlo, a pesar de que necesito saber
cómo lo sabe y, justo
cuando tomo esa decisión, el móvil empieza a sonar. Me pongo tensa al
instante y pulso
«Rechazar» antes de enviarle un mensaje rápido para decirle que lo llamaré
más tarde con la
esperanza de que eso me proporcione algo de tiempo. Llamo a mi abuela
para decirle que se
me está acabando la batería y que la llamaré desde el teléfono de Miller.
Ella me suelta un
discurso sobre lo inútiles que son los móviles. Después apago el teléfono.
—¿Olivia?
Levanto la vista y siento que toda mi irritación y mi pánico abandonan mi
cuerpo al ver a
Miller, vestido de nuevo con su traje perfecto.
—Se me ha muerto el teléfono —le digo. Lo meto despreocupadamente en
el bolso y me
levanto—. ¿Comemos?
—Sí, vayamos a comer.
Me agarra de la nuca y salimos de la tienda con premura, dejando atrás el
conjunto
informal que tanto me gusta pero que voy a dejar estar por el momento y a
un montón de
mujeres reexaminando a Miller ahora que se ha cambiado. Les sigue
gustando lo que ven, cosa
que no me sorprende.
—Bueno, eso ha sido media hora de nuestra vida juntos que nunca
recuperaremos.
Murmuro mi asentimiento, intentando no dejar que mi mente se desvíe
demasiado, aunque
consciente de que, por mucho que lo desee, William Anderson no va a
desaparecer, y menos
ahora si sabe lo de mi sombra.
—Menos mal que ya no estamos limitados a una sola noche.
Sofoco un grito y giro el cuello bajo su mano para mirarlo. Él mira hacia
adelante sin
expresión, sin un atisbo de ironía en su rostro.
—Quiero más horas —murmuro, y compruebo cómo dirige sus ojos azules
cargados de
comprensión hacia mí.
Se inclina y me da un beso breve en la nariz. Después se pone derecho y
continúa
avanzando.
—Mi dulce niña, tienes toda una vida.
Una felicidad inmensa estalla dentro de mí y deslizo el brazo alrededor de
su cintura,
estrechándolo de costado mientras siento su antebrazo apoyado en la parte
superior de mi
columna para que pueda seguir cogiéndome mientras se adapta a mi
demanda de cercanía.
Apenas soy consciente ahora del caos que reina en Harrods. Apenas soy
consciente de nada,
excepto de los recuerdos de una proposición de una noche y de todos los
acontecimientos que
nos han llevado hasta aquí. Mi corazón apesadumbrado revive henchido de

felicidad.


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