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CAPÍTULO 19
Cuando Miller detiene el Mercedes en el espacio del aparcamiento y
apaga
el motor, sé que no
debo salir del coche por mi cuenta. Rodea el vehículo por la parte
delantera, se abrocha la
chaqueta y me abre la puerta.
—Gracias, señor.
—De nada —responde como si no hubiese captado mi sarcasmo—. ¿Y
ahora qué? —Mira
a nuestro alrededor brevemente y se retira la manga de la chaqueta
un
momento para ver la
hora.
—¿Tienes prisa? —pregunto, irritada inmediatamente por su gesto
grosero.
Me mira y baja los brazos.
—En absoluto. —Se alisa el traje de nuevo, lo que sea con tal de
evitar mi
tono amargo—.
¿Y ahora qué? —repite.
—Pasearemos.
—¿Adónde?
Dejo caer los hombros. Esto no va a ser fácil.
—Se supone que esto tiene que ser relajante. Algo tranquilo de lo
que
podamos disfrutar.
—A mí se me ocurren maneras mucho más gratificantes de pasar el
tiempo, Olivia, y no
implican mantenerte en público. —Lo dice totalmente en serio, y
mis
muslos se tensan cuando
veo que vuelve a mirar a nuestro alrededor.
—¿Has ido a pasear alguna vez? —pregunto.
Vuelve a mirarme rápidamente con ojos curiosos.
—Voy de A a B.
—¿Nunca te has sumergido en las riquezas que ofrece Londres? —
pregunto sorprendida de
que alguien pueda vivir en esta grandiosa ciudad sin perderse en
su
historia. No me lo puedo
creer.
—Tú eres una de las mejores riquezas, y me encantaría sumergirme
en ti
ahora mismo. —
Me estudia detenidamente, y sé lo que viene a continuación. El
ritmo
acelerado de los latidos
entre mis piernas es buena señal, así como el deseo que se acumula
en sus
ojos después de
ejecutar uno de esos parpadeos ociosos—. Pero no puedo venerarte
aquí,
¿verdad?
—No —me apresuro a responder, y aparto la mirada antes de verme
atrapada todavía más
en sus cautivadores ojos azules. No quiere pasear, pero yo sí.
Ardo de
deseo; un deseo que se
palpa en el ambiente que nos rodea, pero quiero disfrutar de
Miller de otra
forma—. ¿Qué hay
de tus cuadros?
—¿Qué pasa con ellos?
—Debes de apreciar la belleza de las cosas que pintas. De lo
contrario, no
te molestarías
en hacerlo. —Paso por alto el hecho de que serían todavía más
bonitos si
fuesen algo más
claros.
Se encoge de hombros con indiferencia y mira de nuevo a nuestro
alrededor. El tema
empieza a irritarme.
—Veo algo que me gusta, le hago una foto y luego lo pinto.
—¿Así de simple?
—Sí. —No me mira a la cara.
—¿No crees que sería más gratificante pintar teniendo el objeto en
cuestión delante?
—No veo por qué.
Exhalo, cansada de insistir, y me cruzo el bolso por encima del
hombro.
Sigo sin
entenderlo del todo, a pesar de que me digo a mí misma
constantemente
que sí lo hago. Me
estoy engañando.
—¿Listo?
Contesta cogiéndome de la nuca y empujándome hacia adelante, pero
yo
me detengo y me
libero. Le lanzo una mirada desdeñosa y él me mira con la
confusión
reflejada en su precioso
rostro.
—¿Qué pasa?
—No vas a guiarme por Londres cogiéndome del cuello.
—Y ¿por qué no? —Está verdaderamente desconcertado—. Me gusta
tenerte así de cerca.
Pensaba que a ti también te gustaba.
—Y me gusta —admito. Siempre agradezco el confort de la calidez de
su
palma en mi
nuca. Pero no mientras deambulo por Londres—. Dame la mano.
No creo que Miller haya cogido la mano de ninguna mujer porque sí
jamás.
No me lo
imagino. Me ha guiado de la mano en algunas ocasiones, pero
siempre con
algún propósito:
para dejarme en algún sitio donde quiere que esté, pero nunca de
manera
relajada y cariñosa.
Pasa demasiado tiempo pensando en mi petición hasta que por fin
accede
con una ceja
enarcada.
—¡Bu! —grito con una sonrisa burlona haciéndole dar un brinco.
Recobra
la compostura y
levanta sus ojos serios hasta los míos. Sonrío—. No muerdo.
Está casi ofendido, lo noto, pero sigue mostrándose frío e
impasible. A
pesar de ello, sigo
sonriendo. Es una buena sonrisa.
—Descarada —se limita a decir, y me agarra más fuerte, negándose a
darme el gusto de
sonreír mientras toma la delantera.
Lo sigo, y cambio la posición de nuestras manos mientras vagamos
por la
calle de manera
que nuestros dedos quedan entrelazados. Mantengo la mirada hacia
adelante, permitiéndome
algún que otro breve vistazo hacia Miller de vez en cuando. No
necesito
mirar, pero lo hago, y
veo cómo observa nuestras manos y flexiona la suya hasta
acostumbrarse a
la sensación. Está
claro que nunca ha ido de la mano así con ninguna mujer y, aunque
me
encanta la idea,
también empaña la inmensa sensación de confort en la que me
deleito
cuando me agarra de la
nuca. ¿Es así como coge a todas las mujeres? ¿Y ellas sienten que
una
oleada de calor recorre
sus cuerpos cuando lo hace? ¿Cierran los ojos lentamente y doblan
un poco
el cuello para
absorber la sensación, plenas de satisfacción? Estas preguntas
hacen que
mi mano se cierre
alrededor de la suya con más fuerza y vuelvo la cabeza para
mirarlo, para
ver bien la expresión
de su rostro y comprobar lo incómodo que se siente con nuestra
conexión.
Va todo tieso, no
para de flexionar la mano, y su expresión es casi de perplejidad.
—¿Estás bien? —le pregunto en voz baja cuando giramos hacia Bury
Street.
Las pisadas regulares de sus caros zapatos golpeando el pavimento
fallan
ligeramente,
pero no me mira.
—Estupendamente —dice.
Me río y apoyo la cabeza sobre su antebrazo.
No está estupendamente. De hecho, parece tremendamente incómodo. A
pesar de ir vestido
de una manera fina y exquisita que encaja perfectamente con el
Londres
diurno, Miller destila
cierto desasosiego. Miro a nuestro alrededor conforme continuamos
avanzando hacia
Piccadilly y veo hombres de negocios trajeados por todas partes,
algunos
hablando por sus
teléfonos móviles, otros portando carteras, pero todos parecen
sentirse muy
cómodos. Parecen
llenos de determinación, probablemente porque lo están. Van de
camino a
un almuerzo, o a
una reunión, o a la oficina. Cuando vuelvo a mirar a Miller me doy
cuenta
de que a él le falta
esa determinación en estos momentos. Siempre va de A a B. No
deambula.
Está haciendo un
esfuerzo por mí. Pero está fracasando estrepitosamente. Mi mente
reflexiona por un instante
en la posibilidad de que Miller se sienta tan fuera de lugar
porque estoy
cogida de su brazo,
pero lo descarto de inmediato. Estoy aquí y tengo intención de
quedarme, y
no sólo porque
Miller lo diga. La idea de continuar mi vida sin él me resulta
inconcebible,
y ese mero
pensamiento nubla mi estado de felicidad y hace que tiemble contra
su
magnífico cuerpo.
Levanto la otra mano sin pensar y cojo su antebrazo, justo por
debajo de mi
barbilla.
—¿Olivia?
Mantengo la cabeza y la mano en el sitio y levanto sólo los ojos.
Me está
mirando con un
aire de preocupación en el rostro. Fuerzo una minúscula sonrisa a
través de
la ansiedad que
han suscitado mis pensamientos.
—Conozco y adoro la cara de dicha de mi dulce niña, y sé que ahora
está
intentando
engañarme.
Se detiene y se vuelve hacia mí, obligándome a soltarlo de una
manera
inevitable y
tremendamente dolorosa, pero permito que me aparte de él. Me
recoge el
pelo de la coleta de
los hombros, lo deja caer sobre mi espalda y toma mis mejillas en
las
manos. Se inclina
ligeramente hasta que su rostro queda a la altura del mío;
entonces me
devuelve un poco de
esa felicidad recién mermada cuando parpadea tan increíblemente
despacio
que tengo la
sensación de que no va a volver a abrir los ojos de nuevo. Sin
embargo, lo
hace, y un tremendo
bienestar emanado desde cada fibra de su precioso ser me invade.
Lo sabe.
—Comparte conmigo lo que te aflige.
Sonrío por dentro e intento recomponerme.
—Estoy bien —le aseguro, y aparto una de sus manos de mi mejilla
para
besarle la palma
suavemente.
—Estás rumiando en exceso, Olivia. ¿Cuántas veces tenemos que
pasar por
esto? —Parece
enfadado, aunque sigue mostrándose tremendamente tierno.
—Estoy bien —insisto desviando la vista de la intensidad de su
interrogante mirada y
descendiéndola por la longitud de su cuerpo hasta sus pijos
zapatos de
cuero calado. Mi mente
capta cada fino hilo de su atuendo y la espectacular calidad de su
calzado.
Y entonces pienso
en algo y miro al otro lado de la calle—. Ven conmigo —digo, y lo
cojo de
la mano y tiro de él
hasta la otra acera.
Él me sigue obedientemente sin protestar hasta el final de Bury
Street y
cuando giramos
hacia Jermyn Street, hasta que nos encontramos frente a una tienda
de ropa
de hombre. Es una
especie de boutique, llena de cosas sosas y aburridas, pero veo
algo que me
gusta.
—¿Qué haces? —pregunta mirando nervioso el escaparate.
—Vamos a ver escaparates —digo casualmente mientras le suelto la
mano
y me vuelvo
para mirar las prendas de hombre de la mejor calidad expuestas
sobre los
sólidos maniquíes de
madera. Veo sobre todo trajes, pero no son éstos los que me llaman
la
atención.
Miller me imita, se mete las manos en los bolsillos de los
pantalones y
ambos nos
quedamos ahí parados durante una eternidad: yo fingiendo buscar
algo
cuando en realidad
estoy pensando en cómo hacer que entre ahí, y él moviéndose
nerviosamente a mi lado.
Se aclara la garganta.
—Creo que ya hemos visto bastante por ahora —declara, y me coge de
la
nuca para
alejarme de la tienda.
Yo no cedo, ni siquiera cuando ejerce más fuerza con sus dedos. No
me
resulta fácil, pero
me quedo clavada en el sitio, dificultándole la hazaña de moverme.
—Entremos a echar un vistazo —sugiero.
Se queda quieto, deteniendo todos sus intentos de moverme.
—Soy muy maniático a la hora de elegir los sitios en los que
compro.
—Eres muy maniático con todo, Miller.
—Sí, y me gustaría seguir siéndolo. —Intenta moverme de nuevo,
pero yo
me libero y me
dirijo con paso decidido hacia la entrada.
—Vamos —lo insto.
—Olivia... —dice con un tono cargado de advertencia.
Me detengo en el escalón de la tienda y me vuelvo hacia él con una
enorme
sonrisa en la
cara.
—Nada te proporciona más placer que verme feliz —le recuerdo
mientras
me apoyo en el
marco de la puerta y cruzo una pierna por encima de la otra—. Y me
haría
muy feliz que
entrases conmigo en esta tienda.
Sus ojos azules destellan, pero mantiene una mirada de recelo,
como si
estuviera
intentando ocultar que le ha hecho gracia mi comentario de
listilla. Noto
que también contiene
una sonrisa, y eso me llena de un tremendo júbilo. Es perfecto,
porque a
Miller le gusta verme
contenta, y yo no podría estarlo más en estos momentos. Estoy
siendo
traviesa, y él me
corresponde... más o menos.
—Es muy difícil negarte nada, Olivia Taylor. —Sacude la cabeza con
aire
pensativo y mi
felicidad aumenta todavía más cuando veo que empieza a caminar hacia
mí. Permanezco en el
escalón de la tienda, mirándolo, incapaz de borrarme la sonrisa de
la cara.
Sin sacar las manos
de los bolsillos, se aproxima y acerca los labios a los míos—. Es
casi
imposible —susurra
inundando mi rostro con su aliento suave y mi nariz con su
masculino
aroma.
Mi determinación flaquea, pero pronto la recupero y me adentro en
la
tienda antes de que
me embauque y me aleje del establecimiento. Al entrar, un hombre
corpulento que aparece de
la parte trasera me analiza con la mirada inmediatamente. Tiene
pinta de
salir de alguna
hacienda de la campiña inglesa. Viste un traje de tweed impecable
y, al
observarlo más
detenidamente, veo que lleva la corbata tan perfectamente anudada
como
Miller. Estúpida de
mí, pienso que a Miller le gustará ese detalle y que eso aumentará
su buen
humor, de modo
que me vuelvo para mirarlo, pero me llevo una enorme decepción al
descubrir que ha
desaparecido de la puerta y está mirando el escaparate otra vez,
con su
máscara impasible
cubriendo de nuevo su rostro. Pasea de un lado a otro mirando con
cautela..., con recelo.
—¿Puedo ayudarla en algo?
Dejo a Miller planteándose si va a aventurarse a entrar en la
tienda y
desvío la atención
hacia el dependiente. Sí, puede ayudarme.
—¿Tiene ropa de sport? —pregunto.
Él se ríe con pomposidad y señala hacia el fondo de la tienda.
—Por supuesto que sí; no obstante, son nuestros trajes y camisas
los que
nos otorgan
nuestra buena fama.
Sigo con la mirada la dirección que me señala su dedo y veo una
sección al
final de la
tienda con unas pocas barras y algunas prendas informales. No hay
mucha
cosa, pero no voy a
arriesgarme a intentar llevar a Miller a una tienda con más
variedad.
Tendría demasiado
tiempo para escabullirse. Y con esa idea en mente, me vuelvo de
nuevo
para ver si se ha
decidido a entrar. No lo ha hecho.
Lanzo un sonoro suspiro con la intención de que me oiga, incluso
desde
fuera, y me vuelvo
hacia el dependiente de nuevo.
—Iré a echar un vistazo.
Me dispongo a pasar, pero su cuerpo rollizo se interpone en mi camino
con
un gesto
incómodo. Frunzo el ceño, le lanzo una mirada interrogante y veo
cómo me
mira de la cabeza
a las uñas rosa expuestas de mis dedos de los pies, desaprobando
mi
vestido de flores.
—Señorita... —empieza mirándome con sus ojos pequeños y redondos—,
verá, en la
mayoría de las tiendas de Jermyn Street vendemos..., ¿cómo
decirlo? —
murmura pensativo,
pero no entiendo por qué. Sabe perfectamente lo que quiere decir,
y yo
también—. Ropa de la
máxima calidad.
Mi seguridad en mí misma disminuye al instante. No soy el perfil
de su
clientela típica, y
no tiene ningún reparo en hacérmelo saber.
—Ya —susurro.
Me vienen a la mente demasiados pensamientos indeseados;
pensamientos
de gente pija
comiendo comida pija y bebiendo champán pijo..., comida y champán
que
yo les sirvo de vez
en cuando.
Me ofrece una sonrisa completamente falsa y empieza a juguetear
con la
manga de una
camisa que luce un maniquí cercano.
—Quizá encontraría cosas más adecuadas para usted en Oxford
Street.
Me siento estúpida, y la reacción de este hombre despreciable ante
mi
consulta no ha
hecho sino confirmar mis constantes preocupaciones, y eso que ni
siquiera
ha visto a Miller.
Se quedaría pasmado. ¿Yo con un espécimen elegantemente vestido
como
él?
—Creo que la señorita desea que le muestre la sección de ropa
informal. —
La voz de
Miller repta por mis hombros y hace que los eleve al instante. He
oído
antes ese tono. Sólo
unas pocas veces, pero es inolvidable e inconfundible. Está
enfadado.
Veo que el dependiente abre los ojos como platos y advierto su
expresión
de pasmo antes
de lanzarle a Miller una mirada recelosa cuando se reúne conmigo
en la
tienda. Sé que para el
hombre que no ha intentado ayudarme parecerá que está totalmente
sereno,
pero yo sé que le
hierve la sangre de ira. Está muy disgustado, e imagino que no
tardará en
hacérselo saber a
don «Mis prendas son demasiado pijas para ti».
—Disculpe, señor. ¿Está la señorita con usted?
La sorpresa en su voz acaba con toda la seguridad que Miller trata
de
infundirme
constantemente. Ha desaparecido por completo. Tendré que
enfrentarme a
esto a diario si sigo
intentando entrar en su mundo. Sé que jamás lo dejaré. De eso, ni
hablar.
De modo que esto es
algo que debo aprender a aceptar o a llevarlo mejor. Tengo descaro
de
sobra con mi estirado
caballero a tiempo parcial, pero parece que me falla en otras
ocasiones,
como ahora.
Miller me rodea la cintura con el brazo y me acerca hacia sí.
Siento sus
músculos tensos y
el pánico hace que quiera sacarlo del establecimiento antes de que
descargue su furia y
arremeta contra este viejo.
—¿Importaría algo que no lo estuviera? —pregunta Miller con los
dientes
apretados.
El hombre se revuelve con desasosiego en su traje de tweed y
suelta una
risa nerviosa.
—Sólo intentaba ser amable —insiste.
—Pues no lo ha sido —responde Miller—. Estaba comprando para mí,
pero eso no debería
tener la menor importancia.
—¡Por supuesto! —El hombre rechoncho observa a Miller analizando
su
constitución y
asiente antes de sacar con cuidado una camisa blanca—. Creo que
tenemos
muchas cosas que
podrían interesarle, señor.
—Seguramente.
Miller apoya la mano en mi nuca y empieza a masajeármela,
devolviéndome así la
seguridad. Nunca falla. Me siento de nuevo reconfortada y menos
expuesta
ante las
humillantes palabras que el dependiente me ha dirigido, a pesar de
que me
haya insultado con
una excelente educación. Miller da un paso hacia adelante y pasa
la punta
del dedo por la
lujosa tela de la camisa al tiempo que murmura su aprobación. Lo
observo
con cautela,
sintiendo sus músculos encrespados todavía y consciente de que ese
murmullo de aprobación
era totalmente falso.
—Es una pieza magnífica —dice el dependiente con orgullo.
—Lamento discrepar. —Miller vuelve a mi lado—. Y aunque estuviera
confeccionada con
el material más fino que el dinero pudiera comprar, jamás se la
compraría
a usted. —Flexiona
ligeramente la mano y me da la vuelta—. Buenos días, señor.
Salimos de la tienda y dejamos al hombre perplejo con una
magnífica
camisa blanca
colgando de sus manos mustias.
—Capullo de mierda —espeta Miller mientras me empuja hacia
adelante.
Mantengo la boca cerrada. Ni siquiera siento la necesidad de estar
cabreada
por no haber
conseguido que Miller se interesase en alguna prenda de sport y, después
de la escenita, mi
determinación debería ser más firme. Sin embargo, no quiero vivir
otro
enfrentamiento como
ése, y no sólo porque ha sido humillante, sino también porque
todavía me
preocupa el
temperamento de Miller. Tenía un aspecto feroz, como si estuviera
a punto
de convertirse en
esa amenazadora criatura que pierde la razón y parece incapaz de
controlarse.
Me guía por la calle. Se me va cayendo el alma a los pies a cada
paso que
damos cuando
empiezo a darme cuenta de que estamos volviendo al coche. ¿Ya
está?
¿Nuestro tiempo de
relax juntos consistía en un baldazo de realidad en una tienda de
ropa? La
palabra decepción ni
siquiera se acerca a lo que siento.
Llegamos junto al Mercedes de Miller y él me guía hacia el asiento
del
acompañante.
Observo en silencio con ojos cautelosos, sin atreverme a expresar
mi
descontento, mientras él
rodea el coche echando humo y se sienta con brusquedad tras el
volante.
Estoy nerviosa.
Él, cabreado.
Yo guardo silencio.
Él respira de manera agitada.
La ira parece estar intensificándose en lugar de menguar. Me
siento
estúpida, sin saber qué
decir ni qué hacer. Introduce la llave en el contacto soltando un
bufido, la
hace girar y
revoluciona con tanta fuerza el motor que temo que el coche vaya a
estallar. Me hundo más en
mi asiento y empiezo a juguetear con mi anillo.
—¡Joder! —ruge golpeando con el puño en el centro del volante.
El golpe hace que dé un respingo y me ponga derecha en el asiento
al
instante, pero el
sonido del claxon me pone en guardia. Ese horrible temor se
apodera de mi
corazón acelerado,
aunque mantengo la vista en mi regazo. No puedo mirarlo. Sé lo que
voy a
ver, y ver a Miller
iracundo no es nada agradable.
Parece que pasa una eternidad hasta que el eco del claxon se
disuelve,
resonando en mis
oídos, y pasa todavía más rato antes de que reúna el valor
necesario para
mirarlo. Tiene la
frente apoyada en el volante; agarra con las manos el círculo de
cuero y su
espalda asciende y
desciende agitadamente.
—¿Miller? —digo en voz baja mientras me inclino un poco con
cautela,
aunque pronto me
aparto cuando veo que levanta las manos y golpea el volante de
nuevo.
Se retrepa en su asiento, guarda silencio durante unos largos
instantes y,
entonces, tira de
la manija de la puerta, sale del vehículo y cierra de un portazo.
—¡Miller! —grito al ver cómo se aleja del coche—. ¡Mierda!
¡Va a volver a la tienda! Palpo la puerta en busca de la manija
mientras veo
cómo sus
largas piernas avanzan por el pavimento, pero detengo mis
frenéticos
movimientos cuando, de
repente, frena y se lleva las manos al pelo. Me quedo parada,
sopesando las
ventajas de
intentar calmarlo. No me gusta la idea en absoluto. Mi corazón
sigue
agitado en mi pecho,
amenazando con liberarse mientras aguardo su siguiente movimiento,
rezando para que no
continúe hacia adelante, porque no tengo ninguna posibilidad de
disuadirlo
de que haga lo que
tiene intención de hacer.
Todo mi ser se relaja un poco cuando veo que baja los brazos, y un
poco
más cuando veo
que levanta la cabeza mirando al cielo. Se está calmando. Está
dejando que
la sensatez venza
al torbellino de furia. Trago saliva y sigo sus pasos hasta un
muro cercano,
y entonces me
relajo todavía más, sollozando para mis adentros, cuando pega las
palmas
de las manos a las
baldosas y se apoya en la pared, con la cabeza agachada y
respirando de
manera constante y
controlada. Está respirando hondo. Relajo las manos sobre mi
regazo y
apoyo la espalda en el
asiento de piel al tiempo que observo la escena en silencio, sin
molestarlo,
mientras recupera
la compostura. No tarda tanto como había anticipado, y el alivio
que
recorre mi ser cuando
empieza a alisarse el traje y a arreglarse el pelo es
indescriptible.
Agradecida, exhalo tanto
aire de mis pulmones que podrían llenarse mil globos con él. Ya ha
vuelto
en sí, aunque no
entiendo por qué ha perdido los papeles de esa manera por una
situación
tan tonta.
Tras dejar pasar unos minutos para asegurarse de que está
presentable,
vuelve al coche,
abre la puerta tranquilamente y se sienta con delicadeza tras el
volante,
muy calmado.
Yo espero con cautela.
Él se sume en sus pensamientos.
Entonces se vuelve hacia mí con expresión atormentada, me coge las
dos
manos, se las
lleva a los labios y cierra sus ojos azules.
—Lo siento muchísimo. Perdóname, por favor.
Una leve sonrisa se dibuja en la comisura de mis labios ante su
ruego y su
capacidad de
pasar de ser un caballero a un demente y a un caballero de nuevo,
y todo en
tan sólo unos
minutos. Su temperamento es una preocupación que nuestra relación
no
necesita.
—¿Por qué? —pregunto sencillamente obligándolo a abrir los ojos—.
Ese
hombre no
estaba intentando entrometerse ni amenazando nuestra relación.
—Lamento discrepar —responde Miller tranquilamente.
Enarco una ceja ante su declaración, y más aún cuando insiste en
que me
una a él en su
lado del coche tirando de mí. Su ropa se ha arrugado bastante
después de su
pequeño ataque,
aunque se ha pasado mucho tiempo estirándosela de nuevo. Me coloca
sobre su regazo, a
horcajadas encima de sus muslos y con mis manos en sus hombros, y
después me rodea la
cintura. Inspira hondo, me agarra la cintura con más fuerza y me
mira
fijamente a los ojos.
Los suyos han perdido toda su fiereza y ahora se han tornado
serios.
—Sí que estaba creando divisiones entre nosotros, Livy.
Intento ocultar mi confusión, pero los músculos de mi rostro me
delatan, y
me muestro
perpleja antes de poder evitarlo.
—¿De qué modo?
—¿Qué estabas pensando?
—¿Cuándo?
Suspira profundamente, y empieza a frustrarse.
—Cuando ese cap... —Cierra la boca y mide sus palabras antes de
continuar—. Cuando ese
caballero indeseable te estaba hablando, ¿qué estabas pensando?
Entiendo lo que quiere decirme al instante. Será mejor que no sepa
lo que
estaba pensando.
Volvería a ponerse furioso, de modo que me encojo de hombros, bajo
la
vista y mantengo la
boca cerrada. No voy a arriesgarme.
Miller me hunde suavemente uno de sus dedos en la piel.
—No me prives de esa cara, Olivia.
—Ya sabes lo que estaba pensando —respondo negándome a levantar la
vista.
—Por favor, mírame cuando estamos hablando.
Lo miro directamente a los ojos.
—A veces odio tus modales.
Estoy enfadada porque me ha clavado, a mí y a mi proceso mental, y
al
mismo tiempo
estoy encantada, porque sus suaves labios se esfuerzan por
contener una
sonrisa ante mi
descaro.
—¿Qué estabas pensando?
—¿Por qué quieres que lo diga? —pregunto—. ¿Qué estás intentando
demostrar?
—Vale, lo diré yo. Te explicaré por qué he estado a punto de
volver para
enseñarle
modales a ese hombre.
—Pues adelante —lo incito.
—Cada vez que alguien te hace infeliz o te habla de esa manera,
hace que
te comas la
cabeza. Y ya sabes lo que pienso yo sobre lo de cavilar demasiado.
—Me
da un apretón para
reafirmar su postura.
—Sí, ya lo sé.
—Y mi niña dulce y preciosa ya piensa demasiado por sí misma.
—Sí, lo sé.
—De modo que, cuando esta gente hace que te calientes la cabeza
más
todavía, me vuelvo
loco porque empiezas a dudar de lo nuestro.
Lo miro con recelo, pero no puedo negarlo. Tiene toda la razón.
—Sí, lo sé —digo con los dientes apretados.
—Y eso aumenta el riesgo de que me dejes. Acabarás pensando que
esa
gente tiene razón y
me dejarás. De modo que, sí, están creando divisiones entre
nosotros. Están
entrometiéndose,
y cuando la gente mete las narices en nuestra relación, tengo
cosas que
decir al respecto —
sentencia con voz apagada.
—¡Haces algo más que decir cosas!
—Coincido.
—Vaya, es un alivio.
Su rostro refleja extrañeza.
—¿El qué?
—Que estés de acuerdo. —Aparto las manos de sus hombros y me
inclino
hacia atrás
contra el volante con la intención de poner la máxima distancia
posible
entre nosotros, aunque
supongo que no servirá de nada—. Creo que necesitas ir a sesiones
para
controlar la ira o a
terapia o algo así —suelto de golpe antes de que el temor haga que
me
arrepienta.
Entonces me preparo para sus mofas.
Pero no llegan. De hecho, se ríe un poco.
—Olivia, bastante gente se ha inmiscuido ya en mi vida. No voy a
invitar a
un extraño para
que interfiera un poco más.
—No interferirá. Te ayudará.
—Lamento discrepar. —Me mira con ternura, como si fuera una ingenua
—. Ya he pasado
por eso. Y creo que la conclusión fue que no tengo solución.
Se me parte un poco el alma. ¿Ya ha probado a ir a terapia?
—Sí que la tienes.
—Tienes razón —responde sorprendiéndome y llenándome de esperanza
—. Mi solución
está sentada sobre mi regazo.
Mi optimismo desaparece al instante.
—Entonces ¿ya te habías comportado como un energúmeno antes de
conocerme? —
pregunto con vacilación, sabiendo de antemano que nunca ha
alcanzado
niveles de ira como lo
ha estado haciendo desde que yo formo parte de su vida perfecta.
Esa pequeña línea de pensamiento resulta irrisoria. ¿Vida
perfecta? No,
Miller intenta
convertirla en perfecta haciendo que todo lo que lo rodea sea
perfecto,
como su aspecto o sus
posesiones y, dado que se ha estipulado que yo también soy una de
sus
posesiones, eso me
incluye a mí, por supuesto. Y ése es el problema. Yo no soy
perfecta. Mi
ropa y mis modales
no son impecables, y eso hace que el maniático de Miller y sus
perfecciones se hundan en una
espiral de caos. ¿Que yo soy su solución? Está colocándome un peso
tremendo sobre los
hombros.
—¿Me comporto como un energúmeno ahora?
—No se debe jugar con tu temperamento —respondo en voz baja,
recordando cuando
Miller me dijo esas palabras y comprendiendo ahora el alcance de
su
advertencia.
Desliza la mano alrededor de mi nuca y tira de mí hasta que
estamos frente
a frente. Ya me
ha distraído de mis pensamientos indeseables con su tacto sobre mi
piel y
sus ojos fijos en los
míos, pero sé que va a distraerme más todavía.
—Me siento perdidamente fascinado por ti, Olivia Taylor —me
asegura
sin apartar la
mirada de la mía—. Tú inundas mi mundo oscuro de luz y mi corazón
vacío con sentimientos.
Te he informado en repetidas ocasiones de que nunca seré fácil.
—Sus
suaves labios se funden
con los míos y compartimos un beso increíblemente tierno y lento—.
No
estoy preparado para
sumirme de nuevo constantemente en esa oscuridad. Tú eres mi
hábito.
Sólo mío. Y sólo te
necesito a ti.
Suspirando mi aceptación y con un feliz brinco en mi corazón, cojo
el
rostro de Miller y
dejo pasar unos cuantos momentos de dicha haciéndole saber que lo
entiendo. Y él lo acepta.
La fluidez de nuestras bocas unidas me aparta al instante de la
dura
realidad a la que nos
enfrentamos y me catapulta de lleno al reino de Miller, donde el
confort, la
ansiedad, la
seguridad y el peligro luchan entre sí. A sus ojos, todo el mundo
está
intentando entrometerse
y, por desgracia, seguramente tenga razón. Me he tomado el día
libre
porque él me lo ha
pedido, para poder pasar un poco de tiempo juntos y tranquilos
después de
los diabólicos
acontecimientos de ayer y del susto de esta mañana. Está
intentando
arreglar el desastre de los
últimos dos días, y necesito que no interfiera nadie, y no sólo
hoy, sino
nunca.
—Me alegro de que lo hayamos aclarado —murmura Miller
mordisqueándome los labios.
Luego aparta la cabeza y me deja hecha un manojo de hormonas
estimuladas sobre su
regazo. Caliente. Libidinosa. Cegada por la perfección.
—Pongámonos en marcha.
A continuación traslada mi cuerpo ligero al asiento del
acompañante con
cuidado antes de
arrancar el motor e incorporarse al tráfico.
—¿Adónde vamos? —pregunto, todavía decepcionada de que nuestro día
se haya
interrumpido tan pronto.
No me contesta. En lugar de hacerlo, pulsa unos cuantos botones en
el
volante y, al
instante, los Stone Roses nos acompañan en el coche. Sonrío, apoyo
la
espalda en el respaldo
tarareando Waterfall
y dejo que me lleve a donde
quiera.
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