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Una noche traicionada - Cap. 17

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CAPÍTULO 17
La mañana me recibe un segundo después, o eso me parece a mí. También
tengo la sensación
de estar atrapada, y una rápida evaluación de la posición de mis
extremidades lo confirma.
Estoy atrapada con fuerza. Me vuelvo ligeramente, veo su rostro tranquilo
y busco cualquier
signo de que algo lo esté perturbando. No encuentro ninguno, y el intenso
olor a whisky rancio
lo explica. Arrugo la nariz y contengo la respiración mientras me escabullo
de su abrazo hasta
que él se pone boca arriba dejando escapar un gruñido. Necesitará un café y
una aspirina
cuando se despierte. Compruebo el reloj y veo que son sólo las siete. Me
visto rápidamente y
corro hacia la puerta. No pienso molestarme en intentar prepararle un café
que le guste. Hay
un Costa Coffee en la esquina. Pediré uno para llevar.
Cojo las llaves de Miller de la mesa, lo dejo en la cama y me dirijo
automáticamente hacia
la escalera con la esperanza de regresar antes de que se despierte y servirle
el café en la cama.
Y la aspirina. Mis pasos resuenan en las paredes de cemento mientras
desciendo los escalones
y las imágenes de un niño perdido inundan mi mente y me colman de
tristeza de nuevo. Mis
esfuerzos por olvidarlas son en vano; veo el rostro de Miller en esa foto
como si lo tuviera
delante. Pero la idea de poder recompensarlo por aquellos abrazos
perdidos, y por todo lo que
no tuvo, me llena de determinación.
Cruzo la puerta de salida que da al vestíbulo, le devuelvo el saludo con la
mano al portero
y emerjo al aire fresco matutino casi sin aliento. No obstante, no permito
que mi respiración
laboriosa me retrase. Corro por la calle hasta la bulliciosa cafetería y llego
en un santiamén.
—Un americano, con cuatro expresos, dos de azúcar y lleno hasta la mitad
—jadeo al
chaval que hay detrás de la barra mientras dejo mi monedero sobre ésta—,
por favor.
—Enseguida —responde algo alarmado al verme tan agobiada—. ¿Para
tomar aquí?
—Para llevar.
—¿Con cuatro expresos?
—Sí, lleno hasta la mitad —repito.
Si supiera cómo tiene que saber según Miller, le daría un trago para
probarlo, pero sólo
puedo imaginar que sabe como si hubiesen molido granos de café hasta
hacerlos pulpa y que
debe de tener la consistencia del alquitrán.
El chico se pone a preparar el café y yo me pongo a contar los expresos
conforme los
añade en el vaso para llevar. Está tardando demasiado, pero mis modales
evitan que lo agobie,
de modo que, en lugar de eso, empiezo a pasearme con impaciencia y miro
por encima del
hombro con el ceño fruncido cuando esa extraña sensación me invade de
nuevo. Una vez más,
me siento observada. Miro a mi alrededor por la cafetería, pero sólo veo
hombres y mujeres de
negocios con las caras fijas en las pantallas de sus portátiles, bebiendo y
tecleando, de modo
que me olvido de la sensación y vuelvo a centrar la atención en el vacilante
camarero. Ahora
se está entreteniendo limpiando el vaporizador y silbando en el proceso.
—¿Te importaría...? —Dejo la frase a medias al sentir que me están
observando de nuevo,
pero esta vez se me eriza el vello de la nuca y un escalofrío recorre mi
cuerpo, descendiendo
lentamente por mi columna vertebral.
—Perdón, ¿qué decía?
Miro confundida al chico, que se ha vuelto y ha abandonado
momentáneamente su tarea, y
me observa con expectación. «¿Qué decía?»
—Nada. —Exhalo levantando la mano para pasármela por la nuca mientras
la ansiedad se
apodera de mí. Sacudo la cabeza ligeramente y él se encoge de hombros y
vuelve con la
cafetera.
Miro a mi alrededor de nuevo pero sólo veo a otros clientes que esperan
con impaciencia.
No advierto nada fuera de lo común, aunque mi cuerpo me indica a gritos
que algo no va bien.
—Tres con veinte, por favor.
Arrastro mi mirada cautelosa por la barra y veo el café de Miller y una
mano que lo
sostiene.
—Disculpa —digo.
Me obligo a volver a la realidad, rebusco en mi monedero y tardo una vida
en encontrar un
billete de cinco libras y plantárselo en la mano. Cojo el vaso para llevar,
me vuelvo
lentamente y miro hacia todas partes buscando algo, aunque no tengo ni la
menor idea de qué.
La ansiedad me ha paralizado. Siento claustrofobia. Avanzo con cautela
hacia la salida y
analizo con la mirada a todas las personas que veo. Nadie me mira. Nadie
parece interesado en
mí. Si mi alarma interior no siguiera sonando de manera ensordecedora,
tildaría este
desasosiego de paranoia.
—¡Señorita, su cambio!
El grito apagado del camarero no me detiene. Mis piernas han puesto el
modo automático
y parecen decididas a alejarme de la fuente de mi ansiedad, aunque no
tenga muy claro de qué
fuente se trata. Me libero del encierro de la cafetería y espero que esta
libertad me devuelva la
racionalidad y la calma. Sin embargo, no lo hace. Mis piernas empiezan a
correr por la calle a
un ritmo constante, y me vuelvo para mirar por encima del hombro en
varias ocasiones. No
veo absolutamente nada. Me siento frustrada conmigo misma, pero soy
incapaz de convencer a
mis piernas de que se detengan, y no sé si debería estar agradecida o
asustada por esto. La fría
sensación en mi piel aumenta y me indica que debo de estar asustada. Mis
pasos se aceleran y
me quedo sin respiración al instante mientras esquivo a los transeúntes con
cuidado de no
derramar ni dejar caer el café de Miller en el proceso. Siento un tremendo
alivio al avistar su
edificio y, al echar un rápido vistazo por encima del hombro, veo... algo.
Un hombre. Un hombre encapuchado que me persigue.
Y esa confirmación se registra en la parte de mi cerebro que da las
instrucciones a mis
piernas. Acelero el ritmo y vuelvo a mirar hacia adelante, con la mente
ajena a mi entorno. Lo
único que veo es la imagen de alguien con capucha siguiéndome a través
de la multitud. Lo
único que siento son los acelerados latidos de mi corazón.
Entro corriendo en el vestíbulo y me dirijo al ascensor. El piloto
automático no me lleva
directamente hacia la escalera por esta vez. Ahora intenta
desesperadamente alejarme de la
sombra cubierta que me persigue.
—¡El ascensor está averiado! —grita el portero, lo que hace que me
detenga al instante—.
El técnico está de camino. —Se encoge de hombros y vuelve a sus tareas.
Gruño con frustración y corro hacia la escalera, intentando recuperar la
sensatez. La puerta
golpea la pared y yo corro por los escalones de cemento, subiéndolos de
dos en dos. El sonido
de mi respiración agitada y el de mis fuertes pisadas combinan y resuenan
sordamente en las
paredes que me rodean.
Un fuerte golpe procedente de abajo me detiene bruscamente en el sexto
piso.
Me quedo paralizada. Mis piernas se niegan a funcionar, y me limito a
escuchar el eco de
ese golpe mientras asciende por el hueco de la escalera hasta que se
disuelve por completo.
Contengo la respiración y escucho atentamente. Silencio. Mis pulmones
demandan oxígeno,
pero se lo niego, concentrada en el silencio que me rodea y en la
persistente ansiedad que
recorre mis frías venas. Tardo unos segundos eternos en atreverme a dar un
paso y asomar el
cuello por el hueco. No veo nada más que escalones, pasamanos y cemento
frío y gris.
Pongo los ojos en blanco y me siento ridícula. Podría haber sido un
mensajero. Hay cientos
en las calles de Londres. «¡Recupera la compostura!», me digo. Permito
que entre algo de aire
en mis pulmones y me asomo un poco más, casi riéndome de mi estupidez.
Pero ¿qué coño me
pasa?
Sintiéndome idiota, empiezo a apartarme de la barandilla, pero al ver una
mano que la
agarra unas pocas plantas por debajo, me quedo paralizada de nuevo.
Entonces observo
aterrorizada y en silencio cómo se desliza lentamente hacia arriba,
acercándose, pero no oigo
ruido de pisadas. Es como si lo que sea que se dirige hacia mí no tuviese
pies... o que éstos no
quisieran que supiese que están ahí.
Mi cabeza me ordena a gritos que corra, que me marche, pero ninguno de
mis músculos la
oye. Me siento frustrada y grito mentalmente al torrente de apremiantes
instrucciones de mi
cerebro, pero el ensordecedor y estridente sonido de un teléfono móvil
interrumpe mi
discusión mental y vuelvo a la realidad de la escalera. Tardo varios
segundos de confusión en
darme cuenta de que no es el mío. Entonces oigo unos pasos atronadores
que se aproximan. No
puedo moverme. Jamás había estado tan aterrada.
Nada funciona: mis piernas, mi cerebro, mi voz..., nada. Sin embargo, al
oír el golpe de
otra puerta más abajo, recupero la energía y subo corriendo los pocos
tramos de escalera que
me faltan. Los otros pasos aceleran el ritmo, lo que no hace sino aumentar
aún más si cabe mi
miedo y, en consecuencia, mi velocidad.
Casi me caigo al suelo de alivio al llegar al décimo piso y cruzo la puerta
que da al pasillo
que me llevará a la seguridad. Siento un tremendo desasosiego al ver la
brillante puerta negra
del apartamento de Miller, un desasosiego que se acrecienta aún más
cuando ésta se abre y me
encuentro corriendo hacia un Miller semidesnudo y con cara de alarmado.
—¡Miller!
—¿Livy? —Corre hacia mí, y sus ojos somnolientos se van abriendo cada
vez más
conforme nos vamos acercando, hasta que es evidente que ya está del todo
despierto y
preguntándose qué demonios está pasando.
Dejo caer el café y el monedero cuando llego junto a él y me lanzo a sus
brazos. Siento que
el pánico disminuye y da paso a la emoción.
—¡Joder! —exclamo, y dejo que me levante del suelo y me pegue contra
su cuerpo,
asegurándome contra su torso desnudo, sosteniéndome con firmeza del
cuello y de la cintura
—. Alguien me está siguiendo.
—¿Qué? —pregunta sin aflojar su feroz abrazo.
—Están en la escalera. —Apenas puedo respirar, pero me esfuerzo por
expulsarlo todo de
mi pecho agotado. No eran imaginaciones mías. Alguien me ha estado
siguiendo.
De repente, despega mis extremidades entumecidas de su cuerpo desnudo
para liberarse.
—Livy.
Sacudo la cabeza pegada a su pecho, negándome a apartarme de él. Sé
adónde irá.
—No, por favor —le ruego.
—¡Venga, Livy! —grita, y tira con impaciencia de mi cuerpo—.
¡Suéltame! —Su furia no
me disuade y me aferro a él con fuerza, muerta de miedo, pero un grito
airado acaba con mi
tenacidad y, con un rápido movimiento, me despega de su cuerpo. Me
sostiene con los brazos
extendidos en un santiamén. Mis ojos están cargados de terror, los suyos de
ira—. Quédate
aquí —me ordena, y me suelta lentamente para asegurarse de que hago lo
que me dice. Un
pánico absoluto me impide hacer otra cosa.
La falta de su tacto consigue que me tambalee, y observo a través de mis
ojos nublados por
las lágrimas cómo se dirige hacia la escalera. Sólo lleva puesto su bóxer,
pero la falta de ropa
acentúa la furia que emana de su físico desnudo y definido. Está temblando
de rabia y los
músculos de su espalda se encrespan formando oleadas, como si estuvieran
flexionándose para
prepararse para lo que pudiera encontrarse al otro lado de esa puerta. La
abre bruscamente y
sin cuidado, cruza el umbral y desaparece de mi vista en un instante.
Intento controlar mi
respiración para poder escuchar, pero no oigo nada.
La vida parece detenerse hasta que un sonido agudo inunda el ambiente del
pasillo.
El ascensor.
El ascensor averiado.
Empiezo a notar mis latidos en los oídos mientras permanezco congelada y
desvío
lentamente la mirada hacia el ascensor. Las puertas empiezan a abrirse y
yo retrocedo
aterrorizada.
Dejo escapar un grito ahogado cuando mi espalda golpea la pared y un
hombre sale de la
cabina. Mi mente consternada tarda una eternidad en asimilar su mono de
trabajo y su cinturón
de herramientas.
—Lo siento, chica. No pretendía alarmarte.
Me relajo, con la palma en el pecho, mientras exhalo el aliento contenido y
veo cómo se
mete de nuevo en el ascensor.
—Nada. —Miller aparece. Camina hacia mí con la misma expresión de
enfado que antes
de marcharse. Me coge de la nuca y me guía hacia el interior de su
apartamento. Hago una
mueca al oír el portazo. Está furibundo—. Siéntate —me ordena al tiempo
que me suelta y me
señala el sofá.
—Esta vez he visto a alguien —digo mientras desciendo, obediente.
—¿Esta vez? —repone extrañado—. ¿Por qué no me habías dicho nada?
¡Deberías
habérmelo dicho!
Junto las manos en mi regazo y bajo la mirada hacia ellas mientras
jugueteo con mi anillo.
—Pensaba que eran cosas mías —confieso, consciente ahora de que mi
alarma interior
funciona, y muy bien.
Miller sigue de pie, temblando de rabia. No puedo mirarlo a la cara. Sé que
tiene razón, y
ahora me siento más estúpida que nunca.
Apoya sus manos firmes en mis muslos y yo obligo a mis ojos a elevarse
ligeramente en
un intento de evaluar su expresión. Se ha acuclillado delante de mí; sus
manos han iniciado
unas reconfortantes caricias y él ha recuperado su aire inexpresivo. Todo
esto hace que vuelva
a sentirme cómoda.
—Dime cuándo —me anima con un tono tranquilo y afectuoso.
—De camino al trabajo el otro día, cuando me bajé de tu coche. En el club.
—Observo a
Miller y no me gusta lo que veo—. ¿Sabes quién puede ser?
—No estoy seguro —responde, y mi recuperada comodidad se torna en un
ligero recelo.
—Debes de tener alguna idea. ¿Quién podría querer seguirme, Miller?
Baja los ojos evitando mi mirada interrogante.
—¿Quién, Miller? —insisto. No pienso dejarlo pasar—. ¿Estoy en peligro?
En lugar de estar muerta de miedo, la furia me invade. Si corro algún
riesgo, debería estar
al tanto de ello, preparada.
—No lo estás cuando te encuentras conmigo, Olivia. —Mantiene la mirada
baja,
negándose a mirarme.
—Pero no estoy siempre contigo.
—Ya te he dicho —responde lentamente con los dientes apretados— que
probablemente
seas la mujer mejor protegida de Londres.
—¡Lamento discrepar! —espeto fuera de mí—. Me relaciono contigo y con
William
Anderson. Y creo que soy lo bastante inteligente como para deducir que
eso probablemente me
coloca en la categoría de alto riesgo.
Joder, tiemblo al pensar en qué clase de enemigos pueden tener estos dos
hombres.
—Te equivocas —replica Miller con voz tranquila pero insistente—. Puede
que Anderson
y yo no nos llevemos bien, pero tenemos un mismo interés.
—Yo —respondo por él, aunque no entiendo por qué implica eso que esté
segura.
—Sí, tú, y el hecho de que Anderson y yo estemos, por decirlo de alguna
manera, en
equipos rivales hace que estés en buenas manos.
—Entonces ¡¿quién cojones ha estado siguiéndome?! —grito, lo que hace
que Miller
levante la mirada sobresaltado—. Yo no me siento segura. ¡Me siento muy
insegura!
—No tienes de qué preocuparte.
Soy consciente del tremendo esfuerzo que le está costando mantener la
calma, pero me da
igual. Estoy cabreada y harta de que intente quitarme este miedo
justificado con excusas de
que estoy en buenas manos.
De repente, me pongo de pie, lo que obliga a Miller a apoyarse sobre los
talones. Sus ojos
azules como el acero me observan detenidamente mientras intento
encontrar algo que decir,
algo que eche por tierra su declaración. No me cuesta demasiado.
—No me he sentido muy protegida cuando me han estado siguiendo ahí
afuera, la verdad
—exclamo señalando con el brazo hacia la puerta.
—No deberías haberte marchado sin mí. —Se levanta y me agarra de las
caderas,
sosteniéndome. Se inclina, su mechón rebelde escapa del resto de su
melena, y su mirada azul
cargada de preocupación atraviesa la mía cargada de furia—. Prométeme
que no irás a ninguna
parte sola.
—¿Por qué?
—Prométemelo, Olivia. No te pongas impertinente, por favor.
Mi impertinencia es lo único que me mantiene estable en estos momentos.
Estoy furiosa
pero asustada. Me siento segura pero expuesta.
—Por favor, dime por qué.
Cierra los ojos, intentando claramente reunir algo de paciencia.
—Personas entrometidas —susurra con un suspiro; todo su cuerpo se
desinfla, pero sigue
agarrándome con firmeza de las caderas cuando me tambaleo tragando
saliva—. Y ahora,
prométemelo.
Abro los ojos como platos, asustada, incapaz de articular palabra.
—Olivia, por favor, te lo ruego.
—¿Por qué? ¿Quién pretende entrometerse?, y ¿por qué me están
siguiendo?
Me sostiene la mirada y sus ojos son tan intensos como sus palabras.
—No lo sé pero, sea quien sea, es evidente que puede predecir mi próximo
movimiento.
¿Su próximo movimiento? De repente, la realidad de la situación me
golpea como si me
dieran una patada en el estómago.
—¿No lo has dejado? —digo con un grito ahogado.
«No es tan fácil dejarlo.»
Sus clientas. Siempre ha estado disponible para ellas por unos miles de
libras. Ahora ya
no, y es evidente que algunos no van a renunciar a él tan fácilmente. Todo
el mundo quiere lo
que no puede tener, y ahora, por mi culpa, él es todavía más inalcanzable.
—No lo he dejado oficialmente, Olivia. Sé las reacciones que esto
provocará. Tengo que
hacer bien las cosas.
Ahora todo encaja a la perfección.
—Me odiarán —digo. Cassie me odia, y ella ni siquiera es una clienta.
Miller resopla con sarcasmo dándome la razón. Entonces me mira para
infundirme
seguridad.
—No me estoy acostando con nadie más. —Articula las palabras de forma
lenta y precisa,
en un intento desesperado de dejarlo bien claro y de disipar cualquier duda
que pudiera tener
al respecto de que me esté diciendo la verdad—. Olivia, no he saboreado a
nadie ni he dejado
que nadie me saboree a mí. Dime que me crees.
—Te creo —respondo sin vacilar. Tengo fe ciega en él, a pesar de lo
confundida que estoy
y de no tener ninguna prueba más que sus palabras. No sé explicar por qué,
pero algo profundo
y poderoso me guía. Es un instinto, un instinto que me ha funcionado bien
hasta ahora. Y
pienso continuar siguiéndolo—. Te creo —reafirmo.
—Gracias. —Me estrecha entre sus brazos y me abraza con un alivio
tremendo.
Estoy confundida y pasmada. ¿Me siguen mujeres despechadas? Pueden
predecir su
próximo movimiento. Saben que va a dejarlo y no quieren que lo haga.
—Tengo que pedirte algo —suspira en mi cuello mientras me pasa las
manos por cada
milímetro de la espalda.
—¿El qué?
—Nunca dejes de quererme.
Sacudo la cabeza, preguntándome si se acordará de que anoche me pidió lo
mismo, cuando
el alcohol y el cansancio lo consumían, y eso hace que me pregunte
también si recuerda mi
respuesta.
—Jamás —confirmo con la misma determinación que anoche, antes de que
el sueño nos

venciera, a pesar de que tardase ligeramente en hacerlo.



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