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CAPÍTULO 16
El millar de relucientes espejos que cubren el vestíbulo del
edificio de
apartamentos de Miller
proyecta mi reflejo en todas partes; la imagen de mí, llorosa y
sin
esperanza, es imposible de
evitar. El portero se quita el sombrero con mucha educación y me
obligo a
sonreírle. Elijo
subir en ascensor a casa de Miller en vez de escalar los cientos
de
escalones que ya casi ni me
impresionan. Miro al frente cuando las puertas se cierran y me
encuentro
con más espejos.
Intento evitar el feo reflejo directo de la mujer menuda, todo
hueso y
pellejo, que tengo
delante.
Llevo en el ascensor lo que se me antoja una eternidad cuando las
puertas
se abren y obligo
a mis piernas a que me lleven a la reluciente puerta negra.
Necesito
infundirme ánimos
mentalmente para llamar. Me preguntaría si está en casa..., de no
ser
porque el aire que me
rodea se podría cortar con un cuchillo. La ira de Miller sigue
presente, me
envuelve y me
asfixia. Puedo sentir cómo se extiende por mi piel y anida muy
adentro.
Me sobresalto cuando la puerta se abre de par en par de un tirón y
aparece
Miller. No tiene
mejor aspecto que cuando salió corriendo de mi casa hace casi una
hora.
No ha intentado
arreglarse. El pelo sigue enmarañado, la camisa y el chaleco
siguen
estando rotos y sus ojos
siguen furiosos. Lleva un vaso de whisky en la mano y tiene los
dedos
cubiertos de sangre de
Gregory. Las yemas, blancas, me indican la fuerza con la que
sostiene el
vaso cuando se lo
lleva a la boca y se bebe de un trago su contenido sin quitarme
los ojos de
encima. Estoy
nerviosa, no sé adónde mirar más que al suelo, pero alzo la vista
cuando
noto un movimiento
casi indetectable de sus zapatos. Ha trastabillado. Está borracho
y, cuando
me fijo bien en esos
ojos que siempre llaman mi atención, veo algo más, algo que no me
es
familiar y que catapulta
mi preocupación más allá de todo cuanto he vivido en presencia de
Miller.
Me he sentido
asustada y vulnerable antes, pero por inseguridad. Nunca he tenido
miedo
como el que tengo
ahora, ni siquiera durante sus momentos psicóticos de locura. Éste
es un
miedo distinto.
Asciende por mi columna vertebral y se me enrosca al cuello. Hace
que
hablar me sea
imposible y que me cueste respirar. Es mi pesadilla. Ésa en la que
me
abandona.
—Vete a casa, Livy. —Tiene la lengua de trapo y arrastra las
palabras,
pero no es su forma
lenta de vocalizar de siempre.
Me cierra la puerta en las narices. El eco del portazo resuena a
mi
alrededor. Doy un
brinco hacia atrás, sobresaltada por su mezquindad. Estoy golpeando
la
puerta con el puño
antes de poder decidir si es lo más sensato. Me invade el miedo.
—¡Abre la puerta, Miller! —grito sin dejar de martillear la madera
negra y
reluciente, sin
hacer caso de la pérdida de sensibilidad que se extiende por mi
mano—.
¡Abre!
¡Pam, pam, pam!
No voy a ir a ninguna parte. Pienso pasarme la noche aporreando la
puerta
si es necesario.
No va a echarme ni de su apartamento ni de su vida.
¡Pam, pam, pam!
—¡Miller!
De repente estoy pegándole puñetazos al aire, pierdo el equilibrio
y doy
unos cuantos
pasos desorientados hacia adelante. Consigo estabilizar mi cuerpo
tambaleante justo antes de
que choque con el de Miller.
—Te he dicho que te vayas a casa.
Se ha servido otra copa. Está a rebosar.
—No. —Alzo la barbilla en un valiente gesto desafiante.
—No quiero que me veas así.
Avanza hostil intentando obligarme a iniciar la retirada, pero yo
me
mantengo firme, no
estoy dispuesta a dejarme intimidar por él. Estamos cada vez más
cerca
porque soy una
cabezota, casi pecho con pecho, y su aliento, que apesta a los
efluvios del
alcohol, flota sobre
mis acaloradas mejillas.
—No te lo diré dos veces.
Me achico un poco, pero mi determinación no permitirá que él lo
vea.
—No —respondo segura de mí misma. Está intentando espantarme—. ¿Por
qué haces
esto?
Sumido en la incertidumbre, se bebe el contenido oscuro del vaso.
Hace
una mueca y de su
boca se escapa aire cargado de alcohol. Arrugo la nariz asqueada,
tanto de
ver a Miller así
como por la peste del alcohol.
—No te lo preguntaré dos veces. —Empujo las palabras para que
salgan
por mi mandíbula
apretada. Estoy jugando a su propio juego.
Me mira de arriba abajo pensativo, mascullando palabras
ininteligibles.
Luego su lenta
mirada azul asciende por mi cuerpo. Parece la de siempre, pero esta
vez va
lenta porque está
borracho, no por la sensualidad característica de Miller. Empieza
a
bambolearse.
—Soy un desastre.
—Ya lo sé. —No discrepo. Ha dicho una verdad como un templo.
—Soy peligroso.
—Lo sé.
—Pero no para ti.
Mi corazón vuelve a la vida. Lo sabía. En el fondo, lo sabía.
—Lo sé.
Su cabeza hace algo que está entre un gesto de asentimiento y un
movimiento
incontrolable sobre sus anchos hombros.
—Bien.
A continuación da media vuelta y comienza a dar tumbos por el
apartamento. Me toca
cerrar la puerta y seguirlo. Sé adónde se dirige antes de que se
detenga un
instante y cambie de
rumbo. Se dirige al mueble bar. Ya está bastante borracho, al
menos para
mí. Pero parece ser
que Miller no opina lo mismo.
Inclina la botella y vierte más whisky en el mueble bar que en el
vaso.
—¡Mierda! —maldice dejando la botella vacía en una montaña de
botellas
que tintinean y
amenazan con caerse—. ¡Qué desastre!
Suspiro exasperada, me coloco detrás de él, ordeno las botellas y
limpio lo
que ha
ensuciado con la esperanza de que restaurar parte de su mundo
perfecto le
proporcione algo de
paz.
—Gracias —murmura en voz tan baja que casi no lo oigo.
—De nada.
Su mirada me quema la cara mientras recojo las botellas. Me tomo
mi
tiempo... O espero
pacientemente.
¡Pam!
Me vuelvo rápidamente hacia el sonido. A Miller le cuesta un poco
más.
¡Pam, pam, pam!
Mi corazón, que empezaba a calmarse, se revoluciona de nuevo y
miro a
Miller, que
también mira en dirección a la puerta. Sin embargo, no parece
tener prisa
por ir a ver qué está
causando la conmoción, así que voy al recibidor, paso junto a la
mesa
circular y otro golpe
resuena con estruendo en el apartamento.
—Espera —salta Miller. Me coge del brazo y me detiene—. Quédate
aquí.
Sigue andando. Le cuesta dar las elegantes zancadas de siempre por
culpa
del alcohol. Me
quedo quieta, con la cabeza a cien. Comprueba quién es por la
mirilla.
Prácticamente puedo
ver cómo se le eriza el vello de la nuca y doy un paso hacia
adelante, con
cautela pero incapaz
de contener la curiosidad. Abre la puerta un centímetro e intenta
salir al
pasillo, pero su plan
para ocultar a nuestro visitante fracasa estrepitosamente cuando
empujan
la puerta y entran en
el apartamento sin resistencia, sin duda gracias a la presente
inestabilidad
mental de Miller.
A mí también se me eriza el vello de la nuca y aprieto los dientes
en cuanto
aparece
William; su cuerpo desprende autoridad. Me estudia con atención
unos
instantes antes de
arrastrar sus ojos grises a la lamentable estampa de Miller. Qué
mal.
Miller está irreconocible,
y William querrá saber por qué.
—¿Qué has hecho? —le pregunta William, tranquilo y sosegado, como
si
no fuera a
pillarlo por sorpresa, como si ya lo supiera.
—No es asunto tuyo —responde Miller arrastrando las palabras y
dando un
portazo—. No
eres bienvenido.
Siento la necesidad de apoyar a Miller, pero mi curiosidad se ha
multiplicado, al igual que
mi cautela. No digo nada, asimilo la animadversión que flota entre
estos
dos hombres.
—Y tú no eres bienvenido en la vida de Olivia —replica William
volviéndose hacia mí.
Seguro que ve mi expresión de incredulidad pero ni se inmuta—. Te
vienes
conmigo.
Me atraganto al protestar. Miller se tensa un poco detrás de
William, pero
no lo suficiente
como para que esté segura de que va a intervenir.
«¡Por favor, no me digas que va a ponerse de parte de él!»
—Ni hablar —contesto cuadrándome. Me asombra que Miller no haya
dicho nada todavía,
sobre todo después de la violenta reacción que ha tenido ante la
intromisión de Gregory hace
menos de una hora.
—Olivia —suspira William—, de verdad que estás poniendo a prueba
mi
paciencia.
Me preparo para otro comentario sobre mi madre y me preocupa la
rabia
que me entra sólo
de pensar en William hablando de ella. Si abre la boca y dice lo
que sé que
está pensando, es
posible que supere a Miller en lo que a posesos se refiere.
—¡Y tú estás poniendo a prueba la mía!
William disimula su sorpresa muy bien y sé que es porque no quiere
mostrar ni una pizca
de compasión delante de Miller. No, ahora tiene que mantener su
poderosa
reputación..., lo
que significa que la cosa puede ponerse fea muy rápido.
—Ya te he dicho que tu sitio no está aquí con él.
Me quedo sin aliento un instante, recuerdo que me dijo eso mismo a
los
diecisiete años.
Estaba en su despacho, borracha. Mi sitio no estaba con William.
Mi sitio
no está con Miller.
—Entonces ¿dónde? —pregunto, y William me lanza una mirada de
advertencia—. Por lo
visto, en tu opinión no encajo en ningún sitio. Así que, dime,
¿adónde
demonios pertenezco?
—Oliv... —Miller interviene, da un paso adelante, pero lo corto.
No me
gusta la
posibilidad de que esté de acuerdo con William.
—¡No! —grito—.Todo el mundo se cree que sabe lo que es mejor para
mí.
¿Y qué hay de
mí? ¿Qué hay de lo que yo sé?
—Cálmate. —Miller está a mi lado, tambaleante. Me ha cogido de la
nuca
para intentar
tranquilizarme y me la masajea con delicadeza. No va a funcionar.
Ahora
mismo, no.
—¡Yo sé que aquí es donde debo estar! —grito, y tiemblo más y más
a
medida que voy
acumulando frustración—. ¡He sido como una sonámbula desde que me
enviaste a casa!
Lanzo un dedo acusador en dirección a William, que retrocede un
ápice.
—Ahora lo tengo a él. —Le paso a Miller el brazo por la cintura y
me
planto a su lado—.
¡Tendrás que enterrarme si quieres impedir que esté con él!
William se ha quedado sin habla. Miller está petrificado a mi lado
y yo me
convulsiono de
rabia, buscando en mi interior la concentración que necesito para
respirar
hondo y calmarme.
Cojo aire. Creo que estoy sufriendo un ataque de pánico.
—Calla.
Miller me estrecha contra sí y me da un beso en la coronilla. No
es como
«lo que más me
gusta», pero funciona hasta cierto punto. Me vuelvo hacia él y me
escondo.
Sus labios
encuentran de nuevo mi coronilla y él la besa y tararea y yo
cierro los ojos
con fuerza.
Pasa mucho tiempo sin que nadie diga nada.
—¿Qué sientes por ella? —pregunta William con un tono cargado de
recelo y reticencia.
Me quedo donde estoy, temiendo lo que Miller vaya a decir.
«Fascinación»
no será
suficiente. Noto el latir de su corazón. Casi puedo oírlo.
—Es la sangre que corre por mis venas —dice alto y claro—. Es el
aire que
llena mis
pulmones.
Hace una breve pausa y estoy segura de que oigo a William
atragantarse,
alucinado.
—Es la luz brillante y llena de esperanza de mis atormentadas
tinieblas. Te
lo advierto,
Anderson: no intentes apartarla de mí.
Parpadeo para contener las lágrimas y me acurruco en su pecho,
dando las
gracias porque
me haya apoyado. Luego vuelve a hacerse el silencio. Da repelús.
Al cabo,
oigo a alguien
coger aire y sé quién es.
—Me importa una mierda lo que te pueda pasar —dice William—. Pero
en
el mismísimo
instante en que me huela que Olivia está en peligro, vendré a por
ti, Hart.
Y, con eso, la puerta se cierra con un golpe y estamos solos otra
vez. El
abrazo de Miller se
suaviza, las vibraciones de su cuerpo se atenúan y me suelta
cuando lo que
de verdad quiero es
que me abrace con más fuerza. Camina sobre sus piernas
tambaleantes
hacia el mueble bar y,
torpemente, se llena otra vez el vaso de whisky, se lo echa al
gaznate y
traga saliva.
Permanezco callada y quieta y, transcurrida lo que se me antoja
una
eternidad, él suspira.
—¿Cómo es que sigues en mi vida, mi dulce niña?
—Porque has luchado para mantenerme en ella —le recuerdo sin
vacilar,
obligándome a
decirlo con seguridad—. Has amenazado con arrancarle la piel a
tiras a
quien intente
apartarme de tu lado. ¿Te arrepientes de haberlo dicho?
Me preparo para lo que no quiero oír cuando me mira, pero baja la
vista.
—Me arrepiento de haberte arrastrado a mi mundo.
—No lo hagas —contesto. No me gusta que pierda su fortaleza ahora
que
William se ha
ido—. Vine porque quise y me quedo porque quiero.
Decido ignorar la alusión a «mi mundo». Me estoy hartando de oír
las
palabras «mi
mundo» sin oír nunca nada más sobre él.
Se echa más whisky al cuerpo.
—Iba en serio.
Intenta enfocarme pero desiste. Da media vuelta y atraviesa la
sala.
—¿El qué?
—Mi amenaza.
Posa el culo en la mesita de café y deja el vaso con precisión a
su lado, a
pesar de la
borrachera. Incluso lo gira un poco antes de soltarlo, ya
satisfecho con su
emplazamiento. El
mechón rebelde ha hecho acto de presencia y se ve que le hace
cosquillas
en la frente porque
se lo aparta. Luego deja caer la cabeza y se cubre la cara con las
palmas de
las manos, los
codos apoyados en las rodillas.
—Mi temperamento siempre ha sido una carga, Olivia, pero me asusta
mi
tendencia a
sobreprotegerte.
—Tu tendencia a ser posesivo —lo corrijo.
Levanta la cabeza y una arruga le cruza la frente al fruncir el
ceño.
—¿Perdona?
Una diminuta sonrisa tira de las comisuras de mi boca. Hasta
borracho y
hecho unos zorros
conserva sus modales. Me acerco a él y me arrodillo a sus pies. Me
mira y
deja que le quite los
codos de las rodillas y le coja las manos.
—Tu tendencia a ser posesivo —repito.
—Quiero protegerte.
—¿De qué?
—De los entrometidos.
Se sume en sus pensamientos, sus ojos no me ven durante unos
instantes.
Luego vuelven a
mí.
—Acabaré matando a alguien.
Me sorprende su confesión. No obstante, que admita que tiene un defecto
irracional me
tranquiliza. Estoy a punto de sugerirle que vaya a terapia, a
aprender a
controlar las conductas
agresivas, lo que sea con tal de que consiga dominarse, pero algo
me lo
impide.
—William se está entrometiendo —balbuceo.
—William y yo tenemos un acuerdo. —Miller arrastra las palabras—.
Aunque antes tú no
entrabas en la ecuación. Camina por una línea muy fina.
La animadversión casi puede palparse en su tono ebrio.
—¿Qué acuerdo? —inquiero.
Esto no me gusta un pelo. Los dos tienen un temperamento temible.
Supongo que ambos
son conscientes del daño que podrían hacerse el uno al otro.
Niega con la cabeza y maldice, frustrado.
—Quiere protegerte, igual que yo. Es probable que seas la mujer
mejor
protegida de
Londres.
Abro unos ojos como platos por lo equivocado de su afirmación y
dejo caer
las manos.
Discrepo: me siento la mujer más vulnerable de Londres. Pero no se
lo
digo. Me resisto a
continuar con el debate William-Miller. Ellos se odian, y ya sé
por qué, así
que más me vale ir
acostumbrándome.
—¿Te doy primero la mala o la buena noticia? —pregunto poniéndome
en
pie y
tendiéndole la mano.
Me siento un poco mejor cuando atisbo una chispa en su mirada. Me
resulta familiar y la
necesitaba.
—La mala.
Deja su mano en la mía y las estudia cuando estrecho la suya con
fuerza y
tiro de ella para
que se levante. No le cuesta demasiado.
—La mala noticia es que vas a tener una resaca infernal. —Le
devuelvo la
sonrisa
diminuta y lo llevo hacia el dormitorio—. La buena es que estaré
aquí para
cuidarte cuando
sientas que te quieres morir.
—Vas a dejar que te venere. Eso me hará sentir mejor.
Le doy un empujón en el hombro y él se deja caer sentado en la
cama.
—No pongas en duda mi capacidad para satisfacerte, mi dulce niña.
—
Desliza las palmas
de las manos por mi trasero, aprieta, tira de mí y me coloca entre
sus
piernas abiertas.
Niego con la cabeza.
—No voy a acostarme contigo estando borracho.
—Discrepo —replica.
Sus manos vuelan a mi cintura y se meten bajo mi camiseta. Con la
mirada
me reta a que
lo detenga y, aunque acaba de elevar mi deseo a la estratosfera,
no pienso
ceder. Tengo que
hacer uso de todas mis fuerzas pero las localizo deprisa, antes de
que me
haga capitular. No
quiero que un Miller borracho me venere. Me quito sus manos de
encima y
niego otra vez con
la cabeza.
—¡No me rechaces! —suspira sentándome en su regazo y acomodando
mis
piernas sobre
las suyas.
No tengo más remedio que pasarle un brazo por los hombros, cosa
que me
acerca aún más
a su cara. Los efluvios del alcohol me dan más fuerza de voluntad.
—Para —le advierto. No estoy preparada para caer víctima de sus
tácticas
—. No estás en
condiciones y, si te beso, es probable que acabe tan borracha como
tú.
—Estoy bien y soy perfectamente capaz. —Restriega las caderas
contra
mis posaderas—.
Y necesito desestresarme.
¡Tendrá cara! Soy yo la que necesita desestresarse pero, siendo
sincera, no
me entusiasma
la idea de que Miller me haga suya bajo la influencia del alcohol.
Sé que
lucha para dominarse
durante nuestros encuentros, y tener la barriga llena de whisky no
le será
de gran ayuda.
—¿Qué? —pregunta mirándome con recelo. Es evidente que percibe el
ir y
venir de mis
pensamientos—. Cuéntame.
—No es nada. —Intento huir de su regazo. No lo consigo.
—¿Olivia?
—Déjame darte «lo que más te gusta».
—No, dime qué le preocupa a tu preciosa cabecita —insiste
sujetándome
con más fuerza
—. No te lo preguntaré dos veces.
—Estás borracho —le espeto en voz baja; me avergüenza dudar de que
vaya a cuidar de mí
—. El alcohol hace que las personas pierdan el juicio y el
control.
Agacho la cabeza. A Miller no le hace falta el whisky para perder
el
control, las dos
escaramuzas con Gregory son prueba de ello. Y el encuentro en el
hotel...
Permanezco en su regazo y dejo que sopese mis preocupaciones mientras
jugueteo con mi
anillo, nerviosa, deseando poder retirar mis palabras. Se pone
rígido debajo
de mí. La
superficie dura de su cuerpo me magulla la piel. Luego me coge la
cara, me
pellizca las
mejillas con cariño y se la acerca para consolarse. Parece arrepentido
y eso
hace que me sienta
más culpable y más avergonzada.
—El odio que siento hacia mí mismo hunde las garras en mi alma
oscura a
diario —
declara.
De repente parece que está casi sobrio, es posible que en parte se
deba a mi
omisión. Sus
ojos azules parecen más fuertes, y su boca pronuncia las palabras
exactas
con claridad.
—Nunca me temas, te lo suplico. A ti nunca podría hacerte daño,
Olivia.
Su profunda y grave afirmación alivia un poco mi pesar, pero sólo
un poco.
Miller no
alcanza a comprender la destrucción que puede causar si me hiere
emocionalmente. Ése es mi
mayor miedo. Perderlo. Con tiempo, puedo recuperarme de las
heridas
físicas, en caso de que,
sin querer, me vea atrapada en uno de sus brotes psicóticos. Pero
ni todo el
tiempo del mundo
podría curarme las heridas mentales que puede infligirme. Eso me
aterroriza.
—Es como si tu mente estuviera muy lejos —empiezo a decir con pies
de
plomo,
escogiendo muy bien mis palabras.
—Así es —musita, y me hace un gesto para que continúe.
—No tengo miedo por mí. Padezco por tu víctima y por ti.
—¿Mi víctima? —Casi se atraganta. No le ha gustado mi elección de
palabras—. Livy, no
ataco a gente inocente y, por favor, no te preocupes por mí.
—Pues claro que me preocupo por ti, Miller. Acabarás entre rejas
si
alguien presenta
cargos, y no quiero que te hagan daño. —Le paso el dedo por una
leve
magulladura que tiene
en la mejilla rasposa.
—Eso no va a pasar —suspira, y me estrecha contra su pecho para
consolarme.
Funciona, por extraño que parezca. Me fundo con su cuerpo relajado
y yo
también suspiro
agotada. Parece muy seguro de lo que dice. Demasiado.
—Mi niña preciosa, ya te lo he dicho, y en esta ocasión no me
importa
repetirme. —Se
deja caer en la cama y me lleva consigo. Me acomoda hasta que
estoy
tumbada a su lado y
puede verme la cara. Me planta un reguero de besos de una mejilla
a la otra
y vuelta a empezar
—. Tengo entre mis brazos lo único que puede hacerme daño en este
mundo.
Me levanta la barbilla para que nuestros labios queden a la misma
altura y
el olor a whisky
invade mi nariz. No me resulta difícil ignorarlo. Me está mirando
como si
no existiera nada
más que yo en su mundo. Esos ojos borran la ansiedad que ha dejado
este
largo día. Sus labios
avanzan y me preparo. Le acaricio el pecho, necesito sentirlo.
—¿Me permites? —susurra parándose a unos milímetros de mi boca.
—¿Me estás pidiendo permiso?
—Soy consciente de que huelo a destilería —musita haciéndome
sonreír
—. Y estoy seguro
de que el sabor es aún peor.
—Discrepo.
Toda mi reticencia a dejar que me haga suya en estas
circunstancias
disminuye por su
ternura. Pongo fin a la distancia que nos separa. Nuestras bocas
se
encuentran con más ímpetu
de lo esperado. Me da igual. La inapetencia ha sido reemplazada
por la
necesidad imperiosa de
serenarme y de recuperar al Miller relajado. Sabe a whisky, pero
predomina Miller. Me invade
el deseo, hace que se me nuble la mente. Las únicas instrucciones
que
puedo encontrar en mi
cerebro, dominado por la lujuria, me dicen que le permita
venerarme. Que
eso acabará con mis
penas. Que eso hará que todo vuelva a ir bien. Que eso lo calmará.
Nuestra
pasión colisiona y
todo lo demás no importa. En este momento es perfecta, pero es
difícil no
zozobrar cuando nos
enfrentamos a una resistencia infinita.
Miller se tumba de espaldas sin separar nuestras bocas, me coge
del cuello
con una mano y
del culo con la otra para asegurarse de que me tiene en sus manos.
—Saboréalo —susurra contra mis labios.
La palabra, ya familiar, me hace ver más allá de mi desesperación
por
tenerlo en mí y
obedezco, voy más despacio. Mi miedo no tiene base. Es Miller el
que
debe decirme que me
controle; él parece tener un perfecto dominio de sí mismo. Está
lúcido pese
a la ingente
cantidad de whisky que ha pasado entre sus labios.
—Mejor —me alaba masajeándome el cuello—. Mucho mejor.
Gimo. No estoy preparada para soltar su boca y decirle que estoy
de
acuerdo. Por eso he
gemido. Noto que sus labios dibujan una sonrisa a través de
nuestro beso y
entonces sí que me
aparto, y rápido. Un solo vistazo a la sonrisa ocasional de Miller
me hará
delirar de felicidad.
Me siento deprisa apartándome el pelo de los ojos y entonces, sin
ningún
obstáculo, la veo. Es
la repera, una sonrisa arrolladora de un millón de megavatios que
me deja
tonta. Siempre es
devastadora, incluso cuando él está hecho una pena, pero ahora
mismo va
más allá de la
perfección. Va todo arrugado, con la ropa hecha jirones y
polvoriento, pero
está guapo a rabiar
y, cuando me llega el turno de devolverle la sonrisa, igual de
relajada,
muerta de ganas de
disfrutar de su rara aparición, voy y me echo a llorar. Toda la
mierda con la
que me ha tocado
lidiar hoy se hace una bola enorme y mis ojos la lloran en
silencio, entre
incontrolables
sollozos. Me siento tonta, estresada y débil y, para intentar
ocultarlo,
entierro la cara en las
palmas de las manos y separo mi cuerpo del suyo.
Lo único que se oye en la tranquilidad que nos rodea son mis
sollozos
ahogados. Miller
cambia de postura en silencio y me da la impresión de que tarda
una
eternidad en encontrar mi
cuerpo tembloroso, probablemente porque el exceso de alcohol traba
sus
otrora elegantes y
precisos movimientos. Pero llega a mi lado y me abraza. Suspira
pesadamente en mi cuello y
me masajea la espalda con amplios movimientos circulares de la
mano.
—No llores —susurra con una voz áspera y grave como el papel de
lija—.
Sobreviviremos.
No llores, por favor.
Su ternura y la comprensión que fluye de sus escasas palabras no
hacen
más que exacerbar
mis emociones. Mi único propósito en la vida es aferrarme a él con
todo lo
que tengo.
—¿Por qué no pueden dejarnos en paz? —pregunto con una frase
entrecortada.
—No lo sé —admite—. Ven aquí.
Me retira las manos, con las que me sujetaba a su cuello, y las
coge entre
las suyas. Le da
vueltas a mi anillo sin darse cuenta mientras me observa luchar
para
controlar las lágrimas.
—Desearía ser perfecto para ti.
Su confesión me deja bizca.
—Eres perfecto —le discuto, a pesar de que en el fondo sé que
estoy muy
equivocada.
Miller Hart no tiene nada de perfecto, excepto su físico y su
incesante
obsesión con que todo
lo que lo rodea esté perfectamente dispuesto—. Eres perfecto para
mí.
—Aprecio que me tengas tanta fe, sobre todo porque estoy borracho
y
porque me he
cubierto de gloria delante de tu abuela.
Niego con la cabeza con una exhalación frustrada. Se lleva una
mano a la
frente, como si
acabara de comprender las consecuencias de sus actos. O puede que
haya
empezado la resaca.
—Estaba enfadada —lo informo. No veo motivo para intentar hacer
que se
sienta mejor.
Tendrá que enfrentarse a su ira en un momento u otro.
—Ya me di cuenta cuando me empujó para que caminara más deprisa.
—Te lo tenías merecido.
—Estoy de acuerdo —acepta de buena gana—. La llamaré. No, mejor le
haré una visita.
Aprieta los labios y parece que le está dando vueltas a algo.
—¿Crees que si dejo que me dé un mordisco en los bizcochitos me
perdonará?
Me pongo muy seria, él arquea una ceja. Quiere una respuesta
sincera.
Luego pierde la
batalla por mantener la cara larga y la comisura de sus labios
amenaza con
una sonrisa.
—¡Ja, ja! —me río.
Su vis cómica me ha pillado por sorpresa y la risa se traga toda
la tristeza.
Pierdo el
control. Echo la cabeza atrás y me caigo encima de él. Mis hombros
suben
y bajan entre
carcajadas. Me duele la barriga y se me caen las lágrimas, pero
éstas son
de la risa. Es mucho
mejor que la desesperación de hace unos instantes.
—Mucho mejor —concluye Miller.
Me coge en brazos y me lleva del dormitorio al cuarto de baño. No
sé si el
bamboleo de
Miller se debe a que está ebrio o a que me estoy desternillando.
Me deja
frente al lavabo y se
desabrocha el chaleco mientras yo intento controlar mi ataque de
risa. Me
mira con su cara
que quita el sentido; le parece divertido.
—Perdona —digo entre risas. Me concentro en respirar hondo, a ver
si se
me pasa.
—No te disculpes. Nada me produce más placer que verte tan feliz.
—Se
quita el chaleco y
siento una gran satisfacción cuando veo que lo dobla y lo deposita
con
mimo en el cesto de la
ropa sucia—. Bueno, eso no es del todo cierto, pero tu felicidad
ocupa el
segundo puesto.
Empieza a desabrocharse la camisa. Con el primer botón aparece su
piel,
tersa y tentadora.
Dejo de reír al instante.
—Deberías reírte más. Te...
—Me hace parecer menos intimidante. —Acaba la frase por mí—. Sí,
ya
me lo has dicho.
Pero creo que...
—Te expresas a la perfección. —Ayudo a sus dedos torpes a
desabrochar
los diminutos
botones. Luego lo ayudo a bajarse la camisa por los hombros—.
Perfecto
—suspiro.
Me siento en el lavabo para admirar las vistas con ojos golosos.
Cada
músculo de su torso
megaperfecto se mueve mientras dobla la camisa. La deja con manos
expertas en el cesto de la
ropa sucia y vuelve a mi lado con los brazos caídos, la barbilla
pegada al
pecho y la mirada
ausente. Está muy concentrado. Le acaricio la sombra rasposa que
oscurece
su rostro. Puedo
tomarme mi tiempo para acariciarlo. Mis dedos dibujan el arco de
su
mandíbula, vagan por
sus sienes y rozan sus párpados cuando los cierra para mí. Me lo
como con
los ojos y lo
acaricio hasta que las puntas de mis dedos se deslizan por sus
brazos en
dirección a sus manos.
—Deja que te cure —le digo volviéndole la mano. Los nudillos están
rojos,
cubiertos de
sangre y un poco magullados.
Él mira mis dedos entrelazados con los suyos, estira y flexiona la
mano
pero no hace
ningún gesto de dolor ni tampoco protesta.
—En la ducha.
Me aparta, coge el bajo de mi camiseta y lo sube. Tengo que
levantar los
brazos para que
pueda librarme de ella. Luego me quita el sujetador despacio,
dejando al
descubierto mi
modesto pecho, que se hincha y me pesa bajo su mirada de
aprobación un
tanto ebria. Los
pezones se me ponen duros como guijarros y me arden cuando su
pulgar
dibuja círculos a su
alrededor.
—Perfectos —dice plantándome un beso casto en los labios—. Baja.
Obedezco su orden y me bajo del lavabo. Me quito las Converse y,
ya
puestos, le quito los
pantalones mientras él se saca los zapatos. No hay prisa, estamos
contentos
de poder tomarnos
nuestro tiempo para desnudarnos hasta que los dos estamos en
cueros.
Coge un envoltorio del
armario, lo rasga con dedos torpes y extrae de él un preservativo.
Se lo
arrebato de las manos.
Me siento cómoda encapuchándolo, sus ojos azules me queman la cara
y,
cuando he
terminado, me levanta. La respuesta instintiva de mis piernas es
enroscarse
en su cintura.
Estamos piel con piel, corazón con corazón, deseo con deseo. Nos
mantiene lejos del chorro de
agua de la ducha mientras ésta se calienta y, cuando la
temperatura es de su
agrado, se mete
debajo, conmigo en brazos. El agua cae sobre nosotros y se lleva
la
suciedad, la tensión, la
duda, el dolor.
—¿Estás cómoda?
—Perfecta. —Es la única palabra que se me ocurre. Sonrío escondida
en su
hombro, me
aparto para admirar su rostro perfecto, húmedo y deslumbrante—.
¿Puedo
pasar la noche
contigo?
—Por supuesto.
—Gracias. —Le muerdo la barbilla áspera para demostrarle mi
agradecimiento.
—No tenías elección —me informa acercándome a la pared e
indicándome
que me apoye
en ella—. ¿Está muy fría?
El frío de los azulejos en mi espalda me pilla por sorpresa.
—Un poco. —Se dispone a separarme, pero me tenso y se lo impido—.
No,
ya me he
acostumbrado.
Me mira sin acabar de creérselo pero no cuestiona mi mentirijilla
piadosa.
—Estás mojada y resbaladiza —musita separando las piernas y
sujetándome de las nalgas.
Sus intenciones están muy claras y son justo lo que necesito. Mi
respiración entrecortada se lo
confirma—. Quiero deslizarme en tu interior y colmarte de
felicidad.
Respiro cada vez más deprisa por la anticipación.
—Te hace feliz venerarme.
—Me hace feliz que me aceptes —me corrige retirando sus caderas y
cogiéndose la
erección con la mano—. Me proporcionas el mayor de los placeres
cuando
me aceptas en mi
totalidad, no sólo cuando me aceptas en tu maravilloso cuerpo.
Estoy a punto de echarme a llorar otra vez. Sus palabras
reverentes me
dejan estupefacta.
—Para mí no hay nada más natural.
—Mi niña dulce y preciosa. —Toma mis labios mientras se desliza
entre
mis pliegues
hinchados. Luego empuja hacia adentro y hacia arriba con un gemido
ahogado.
Arqueo la espalda cuando siento toda su envergadura colmándome por
completo. Intento
seguir el ritmo calmado de su lengua que seduce mi boca mientras
él
continúa en mi interior
sin moverse, palpitante y gimiendo.
—¿Te hago daño?
—No —insisto, a pesar de que me duele un poco.
—¿Te penetro poco a poco primero?
«Porque así decidiré si te follo como un loco directamente o si te
penetro
poco a poco.»
—Siempre. —Sonrío, y me separo, apoyo la cabeza en la pared para
perderme en Miller,
en sus maravillosos ojos, en vez de saborear las atenciones de su
boca
adictiva.
Asiente y se retira despacio. Se me cierran los ojos y siento
mariposas en
el estómago. Me
atacan demasiadas sensaciones placenteras a la vez: el roce de su
piel, el
hecho de que me esté
venerando, su belleza, su fragancia, sus atenciones y mi mechón
rebelde
favorito. Me
producen un placer glorioso e inexorable. Me preparo para su
arremetida y,
cuando llega,
precisa y experta, se me escapa un grito de agradecimiento. Jadeo,
me
niego a cerrar los ojos y
a perderme un solo segundo de su cara, que se contorsiona de deseo
en
estado puro que realza
sus rasgos. Podría desmayarme sólo con mirarlo.
—¿Qué tal? —Masculla las palabras y se retira de nuevo, casi la
saca del
todo antes de
inclinar las caderas y clavármela con un trémulo gemido.
—Bien.
Me agarro a sus hombros y le clavo los dientes para absorber cada
delicioso envite. Tiene
las piernas abiertas y sus caderas me someten a un bombardeo
constante,
cada embestida tan
controlada y precisa como la anterior.
—¿Sólo bien?
—¡Alucinante! —grito cuando roza un segundo mi clítoris y me
vuelve
loca—. ¡Joder!
—Así está mejor —dice para sí, repitiendo el movimiento que me ha
hecho
soltar un taco.
—¡Ay, Dios! ¡Joder! ¡Miller!
—¿Otra vez? —me tienta sin esperar mi respuesta. Sabe lo que voy a
decir,
así que me
complace al instante.
Estoy fuera de mí. Su ritmo castigador me tiene atontada, pero él
se
domina mejor que
nunca y observa cómo me desintegro entre sus brazos.
—Necesito correrme —jadeo muerta de desesperación. Necesito soltar
todo el estrés y el
trauma del día con un gemido satisfecho, o incluso un grito, al
correrme.
Me hundo en su entrepierna cuando su ritmo se mantiene lento y
definido y
sumerjo las
manos encrespadas en su pelo mojado. La avalancha de placer es más
de lo
que puedo
soportar, y la polla de Miller, palpitante, en expansión y
enterrada en mis
profundidades, es un
alivio tremendo. A él también le falta poco.
—Es demasiado agradable, Olivia.
Cierra los ojos con fuerza y las caderas arremeten hacia adelante
y me
acercan un poco
más. Estoy al borde del abismo, la mitad de mi cuerpo se estremece
y la
otra mitad está
esperando seguir su ejemplo y catapultarme a una supernova.
—Por favor —suplico, porque no tengo nada en contra de suplicar en
momentos como éste
—. ¡Por favor, por favor, por favor!
—¡Joder! —Es la señal de su rendición, se retira, coge aire, me
clava en el
sitio con una
mirada y carga hacia adelante con un grito—: ¡Joder, Olivia!
Cierro los ojos cuando mi orgasmo se apodera de mí. Dejo caer la
cabeza y
mi cuerpo se
tensa intentando soportar las punzantes ráfagas de presión que
asaltan mi
sexo. Estoy
empotrada en los azulejos, nuestros cuerpos están pegados,
vibrando,
resbaladizos, y una
respiración jadeante me canta al oído. Me está robando mordiscos y
me
chupa la garganta
mientras mis jadeos llegan al techo. Mis brazos se niegan a
colaborar, caen
lacios a los
costados, las palmas de las manos contra la pared. Mi único apoyo
es el
cuerpo de Miller. Mi
mundo ha vuelto a su sitio y gira con normalidad sobre su eje. La
mezcla
embriagadora de
sudor, sexo y alcohol me recuerda que todavía está borracho.
—¿Estás bien? —digo con un hilo de voz.
Echo la cabeza hacia adelante para hundir la nariz en su pelo
mojado. No
tengo fuerzas
para más. Mis brazos siguen inertes.
Se endereza un poco y al moverse su semierección me acaricia por
dentro.
Es una delicia.
—¿Cómo no iba a estarlo? —Saca la cabeza de mi cuello, me coge las
manos y se las lleva
a los labios. Me besa los nudillos y me mantiene pegada a la pared
con su
cuerpo—. Cuando te
tengo a salvo entre mis brazos lo único que siento es una
felicidad
inmensa.
Mi sonrisa satisfecha no le arranca una igual. Él también está
satisfecho,
pero no necesito
oírlo. Porque salta a la vista.
—Me muero por tus huesos borrachos, Miller Hart.
—Y tienes a mis huesos borrachos totalmente fascinados, Olivia
Taylor. —
Me come la
boca durante unos instantes dichosos antes de bajarme de la
pared—. No te
he hecho daño,
¿verdad?
Me examina la cara mojada con sus ojazos. Su adorable expresión es
de
verdadera
preocupación.
Me apresuro a tranquilizarlo:
—Has sido un perfecto caballero.
Sonríe al instante.
—¿Qué? —inquiero.
—Estaba pensando en lo guapa que estás en mi ducha.
—Tú siempre me ves guapa.
—Sobre todo cuando te tengo en mi cama. ¿Puedes sostenerte en pie?
Asiento y dejo que mis piernas se deslicen hacia el suelo, pero mi
mente
empieza a vagar
en otra dirección. Pongo las manos en sus pectorales y desciendo
por su
torso mientras nos
miramos a los ojos. Quiero saborearlo, pero él pone fin a mi
tentativa. Me
coge los brazos y se
abalanza sobre mi boca.
—Te saboreo yo a ti —musita en voz baja regalándome sus labios.
Tengo
la mente
dispersa por toda la ducha—. Y sabes a gloria bendita.
Me coge del cuello cuando ya no hay ninguna pared que nos mantenga
en
pie. Creo que se
está apoyando en mí. Me saca de la ducha y se quita el condón.
—Tengo que lavarme el pelo —digo.
Sigue andando sin tener en cuenta mi preocupación.
—Mañana por la mañana.
—Pero parecerá que he metido los dedos en el enchufe. —Es rebelde
hasta
cuando uso
crema suavizante. Lo que me recuerda...—. Tú también tienes el
pelo
rebelde.
—Así nos rebelaremos juntos.
Tira el condón a la papelera, saca una toalla y me seca todo el
cuerpo.
Luego se seca él.
—¿Qué tal tu cabeza? —pregunto.
Estamos llegando al dormitorio.
—Fresca como una rosa —musita. Me echo a reír y me mira con el
ceño
fruncido cuando
nos acercamos a la cama—. Dime qué te hace tanta gracia.
—¡Tú! —«¿Qué, si no?»
—¿Yo?
—Me dices que estás como una rosa cuando salta a la vista que no
es así.
¿Te duele la
cabeza?
—Empieza a dolerme, sí —admite con un bufido.
Me suelta el cuello y se lleva la mano a la frente.
Sonrío y me dispongo a quitar todos los cojines pijos de la cama y
a
ordenarlos en el arcón
donde él los guarda. Luego retiro la colcha.
—Adentro. —Recorro con mirada golosa su cuerpo de infarto. Hasta
los
pies los tiene
perfectos. Echan a andar por la moqueta hacia mí, así que alzo la
vista
hasta que me alcanzan
esos ojazos azules—. Por favor —susurro.
—Por favor, ¿qué?
He olvidado lo que iba a decirle que hiciera. Rebusco en mi cabeza
hueca
bajo su mirada
traviesa. Nada.
—Se me ha olvidado —confieso.
Me ciegan unos dientes blanquísimos.
—Creo que mi dulce niña iba a ordenarme que me metiera en la cama.
Frunzo los labios.
—No iba a ordenarte nada.
—Discrepo. —Se echa a reír—. Y me gusta. Tú primero.
Señala la cama con ambas manos. Sus modales de caballero han
vuelto.
—Debería llamar a la abuela —digo.
Se le borra la sonrisa de la cara. Odio poder arrancarle esas
sonrisas tan
poco frecuentes
para luego hacerlas desaparecer al instante. Es como si nunca
hubieran
hecho acto de
presencia, como si no fueran a volver. Se queda pensativo un
momento, le
cuesta sostenerme
la mirada. Está avergonzado.
—¿Serías tan amable de preguntarle si va a estar en casa mañana
por la
mañana?
Asiento.
—Acuéstate. Volveré en cuanto la haya apaciguado.
Se mete bajo las sábanas, en su lado, de espaldas a mí. No debería
sentir
compasión, pero
su arrepentimiento es tan profundo que espero que la abuela acepte
lo que
sé que será una
disculpa sincera.
Cojo mi camiseta, me la pongo, busco la mochila, saco el móvil y
veo que
ya me ha
llamado unas cuantas veces. Me consume la culpa y no pierdo ni un
segundo en devolverle la
llamada.
—¡Olivia! ¡Maldita sea, chiquilla!
—Abuela —suspiro dejando caer mi trasero desnudo en la silla.
Cierro los
ojos y me
preparo para la bronca que me va a caer.
—¿Estás bien? —pregunta con dulzura.
Abro los ojos. No me lo esperaba.
—Sí. —Pronuncio la palabra despacio, sin mucha convicción. Debe de
haber más.
—¿Miller está bien?
Esa pregunta me deja a cuadros. Empiezo a revolverme nerviosa en
la silla.
—Está bien.
—Me alegro.
—Yo también. —Es todo lo que se me ocurre decir.
¿No hay bronca? ¿No me acribilla a preguntas? ¿No me exige que lo
deje?
La noto
pensativa. Se abre una brecha silenciosa de palabras que no
pronunciamos.
—¿Olivia?
—¿Sí?
—Cariño, lo que le dijiste a Gregory...
Trago saliva. Estaba casi convencida de que me había oído, pero albergaba
la esperanza de
que no lo hubiera hecho. Mi abuela, pese a la edad, tiene un oído
muy fino.
—¿Sí? —Me reclino en la silla y me llevo la mano a la frente,
lista para
calmar la jaqueca
inminente. Ya ha empezado, me palpitan las sienes sólo de pensar
en tener
que explicar mis
palabras—. ¿Qué pasa?
—Tienes razón.
Aparto la mano y me quedo mirando a la nada. La confusión
sustituye al
incipiente dolor
de cabeza.
—¿Tengo razón?
—Sí —suspira—. Ya te lo he dicho: no elegimos de quién nos
enamoramos. Enamorarse
es especial. Aferrarse a ese amor a pesar de las circunstancias
que puedan
destruirlo es aún
más especial. Espero que Miller sepa la suerte que tiene de
tenerte, mi
querida chiquilla.
Me tiembla el labio inferior y noto un nudo en la garganta que no
deja salir
las palabras
con las que querría responderle. Las más importantes son:
«Gracias.
Gracias por apoyarme,
por apoyarnos, cuando parece que todo Londres se ha empeñado en
sabotear lo nuestro.
Gracias por aceptar a Miller. Gracias por tu comprensión sin saber
toda la
verdad». Gregory
sabe lo que la verdad podría hacerle.
—Te quiero, abuela. —Trago saliva. Se me llenan los ojos de
lágrimas que
no tardan en
rodar por mis mejillas.
—Yo también te quiero, cariño —dice con voz clara y firme, aunque
embargada por la
emoción—. ¿Te quedas con Miller esta noche?
Asiento y me sorbo los mocos. Apenas consigo balbucear un suave
«sí».
—De acuerdo. Que duermas bien.
Sonrío entre las lágrimas y saco fuerzas de su tono dulce y de sus
palabras
cariñosas para
recomponerme y hablar:
—Soñaré con los angelitos.
Se echa a reír y me recuerda otra de las rimas con las que el
abuelo me
mandaba a la cama.
—«Vamos a la cama, que hay que descansar, para que mañana podamos
madrugar» —
canturrea.
—No creo que madruguemos mañana.
—Ah, vale. —Se queda un momento en silencio—. ¿Estáis molidos?
—Agotados —confirmo con una carcajada—. Ahora me voy a dormir.
—Muy bien. Dulces sueños.
—Buenas noches, abuela. —Sonrío, y cuelgo.
De inmediato pienso que debería llamarla otra vez para preguntarle
cómo
está Gregory,
pero me contengo. La pelota está en su tejado. Sabe lo que hay,
sabe que no
me voy a ninguna
parte y sabe que nada de lo que diga podrá cambiar eso, y menos
ahora. No
tengo nada más
que decir ni garantías de que vaya a escucharme. Me mata pero no
voy a
volver a ponerme a
tiro. Si quiere hablar, que me llame. Satisfecha con mi decisión,
salgo de la
cocina pero no
paso del umbral de la puerta. Empiezo a pensar en tonterías.
Por ejemplo, en el cajón donde Miller guarda la agenda.
Intento ignorar mi ataque de curiosidad, en serio, pero mis pies
cobran vida
propia y de
repente tengo el cajón delante antes de haber podido convencerme
de que
fisgonear está muy
feo. No es que no me fíe de él, confío en él con todo mi corazón,
pero es
que estoy en el limbo,
sin saber nada, sin enterarme de nada, y aunque sin duda eso es
bueno, no
puedo evitar la
terrible curiosidad que siento. Es más fuerte que yo.
«La curiosidad mató al gato. La curiosidad mató al gato. La
maldita
curiosidad mató al
puto gato...»
Abro el cajón y ahí está, mirándome, incitándome... Tentándome. Es
como
un imán. Me
atrae, me reclama, y sin darme cuenta tengo en las manos el libro
prohibido, el libro de las
sombras. Ahora sólo necesito que me abra sus páginas como por arte
de
magia. Me tiro un
buen rato mirando la agenda pero sigue cerrada. Y así es como
debería
permanecer, cerrada
para siempre, sin que nadie vuelva a leer sus páginas. Agua
pasada.
Sin embargo, eso sería en un mundo en el que la curiosidad no
existe.
Le doy vueltas y, lentamente, abro la tapa, pero mis ojos no se
posan en la
primera página:
se dirigen al suelo, siguiendo la trayectoria de un pedazo de
papel que se ha
caído del interior
y que aterriza en mis pies desnudos. Cierro la agenda y frunzo el
ceño. Me
agacho para
recoger el papel vagabundo y de inmediato noto que es grueso y
brillante.
Es papel de foto. El
escalofrío que me recorre la columna me confunde. No puedo ver la
foto,
está boca abajo, pero
su sola presencia me inquieta. Miro hacia el umbral de la puerta
intentando
pensar, luego mis
ojos curiosos vuelven a la fotografía misteriosa. Me ha dicho que
no tiene
a nadie. A nadie, y
mira que se lo he preguntado de todas las maneras posibles. Sólo
Miller, ni
familia ni nada, y
aunque me muero de curiosidad, no he insistido para que me cuente
más.
Ya tenía bastantes
revelaciones sobre él con las que lidiar.
Respiro hondo y le doy la vuelta muy despacio. Sé que estoy a
punto de
desvelar otra pieza
de la historia de Miller. Me muerdo el labio nerviosa. Entorno los
ojos,
preparándome para lo
que me pueda encontrar, y cuando por fin veo la imagen... Me
relajo.
Ladeo la cabeza y libero
la tensión del cuello. Mientras estudio la foto, guardo la agenda
de Miller
en el cajón sin
mirar.
Niños.
Un montón de niños que se ríen, algunos con sombrero de vaquero y
otros
con plumas
como los indios en sus cabecitas felices. Cuento catorce en total,
de edades
comprendidas
entre los cinco y los quince años. Están en el jardín un tanto
descuidado de
una antigua casa
victoriana que está hecha una pena. Las cortinas parecen trapos
agujereados. La ropa de los
niños me dice que la foto es de finales de los ochenta, principios
de los
noventa, y sonrío con
ternura mientras mis ojos recorren la fotografía y comparto la
alegría de
los chiquillos. Puedo
oírlos gritar y reír mientras se persiguen con arcos, flechas y
pistolas de
juguete. Pero la
sonrisa me dura poco, se desvanece en cuanto veo a un niño
solitario que
está de pie al
margen, observando las monerías de los demás.
—Miller —susurro acariciando la imagen con la punta del dedo, como
si
pudiera imbuir
algo de vida en su minúsculo cuerpo.
Es él, no me cabe la menor duda. Ya se aprecian muchos de los
rasgos que
tanto he llegado
a amar. Lleva el pelo rizado más enmarañado que nunca, con su mechón
rebelde en el sitio, la
expresión impasible y carente de emoción y los penetrantes ojos
azules.
Parecen
atormentados... Muertos. Y aun así es un niño precioso a más no
poder. No
puedo quitarle los
ojos de encima, ni siquiera puedo parpadear. Debe de tener unos
siete u
ocho años. Lleva los
pantalones rotos, la camisa le va pequeña y las zapatillas están
hechas
polvo. Parece
abandonado, y la sola idea, junto con esta imagen en la que da la
impresión
de estar abatido y
perdido, me llena de infinita tristeza. Ni siquiera me doy cuenta
de que
estoy sollozando hasta
que las lágrimas caen en la superficie brillante de la fotografía
y borran la
dolorosa imagen de
Miller de pequeño. Quiero dejarla así, borrosa. Fingir que nunca
la he
visto.
Imposible.
Se me parte el corazón por el niño perdido. Si pudiera, me metería
en la
foto para
abrazarlo, acunarlo, consolarlo. Pero no puedo. Miro hacia la
puerta de la
cocina envuelta en
una nube de pena y de repente me pregunto por qué sigo aquí cuando
puedo
ir a abrazar, a
acunar y a consolar al hombre en el que se ha convertido ese niño.
Me
apresuro a limpiarme
las lágrimas, las de la cara y las que han caído en la foto. Luego
la meto de
nuevo en la agenda
de Miller y cierro el cajón. Bien cerrado. Para siempre.
Echo a correr de vuelta a su dormitorio y me quito la camiseta por
el
camino. Me meto
bajo las sábanas y me pego a su espalda todo lo que puedo,
aspirando su
fragancia. Vuelvo a
estar a gusto.
—¿Adónde has ido? —Me coge la mano con la que le abrazaba el
estómago y se la lleva a
los labios. La besa con dulzura.
—La abuela... —digo. Sé que esas dos palabras bastarán para que no
me
pregunte nada
más. Pero no impiden que se vuelva para mirarme a los ojos.
—¿Está bien? —pregunta con timidez. Eso magnifica el dolor en mi
pecho
y se me hace
un nudo en la garganta. No quiero que vea mi tristeza, así que
tarareo mi
respuesta. Espero que
la luz tenue me tape la cara—. Entonces ¿por qué estás tan triste?
—Estoy bien —intento decir con tono seguro, pero sólo me sale un
suspiro
poco
convincente. No voy a preguntarle por la foto porque ya sé que
cualquier
cosa que me cuente
será una agonía.
No me cree, pero tampoco insiste. Con las últimas fuerzas de
borracho, me
atrae contra su
pecho y me envuelve por completo con sus brazos. Estoy en casa.
—Tengo una petición —musita contra mi pelo, estrechándome con
fuerza.
—Lo que quieras.
Durante unos instantes nos rodean la paz y el silencio, y me
salpica de
besos el pelo antes
de susurrar su deseo:
—Nunca dejes de quererme, Olivia Taylor.
Ni siquiera tengo que pensarlo.
—Jamás.
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