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Una noche traicionada - Cap. 15

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CAPÍTULO 15
Los fuegos artificiales implosionan. Un crujido me despierta de mi
pacífica modorra.
Anochece y estoy a salvo. Está aquí. Sonrío y me acomodo entre sus brazos
hasta que me
pierdo en sus dulces y maravillosos ojos azules. Mis manos desaparecen
bajo su traje, en su
espalda, y me acerco a él. Su aliento cálido me cubre las mejillas. Le doy
un beso de esquimal,
me acaricia la parte posterior del muslo y se lo lleva a la cadera.
—Estaba preocupado por ti —susurra—. ¿Qué ha pasado?
—He vomitado encima de un par de abuelitas.
Los ojos le brillan con malicia.
—Eso he oído.
—Y luego ha aparecido William.
No me sorprendo cuando la chispa desaparece y Miller se tensa entre mis
brazos.
—¿Qué quería?
—Cabrearme —musito acurrucándome contra su pecho, con la mejilla
pegada a su
corazón. Late a un ritmo fuerte y constante, y el sonido me calma por
completo—. Dime que
nunca me abandonarás.
—Te lo prometo. —No vacila. Como si lo hubieran avisado de que se lo
iba a pedir. Como
si supiera que William me está acosando.
Me basta, porque sé que Miller Hart no hace promesas que no puede
cumplir.
—Gracias.
—No me lo agradezcas, Olivia. Nunca me des las gracias. Ven aquí, deja
que te vea.
Me saca de mi santuario, apoya la espalda en la cabecera de mi cama y me
acomoda en su
regazo. Noto su erección apretada entre nuestros cuerpos, larga y dura,
pero por la cara que
pone Miller, soy la única que está en celo. Con el ceño fruncido, me
restriego cuando me coge
las manos y entrelaza nuestros dedos. Arquea una ceja.
—¿Por qué trabajas en la cafetería?
La extraña pregunta pone fin a mis tácticas titubeantes.
—Por dinero —respondo.
Sin embargo, eso no es estrictamente cierto: tengo una cuenta corriente
llena a reventar.
—Yo tengo mucho dinero. No hace falta que te mates a trabajar en una
cafetería de
Londres.
Me muerdo el labio inferior, lo estiro adelante y atrás intentando
comprender lo que dice.
Su nuez sube y baja en su garganta al tragar saliva. Le preocupa mi
reacción, y está bien que
sea así.
—No necesito que nadie me dé dinero —afirmo con calma, aunque su leve
insinuación ha
borrado la serenidad que sentía hace unos instantes.
—Yo no soy simplemente nadie, Olivia. —Me acaricia los antebrazos con
la palma de la
mano y me acerca a su barbilla. Los ojos azules me queman con una
mirada airada, pero sigue
siendo cariñoso y su tono de voz es dulce—. No te enfades.
—No me enfado. Sólo es que prefiero ganar mi propio dinero.
—Sé que aspiras a más que a preparar cafés —dice en tono
condescendiente y, aunque
podría señalarle que sus ambiciones son aún mucho menos loables, no me
apetece añadir otra
discusión a la lista de hoy.
—Estoy cansada. —Me salgo por la tangente con esa patética frase y apoyo
la cabeza en su
pecho, aunque todavía lleva el traje puesto. Hundo la cara en su cuello e
inhalo su fragancia
masculina.
—Cansada —suspira, y me envuelve entre sus brazos—. Si sólo son las
seis y media de la
tarde y, según tengo entendido, llevas acostada desde el mediodía.
No hago ni caso de su observación y, con el índice y el pulgar, jugueteo
con el lóbulo de su
oreja.
—¿Qué tal tu día?
—Largo. ¿Qué quería Anderson?
—Ya te lo he dicho: sacarme de mis casillas.
—Explícate.
—No.
—Te he hecho una pregunta.
—Puedes preguntar tantas veces como quieras —susurro—, no quiero
hablar del asunto.
Me muevo antes de tensar los músculos para inmovilizarlo. Me levanta y
me sienta a
horcajadas sobre él. Me coge los muslos con una mirada impaciente.
—Mala suerte.
—Para ti —mascullo indignada.
Le estoy buscando las cosquillas, pero es que no deseo compartir mis
recientes hallazgos
con Miller en este instante. O puede que nunca. Fui un bebé de
conveniencia y no de la clase
habitual. Serví a un propósito y encima fracasé miserablemente.
Me estudia con atención. Está esperando que me explique, cosa que no
pienso hacer. Las
expectativas de Miller no impiden que pensamientos menos placenteros
trepen por los muros
de mi mente. ¿Cómo debió de sentirse William cuando se enteró de que
Gracie se había
quedado embarazada de otro hombre, con lo mucho que la amaba? Ahora
tengo claro que se
acostaba con otros para castigarlo, pero ¿eso significa que se quedó
embarazada adrede? ¿Me
trajeron a este mundo también con el propósito de herir a William?
¿Habría obligado a mi
madre a poner fin al embarazo si yo no hubiera servido también para
acallar los rumores de
sus enemigos? Fui un peón, eso es todo. Un objeto que William usó en
beneficio propio.
—¿Olivia? —La forma dulce y alentadora en que Miller pronuncia mi
nombre trae mi
mente vagabunda de vuelta a la habitación, donde me espera alguien que de
verdad me quiere.
No porque sirva para un propósito, sino porque soy su propósito.
—William me utilizó —murmuro. Me duele decirlo. Tenía superado el
dolor de haber sido
abandonada. Ahora me enfrento a un nuevo tipo de dolor—. Mi madre se
quedó embarazada
de otro hombre para castigarlo a él.
Hago una mueca al oír mis gélidas palabras y cierro los ojos con fuerza.
—Estaban enamorados —prosigo—. Él y mi madre estaban locamente
enamorados y no
podían estar juntos por el mundo de William. Si la gente equivocada se
hubiera enterado de su
relación, la habrían utilizado contra él.
De repente considero la posibilidad de que William mantuviera a Gracie
cerca no sólo
porque necesitaba verla, sino también para poner fin a toda sospecha.
Nunca se liaba con sus
chicas. Todo el mundo lo sabía.
Permanezco con los ojos cerrados hasta que noto movimiento debajo de mí
y siento la
boca caliente de Miller en la mía.
—Silencio —me susurra, a pesar de que ya me he callado.
No tengo nada más que decir, y espero que Miller no siga presionándome.
Todos los
fragmentos de la historia que me ha contado William esta mañana, toda la
intensidad y la
pasión entre él y mi madre, han sido aniquilados con su última frase: «Le
salvaste la vida a tu
madre».
Pues no, y mi actual estado mental no me permite sentir remordimientos al
respecto.
—¿Cuánto hace que conoces a William? —pregunto con calma mientras
Miller me cubre
las mejillas y los labios de besos.
—Diez años.
Su respuesta suena a punto y final, y su boca continúa seduciendo a la mía,
su lengua deja
atrás mis labios y traza círculos reverentes. Me está distrayendo, así que
me despego de su
laboriosa boca y lo estudio un instante. Le retiro el mechón rebelde de la
frente. No le gusta
que me haya apartado, cosa que me hace sospechar aún más.
—Cuando descubriste que conocía a William, sabías que no le iba a gustar
lo nuestro, ¿no
es así? No comparte tu modo de hacer negocios.
—Correcto.
—¿Eso es todo?
Se encoge de hombros y finge indiferencia:
—Anderson tiene opiniones para todo, incluido yo.
—Dice que careces de sentido moral —susurro bajando la mirada.
Me avergüenza contarle lo que William opina de él. Es absurdo, porque sé
que William ya
se lo ha dicho a la cara.
—Mírame. —La yema de su índice se desliza por debajo de mi barbilla y
me levanta la
cara. Me consumen sus brillantes ojos azules y su boca entreabierta—. No
contigo —dice
despacio, con calma, sosteniendo mi mirada como si sus ojos fueran
imanes.
Ya lo sé. Tengo que olvidar nuestro espantoso encuentro en el hotel. Aquél
no era mi
Miller.
—Te quiero —digo con un hilo de voz.
Lo abrazo y me fundo con su pecho. Luego apoyo la cabeza en su hombro.
Él responde con
un gruñido casi inaudible y me tumba boca arriba. Su cuerpo me clava en
la cama.
—Te vas a arrugar el traje —aviso despeinándolo e intentando olvidar mi
conversación
con William. Me he pasado años deseando que hubiera una explicación e
hice lo indecible
para encontrarla. Ahora me he tropezado con ella y desearía con todas mis
fuerzas no haberlo
hecho.
—Podría ser peor. —Me mordisquea el cuello y la presión de su boca me
produce un
pequeño escalofrío.
—¿Cómo?
Miller no parece estar tan obsesionado con su aspecto como antes y,
aunque debería
alegrarme mucho de que haya dejado de ser tan estirado y tan remilgado,
no sé por qué parece
que me preocupa más a mí que a él.
—Podríamos haber hecho planes para salir a cenar.
Frunzo el ceño, pero él abre la boca otra vez antes de que pueda
preguntarle qué demonios
dice.
—Por suerte, tu encantadora abuela se ha ofrecido a darnos de comer.
Se apoya en los antebrazos y me mira. Sus ojos tienen un brillo malicioso.
Sé lo que busca
y no voy a decepcionarlo. Pongo los ojos en blanco.
—¿Ha tenido que torturarte para que aceptaras? —digo.
—La verdad es que no.
Me da un beso perezoso en los labios y levanta la cabeza. Con el cambio de
postura, sus
caderas presionan mi bajo vientre. Abro los ojos al notarme húmeda. Ahora
que he vaciado mi
mente de cargas no deseadas hay espacio para otra cosa. Algo agradable.
Deseo.
Me muerdo el labio inferior, busco sus hombros y le aliso las mangas de la
chaqueta. El
tacto de sus bíceps aumenta mi apetito. Niego con la cabeza muy despacio,
sentenciando,
inmutable. Me rindo con un bufido.
—Contrólate tú.
Levanto las caderas y lo dejo sin aliento. Intenta lanzarme una mirada
asesina pero le sale
fatal. Sonrío y repito la operación. Por supuesto, me pongo más cachonda,
pero ver a Miller
luchando por contenerse enciende en mí la chispa de una rebeldía infantil.
Vuelvo a
levantarme y observo entre risas cómo salta de la cama y empieza a
alisarse la ropa y a darle
tirones al bajo de la chaqueta.
—¿De verdad, Olivia?
Me incorporo con una sonrisa malévola en la cara.
—Siempre es cuando a ti te apetece.
Apoyo la barbilla en la palma de la mano y el codo en la rodilla. Está
ocupado
adecentándose, buscando una respuesta sin mirarme.
—No nos va tan mal, ¿no crees?
—Cuando alguien te está hablando es de buena educación mirarlo a la cara.
Las frenéticas manos se quedan quietas y su cara impasible se alza hacia la
mía.
—No nos va tan mal, ¿no crees?
—No, no lo creo.
Me vienen a la cabeza recuerdos de un gimnasio, un estudio y coches.
Aquí, al menos, hay
una cama. Y es mi dormitorio. Me bajo del colchón y me acerco a él,
despacio y con un
propósito. Me observa de pie y en silencio, casi con cautela, hasta que me
pego a su pecho.
Alzo la mirada hacia su boca, de la que salen ráfagas de aire caliente que
alimentan mi deseo y
mi confianza.
—No voy a aguantar hasta después de la cena —le advierto mirándolo a los
ojos.
—No voy a faltarle al respeto a tu abuela, Olivia.
Entorno los ojos y con una mano traviesa le rozo la entrepierna. Da un
salto atrás. Yo doy
un paso adelante.
—No seas tan remilgado.
Sus fuertes manos se cierran sobre mis antebrazos y su cara baja hacia la
mía con una
expresión frustrada.
—No —se limita a decir.
—Sí —respondo. Me revuelvo, me libro de sus manos y le cojo las nalgas
a dos manos—.
Tú eres quien ha desatado mi deseo y, por tanto, estás en la obligación de
remediarlo.
—¡Joder!
Por dentro lanzo vítores. Sé que lo tengo en el bote. No puede hacerme
soportar otra cena
con la abuela en este estado o entraré en combustión espontánea.
—Relájate.
—Olivia, dame fuerzas.
De un manotazo aparta mi mano de su entrepierna y me derriba en la cama.
El somier
chirría y la cabecera da golpes contra la pared. Mi victoria me llena de
orgullo. Junto los
labios y cierro los ojos y él dibuja deliciosos círculos en mí. Intento
recolocar las piernas para
aliviar la presión que se acumula entre mis muslos, pero sólo consigo que
me sujete con más
fuerza y me clave las muñecas en el colchón.
—¿Me deseas? —dice echándome el aliento a la cara, empujando hacia
adelante,
dejándome sin aire en los pulmones. Grito y abro los ojos. Unas pestañas
oscuras me dan la
bienvenida, enmarcan unos embriagadores ojos azules—. No me obligues a
repetirte la
pregunta.
—¡Sí! —grito cuando me ataca con otra embestida bien calculada.
Lo siento, está duro como una piedra debajo de la tela del pantalón.
Empiezo a perder el
sentido y la habitación da vueltas, pero veo con total claridad la cara
perfecta de Miller
delante de mí.
—¡Miller! —jadeo.
Odio el control que tiene sobre mi cuerpo, pero a la vez me encanta. Se lo
ve satisfecho.
De pronto se aparta y comienza a alisarse el traje otra vez.
—Vamos. Tu abuela se ha tomado muchas molestias.
La mandíbula me llega al suelo. No me lo puedo creer.
—¿No serás capaz de...?
—Por supuesto que sí.
Me levanta de la cama e intenta ponerme presentable. Estoy patidifusa. No
me esperaba
que jugara sucio. Menuda tienda de campaña. Eso debe de doler, porque a
mí me duele. Me
cepilla el pelo enmarañado hasta que está satisfecho con el resultado.
—Estás colorada —dice con voz de cretino engreído.
—¿Cómo...? —Me pone un dedo en los labios para hacerme callar y al
instante sus labios
lo reemplazan, cosa que aún me pone peor.
—Sólo piensa en que después, cuando pueda tomarme mi tiempo contigo,
vas a
disfrutarme mucho más.
—Eres muy cruel —gimoteo echándole los brazos al cuello y asaltando su
maravillosa
boca, desesperada por disfrutarla al máximo antes de que me aparte.
Pero no lo hace, sino que me levanta del suelo y me lleva hacia la puerta
mientras me
devuelve el beso y acepta mi lengua, que baila salvajemente en su boca.
Gime de gusto. Para
sentirlo mejor, le enrosco las piernas en las caderas prietas y arqueo la
espalda. Nuestros
pechos se funden y hundo los dedos en su pelo. Gimo. Protesto. Suspiro.
Ladeo la cabeza, mi
boca dibuja sus labios y de vez en cuando mi lengua descansa y le doy un
mordisco. Eso no me
alivia pero, si es todo lo que voy a conseguir por ahora, voy a disfrutarlo al
máximo. Cierro los
ojos cuando Miller me coge por las nalgas, las estruja, las masajea y las
acaricia mientras
empieza a bajar la escalera. Se me acaba el tiempo.
—Olivia —jadea poniendo fin a nuestro beso.
—No... —protesto. Mi boca ataca de nuevo.
—Jesús, me vas a dejar hecho una ruina.
Medio atontada, tomo nota de la estupidez que acaba de decir.
—Llévame a tu casa —le suplico, aunque sé que será en vano.
Miller es demasiado educado como para dejar plantada a mi abuela. Huele
a comida
caliente, a comida pesada que cuece a fuego lento. La abuela canturrea
feliz en la cocina.
—Se ha tomado demasiadas molestias.
Me aparta de su traje y me deja en el suelo. Luego me arregla la camiseta.
—¿No tienes hambre? —dice mirando mi vientre plano.
—La verdad es que no —admito. Estoy demasiado ocupada como para
pensar en comer.
—Vamos a tener que resolver lo tuyo con la comida antes de que te
vuelvas transparente
—replica cortante.
—No tengo ningún problema con la comida. —Le tiro de la corbata y me
peleo con el
nudo medio deshecho hasta que está recto y aseado—. Como cuando tengo
hambre.
—¿Y eso cuándo es? —Me lanza una mirada expectante mientras se quita
la chaqueta y la
cuelga del perchero antes de volverse hacia el espejo y deshacer el nudo de
la corbata que me
he pasado treinta segundos perfeccionando.
Su espalda parece más ancha cuando se lleva las manos al cuello. El
chaleco parece a
punto de reventar. Suspiro de admiración.
—Tenemos que llevarte al médico.
La frase me devuelve al presente y tengo que ponerme seria.
—Ya he ido —susurro.
No puede ocultar la sorpresa. Me encanta poder sacarle tantas emociones,
pero no es el
momento.
—¿Has ido sin mí?
Me encojo de hombros para quitarle importancia.
—La recepcionista me dijo que lo mejor era que tomara la píldora del día
después cuanto
antes, y sólo podía darme hora para esta mañana.
—Ah. —Termina con el nudo de la corbata y parece incómodo—. No
quería que tuvieras
que hacerlo sola, Olivia.
—Me he tragado una píldora —sonrío intentando animarlo. Se siente
culpable.
—¿Y las anticonceptivas?
—Hecho.
—¿Has empezado ya?
—El primer día de mi siguiente ciclo. —Me acuerdo de eso, pero no de
mucho más.
—¿Cuándo es eso?
Con el ceño fruncido, hago mis cálculos mentales.
—Dentro de tres semanas.
No le va a gustar. Tuve la regla mientras Miller estaba... ausente.
—Estupendo —dice muy formal, como si acabara de llegar a un
importante acuerdo de
negocios.
Pongo los ojos en blanco e ignoro su mirada inquisitiva.
—Y antes de que me lo preguntes: sí, es necesario que me ponga insolente.
Aprieta los labios y entorna sus ojos azules.
—Ese brío... —susurra haciéndome sonreír—. Habría ido contigo.
—Ya soy una mujer.
No hace falta que se preocupe, aunque es culpa suya que me haya visto en
esa situación.
No volverá a ocurrir.
—Además, viniste conmigo. —Sonrío intentando que olvide el sentimiento
de culpa—.
Todavía te llevaba dentro.
Él también sonríe.
—Y dale con el brío.
Nos interrumpe el ruido de pasos y aparece la abuela. Su cara risueña está
más risueña que
de costumbre, y sé que es porque Miller está aquí y ha accedido a que ella
le prepare la
comida.
—¡Asado! —canturrea encantada de la vida—. No he tenido tiempo de
preparar nada más
extravagante.
Miller me quita los ojos de encima y los centra en sus zapatos caros. La
abuela está en
éxtasis, a pesar de que acaba de perder de vista los deliciosos bizcochitos
de Miller.
—Estoy seguro de que es perfecto, señora Taylor —dice él.
Ella le pega con el paño de cocina, la mar de ufana y sonriendo como una
adolescente.
—He puesto la mesa en la cocina.
—De haber sabido que iba a cenar con usted habría traído algo —dice
Miller cogiéndome
de la nuca y poniéndome en movimiento para que siga a la abuela hacia la
cocina.
—¡Tonterías! —ríe ella—. Además, todavía tengo guardados el champán y
el caviar.
—¿Con el asado? —pregunto con el ceño fruncido.
—No, pero dudo que Miller nos hubiera traído un barril de cerveza barata
para
acompañarlo. —La abuela señala una silla con la mano—. Sentaos.
Miller aparta la silla para mí, me siento y luego me arrima a la mesa. Su
boca acaricia mi
oreja.
—¿Cuánto tiempo necesitas para terminarte el asado? —susurra.
Lo ignoro y me concentro en el calor de su aliento en mi oído, lo que
probablemente sea
una estupidez, pero es que no importa lo que yo tarde en limpiar el plato,
porque los modales
de Miller no le permiten engullir a toda velocidad.
Toma asiento a mi lado y me lanza una sonrisa pícara cuando la enorme
cacerola de barro
con el asado de la abuela aterriza en la mesa. Huele a carne, verduras y
patatas. Hago una
mueca. No tengo ni pizca de hambre, lo único que me apetece devorar es al
hombre
recalcitrante que está sentado a mi lado.
—¿Dónde está George? —refunfuña la abuela mirando impaciente el reloj
—. Llega cinco
minutos tarde.
—¿George viene a cenar? —pregunta Miller señalando con la cabeza el
asado humeante.
Es su forma de decirme que empiece a comer—. Será un placer volver a
verlo.
—Hum. No es propio de él llegar tarde.
Tiene razón. Normalmente está sentado a la mesa, armado con cuchillo y
tenedor, con
tiempo de sobra para ser el primero en empezar. Por desgracia, hoy ese
honor me corresponde
a mí. Cojo la cuchara de servir con el mismo entusiasmo que siento, la
hundo en el centro y
esparzo el aroma por toda la cocina.
—Huele de maravilla —cumplimenta Miller a la abuela sin quitarme los
ojos de encima.
No sé cuánto voy a ser capaz de comer, pero con la abuela y Miller
interesadísimos en mis
hábitos alimentarios, voy a tener que apañármelas para tomarme un plato
entero.
En ese instante suena el timbre de la puerta. «Salvada por la campana.»
—Voy yo.
Dejo la cuchara, y aún no he terminado de levantar el culo de la silla
cuando ya me han
vuelto a sentar en ella.
—Si me permites —interfiere Miller.
Coge la cuchara y me sirve un plato lleno a más no poder. Luego sale al
pasillo.
—Gracias, Miller —tararea la abuela con una sonrisa resplandeciente—.
Es todo un
caballero.
—La mayor parte del tiempo —murmuro por lo bajo.
Cojo de nuevo la cuchara de servir y lleno el plato de Miller hasta que
amenaza con
desbordarse.
—¿Tiene apetito? —pregunta la abuela; sus ojos ancianos siguen la
cuchara, que viaja
repetidas veces de la cazuela al plato de Miller.
—Está muerto de hambre —proclamo muy orgullosa de mí misma.
—Guarda algo para George. Le dará un pasmo si no puede repetir al menos
una vez.
Echo un vistazo al interior de la cazuela para ver lo que queda.
—Hay de sobra —digo.
—Mejor. Empieza. —Señala mi plato con el dedo y me pregunto qué ha
sido de la etiqueta
en la mesa, de eso de esperar a que todo el mundo esté sentado antes de
empezar. La abuela
mira en dirección al pasillo y enarca una ceja—. ¿Crees que se habrán
perdido?
—Iré a ver.
Me levanto. Cualquier cosa con tal de no comer. Espero que se produzca un
milagro y mi
apetito haga acto de presencia en breve mientras busco a Miller y a
George. Sin prisa, recorro
el pasillo y veo la espalda de Miller y la puerta que se cierra tras él.
—¿Qué quieres? —me espeta intentando bajar el tono de voz. Fracasa
estrepitosamente.
Tardo una fracción de segundo en darme cuenta de que George no ha
llamado a la puerta.
Ya estarían los dos de vuelta en la cocina y Miller no estaría haciendo
preguntas como si
escupiera serpientes por la boca. Se me acelera el pulso y aprieto el paso.
Cojo el pomo de la
puerta y tiro, pero éste sólo se mueve unos milímetros, se resiste cada vez
más. No quiero
gritar y alarmar a la abuela, así que espero un momento hasta que noto que
la puerta cede
ligeramente y tiro con todas mis fuerzas. Funciona. Miller se tambalea un
poco por haber
perdido el punto de apoyo. El pelo le cae sobre la frente y sus ojos azules
me acribillan
sorprendidos.
—Olivia. —Apenas puede contener un suspiro de exasperación cuando da
un paso hacia mí
y me coge por la nuca. Se hace a un lado y puedo ver al invitado
misterioso.
—Gregory —digo con una mezcla de ansiedad y alegría.
No es lo ideal. Nunca habría escogido planear una reconciliación con
Miller cerca, pero
aquí está y no puedo hacer nada al respecto. La mandíbula de Gregory
tiembla, no es una
buena señal, sigue sin tolerar a Miller Hart. Y Miller está que echa humo.
—En amor y compañía —dice Gregory entre dientes con una mirada
mordaz dirigida a
Miller y a mí.
—No seas así —replico con dulzura, intentando acercarme a él.
No voy a ninguna parte. Miller no me suelta, no me soltará pase lo que
pase.
—Miller, por favor. —Me revuelvo, me suelto y mi buena intención sólo
recibe gruñidos.
—Olvídalo, Olivia. —Vuelve a tomar posesión de mi nuca.
Alzo la vista y me encuentro con su mirada asesina. Es lo que me faltaba.
—¿Qué quieres? —le espeta Miller. Su tono es amenazador.
—Quiero hablar con Olivia. —Gregory prácticamente ruge su petición.
Está a la altura de la ferocidad de Miller. Son como dos lobos al acecho,
con las
mandíbulas tensas y la respiración alterada, preparados para atacar en
cualquier momento,
sólo que no sé cuál de los dos perderá el control primero. El temple de
Gregory es digno de
admiración.
—Pues habla.
—A solas.
Miller niega suavemente con la cabeza, seguro de sí mismo, rebosando
supremacía por
cada poro de su refinado cuerpo.
—No —dice con un susurro, pero la palabra casi inaudible es pura
determinación. No le
hace falta subir el volumen.
Gregory desvía la mirada de Miller y la posa en mí con desprecio.
—Bien, puedes quedarte —cede. Le palpita la vena del cuello.
—Eso no es negociable —aclara Miller.
Mi mejor amigo no le otorga a Miller ni una mirada desdeñosa. Ésa me la
reserva a mí.
—Lo siento —dice sin el menor atisbo de sinceridad.
Mantiene la misma mirada de indiferencia que lleva ahí desde que he
aparecido en escena.
Ni parece, ni suena arrepentido, aunque yo desearía que lo estuviera. Yo
también quiero
disculparme, aunque no sé por qué. No creo tener nada de lo que
arrepentirme. Sin embargo,
estoy dispuesta a disculparme con tal de tener a Gregory de vuelta. Es
posible que haya estado
distraída desde nuestro altercado, pero él no ha vuelto por aquí y me
remuerde la conciencia.
Lo he echado muchísimo de menos.
—Yo también lo siento —susurro haciendo caso omiso de Miller, que cada
vez está más
tenso y respira con más fuerza—. Odio que estemos así.
Gregory agacha la cabeza y se mete la mano en el bolsillo de los vaqueros.
Las botas de
trabajo arañan el sendero.
—Muñeca, yo también odio que estemos así, pero me tienes aquí para lo
que haga falta. —
Me mira con cara de pena—. Quiero que lo sepas.
Me invade la felicidad. Se me ha quitado un peso enorme de mis hombros
cansados.
—Gracias.
—De nada —contesta él, y luego se saca algo del bolsillo y extiende el
brazo hacia mí.
El alivio se torna confusión. Miller se queda petrificado a mi lado, no creo
que sean
imaginaciones mías.
—Cógela —me dice Gregory tendiéndome la mano.
Un brillo plateado refleja la luz del porche y me ciega como el sol de
invierno. Entonces
reparo en la letra perfecta: es la tarjeta de Miller. El corazón se me sale por
la garganta.
La mano de Miller le arrebata la tarjeta en un abrir y cerrar de ojos.
—¿De dónde coño la has sacado?
—Eso no importa —dice Gregory con calma, bajo control.
Yo, en cambio, pierdo el mío del todo, estoy temblando de pies a cabeza.
—¡Claro que importa! —ruge Miller levantando el puño y arrugando la
tarjeta hasta que
desaparece—. ¿De dónde la has sacado?
—Que te jodan.
Miller me suelta al instante.
—¡Miller! —grito, pero ha montado en cólera y no hay nada que pueda
hacer para
apaciguarlo.
Gregory se las apaña para esquivar el primer puñetazo, pero ambos no
tardan en rodar por
el suelo con un estrépito.
—¡Miller!
Mis gritos de pánico no sirven de nada, al igual que mis piernas y mis
brazos. Sería de
locos meterse en medio de esos dos, pero odio sentirme tan inútil.
—Parad, por favor —lloriqueo en voz baja.
Las lágrimas que se agolpaban en mis párpados empiezan a rodar ahora por
mis mejillas y
nublan el doloroso paisaje.
—¡¿Para qué coño te metes donde nadie te llama?! —brama Miller
cogiendo a Gregory de
la camisa y lanzándole un derechazo letal a la mandíbula que le gira la cara
a mi amigo—.
¿Por qué cojones todo dios se cree con el puto derecho a entrometerse?
¡Plas!
Otro golpe bestial le parte a Gregory el labio. La sangre mana a borbotones
y cubre los
nudillos de Miller.
—¡Déjanos en paz de una puta vez!
—¡Para, Miller! —grito intentando dar un paso adelante, pero mis piernas
parecen de
gelatina. Tengo que cogerme a la barandilla para no caerme—. ¡Miller!
Está a horcajadas sobre Gregory, resoplando como una bestia, con la cara
bañada en sudor.
Nunca lo había visto tan fuera de sí. Está fuera de control. Agarra a mi
amigo del cuello de la
camisa con ambas manos y lo levanta.
—¡Le arrancaré la piel a tiras a quien se atreva a intentar arrebatármela!
Quedas avisado.
—Empuja a Gregory contra el suelo y se levanta sin apartar sus ojos
enloquecidos de él—.
¡Más te vale cerrar el pico!
—¡Miller! —grito sorbiéndome los mocos, mientras intento respirar entre
sollozos.
Entonces se vuelve lentamente hacia mí y no me gusta lo que veo. Ha
perdido la razón. Ha
perdido el dominio de sí mismo. Está hecho un energúmeno. Esa faceta
suya, la violenta, la
irracional, la posesa, no me gusta nada en absoluto. Me asusta, y no sólo
por el daño que puede
infligir, sino porque no parece darse cuenta de nada cuando entra en ese
estado destructivo.
Nuestras miradas se abrazan durante una eternidad, él resoplando sin
control y yo intentando
traerlo de vuelta antes de que cause más daño. Gregory está hecho
fosfatina. Está intentando
levantarse detrás de Miller, se agarra el estómago y sisea de dolor. No se lo
merecía.
—Tiene derecho a saberlo —masculla doblado sobre sí mismo de dolor.
Sus palabras, apenas inteligibles, entran en mis oídos alto y claro. Cree que
no lo sé.
Pensaba que venía aquí a compartir conmigo información sobre el hombre
al que odia, y que
esa información me haría apartarlo de mi vida. Cree que por eso Miller ha
perdido la cabeza y
no sólo porque se ha entrometido y porque casi lo descubre ante la abuela,
de la que se
preocupa mucho. Mi pobre corazón, que sigue fuera de sí atronando en mi
pecho, mete una
marcha más.
—Ya lo sabía —digo tragando saliva sin apartar la mirada de los ojos de
Miller—. Sé lo
que era y lo que ha hecho.
Soy consciente de que la noticia va a rematar a Gregory. Creía tener la
razón perfecta para
que yo dejara a Miller, creía que iba a venir a consolarme cuando
descubriera la terrible
verdad. Eso era lo que esperaba. Pues se equivoca, y soy perfectamente
consciente de que esto
podría asestarle el golpe de gracia a nuestra amistad. Nunca entenderá por
qué sigo con Miller,
y dudo que yo sea lo bastante fuerte o capaz para hacérselo entender.
—¿Lo sabías? —inquiere estupefacto—. ¿Sabías que este pedazo de
mierda es un puto
gigoló?
—Era chico de compañía —lo corrijo.
Me permito desviar la mirada de Miller y trasladarla al cuerpo dolorido de
Gregory. Está
empezando a ponerse derecho.
La incredulidad de su rostro me hace sentir una vergüenza que ni quiero ni
esperaba sentir.
—¿Qué coño te ha pasado? —me espeta.
Me lanza una mirada de odio que me parte por la mitad, y tengo que
apretar los labios para
no dejar escapar un sollozo porque sé que eso desataría de nuevo la locura
de Miller.
No me doy cuenta de que en ese instante se abre la puerta detrás de mí,
pero sí que oigo la
voz gastada por los años de la abuela.
—¡Que se enfría la cena! —exclama. Luego se hace el silencio durante un
nanosegundo, el
tiempo que tarda en procesar el cuadro con el que acaba de encontrarse—.
Pero ¿qué
demonios...?
No me da tiempo a pensar en una explicación para la abuela. Gregory
vuelve a la vida y
carga contra Miller, se abalanza sobre su cintura y ambos ruedan por el
sendero del jardín.
—¡Maldito cabrón! —grita cogiendo impulso y catapultando el puño con
un bramido.
Miller lo esquiva y la mano de Gregory se estrella contra el asfalto—.
¡Mierda!
—¡Por todos los santos! —La abuela corre como el viento y se planta en
medio de los dos
hombres.
Los tiene bien puestos, y es temible. No hay ni rastro de miedo en su
anciano rostro, es
pura decisión.
—¡Se acabó! —grita. Se mete entre los dos y los empuja con un grito—:
¡Basta!
Ellos resoplan, uno a cada lado de ella, que los sujeta por el pecho.
Maldicen y se lanzan
miradas asesinas. La abuela es muy valiente pero temo por ella, la cólera
que disparan ambos
no parece tener intención de disiparse. La abuela no es de cristal, pero no
deja de ser una
anciana. No debería intervenir ni meterse entre estos dos hombres. Sobre
todo por cómo está
Miller. Parece poseído, incapaz de razonar.
—¡Sólo lo diré una vez! —les advierte—. ¡O paráis o tendréis que véroslas
conmigo!
Sus palabras me meten el miedo en el cuerpo, pero dudo que tengan el más
mínimo efecto
en esos dos. Para mi sorpresa, ambos se relajan y desvían sus miradas
letales. Entonces
recuerdo lo que me dijo William medio en broma: «Nunca nadie me ha
hecho cagarme en los
pantalones, Olivia, excepto tu abuela».
—Así está mejor.
Los suelta, despacio, asegurándose de que no van a moverse del sitio.
Tuerce el gesto y
pone cara de asco. Mira a uno y a otro enfadadísima.
—Que no tenga que volver a separaros, ¿me habéis oído?
Me quedo alucinada cuando Miller asiente con un movimiento seco de la
cabeza y Gregory
con un gruñido mientras se limpia la sangre de la nariz.
—Bien —dice la abuela señalando la puerta principal—. Entrad en casa
antes de que los
vecinos empiecen a cuchichear.
Permanezco callada, flipada, observando cómo la abuela coge las riendas
de esta espantosa
situación y se hace con el control. Cuando ninguno de los dos se mueve lo
bastante rápido para
su gusto, los empuja sin contemplaciones. Miller tiene la cabeza gacha y sé
que es porque se
muere de vergüenza. Mi abuela, una mujer a la que respeta, ha sido testigo
de su agresión. Doy
las gracias porque la abuela no haya salido unos minutos antes. Entonces sí
que habría pillado
a Miller en todo su psicótico esplendor.
Gregory pasa junto a mí primero. Luego la abuela y después Miller. Ni
siquiera puedo
moverme. Lentamente, sus ojos preocupados encuentran los míos,
traumatizados, y se detiene.
Está hecho un cisco, con el chaleco enrollado, la camisa por fuera y la
manga rota. Lleva el
pelo enmarañado y enredado.
—Te pido disculpas —dice en voz baja.
Da media vuelta y, de cuatro zancadas, recorre el sendero y se planta en su
coche.
—¡Miller! —grito.
Corro tras él aterrorizada. Mis piernas temblorosas no son de gran ayuda, y
los neumáticos
chirrían sobre el asfalto antes de que haya conseguido llegar al final del
sendero. Me llevo la
mano al pecho como si la presión pudiera calmar el latido desenfrenado de
mi corazón. No
funciona, y no sé si tendrá solución.
—¿Livy? —La voz grave de George me hace apartar la mirada del
Mercedes de Miller,
que desaparece a lo lejos. Parece confuso y viene hacia la casa—. ¿Qué
ocurre, cielo?
Vuelvo a dejarme llevar por las emociones y me derrumbo. Me da un
abrazo de oso y
sostiene mi cuerpo enclenque.
—Ha salido todo fatal —lloro en su jersey con cadenas. Su pecho fofo
envuelve mi
diminuto cuerpo.
—Cura sana... —me calma y me masajea la espalda con grandes círculos
de su mano—.
Vayamos adentro.
George me coge por los hombros y me conduce por el sendero. Cierra la
puerta con
cuidado al entrar. Luego me lleva a la cocina, donde encontramos a la
abuela limpiando la
nariz de Gregory con una gasa fría. Huele a agua oxigenada, y Gregory
protesta de vez en
cuando, lo que me demuestra que es la abuela la que ha elegido el
tratamiento.
—Estate quieto —le dice. Por su tono, sé que todavía está molesta.
Gregory me ve en cuanto George me sienta en una silla y me da un pañuelo
de tela limpio.
La abuela se vuelve. Ahora falta un invitado y ha llegado el que faltaba al
principio.
—¡Llegas tarde! —le grita al pobre e inocente George—. ¡La cena se ha
enfriado y se ha
montado un combate de boxeo en mi jardín!
—¡Un momento, Josephine Taylor!
George se pone recto y yo me tenso de pies a cabeza. La abuela no está de
humor para que
le chisten, y George debería haberlo notado por la furia que emana de su
cuerpo bajito y
rechoncho. Sin embargo, eso no lo detiene:
—Acabo de llegar y, por lo que veo, que la cena se haya quedado fría es la
menor de
nuestras preocupaciones. ¿Por qué no tapas el asado y dejas que yo me
encargue de estas
pobres almas en pena?
La abuela pasa la gasa por el labio partido de George con demasiada
firmeza y pregunta
sorprendida:
—¿Dónde está Miller?
Ahora soy yo el blanco de su ira.
—Se ha ido —admito enjugándome las lágrimas con el pañuelo y
robándole una mirada
arriesgada a Gregory.
Él entorna los ojos y no es por la hinchazón. Por lo menos, uno de los dos
se le va a poner
morado: el que se libró durante el último encontronazo con Miller. Mi
vapuleado amigo gruñe
algo con una risa sardónica, pero no le pido que lo repita porque sé a
ciencia cierta que no me
va a gustar lo que ha dicho. Y a la abuela y a George, tampoco.
—¿Qué ha pasado? —pregunta George sentándose a mi lado.
—Que me aspen si lo sé.
La abuela le pone a Gregory una tirita en el labio y presiona en los
extremos para
asegurarse de que está bien pegada sin hacer caso de los gruñidos de
protesta de su paciente.
—Todo cuanto sé es que Gregory y Miller no se llevan bien, pero nadie
parece dispuesto a
explicarme por qué.
Sus ojos expectantes se dirigen hacia mí y agacho la cabeza para no tener
que verlos.
Lo cierto es que Miller y Gregory se detestan desde antes de que mi amigo
descubriera su
oscuro pasado. Ahora sólo puedo suponer que se odian el uno al otro
categóricamente. Nada
podrá arreglarlo. Puedo tener a uno o a otro. La culpa me destroza mientras
veo cómo le hacen
curas a mi amigo más antiguo, mi único amigo. Me siento culpable por ser
la causa de sus
heridas y de su dolor, y me siento culpable porque sé que no voy a elegirlo
a él.
Me levanto con todas las miradas puestas en mí, todos los presentes
esperando mi
siguiente movimiento. Rodeo la mesa con calma y me agacho para darle un
beso a Gregory en
la mejilla.
—Cuando amas a alguien, lo amas por quien es y por cómo llegó a ser esa
persona —le
susurro al oído, y de inmediato me doy cuenta de que es probable que la
abuela haya oído mi
declaración. Rezo para que Gregory calle lo que sabe. No por mí, ni por
Miller, sino por ella.
Removería demasiados fantasmas—. No lo di por perdido entonces y
tampoco voy a rendirme
ahora.
Me enderezo y salgo con calma de la cocina. Dejo atrás a mi familia para ir
a consolar a

mi alguien.


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