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CAPÍTULO 14
Estamos a pocas calles de la cafetería, en un atasco. Sé que me
está
estudiando, así que lo miro
de reojo y le sonrío. Se acerca y me besa con dulzura.
—Tu pelo... Pareces un león —dice.
Frunzo el ceño mientras trata de colocármelo detrás de las orejas.
Sonrío.
—No tenía crema suavizante. —Le paso la mano por sus rizos
impecables
—. Debería
haberte pedido la tuya.
Se queda petrificado y deja el arreglo de mi pelo a medias. Me mira
divertido y yo sonrío
de oreja a oreja.
—Eres perfecta. —Vuelve a dejarme el pelo revuelto—. Así está
maravilloso. No te lo
cortes nunca.
—No lo haré.
—Bien.
—Me bajo aquí —digo—. Puedes seguir por esa calle lateral para
evitar el
tráfico.
—No, no tengo prisa. —Golpea una y otra vez el centro del volante
y se
une al coro de
bocinas.
—Con eso no conseguirás nada —digo entre risas—. Además, yo sí que
tengo prisa. No
puedo llegar tarde.
Le doy un pico y me bajo del Mercedes.
—¡Olivia! —grita.
Me vuelvo y me agacho para poder verlo por la ventanilla.
—Estoy a dos calles. Llegaré dentro de cinco minutos.
Me mira mal pero yo me despido con una sonrisa, cierro la puerta y
corro
hacia la acera.
Me pierdo en el mar de gente. Todo el mundo anda deprisa para
llegar al
trabajo. Me es
familiar y reconfortante, pero siento algo extraño mientras camino
a toda
velocidad como una
hormiga entre los demás londinenses. Miro hacia atrás y procuro no
darle
importancia a cierto
hormigueo. Me estremezco en cuanto lo siento de nuevo. Algo me
dice que
vuelva la cabeza,
así que lo hago, pero lo único que veo son un montón de cuerpos en
movimiento que siguen el
flujo del tráfico. Mis Converse aceleran sin que mi cerebro se lo
ordene, y
empiezo a adelantar
a otros viandantes, incómoda sin saber por qué. Vuelvo a mirar
hacia atrás
al doblar la esquina
y siento un escalofrío que ya he sentido antes. Se me eriza el
vello de la
nuca.
—¡Ay!
—¡Mira por dónde andas!
Trastabillo y me llevo por delante el maletín caro de cuero que se
enreda
con mis piernas
de patosa.
—¡Discúlpeme! —grito apoyándome en la pared de ladrillo para no
caer.
—¡Me has rayado el maletín, imbécil! —Lo coge de un tirón y le
pasa la
mano para
quitarle el polvo, gruñendo y resoplando, indignadísimo.
—Lo siento mucho —repito. Me enderezo y me preparo para recibir
otra
tanda de insultos.
—Maldita gilipollas —ruge, y se pierde entre la multitud.
Otros peatones me empujan al pasar. Miro a todas partes, a todas
las caras
que se acercan
por delante y que se alejan por detrás. Me han saltado todas las
alarmas.
Me paso la mano por
la nuca para tranquilizarme. Siento un alivio tonto cuando noto
que ya no
tengo el vello de
punta y retiro la mano. Pero tengo el estómago revuelto, no logro
deshacerme de la sensación
de que algo no va bien, y el miedo se apodera de mí.
Doy media vuelta y me apresuro a cruzar la calle sin dejar de
mirar atrás.
La cafetería de Del es el último lugar sobre la faz de la Tierra
en el que
quiero estar. Siento
náuseas, y las pocas ganas que tengo de ver a mis compañeros de
trabajo
disminuyen aún más
en cuanto tres pares de ojos cautelosos me vigilan desde que entro
hasta
que llego a la cocina.
Me siento juzgada. Estoy siendo juzgada. Todos piensan que estoy
atontada, pero no han
probado a Miller cuando no lleva puesta su armadura de tres
piezas. Han
sacado conclusiones
con la poca información que tienen y yo ya he dejado de sentir la
necesidad
de justificarles mi
relación con el chico de compañía más famoso de Londres a Sylvie,
a Del,
a Gregory y, ya
puestos, a todo el mundo. Bastante agotador resulta tener que
justificársela
a Miller, que es el
único que realmente importa. Que Dios nos ayude, a mis oídos y a
mí, si
alguno de estos tres
descubre la verdad sobre él. Para ellos, es simplemente el capullo
engreído
que me engañó. Y
eso seguirá siendo.
—Buenos días. —El tono de voz de Sylvie carece de su alegría
habitual. Le
sobran manos
en el mango del filtro de la máquina de café.
—Hola. —Le lanzo una pequeña sonrisa—. Ah, tengo móvil nuevo. Te
mando un mensaje
con el número.
—Vale —asiente cuando paso junto a ella. Entro en la cocina y me
pongo
el delantal.
Paul llega a continuación, toma posiciones detrás de los fogones y
mueve
una sartén llena
de cebolla.
—¿Lo pasaste bien anoche? —pregunta.
Detecto verdadero interés en su tono. Levanto la vista y me
encuentro con
que su cara
muestra indiferencia.
—Sí, gracias. ¿Y tú, Paul?
—Bien —gruñe deslizando dos platos por el mostrador—. Crujientes
de
atún para la siete.
A ver si el servicio se mueve.
Entro en acción y cojo los platos. Paso junto a Sylvie y Del al
salir. Mi jefe
no dice ni mu,
y mi amiga aprieta los labios.
—¿Crujientes de atún? —pregunto dejándolos en la mesa.
—Aquí, bonita —responde alegremente un hombre con una barriga
oronda.
Feliz, casi babea cuando coge los platos y se los acerca,
relamiéndose. Su
enorme boca se
abalanza sobre una de las esquinas y me mira sonriente. El pan
bañado en
salsa se le escapa de
las fauces. Hago una mueca.
—¿Me la rellenas? —dice poniéndome la taza de café en la mano.
Se me revuelve el estómago cuando un trozo de atún se le cae de la
boca y
aterriza en el
suelo entre sus pies. Lo recoge con el dedo y, con horror, veo que
mira el
trozo a medio
masticar que tiene en el dedo sucio y lo relame con la lengua
cubierta de la
receta secreta de
Paul. Tengo arcadas. Me tapo la boca con la mano y corro en
dirección
contraria. A Miller le
habría dado un ataque al ver semejantes modales de troglodita.
—¿Te encuentras bien? —me pregunta Sylvie cuando vuelo hacia ella.
—Llena. Mesa siete. —Le paso la taza y sigo corriendo intentando
que no
se me revuelva
la bilis.
Tropiezo con mesas y sillas y me golpeo el hombro contra las
paredes al
doblar una
esquina.
—¡Mierda! —maldigo, demasiado en alto y delante de una mesa en la
que
dos ancianas
están tomando té y tarta en la zona más tranquila de la cafetería.
Hago una mueca de dolor, me froto el brazo y me vuelvo para
disculparme.
Y les vomito
encima.
—¡Por el amor de Dios!
Una de las ancianas salta de la silla como un muelle. Ha estado
muy rápida
para la edad
que tiene.
—¡Doris! ¡Tu sombrero!
Le limpia la cabeza a su amiga con una servilleta, intentando
cepillar los
grumos de
devuelto con los que he regado a la pobre viejecita. Cojo una
servilleta y
me la llevo a la boca.
—¡Ay, Edna! ¿Está muy mal?
La amiga lleva las manos directamente a la cabeza de la anciana y
las
hunde en la piel
cubierta de vómito del sombrero. Vuelvo a tener arcadas.
—Me temo que habrá que tirarlo. ¡Qué lástima! ¡No lo toques!
—Lo siento mucho —balbuceo tapándome la boca con la servilleta.
Las pobres mujeres no saben qué hacer. Miradas como puñales se me
clavan en la espalda.
Echo la vista atrás y compruebo que toda la cafetería me observa
en
silencio. Hasta el gordo
guarro y sin modales que me ha provocado la vomitera me mira con
cara
de asco.
—Yo...
No puedo terminar la frase. Tengo la frente bañada en sudor y las
mejillas
como un
tomate. Me muero de la vergüenza. Y me encuentro fatal. Tengo
náuseas,
me siento imbécil y
quiero que se me trague la tierra. Me meto en el pasillo que lleva
al
servicio de señoras, me
inclino en el lavabo, abro el grifo, me lavo la cara y me enjuago
la boca. Al
levantar la cabeza
tropiezo con el reflejo de una criatura pálida y asustadiza: yo.
Me
encuentro fatal.
Que no se me olvide. Me lavo las manos, me las seco, saco el móvil
del
bolsillo y me paso
cinco minutos de todos los colores, explicándole a la
recepcionista de mi
médico por qué
necesito una cita urgente.
—¿A las once? —pregunto separando el móvil de la oreja para ver la
hora.
Mi turno acaba a las cinco.
—¿No puede ser más tarde? —digo. Tengo que intentarlo.
Mentalmente empiezo a buscar una excusa plausible para poder
escaparme
del trabajo una
o dos horas. Me derrumbo un poco cuando no me da otra opción, y
además
se da prisa en
recordarme que sólo dispongo de setenta y dos horas para tomar la
píldora
del día después.
Maldición.
—Estaré allí a las once —aseguro.
Le dejo mis datos y cuelgo.
—¿Livy?
Sylvie asoma por la puerta entreabierta.
—Hola. —Me guardo el móvil en el bolso y cojo una toalla de papel
para
secarme la cara
—. ¿Estoy despedida?
Sonríe con su enorme boca rosa y se acerca al lavabo.
—No seas tonta. Tienes a Del preocupado.
—No debería.
—Pues lo está. Y yo también.
—No deberíais preocuparos por mí. Estoy bien.
Me vuelvo y me miro al espejo. No estoy preparada para otro sermón
acerca de mi relación
con Miller.
—Sí, ya lo veo. —Se echa a reír y la miro mal desde el espejo. ¿A
qué
viene ese
desprecio?—. Imagino que ayer las cosas no fueron de color de rosa
después de que te
secuestrara de la cafetería.
—Te equivocas —siseo mirándola a la cara.
De la impresión se le borra la sonrisa. Por mi palidez, da por
sentado que
las cosas anoche
no fueron bien. Que Miller es el responsable de esto.
—Tengo el estómago un poco revuelto, Sylvie. No supongas que
Miller
tiene la culpa de
todo. —Tiro la toalla de papel a la papelera—. Miller y yo estamos
bien.
—Pero...
—¡No! —la corto. No voy a aguantarlo más. Ni de Sylvie, ni de
Gregory,
ni de William...
¡De nadie!—. Un cerdo acaba de escupir un bocado de crujiente de
atún en
el suelo, luego lo
ha recogido con el dedo sucio ¡y se lo ha comido!
—¡Puaj! —Sylvie da un paso atrás, se lleva la mano al estómago y
se lo
masajea despacio,
como si de repente le hubieran entrado ganas de devolver. Tendría
que
haberlo visto.
—Sí, eso mismo.
Me acomodo un mechón rebelde por detrás de la oreja y pongo los
hombros rectos.
—Por eso he vomitado, y estoy deprimida porque me tiene harta que
todo
el mundo piense
mal de mi relación con Miller. ¡Y me pone negra que todo el mundo
me
mire con cara de
pena!
Abre unos ojos como platos mientras a mí me hierve la sangre en
las
venas. Se me acelera
el pulso y me cuesta respirar con normalidad.
—Vale —dice con una vocecita aguda.
Yo asiento firme, decidida.
—Bien. He de volver al trabajo.
Dejo a Sylvie en los servicios y me tropiezo con Del en el
pasillo.
—¡Estoy bien! —le espeto con petulancia.
La cabeza se le hunde en el cuello.
—Salta a la vista, pero no puedo decir lo mismo de esas dos
ancianas.
«Qué vergüenza.»
—Lo siento.
—Vete a casa, Livy —suspira.
Admito mi derrota dejando caer los hombros. Obedezco la orden de
mi
jefe, agradecida
por no tener que inventarme una excusa para poder escaparme e ir
al
médico. Arrastro mi
cuerpo agotado por el pasillo, hacia la cocina. Salgo sin hacer
ruido y paso
junto a las dos
ancianas a las que les he vomitado encima. Están distraídas con
una nueva
bandeja de pasteles
y té recién hecho.
Paso entre las mesas llenas de clientes, que me lanzan miradas de
asco.
Necesito salir de
los confines de la cafetería. Abro la puerta de par en par y piso
la acera.
Levanto la vista al
cielo. El aire fresco llena mis pulmones y cierro los ojos.
Exhalo, frustrada.
Es un alivio estar
al aire libre.
—No es buena señal. —El tono cargado de segundas de William me roba
la alegría.
Dejo caer la cabeza con expresión abatida.
—Imagino que sabes usar el iPhone que te compré.
—Sí —mascullo.
No son ni las once y ya he tenido que aguantar bastante. Ahora me
toca
lidiar con William.
Está apoyado en el Lexus, con los brazos cruzados sobre el pecho,
autoritario. Tiene un
aspecto formidable. Y está enfadado.
—Entonces voy a suponer que has ignorado mi mensaje por una buena
razón.
—Estaba ocupada.
Me cuelgo la mochila y me cuadro.
—¿Con qué? —inquiere.
—No es asunto tuyo.
—¿Con cierto hombre apuesto que ha elevado la seducción a la
categoría
de arte y que te
la está jugando sin que te enteres? ¿A eso te refieres?
Me tenso. Aprieto los dientes.
—No tengo por qué darte explicaciones.
Se echa a reír: esto ya lo ha visto antes. Me estoy portando como
mi madre
y me odio por
eso. Pero por primera vez en la vida le estoy dando vueltas a su
lucha
contra la gente que se
interponía en su misión: conseguir a William. Y también sobre el
hombre a
quien tengo
enfrente. Si así es como ella se sentía, creo que estoy empezando
a
comprenderla, y eso es
algo que jamás soñé que haría. Yo también me siento capaz de
mandarlo
todo al diablo. Voy a
por todas. Ya lo he hecho y volvería a hacerlo si no contara con
el apoyo de
mi alguien. Gracie
nunca lo tuvo, y puedo entender cómo le afectó eso.
—Dime cómo es que mi madre llegó a quererte tanto.
Mi brusca pregunta le borra la sonrisa de la cara al instante.
Vuelve a
sentirse incómodo,
se revuelve y evita mirarme a los ojos.
—Ya te lo he dicho.
—No, no me lo has dicho. No me has contado nada, sólo que estaba
enamorada de ti. No
me has contado cómo es que se enamoró de ti. O cómo es que tú te
enamoraste de ella.
Me muero por preguntarle qué ha sido de sus modales, pero me
contengo.
Espero
pacientemente a que encuentre el modo de contarme su historia.
Necesito
saberlo. Necesito
escuchar cómo se conocieron William y mi madre. Recuerdo
claramente
que dijo que mi
madre se había metido en ese mundo por él, pero ¿cómo se
conocieron?
Tose. Sigue sin mirarme a la cara. Abre la puerta trasera del
Lexus.
—Te llevaré a casa.
Resoplo para demostrar que no me ha gustado su evasiva, me
encamino
hacia la parada del
autobús y lo dejo esperando con la puerta abierta.
—¡Olivia! —grita, y oigo que cierra de un portazo.
Me sobresalta y los hombros me rozan las orejas, pero paso de su
cabreo y
sigo andando.
—¡Fue instantáneo! —dice.
Freno.
El tono titubeante de sus palabras y la velocidad a la que las ha
pronunciado son prueba del
dolor que le causan. Me vuelvo muy despacio para valorar de cuánto
dolor
estamos hablando
y, cuando por fin puedo verle la cara, distingo una tristeza que
se desvía de
William y es como
un puñetazo en el estómago.
—Ella tenía diecisiete años. —Se ríe, es una risa nerviosa, como
si le diera
vergüenza—.
Estaba mal que yo la mirase de ese modo pero, cuando sus ojos azul
zafiro
se clavaron en mí y
sonrió, mi mundo explotó en un millón de añicos de cristal. Tu
madre me
dejó sin habla,
Olivia. Vi una libertad que sabía que nunca podría tener.
Se me para el corazón, se abre una grieta enorme que deja al
descubierto
una realidad
espantosa. No me gusta lo que oigo. Mi cerebro no logra encontrar
palabras
de consuelo para
William, pero lo que acaba de decir lo tiene a mil.
—¿Por qué intentas sabotear nuestro amor? —pregunto.
Es una pregunta muy razonable, y más aún después de darme esa
información. William no
podía tener esa libertad, igual que Miller. Excepto que Miller
está mucho
más decidido a
conseguirla. Miller no está preparado para dejar que me escurra
entre sus
dedos. Miller
luchará por nosotros... Aunque se cuestione si es digno de ese
nosotros.
William cierra los ojos muy despacio. Me recuerda al parpadeo
lento de mi
caballero a
tiempo parcial. Me dan ganas de ir a ver a Miller de inmediato, de
permitir
que me lleve a su
santuario y me dé «lo que más le gusta».
—Por favor, deja que te lleve a casa.
Da un paso atrás y abre otra vez la puerta del coche. Me suplica
con la
mirada que entre.
—Prefiero ir andando —le contesto.
Todavía me encuentro mal, y el aire fresco me vendrá bien. Además,
tengo
que ir al
médico y no puedo pedirle a William que me lleve allí. Tiemblo
sólo de
pensarlo.
Mi insolencia le molesta pero me mantengo firme. No estoy
preparada para
que me
obligue a ir con él en coche otra vez.
—Al menos, concédeme cinco minutos.
Señala con la mano la pequeña plaza que hay al cruzar la calle,
donde me
senté una vez
con Miller. Fue cuando por fin cedí y accedí a darle una noche.
Asiento. Me alegro de que no me ordene que me suba al coche.
Necesita
aprender que yo
también sé imponer cierto control. Empezamos a cruzar juntos.
William le
hace un gesto con
la cabeza al conductor. Tengo el estómago revuelto, una mezcla de
tristeza
y compasión.
Siento que estoy cayendo en un abismo de información. No quiero
continuar el descenso
porque sé que será movidito y que pondrá fin al resentimiento que
le
guardo a mi madre. En su
lugar, me sentiré terriblemente culpable. Cada minuto que paso con
William Anderson
debilita más y más la goma elástica que rodea la parte petrificada
de mi
corazón que contiene
el desprecio absoluto que siento por Gracie Taylor. Va a romperse
pronto y
dejará los
fragmentos cínicos fundidos con la parte tierna y amorosa. No
estoy segura
de poder aguantar
más sufrimiento, no cuando apenas he empezado a recuperarme y a
ver la
luz en las tinieblas.
Pero la curiosidad y la abrumadora necesidad de validar lo que
Miller y yo
tenemos son más
fuertes que mi reticencia.
Nos sentamos en un banco y guardo silencio. William está tenso e
intenta
relajarse, aunque
fracasa a todos los niveles. Deja las manos en el regazo y las
cambia de
sitio. Coge su móvil,
lo revisa y se lo mete en el bolsillo de la chaqueta. Cruza las
piernas y las
descruza. Apoya el
codo en el reposabrazos del banco. Está incómodo y me está
incomodando
a mí. Aunque sigo
estudiando la sucesión de movimientos extraños.
—Nunca le has contado a nadie tu historia, ¿verdad? —pregunto.
Hasta yo misma me sorprendo cuando mi mano aterriza en su rodilla
y le
da un apretón
comprensivo. Es ridículo que yo le ofrezca mis simpatías. Él
desterró a mi
madre y por su
culpa los dos la perdimos para siempre. No obstante, a mí también
me
desterró, me mandó a
casa y me salvó.
El distinguido caballero deja de revolverse inquieto y mira mi
mano.
Luego me la estrecha
con la suya. Suspira.
—Yo estaba en prácticas, por así decirlo. Me estaba preparando
para
suceder a mi tío.
Tenía veintiún años, era un cabrón de tomo y lomo y no conocía el
miedo.
Nada ni nadie me
asustaban. Era el sucesor perfecto.
Mis ojos descansan en nuestras manos y lo observo jugar con mi
anillo,
pensativo. Respira
hondo.
—Gracie apareció en el club de mi tío por casualidad. Iba con unas
amigas,
estaba algo
bebida y era muy lanzada. No tenía ni idea de dónde se había metido,
y
debería haberla echado
de allí en cuanto la vi, pero me dejó embobado con su forma de
ser.
Emanaba de todo su
cuerpo, directamente de su corazón, y me tenía atrapado entre sus
garras.
Intenté alejarme
pero me las clavó con más fuerza. Y ahí me quedé.
Con la mano libre, se frota los ojos y deja escapar un largo y
lento suspiro.
—Se echó a reír. —William mira hacia adelante, sumido en sus
pensamientos—. Bebía
Martinis con su boca de ensueño y movía su cuerpo de infarto en la
pista
de baile. Yo estaba
hechizado. Hipnotizado. Entre lo más selecto, corrupto y
pecaminoso de
Londres estaba mi
Gracie. Era mía. O iba a serlo. Mi deber era apartarla del
escabroso mundo
que yo estaba
destinado a dirigir y, en vez de eso, la atraje a él.
Las partículas que le guardan rencor a mi madre y la considerable
parte de
mi corazón que
guarda puro amor hacia Miller empiezan a mezclarse. Comienzo a
perder
la capacidad de
distinguir entre ambos... Tal y como me temía. William alza la
vista y
sonríe con melancolía,
con el rostro apenado y contrito.
—La invité a champán. Nunca lo había probado. Cuando vi cómo le
brillaban los ojos por
haber descubierto un nuevo placer se desprendió una de las capas
de mi
corazón de piedra. No
dejó de sonreír ni un segundo, y yo no dudé ni por un instante que
aquella
joven tenía que ser
mía. Sabía que pisaba terreno pantanoso pero estaba ciego.
—¿Desearías... —pregunto aun sabiendo la respuesta de antemano—
desearías haberla
echado y haberte olvidado de ella?
Se ríe con condescendencia.
—Nunca podría haber olvidado a Gracie Taylor. Sé que suena
ridículo.
Conseguí pasar una
mísera hora con ella. Le robé un beso cuando se resistió y le dije
que
íbamos a salir juntos a la
noche siguiente. A algún sitio poco frecuentado, privado, donde
nadie me
conociera. Dijo que
no, pero no hizo nada para impedir que abriera su bolso y buscara
algún
documento que me
confirmara su nombre y su dirección. —Su sonrisa se hace más
amplia, es
como si lo estuviera
reviviendo—. Gracie Taylor...
El sonido del nombre de mi madre lo hace feliz, y no puedo evitar
que mis
labios esbocen
una cariñosa sonrisa. Los sentimientos incipientes de Gracie y de
William
son de película, de
novela. Lo consumen todo y no atienden a razones. Pero la cosa
acabó
fatal.
Comprendo perfectamente a mi madre. A pesar de que William y
Miller se
detestan
mutuamente, son muy parecidos. William Anderson debió de
deslumbrarla
tanto como ella a
él. Como Miller Hart a mí.
—Tus obligaciones para con tu tío lo estropearon todo —digo.
—Lo arruinaron —corrige sardónico—. Mi tío estaba planeando
jubilarse,
pero un
accidente envió su cuerpo al fondo del Támesis antes de que
pudiéramos
regalarle el reloj.
Frunzo el ceño.
—¿Un reloj?
Sonríe y se lleva mi mano a los labios. La besa con dulzura.
—Está considerado un buen regalo de jubilación.
—¿Ah, sí?
—Sí. Tiene gracia, ¿no crees? Regalan un reloj a quien ya no tiene
que
pasarse la vida
preocupado por la hora.
Comparto la carcajada con William. Se está creando un lazo entre
nosotros.
—Es irónico.
—Bastante.
También es irónico que nos estemos riendo de eso cuando acaba de
contarme que su tío
murió de un modo tan trágico.
—Siento lo de tu tío.
Él resopla una sarcástica bocanada de aire.
—No lo sientas. Se lo merecía. Quien a hierro mata a hierro muere.
¿No es
eso lo que
dicen?
No lo sé. ¿Eso dicen? Me estoy enterando de cosas que son
demasiado
vívidas y demasiado
complejas para que mi pobre mente pueda procesarlas.
Tartamudeo lo que iba a decir, pero de repente lo comprendo.
—¿Tu tío era... un cabrón amoral?
—Sí. —Suelta otra carcajada y se enjuga algo bajo los ojos—. Era
el
cabrón amoral más
grande de todos. Las cosas cambiaron en el momento en que yo tomé
el
mando. Es posible que
fuera un hijo de puta cuando tuve que serlo, pero nunca fui
injusto.
Modifiqué las reglas, me
encargué de las chicas y me libré de los clientes más cabrones lo
mejor que
pude. Era joven,
nuevo, y funcionó. Me gané mucho más respeto del que mi tío tuvo
jamás.
Los que quisieron
quedarse y hacer las cosas a mi manera se quedaron. Aquellos a los
que no
les gustaron los
cambios se fueron a tomar viento y siguieron siendo unos cabrones
amorales. Hice unos
cuantos enemigos, pero incluso a esa edad había que tomarme muy en
serio.
—¿Alguna vez has matado a alguien? —salto sin pensar, y sus ojos
grises
me atraviesan al
instante.
Casi se me escapa una disculpa por preguntar algo así, pero el
recelo que
cubre los ojos
claros de William me indica que la pregunta no tiene nada de
estúpida.
Lo ha hecho.
—Eso es irrelevante, ¿no te parece? —dice.
No, no me lo parece, pero su mirada de advertencia me impide
articular
palabra. Si nunca
hubiera matado a nadie, se apresuraría a corregirme.
—Lo siento.
—Descuida. —Me acaricia la mejilla con los nudillos—. No hay por
qué
perturbar tu
preciosa cabecita con cosas tan feas.
—Demasiado tarde —susurro, y la delicada caricia de William se
detiene
—. Pero no
estamos aquí para hablar de mí ni de mis decisiones. ¿Qué pasó
después?
Se revuelve. Me coge las dos manos y me mira.
—Festejamos.
—¿Salisteis juntos?
—Sí.
Sonrío. La abuela usó la misma palabra.
—¿Y?
—Y fue muy intenso. Gracie era joven y carecía de experiencia,
pero le
sobraba pasión y
ganas de desatarla. Y la desató conmigo. Despertó un apetito en mí
que no
sabía que tenía. Mi
apetito por ella.
—Te enamoraste.
—Creo que eso pasó al instante. —La tristeza cubre sus rasgos de
nuevo y
deja caer la
mirada en su regazo—. Sólo pasé un mes devorado por el ardiente
deseo de
tu madre. Luego la
realidad cayó como un jarro de agua fría, y de repente Gracie y yo
éramos
una combinación
imposible.
Sé exactamente cómo debió de sentirse y, sea cual sea el lazo que
compartimos, éste acaba
de hacerse un poco más fuerte.
—¿Qué pasó?
—Yo no tenía la cabeza donde debería haberla tenido y lo pagó una
de mis
chicas.
Trago saliva y reclamo una de mis manos.
William se enjuga la frente para aliviar el dolor.
—El control de daños fue lo peor. Mis enemigos habrían acudido
como
moscas a la miel.
—Así que rompiste con ella.
—Lo intenté. Durante mucho mucho tiempo. Gracie era adictiva, y pensar
en vivir un solo
día sin ella se me hacía imposible. Además, sabía cómo atontarme,
no
tenía contemplaciones a
la hora de usar su brío y su cuerpo. Estaba jodido.
William se relaja contra el respaldo del banco y mira al otro lado
de la
plaza; desaparece
en algún lugar distante y oscuro.
—La mantuve en secreto, escondida. La habría convertido en un
objetivo.
—No fue sólo el hecho de ser responsable de las chicas lo que os
impidió
estar juntos,
¿verdad?
No necesito confirmación.
—No. Si se hubiera sabido lo que sentía por esa mujer le habrían
puesto
una diana en la
espalda. Era como servírsela en bandeja de plata.
—Pero eso fue lo que pasó —le recuerdo. Él la envió lejos y dejó
que
cayera en manos de
un bastardo amoral.
—Sí, pasados unos años muy traumáticos. Así fue. Mi esperanza
siempre
fue que contigo
bastara para reformarla.
Resoplo. Me cabrea que me recuerden que no fui lo bastante para mi
madre.
—Ya, todos sabemos cómo acabó eso —disparo—. Lamento mucho
haberte decepcionado.
—¡Basta!
—¿Cómo es que se quedó embarazada de otro hombre? —pregunto
haciendo caso omiso
de la cólera que ha despertado mi sinceridad—. Tenía diecinueve
años
cuando me tuvo. Fue al
poco de conoceros.
—Me castigaba, Olivia. Ya te lo he contado. No necesito recordarte
el
diario. ¿Recuerdas
haber leído sobre mí en él?
—No —confieso. Casi me siento mal por William.
—Se quedó embarazada de otro hombre. Con eso puso fin a cualquier
sospecha de que
pudiera haber algo entre nosotros.
—¿Quién era él?
William resopla.
—¿Quién coño sabe? Desde luego, Gracie no.
William es puro resentimiento y exhala despacio una larga bocanada
de
aire para calmarse.
Hablar de esto lo pone de mal humor. Hace que yo odie más a mi
madre.
—Probablemente fuiste lo mejor que pudo pasarle.
—Me alegro de que alguien opine así —fustigo.
—¡Olivia!
—¡Me alegro de haber servido para algo! —Me río con maldad—. Y yo
aquí, pensando
que nadie me quería, y resulta que le hice un favor al chulo de mi
madre.
Me siento muy
orgullosa de mi papel en la vida.
—Le salvaste la vida a tu madre, Olivia.
—¿Qué? —salto. ¿No va a decir que vine al mundo para distraer al
enemigo, para que
nadie sospechara que Gracie y William mantenían una relación?—.
¿Para
que después me
abandonara? ¡Por lo que yo sé, está muerta, William! ¡No serví
para una
mierda porque, a
pesar de todo, acabó muerta! ¡Yo sigo sin tener una madre y tú
sigues sin
tener a tu Gracie!
Sollozo violentamente a su lado, llorando lágrimas de rabia. La
compasión
se ha esfumado
de repente, las partes de mi corazón han vuelto a desmembrarse en
un abrir
y cerrar de ojos...,
o en lo que se tarda en pronunciar una frase desconsiderada. Lo
estaba
haciendo tan bien... Por
un solo momento, la historia de su relación me había hecho olvidar
por qué
estamos aquí.
Miller. Y yo. Nosotros. No estamos destinados a seguir el mismo
camino
destructivo de amor
imposible, tortura y sufrimiento irreparable. Íbamos
desencaminados, pero
nos hemos salvado
el uno al otro.
Me levanto y me vuelvo hacia él. Me observa detenidamente.
—Miller no me abandonará como tú hiciste con Gracie.
Doy media vuelta y me marcho. Hace una mueca y lo oigo sisear.
Casi
espero que me siga
y me obligue a volver antes de que haya salido de la plaza, pero
no, me
deja que me vaya y que
lo deje atrás a él y a sus revelaciones.
No lo hago a propósito, pero cuando al fin llego a casa, cierro de
un
portazo. Sigo cabreada
por el rato que he pasado con William y agotada después de haber
ido al
médico. No recuerdo
casi nada de la visita. Le he dicho lo que quería atropelladamente,
me ha
interrogado antes de
recetarme la píldora del día después y la píldora anticonceptiva,
he salido
de la consulta, he
cruzado la calle y he ido a la farmacia. Lo he hecho todo envuelta
en una
nube de
desesperación.
El choque de la puerta contra el marco hace que la abuela salga
sobresaltada de la cocina.
—¿Qué ocurre, Livy? —Mira su viejo reloj—. Si aún no es ni
mediodía.
No me molesto en intentar dominarme. Estoy dolida. Sólo me queda
una
opción, que
además en parte es verdad.
—Del me ha mandado a casa.
—¿No te encuentras bien? —Acelera el paso mientras se seca las
manos en
el trapo de
cocina—. Tienes fiebre.
Es verdad. Estoy ardiendo de rabia. Me dejo caer contra la puerta
principal.
La abuela se
me echa encima y yo doy gracias por tener delante su cara amable,
aunque
ahora mismo
parezca tan preocupada.
—Estoy bien.
—¡Paparruchas! —me regaña—. ¡No intentes darme gato por liebre!
Me aparta unos mechones empapados de la cara.
—Cuanto antes te enteres de que no estoy chocha, mejor. —Taladra
mi
patética estampa
con sus viejos ojos de color zafiro—. Ven, prepararé té —dice.
Y echa a andar por el pasillo.
—Porque una taza de té lo arregla todo... —musito apartándome de
la
puerta para seguirla.
—¿Qué?
—Nada.
Me dejo caer en una silla y saco el móvil de la mochila. Está
sonando.
—¿Una llamada? —pregunta la abuela poniendo agua a hervir.
—Un mensaje de texto.
Está intrigadísima.
—¿Cómo los distingues?
—Porque una llamada... —Me paro a media frase para desbloquear mi
nuevo dispositivo
—. ¿Alguna vez vas a comprarte un móvil?
Se echa a reír y se concentra de nuevo en preparar el té.
—¡Antes preferiría que Eduardo Manostijeras me diera un masaje en
la
espalda! ¿Para qué
iba a necesitar uno de esos trastos a mi edad?
—Entonces, lo mismo te da que reciba u mensaje, una llamada o un
correo
electrónico, ¿no
crees?
—¡¿Un correo electrónico?! —chilla—. ¿Puedes enviar correos
electrónicos?
—Sí. También puedes navegar por internet, comprar y meterte en las
redes
sociales.
—¿Qué son las redes sociales?
Suelto una carcajada tan estridente que estoy a punto de caerme de
la silla.
—No te quedan suficientes años de vida para que consiga
explicártelo,
abuela.
—Ah. —Se muestra completamente indiferente mientras vierte el agua
caliente en la
tetera y luego la leche en una jarrita—. Como sigan desarrollando
esa clase
de tecnología, la
gente no tendrá ningún aliciente para salir de casa. Mensajes de
texto y
correos electrónicos...
¿Qué ha sido de las conversaciones cara a cara, eh? O de una
bonita charla
por teléfono. Nunca
me mandes un mensaje de texto.
—No puedo: no tienes móvil.
—Pues un correo electrónico. No me mandes nunca un correo
electrónico.
Me río con superioridad.
—No tienes cuenta de correo electrónico, así que tampoco puedo
enviarte
un correo
electrónico.
—Qué alivio.
Me río para mis adentros y miro la pantalla del móvil mientras la
abuela
trae el té a la
mesa y lo sirve. Al mío le echa un montón de azúcar.
—Necesitas engordar —refunfuña.
No le hago ni caso porque el nombre de William brilla en la pantalla.
Me
ha enviado un
mensaje. Uno que sé que no quiero leer. Cosa que no impide que lo
abra.
No puede acabar bien.
Me chirrían los dientes y lo borro. Me maldigo a mí misma por
haberlo
leído.
—Hace días que no veo a Gregory —dice la abuela la mar de disimulada.
Sabe que no nos hablamos. No me animo a llamarlo, no después de su
pataleta. Estaba
furioso, y no cabe duda de que su amenaza iba muy en serio.
—Ha estado muy ocupado —digo.
Guardo el móvil en la mochila, cojo mi taza de té y soplo
ligeramente el
vapor que emana
de la superficie mientras la abuela remueve el suyo lentamente.
—Nunca antes había estado demasiado ocupado... —insiste.
No se me ocurre ninguna razón válida para explicar la ausencia de
Gregory. Ella sabe que
Miller y Gregory no se entienden. Lo más sencillo sería decirle
que le ha
puesto condiciones a
nuestra amistad, pero no me siento capaz.
—Voy a echarme un rato.
Cojo la mochila y me levanto. Le doy un beso en la mejilla pese a
su cara
de contrariedad.
Odia que le oculte cosas, pero mi valiente abuela es la única
persona,
además de Miller y de
mí, que nos anima a estar juntos, y he llegado a la conclusión de
que es
mejor contarle sólo lo
estrictamente necesario. Esto no hace falta que lo sepa.
Me arrastro escaleras arriba y planto las posaderas en las sábanas
revueltas
de mi cama.
Escarbo en la mochila y saco una bolsa de papel. Encuentro la caja
que
quiero, la abro, saco
una píldora, me la pongo en la lengua y cierro la boca. Me quedo
ahí
sentada. La pastilla
parece pesar como un plomo sobre mi lengua. Cierro los ojos y al
final me
la trago. Meto las
cajas en el cajón de la mesilla de noche. Me acuesto. No hay
oscuridad, ni
siquiera cuando
corro las cortinas. Así que cojo una almohada y hundo la cara en
ella todo
lo que puedo. Cierro
los ojos. No ha transcurrido ni la mitad del día, y el éxtasis en
el que me
encontraba esta
mañana al despertarme ha desaparecido por completo.
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