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CAPÍTULO 13
El gimnasio está a tope. Encuentro un hueco en uno de los bancos
de los
vestuarios de señoras,
me apresuro a ponerme la ropa de deporte y meto la bolsa en una
taquilla.
Escapo de la
animada cháchara matutina de los habituales del centro y para
cuando llego
al pasillo ya estoy
agotada. Echo una ojeada pero no veo a Miller, así que paseo hacia
el final
del edificio,
recuerdo que allí estaba el gimnasio. Paso junto a las grandes
puertas de
cristal, las clases ya
han empezado. Me detengo enfrente de una. Hay decenas de mujeres
dando
saltos delante de
un espejo. Están todas muy en forma, prietas y, aunque están
sudando,
todas están
perfectamente maquilladas. Me llevo la mano al moño mal recogido y
mi
reflejo en el cristal
me llama la atención. No llevo ni gota de maquillaje y tampoco
parece que
venga mucho al
gimnasio. Por lo visto, este sitio no es excusa para descuidar la
apariencia
personal.
—¡Ay! —exclamo al notar un aliento tibio en mi oído.
—Por aquí no es —me susurra rodeándome la cintura con el brazo y
cogiéndome en brazos
—. Ésta es nuestra sala.
Me lleva de vuelta por donde he venido pero no me quejo. Miller
está
entrando en la
misma sala en la que lo vi. Una vez dentro, me deja en el suelo,
mi espalda
contra su pecho, y
entonces la puerta se cierra. No tarda en darme la vuelta y
empotrarme en
ella. Me llevo una
gran decepción al ver que lleva puesta una camiseta, pero se me
pasa en
cuanto me levanta
hasta sus maravillosos labios y éstos hacen que me olvide de todo.
Ésta es
otra clase de
ejercicio.
—Para saborearme podrías haberme dejado en la cama —musito al
notar
que sonríe contra
mi boca.
Tanta sonrisa y el hecho de verlo tan relajado, sobre todo fuera
del
dormitorio, me aturden
un poco. Me encanta, la verdad, pero es todo muy nuevo.
—Puedo saborearte donde quiera —contesta.
Me desliza hasta que toco el suelo y retrocede. No me gusta que
haya tanta
distancia entre
nosotros.
Así que me acerco a él y le rodeo la cintura con los brazos. Luego
hundo la
cara en la tela
de su camiseta.
—Vamos a hacer «lo que más nos gusta».
—Estamos aquí para hacer ejercicio —dice de buen humor. Me coge de
las
muñecas y me
separa de él.
—La de cosas que podría decir al respecto —refunfuño.
—¿A mi dulce niña le está saliendo la vena atrevida? —Enarca una
ceja,
coge el bajo de su
camiseta y se la quita despacio, mostrando cada centímetro hasta
que estoy
ciega de felicidad.
—Estás haciendo el tonto —lo acuso mirándolo mal—. ¿Por qué has
hecho
eso?
—¿Qué?
—Eso —digo gesticulando con la mano en dirección a su torso. Se lo
mira
y el mechón le
cae sobre la frente—. Vuelve a ponerte la camiseta.
—Pero pasaré calor.
—No voy a poder concentrarme, Miller.
Me están entrando ganas de pegarle un puñetazo a un saco de arena
por
otra clase de
frustración. Mi Miller Hart maniático y obsesivo está jugando a no
sé qué
y, aunque resulta
encantador verlo tan relajado, sus tácticas empiezan a cabrearme.
—Mala suerte —dice. Dobla la camiseta pulcramente y la deja a un
lado.
Me coge de la
mano y me lleva a una colchoneta. Un saco de arena cuelga del
techo—. Te
vas a concentrar a
la perfección, confía en mí.
Entonces me mira los pies y frunce el ceño.
—¿Qué es eso que llevas puesto?
Sigo su mirada y muevo los dedos dentro de mis Converse. Él va
descalzo.
Hasta los dedos
de sus pies son perfectos.
—Zapatillas.
—Quítatelas —me ordena. Suena exasperado.
—¿Por qué?
—Lo harás descalza. Eso no ofrece ninguna sujeción. —Las mira con
asco
y las señala—.
Fuera.
Refunfuño por lo bajo y me las quito de un puntapié. Ahora estoy
descalza,
como Miller.
—¿No vas a ponerte la camiseta?
Va descalzo y a pecho descubierto. Esto va a ser una tortura.
—No. —Se acerca a un banco, se saca el iPhone del bolsillo y se
acuclilla.
Lo coloca sobre
un replicador de puertos y se pasa una eternidad buscando en la
lista de
reproducción—.
Perfecto.
Rabbit Heart de Florence and the Machine’s llena la amplia sala.
Ladeo la cabeza un tanto sorprendida cuando vuelve hacia mí con
determinación y lo dejo
que me coloque como quiere. Mentalmente maldigo su culo perfecto y
procuro evitar
deleitarme demasiado con las vistas. Imposible.
—¿Qué estamos haciendo? —pregunto observando cómo coge una tira de
tela, la alisa con
los dedos y la dobla.
—Vamos a boxear. —Me agarra la mano y empieza a vendármela con la
tela mientras yo
continúo mirándolo con el ceño fruncido y él sigue a lo suyo—. Me
vas a
pegar.
—¿Qué? —Retiro la mano horrorizada—. ¡No quiero pegarte!
—Sí que quieres —dice casi echándose a reír. Me coge otra vez la
mano y
prosigue con el
vendaje.
—No, no quiero —insisto. No me hace ni pizca de gracia—. No quiero
hacerte daño.
—No puedes hacerme daño, Olivia. —Me suelta la mano y coge la
otra—.
Bueno, sí que
puedes, pero no con los puños.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir —suspira como si yo ya debiera saberlo, sin dejar de
vendarme— que el
único daño físico que puedes infligirme es en el corazón.
Mi confusión se torna satisfacción al instante.
—Pero es demasiado resistente.
—No en lo que a ti respecta. —Sus ojos azules se posan en los míos
un
instante—. Pero
eso tú ya lo sabías, ¿no es así?
Oculto mi sonrisa de satisfacción. Flexiono los dedos bajo las
vendas.
—Tengo un derechazo letal —le recuerdo, sea cierto o no. No quiero
acordarme de aquella
noche, pero me molesta su chulería. El saco se me dio bien. Sudé
de lo
lindo, y las agujetas en
los brazos lo corroboraron.
—Estoy de acuerdo —asiente él con un toque de sarcasmo. A
continuación
descuelga unos
guantes de un gancho y me los pone.
—¿Para qué son las vendas?
—Más que nada para sujetar, pero ayudarán a que no te salgan
ampollas en
los nudillos.
Me sonrojo. Soy una aficionada.
—Vale.
—Ya está —dice. Da un golpe a la punta de los guantes con las
manos y se
me desploman
los brazos—. Aguanta, Olivia.
—¡Me has pillado con la guardia baja!
—Tienes que estar siempre en guardia. Ésa es la primera regla.
—En lo que a ti se refiere, siempre estoy en guardia.
Vuelve a golpear la punta de los guantes y bajo los brazos... otra
vez.
Miller se ríe
satisfecho.
—¿De verdad? —inquiere.
—Tomo nota —mascullo intentando apartarme un mechón rebelde de la
cara sin
conseguirlo.
—Ven, permíteme.
Dejo que me lo coloque detrás de la oreja y trato con todas mis
fuerzas de
no acariciar su
mano con la mejilla... Ni mirar su pecho... Ni olerlo... Ni...
—¿Podemos acabar con esto, por favor?
Lo aparto y me llevo los guantes a la barbilla, lista para atacar.
—Como quieras. —Es un cretino.
—¿Quieres que te pegue?
—¿Vas a pegarme de verdad?
—Voy a noquearte.
Se lo está pasando bomba.
—Vas a noquearme, Olivia.
—Es posible —digo más chula que un ocho. En el fondo sé que voy a
arrepentirme de
haberlo dicho.
—Me encanta tu osadía —dice meneando la cabeza—. Enséñame tu mejor
golpe.
—Como quieras.
Rápidamente echo el brazo atrás y voy directa a por su mandíbula,
pero él
se retira
sigilosamente. Pierdo el control, giro y, antes de que pueda darme
cuenta,
me tiene
inmovilizada contra su pecho.
—Buen intento, mi dulce niña. —Me muerde la oreja y pega su
entrepierna
a mi trasero.
Me atraganto de la sorpresa y de deseo. Me aprieto contra él, desorientada;
luego me da la
vuelta y me suelta—. A ver si tienes más suerte la próxima vez.
Es tan gallito que me pongo a cien y ataco de nuevo. Espero
cogerlo con la
guardia baja...
Fracaso.
—¡Jo! —grito al encontrarme de nuevo contra su pecho, con su entrepierna
pegada a mi
cuerpo y su incipiente barba raspándome la mejilla.
—Vaya, vaya... —Su aliento me hace cosquillas en el oído, y cierro
los
ojos en busca de la
elegancia que voy a necesitar para enfrentarme a él—. Te mueve la
frustración. Es el
combustible equivocado.
«¿Combustible?»
—¿Qué quieres decir? —resoplo.
Me suelta, me pone en posición y me sube los puños a la cara.
—La frustración te hará perder el control. Nunca puedes perder el
control.
Al oírlo decir eso, abro unos ojos como platos. No recuerdo que
tuviera ni
una pizca de
control ninguna de las veces que lo he visto pegando puñetazos y,
a juzgar
por la mirada que le
cruza la cara un instante, él acaba de caer en la cuenta de lo
mismo.
—Tú no ayudas —dice con calma, llevándose las manos a los
costados—.
Otra vez.
Rumiando sus palabras, intento pensar en algo que me calme y en mi
autocontrol, pero está
muy escondido y antes de que haya podido encontrarlo mis brazos
salen
disparados como un
resorte, por impulso. No consiguen más que hacerme dar vueltas,
física y
mentalmente.
—¡Maldita sea! —Echo el culo hacia atrás cuando noto el roce de
sus
caderas otra vez.
En esto tampoco tengo el menor control. Mi cuerpo responde por su
cuenta.
—¡Puedo hacerlo! —grito enfadada librándome de su abrazo antes de
caer
en la tentación
de bajarle los pantalones cortos—. Dame un minuto.
Respiro hondo un par de veces. Me llevo los puños a la cara y lo
miro a los
ojos. Él me
observa pensativo.
—¿Qué? —pregunto cortante.
—Estaba pensando que estás adorable con los guantes, enfadada y
sudada.
—No estoy enfadada.
—Discrepo —dice en tono seco, separando las piernas—. Cuando tú
quieras.
Me cabrea que esté tan tranquilo.
—¿Por qué estamos haciendo esto? —pregunto pensando que necesito
librarme
desesperadamente de toda esta frustración o explotaré. Mi sesión
en
solitario fue mucho más
satisfactoria, y eso que no tenía el musculoso cuerpo de Miller
delante.
—Ya te lo he dicho: porque me gusta ver lo mucho que te exaspero.
—Tú siempre me exasperas —mascullo. Lanzo el brazo a toda
velocidad,
pero una vez
más termino contra el duro pecho de Miller—. ¡Mierda!
—¿Frustrada, Olivia? —susurra recorriendo con la lengua el borde
de mi
oreja.
Cierro los ojos. Mi respiración lenta se agita por cosas que no
tienen nada
que ver con el
ejercicio físico. Me clava los dientes con suavidad y unas
punzadas de
deseo me atraviesan la
entrepierna. Se me tensan los muslos.
—¿A qué viene esto? —jadeo.
—Me perteneces y aprecio aquello que me pertenece. Eso incluye
hacer
cualquier cosa
para proteger mis pertenencias.
Son palabras muy impersonales pero, dada la singular forma que
tiene de
expresar sus
sentimientos mi tarado emocional, acepto que lo haga a su manera.
—¿Esto te ayuda? —pregunto cuando consigo recuperar la capacidad
de
hablar en mi
estado febril. Aunque la ansiedad está haciendo que se me pase.
Tiene
problemas para
controlar su mal carácter.
—Inmensamente —confirma, pero no me da más explicaciones, sino que
me sube la
temperatura.
Me levanta y me lleva hacia una pared. Frunzo el ceño no porque
quiera
que siga hablando,
aunque ha confirmado mis sospechas, sino porque tengo delante
decenas de
bultos de plástico
de colores que sobresalen de una superficie que hay en la pared;
empieza
en el suelo y acaba
en el techo.
—¿Qué es eso? —pregunto mientras me empotra contra una parte de la
pared en la que no
hay extrañas protuberancias.
—Esto —dice cogiéndome las manos, quitándome los guantes y
deshaciendo los vendajes
— es para hacer escalada. Aguanta.
Me coloca las manos en dos de los salientes de plástico. Me agarro
con
fuerza y trago
saliva cuando me coge de las caderas y tira de ellas hacia atrás.
—¿Estás cómoda?
No puedo hablar. El estrés acumulado durante el ejercicio físico
ha dado
lugar a la
anticipación. Así que asiento con la cabeza.
—Es de buena educación contestar cuando alguien te hace una
pregunta,
Livy. Ya lo sabes.
—Hace a un lado mis pantalones cortos y mis bragas.
—Miller —jadeo un tanto preocupada por nuestra ubicación al notar
sus
dedos explorando
mi sexo—. No podemos, aquí no.
—Tengo esta sala reservada, es mía todos los días de seis a ocho.
Nadie
vendrá a
molestarnos.
—Pero el cristal...
—Aquí no se nos ve. —Sus dedos se abren paso y apoyo la cabeza en
la
pared, cogiendo
aire como puedo—. Te he hecho una pregunta.
—Estoy cómoda —respondo de mala gana. La postura es cómoda, pero
no
estoy a gusto en
este sitio.
—Discrepo. —Traza círculos profundos y ambos dejamos escapar un
gemido ronco—.
Estás tensa.
«¡Embestida!»
—¡Ay, Dios!
—Relájate. —Me penetra con delicadeza, esta vez con dos dedos, y
sus
tiernos
movimientos alivian mi tensión, me relajan todo el cuerpo—.
¿Mejor?
Mucho mejor. La continua caricia de sus dedos me conduce a un
estado de
pasión absoluta,
ya ni siquiera me importa dónde estamos. El deseo es mi
combustible. Me
estremezco. Me...
Me... Me...
—¡Miller!
—Shhh. —Me manda callar con dulzura y saca los dedos. Me coge
firmemente pero con
ternura de las caderas. La pérdida de fricción me vuelve loca,
suelto uno de
los salientes y
pego un puñetazo en la pared.
—¡No, por favor!
—¿No te dije que iba a volverte loca de deseo todos los días?
—¡Sí!
—¿Estoy cumpliendo mi promesa?
—¡Sí!
—Y sabes que me encanta, ¿verdad?
—¡Joder, sí!
Gruñe y desliza la punta de su polla entre mis muslos. Luego se
adentra en
mí siseando.
Me tiemblan las rodillas.
Gimo. Me derrito, mi cuerpo se vuelve líquido y es Miller quien lo
sujeta.
—Quieta —susurra enroscándome el brazo en la cintura para sujetar
mi
cuerpo de gelatina.
Dejo caer la barbilla contra el pecho.
—Parece que nos hemos desviado del propósito de esta visita.
Sus caderas siguen avanzando, cada vez más adentro, cada vez estoy
más
mareada, hasta
que encaja perfectamente en mí y se queda quieto. En la oscuridad,
no veo
nada, pero no me
importa haber perdido el juicio. Puedo olerlo, siento su aliento,
lo siento a
él, y cuando sus
manos se deslizan por mi cuerpo hasta que sus dedos llegan a mis
labios,
puedo lamerlo y
también puedo saborearlo.
—¿Quieres que me mueva? —pide con la voz ronca, cargada de
ardiente
deseo animal.
Mi boca está muy ocupada relamiendo sus dedos, así que encuentro
la
manera de
estabilizar las piernas y de apretar el culo contra su
entrepierna. Coge aire.
Le muerdo el dedo.
—¿Olivia?
Quiere una respuesta. Aflojo el mordisco y consigo decir:
—Muévete. Muévete, por favor.
—¡Dios!
Me tira del pelo y me quita la goma. Me peina con los dedos y mis
rizos
vuelan libres.
Luego me coge del cuello y tira hasta que mi coronilla descansa en
su
hombro. Abro la boca y
mantengo los ojos cerrados, la cara levantada hacia el techo.
Sigue sin
moverse y, aun así, mis
músculos tiemblan sin cesar con un maremoto de sensaciones
decididas a
volverme delirante
de placer en cuanto él empiece a entrar y a salir de mí. Ya estoy
casi a
punto. La polla firme,
palpitante de Miller provoca espasmos en mi interior. Su
respiración
invade mis oídos.
—Me hace muy feliz que seas mi alguien, Olivia Taylor.
—Y a mí me hace muy feliz ser tu hábito —musito. Me resulta fácil
pronunciar las
palabras medio tonta de placer.
—Me alegro de que lo hayamos aclarado —repone.
Lleva la cara a mi cuello, empieza a mover las caderas hacia
dentro y hacia
fuera, y me
deja sin aire en los pulmones. Se me escapa en forma de suaves
gemidos
satisfechos.
Sonrío de placer y noto que él sonríe pegado a mi cuello y me besa
con
delicadeza sin
perder el ritmo, con la palma de la mano en mi garganta.
—Sabes a gloria —susurra con voz ronca.
—Tú me tienes en la gloria.
—Te estás poniendo tensa alrededor de mi polla, mi dulce niña.
—Estoy a punto. —Noto que todo se intensifica, la tensión, el
pulso, la
presión en el
vientre—. ¡Dios!
—Silencio, Livy —dice con voz gutural; sus caderas parecen tener
vida
propia, dan un par
de sacudidas y hunde los dientes en mi cuello. Respira con calma
un par de
veces y deja de
moverse.
La frente se me llena de gotas de sudor. El calor de su boca sobre
mi piel
se extiende por
mi cuerpo pegajoso y me quema en lo más íntimo.
—¿Muy a punto? —pregunta con la voz entrecortada—. ¿Cuánto te
falta,
Livy?
—¡Poco!
Sus caderas empiezan a vibrar. Es un signo claro de que está
controlándose
para no
follarme como un salvaje.
—¡Mierda! —grito cuando avanza con rapidez pero con mucho cuidado.
Tengo los nudillos blancos de agarrarme con tanta fuerza. Sale
otra vez y
ataca de nuevo
con decisión. Me deja sin aire en los pulmones y el corazón me
late a una
velocidad peligrosa.
Voy a desmayarme.
—Miller... —Trago saliva y se me tensan los brazos pegados a la
pared. La
cabeza me da
vueltas, fuera de control. Las cumbres de placer hacen que mi
cabeza caiga
en barrena. No sé
cómo soportarlo. Nada ha cambiado, y espero que no cambie jamás—.
Miller, por favor, por
favor, por favor.
Estoy en la cúspide, tambaleándome al borde del abismo. Me
mantiene ahí,
incitándome.
Sabe exactamente lo que se hace.
—Suplícamelo —gruñe embistiéndome de nuevo con otro implacable
avance de sus
caderas—. Suplícamelo.
—¡Lo estás haciendo a propósito! —grito poniendo el culo en pompa,
intentando atrapar la
ráfaga de presión y dejarla explotar.
Consigo que Miller ruja y yo grito, sorprendida. De un tirón, nuestras
caras
se quedan
pegadas y me come viva. Nuestro beso es un paso hacia mi orgasmo
inminente.
—Suplícamelo —repite en mi boca—. Suplícame que te dedique el
resto
de mi vida,
Olivia. Hazme ver que deseas que estemos juntos tanto como yo.
—Lo deseo.
—Suplícamelo. —Me muerde el labio y lo succiona entre los dientes.
Sus
ojos azules
arden en los míos, me queman el alma—. No me rechaces.
—Te lo suplico.
Le sostengo la mirada y absorbo la necesidad que mana de sus ojos.
Me
necesita a mí. Es
reconfortante. Nos necesitamos desesperadamente el uno al otro.
—Y yo te lo suplico a ti. —Empieza una deliciosa rotación de
caderas que
me recuerdan
mi estado explosivo. Me da un pico y vuelve a encontrar el ritmo.
Se
adentra en mí y se retira
despacio, inmovilizándome con su adoración experta—. Te suplico
que me
ames para siempre.
Dejo caer la cabeza en su cuello y lo acaricio con la nariz.
—No hace falta que me supliques —susurro—. Para mí no hay nada más
natural que
amarte, Miller Hart.
—Gracias.
—Y ahora, ¿podrías dejar de volverme loca?
Mi clímax sigue en el limbo. Grita para que lo liberen.
—Dios, sí. —Me la clava sin clemencia y se hunde muy adentro,
moviendo
las caderas sin
cesar. Despego con un grito y la presión acumulada se escapa de mi
ser, me
deja aturdida e
inmóvil en sus brazos—. ¡Joder, joder, joder!
—¡No me sueltes! —Me tiembla todo el cuerpo y muevo la cabeza de
un
lado a otro.
—Jamás.
Suspiro. Las punzadas no desaparecen cuando me relajo en sus
brazos. Mi
mundo es una
neblina de sonidos distorsionados e imágenes borrosas. Busco el
camino de
vuelta entre la
intensidad de mi orgasmo. No siento las extremidades, sólo a
Miller, que
me muerde con
suavidad en la mejilla, y su erección palpitante dentro de mí.
Ante mis ojos
pasan vívidas
imágenes, todas de Miller y de mí, algunas del pasado, otras del
presente y
unas cuantas de
nuestro futuro juntos. He encontrado a mi alguien. Alguien con sus
taras,
alguien que muestra
sus emociones del modo más extraño y que se comporta de tal forma
que
repele todo afecto.
Pero es mi alguien con taras. Yo lo entiendo. Yo sé cómo
relajarlo, cómo
manejarlo y, lo más
importante, sé cómo amarlo. A pesar de que lleva toda la vida
empeñado
en rechazar el
potencial del cariño y de los sentimientos, me ha dejado abrirme
paso a
través de su exterior
borde y frío, e incluso me ha ayudado a hacerlo, y yo le he
permitido tener
el mismo efecto en
mí. Me siento a salvo, deseada, amada, y eso ha valido toda la
penuria y la
tristeza que hemos
soportado hasta llegar aquí. Me acepta a mí y acepta mi historia.
Vivimos
en mundos lejanos
pero somos absolutamente perfectos el uno para el otro. De lejos
es un
hombre muy atractivo
y de cerca es igual de hermoso. Bajo esa belleza exterior aún es
más bello.
Es una belleza
profunda y, cuanto más adentro miro, más bello se torna. Soy la
única
persona que la ve, y eso
es porque soy la única persona a la que Miller le ha permitido
verla. Sólo a
mí. Es mío. Del
todo. Cada maravilloso milímetro.
Miller me clava los dientes en el hombro y su tranca palpitante
sigue
enterrada en mi
interior. Vuelvo a la Tierra. Estoy mirando al techo, se me han
dormido los
dedos de las
manos, agarrados a los salientes de colores de la pared. Estoy
agotada pero
llena de energía.
Me tiemblan las rodillas pero son más fuertes que nunca.
—Te vi —susurro. No sé por qué he tenido que decírselo.
Me hace un chupetón y besa la marca con los labios. Me coge del
pelo y
tira para que lo
mire a la cara.
—Lo sé.
No me pregunta qué quiero decir ni dónde lo vi. Lo sabe.
—¿Cómo?
—Un cosquilleo en la piel.
Sonrío confusa y estudio su mirada en busca de algo más que cinco
palabras. Veo
sinceridad, cree al cien por cien en lo que ha dicho.
—¿Un cosquilleo en la piel?
—Sí, como tenues fuegos artificiales bajo la piel —sigue muy
serio.
—¿Fuegos artificiales?
Me besa en la frente y sus caderas se retiran. Su semierección
cuelga en
libertad. Me
arregla las bragas y los pantalones cortos y me quedo amargada y
resentida
por la pérdida. Me
da la vuelta entre sus brazos, me peina el pelo hacia un lado y me
pasa los
brazos por sus
hombros. Está empapado y caliente, y su piel brilla bajo la dura
luz
artificial de la sala. Mi
cuerpo ofendido y la falta de Miller en mi interior se me olvidan
tan pronto
como mi mirada
aterriza en los duros altiplanos de su pecho. Tiene los pezones
erectos, la
piel suave y los
músculos cincelados. Es digno de ver.
Estudia la pared que tengo detrás y me mueve un poco a la
izquierda.
Luego esa obra
maestra que tiene por cuerpo se acerca y me arrincona contra el
frío muro.
Cubre mi cuerpo
vestido con su semidesnudez y me levanta la barbilla con el índice
para
que lo mire.
—Aquí arriba. —Sonríe y me besa con ternura en la mejilla—.
Cuéntame
tu señal.
—¿Mi señal? —No puedo ocultar mi confusión. No sé de qué está
hablando—. No tengo ni
idea de a qué te refieres.
Me regala una sonrisa con hoyuelo, muy mona y casi tímida.
—Cuando estás cerca, incluso cuando no puedo tocarte, se me eriza
la piel.
Siento como
fuegos artificiales. Cada centímetro de mi piel cosquillea de
placer. Ésa es
mi señal.
Me coge las mejillas con las palmas de las manos y con el pulgar
me
acaricia los labios.
—Así es como sé que estás cerca. No necesito verte. Te siento y,
cuando te
toco —
parpadea lentamente y respira hondo—, los fuegos artificiales
explotan.
Eso me nubla la
mente. Son hermosos, brillantes y lo consumen todo. —Se agacha y
me
besa en la punta de la
nariz—. Te representan a ti.
Entreabro la boca y mis brazos ahora están en su nuca. Paso unos
momentos en silencio,
bañándome en su mirada y disfrutando de su cuerpo contra el mío.
Asimilando sus palabras.
No tienen nada de confusas. Sé a qué se refiere, aunque mi señal
es un poco
diferente.
—Yo también siento fuegos artificiales. —Le beso la yema del dedo
y el ir
y venir de éste
por mi labio inferior cesa. Me observa con atención y en
silencio—. Sólo
que los míos
implosionan.
—Suena peligroso —susurra desviando la mirada a mi boca.
No digo nada de la advertencia de William, que me dijo que tuviera
cuidado si notaba que
se me erizaba el vello de la nuca. Estoy segura de que no pensaba
con
claridad y que estaba
venga a darle vueltas al hecho de haber perdido a Miller. Aunque
es
posible que forme parte
de mi señal.
—Lo es —confieso.
—¿Y eso?
—Porque cada vez que te miro, que te toco o que siento tu
presencia, esos
fuegos
artificiales van directos a mi corazón. —Me embarga la emoción.
Sus ojos
azules ascienden
por mi cara hasta que nuestras miradas se entrelazan—. Me enamoro
un
poco más de ti cada
vez que eso ocurre.
Asiente lentamente con la cabeza. Es casi imperceptible.
—Vamos a vernos y a tocarnos mucho —susurra—. Vas a estar muy
enamorada de mí.
—Ya lo estoy.
Cierro los ojos cuando sus labios ocupan el lugar de su pulgar. Me
enamoro de él un poco
más. Nuestras bocas se mueven juntas, sin prisa, la pasión salvaje
de hace
unos instantes se
torna ternura y cariño. Me habla con su beso. Me está diciendo que
lo
entiende, que él también
se siente así. Sólo que él lo llama fascinación.
—¿Te mueres por mis huesos? —pregunta en mi boca.
Sonrío.
—Y por todo lo demás.
—Y yo rezo para que sigas amándome todos los días.
—Dalo por hecho.
—En esta vida no se puede dar nada por hecho, Olivia.
—Eso no es verdad —rebato, y me separo de su boca.
La felicidad de hace unos instantes desaparece. Me estudia con
atención
mientras pienso lo
que voy a decir a continuación. No estoy segura de que haya otra
forma de
decirlo.
—¿Por qué no lo aceptas?
—Es difícil aceptar lo que no se debe aceptar. —Su mano asciende
por mi
espalda y se
enrosca en mi pelo—. No soy digno de tu amor.
—Sí que lo eres.
Noto cómo el enfado se me sube a las mejillas y reemplaza mi rubor
postorgásmico.
—Coincidiremos en que discrepamos.
—De eso, nada. —Mi cuerpo reacciona a su ceguera. Mis manos
descienden a su pecho y
lo empujan para que se aparte—. Quiero que lo aceptes. No sólo que
me
digas que lo aceptas
para tenerme contenta, sino que lo aceptes de verdad.
—De acuerdo —se apresura a responder, aunque lo hace sin la más
mínima
convicción.
Bajo los hombros derrotada. La esperanza que brillaba desde
nuestro
reencuentro se apaga
demasiado rápido.
—¿Qué te hace ser tan negativo?
—La realidad —dice con una voz monótona, sin vida.
Cierro la boca. No tengo réplica para eso, no puedo infundirle
ánimos. Al
menos, no así, de
pronto. Si me dan un rato, seguro que se me ocurre algo y ya
procuraré que
sea lógico y cierto.
Pero ahora mismo la cabeza me va a cien, y se interrumpe en mitad
de un
razonamiento
cuando se abre la puerta de la sala.
Los dos miramos en la misma dirección y se me ponen los pelos como
escarpias.
—Se acabó el tiempo. —La voz aterciopelada de Cassie me enerva aún
más. Su cuerpo
perfecto cubierto de licra no me ayuda. Su mirada desprende
resentimiento
y alarma a partes
iguales. La sorprende verme, y eso me complace sobremanera.
—Ya nos íbamos —contesta Miller cortante. Me agarra de la nuca,
recoge
su móvil y me
conduce hacia la puerta.
Le lanzo una mirada asesina a Cassie cuando se contonea por la
sala y, sin
un atisbo de
pudor, se toca los tobillos, se estira y se abre de piernas con
una sonrisa de
superioridad. La
cruz de diamantes que adorna siempre su bello cuello roza el
suelo.
—Pilates —ronronea—. Es fantástico para la flexibilidad, ¿no es
así,
Miller?
Lo miro con unos ojos como platos, deseando con todas mis fuerzas
haber
malinterpretado
sus palabras. Sin embargo, él no me lo confirma y tampoco me
dirige una
mirada que me dé
seguridad en mí misma.
—Contrólate, Cassie —le espeta. Abre la puerta y me empuja con
suavidad
para que salga.
—¡Que tengáis un buen día! —canturrea ella con una carcajada.
En cuanto la puerta se cierra de un golpe me libero de la mano de
Miller en
mi nuca y me
vuelvo para mirarlo a los ojos. El pelo me tapa la cara.
—¿Qué hace ésa aquí?
—Tiene la sala reservada de ocho a diez.
Me encrespo.
—¿Te has acostado con ella?
—No —responde rápido y con decisión—. Nunca.
—Entonces ¿por qué alardea de su culo de goma?
—¿Culo de goma? —Una de las comisuras de su boca medio dibuja una
sonrisa, aunque
eso no hace que me ponga de mejor humor.
—Sé que es una puta, Miller. La vi en un evento con un viejo gordo
y rico.
Ahora ya no parece resultarle tan divertido.
—Ya veo —dice sin más, como si no tuviera importancia.
—¿Ya ves?
—¿Qué quieres que te diga? Es una chica de compañía.
Mi brío se apaga. No sé qué quiero que diga.
—Tengo que irme a trabajar —replico.
Doy media vuelta y me marcho a los vestuarios. Un líquido caliente
y
espeso me gotea por
los muslos. Mierda.
—Olivia.
Lo ignoro y abro la puerta. Me sorprende esta vena posesiva que
hace que
me hierva la
sangre. El brío que ha vuelto a mi vida se está convirtiendo en...
otra cosa.
Todavía no sé qué
es, pero es peligroso. Hasta ahí llego. Dejo caer mi trasero en un
banco y la
cabeza entre las
manos. No va a desaparecer. Tiene pelotas y está claro que me
odia. ¿Qué
voy a hacer?
—Hola.
Unas manos tibias se deslizan por mis muslos. Miro entre los dedos
y veo a
Miller
arrodillado delante de mí. Echo un vistazo al vestuario, no
estamos solos.
Hay dos mujeres que
sólo llevan puesta una toalla y que nos observan con interés,
aunque a
ninguna parece
preocuparle no estar vestida.
—¿Qué estás haciendo, Miller?
Su rostro está impasible pero veo simpatía en su mirada.
—Lo que cualquier hombre haría al ver por los suelos a la mujer
que adora.
¿La mujer que adora? ¿No la que lo fascina? Incluso ahora, que no
puedo
ni pensar, esa
palabra me emociona.
—No me cae bien.
—A mí a veces tampoco.
—¿Sólo a veces?
—Es una incomprendida.
—Yo creo que la comprendo perfectamente. No le caigo bien.
—Eso es porque me gustas. Mucho.
Lo fascino. Me adora. Le gusto.
—¿Te desea?
—Quiere ponérmelo difícil.
—¿Por qué?
Suspira lentamente, como si le costara. Luego me coge las mejillas
con
ambas manos y
pega la nariz a la mía.
—Es incapaz de ver más allá de lo que conoce.
¿Es incapaz de ver más allá del glamour? Niego con la cabeza.
Estoy
confusa pero, sobre
todo, frustrada. ¿Qué espera? ¿Que Miller siga el mismo camino?
—Quiero echar a correr —susurro. Me pican las piernas, desean
sacarme
de aquí y de la
cruda verdad de Miller y de su historia. Todo en todas partes me
la
recuerda. No estoy segura
de que pueda soportarlo—. Contigo —le aclaro al ver su expresión
aterrada
—. ¿Crees que toda
esta gente nos dejará?
—Mi dulce niña, estoy preparado para aniquilar a todo lo que se
interponga
en mi camino
hacia la libertad. —Me besa en la frente. Es un gesto muy tierno y
me
colma de seguridad. O
debería. La incertidumbre manaba de sus ojos antes de que los
cerrara para
ocultarla—. Te
ruego que no permitas que las palabras de otros interfieran.
—Es muy difícil. —Dejo que me bese toda la cara hasta que se
aparta. Ya
tiene la
incertidumbre bajo control. Ahora sus ojos azules me suplican.
Cree que
voy a dejar que esta
gente, Cassie y quien sea (porque sé que habrá más), me asuste. No
lo
conseguirán. Nada lo
conseguirá—. Te quiero.
Sonríe y me pone en pie.
—Acepto tu amor.
—Lo dices por decir.
—¿Voy a ganar algún día esta discusión? —pregunta enarcando mucho
las
cejas.
Sopeso su pregunta un momento.
—No —sentencio, breve y concisa, porque no puede. Nunca sabré con
certeza si lo acepta
de verdad. Sus palabras no me convencerán jamás.
—Dúchate y vístete —dice. Me coge de los hombros y me da la
vuelta—.
Vamos a llegar
tarde.
Una pícara palmada en el trasero me pone en movimiento, pero la
incertidumbre que he
descubierto en los ojos de Miller parece haber echado raíces muy
hondas
en mí. Si él no puede
calmar mis miedos, nadie podrá.
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