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Una noche traicionada - Cap. 11

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CAPÍTULO 11
No sé cómo he acabado aquí. Probablemente para reforzar mi decisión. Ver
la cama con dosel,
la lujosa habitación y recordarme a mí misma maniatada me ayuda a
mantenerme firme, pero
también intensifica el dolor. Estoy en la habitación de hotel, mirando,
torturándome y rezando
para ser fuerte. Para huir. Para desaparecer para siempre. No veo otra
solución. Tengo frío y la
piel de gallina. Me pican los ojos por las lágrimas. Tengo que poner en
marcha los planes que
he empezado a hacer tantas veces. Necesito desaparecer una temporada,
poner tierra de por
medio y esperar que el refrán «Ojos que no ven, corazón que no siente» se
cumpla. Para los
dos.
—¿Por qué has venido?
La pregunta se filtra entre el zumbido de la sangre que distorsiona mis
oídos y me arrastra
de vuelta a la habitación helada.
—Para convencerme de que estoy haciendo lo correcto.
—Y ¿sientes que es lo correcto?
—No —confieso.
Nada es lo correcto. Todo está muy mal. Oigo el clic de la puerta al
cerrarse y salgo de mi
ensoñación. Me vuelvo y encuentro a un desastre de hombre: el pelo
alborotado, el traje
arrugado. Sin embargo, hay alivio en sus ojos azules.
—No voy a perder —dice metiéndose las manos en los bolsillos—. No
puedo perder,
Olivia.
Las lágrimas empiezan a correr por mis mejillas. Estoy ante él, derrotada.
Conquistada.
Su espalda choca contra la puerta, se le humedecen los ojos y su cuerpo se
hunde en la
madera. Ver a Miller Hart luchando por contener las lágrimas me arranca
el corazón del pecho
y me deja sin fuerza en las rodillas. Mi cuerpo se desploma en el suelo, la
mandíbula contra el
pecho, y mi pelo cae sobre los hombros. Y lloro. El hombre destrozado que
tengo ante mí
siempre ha hecho que me dolieran los ojos, pero esta vez no es de placer ni
por su belleza. Esta
vez es de verlo tan atormentado. Desesperado. En ruinas.
Me envuelve en un nanosegundo, sus manos cálidas me rodean con
firmeza, mi cara se
apoya en su pecho.
—No llores —susurra sentándome en su regazo—. Tienes que ser fuerte
por mí.
Me coge en brazos y me lleva a la cama. «Se acaba aquí», dice
tumbándome con
delicadeza y cubriendo mi cuerpo con el suyo. Entierra la cara en mi
cuello. No me resisto.
Dejo que su cuerpo se funda con el mío, que su fortaleza me inunde. Me
abrazo a él como si
mi vida dependiera de ello. Él hace lo mismo. Nos estrechamos con todo lo
que tenemos,
nuestros corazones laten con fuerza al unísono. Escucho los latidos. Los
dos estamos
volviendo a la vida.
Levanta la cabeza muy despacio hasta que me encuentro mirando unos ojos
azules llenos
de angustia.
—Lo siento mucho. —Me enjuga las lágrimas—. Sé que yo también he
estado huyendo,
pero ya lo he aceptado.
Me besa con dulzura. Necesito y deseo sus suaves labios.
—Necesito que tú hagas lo mismo. —Se sienta y me coloca en su regazo
con facilidad. Me
rodea con sus brazos y me besa la cara sin parar—. Lo que tenemos es
hermoso, Olivia. No
puedo perderlo. —Coge el bajo de mi vestido pero no empieza a
quitármelo—. ¿Me permites?
Respondo empujando su chaqueta hasta que se la dejo por los hombros y él
suelta mi
vestido y me permite librarlo de ella. Necesito su piel desnuda contra la
mía.
—Gracias —susurra.
Me quita el vestido y lo deja a un lado. Sus labios encuentran los míos e
inician una
delicada caricia, su lengua titubeante y suave se desliza en mi boca. Tengo
la mente en blanco
pero mi cuerpo responde por instinto. Acepto su beso, sigo su ritmo
perezoso, me empapo en
la emoción que mana de todo su ser. Siento sus manos tibias por todas
partes, acariciándome y
sintiéndome, recordándome que no tengo su piel bajo las palmas de las
manos. Empiezo a
desabrocharle el chaleco, luego la camisa, hasta que mis manos bucean
bajo la tela,
sintiéndolo por todas partes durante demasiado poco tiempo antes de
empezar a quitarme la
ropa. Me niego a separarme de su boca, ni siquiera para comerme su torso
perfecto. En cuanto
sus brazos quedan libres de nuevo me desabrocha el cierre del sujetador y
me lo quita muy
despacio. Deja al descubierto mis pezones, que están muy muy duros.
Separa nuestras bocas y
gimo en señal de protesta. Mis manos se apresuran a desabrocharle el
cinturón.
Esa boca hipnótica está entreabierta y de ella fluye su aliento jadeante.
Tiene la mirada fija
en mis diminutos pechos. Le bajo los pantalones, impaciente por tenerlo
desnudo.
Arranca sus ojos de mi pecho y me mira.
—Saboréame —dice.
No pierdo un segundo pero me lanzo a por su cuello, no a por su boca. Le
mordisqueo la
garganta e inhalo su fragancia masculina. Me faltan manos, lo hago gemir
y mascullar de
agradecimiento.
—Mi boca —dice con voz ronca, y con su súplica me desvía a sus labios
—. ¡Dios mío,
Olivia!
Sus grandes palmas encuentran mis mejillas y me sujeta la cabeza mientras
nos besamos,
despacio, con dulzura.
—No puedo imaginar nada mejor que besarte —dice contra mis labios—.
Dime que eres
mía.
Asiento contra él y salgo al encuentro de los remolinos de su lengua
mientras me tumba en
la cama. Rápidamente le bajo los pantalones por sus largas piernas. Me
abandona un
momento, saca un condón de la nada y se lo pone, siseando y apretando la
mandíbula. Luego
cierra los ojos antes de caer de nuevo sobre mi cuerpo. Gimo cuando se
acomoda entre mis
muslos y siento la ancha cabeza de su erección empujando contra mi
entrada.
—Dilo. —Me muerde el labio inferior y retrocede—. No me rechaces.
—Soy tuya. —No cabe la menor duda.
Apoya su frente en la mía y empuja en mi interior con una controlada
exhalación.
—Gracias.
—Miller... —suspiro sintiendo que los pedazos de mi corazón roto se unen
de nuevo.
Cierro los ojos satisfecha, la paz se apodera de mí y él empieza a balancear
las caderas sin
prisa. Tengo las manos libres, puedo tocarlo a mi antojo. Deslizo las
palmas de las manos por
todas partes acariciando cada centímetro de su cuerpo. Nuestras lenguas
bailan felices, sus
caderas oscilan con delicadeza y la adoración fluye de él. Se ha redimido
del todo. Es tan
atento que borra la escena de terror que tuvo lugar en este hotel; este
momento perfecto me
recuerda al hombre dulce y gentil que es cuando me venera, el hombre que
necesito que sea. El
hombre que quiere ser. Por mí.
—Nunca voy a soltar tus labios —anuncia, mientras nuestros cuerpos
sudorosos se
deslizan lánguidamente—. Nunca.
Me vuelve debajo de él para tenerme sentada a horcajadas sobre sus
caderas, llena a
rebosar. El movimiento lo lleva increíblemente más adentro.
—¡Ay, Dios!
Me apoyo con las palmas de las manos en sus abdominales y me preparo.
La barbilla me
choca contra el pecho.
—¡Joder! —maldice Miller entrando y saliendo sin parar de mí,
agarrándose con fuerza a
la parte alta de mis muslos—. Olivia Taylor —susurra—, mi pertenencia
más valiosa.
—No sueltes mis labios —digo atragantándome por el deseo.
Cojo aire cuando me sujeta de la nuca y me atrae hacia su cara. Vuelve a
entrar en mí.
Grito. Luego me hace enloquecer con un beso tan hambriento que me
cuesta recordar mi
nombre.
—Muévete. —Me mordisquea la lengua y me sujeta por las nalgas con las
manos para
animarme. Me levanta. Siento que se me escapa y el roce crea esa deliciosa
fricción que me
eleva con un grito. Me llevo las manos a la cabeza—. ¡Eso es, Livy!
El placer que contorsiona su rostro me da fuerzas. Me levanto y me dejo
caer sobre sus
caderas sin control.
—¿Así? —pregunto sin aguardar respuesta. Sus ojos fuertemente cerrados
lo dicen todo.
Me sujeto los mechones de pelo rubio de cualquier manera—. ¡Dímelo,
Miller!
—¡Sí! —Abre los ojos y aprieta los dientes—. Puedes hacerme lo que
quieras, Olivia.
Aceptaré lo que sea.
Hago una pausa. Me cuesta respirar y lo siento palpitar incesantemente
dentro de mí. Mis
músculos acarician cada movimiento.
—Yo también.
Se mueve con rapidez. Me tumba sobre mi espalda y vuelve a deslizarse
dentro de mí con
facilidad. Con la punta de los dedos dibuja un sendero hasta mi mejilla
ardiente y vuelve a
reclamar mi boca.
—Ojalá estuvieras en mi cama —susurra sin soltar mis labios, moviendo
las caderas en
círculos constantes sin dejar de entrar y salir, cada vez más adentro—. Por
favor, dime que
puedo llevarte a mi cama y pasarme la noche abrazado a ti.
Su petición genera una pregunta. Rompo nuestro beso.
—¿Cómo es posible que abrazarme sea «lo que más te gusta»?
No le doy tiempo a responder. Echo mucho de menos su boca y no pierdo
ni un segundo en
hundir la lengua en ella mientras él continúa meciéndose en mí.
—Sólo es «lo que más me gusta» hacer contigo. —Me mordisquea el labio
y me planta un
reguero de besos ligeros como una pluma de una comisura de los labios a
la otra—. A la única
a la que quiero estrechar hasta que me muera es a ti.
Sonrío y casi me echo a llorar cuando me deslumbra con su poco frecuente
pero increíble
sonrisa. Sus ojos azules brillan como estrellas. Se ha redimido del todo. El
Miller brutal ha
quedado olvidado hace mucho. Quiero sus labios otra vez en los míos, pero
también quiero
verle la cara cuando luce la sonrisa más maravillosa que he visto nunca.
—Me encanta cuando sonríes —proclamo jadeante mientras me bendice
con una suave
rotación de sus caderas que acierta justo en ese punto de mi pared frontal
—. ¡Ay, Dios!
—Sólo sonrío por ti. —Me da un pico y levanta el torso, apoyado en sus
brazos largos y
musculosos—. Me encantan tus tetas —dice entonces. Las mira y se pasa
la lengua por los
labios provocativo.
—No son gran cosa. —Quiero taparme mis encantos minúsculos con las
manos, pero éstas
están muy ocupadas acariciando sus antebrazos.
—Discrepo. —Jadea ligeramente y cierra los ojos mientras ejecuta el
movimiento
perfecto, profundo, preciso.
Mis músculos se tensan y empujo contra sus brazos robustos.
—¡Madre de Dios! —suspiro sintiendo llegar el preludio de un delicioso
orgasmo.
—¿Vas a correrte, mi dulce niña?
—Sí —gimo arqueando la espalda y enrollando las piernas en su cintura.
La corriente
caliente de presión en mi entrepierna desciende como un remolino.
Miller deja caer la cabeza, abre los ojos muy despacio y se apoya en los
antebrazos.
—Dame tus labios —dice con voz ronca mientras entra, sale y vuelve a
adentrarse en mí.
El placer que me regala me deja sin fuerzas, mareada—. Livy, tus labios...
Me acerca la cara para que sólo tenga que levantar un poco la mía.
Nuestras lenguas se
encuentran y se enzarzan en un delicado baile. Empiezo a estremecerme y
mi clímax se
apodera de mí, él me embiste con fuerza y me besa ardientemente,
gimiendo con pasión. Mis
manos se enroscan en sus rizos húmedos y tiran de ellos hacia atrás.
—Me corro —gimo—. Miller, me corro.
Empiezo a contraerme a su alrededor e intento besarlo con fogosidad
mientras me atacan
oleadas de placer. Sin embargo, él no me lo permite. Se aparta un poco
unos segundos antes de
unir nuestros labios para guiarme en silencio.
Chispas ardientes de placer me atacan en todas direcciones. Las
sensaciones son tan
abrumadoras que no puedo respirar. Grito. Exploto. Mi carne palpita y me
pesan los párpados
mientras él continúa adorando mi boca y entrando sin prisa en mí. Me he
hecho añicos y esos
añicos vuelven a unirse bajo su adoración. Podemos hacerlo. Si estamos
juntos, podemos salir
airosos de los retos que nos aguardan. Mi determinación nunca ha sido tan
fuerte.
—Gracias —suspiro sonriente dejando caer los brazos por encima de mi
cabeza.
—Nunca me des las gracias.
En mi estado de felicidad absoluta apenas soy consciente de que él sigue
como una piedra
en mi interior.
—No te has corrido —gimoteo.
Se sale despacio y recorre mi cuerpo a besos hasta que tiene la cabeza entre
mis muslos y
me vuelve loco con pequeños lametones en mi piel estremecida, seguidos
de un largo lametón
justo en el centro. Me arrugo, intentando controlar el cosquilleo palpitante.
Él asciende por mi
cuerpo y hunde la lengua en mi boca.
—Te adoro. —Me besa en la frente y me da un beso de esquimal—. Quiero
«lo que más
me gusta».
—No puedo mover los brazos.
—Dame «lo que más me gusta», Livy. —Enarca las cejas a modo de
advertencia, y me
hace sonreír aún más—. Ya.
No me cuesta nada darle lo que me pide. Rodeo sus hombros con los brazos
y lo estrecho
contra mí.
—Quiero estar en tu cama —susurro contra su pelo, deseando estar ya allí.
—Y lo estarás.
Se da la vuelta llevándome consigo y luego me levanta hasta que me sienta
sobre su
estómago. Me estudia en silencio.
—¿En qué piensas? —pregunto.
—Pienso que nunca me ha sorprendido nada en la vida —dice dibujando
círculos en mis
pezones hasta que los tengo como balas, duros y sensibles—. Pero el día en
que lanzaste aquel
dinero encima de la mesa en la brasería Langan tuve que contenerme para
no atragantarme con
el vino.
Me ruborizo un poco ante mi propia osadía. Ojalá nunca lo hubiera hecho.
—No volveré a hacerlo.
—Ni yo —susurra llevando su mano a mi muñeca y acariciando la zona en
la que los
moratones ya casi han desaparecido—. Perdóname. Me consumía la
desesperación por...
Me suelto la mano, le planto un beso en los labios y lo acallo con mi
cuerpo.
—Por favor, no te sientas culpable.
—Aprecio tu compasión, pero nada de lo que digas borrará mis
remordimientos.
—Yo te presioné.
—Eso no es excusa. —Se sienta y nos lleva al borde de la cama. Me pone
en pie—. Te lo
compensaré, Olivia Taylor —jura levantándose y cogiéndome la cara entre
las manos—. Te
haré olvidar a ese hombre.
Sus labios encuentran los míos y enfatizan sus palabras. Asiento sin
separarme de él.
—No es el hombre que quiero ser para ti —añade.
Dejo que me ahogue en su boca y en su arrepentimiento, que me empuje
contra la pared
con desesperación, que me acaricie por todas partes.
—Llévame a tu cama —suplico.
Necesito el confort y la seguridad que me produce estar en los brazos y en
la cama de
Miller, cosa que no acabo de conseguir aquí, en esta habitación de hotel,
donde la cama con
dosel me recuerda constantemente que hay un Miller muy diferente de
éste.
—Haré lo que tú quieras —susurra haciendo una pequeña pausa en su beso
de disculpa y
dándome un sinfín de picos en los labios—. Cualquier cosa. Por favor,
intenta borrar lo que
ocurrió.
—Entonces sácame de aquí —insisto—. Sácame de esta habitación.
Le entra un poco el pánico y se aparta al darse cuenta de mi desesperación
por escapar de
todo lo que me lo recuerda. Ahora él también está desesperado. Se pone en
acción. Se quita el
condón, se viste a la velocidad de la luz, de cualquier manera. Se deja la
camisa a medio
abotonar y por fuera de los pantalones. Luego se pone el chaleco y la
corbata con el mismo
poco cuidado antes de coger mi vestido y meterme en él.
Me coge de la mano y me conduce lejos de la frialdad de la extravagante
habitación de
hotel. Bajamos por la escalera y de vez en cuando mira hacia atrás para
comprobar que estoy
bien.
—¿Voy demasiado rápido? —pregunta sin aminorar el paso.
—No —respondo. Aunque a mis piernas les cuesta seguirle el ritmo,
quiero ir deprisa.
Quiero salir de este lugar cuanto antes.
Llegamos al vestíbulo palaciego y llamamos la atención de la clientela pija
porque vamos
hechos unos zorros. Me da igual, que miren. Miller tampoco parece
preocupado.
Prácticamente le tira la llave de tarjeta a la chica que está en recepción.
Parece tan
desesperado por salir de aquí como yo.
Da la impresión de que el coche está lejísimos, cuando en realidad está
aparcado a la
vuelta de la esquina. El trayecto parece durar horas cuando de hecho han
sido sólo unos
minutos. La escalera que lleva al apartamento de Miller parece tener miles
de peldaños,
cuando sólo hay unos cientos.
En cuanto la puerta se cierra detrás de nosotros, me quita el vestido con
impaciencia. Mi
ropa interior desaparece y me coge en brazos, pegada a su cuerpo vestido
sin cuidado. Me besa
en la boca durante todo el camino hasta su dormitorio, sólo que no vamos
al dormitorio, sino
al estudio, donde me deja sobre el sofá. Me siento, un poco rara y un poco
desconcertada por
el modo en que crece su desesperación. Se quita la ropa a toda velocidad y
la deja tirada, una
pila de tela cara en el suelo. Baja el cuerpo sobre el mío y se me traga por
completo. Me hunde
en el viejo y gastado sofá. Tengo su cara en mi cuello, inhalando mi pelo.
Luego su boca está
en la mía, abriéndose paso con delicadeza con la lengua mientras gime
cuando el beso se
vuelve más voraz y derrota por completo el propósito de nuestro encuentro.
Siempre soy yo la
que lleva las cosas a más y Miller el que insiste en ir poco a poco, y ahora
sé por qué. Sin
embargo, la preocupación es más fuerte que él.
Intento suavizar el beso, bajarlo unos pocos decibelios, pero lo ciega el
propósito de
hacerme olvidar. No es un beso violento, en absoluto, si bien no es ni lo
que quiero ni lo que
necesito.
—Más despacio —jadeo apartándome de sus labios, pero los reubica en mi
cuello, donde
vuelven a su entusiasmo previo—. ¡Miller, por favor!
Ante mi súplica, se levanta sobresaltado y se hunde las manos en los rizos.
El miedo en sus
ojos es más de lo que puedo soportar, y es entonces cuando me doy cuenta
de que es dos
personas completamente diferentes, física y emocionalmente. Al menos,
desde que estoy en su
vida. Sospecho que antes de que yo apareciera era simplemente el hombre
disfrazado de
caballero y el amante despiadado (o chico de compañía).
—¿Te encuentras bien? —pregunto sentándome.
—Te pido disculpas —dice. Se levanta y camina hasta el ventanal.
Su espalda desnuda brilla casi etérea en la noche. Siento la necesidad
abrumadora de
tocarlo, pero está sumido en sus pensamientos y debería dejarlo meditar.
Durante mucho
tiempo he pensado que yo era la única con taras en esta relación. Estaba
muy equivocada.
Miller está aún mucho peor que yo. He visto los resultados de su estilo de
vida. He visto el
efecto que tuvo en mi madre y el impacto permanente que dejó en mi
abuela. Y en mí. He
hecho muchas estupideces. Sólo que Miller no tiene familia. Está solo, da
igual cómo formule
la pregunta. Y no va derecho al infierno porque yo lo he rescatado y ahora
que lo sé me siento
aún más esperanzada. Miller ha pasado demasiados años haciendo algo que
no quería hacer.
—¿Miller?
Se vuelve, lentamente, y no me gusta lo que veo.
Derrotismo.
Pena.
Tristeza.
Deja caer la cabeza.
—Soy un desastre, Olivia. Perdóname.
—Ya te has disculpado de sobra. Deja ya de pedirme perdón. —Me está
entrando el pánico
—. Por favor, ven aquí.
—No sé qué sería de mí, pero deberías poner pies en polvorosa, mi dulce
niña.
—¡No! —exploto, preocupada por su cambio de actitud hacia nuestro
reencuentro—. ¡Ven
aquí!
Estoy a punto de ir a buscarlo cuando él se acerca y se sienta en la otra
punta del sofá.
Demasiado lejos.
—No digas esas cosas —le advierto tumbándome boca arriba y apoyando
la cabeza en su
regazo desnudo para poder mirarlo a la cara.
Baja la cabeza para que sus ojos encuentren los míos; sus manos acarician
mi pelo.
—Lo siento.
—Si vuelves a disculparte otra vez —le advierto cogiéndolo del cuello y
bajándolo a la
fuerza hasta que estamos frente a frente—, te voy a...
—¿Qué?
—No lo sé —admito—, pero ya se me ocurrirá algo.
Lo beso porque es lo único que puedo hacer, y él se deja. Soy yo la que
marca el ritmo
delicado, soy yo quien guía a Miller. Ahora yo soy la fuerte. Yo. Da igual
lo que haya sucedido
antes de mi llegada. Lo que importa es que nos hemos encontrado y por fin
nos hemos
aceptado el uno al otro. Es el ciego que guía a otro ciego pero estoy
completamente decidida.
He dejado que derribe mis barreras y, en el proceso, yo también he
derribado las suyas sin
darme cuenta. No estoy dispuesta a renunciar a sus labios. No voy a ceder a
esta sensación de
que aquí es donde pertenezco. Aquí está mi sitio. No estoy preparada para
luchar más contra lo
que siento. Soy lo bastante fuerte para ayudarlo. Él me da fuerzas.
Detiene nuestro beso repentinamente y suspira. Su aliento me baña la cara.
Se esfuerza por
acariciarme el pelo y las mejillas con ternura.
—¿Me estás diciendo que te ha molestado? —pregunta muy serio. Me da
un beso en la
mejilla—. Porque, si es así, lo siento.
—Para.
—Perdona.
—Mira que eres tonto.
—Lo siento.
—Te voy a... —le advierto dándole un tirón de pelo.
Me levanta la cabeza, se tumba y me recoloca de modo que me quedo
encima de él, cara a
cara.
—Adelante, por favor —susurra acercándome sus labios y parpadeando
muy despacio,
tentándome.
—¿Quieres que te bese? —pregunto en voz baja, mientras mantengo la
mínima distancia
que separa nuestras bocas y me resisto al impulso de capturar la tentación
que tengo a un
mordisco.
—Perdona.
—No hace falta.
—Lo siento. —Roza mis labios y se acabó la resistencia. Me es imposible
apartarlo—. Lo
siento mucho.
Mi lengua se hunde sin piedad pero con ternura, y se mueve con total
adoración. Estamos
donde debemos estar. Todo vuelve a funcionar bien en mi mundo. Se puede
perdonar todo,
sólo que ahora hay mucho más que perdonar. Sus reglas, las que me
impedían tocarlo y
besarlo, son papel mojado. Estoy acariciándolo por todas partes, besándolo
como si nunca más
fuera a volver a tener el placer de hacerlo. Hay amor, cariño, significa algo
y es alucinante. Es
perfecto.
—Me encantan tus castigos —masculla poniéndose de lado y
estrechándome contra su
pecho sin dejar de besarme y acariciarme—. Quédate esta noche conmigo.
Soy yo la que pone fin a la unión de nuestras bocas. Tengo los labios
doloridos e
hinchados. Su incipiente barba está siempre rasposa y pincha, pero me
resulta familiar y
reconfortante. Le acaricio la mejilla con la palma de la mano y observo
cómo entreabre la
boca cuando mi pulgar le roza los labios.
—No quiero quedarme únicamente esta noche —susurro. Mis ojos
ascienden reticentes por
su nariz hasta que están mirando unos círculos azules y comprensivos.
—Quiero que te quedes para siempre —responde con ternura, y con un
fuerte beso sus
labios enfatizan sus palabras—. Te quiero en mi cama.
Se levanta del sofá y me coge en brazos. Me besa como si no nos
hubiéramos separado
mientras me lleva al dormitorio.
—¿Tienes idea de cómo me haces sentir? —pregunta acostándome con
delicadeza e
indicándome que me tumbe boca abajo.
—Sí —digo.
Dejo la cara sobre la almohada y él inicia un delicado ascenso con su
lengua por mi
columna que termina con un suave beso en mi omóplato.
La punta dura de su erección juguetea en mi entrada y pongo el culo en
pompa para
meterle prisa.
—Doy gracias al cielo porque vuelves a ser mía.
Se hunde en mí con una dura exhalación, luego se queda quieto, intentando
recobrar el
control de su respiración. Muerdo la almohada y gimo en silencio. Su torso
duro me presiona
la espalda, me hunde en el colchón, y yo me aferro a las sábanas con los
puños apretados.
—Has cogido lo único que resistía en mí y lo has aniquilado, Livy —
susurra con voz
ronca, trazando círculos con las caderas.
Vuelvo la cabeza cuando siento sus labios en mi oreja y veo unas pestañas
oscuras
enmarcando unos ojos azules resplandecientes.
—No quiero coger nada —replico—. Quiero que tú me lo des.
Se retira lentamente y empuja hacia adentro con firmeza, una y otra vez,
ahogando
gemidos de placer con cada movimiento.
—¿Qué quieres que te dé?
—¿Qué es lo más sólido y resistente que hay en ti? —Gimoteo las palabras
durante una
embestida increíblemente profunda.
—Mi corazón, Livy. Mi corazón es lo más resistente que tengo.
Pierde el control un instante y arquea la espalda con un rugido.
Me duele el alma al oírlo.
—Quiero verte. —Me revuelvo bajo su cuerpo—. Por favor, quiero poder
verte.
—¡Joder! —maldice saliendo rápidamente de mí para que me dé la vuelta
y lo coja por los
hombros. Vuelve a entrar y embiste hacia adelante sin control—. ¡Livy! —
grita apoyándose en
los brazos. Se queda muy quieto, jadeante, mirándome—. Me das mucho
miedo.
Levanto las caderas y la barbilla le toca el pecho. Sus rizos caen como una
cascada.
—Yo también te tengo miedo —susurro—. Estoy aterrada.
Levanta los ojos y mueve las caderas en círculos.
—Emocionalmente soy virgen, Livy. Tú eres la primera.
—¿Eso qué quiere decir? —pregunto en voz baja.
Va a hablar, pero lo piensa dos veces. Sus ojos me atraviesan.
—Me he enamorado, Olivia Taylor —susurra.
Tengo que morderme el labio para no dejar escapar un sollozo. Eso es lo
único que
importa.
—Me fascinas —contraataco.
Estoy reafirmando mis sentimientos, que sepa que nada ha cambiado. He
malgastado un
tiempo precioso apartándolo de mi vida, un tiempo que podría haber
pasado ayudándolo y
haciéndome más fuerte.
Él se deja caer sobre los antebrazos y empieza a mover las caderas
despacio, rítmicamente,
haciéndome enloquecer de deleite.
—Por favor, no me dejes caer —susurra.
Niego con la cabeza y le acaricio la nuca. Recibo cada uno de sus avances
imitando su
movimiento de caderas. No sé qué está pasando, pero sé que mis
sentimientos son profundos.
Y sé que acaban de hacerse más fuertes.
—Me ha salvado una niña dulce y bonita —dice mirándome a los ojos—.
Hace que se me
acelere el pulso y me tiene embobado.
Cierro los ojos, lo dejo seguir adelante, la perfección de este momento me
desgarra el
alma.
—Voy a correrme —jadea—. ¡Olivia!
Abro los ojos, mi cuerpo se retuerce bajo sus músculos prietos. Ha
aumentado el ritmo y,
por tanto, mi placer. Nuestros cuerpos están entrelazados, unidos, como
nuestras miradas, y la
conexión permanece intacta hasta que los dos nos arqueamos, nuestros
clímax se apoderan de
nosotros al unísono y ambos nos quedamos rígidos, jadeando en la cara del
otro. Me invade
una extraña sensación. Literalmente. Siento calor por dentro, es muy
agradable. Demasiado.
—No llevas condón —digo en voz baja.
Lleva escrito «culpable» en su cara perfecta, y su delicado movimiento de
caderas se
detiene demasiado repentinamente. Se queda pensativo un momento y al
final dice:
—Supongo que no soy el caballero que digo ser.
No debería reírme, la situación es muy seria, pero lo hago. La inusual
expresión de sentido
del humor de Miller, por inapropiada que sea, hace imposible que no me
ría.
—Humor seco.
Me embiste de nuevo con las caderas, hacia arriba y muy adentro, su
semierección me
acaricia y me recuerda el gusto que da sentirlo a pelo.
—Aquí dentro no hay nada seco.
Me río. Miller Hart nunca deja de sorprenderme.
—¡Es terrible! —me lamento.
—Pues a mí me parece estupendo.
Me lanza una sonrisa de pillo y me muerde en la mejilla. Tiene razón, es
estupendo, pero
no significa que hayamos hecho bien.
—Voy a tener que ir al médico.
Lo beso en los labios y lo abrazo con fuerza.
—Yo te llevo. Acepto toda la responsabilidad. —Se aparta y me observa
con atención—.
Nunca imaginé que sería tan increíble. Me va a ser difícil volver a usar
preservativo.
Y en este instante caigo en la cuenta:
—Lo sabías. Lo has sabido todo el rato.
—Era demasiado agradable como para parar. —Besa castamente mi cara
estupefacta—.
Además, podemos aprovechar la visita para pedirle al médico que te recete
la píldora.
—¿Ah, sí?
—Sí —responde con seguridad—. Ahora que te he probado sin nada que se
interponga
entre nosotros, quiero más.
No tengo nada que objetar.
—¿Te importa si dormimos en el sofá de mi estudio?
—¿Por qué?
—Porque me calma y, contigo y «lo que más me gusta», sé que voy a
dormir la mar de
bien.
—Me encantaría.
—Perfecto, porque no tenías elección.
Me coge en brazos y me transporta de vuelta al estudio, donde me coloca
con esmero en el
viejo y desvencijado sofá. Luego se tiende a mi lado, me estrecha contra su
pecho y apoya la
cabeza en la mía para que los dos disfrutemos de las impresionantes vistas.
El silencio que nos
rodea me da la oportunidad de pensar en algunas de las respuestas que
todavía me faltan.
—¿Por qué no me dejabas besarte? —susurro.
Se tensa detrás de mí, y no me gusta.
—No quiero responder a más preguntas tuyas, Livy. No quiero que vuelvas
a salir
huyendo.
Me llevo su mano a los labios y la beso con dulzura.
—No voy a huir.
—Prométemelo.
—Te lo prometo.
—Gracias. —Tira de mí, ayudándome a que me dé la vuelta para mirarlo.
Quiero contacto
visual mientras hablamos—. Besar es algo muy íntimo —dice
acercándome a su cara y
dándome un beso largo, lento y lánguido.
Ambos gemimos.
—Igual que el sexo —replico.
—Te equivocas. —Se aparta y examina mi cara de confusión—. Sólo es
íntimo cuando hay
sentimientos de por medio.
Me tomo un momento para asimilar sus palabras.
—Entre nosotros hay sentimientos.
Sonríe y me cubre la cara de besos para representar sus sentimientos. No se
lo impido. Lo
dejo que me colme de besos babosos. Me empapo de su afecto hasta que
decide que mi cara ya
ha disfrutado de suficiente intimidad. Comprender las reglas de Miller (ni
besos, ni caricias)
me produce una cálida satisfacción en lo más profundo de mi ser y alivia la
angustia que me
incapacitaba desde que las descubrí. A mí me deja besarlo y me deja
tocarlo y acariciarlo.
Esas mujeres se han perdido lo mejor del mundo.
—¿No te has acostado con ninguna mujer desde que me conociste?
Niega con la cabeza.
—Pero has tenido... —Hago una pausa intentando encontrar la palabra
adecuada—
¿reservas?
—Citas —me corrige—. Sí, he tenido citas.
La curiosidad de William es más fuerte que yo. Se preguntaba cómo se las
había apañado
Miller para mantener sus citas sin tener que acostarse con esas mujeres.
Odio mi propia
curiosidad y aborrezco la de William.
—Si pagan por el mejor polvo de su vida, ¿cómo has evitado tener que
dárselo?
—No ha sido fácil. —Me aparta el pelo de la cara—. No me gusta mucho
dar
conversación.
—¿Hablando? —pregunto patidifusa.
—Es posible que metiera alguna palabra cuando fingía escuchar. Estaba
pensando en ti la
mayor parte del tiempo.
—Ah.
—¿Hemos terminado? —inquiere.
Está claro que lo incomoda la conversación, pero a mí no. Debería. Debería
darme por
satisfecha con la información que me ha proporcionado, contenta de que se
haya abierto y me
lo haya aclarado, de que no haya sentimientos de por medio. Pero no lo
estoy. Estoy
demasiado confundida.
—No entiendo por qué esas mujeres te desean tanto.
Dios bendito, si esas mujeres sintieran lo que yo con Miller Hart, si él las
hubiera
venerado, estoy segura de que echarían la puerta abajo para conseguirlo.
—Las hago llegar al orgasmo.
—¿Las mujeres pagan miles de libras por un orgasmo? —balbuceo—. Eso
es... —Iba a
decir obsceno, pero entonces recuerdo mis propios orgasmos y la leve
sonrisa de Miller me
dice que sabe en qué estoy pensando. Me desinflo—. Haces que todas esas
mujeres se sientan
tan bien como me siento yo en la cama. —Asiente—. Así que no soy nada
especial. —Mi voz
suena dolida. De hecho, lo estoy.
—Discrepo —rebate, y estoy a punto de discutírselo pero me hace callar
con sus gloriosos
labios, deslizando su lengua lentamente por mi boca. Mi cerebro se
abotarga y me olvido de lo
que iba a decir—. Tienes algo muy especial, Olivia.
—¿Qué? —pregunto disfrutando de su atención.
—Me haces sentir tan bien como yo te hago sentir a ti, cosa que nadie más
ha logrado y
nadie más logrará. Me he acostado con muchas mujeres. Nada de ninguno
de esos encuentros
me ha acelerado el pulso.
—Has dicho que te resultaba placentero —le recuerdo pegándome a él—.
Yo no sentí
ningún placer cuando me lo hiciste de aquel modo. ¿Y tú?
Recuerdo perfectamente que se corrió.
—No sentí nada más que repulsión, antes, durante y después.
—¿Por qué?
—Porque juré por mi vida que nunca iba a mancillarte con mi sucio pincel.
—Y ¿por qué no paraste?
—Me quedo en blanco. —Suelta mi boca y se revuelve incómodo—. Es
como un resorte:
cuando salta ya no veo nada, sólo mi propio objetivo.
—Y ¿cómo es que esas mujeres obtienen alguna satisfacción de eso?
—Me desean pero soy inalcanzable. Todo el mundo quiere lo que no puede
tener —dice
observándome detenidamente, casi con recelo.
Rompo el contacto visual, intentando asimilarlo todo, pero Miller
interrumpe el hilo de
mis pensamientos.
—¿Sabes cuántas mujeres consiguen llegar al orgasmo durante la
penetración?
Levanto la mirada.
—No.
—Según las estadísticas, el número es increíblemente bajo. Todas las
mujeres a las que me
follo se corren conmigo dentro. Ni siquiera tengo que esforzarme. En
cierto sentido, tengo
talento. Y estoy muy solicitado.
Me ha dejado sin habla, alucinada con su sinceridad. Lo explica como si
fuera una carga.
Puede que lo sea. Y agotadora. Mi pobre mente inocente va a cien por hora
y aterriza en un
pequeño detalle. Mi orgasmo en la habitación de hotel. Ése no lo busqué.
Me había disociado
de mi cuerpo; se corrió por su cuenta... Y entonces el torbellino de mis
pensamientos procesa
algo más.
—Tuviste que ayudarme una vez —susurro, recordando lo inútil y lo
frustrada que me
sentí—. Usaste los dedos.
Frunce el ceño.
—Eso te hace aún más especial.
—Te he fastidiado el historial impecable.
Me sonríe y le devuelvo la sonrisa. Es ridículo, hago como que me parece
tan gracioso
como a él. Pero la alternativa sería sentirme como una mierda.
—La arrogancia es una emoción muy fea —susurra.
Abro unos ojos como platos.
—¿Y me lo dices tú? —me atraganto.
Se encoge de hombros.
—Podría vender mi historia —anuncio muy seria. Su media sonrisa se
convierte en una
gran sonrisa, esa tan poco frecuente y que tanto me gusta—. El chico de
compañía más famoso
de Londres pierde su toque.
Me quedo muy seria, observando cómo le brillan los ojos.
—¿Cuánto va a costarme tu silencio? —pregunta.
Miro al techo y pongo cara pensativa, como si estuviera dándole vueltas a
su pregunta pese
a que sé lo que voy a decir desde el momento en que me ha hecho la
pregunta.
—Una vida de adoración continua.
—Espero que sea yo el que tenga que adorarte.
Nuestros labios vuelven a unirse.
—Única y exclusivamente. Me debes mil libras —mascullo pegada a su
boca. Se aparta
con el ceño fruncido—. Pagué por un servicio con el que no quedé
satisfecha. Quiero que me
devuelvan el dinero.
—¿Quieres un reembolso? —sonríe, pero durante un segundo la
preocupación reemplaza a
su sonrisa—. Dejé tu dinero en la mesa.
—Ah.
Me incorporo y me monto a horcajadas en su regazo. No quiero ese dinero,
del mismo
modo que tampoco quiero los otros miles de libras que hay en la cuenta
bancaria de la que
salió ése.
—Entonces te invité a cenar —digo encogiéndome de hombros.
—Livy, las ostras y el vino no costaron mil libras.
—Pues te invité a cenar y dejé una generosa propina.
Aprieta los labios en una línea recta, intentando contener la risa.
—Mira que eres tonta.
—Y tú, un estirado.
—¡¿Cómo has dicho?!
—¡Relájate!
Me desternillo contra su pecho y hundo la cabeza en su cuello. Miller
resopla ante mi
insulto pero me estrecha como una fiera.
—Tomo nota de su petición, señorita Taylor.
Sonrío pegada a su piel y me siento inmensamente feliz.
—Así me gusta, señor Hart.
—Descarada.
—Te encanta mi vena atrevida.
Suspira profundamente y apoya la cabeza en la mía.
—Es verdad —susurra—. Si eres atrevida conmigo, me encanta, casi
siempre.
Su declaración indirecta termina de convencerme. Estoy enamorada de
Miller Hart hasta la
médula. Me separa de él y luego vuelve a estrecharme contra su cuerpo.
Apoyo la cabeza en su
antebrazo, mi mano encuentra la suya y nuestros dedos se entrelazan y en
silencio dicen: «No
me sueltes nunca».
—Inalcanzable —susurro con un suspiro.
—Para ti estoy al alcance de la mano, Olivia Taylor. —Me abraza y respira
hondo, luego
me besa con ternura en la coronilla—. Nunca le había hecho el amor a una
mujer. —Apenas si
puedo oír sus palabras—. Sólo a ti.
Asimilo su reveladora confesión. Me deja atónita.
—¿Por qué yo? —pregunto en voz baja, y me resisto a darme la vuelta para
mirarlo a los
ojos. No debería darle importancia, aunque la tiene, muchísima.
Hunde la nariz en mi pelo y aspira mi fragancia.
—Porque cuando miro esos centelleantes zafiros sin fondo, veo la libertad.
Mi cuerpo se relaja con un suspiro satisfecho. No me creía capaz de apartar
la mirada de
las impresionantes vistas del desvencijado sofá de Miller pero, cuando
remata la frase con su
tarareo característico, sé que estoy equivocada. Londres desaparece ante
mis ojos y las
horrendas imágenes que he luchado por borrar de mi mente sin éxito
durante tanto tiempo

desaparecen con él.


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