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Una noche traicionada - Cap. 12

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CAPÍTULO 12
Me despierto poco a poco, sintiéndome contenta y a salvo, con el pecho
duro de Miller pegado
a mi espalda, sus brazos alrededor de la cintura y su cara escondida en mi
cuello. Sonrío y me
fundo con él, que no haya ni un hueco entre nosotros. Cojo la mano que
reposa en mi vientre.
Es temprano y el sol naciente brilla perezoso en la ventana. Estoy a gusto y
arropada, pero
tengo mucha sed. Estoy seca.
Librarme del firme abrazo de Miller es impensable, pero siempre puedo
volver a
acurrucarme junto a él en cuanto haya calmado la sed. Intento separarme
de su cuerpo,
quitarme los brazos que rodean mi cintura y acercarme al borde del sofá
sin despertarlo.
Luego me pongo de pie y lo observo un rato. Está despeinado, sus pestañas
negras parecen
abanicos y tiene entreabierta la boca carnosa. Parece un ángel entre las
sábanas. Mi caballero a
tiempo parcial, tarado emocionalmente.
Podría quedarme aquí una eternidad, sin moverme, mirando cómo duerme.
Está en paz. Yo
estoy en paz. Nos rodea una atmósfera de paz.
Con un suspiro de felicidad, muevo mi culo desnudo hasta el pasillo y
camino hasta que
estoy delante de uno de los cuadros de Miller. Es el London Bridge. Inclino
la cabeza, me
pongo seria e intento comprender su percepción del monumento. Los
trazos borrosos de
pintura me ponen los ojos bizcos al poco tiempo y de repente reconozco el
puente. Frunzo el
ceño, parpadeo y el cuadro vuelve a ser un perfecto caos al óleo. Ha cogido
el precioso London
Bridge y casi ha conseguido que parezca feo, como si quisiera que la gente
sintiera aversión
ante su belleza, y es entonces cuando me pregunto si Miller Hart ve toda su
vida distorsionada
y borrosa. ¿Acaso ve el mundo así? Echo el cuello hacia atrás, es otro
momento de
especulación. ¿Acaso es así como se ve a sí mismo? De lejos, el cuadro
parece perfecto, pero
cuando uno se acerca y bajo la superficie, es un desastre. Un caos de color
feo y confuso. Creo
que así es como se ve a sí mismo, y creo que hace todo lo posible por
enturbiar la percepción
que los demás tienen de él. Es una revelación, tan triste como demencial.
Es bellísimo, por
dentro y por fuera, aunque es posible que yo sea la única persona del
mundo que lo sabe con
certeza.
Una musiquilla distante me hace pegar un brinco y me saca de mi
ensimismamiento. Me
llevo la mano al pecho para que no se me salga el corazón enloquecido.
—¡Jesús! —exclamo siguiendo el sonido hasta que estoy rebuscando mi
móvil nuevo en el
bolso.
Miro la pantalla. Son las cinco y cuarto y la abuela me está llamando.
—¡Ay, mierda! —Lo cojo al instante—. ¡Abuela!
—¡Olivia! Gracias a Dios, ¿dónde te has metido? —Parece fuera de sí y
tuerzo el gesto, de
culpabilidad y de miedo—. Me he levantado para ir al baño y he mirado en
tu habitación. ¡No
estás en la cama!
—Evidentemente.
Hago una mueca y planto mi culo desnudo en una silla, me tapo la cara con
la mano a
pesar de que no me ve nadie. Oigo una pequeña exclamación al otro lado
del teléfono. Lo ha
pillado. Es una exclamación de felicidad.
—Olivia, cariño, ¿estás con Miller?
Está rezando en silencio para que la respuesta sea que sí. Lo sé.
Levanto los hombros desnudos hasta que me tocan las orejas.
—Sí —digo con una vocecita aguda y poniendo aún peor cara que antes.
Debería disculparme por haber hecho que se preocupara, pero estoy
demasiado ocupada
mordiéndome el labio. Sé cuál va a ser su reacción ante la noticia.
La abuela tose, está claro que intenta contener un grito de felicidad.
—Ya veo. —Finge fatal que no le da importancia—. Pues, eh..., en ese
caso, eh..., siento
haberte molestado. —Vuelve a toser—. Voy a acostarme otra vez.
—Abuela. —Pongo los ojos en blanco y me arden las mejillas de la
vergüenza—. Perdona
que no te haya llamado. Debería haberte...
—¡Uy, no! —Su gritito me perfora los tímpanos—. ¡Está bien! ¡Está muy
bien!
Ya lo sabía yo.
—Pasaré por casa antes de ir a trabajar.
—¡De acuerdo! —Seguro que ha despertado a medio barrio—. George va a
llevarme a
comprar a primera hora. Creo que no estaré aquí.
—Entonces te veo al salir del trabajo.
—¡Sí, con Miller! ¡Prepararé la cena! ¡Solomillo Wellington! ¡Dijo que
era el mejor que
había probado en su vida!
Me froto la frente y vuelvo a sentarme. Debería haberlo imaginado.
—Mejor otro día.
—Bueno, está bien, pero no puedo organizar mi vida según os convenga.
—Claro que
puede, y seguro que lo haría—. Pregúntale qué día le va mejor.
—Lo haré. Te veo luego.
—Claro que sí. —Suena dolida y su tono es de amenaza. Me espera un
tercer grado.
—Adiós —digo para poder colgar.
—Oye, Livy.
—¿Sí?
—Dales un pellizco de mi parte a sus bizcochitos.
—¡Abuela! —exclamo, y oigo cómo se ríe mientras me cuelga.
Me ha dejado boquiabierta. ¡La muy pendona! Estoy a punto de estampar
el teléfono
contra la mesa del asco pero el icono del mensaje de texto llama mi
atención. Tengo un
mensaje. Sé de quién es. Lo abro a pesar de lo mucho que también me
gustaría estrellar este
móvil contra la pared.
Apreciaría que me pusieras al corriente de lo que ocurra esta noche.
William.
¿Quiere un informe? Le lanzo una mirada asesina al móvil y lo tiro sobre
la mesa. No voy
a contarle nada, por muy educadamente que me lo pida. Tampoco voy a
permitir que me
convenza para que deje a Miller. Ni que me obligue a hacerlo. Nunca.
Decidida y segura de mí
misma, me levanto. De repente me muero por reunirme con Miller en el
sofá. Voy al armario
de la cocina, saco un vaso y lo lleno de agua del grifo. No voy a perder ni
un segundo en abrir
una botella de agua mineral. Me lo bebo de un trago, dejo el vaso en el
lavavajillas y vuelvo al
estudio de Miller. Me detengo de repente al ver mi vestido tirado en el
suelo. Sigue tirado en
el suelo. ¿No lo ha recogido ni lo ha doblado pulcramente ni lo ha dejado
en el cajón de abajo?
Frunzo el ceño mientras observo la prenda de vestir. No puedo resistirme a
recogerlo, a
sacudirlo y a doblarlo. Me quedo de pie pensativa y antes de darme cuenta
estoy en el estudio
de Miller, mirando su ropa tirada por todas partes. Sé que en la zona en la
que pinta impera un
caos mayúsculo, pero su traje no debería encontrarse en el suelo. Está mal.
Me apresuro a recoger su ropa, a metérmela bajo el brazo y a estirarla y
doblarla lo mejor
que sé antes de ir a su habitación. Me paseo por el vestidor y me aseguro
de dejarlo todo en su
sitio: cuelgo la chaqueta, los pantalones y el chaleco; dejo la camisa, los
calcetines y el bóxer
en el cesto de la ropa sucia y pongo la corbata en el corbatero. Luego meto
mi vestido y mis
zapatos en el cajón de abajo de la cómoda del dormitorio. Antes de salir
me doy cuenta de que
la cama también está hecha un desastre, así que me tiro diez minutos
peleando con las
sábanas, intentando devolverles su antiguo esplendor. Ha dormido toda la
noche del tirón, sin
pesadillas ni obsesionado con objetos que están donde no deberían. No
quiero que le entre el
pánico al ver el caos.
Vuelvo de puntillas al estudio, me meto bajo las mantas, con cuidado de no
despertarlo... Y
grito como una posesa cuando me coge de la cintura y me estrecha contra
su pecho. No me da
ni un segundo para recuperarme. Me coge en brazos y me lleva al
dormitorio, me lanza sobre
la cama sin reparar en que acabo de dejarla perfecta. Aunque
probablemente no lo bastante
perfecta según su estándar.
—¡Miller! —Me sujeta por las muñecas, sus rizos me hacen cosquillas en
la nariz y me
desorientan—. Pero ¿qué haces?
Estoy demasiado desconcertada para poder reírme.
—Un momento —musita suavemente contra mi cuello. Me abre las piernas
para poder
ponerse cómodo. De repente la piel de mi cuello está caliente y mojada
gracias a las caricias
de a su lengua—. ¿Qué tal estás hoy?
Me lame y me mordisquea la garganta. Arqueo la espalda y mis muslos se
aferran a sus
caderas.
—Estupendamente —respondo, porque así es como me siento.
Mis brazos le rodean los hombros cuando me suelta y lo abrazo con fuerza
mientras él se
pasa una eternidad adorando mi cuello. No tengo ganas de ir a trabajar.
Quiero hacer lo que
Miller dijo un día: encerrarnos a cal y canto y quedarme aquí con él para
siempre. Está de un
buen humor excepcional, ni rastro del tío borde. Yo me encuentro justo
donde debo estar y
Miller también, en cuerpo y alma.
Su cara emerge junto a la mía. Esos ojos me llenan aún más de felicidad.
Me observa
detenidamente unos instantes.
—Me alegro de que estés aquí. —Me da un pico—. Me alegro de haberte
encontrado, me
alegro de que seas mi hábito y me alegro de que estemos irrevocablemente
fascinados el uno
con el otro.
—Yo también —susurro.
Me brillan los ojos. Sus labios esbozan una sonrisa y parece que el hoyuelo
encantador va
a hacer acto de presencia.
—Mejor, porque en realidad no tienes elección.
—No quiero tener elección.
—Por tanto, esta conversación no tiene sentido, ¿no te parece?
—Sí —respondo con decisión en un nanosegundo, y la boca de Miller
sonríe un poco más.
Quiero ver su gran sonrisa, preciosa y con hoyuelo, así que deslizo las
manos por su
espalda, sintiendo cada suave centímetro de su cuerpo mientras él me
observa con interés.
Llego a su trasero. Arquea las cejas curioso y yo lo imito.
—¿Qué estás tramando? —pregunta. Está evitando a propósito que sus
labios formen la
gran sonrisa.
Pongo cara de buena y me encojo de hombros.
—Nada.
—Discrepo.
Con una pequeña sonrisa, le clavo las uñas en el trasero prieto. Frunce el
ceño.
—Esto es de parte de la abuela.
—¿Perdona? —Se atraganta y se apoya en los antebrazos.
Yo sí que luzco una sonrisa picarona.
—Me ha dicho que les dé un buen pellizco a tus bizcochitos de su parte.
Vuelvo a clavarle las uñas y Miller se atraganta de la risa. Una risa en
condiciones. El
hoyuelo aparece en la mejilla y a mí se me borra la sonrisa de la cara
cuando veo que inclina
la cabeza, su pelo cae hacia adelante y sus hombros suben y bajan. Sé que
quería ver una
sonrisa, pero no estaba preparada para esto. No estoy segura de qué debo
hacer. Está que se
parte y no sé cómo reaccionar de manera natural. Lo único que puedo hacer
es permanecer
aquí tumbada, atrapada bajo su cuerpo convulsionado por la risa, y esperar
a que se le pase.
Pero no parece que se le vaya a pasar pronto.
—¿Estás bien? —pregunto. Sigo alucinada y con el ceño fruncido.
—Olivia Taylor, tu abuela vale un Potosí —dice entre carcajadas y me
besa en los labios
con fuerza—. Es un tesoro de oro de dieciocho quilates.
—Es un enorme grano en el culo, eso es lo que es.
—No hables así de un ser querido.
Ahora aparece la cara seria que conozco tan bien. La risa y la felicidad se
han esfumado
como si jamás hubieran existido. Su repentino cambio de humor me hace
comprender lo
increíblemente insensibles que han sido mis palabras. Miller no tiene a
nadie. Ni un alma.
—Perdón. —Me siento culpable y desconsiderada bajo su mirada
acusadora—. Lo he
dicho sin pensar.
—Es muy especial, Olivia.
—Lo sé —respondo. Era una broma, aunque me vendrá bien recordar que a
Miller no le
van las bromas en absoluto—. No lo decía en serio.
Se sume en sus pensamientos, sus ojos azules vuelan por mi cara antes de
posarse en mis
ojos. Sus esferas centelleantes se suavizan.
—Mi reacción ha sido un poco exagerada. Te pido disculpas.
—No, no hace falta. —Niego con la cabeza y suspiro, perdida en sus mares
azules—.
Tienes a alguien, Miller.
—¿A alguien? —inquiere frunciendo su bello ceño.
—Sí —digo con entusiasmo—. A mí.
—¿A ti?
—Yo soy tu alguien. Todo el mundo tiene a alguien y yo soy el tuyo, igual
que tú eres el
mío.
—¿Tú eres mi alguien?
—Sí.
Asiento con firmeza, observándolo meditar mi declaración.
—¿Y yo soy tu alguien?
—Correcto.
La cabeza de Miller baja un poco, es un leve gesto de asentimiento.
—Olivia Taylor es mi alguien.
Me encojo de hombros.
—O tu hábito.
Deja de asentir al instante y observo con deleite cómo sus labios esbozan
de nuevo una
sonrisa.
—¿Las dos cosas?
—Por supuesto —asiento. Seré lo que quiera que sea.
—No tienes elección. —El esbozo se convierte entonces en su encantadora
sonrisa y casi
me deslumbra.
—No la quiero.
—Por tanto...
—Esta conversación no tiene ningún sentido. Sí, estoy de acuerdo.
Tiro de él hacia mi cuerpo, le rodeo la cintura con las piernas, mis brazos
descansan en sus
hombros. Y algo en este momento me lleva a decirlo alto y claro, sin
palabras ni gestos en
clave.
—Me muero por tus huesos, Miller Hart.
Deja de lamerme el cuello y se levanta muy despacio para mirarme. Me
preparo, no sé
para qué. Sabe lo que siento. Se para a pensar un momento antes de coger
aliento.
—Voy a hacer una suposición lógica: lo que has querido decir es que me
amas
profundamente.
—Correcto.
Me echo a reír y me lanzo contra su boca cuando su cabeza amenaza con
volver a
esconderse en mi cuello.
—Estupendo. —Me da un beso casto y asciende por mi mandíbula, cruza la
barbilla y
termina en mis labios—. A mí también me tienes profundamente
fascinado.
Me derrito. Eso es todo cuanto necesito. Él es así. Es Miller Hart, el
caballero fraudulento
emocionalmente negado expresando sus sentimientos con sus propias
palabras, que son un
poco raras pero yo las entiendo. Yo lo entiendo.
Dejo que me bese, que su barba rasposa me arañe la cara, y disfruto de
cada dulce segundo.
Gruño cuando se aparta.
—Voy a ir al gimnasio antes de trabajar. —Se pone de rodillas y me sienta
en su regazo—.
¿Te gustaría acompañarme?
—¿Eh? —Ahora ya no sé si me hace falta. Toda la rabia y el estrés han
desaparecido
gracias a Miller y a su adoración. No necesito pegarle a un saco de arena
hasta la muerte—.
No soy socia de ningún gimnasio.
Miento, porque tampoco me hace falta ver cómo Miller le pega una paliza
a un saco de
arena. Las escenas del gimnasio y de la puerta de Ice son acontecimientos
que ni me gustaron
ni deseo revivir.
—Serás mi invitada. —Me da un beso rápido y me levanta de la cama—.
Vístete.
—Tengo que ducharme —digo viendo cómo su espalda desaparece en el
vestidor. El olor a
sexo es intenso y se me ha pegado al cuerpo—. Sólo serán cinco minutos.
Voy hacia el cuarto de baño pero suelto un gritito cuando me intercepta y
me coge en
brazos.
—Te equivocas —replica con tranquilidad mientras me devuelve a la cama
—. No hay
tiempo.
—Pero estoy... pegajosa —protesto cuando me deja en el suelo.
Miller ya está a medio vestir, con los pantalones cortos puestos. Luce el
pecho al
descubierto y se balancea como si fuera un capote esperando al toro. No
puedo quitarle los
ojos de encima, se acerca más y más hasta que casi puedo tocarlo con la
nariz.
—Tierra llamando a Olivia. —Su voz aterciopelada me saca de mi trance y
doy un paso
atrás. Lo miro y encuentro una sonrisa prepotente.
—Dios prestó especial atención el día en que te creó —digo.
Enarca las cejas y una sonrisa le cruza la cara.
—Y a ti te creó para mí.
—Correcto.
—Me alegro de que lo hayamos aclarado —dice. Luego hace un gesto
hacia la cama con la
cabeza—. ¿Quieres ayudarme a hacer la cama?
—¡No! —exclamo sin pensar. Ya he perdido demasiada energía
peleándome con su
querida cama. Además, la última vez hice una obra de arte para nada.
Podría haberse
contenido y no haberla deshecho de nuevo para poder volver a arreglarla.
Cosa que hizo—.
Hazla tú.
Volvería a deshacerla y a hacerla a su modo, así que sería perder mi
tiempo.
—Como quieras —dice y asiente de buena gana—. Vístete.
No discuto. Dejo a Miller haciendo la cama y saco mi ropa del cajón.
—No tengo ropa de deporte —señalo.
—Te llevaré a casa. —Extiende la colcha con esmero encima de la cama y
ésta aterriza a
la perfección. Aun así, la rodea tirando y alisando las esquinas—. Luego te
llevaré al trabajo.
¿A qué hora tienes que estar allí?
—A las nueve.
—Estupendo. Tenemos tres horas y media. —Coloca los cojines y da un
paso atrás para
valorar su trabajo antes de pillarme observándolo—. ¡Un, dos, un dos...!
Sonriendo, me meto en el vestido y me pongo los tacones.
—¿Dientes?
Puedo esperar a ducharme ya que insiste, pero necesito lavarme los
dientes.
—Lo haremos juntos.
Extiende el brazo para indicarme que pase yo primero, cosa que hago con
una sonrisa en la
cara. En general, sigue siendo un estirado pero lo rodea un aire de paz, y sé
que la causa de esa

armonía soy yo.


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