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Una noche enamorada - Cap. 6

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CAPÍTULO 6
Su palma en mi nuca ha sido una constante fuente de confort desde que abandonamos Nueva York: en el aeropuerto JFK, en el avión, en Heathrow... Ha
aprovechado cada oportunidad que le ha surgido para consolarme, cosa que necesitaba y que he aceptado con gusto. Apenas he sido consciente del entorno que nos
rodea. Ni siquiera me he agobiado cuando nos han pedido los pasaportes. Bajo los suaves masajes en mi nuca, mi mente sólo me ha permitido pensar en la abuela.
Hemos tenido tiempo de comprar maletas. Demasiado tiempo. Le dije a Miller que fuese a comprarlas él mismo, pero no me hizo ningún caso. Tenía razón. Me
habría estado arrastrando por los suelos de la habitación y subiéndome por las paredes por haberme quedado sola en la suite. Así que hemos ido a comprar juntos, y no
he podido evitar apreciar sus intentos de distraerme. Me ha pedido mi opinión respecto al color, tamaño y estilo de maleta que deberíamos comprar, aunque, por
supuesto, mi respuesta no contaba para nada. Después de decirle que me gustaba la roja de tela, he escuchado a medias sus razones de por qué deberíamos comprar una
Samsonite de piel de color grafito.
Una vez recogidas nuestras maletas de la cinta de llegada, y tras oír los resoplidos de fastidio de Miller al ver unas cuantas rayas en la piel, salimos por la puerta de
Llegadas y emergemos al fresco ambiente vespertino de Heathrow. Veo al chófer de William antes que Miller y me dirijo hacia el vehículo inmediatamente. Lo saludo
cortés con un gesto de la cabeza y me meto en el asiento de atrás. El hombre se reúne con Miller en la parte trasera del coche para ayudarlo a guardar las maletas.
Después Miller viene conmigo a la parte de atrás y apoya la mano sobre mi rodilla.
—A mi casa, Ted —le indica.
Me inclino hacia adelante.
—Gracias, Ted, pero ¿podrías llevarme directamente al hospital? —pregunto, aunque mi tono indica claramente que no hay otra opción.
Miller me atraviesa con la mirada, pero no pienso enfrentarme a él.
—Olivia, acabas de salir de un vuelo de seis horas. La diferencia horar...
—Voy a ir a ver a la abuela —digo con los dientes apretados, sabiendo perfectamente que mi cansancio no tiene nada que ver con las protestas de Miller—. Si
prefieres volver a casa, ya iré yo por mis propios medios.
Veo por el espejo cómo Ted me mira a mí y luego a la carretera. Son ojos sonrientes. Ojos de cariño.
Miller expresa su frustración lanzando un suspiro largo y exagerado.
—Al hospital, por favor, Ted.
—Sí, señor —dice éste asintiendo. Él sabía que no era un asunto negociable.
Cuando atravesamos los confines del aeropuerto, mi impaciencia se acrecienta conforme el chófer de William sortea el tráfico en hora punta de la M25. Nos vemos
obligados a quedarnos parados en más de una ocasión, y cada vez tengo que refrenar mi impulso de salir del coche y hacer corriendo el resto del trayecto.
Cuando por fin Ted llega al hospital ya es de noche y me encuentro fuera de mí. Salgo del vehículo antes incluso de que éste se detenga, y hago caso omiso de los
gritos de Miller a mis espaldas. Llego al mostrador de recepción casi sin aliento.
—Josephine Taylor —le digo entre jadeos a la recepcionista.
La mujer me mira algo alarmada.
—¿Amiga o familiar?
—Soy su nieta. —Me revuelvo con impaciencia mientras teclea el nombre y arruga la frente mirando la pantalla—. ¿Hay algún problema?
—No aparece en nuestro sistema. No te preocupes, probaremos de otra manera. ¿Sabes su fecha de nacimiento?
—Sí, es... —Me detengo a mitad de frase cuando Miller reclama mi nuca y me aparta del mostrador.
—Llegarás antes a tu abuela si me escuchas, Olivia. Tengo los datos. Sé en qué sala está, el número de habitación y cómo llegar allí. —Su paciencia se está
agotando.
Permanezco en silencio mientras me dirige por el interminable túnel blanco y mi inquietud aumenta a cada paso. Es sobrecogedor, y nuestras pisadas resuenan
eternamente en el espacio vacío. Miller también guarda silencio, y me odio a mí misma por ser incapaz física y mentalmente de aliviar su evidente preocupación por mí.
Nada hará que me sienta mejor hasta que vea a la abuela vivita y coleando y lanzándome alguna pullita.
—Por aquí. —Gira la mano ligeramente en mi cuello y me obliga a virar a la izquierda, donde un par de puertas se abren automáticamente y vemos un cartel que
dice: BIENVENIDO A LA SALA CEDRO—. Habitación 3.
Me siento voluble y débil cuando Miller me suelta y señala la segunda puerta a la izquierda. Avanzo con paso vacilante y mi corazón se niega a disminuir sus
constantes martilleos. El calor de la sala me golpea como una maza y el olor a antiséptico invade mi nariz. Un suave empujoncito en la espalda me anima a agarrar el
pomo de la puerta y, tras cargar mis pulmones de aire, giro el mango y entro en la habitación.
Pero está vacía.
La cama está perfectamente hecha y todas las máquinas ordenadas en un rincón. No hay ninguna señal de vida. Me estoy mareando.
—¿Dónde está?
Miller no responde. Pasa por mi lado y se detiene de golpe para observar la habitación vacía con sus propios ojos. Me quedo con la mirada perdida hacia la cama.
Todo a mi alrededor se desenfoca, incluido mi oído, que apenas registra las palabras de Miller insistiendo en que es la habitación correcta.
—¿Puedo ayudaros en algo? —pregunta una enfermera joven.
Miller se acerca.
—¿Dónde está la mujer que ocupaba esta habitación?
—¿Josephine Taylor? —pregunta.
Desvía la mirada hacia el suelo y no sé si voy a poder soportar lo que va a decirme a continuación.
Se me forma un nudo en la garganta. Me agarro al brazo de Miller y le clavo las uñas. Él responde apartándome con suavidad los dedos de su carne y
estrechándome la mano antes de llevársela a la boca.
—¿Eres su nieta? ¿Olivia?
Asiento, incapaz de hablar, pero antes de que pueda responder oigo una risa familiar en el pasillo.
—¡Es ella! —exclamo. Arranco mi mano de la de Miller y casi derribo a la enfermera al pasar por su lado.
Sigo el sonido familiar, y unas vibraciones me invaden a cada zancada. Llego a una intersección y me detengo cuando el sonido desaparece. Miro a la izquierda y
veo cuatro camas, todas con ancianos durmiendo.
Ahí está otra vez.
Esa risa.
La risa de la abuela.
Giro la cabeza a la derecha y veo otras cuatro camas, todas ocupadas.
Y ahí está ella, sentada en un sillón al lado de su cama de hospital, viendo la televisión. Está perfectamente peinada y lleva puesto su camisón de volantes. Me
dirijo hasta ella y disfruto de la maravillosa visión hasta que llego a los pies de la cama. Aparta sus ojos azul zafiro de la pantalla y los fija en mí. Siento como si unas
electrosondas me devolvieran a la vida.
—Mi niña querida. —Alarga la mano para tocarme y mis ojos estallan en lágrimas.
—¡Dios mío, abuela! —Agarro la cortina que tiene retirada junto a su cama y casi me caigo con el maldito trasto.
—¡Olivia! —Miller atrapa mi cuerpo tambaleante y me estabiliza sobre mis pies. Estoy atolondrada. Son demasiadas emociones vividas en muy poco tiempo.
Comprueba de un vistazo que estoy bien y después se asoma por encima de mi hombro—. ¡Joder, menos mal! —suspira, y todos sus músculos se relajan visiblemente.
Él también lo ha pensado. Creía que había muerto.
—¡Pero bueno! —ladra ella—. ¿Cómo se os ocurre venir aquí a liarla y a decir palabrotas? ¡Vais a conseguir que me echen!
Se me salen los ojos de las órbitas y la sangre empieza a circular de nuevo.
—Claro, porque tú no la has liado lo suficiente, ¿verdad? —le espeto.
Sonríe con picardía.
—Que sepas que me he portado como toda una señora.
Oigo una risa burlona detrás de nosotros y Miller y yo nos volvemos hacia la enfermera.
—Toda una señora —masculla, y mira a la abuela con las cejas tan altas que no sé dónde terminan éstas y empieza su pelo.
—He sido la alegría de este lugar —responde mi abuela a la defensiva, atrayendo nuestra atención de nuevo. Señala hacia las otras tres camas, ocupadas por débiles
ancianitos, todos dormidos—. ¡Tengo más vida que esos tres juntos! No he venido aquí a morirme, eso os lo aseguro.
Sonrío y miro a Miller, que me mira a su vez con expresión divertida y los ojos centelleantes.
—Un tesoro de oro de veinticuatro quilates.
Miller me ciega con una sonrisa blanca y completa que casi me obliga a agarrarme a la cortina de nuevo.
—Lo sé. —Sonrío, y prácticamente me lanzo sobre la cama hasta los brazos de mi abuela—. Creía que habías muerto —le digo, inspirando el aroma familiar de su
detergente en polvo, incrustado en la tela del camisón.
—La muerte me parece mucho más atractiva que este lugar —gruñe, y le doy un suave codazo—. ¡Huy! ¡Cuidado con mis cables!
Sofoco un grito y me aparto al instante, reprendiéndome mentalmente por ser tan descuidada. Puede que se muestre tan deslenguada como siempre, pero está aquí
por algo. Observo cómo tira de un cable que tiene en el brazo y farfulla entre dientes.
—La hora de visita era hasta las ocho —interviene la enfermera, y rodea la cama para atender a la abuela—. Pueden volver mañana.
Se me cae el alma a los pies.
—Pero es que...
Miller me coloca la mano en el brazo, interrumpe mi protesta y mira a la enfermera.
—¿Le importaría? —Señala con la mano lejos de la cama y yo observo, divertida, cómo la enfermera sonríe tímidamente y se aleja, girando la esquina tras las
cortinas.
Enarco las cejas, pero Miller se limita a encoger sus hombros perfectos y sigue a la enfermera. Puede que esté cansado, pero continúa siendo algo digno de
contemplar. Y acaba de conseguirme un poco más de tiempo, así que no me importa en absoluto si la enfermera babea un poco mientras le informa sobre el estado de mi
abuela.
Siento que unos ojos me observan, de modo que aparto la mirada de Miller y la dirijo a mi deslenguada abuela. De nuevo tiene cara de pilla.
—Ese culito parece aún más delicioso con esos vaqueros.
Pongo los ojos en blanco y me siento en la cama delante de ella.
—Creía que te gustaba que un hombre joven se arreglase.
—Miller estaría guapo hasta con un saco de patatas. —Sonríe, me coge de la mano y me la aprieta con la suya. Es para reconfortarme, lo cual es absurdo teniendo
en cuenta quién es la enferma aquí, pero también hace que me pregunte al instante qué sabe mi abuela—. ¿Cómo estás, cariño?
—Bien. —No sé qué más decir o qué debería decirle. Tiene que saberlo, está claro, pero... ¿de verdad tiene que saberlo? He de hablar con William.
—Hmmm... —Me mira con suspicacia y yo me revuelvo incómoda en la cama, evitando su mirada.
Tengo que cambiar el curso de la conversación.
—¿No preferías la habitación privada?
—¡No empieces! —Me suelta la mano, se recuesta de nuevo en su sillón, coge el mando y lo dirige hacia el televisor. La pantalla se apaga—. ¡Me estaba volviendo
loca en esa habitación!
Miro hacia las otras camas con una leve sonrisa y pienso que probablemente la abuela esté volviendo locos a estos pobres ancianos. La enfermera desde luego tenía
cara de estar hasta las narices.
—¿Cómo te encuentras? —pregunto. Me vuelvo de nuevo hacia ella y la encuentro toqueteándose los cables de nuevo—. ¡Déjalos estar!
Golpea con las palmas de las manos los brazos del sofá, enfurruñada.
—¡Estoy aburrida! —exclama—. La comida es un asco, y me obligan a hacer pipí en un orinal.
Me echo a reír, consciente de que su preciada dignidad se está viendo gravemente comprometida y está claro que no le hace ninguna gracia.
—Haz lo que te digan —le advierto—. Si estás aquí, es por algo.
—Por una pequeña taquicardia, eso es todo.
—¡Haces que suene como si hubieses tenido una cita! —Me río.
—¿Qué tal por Nueva York?
Mi risa desaparece al instante, y vuelvo a mostrarme incómoda y nerviosa mientras pienso qué decirle. No se me ocurre nada.
—Te he preguntado qué tal por Nueva York, Olivia —dice con voz dulce. Me decido a mirarla, y veo que su rostro imita su tono—. No por qué tuvisteis que iros
allí.
Debo de tener los labios blancos de la fuerza con la que los estoy apretando en un intento de evitar que mis emociones se desborden con un sollozo. Cuánto quiero
a esta mujer...
—Te he echado mucho de menos —digo con voz entrecortada, y dejo que me estreche en un abrazo cuando alarga los brazos hacia mí.
—Cariño, yo también te he echado mucho de menos. —Suspira y me sostiene contra su cuerpo rechoncho—. Aunque he estado ocupada dando de comer a tres
hombres corpulentos.
Arrugo la frente contra su pecho.
—¿Tres?
—Sí. —La abuela me libera y me aparta el pelo rubio de la cara—. George, Gregory y William.
—Aaah —exclamo, y empiezo a imaginarme a los tres reunidos alrededor de la mesa de mi abuela y disfrutando de abundantes guisos. Qué acogedor—. ¿Has dado
de comer a William?
—Sí. —Menea su mano arrugada con un gesto de absoluta indiferencia—. He cuidado de todos ellos.
A pesar de mi creciente preocupación ante la noticia de que la abuela y William han estado haciéndose buena compañía, sonrío. Aunque la mente delirante de mi
abuela piensa que es ella la que ha estado cuidando de todos ellos, sé que no es así. William dijo que la vigilaría, pero incluso si él no hubiese estado, sé que George y
Gregory habrían hecho un buen trabajo. Entonces recuerdo dónde estamos y mi sonrisa desaparece: es un hospital. La abuela ha sufrido un ataque al corazón.
—Se acabó el tiempo. —La voz suave de Miller atrae mi atención, y observo cómo la expresión relajada y encantadora de sus ojos se torna en preocupación.
Me lanza una mirada interrogante que decido pasar por alto y sacudo la cabeza suavemente mientras me pongo de pie.
—Nos echan —digo, y me inclino para abrazar a la abuela.
Ella me abraza con fuerza y consigue que me sienta menos culpable. Sabe que estoy fatal.
—Sacadme a hurtadillas de aquí.
—No seas tonta. —Me quedo donde estoy, rodeada por la abuela, hasta que es ella la que interrumpe nuestro abrazo—. Por favor, pórtate bien con los médicos.
—Sí —interviene Miller. Se acerca y se arrodilla a mi lado para colocarse a la altura de la abuela—. He echado de menos el solomillo Wellington, y sé que nadie lo
prepara como usted, Josephine.
La abuela se derrite en su sillón, y la felicidad me invade. Posa la mano sobre la hirsuta mejilla de Miller y se aproxima a él hasta estar casi nariz con nariz. Él no se
aparta. De hecho, recibe con gusto su gesto tierno, y coloca la mano sobre la de ella mientras lo acaricia.
Observo maravillada cómo comparten un momento privado en esta sala abierta y todo a su alrededor parece insignificante mientras se transmiten un millón de
palabras con la mirada.
—Gracias por cuidar de mi niña —susurra la abuela, en una voz tan baja que apenas la oigo.
Me muerdo el labio de nuevo mientras Miller le coge la mano, se la lleva a la boca y besa su dorso con ternura.
—Hasta que no me quede aire en los pulmones, señora Taylor.


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