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Capítulo 22
Tras subirme en brazos por la escalera que lleva a su apartamento y abrir la
puerta, corre a prepararnos un baño. Nos desnuda a ambos antes de ayudarme a
subir los peldaños y a meterme en el agua caliente y espumosa. No es su cama, pero
no voy a discutir. Estoy en sus brazos, que es donde más contenta estoy. Mejor
imposible.
Suspiro, más feliz que una perdiz, mientras él dedica nuestra hora del baño a
abrazarme, a acariciarme y a darme achuchones. Está tarareando una melodía lenta.
Empieza a sonarme mucho. Sé cuándo va a coger aire y cuándo se producen los
cambios de tono, y sé cuándo va a hacer una pequeña pausa, cuando está seguro de
aprovechar el breve silencio para besarme la coronilla.
Apoyo la mejilla contra su pecho húmedo y le acaricio lentamente el pezón
con la punta de los dedos mientras contemplo la vasta extensión de la piel de su
torso. Relajada y tranquila son dos adjetivos que se quedan muy cortos a la hora de
expresar cómo me siento. Es en momentos como éste cuando pienso que estoy con
el verdadero Miller Hart, no con el hombre que se oculta tras trajes caros de tres
piezas y un rostro impasible. El Miller Hart serio, el hombre disfrazado de caballero,
esconde su belleza interior del mundo, al que sólo muestra una careta empeñada en
repeler todo gesto de amabilidad que encuentra, o en confundir a la gente con sus
modales impecables, que son siempre tan distantes que no dejan ver que se trata de
una persona realmente educada.
—Háblame de tu familia —digo rompiendo el silencio, casi seguro de que
ignorará mi pregunta.
—No tengo familia —susurra, y me besa la coronilla cuando frunzo el ceño
contra su pecho.
—¿No tienes a nadie? —No quiero que parezca que no lo creo, pero se me
escapa el tono incrédulo. Yo tampoco tengo familia, salvo a mi abuela, pero el valor
de ese familiar es...
incalculable.
—Estoy yo y nadie más —me confirma.
Me callo. Siento compasión por él. Debe de sentirse muy solo, y debe de
haberle costado admitirlo.
—¿Sólo tú?
—Lo digas como lo digas, Livy, sigo estando yo y nadie más.
—¿No tienes ningún pariente?
Suspira, y mi cuerpo sigue el ascenso y descenso de su pecho.
—Ya van tres veces. ¿Lo decimos una cuarta? —pregunta con delicadeza. No
muestra impaciencia ni exasperación, aunque sé que aparecerán si voy a por esa
cuarta.
No debería resultarme tan difícil de creer, dado que yo también tengo una
familia reducida, pero al menos tengo a alguien. También están Gregory y George,
aunque sólo tengo un pariente de sangre. Uno es más que ninguno, y es también un
pedazo de historia.
—¿No tienes a nadie en el mundo? —Tuerzo el gesto en cuanto lo digo por
cuarta vez, y me apresuro a pedirle perdón de inmediato—: Lo siento.
—No tienes por qué disculparte.
—¿Ni uno?
—Y ya van cinco. —lo dice con sorna, y espero pillarlo sonriendo aunque sea
un poco. Me aparto de su pecho para mirar, pero todo lo que encuentro es su
belleza impasible.
—Perdona —sonrío.
—Disculpa aceptada.
Me coge y me lleva al otro extremo de la bañera. Me tumba boca arriba. Estoy
espatarrada, con él entre mis rodillas. Me agarra una pierna y la levanta hasta que
tengo la planta contra su pecho. Mi diminuto pie del treinta y cinco se pierde en la
inmensidad de su pecho, y aún se ve más pequeño cuando empieza a acariciarlo
con la mano mientras me observa pensativo.
—¿Qué? —Mi voz ha quedado reducida a poco más que un susurro bajo la
intensidad de su mirada azul.
Miller Hart emana pasión por cada poro de su cuerpo perfecto, y más aún
por sus increíbles ojos azules. Deseo que sea especial y sólo para mí, aunque sé que
no es así. Quizá Miller Hart únicamente expresa sus emociones y se quita la
máscara cuando está con una mujer.
—Sólo estaba pensando en lo bonita que estás en mi bañera —musita.
Acto seguido, se lleva mi pie a la boca y lentamente, tan despacio que me
duele, me lame los dedos y el empeine, sigue por el gemelo, asciende hasta la
rodilla y a... mi... muslo...
Se forman ondas en el agua a causa de mis temblores, y salpico fuera de la
bañera al agarrarme a los bordes de porcelana reluciente con las manos. Tengo la
piel tibia por el contacto con el agua y el vapor del baño, pero el calor de su lengua
me quema allá por donde pasa. Estoy ardiendo. Jadeante en silencio. Cierro los ojos
y me preparo para que me venere, y es entonces cuando llega al punto en que mi
muslo se sumerge en el agua. Desliza el antebrazo bajo mi pelvis y me levanta sin
esfuerzo para llevarme a su boca. Necesito agarrarme a algo o me voy a sumergir
entera bajo el agua. Encuentro de nuevo el borde de la bañera y me aferro a él lo
mejor que puedo mientras me conduce a su reino de deleite y placer, un lugar en el
que la agonía de la pasión es intensa y en el que me adentro más y más en el curioso
mundo de Miller Hart.
Los pequeños mordiscos que le da a mi clítoris son difíciles de resistir. Los
lametones de su lengua que acompañan a cada mordisco son una tortura. Para
cuando introduce muy despacio dos dedos en mi sexo y empieza a entrar y a salir
mientras sus dientes y su lengua siguen a lo suyo, pierdo la esperanza de mantener
el silencio que nos rodea.
Gimo y arqueo la espalda, los músculos de los brazos que me sostienen
comienzan a dolerme, y el vientre se me tensa intentando controlar las incesantes
punzadas entre las piernas. Mi desesperación aumenta y lo alienta. Sus dedos
mantienen el ritmo que tanto le gusta, pero son cada vez más firmes, más precisos.
—No sé cómo me haces lo que me haces —mascullo en la oscuridad. Mi
cabeza va de un lado a otro.
—¿Qué te hago? —susurra soplando, como una corriente de aire fresco en lo
más íntimo de mi ser. Su aliento fresco contra mi piel ardiente me hace estremecer.
—Esto —jadeo, aferrándome casi inconsciente al borde de la bañera y
gritando cuando me castiga con una ráfaga de pequeños mordiscos, rotaciones de
su lengua y penetraciones firmes de sus dedos—. ¡Y esto!
Los espasmos que se apoderan de mi cuerpo son tan fuertes que intento
permanecer quieta en el agua.
Abro los ojos y necesito unos momentos para enfocar con claridad. Luego
vuelvo a ver borroso de nuevo. Es por lo que acabo de ver: la perfección
personificada, una pureza en su mirada que sólo veo cuando me venera. Su pelo
negro está a punto de estar demasiado largo, y los rizos brillantes se le enroscan
detrás de las orejas.
A pesar de mi estado de control febril, él permanece tranquilo, calmado,
centrado mientras me devuelve la mirada sin dejar de torturarme durante un solo
seguro. Es un placer infinito.
—¿Quieres decir que, si siguiéramos así para siempre —masculla—, serías
feliz con eso?
Asiento, esperando que esté de acuerdo conmigo y que no esté sólo
verbalizando mis pensamientos.
No me aclara nada, sino que vuelve a centrarse en las terminaciones
nerviosas que claman a gritos entre mis muslos. Tiene la cabeza enterrada ahí, y me
mira y es la cosa más sensual que voy a ver en la vida. Aun así, no puedo evitar
cerrar los ojos mientras me prepara para la presión salvaje que va a hacerme
enloquecer.
—No pares —jadeo suplicando más locura, más placer implacable.
De repente se mueve, el agua salpica por todas partes mientras asciende por
mi pecho y sella nuestras bocas. Su lengua me acaricia al ritmo de sus perversos
dedos y su pulgar traza círculos firmes en mi clítoris palpitante.
Me aferro a sus hombros mojados como si me fuera la vida en ello. Su fuerza
es lo único que me impide resbalar y sumergirme bajo el agua. Estoy febril, pero
Miller mantiene las cosas bajo control pese a mis gemidos de desesperación.
Y entonces ocurre.
La explosión.
Saltan un millón de chispas que me obligan a poner fin a nuestro beso y a
esconder la cara en su cuello mientras lidio con el bombardeo de placer. Permanece
en silencio al tiempo que ayuda a mi cuerpo tembloroso a calmarse. Lo único que
mueve son los dedos, que describen círculos más adentro, y su pulgar, que
descansa sobre mi cúmulo de terminaciones nerviosas a flor de piel, para calmar las
agudas y persistentes punzadas.
—Creía que era yo la que tenía que desestresarte a ti —jadeo sin querer
soltarlo. No quiero soltarlo nunca.
—Y lo has hecho, Livy.
—¿Te has deshecho del estrés venerándome?
—En parte, sí, pero más que nada por estar contigo. —Se sienta y me lleva
junto a él. Me coloca sobre su regazo. la maraña de pelo mojado me pesa, y las
palmas de sus manos me sostienen por los hombros—. Eres tan hermosa...
La piel de las mejillas me arde, y bajo la vista algo avergonzada.
—Es un cumplido, Livy —susurra para que lo mire.
—Gracias.
Sonríe levemente y lleva las manos a mi cintura al tiempo que sus ojos
recorren todo mi cuerpo. Lo observo detenidamente mientras sus labios besan mis
pechos con ternura y luego empieza a acariciarme entera con un dedo, con tanta
delicadeza que a veces ni siquiera lo siento. Respira hondo pensativo e inclina la
cabeza un poco, lo que lo hace parecer aún más pensativo.
—Siempre que te toco siento que he de hacerlo con un cuidado exquisito
—susurra.
—¿Por qué? —pregunto un tanto sorprendida.
Respira hondo otra vez y me mira, parpadeando despacio.
—Porque me aterra que te conviertas en polvo.
Su confesión me deja sin palabras.
—No voy a convertirme en polvo.
—Puede que sí —añade—. Y ¿qué sería de mí entonces?
Su mirada examina mi cara y me sorprende verlo tan serio, incluso percibo
un ligero miedo.
La culpabilidad me dice que no debería, pero no puedo evitar sentirme feliz
al oírlo. Él también se está pillando, tanto como yo. Abrazo su incertidumbre y lo
acuno en mi pecho. Lo rodeo con los brazos y las piernas, como si intentara hacerlo
sentir más seguro a base de achuchones.
—Sólo desapareceré si tú quieres —digo, porque creo que es a eso a lo que se
refiere. Es imposible que me convierta en polvo.
—Querría compartir una cosa contigo.
—¿El qué? —pregunto sin moverme, con la cara hundida en su cuello.
—Terminemos de bañarnos y te lo muestro.
Se deshace de mi abrazo y me obliga a salir de mi lugar favorito.
—Vas a ser la primera.
—¿La primera?
—La primera persona que lo ve.
Me da la vuelta en sus brazos así que no puede ver mi cara de curiosidad.
—¿Que lo ve?
Apoya la barbilla en mi hombro.
—Me encanta tu curiosidad.
—Tú me haces ser curiosa —lo acuso acercando la mejilla a sus labios—.
¿Qué vas a enseñarme?
—Ya lo verás —me pica mientras me suelta.
Me vuelvo para verlo y está bajo el agua, lavándose el pelo con champú.
Luego se lo aclara y se echa acondicionador.
Me acomodo en el otro extremo de la bañera y lo observo masajear sus rizos
con el acondicionador.
—¿Usas acondicionador?
Se queda quieto un instante y me estudia con atención un momento antes de
responder.
—Tengo un pelo muy rebelde.
—Yo también.
—Entonces, seguro que me comprendes.
Se mete otra vez bajo el agua y se aclara los rizos rebeldes mientras yo sonrío
como una idiota. Le da vergüenza.
Cuando sale a la superficie yo sigo sonriendo como una idiota. Pone los ojos
en blanco y se incorpora mientras mi mirada lo acompaña, absorbiendo toda su
perfección empapada.
—Te dejo para que te laves la maraña rebelde. —No sonríe, pero sé que se
muere de ganas de hacerlo.
—Gracias, mi amable señor —replico admirando su desnudez mientras sale
del baño. Los cachetes del culo se tensan y se hinchan, y están para comérselos—.
Hermosos bizcochitos — digo mientras me sumerjo en las burbujas.
Se vuelve muy despacio e inclina la cabeza.
—Te ruego que no adoptes la terminología de tu abuela.
Me pongo roja como un tomate y, a falta de un modo mejor de ocultar mi
vergüenza, desaparezco bajo el agua.
Para cuando he terminado de domar mis rizos rebeldes con acondicionador,
salgo de mala gana de la serenidad de la colosal bañera de Miller Hart y me seco.
Me aseguro de vaciar la tina y de enjuagarla bien, y recojo el baño al terminar. Me
dirijo al dormitorio y encuentro un bóxer negro y una camiseta gris dispuestos con
pulcritud sobre la cama. Sonrío mientras me visto. El bóxer apenas se me ciñe a las
caderas, y la camiseta me queda enorme, pero ambas prendas huelen a Miller, así
que me da igual si tengo que sujetarme los calzoncillos con la mano cuando voy en
su busca.
Está en la cocina, arrebatador con un bóxer negro y una camiseta a juego con
la que ha escogido para mí. Ver a Miller sin un traje perfecto que adorne su cuerpo
perfecto es un hecho excepcional, pero el toque que le da la ropa de andar por casa
siempre es bienvenido. Estoy empezando a cogerles manía a sus trajes, son la
máscara detrás de la que se oculta.
—Vamos a juego —digo subiéndome el bóxer.
—Vamos a juego —asiente.
Se me acerca y me peina con los dedos los rizos húmedos. Se los lleva a la
nariz y se empapa de su perfume.
—Debería llamar a mi abuela —sugiero cerrando los ojos y absorbiendo su
proximidad, su olor, su calor..., todo su ser—. No quiero que se preocupe por mí.
Me suelta y me arregla el pelo mientras me mira pensativo.
—¿Estás bien? —le pregunto.
—Sí, lo siento —repone saliendo de su ensoñación—. Sólo estaba pensando
que estás adorable con mi ropa.
—Me queda un poco grande —señalo mirando la tela que sobra.
—Te está perfecto. Llama a tu abuela.
Cuando he terminado de hablar con ella, Miller me coge de la nuca y me
conduce a la estantería donde guarda su iPhone. Pulsa un par de botones y me saca
de la cocina sin mediar palabra. Angels de los XX empieza a sonar de fondo, lenta e
hipnotizadora, deslizándose por los altavoces del hilo musical. Pasamos de largo el
dormitorio y giramos a la izquierda.
Entonces abre una puerta y entramos en una habitación enorme.
—¡Caray! —exclamo al cruzar el umbral. Casi me caigo al suelo.
—Ven. —me anima a entrar y pulsa un interruptor que empieza a llenar la
habitación de una potente luz artificial.
Tengo que taparme los ojos hasta que se acostumbran. Cuando dejo de
parpadear, me aparto la mano de la cara y con la otra me agarro el bóxer. Miro a mi
alrededor boquiabierta.
Es impresionante. Estoy en el cielo... Esto es alucinante.
Me vuelvo hacia él.
—¿Esto es tuyo?
Casi parece avergonzado y se encoge de hombros.
—Es mi casa, así que imagino que sí.
Me concentro en lo que me alucina tanto, e intento asimilarlo. Las paredes
están cubiertas.
El suelo está lleno. Están apilados en estantes de metal. Hay decenas, puede
que cientos, y son todos de mi querido Londres, ya sean de arquitectura o de
paisajes.
—¿Sabes pintar? —inquiero.
Está pegado a mi espalda, con las manos sobre mis hombros.
—¿Crees que podrías formular algo que no sonara a pregunta?
Me muerde la oreja, cosa que normalmente me quita el aliento, pero en este
instante estoy demasiado anonadada para procesarlo. Esto no puede ser.
—¿Los has pintado tú todos?
Gesticulo en dirección al estudio y vuelvo a examinarlos.
—Otra pregunta. —Esta vez me muerde en el cuello—. Éste era mi hábito
antes de conocerte a ti.
—Esto no es un hábito, es una afición.
Vuelvo a admirar los cuadros que cuelgan de la pared pensando que un
prodigio semejante no debería clasificarse como afición. Deberían estar colgados en
una galería de arte.
—Bueno, ahora tú eres mi afición —repone.
Tengo una epifanía y echo a andar. Me libro del abrazo de Miller, salgo del
estudio y me dirijo a la sala. Estoy de pie ante uno de los óleos que decoran la pared.
Se trata de la noria del London Eye, borrosa pero clara al mismo tiempo.
—¿También lo has pintado tú? —Otra pregunta—. Perdona.
Se me acerca por la izquierda y se queda de pie a mi lado, contemplando su
creación.
—Sí.
—¿Y ese otro? —señalo la pared de enfrente, de donde cuelga el London
Bridge. Sigo sujetándome el dichoso bóxer con la mano.
—Sí.
Echo a andar de nuevo, ahora hacia su estudio, y esta vez me atrevo a
adentrarme un poco más, rodeada de los cuadros de Miller.
Hay cinco caballetes, todos con su correspondiente lienzo a medio terminar
de pintar. La gigantesca mesa de madera que hay pegada a la pared está llena de
botes con pinceles, pintura de todos los colores del universo, y fotografías
desparramadas. Algunas están colgadas en tablones de corcho en la pared, entre los
cuadros. Hay un sofá viejo y desvencijado junto a unos grandes ventanales, de cara
al exterior, para que al sentarse uno pueda contemplar las vistas de la ciudad, que
son casi comparables a los magníficos cuadros que me rodean. Es el típico estudio
de un artista... Y desafía por completo todo lo que Miller Hart representa.
Es expresivo, pero lo que aún me sorprende más es que está terriblemente
desordenado.
Estoy en trance, como Alicia en el País de las Maravillas, y me muero de
curiosidad. Empiezo a examinarlo todo con detenimiento intentando discernir si los
elementos están dispuestos de acuerdo a algún método o sistema concreto. No lo
parece. Todo está al azar, a su aire, pero para asegurarme me acerco a la mesa, cojo
un bote de pinceles y le doy varias vueltas entre las manos. Luego lo dejo otra vez
sobre la mesa y me vuelvo hacia Miller para ver cómo reacciona.
No se pone nervioso, no hace ninguna mueca, no mira el bote de pinceles
como si fuera a morderlo y no se acerca a recolocarlo. Sólo me observa con interés, y
después de bañarme en su mirada me echo a reír. Mi sorpresa se ha convertido en
curiosidad, porque lo que tengo delante en esta habitación es a otro hombre.
Casi lo hace humano. Antes de conocerme a mí, se expresaba y se
desestresaba pintando, y no importa si tiene que ser preciso con el resto de su vida
porque aquí es caótico.
—Me encanta —digo admirando la habitación de nuevo; ni siquiera la
belleza de Miller es capaz de distraerme—. No podría gustarme más.
—Sabía que te iba a gustar.
De repente está oscuro de nuevo, excepto por las luces del Londres de noche
que entran por la ventana. Miller se acerca lentamente a mí y me coge la mano.
Luego me guía hacia el viejo sofá situado frente a la ventana. Se sienta y me sienta a
su lado.
—Me quedo dormido aquí casi todas las noches —dice con melancolía—. Es
hipnótico, ¿no te parece?
—Es increíble.
En realidad, lo que me tiene alucinada es todo lo que he visto detrás.
—¿Pintas desde siempre?
—Va a temporadas.
—¿Sólo paisajes y edificios?
—En general.
—Tienes mucho talento —comento en voz baja sentándome encima de un
pie—. Deberías exponer.
Se ríe y lo miro; me da rabia que siempre se ría cuando no puedo verlo. Ya no
se ríe, pero me está sonriendo. Me vale.
—Livy, sólo soy un aficionado. Ya tengo bastantes agobios en mi vida.
Convertir una afición en algo más la haría muy estresante.
Frunzo el ceño porque se me escapa su lógica y porque espero que lo que ha
dicho no se aplique también a mí. Soy una afición.
—Era un cumplido —digo, arqueo las cejas con descaro y vuelvo a hacerlo
sonreír. Hasta le brillan los ojos.
—Ah, era eso. Te pido disculpas. —Me besa con ternura mientras me pasa de
nuevo el brazo por los hombros y me estrecha contra su costado—. Gracias.
—De nada —contesto dejando que mi cuerpo se amolde a la firmeza del suyo,
y le meto la mano por debajo de la camiseta.
Éste es el Miller Hart que adoro: relajado, despreocupado y expresivo. Estoy
muy a gusto.
Disfruto de los besos que me da en la coronilla y de las suaves caricias que le
dispensa a mi brazo. Pero empieza a moverme, a tumbarme para que me recueste
en su regazo. Me aparta el pelo de la cara y me mira unos instantes. Suspira y deja
caer mi cabeza en sus muslos.
Continúa acariciándome y mira al techo en silencio mientras la melodía
melancólica suena de fondo y nos envuelve la paz. Es maravilloso y me relajo; no
soy consciente del paso del tiempo, sólo de las caricias perezosas de Miller en mi
mejilla. Pero entonces suena su iPhone en la cocina y estropea el momento.
—Si me disculpas...
Se levanta y sale del estudio. Qué rabia, ya ni siquiera me gustan las vistas.
Me levanto y sigo sus pasos.
Cuando entro en la cocina, está sacando el móvil del replicador de puertos de
la estantería y quitando la canción.
—Miller Hart —saluda por teléfono mientras sale de la cocina.
No quiero ir detrás de él mientras habla por el móvil porque seguro que lo
considera de muy mala educación. Así pues, me siento a la mesa vacía y jugueteo
con mi anillo, deseando que estuviéramos en el estudio.
Cuando Miller vuelve, sigue al teléfono. Camina con decisión hacia unos
cajones y abre el de arriba. Saca una agenda de cuero y pasa las páginas.
—Sí, es un poco precipitado pero, como ya he dicho, no supone un problema.
Saca un bolígrafo del cajón y anota algo en la página.
—Será fantástico —dice.
Luego cuelga, cierra la agenda y vuelve a meterla en el cajón. No me da la
impresión de que le parezca nada fantástico.
Se toma un minuto antes de mirarme pero cuando lo hace veo que no está
contento, pese a que ha vuelto su cara de póquer.
—Voy a llevarte a casa.
Me retrepo en mi asiento.
—¿Ahora? —inquiero. Me enoja su falta de consideración.
—Sí, te pido disculpas —dice, y sale de la cocina con cuatro zancadas—. Me
ha surgido una reunión de última hora en el club —musita.
Y desaparece.
Enfadada, molesta y dolida, miro la mesa vacía, pero entonces la curiosidad
me puede y, antes de darme cuenta, estoy junto a los cajones. Abro el de arriba, cojo
la agenda de cuero que está guardada al fondo a la derecha —que me pide a gritos
que la abra—, estudio su posición exacta, miro alrededor para comprobar que no
me ve nadie y la saco. No debería hacer esto.
Estoy espiando y no tengo derecho a hacerlo... Pero no puedo evitarlo.
Maldita curiosidad. Y
maldito Miller Hart por despertármela.
Paso las páginas y veo varias anotaciones, pero como soy consciente de que
Miller podría pillarme in fraganti en cualquier momento, me apresuro a buscar la
cita de hoy. Una caligrafía perfecta dice:
Quaglino’s, 21.00 h.
C.
Camisa y corbata negras.
Frunzo el ceño y salto al oír una puerta que se cierra. Me entra el pánico y
siento que el corazón se me va a salir del pecho. Intento volver a colocar la agenda
en su posición correcta pero no tengo tiempo. Corro a la mesa, me siento donde
estaba y saco fuerzas de flaqueza para aparentar normalidad.
¿«C» de Cassie?
—Tu ropa está encima de la cama.
Me vuelvo y veo a Miller en calzoncillos, pero tengo la cabeza en otra cosa y
no me paro a disfrutar de las vistas.
—Gracias.
—De nada —me dice antes de marcharse de nuevo—. Date prisa.
Algo no va bien. Ha vuelto a ser el caballero enmascarado. Cortante y formal.
Es un insulto después de lo que hemos pasado juntos, especialmente en estos
últimos días. Hemos compartido algo muy íntimo y especial, y ahora vuelve a
tratarme como si fuera un asunto de negocios. O una puta. Tuerzo el gesto y me doy
una palmada en la frente. ¿Qué es Quaglino’s?, y ¿por qué me ha mentido? La
incertidumbre y la desconfianza se apoderan de mí y fracaso al intentar que mi
mente vaya a donde no le conviene.
Busco mi teléfono y rezo para que aún tenga batería. Me quedan dos barras y
tengo dos llamadas perdidas... de Luke. ¿Me ha llamado? ¿Para qué? No respondió
al mensaje de texto que le envié hace días. No tengo tiempo de pensar en eso. Me
meto en Google y tecleo «Quaglino’s» de vuelta a la cocina. Cuando mi conexión a
internet decide darme por fin la información que quiero, no me gusta lo que
encuentro: es un restaurante de lujo en Mayfair, con bar y todo. Aún me da más
mala espina cuando Miller entra y lleva puestas una camisa y una corbata negras.
—Livy, tengo que irme —dice tajante mientras se arregla la corbata delante
del espejo, aunque ya estaba perfecta.
Lo dejo perfeccionando la perfección y me apresuro a ir a su habitación. Me
pongo los vaqueros y las Converse. Tengo sospechas, y nunca antes había
sospechado nada porque nunca había tenido motivos para sospechar. Esto no me
gusta.
—¿Lista?
Lo miro y, con amargura, registro lo espectacular que está. Siempre da gusto
mirarlo, pero ¿un tres piezas negro para una reunión en el club?
—Genial —mascullo.
—¿Te encuentras bien? —Me coge por la nuca como de costumbre y me saca
del dormitorio.
—Te acompaño —digo con un tono rebosante de entusiasmo.
—Olivia, te dormirías del aburrimiento —replica sin inmutarse lo más
mínimo por mi petición.
—No me aburriré.
—Créeme, lo harías. —Se inclina hacia adelante y me da un beso en la
frente—. Estaré agotado para cuando haya terminado. Te necesitaré para que me
abraces. Iré a recogerte y pasarás la noche conmigo.
—Para eso prefiero esperarte aquí.
—No, ve a casa, coge algo de ropa y así mañana te llevaré directamente al
trabajo.
Gruño para mis adentros.
—¿A qué hora acabarás?
—No lo sé. Te llamaré.
Me rindo y dejo que me saque del apartamento, por la escalera infinita, hasta
que llegamos a su coche en el parking subterráneo. Mantenemos un silencio
sepulcral durante el trayecto y, cuando aparca en la puerta de casa de la abuela, se
quita el cinturón de seguridad y se vuelve para mirarme.
—Estás enfadada —me dice acariciándome la mejilla con el pulgar—. Tengo
que trabajar, Livy.
—No estoy enfadada —replico, pero salta a la vista que estoy que muerdo,
aunque no es por lo que Miller cree.
—Discrepo.
—Hablamos luego.
—No lo dudes —dice, y me recuerda lo que me voy a perder durante las
próximas horas.
Eso no ayuda a que me ponga de mejor humor.
Salgo y camino hasta casa con la mente a cien por hora. Abro la puerta, entro
y la cierro.
Tal y como imaginaba, la abuela está al pie de la escalera, con la sonrisa más
grande del mundo en la cara.
—¿Lo has pasado bien? —pregunta ella—. Con Miller, quiero decir.
—Genial. —intento devolverle la sonrisa, pero la sospecha y la incertidumbre
me lo impiden.
Si es sólo una reunión de trabajo, ¿a santo de qué tiene que reunirse con ella
en un restaurante de lujo?
—Creía que ibas a pasar la noche fuera.
—Voy a volver a salir. —Las palabras escapan de mi boca, como si mi
subconsciente decidiera por mí.
—¿Con Miller? —pregunta esperanzada.
—Sí —contesto.
Su felicidad al oír la noticia se me clava como un puñal en mi corazón herido.
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Capítulo 22
Tras subirme en brazos por la escalera que lleva a su apartamento y abrir la
puerta, corre a prepararnos un baño. Nos desnuda a ambos antes de ayudarme a
subir los peldaños y a meterme en el agua caliente y espumosa. No es su cama, pero
no voy a discutir. Estoy en sus brazos, que es donde más contenta estoy. Mejor
imposible.
Suspiro, más feliz que una perdiz, mientras él dedica nuestra hora del baño a
abrazarme, a acariciarme y a darme achuchones. Está tarareando una melodía lenta.
Empieza a sonarme mucho. Sé cuándo va a coger aire y cuándo se producen los
cambios de tono, y sé cuándo va a hacer una pequeña pausa, cuando está seguro de
aprovechar el breve silencio para besarme la coronilla.
Apoyo la mejilla contra su pecho húmedo y le acaricio lentamente el pezón
con la punta de los dedos mientras contemplo la vasta extensión de la piel de su
torso. Relajada y tranquila son dos adjetivos que se quedan muy cortos a la hora de
expresar cómo me siento. Es en momentos como éste cuando pienso que estoy con
el verdadero Miller Hart, no con el hombre que se oculta tras trajes caros de tres
piezas y un rostro impasible. El Miller Hart serio, el hombre disfrazado de caballero,
esconde su belleza interior del mundo, al que sólo muestra una careta empeñada en
repeler todo gesto de amabilidad que encuentra, o en confundir a la gente con sus
modales impecables, que son siempre tan distantes que no dejan ver que se trata de
una persona realmente educada.
—Háblame de tu familia —digo rompiendo el silencio, casi seguro de que
ignorará mi pregunta.
—No tengo familia —susurra, y me besa la coronilla cuando frunzo el ceño
contra su pecho.
—¿No tienes a nadie? —No quiero que parezca que no lo creo, pero se me
escapa el tono incrédulo. Yo tampoco tengo familia, salvo a mi abuela, pero el valor
de ese familiar es...
incalculable.
—Estoy yo y nadie más —me confirma.
Me callo. Siento compasión por él. Debe de sentirse muy solo, y debe de
haberle costado admitirlo.
—¿Sólo tú?
—Lo digas como lo digas, Livy, sigo estando yo y nadie más.
—¿No tienes ningún pariente?
Suspira, y mi cuerpo sigue el ascenso y descenso de su pecho.
—Ya van tres veces. ¿Lo decimos una cuarta? —pregunta con delicadeza. No
muestra impaciencia ni exasperación, aunque sé que aparecerán si voy a por esa
cuarta.
No debería resultarme tan difícil de creer, dado que yo también tengo una
familia reducida, pero al menos tengo a alguien. También están Gregory y George,
aunque sólo tengo un pariente de sangre. Uno es más que ninguno, y es también un
pedazo de historia.
—¿No tienes a nadie en el mundo? —Tuerzo el gesto en cuanto lo digo por
cuarta vez, y me apresuro a pedirle perdón de inmediato—: Lo siento.
—No tienes por qué disculparte.
—¿Ni uno?
—Y ya van cinco. —lo dice con sorna, y espero pillarlo sonriendo aunque sea
un poco. Me aparto de su pecho para mirar, pero todo lo que encuentro es su
belleza impasible.
—Perdona —sonrío.
—Disculpa aceptada.
Me coge y me lleva al otro extremo de la bañera. Me tumba boca arriba. Estoy
espatarrada, con él entre mis rodillas. Me agarra una pierna y la levanta hasta que
tengo la planta contra su pecho. Mi diminuto pie del treinta y cinco se pierde en la
inmensidad de su pecho, y aún se ve más pequeño cuando empieza a acariciarlo
con la mano mientras me observa pensativo.
—¿Qué? —Mi voz ha quedado reducida a poco más que un susurro bajo la
intensidad de su mirada azul.
Miller Hart emana pasión por cada poro de su cuerpo perfecto, y más aún
por sus increíbles ojos azules. Deseo que sea especial y sólo para mí, aunque sé que
no es así. Quizá Miller Hart únicamente expresa sus emociones y se quita la
máscara cuando está con una mujer.
—Sólo estaba pensando en lo bonita que estás en mi bañera —musita.
Acto seguido, se lleva mi pie a la boca y lentamente, tan despacio que me
duele, me lame los dedos y el empeine, sigue por el gemelo, asciende hasta la
rodilla y a... mi... muslo...
Se forman ondas en el agua a causa de mis temblores, y salpico fuera de la
bañera al agarrarme a los bordes de porcelana reluciente con las manos. Tengo la
piel tibia por el contacto con el agua y el vapor del baño, pero el calor de su lengua
me quema allá por donde pasa. Estoy ardiendo. Jadeante en silencio. Cierro los ojos
y me preparo para que me venere, y es entonces cuando llega al punto en que mi
muslo se sumerge en el agua. Desliza el antebrazo bajo mi pelvis y me levanta sin
esfuerzo para llevarme a su boca. Necesito agarrarme a algo o me voy a sumergir
entera bajo el agua. Encuentro de nuevo el borde de la bañera y me aferro a él lo
mejor que puedo mientras me conduce a su reino de deleite y placer, un lugar en el
que la agonía de la pasión es intensa y en el que me adentro más y más en el curioso
mundo de Miller Hart.
Los pequeños mordiscos que le da a mi clítoris son difíciles de resistir. Los
lametones de su lengua que acompañan a cada mordisco son una tortura. Para
cuando introduce muy despacio dos dedos en mi sexo y empieza a entrar y a salir
mientras sus dientes y su lengua siguen a lo suyo, pierdo la esperanza de mantener
el silencio que nos rodea.
Gimo y arqueo la espalda, los músculos de los brazos que me sostienen
comienzan a dolerme, y el vientre se me tensa intentando controlar las incesantes
punzadas entre las piernas. Mi desesperación aumenta y lo alienta. Sus dedos
mantienen el ritmo que tanto le gusta, pero son cada vez más firmes, más precisos.
—No sé cómo me haces lo que me haces —mascullo en la oscuridad. Mi
cabeza va de un lado a otro.
—¿Qué te hago? —susurra soplando, como una corriente de aire fresco en lo
más íntimo de mi ser. Su aliento fresco contra mi piel ardiente me hace estremecer.
—Esto —jadeo, aferrándome casi inconsciente al borde de la bañera y
gritando cuando me castiga con una ráfaga de pequeños mordiscos, rotaciones de
su lengua y penetraciones firmes de sus dedos—. ¡Y esto!
Los espasmos que se apoderan de mi cuerpo son tan fuertes que intento
permanecer quieta en el agua.
Abro los ojos y necesito unos momentos para enfocar con claridad. Luego
vuelvo a ver borroso de nuevo. Es por lo que acabo de ver: la perfección
personificada, una pureza en su mirada que sólo veo cuando me venera. Su pelo
negro está a punto de estar demasiado largo, y los rizos brillantes se le enroscan
detrás de las orejas.
A pesar de mi estado de control febril, él permanece tranquilo, calmado,
centrado mientras me devuelve la mirada sin dejar de torturarme durante un solo
seguro. Es un placer infinito.
—¿Quieres decir que, si siguiéramos así para siempre —masculla—, serías
feliz con eso?
Asiento, esperando que esté de acuerdo conmigo y que no esté sólo
verbalizando mis pensamientos.
No me aclara nada, sino que vuelve a centrarse en las terminaciones
nerviosas que claman a gritos entre mis muslos. Tiene la cabeza enterrada ahí, y me
mira y es la cosa más sensual que voy a ver en la vida. Aun así, no puedo evitar
cerrar los ojos mientras me prepara para la presión salvaje que va a hacerme
enloquecer.
—No pares —jadeo suplicando más locura, más placer implacable.
De repente se mueve, el agua salpica por todas partes mientras asciende por
mi pecho y sella nuestras bocas. Su lengua me acaricia al ritmo de sus perversos
dedos y su pulgar traza círculos firmes en mi clítoris palpitante.
Me aferro a sus hombros mojados como si me fuera la vida en ello. Su fuerza
es lo único que me impide resbalar y sumergirme bajo el agua. Estoy febril, pero
Miller mantiene las cosas bajo control pese a mis gemidos de desesperación.
Y entonces ocurre.
La explosión.
Saltan un millón de chispas que me obligan a poner fin a nuestro beso y a
esconder la cara en su cuello mientras lidio con el bombardeo de placer. Permanece
en silencio al tiempo que ayuda a mi cuerpo tembloroso a calmarse. Lo único que
mueve son los dedos, que describen círculos más adentro, y su pulgar, que
descansa sobre mi cúmulo de terminaciones nerviosas a flor de piel, para calmar las
agudas y persistentes punzadas.
—Creía que era yo la que tenía que desestresarte a ti —jadeo sin querer
soltarlo. No quiero soltarlo nunca.
—Y lo has hecho, Livy.
—¿Te has deshecho del estrés venerándome?
—En parte, sí, pero más que nada por estar contigo. —Se sienta y me lleva
junto a él. Me coloca sobre su regazo. la maraña de pelo mojado me pesa, y las
palmas de sus manos me sostienen por los hombros—. Eres tan hermosa...
La piel de las mejillas me arde, y bajo la vista algo avergonzada.
—Es un cumplido, Livy —susurra para que lo mire.
—Gracias.
Sonríe levemente y lleva las manos a mi cintura al tiempo que sus ojos
recorren todo mi cuerpo. Lo observo detenidamente mientras sus labios besan mis
pechos con ternura y luego empieza a acariciarme entera con un dedo, con tanta
delicadeza que a veces ni siquiera lo siento. Respira hondo pensativo e inclina la
cabeza un poco, lo que lo hace parecer aún más pensativo.
—Siempre que te toco siento que he de hacerlo con un cuidado exquisito
—susurra.
—¿Por qué? —pregunto un tanto sorprendida.
Respira hondo otra vez y me mira, parpadeando despacio.
—Porque me aterra que te conviertas en polvo.
Su confesión me deja sin palabras.
—No voy a convertirme en polvo.
—Puede que sí —añade—. Y ¿qué sería de mí entonces?
Su mirada examina mi cara y me sorprende verlo tan serio, incluso percibo
un ligero miedo.
La culpabilidad me dice que no debería, pero no puedo evitar sentirme feliz
al oírlo. Él también se está pillando, tanto como yo. Abrazo su incertidumbre y lo
acuno en mi pecho. Lo rodeo con los brazos y las piernas, como si intentara hacerlo
sentir más seguro a base de achuchones.
—Sólo desapareceré si tú quieres —digo, porque creo que es a eso a lo que se
refiere. Es imposible que me convierta en polvo.
—Querría compartir una cosa contigo.
—¿El qué? —pregunto sin moverme, con la cara hundida en su cuello.
—Terminemos de bañarnos y te lo muestro.
Se deshace de mi abrazo y me obliga a salir de mi lugar favorito.
—Vas a ser la primera.
—¿La primera?
—La primera persona que lo ve.
Me da la vuelta en sus brazos así que no puede ver mi cara de curiosidad.
—¿Que lo ve?
Apoya la barbilla en mi hombro.
—Me encanta tu curiosidad.
—Tú me haces ser curiosa —lo acuso acercando la mejilla a sus labios—.
¿Qué vas a enseñarme?
—Ya lo verás —me pica mientras me suelta.
Me vuelvo para verlo y está bajo el agua, lavándose el pelo con champú.
Luego se lo aclara y se echa acondicionador.
Me acomodo en el otro extremo de la bañera y lo observo masajear sus rizos
con el acondicionador.
—¿Usas acondicionador?
Se queda quieto un instante y me estudia con atención un momento antes de
responder.
—Tengo un pelo muy rebelde.
—Yo también.
—Entonces, seguro que me comprendes.
Se mete otra vez bajo el agua y se aclara los rizos rebeldes mientras yo sonrío
como una idiota. Le da vergüenza.
Cuando sale a la superficie yo sigo sonriendo como una idiota. Pone los ojos
en blanco y se incorpora mientras mi mirada lo acompaña, absorbiendo toda su
perfección empapada.
—Te dejo para que te laves la maraña rebelde. —No sonríe, pero sé que se
muere de ganas de hacerlo.
—Gracias, mi amable señor —replico admirando su desnudez mientras sale
del baño. Los cachetes del culo se tensan y se hinchan, y están para comérselos—.
Hermosos bizcochitos — digo mientras me sumerjo en las burbujas.
Se vuelve muy despacio e inclina la cabeza.
—Te ruego que no adoptes la terminología de tu abuela.
Me pongo roja como un tomate y, a falta de un modo mejor de ocultar mi
vergüenza, desaparezco bajo el agua.
Para cuando he terminado de domar mis rizos rebeldes con acondicionador,
salgo de mala gana de la serenidad de la colosal bañera de Miller Hart y me seco.
Me aseguro de vaciar la tina y de enjuagarla bien, y recojo el baño al terminar. Me
dirijo al dormitorio y encuentro un bóxer negro y una camiseta gris dispuestos con
pulcritud sobre la cama. Sonrío mientras me visto. El bóxer apenas se me ciñe a las
caderas, y la camiseta me queda enorme, pero ambas prendas huelen a Miller, así
que me da igual si tengo que sujetarme los calzoncillos con la mano cuando voy en
su busca.
Está en la cocina, arrebatador con un bóxer negro y una camiseta a juego con
la que ha escogido para mí. Ver a Miller sin un traje perfecto que adorne su cuerpo
perfecto es un hecho excepcional, pero el toque que le da la ropa de andar por casa
siempre es bienvenido. Estoy empezando a cogerles manía a sus trajes, son la
máscara detrás de la que se oculta.
—Vamos a juego —digo subiéndome el bóxer.
—Vamos a juego —asiente.
Se me acerca y me peina con los dedos los rizos húmedos. Se los lleva a la
nariz y se empapa de su perfume.
—Debería llamar a mi abuela —sugiero cerrando los ojos y absorbiendo su
proximidad, su olor, su calor..., todo su ser—. No quiero que se preocupe por mí.
Me suelta y me arregla el pelo mientras me mira pensativo.
—¿Estás bien? —le pregunto.
—Sí, lo siento —repone saliendo de su ensoñación—. Sólo estaba pensando
que estás adorable con mi ropa.
—Me queda un poco grande —señalo mirando la tela que sobra.
—Te está perfecto. Llama a tu abuela.
Cuando he terminado de hablar con ella, Miller me coge de la nuca y me
conduce a la estantería donde guarda su iPhone. Pulsa un par de botones y me saca
de la cocina sin mediar palabra. Angels de los XX empieza a sonar de fondo, lenta e
hipnotizadora, deslizándose por los altavoces del hilo musical. Pasamos de largo el
dormitorio y giramos a la izquierda.
Entonces abre una puerta y entramos en una habitación enorme.
—¡Caray! —exclamo al cruzar el umbral. Casi me caigo al suelo.
—Ven. —me anima a entrar y pulsa un interruptor que empieza a llenar la
habitación de una potente luz artificial.
Tengo que taparme los ojos hasta que se acostumbran. Cuando dejo de
parpadear, me aparto la mano de la cara y con la otra me agarro el bóxer. Miro a mi
alrededor boquiabierta.
Es impresionante. Estoy en el cielo... Esto es alucinante.
Me vuelvo hacia él.
—¿Esto es tuyo?
Casi parece avergonzado y se encoge de hombros.
—Es mi casa, así que imagino que sí.
Me concentro en lo que me alucina tanto, e intento asimilarlo. Las paredes
están cubiertas.
El suelo está lleno. Están apilados en estantes de metal. Hay decenas, puede
que cientos, y son todos de mi querido Londres, ya sean de arquitectura o de
paisajes.
—¿Sabes pintar? —inquiero.
Está pegado a mi espalda, con las manos sobre mis hombros.
—¿Crees que podrías formular algo que no sonara a pregunta?
Me muerde la oreja, cosa que normalmente me quita el aliento, pero en este
instante estoy demasiado anonadada para procesarlo. Esto no puede ser.
—¿Los has pintado tú todos?
Gesticulo en dirección al estudio y vuelvo a examinarlos.
—Otra pregunta. —Esta vez me muerde en el cuello—. Éste era mi hábito
antes de conocerte a ti.
—Esto no es un hábito, es una afición.
Vuelvo a admirar los cuadros que cuelgan de la pared pensando que un
prodigio semejante no debería clasificarse como afición. Deberían estar colgados en
una galería de arte.
—Bueno, ahora tú eres mi afición —repone.
Tengo una epifanía y echo a andar. Me libro del abrazo de Miller, salgo del
estudio y me dirijo a la sala. Estoy de pie ante uno de los óleos que decoran la pared.
Se trata de la noria del London Eye, borrosa pero clara al mismo tiempo.
—¿También lo has pintado tú? —Otra pregunta—. Perdona.
Se me acerca por la izquierda y se queda de pie a mi lado, contemplando su
creación.
—Sí.
—¿Y ese otro? —señalo la pared de enfrente, de donde cuelga el London
Bridge. Sigo sujetándome el dichoso bóxer con la mano.
—Sí.
Echo a andar de nuevo, ahora hacia su estudio, y esta vez me atrevo a
adentrarme un poco más, rodeada de los cuadros de Miller.
Hay cinco caballetes, todos con su correspondiente lienzo a medio terminar
de pintar. La gigantesca mesa de madera que hay pegada a la pared está llena de
botes con pinceles, pintura de todos los colores del universo, y fotografías
desparramadas. Algunas están colgadas en tablones de corcho en la pared, entre los
cuadros. Hay un sofá viejo y desvencijado junto a unos grandes ventanales, de cara
al exterior, para que al sentarse uno pueda contemplar las vistas de la ciudad, que
son casi comparables a los magníficos cuadros que me rodean. Es el típico estudio
de un artista... Y desafía por completo todo lo que Miller Hart representa.
Es expresivo, pero lo que aún me sorprende más es que está terriblemente
desordenado.
Estoy en trance, como Alicia en el País de las Maravillas, y me muero de
curiosidad. Empiezo a examinarlo todo con detenimiento intentando discernir si los
elementos están dispuestos de acuerdo a algún método o sistema concreto. No lo
parece. Todo está al azar, a su aire, pero para asegurarme me acerco a la mesa, cojo
un bote de pinceles y le doy varias vueltas entre las manos. Luego lo dejo otra vez
sobre la mesa y me vuelvo hacia Miller para ver cómo reacciona.
No se pone nervioso, no hace ninguna mueca, no mira el bote de pinceles
como si fuera a morderlo y no se acerca a recolocarlo. Sólo me observa con interés, y
después de bañarme en su mirada me echo a reír. Mi sorpresa se ha convertido en
curiosidad, porque lo que tengo delante en esta habitación es a otro hombre.
Casi lo hace humano. Antes de conocerme a mí, se expresaba y se
desestresaba pintando, y no importa si tiene que ser preciso con el resto de su vida
porque aquí es caótico.
—Me encanta —digo admirando la habitación de nuevo; ni siquiera la
belleza de Miller es capaz de distraerme—. No podría gustarme más.
—Sabía que te iba a gustar.
De repente está oscuro de nuevo, excepto por las luces del Londres de noche
que entran por la ventana. Miller se acerca lentamente a mí y me coge la mano.
Luego me guía hacia el viejo sofá situado frente a la ventana. Se sienta y me sienta a
su lado.
—Me quedo dormido aquí casi todas las noches —dice con melancolía—. Es
hipnótico, ¿no te parece?
—Es increíble.
En realidad, lo que me tiene alucinada es todo lo que he visto detrás.
—¿Pintas desde siempre?
—Va a temporadas.
—¿Sólo paisajes y edificios?
—En general.
—Tienes mucho talento —comento en voz baja sentándome encima de un
pie—. Deberías exponer.
Se ríe y lo miro; me da rabia que siempre se ría cuando no puedo verlo. Ya no
se ríe, pero me está sonriendo. Me vale.
—Livy, sólo soy un aficionado. Ya tengo bastantes agobios en mi vida.
Convertir una afición en algo más la haría muy estresante.
Frunzo el ceño porque se me escapa su lógica y porque espero que lo que ha
dicho no se aplique también a mí. Soy una afición.
—Era un cumplido —digo, arqueo las cejas con descaro y vuelvo a hacerlo
sonreír. Hasta le brillan los ojos.
—Ah, era eso. Te pido disculpas. —Me besa con ternura mientras me pasa de
nuevo el brazo por los hombros y me estrecha contra su costado—. Gracias.
—De nada —contesto dejando que mi cuerpo se amolde a la firmeza del suyo,
y le meto la mano por debajo de la camiseta.
Éste es el Miller Hart que adoro: relajado, despreocupado y expresivo. Estoy
muy a gusto.
Disfruto de los besos que me da en la coronilla y de las suaves caricias que le
dispensa a mi brazo. Pero empieza a moverme, a tumbarme para que me recueste
en su regazo. Me aparta el pelo de la cara y me mira unos instantes. Suspira y deja
caer mi cabeza en sus muslos.
Continúa acariciándome y mira al techo en silencio mientras la melodía
melancólica suena de fondo y nos envuelve la paz. Es maravilloso y me relajo; no
soy consciente del paso del tiempo, sólo de las caricias perezosas de Miller en mi
mejilla. Pero entonces suena su iPhone en la cocina y estropea el momento.
—Si me disculpas...
Se levanta y sale del estudio. Qué rabia, ya ni siquiera me gustan las vistas.
Me levanto y sigo sus pasos.
Cuando entro en la cocina, está sacando el móvil del replicador de puertos de
la estantería y quitando la canción.
—Miller Hart —saluda por teléfono mientras sale de la cocina.
No quiero ir detrás de él mientras habla por el móvil porque seguro que lo
considera de muy mala educación. Así pues, me siento a la mesa vacía y jugueteo
con mi anillo, deseando que estuviéramos en el estudio.
Cuando Miller vuelve, sigue al teléfono. Camina con decisión hacia unos
cajones y abre el de arriba. Saca una agenda de cuero y pasa las páginas.
—Sí, es un poco precipitado pero, como ya he dicho, no supone un problema.
Saca un bolígrafo del cajón y anota algo en la página.
—Será fantástico —dice.
Luego cuelga, cierra la agenda y vuelve a meterla en el cajón. No me da la
impresión de que le parezca nada fantástico.
Se toma un minuto antes de mirarme pero cuando lo hace veo que no está
contento, pese a que ha vuelto su cara de póquer.
—Voy a llevarte a casa.
Me retrepo en mi asiento.
—¿Ahora? —inquiero. Me enoja su falta de consideración.
—Sí, te pido disculpas —dice, y sale de la cocina con cuatro zancadas—. Me
ha surgido una reunión de última hora en el club —musita.
Y desaparece.
Enfadada, molesta y dolida, miro la mesa vacía, pero entonces la curiosidad
me puede y, antes de darme cuenta, estoy junto a los cajones. Abro el de arriba, cojo
la agenda de cuero que está guardada al fondo a la derecha —que me pide a gritos
que la abra—, estudio su posición exacta, miro alrededor para comprobar que no
me ve nadie y la saco. No debería hacer esto.
Estoy espiando y no tengo derecho a hacerlo... Pero no puedo evitarlo.
Maldita curiosidad. Y
maldito Miller Hart por despertármela.
Paso las páginas y veo varias anotaciones, pero como soy consciente de que
Miller podría pillarme in fraganti en cualquier momento, me apresuro a buscar la
cita de hoy. Una caligrafía perfecta dice:
Quaglino’s, 21.00 h.
C.
Camisa y corbata negras.
Frunzo el ceño y salto al oír una puerta que se cierra. Me entra el pánico y
siento que el corazón se me va a salir del pecho. Intento volver a colocar la agenda
en su posición correcta pero no tengo tiempo. Corro a la mesa, me siento donde
estaba y saco fuerzas de flaqueza para aparentar normalidad.
¿«C» de Cassie?
—Tu ropa está encima de la cama.
Me vuelvo y veo a Miller en calzoncillos, pero tengo la cabeza en otra cosa y
no me paro a disfrutar de las vistas.
—Gracias.
—De nada —me dice antes de marcharse de nuevo—. Date prisa.
Algo no va bien. Ha vuelto a ser el caballero enmascarado. Cortante y formal.
Es un insulto después de lo que hemos pasado juntos, especialmente en estos
últimos días. Hemos compartido algo muy íntimo y especial, y ahora vuelve a
tratarme como si fuera un asunto de negocios. O una puta. Tuerzo el gesto y me doy
una palmada en la frente. ¿Qué es Quaglino’s?, y ¿por qué me ha mentido? La
incertidumbre y la desconfianza se apoderan de mí y fracaso al intentar que mi
mente vaya a donde no le conviene.
Busco mi teléfono y rezo para que aún tenga batería. Me quedan dos barras y
tengo dos llamadas perdidas... de Luke. ¿Me ha llamado? ¿Para qué? No respondió
al mensaje de texto que le envié hace días. No tengo tiempo de pensar en eso. Me
meto en Google y tecleo «Quaglino’s» de vuelta a la cocina. Cuando mi conexión a
internet decide darme por fin la información que quiero, no me gusta lo que
encuentro: es un restaurante de lujo en Mayfair, con bar y todo. Aún me da más
mala espina cuando Miller entra y lleva puestas una camisa y una corbata negras.
—Livy, tengo que irme —dice tajante mientras se arregla la corbata delante
del espejo, aunque ya estaba perfecta.
Lo dejo perfeccionando la perfección y me apresuro a ir a su habitación. Me
pongo los vaqueros y las Converse. Tengo sospechas, y nunca antes había
sospechado nada porque nunca había tenido motivos para sospechar. Esto no me
gusta.
—¿Lista?
Lo miro y, con amargura, registro lo espectacular que está. Siempre da gusto
mirarlo, pero ¿un tres piezas negro para una reunión en el club?
—Genial —mascullo.
—¿Te encuentras bien? —Me coge por la nuca como de costumbre y me saca
del dormitorio.
—Te acompaño —digo con un tono rebosante de entusiasmo.
—Olivia, te dormirías del aburrimiento —replica sin inmutarse lo más
mínimo por mi petición.
—No me aburriré.
—Créeme, lo harías. —Se inclina hacia adelante y me da un beso en la
frente—. Estaré agotado para cuando haya terminado. Te necesitaré para que me
abraces. Iré a recogerte y pasarás la noche conmigo.
—Para eso prefiero esperarte aquí.
—No, ve a casa, coge algo de ropa y así mañana te llevaré directamente al
trabajo.
Gruño para mis adentros.
—¿A qué hora acabarás?
—No lo sé. Te llamaré.
Me rindo y dejo que me saque del apartamento, por la escalera infinita, hasta
que llegamos a su coche en el parking subterráneo. Mantenemos un silencio
sepulcral durante el trayecto y, cuando aparca en la puerta de casa de la abuela, se
quita el cinturón de seguridad y se vuelve para mirarme.
—Estás enfadada —me dice acariciándome la mejilla con el pulgar—. Tengo
que trabajar, Livy.
—No estoy enfadada —replico, pero salta a la vista que estoy que muerdo,
aunque no es por lo que Miller cree.
—Discrepo.
—Hablamos luego.
—No lo dudes —dice, y me recuerda lo que me voy a perder durante las
próximas horas.
Eso no ayuda a que me ponga de mejor humor.
Salgo y camino hasta casa con la mente a cien por hora. Abro la puerta, entro
y la cierro.
Tal y como imaginaba, la abuela está al pie de la escalera, con la sonrisa más
grande del mundo en la cara.
—¿Lo has pasado bien? —pregunta ella—. Con Miller, quiero decir.
—Genial. —intento devolverle la sonrisa, pero la sospecha y la incertidumbre
me lo impiden.
Si es sólo una reunión de trabajo, ¿a santo de qué tiene que reunirse con ella
en un restaurante de lujo?
—Creía que ibas a pasar la noche fuera.
—Voy a volver a salir. —Las palabras escapan de mi boca, como si mi
subconsciente decidiera por mí.
—¿Con Miller? —pregunta esperanzada.
—Sí —contesto.
Su felicidad al oír la noticia se me clava como un puñal en mi corazón herido.
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