Volver a Capítulos
Capítulo 21
Me sumerjo en el suave tarareo de Miller en mi oído. Me besa el pelo y me
abraza como le gusta. Sé que se ha levantado a recoger su bóxer y la camisa que he
dejado tirada en el suelo, pero ha vuelto enseguida y se ha acurrucado a mi espalda.
Cuando abro los ojos él ya está despierto, se ha duchado, se ha vestido y ha
hecho su lado de la cama. Me quedo tumbada un momento, pensando en cómo mi
llegada ha puesto patas arriba su mundo perfecto y organizado, pero enseguida me
ordena que me levante y me vista.
Como no tengo otra cosa que ponerme, me lleva a casa con mi vestido recién
lavado. La abuela está encantada.
Después de darme una ducha, de enviarle un mensaje a Gregory para que
sepa que estoy viva y de arreglarme para ir a trabajar, bajo la escalera a toda
velocidad porque sólo tengo veinte minutos para plantar mi culo feliz en la
cafetería. La abuela me está esperando abajo.
Da gusto verla tan contenta, aunque no me hace tanta gracia ver que lleva
una agenda en la mano.
—Invita a Miller a cenar —me ordena mientras me pongo la cazadora
vaquera.
Pasa las páginas de la agenda y desliza un dedo arrugado por cada
compromiso.
—Esta noche estoy libre, pero no puedo ni mañana ni el miércoles. Sé que
esta noche es un poco precipitado, pero me da tiempo a pasar por Harrods. O quizá
podría venir el sábado... Ah, no, el sábado no puede ser. He quedado para
merendar té y tarta.
—A Miller lo entrevistan esta noche.
Parpadea, la sorpresa reflejada en sus ojos azul marino.
—¿Una entrevista?
—Sí, a propósito del bar que acaba de abrir.
—¿Miller tiene un bar? ¡Caramba! —Cierra la agenda de golpe—. ¿Eso
significa que saldrá en la prensa?
—Sí —respondo mientras me cuelgo mi mochila del hombro—. Irá a
recogerme al trabajo, así que no vendré a merendar.
—¡Qué emocionante! Entonces ¿cenamos el sábado? Puedo cambiar mis
planes.
Me asombra que mi abuela tenga una vida social más intensa que la mía... Al
menos, hasta hace poco.
—Se lo preguntaré —digo para que se quede tranquila, y acto seguido abro la
puerta.
—Pregúntaselo ahora.
Me vuelvo con el ceño fruncido.
—Pero si voy a verlo esta noche.
—No, no. —Señala mi mochila con el dedo—. Debo saberlo cuanto antes.
Tengo que comprar y llamar al centro social para cambiar de fecha la merienda de
té y tartas. No puedo pasarme la vida detrás de vosotros.
Me parto de risa por dentro.
—Mejor la semana que viene —sugiero. Problema resuelto.
Tuerce los labios, viejos y finos.
—¡Llámalo ya! —insiste, y de inmediato me pongo a buscar el móvil en mi
mochila.
No puedo negarle el capricho ahora que por fin Miller y yo hemos aclarado
las cosas.
—Vale —la tranquilizo, y marco el número bajo su atenta mirada.
Lo coge al instante.
—Miller Hart —dice con la formalidad de un hombre de negocios.
Frunzo el ceño.
—¿No tienes mi número guardado?
—Por supuesto que sí.
—Y ¿por qué contestas como si no supieras quién llama?
—Por costumbre.
Niego con la cabeza y veo que mi abuela está haciendo lo mismo.
—¿Estás libre el sábado por la noche? —pregunto.
La abuela me está observando y me siento muy rara. Es en situaciones como
ésta, en que se muestra cortante y reservado, cuando no tiene nada que ver con el
hombre tierno que hay bajo esos trajes y que surge en los momentos que estamos
los dos solos.
—¿Me estás pidiendo una cita? —Al parecer, lo encuentra muy divertido.
—Yo no, mi abuela. Le gustaría que volvieras a venir a cenar.
Me siento como una adolescente.
—Será un placer —dice—. Llevaré mis bizcochitos.
No puedo evitar soltar una carcajada, y la abuela pone cara de ofendida.
—Mi abuela estará encantada.
—Y ¿quién no? —pregunta con chulería—. Te veo al salir del trabajo, mi niña.
Cuelgo, salgo de casa de un brinco y dejo a la abuela en el pasillo.
—¿Y? —pregunta echando a correr detrás de mí.
—¡Tienes una cita!
—¿Qué te ha hecho tanta gracia?
—¡Miller va a traer sus bizcochitos! —le contesto.
—¡Pero si iba a preparar mi tarta tatín de piña!
No paro de reírme hasta que llego al trabajo.
—Livy, puede que te necesite el sábado —me dice Del casi al final de mi
turno—. ¿Puedo contar contigo? Es un gran evento, y necesito toda la ayuda que
pueda conseguir.
—Claro.
—¿Sylvie? —pregunta mirando a mi compañera mientras ella pasa la fregona
por la cafetería.
Se vuelve sobre sus botas de motera y sonríe con excesiva dulzura: —No.
Nuestro jefe refunfuña por lo bajo algo sobre lo difícil que resulta encontrar
un buen servicio en estos tiempos mientras Paul se echa a reír y yo me aguanto las
ganas de hacerlo.
—Bueno —empieza ella cuando Paul ya se ha despedido de todos—. Espero
que tu buen humor se deba a lo bien que te fue la cita con don Ojos Como Platos.
Hago una mueca.
—Era un buen chico.
—¿Eso es todo? —pregunta incrédula.
—Sí.
—Venga ya, Livy. Si vas a echarle el lazo a un chico decente, más te vale
mostrar un poco más de entusiasmo.
Me mira fijamente y yo hago lo posible por no mirarla a ella.
—Entonces ¿por qué estás tan contenta?
—Creo que ya lo sabes. —Sigo sin mirarla, pero sé que intenta no poner los
ojos en blanco.
Suspira preocupada.
—Miller va a venir a recogerme —prosigo, y miro en dirección a la calle—.
Llegará enseguida.
—Ya —dice cortante—. No estoy segura de que...
—Sylvie. —Me doy la vuelta y le pongo una mano en el hombro—.
Agradezco que te preocupes por mí pero, por favor, no intentes impedirme que
salga con él.
—Es sólo que...
—¿Que una buena chica como yo...?
Sonríe con ternura.
—Eres demasiado buena. Eso es lo que me preocupa.
—Es lo que necesito, Sylvie. No puedo escapar. Si hubieras llevado la vida
que he llevado yo, lo entenderías.
Se queda pensativa, intentando comprender lo que he dicho.
—¿Qué es lo que necesitas?
—La oportunidad de sentirme viva —confieso—. Él me permite vivir y
sentir.
Asiente lentamente y me da un beso en la mejilla, luego me rodea con los
brazos.
—Cuenta conmigo —se limita a decir—. Espero que ese hombre sea todo lo
que necesitas.
—Sé que lo es. —Respiro hondo y me libero del abrazo de Sylvie—. Ya está
aquí.
Dejo a mi amiga y corro hacia el Mercedes negro. Me subo y saludo a Sylvie
desde el asiento. Ella se despide de mí con la mano y se da la vuelta.
—Buenas tardes, Olivia Taylor.
—Buenas tardes, Miller Hart —respondo abrochándome el cinturón de
seguridad, y sonrío cuando oigo que suena Gypsy Woman de Crystal Waters—.
¿Has tenido un buen día?
Se incorpora al tráfico con suavidad.
—No he parado ni un minuto. ¿Y tú?
—No he parado un minuto.
—¿Tienes hambre? —Se vuelve para mirarme, impasible.
—Un poco.
Me estoy quedando helada por el aire acondicionado. Miro el salpicadero,
con muchos mandos y botones. Hay dos indicadores de temperatura y un botón
junto a cada uno de ellos.
Los dos marcan dieciséis grados.
—¿Por qué este coche tiene dos indicadores de temperatura?
—Uno para el asiento del conductor y otro para el del acompañante
—responde con la vista fija en la calzada.
—Así que puedes poner dos temperaturas diferentes.
—Sí.
—Y ¿mi lado puede estar a veinte grados y el tuyo a dieciséis?
—Sí.
Menuda tontería pija. Subo la temperatura de mi lado a veinte grados.
—¿Qué haces? —me pregunta empezando a revolverse en su asiento.
—Estoy helada.
Vuelve a marcar la temperatura de mi asiento a dieciséis grados.
Lo miro y sigo con el tema.
—Pero ¿no es ése el motivo de poder poner dos temperaturas distintas? ¿Y
así tanto el conductor como el acompañante pueden estar cómodos?
—En este coche, los dos tienen que marcar lo mismo.
—¿Y si los subo los dos a veinte grados?
—Entonces tendría calor —responde veloz mientras vuelve a coger el volante
con las dos manos—. La temperatura está bien como está.
—Más bien te gusta que los dos marquen lo mismo —musito para mis
adentros hundiéndome en el asiento.
Me resulta imposible imaginarme lo estresante que debe de ser vivir en un
mundo donde el deseo de tenerlo siempre todo de determinada manera es tan
persistente y poderoso. Al final acaba dominando tu vida. Sonrío para mis adentros.
En realidad, puedo imaginármelo porque este caballero tramposo y liante no sólo
ha puesto mi mundo patas arriba, sino que sus costumbres singulares empiezan a
producir un curioso efecto en mí. Estoy comenzando a darme cuenta de cómo
deberían ser las cosas, aunque sigo sin saber cómo conseguir que sean así.
Aprenderé y podré ayudar a Miller a que su vida no sea tan estresante.
El club no parece el mismo a la luz del día. Las luces azules que lo iluminan
de noche han desaparecido, y a mi alrededor todo es vidrio esmerilado. El local está
vacío salvo por un par de camareros aquí y allá que reponen bebidas o limpian las
barras de cristal. Se está mucho más tranquilo y sólo se oye a Lana del Rey de fondo
interpretando Video games. No tiene nada que ver con los éxitos de discoteca del
sábado noche.
Un hombre fornido, bien vestido y calzado, nos espera al otro lado de la pista
de baile, sentado junto a la barra en un taburete de metacrilato y bebiendo de un
botellín de cerveza. Al acercarnos levanta su cabeza calva del papeleo que tiene
entre manos y le hace un gesto al camarero, quien de inmediato le sirve una copa a
Miller y se la deja en la superficie de cristal del mostrador justo cuando llegamos.
—Miller. —El hombre se pone de pie y le ofrece la mano.
Él me suelta y se la estrecha como hacen los hombres antes de indicarme que
me siente, cosa que hago sin dilación.
—Tony, te presento a Olivia. Olivia, él es Tony.
Miller coge su copa y se la bebe de un trago. Pide otra.
—Encantado de conocerte, ¿Olivia? —Pronuncia mi nombre en tono
interrogante, está claro que no sabe qué versión utilizar.
—Livy —informo, acepto su mano y dejo que me la estreche mientras me
inspecciona a conciencia.
—¿Te apetece tomar algo? —me pregunta Miller cogiendo la segunda copa
que le ha servido el camarero.
—No, gracias.
—Como prefieras —dice, y acto seguido se vuelve hacia Tony.
—Cassie no tardará en llegar —declara el gerente, y me mira sin saber muy
bien qué hacer.
De inmediato despierta mi interés: soy toda oídos.
—No tenía por qué molestarse —responde Miller sin dejar de mirarme—. Le
he dicho que no viniera.
Tony se ríe.
—Y ¿desde cuándo hace caso de lo que le dices, hijo?
Miller le clava dos puñales azules pero no responde a su pregunta, así que
me quedo con las ganas de saber quién es Cassie y por qué nunca hace caso de
Miller. Es obvio que no es momento de preguntarlo pero, a juzgar por la mirada de
Tony y la respuesta de Miller, creo que ya sé quién es ella. ¿Por qué va a venir?
¿Nunca le hace caso? ¿De qué no hace caso? ¿De lo que le dice? Y ¿qué le dice? Grito
para mis adentros en un intento por controlar el hilo de mis pensamientos hasta que
llegue el momento oportuno de sacar el tema. Ahora me fijo en la decoración
ultramoderna del club. Hace frío cuando no está lleno de gente en la oscuridad.
Hay luces y cristal por todas partes, y me siento como si estuviera dentro de...
un cubito de hielo gigante.
Observo a Miller leer los papeles que le entrega Tony y me pregunto cómo
serían las cosas si en lugar de un traje de tres piezas llevara vaqueros y camiseta. La
camisa azul que viste imprime a sus ojos un color eléctrico, pero como de
costumbre se oculta detrás de la máscara que se pone siempre que le conviene, lo
que es el noventa y nueve por ciento de las veces.
—Ve a mi despacho.
La voz de Miller obliga a mis ojos a olvidar la camisa que lleva y a centrarme
en su mirada azul intenso.
—¿Perdona?
—Ve a mi despacho. —Me coge con delicadeza para que baje del taburete y
me señala el lugar hacia el que debo ir—. ¿Sabes cómo llegar?
—Creo que sí.
Recuerdo que me llevó hacia la parte delantera del club y luego bajamos una
escalera, pero yo estaba al borde del coma etílico.
—Ahora te veo.
Echo la vista atrás mientras me alejo de Miller, que se queda en la barra con
Tony. No disimulan que están esperando que me marche para poder hablar de sus
cosas. Miller permanece impasible y Tony parece pensativo. El gerente me da un
rollo muy raro, y llego a la conclusión de que o bien están hablando de asuntos de
negocios no aptos para mis oídos, o bien están hablando de mí. Creo que lo
segundo, a juzgar por lo extraña que me siento y lo incómodo que parece Tony.
Cuando llego a la otra punta del club y doblo la esquina, veo que Tony está
diciendo algo al tiempo que agita las manos frente al rostro de Miller, lo que
confirma mis sospechas. Me detengo y espío por el cristal de la escalera. El gerente
vuelve a sentarse y se lleva las manos a la cara en un gesto de desesperación. Luego
Miller se enfada y, cosa rara, lo demuestra. Es ese mal genio del que he oído hablar.
Manotea y maldice, y después echa a andar en dirección a mí. Bajo la escalera a toda
velocidad y vago por los pasillos hasta que encuentro el teclado numérico en el que
apenas recuerdo haber visto a Miller introducir un código.
A los pocos segundos lo tengo detrás de mí, enfadado y pasándose la mano
por el pelo.
Echa hacia atrás el mechón que se empeña en caerle sobre la frente y me
alcanza con dos decididas zancadas, visiblemente ofendido. Introduce el código con
furia y abre la puerta con más fuerza de la necesaria. La manija choca contra la
pared de yeso.
Doy un respingo al oír el golpe y Miller agacha la cabeza.
—Mierda —maldice en voz baja sin moverse del sitio. No parece tener
intención de querer entrar en su oficina.
—¿Estás bien? —pregunto guardando las distancias. Me encanta cuando
expresa sus emociones, pero éstas no me gustan un pelo.
—Te pido disculpas —murmura sin levantar la vista del suelo.
Se está saltando su regla, la de que hay que mirar a la cara a la gente cuando
le hablan a uno. No se lo recuerdo. Está claro que ha estado charlando con el
gerente de mí. Y ahora está cabreado.
—¿Livy?
Mi columna vertebral se estira y me obliga a ponerme derecha.
—¿Sí?
Deja escapar un profundo suspiro y sus hombros suben y bajan.
—Dame «lo que más me gusta». —Su mirada azul es una súplica—. Por
favor.
Se me cae el alma a los pies. Nunca había visto a Miller Hart así. Quiere que
lo consuele.
Llevo las manos a sus anchas espaldas y me pongo de puntillas para hundir
la cara en su cuello.
—Gracias —susurra al tiempo que me coge y me levanta del suelo.
La fuerza de su abrazo me oprime las costillas. Me cuesta respirar, pero no
voy a decirle nada. Envuelvo con las piernas su cintura. Miller entra en su despacho
conmigo en brazos, cierra la puerta y camina hacia su escritorio vacío. Se apoya en
el borde para que podamos permanecer abrazados y no da señales de querer
soltarme. Me sorprende. Voy a dejarle el traje como un acordeón, y todavía tiene
pendiente la entrevista.
—Te estoy arrugando la ropa —digo en voz baja.
—Tengo una plancha —replica, y me estrecha con más fuerza.
—Me lo imaginaba. —Me aparto de su cuello para poder mirarlo a los ojos.
No dicen nada. Ya no parece estar tan enfadado, y su rostro se ve tan impasible
como siempre—. ¿Por qué te has cabreado tanto?
—La vida... —dice sin dudar—. La gente que da demasiadas vueltas a las
cosas y que se mete donde no la llaman.
—¿En qué se mete? —pregunto, a pesar de que creo que ya lo sé.
—En todo —suspira.
—¿Quién es Cassie? —Eso creo que también lo sé.
Se pone de pie, me deja en el suelo y me coge por las mejillas.
—La mujer que creías que era mi novia —responde, y me dedica un beso
largo y húmedo.
Qué mareo.
—¿Por qué va a venir? —pregunto con la boca pegada a la suya.
No le pone fin al beso.
—Porque es como un grano en el culo. —Me da un mordisco en la oreja—. Y
porque cree que el hecho de ser accionista del club le da derecho a mandar en él.
Trago saliva y me aparto.
—Entonces ¿es verdad que es tu socia?
Casi me echa la bronca antes de volver a estrecharme contra su pecho.
—Sí. ¿Cuántas veces voy a tener que decírtelo? Confía en mí.
El hecho de saberlo no me hace sentir mejor. No soy tonta del todo, y he visto
cómo mira a Miller. Y también cómo me mira a mí.
—He tenido un día horrible. —Me besa en la mejilla y me distrae con la
suavidad de sus labios—. Pero vas a quitarme todo el estrés en cuanto lleguemos a
casa.
Dejo que me coja de la mano y me lleve al otro lado de la mesa.
—¿Qué estamos haciendo?
Me sienta en su silla y me coloca mirando al escritorio. Coge un mando a
distancia del primer cajón y se sienta en cuclillas a mi lado, con el codo apoyado en
el reposabrazos de la silla.
—Quiero enseñarte algo.
—¿Qué? —pregunto, y veo que la mesa de Miller está tan vacía como la
última vez que la vi. Un teléfono es lo único que hay encima.
—Esto.
Pulsa un botón y brinco como un resorte al ver que la mesa empieza a
moverse sola.
—Pero ¿qué...?
Me he quedado sin habla y con la boca abierta como una imbécil. Cinco
pantallas planas emergen del escritorio.
—¡Madre mía!
—¿Impresionada?
Estoy un poco confundida, pero ni aun así se me escapa lo orgulloso que está.
—Y ¿te sientas aquí a ver la tele?
—No, Livy —suspira, al tiempo que pulsa otro botón, que hace que las
pantallas cobren vida. Todas ellas muestran imágenes de su club.
—¿Hay cámaras de seguridad? —pregunto mirando las pantallas. Cada una
se divide en seis, excepto la del centro. Ésa sólo muestra una imagen.
Y ahí estoy yo.
Me acerco y me veo la noche de la inauguración de Ice, bebiendo con
Gregory. Luego la imagen cambia, estamos subiendo la escalera y yo mirándolo
todo, impresionada. A continuación estoy en la pista de baile, con Miller detrás,
rondándome. Veo a Gregory susurrándome al oído, yo a punto de volver la cabeza,
y a Miller acercándose, mirándome de arriba abajo antes de ponerme las manos
encima. Las imágenes son muy nítidas, pero aún aumentan más de tamaño cuando
Miller toca el centro de la pantalla, y su mirada me pone a cien al instante. Siento un
cosquilleo ahí abajo. Entonces me pregunto qué demonios hago con la vista fija en
una pantalla cuando a mi lado tengo al Miller de carne y hueso.
Me vuelvo para mirarlo.
—Estuviste aquí sentado espiándome. —No lo pregunto porque es más que
evidente. No me imaginaba que el club estuviera lleno de cámaras de seguridad.
Me mira fijamente y ladea la cabeza.
—Mi niña, mi preciosidad, ¿te has puesto cachonda?
No quiero, pero me retuerzo en su enorme silla de oficina y me pongo
colorada hasta las orejas.
—Te tengo enfrente. Claro que me he puesto cachonda.
Debo intentar tener tanto aplomo como él. Intentar es la palabra clave. Nunca
podré poseer su misma intensidad, ni podré ser tan taciturna, ni podré ser tan sexy
ni estar tan buena. Pero puedo ser igual de descarada.
Gira la silla para tenerme cara a cara. El mando a distancia está
perfectamente colocado sobre la mesa. Me desliza las manos por los muslos y me
acerca a él hasta que sólo unos centímetros separan nuestras caras.
—Cuando te vi el sábado por la noche —susurra—, yo también me puse
cachondo.
La imagen de Miller recostado en su silla con un whisky en la mano, mirando
cómo yo bebía, charlaba y vagaba por su club inunda mi mente calenturienta. El
calor desciende de mi cara a mi entrepierna. Estoy saturada, y lo sabe.
—Y ahora, ¿estás cachondo? —Me acerco hasta que le rozo la punta de la
nariz con la mía.
—¿Por qué no lo compruebas tú misma?
Toma mi boca y se incorpora. Tengo que levantar la barbilla y echar la cabeza
atrás para recibir su beso. Sus manos están apoyadas en los reposabrazos de la silla.
Me tiene atrapada, y el gemido de satisfacción que se le escapa contra mis labios es
lo más bonito que he oído nunca.
No pierdo el tiempo y le meto mano. Le desabrocho la hebilla del cinturón
mientras nos comemos la boca con frenesí. No hay ni rastro del rollo delicado.
Parece atormentado, pero voy a aliviar sus pesares si puedo.
—Sólo con la mano —masculla con desesperación.
Le bajo la bragueta e introduzco la mano en los pantalones. La tiene dura.
La saco de su encierro, Miller traga saliva y tengo que mirarlo. Sus ojos son
de un azul cegador cuando la acaricio con suavidad, y su boca entreabierta me echa
su aliento tibio en la cara.
—¿Hiciste esto mientras me espiabas? —pregunto en voz baja, animada por
las ganas que le tengo, que me infunden confianza.
—Nunca hago esto.
Me sorprende su respuesta y pierdo la concentración.
—¿Nunca?
—Nunca.
Echa las caderas hacia adelante para recordarme que no pare.
—¿Por qué no? —Estoy boquiabierta y, aunque suena increíble, lo creo.
—Eso no importa.
Se abalanza sobre mis labios y pone fin al interrogatorio. Me concentro en
acariciarlo con suavidad, pero su boca es mucho más voraz que de costumbre y
parece influir en mis manos, que cada vez se mueven más deprisa y le arrancan
gemidos sin parar.
—Baja el ritmo. —Casi está suplicando.
Sigo su consejo hasta que mantengo un vaivén constante, arriba y abajo.
—Dios. —Se tensa, como si tuviera miedo, pero lo está disfrutando. Lo siento
palpitar en mi mano, cada vez más caliente. Le cuesta respirar.
Mantener nuestro beso profundo es fácil. Evitar que mi mano se acelere es
harina de otro costal. Soy consciente de que está a punto de correrse, y me duele la
mano de tanto contenerme para no acariciarle la polla más deprisa.
Me muerde el labio y se aparta para darme una visión maravillosa de su cara
perfecta mientras sigo tocándolo. Menea las caderas en una cadencia que acompaña
el movimiento de mi mano. Tensa los brazos y se agarra a la silla, pero sigue
teniendo cara de póquer.
—¿Bien? —pregunto. Quiero algo más que las reacciones de su cuerpo.
Quiero las palabras que tan bien se le dan en momentos como éste.
—Nunca lo sabrás.
Agacha un poco la cabeza y de sus labios brotan jadeos entrecortados. Con
mi mano libre busco el bajo de su camisa, la aparto y le acaricio el estómago,
sintiendo las contracciones de sus abdominales.
—¡Mierda! —maldice.
Lo sujeto con más fuerza, pero en ese mismo instante llaman a la puerta y
doy un brinco.
Lo suelto y me encojo en la silla.
Resopla.
—¡Joder, Livy!
—¡Lo siento! —exclamo sin saber si debo volver a meterle mano o
esconderme bajo la mesa.
Veo en su expresión lo poco que le gusta tener que apartarse de la silla y
recobrar el aliento para retomar el control.
—Qué oportuno, ¿no te parece?
Aprieto los labios y observo cómo se mete la camisa por dentro del pantalón
y se lo abrocha en un instante.
—Lo siento —repito sin saber qué más puedo decir.
Sigue duro como una piedra, y se le ve la tienda de campaña a través de los
pantalones.
—Como debe ser —gruñe, y no puedo aguantarme la risa por más tiempo.
—Mira. —Señala su entrepierna y enarca una ceja al ver la gracia que me
hace—. Tengo un pequeño problema.
—Es verdad.
No puedo estar más de acuerdo, y en una de las pantallas veo que hay dos
personas esperando tras la puerta del despacho. Vuelven a llamar.
—Esto va a ser un suplicio —dice al tiempo que se recoloca las partes con un
gruñido—.
Adelante.
Me levanto y dejo que Miller ocupe su silla. La única forma de controlar mi
propia ebullición es distraerme con su incomodidad.
La puerta se abre y aparece una mujer muy guapa que me da un buen repaso
y frunce el ceño.
—¿Y tú eres...? —dice haciéndole un gesto con la mano a un hombre que hay
detrás de ella y que lleva una cámara.
Retrocedo para dejarlos entrar antes de que me pasen por encima.
—Livy. —Hablo sola, porque ya me ha dejado atrás y está casi junto a la mesa,
toda sonriente y efusiva.
Me encanta ver que Miller se pone la máscara de nuevo. Vuelve a ser el frío
hombre de negocios, nada que ver con el que yo tenía derretido entre manos y a
punto de correrse hace un instante.
—¡Hola! —exclama toda sonrisas al tiempo que se abalanza por encima de la
mesa para acercarse a él todo lo posible—. Diana Low. —Le ofrece la mano, pero sé
que se muere por besarlo—. Vaya, este sitio es impresionante.
—Gracias. —Miller es tan formal como siempre y le estrecha la mano antes
de señalar una silla frente a su escritorio y recolocarse con disimulo los tesoros de
su entrepierna—. ¿Le apetece beber algo?
Ella aparca su culo prieto en la silla y deja un cuaderno encima de la mesa.
Capto de inmediato las incómodas vibraciones que emite Miller al ver el bloc.
—En teoría no debo beber mientras trabajo, pero ésta es mi última cita del día.
Tomaré un Martini con hielo.
El fotógrafo pasa junto a mí. Resulta evidente que está cansado.
De repente me pregunto por qué Miller quiere que esté presente, así que lo
miro y hago un gesto en dirección a la puerta, pero él niega con la cabeza y me
indica que me siente en el sofá mientras coge el cuaderno de la señorita Low y se lo
deposita en la mano. Quiere que me quede.
Cierro la puerta y observo cómo el fotógrafo toma asiento junto a la mujer y
deja caer la cámara sobre su regazo.
—¿Desea tomar algo? —Miller está mirando al hombre, pero veo que éste
niega con la cabeza.
—No, estoy bien así.
—Voy a buscar las bebidas —proclamo abriendo de nuevo la puerta—. ¿Un
Martini y un whisky escocés?
—¡Con hielo! —exclama la mujer volviéndose y dándome otro repaso—. No
te olvides del hielo.
—Con hielo —confirmo mirando a Miller, que asiente en señal de
agradecimiento.
»Vuelvo enseguida —digo dando las gracias por no tener que soportar la voz
chillona de Diana Low durante un rato.
Han bajado la luz y encendido los focos azules. El bar vuelve a tener el brillo
que yo recordaba. Hay varias barras abiertas para elegir, y al final me dirijo a la
misma en la que Miller se ha reunido antes con Tony. Hay un chico joven en
cuclillas, reponiendo la nevera.
—Hola —saludo para llamar su atención—. ¿Me pones un Martini con hielo
y un whisky escocés solo?
—¿Para el señor Hart?
Asiento y él se pone en acción. Saca un vaso liso y le da una friega extra antes
de verter en él unos dedos de whisky y deslizármelo por la barra.
—¿Y un Martini?
—Sí, por favor.
Mientras el camarero prepara la bebida me quedo de pie, incómoda, como si
mil ojos me miraran. Sé que Tony tiene curiosidad. Lo miro y me dedica una
pequeña sonrisa que no hace que me sienta mejor. Su rostro redondo parece
pensativo.
—¿Qué tal por ahí abajo? —pregunta rompiendo el incómodo silencio.
—Acabo de dejarlos, iban a empezar —respondo con educación cogiendo el
Martini.
—A Miller no le gusta armar revuelo ni ser el centro de atención.
Intento discernir si lo ha dicho con doble sentido.
—Lo sé —contesto, porque sospecho que intenta decirme que no tengo ni
idea.
—Es feliz en su pequeño y ordenado mundo.
—Lo sé —repito sin pretender ser antipática, pero no me gusta el rumbo de
esta conversación.
—No está disponible emocionalmente.
De pronto me vuelvo hacia él. Antes de hablar, observo unos instantes su
rostro pensativo.
—¿Adónde quieres ir a parar? —pregunto mirándolo de frente. Estoy tan
enfadada que se nota que he perdido la compostura.
Miller me dijo exactamente lo mismo, pero resulta que rebosa emociones.
Puede que no de un modo típico, pero están ahí.
Tony sonríe y es una sonrisa sincera que al mismo tiempo sugiere que soy
una ingenua, que estoy ciega y que me he metido en camisa de once varas.
—Una chica tan dulce como tú no debería meterse en un mundo como éste.
—¿Qué te hace pensar que soy tan dulce? —Estoy empezando a perder la
paciencia.
¿Qué significa eso de «un mundo como éste»? ¿La noche? ¿La bebida?
Niega con la cabeza y vuelve a sus papeles sin contestarme.
—Tony, ¿qué has querido decir?
—Quiero decir... —Hace una pausa, suspira y levanta la vista—. Que eres
una distracción que él no necesita.
—¿Una distracción?
—Sí, debe centrarse.
—¿En qué?
Levanta su cuerpo fornido del taburete, recoge sus papeles, se pone el
bolígrafo detrás de la oreja, coge su botellín de cerveza y añade: —En este mundo.
—Luego da media vuelta y se va.
Me quedo de pie viendo cómo la distancia entre los dos es cada vez mayor;
estoy atónita.
Tal vez una distracción sea justamente lo que Miller necesita. Trabaja muy
duro, está estresado y necesita librarse de ese estrés al caer el día. Eso quiero hacer.
Quiero ayudarlo.
Miro los dos vasos que llevo en las manos. El calor que emana de mi palma
ha derretido un poco el hielo del Martini, pero paso. Diana Low tendrá que beberse
el Martini con cubitos medio derretidos. Vuelvo al despacho de Miller.
Él está mirando la puerta cuando entro mientras Diana se pasea por el
despacho. Se le da muy bien contonearse. El fotógrafo se aburre mucho y
permanece tirado en su asiento.
Le tiendo su whisky a Miller. No lo dejo encima de la mesa porque no sé
dónde suele ponerlo.
—Gracias —dice casi con un suspiro, y me indica que me siente en su regazo.
Me sorprende bastante que se comporte con tanta familiaridad en una
reunión de negocios, pero no protesto. Me siento en sus rodillas y me lo paso en
grande observando en silencio la reacción de Diana Low; no puedo evitar disfrutar
con la sensación de poder. Y tampoco le ofrezco su Martini, sino que es ella la que
debe acercarse a buscarlo.
En cuanto coge el vaso, Miller me rodea la cintura con el brazo y me estrecha
contra su pecho.
La periodista finge sonreír mientras recupera la compostura.
—Me parece que voy a tener que cambiar el titular de mi artículo.
—¿Cuál era, señorita Low? —pregunta Miller con tranquilidad.
—«El soltero de oro de Londres abre un club para la élite.»
Miller se tensa debajo de mí.
—Sí. —Se bebe el resto de su whisky y deja el vaso en la mesa con precisión—.
Tendrá que cambiarlo.
Veo que la mujer está atacada de los nervios mientras toma asiento de nuevo
en la silla que está enfrente de él. ¿«El soltero de oro de Londres»? Miller lo ha
confirmado, pero aun así es agradable oír a otra persona decir que está soltero... O
lo estaba.
Ella frunce el ceño y deja su copa sobre el escritorio de Miller, que se pone
tenso y, como resultado, me pongo tensa yo también.
—¿Le importa? —Me inclino hacia adelante, cojo el vaso y vuelvo a
ponérselo en la mano —. No hay posavasos, y esta mesa es carísima.
Parpadea confusa en dirección al vaso vacío de Miller, que descansa encima
de la mesa sin posavasos... pero en el lugar adecuado.
—Perdona —responde cogiéndolo.
—No pasa nada. —Sonrío con una expresión tan falsa como la suya.
Miller me da un apretón agradecido.
—Bueno, para terminar —dice ella peleando con el vaso mientras intenta
tomar notas en el cuaderno—, ¿cuáles son los requisitos necesarios para ser
miembro del club?
—Que se efectúen los pagos —responde Miller cortante y cansado. Me hace
sonreír.
—Y ¿qué hay que hacer para solicitar ser miembro?
—No hay que hacer nada.
Ella alza la vista confusa.
—Entonces ¿cómo consigue uno ser miembro?
—Tiene que invitarte alguien que ya lo sea.
—¿No limita eso su clientela?
—En absoluto. Ya tengo más de dos mil miembros y abrimos hace menos de
una semana.
Ahora tenemos lista de espera.
—Ah. —Parece decepcionada, pero luego le dedica una sonrisa sugerente
mientras cruza las piernas muy despacio—. ¿Y qué tiene que hacer uno para
saltarse esa lista de espera?
Hago una mueca de disgusto. Será descarada, la muy zorra.
—Sí, ¿qué tiene que hacer uno, Miller? —pregunto mirándolo y poniéndole
morritos.
Le brillan los ojos, y las comisuras de sus labios se levantan levemente
mientras dirige la mirada a Diana Low.
—¿Conoce usted a algún miembro, señorita Low?
Se le ilumina la cara.
—¡Lo conozco a usted!
Debo contenerme para no atragantarme de la sorpresa. ¿Acaso no me ve?
—No me conoce, señorita Low —replica Miller alto y claro—. Casi nadie me
conoce.
El fotógrafo se revuelve incómodo en el asiento y Diana se ruboriza
avergonzada. Imagino que no le dan esos cortes muy a menudo, y me pregunto si
Miller hace bien en ser tan hostil, teniendo en cuenta que esa mujer va a escribir un
artículo sobre él y su nuevo club. A mí lo que ha dicho no me afecta porque yo sí lo
conozco.
—¡Foto! —exclama Diana saltando de su silla y dejando de nuevo la bebida
encima de la mesa. Al parecer, con el apuro se le ha olvidado lo que le he pedido
antes.
La recojo antes de que a Miller le dé un ataque, y me echo a un lado para que
el fotógrafo pueda encuadrar bien la imagen. Miller se incorpora para alisarse el
traje y estirárselo para quitarle las arrugas. Es culpa mía. Lo he distraído y no ha
podido sacar la plancha para devolverle la perfección a su atuendo, aunque
tampoco es que lo necesite. Siempre está impecable.
Me lanza una mirada acusadora y mueve los labios: —Culpa tuya.
Sonrío, me encojo de hombros y susurro: —Lo siento.
—No lo sientas —responde en voz alta—. Yo no me arrepiento.
Me guiña un ojo y casi me caigo de culo.
Vuelve a sentarse en su silla y a desabrocharse la chaqueta. Luego asiente en
dirección al fotógrafo.
—Cuando quiera.
—Estupendo.
El hombre prepara la cámara y da unos pasos atrás.
—Vamos a dejar los monitores a la vista. Creo que necesitaremos que haya
más cosas encima de la mesa.
—¿Como qué? —pregunta Miller horrorizado ante la idea de que alguien le
estropee la superficie lisa y perfecta.
—Papeles —responde el fotógrafo cogiendo el cuaderno de Diana y
colocándolo a la izquierda de Miller—. Perfecto.
Tengo la sensación de que el hombre se pasa una eternidad enfocando y
sacando fotos de mi pobre Miller, que parece estar a punto de explotar a causa del
estrés. Va cambiando de posición según se lo indican. El fotógrafo rodea la mesa y
saca una instantánea de los monitores con Miller observando las imágenes de vídeo
como si él no estuviera, luego le pide que se siente en el borde de la mesa con
naturalidad, cruzado de piernas y brazos. Lo está matando y, cuando le pide que
sonría, es la gota que colma el vaso.
Me mira sin poder creérselo, como diciendo «¿Cómo se le ocurre pedirme
semejante cosa?».
—Hemos terminado —replica entonces tajante al tiempo que se abrocha la
chaqueta y recoge el cuaderno que han dejado encima de su mesa demasiado
tiempo—. Gracias por su tiempo.
Le entrega el cuaderno a Diana Low y se planta en la puerta de dos zancadas.
La abre y, con un gesto, les indica que se marchen.
Ninguno de los dos hace que se lo repitan. Se apresuran a pasar junto a Miller
y a cruzar la puerta del despacho.
—Gracias —dice Diana a unos pasos de la puerta mientras levanta la mirada
hacia Miller —. Espero que volvamos a vernos.
Estoy alucinada, y me pregunto si es un comportamiento normal. Esta tía es
incorregible.
—Adiós —sentencia Miller, y la envía a seguir con lo suyo.
Pero justo entonces entra otra mujer en el despacho.
La socia de Miller.
Cassie.
Parece que viene con prisas y sin aliento, pero recobra el temple en cuanto le
pone los ojos encima a Diana Low, que está demasiado cerca de Miller. Le lanza una
mirada asesina.
—Creía que te había dicho que no se lo podía entrevistar.
—Lo sé. —Diana ni siquiera se inmuta ante la hostilidad que emana de
Cassie, que va vestida de marca de la cabeza a los pies—. Pero estabas equivocada
porque, tras un par de llamadas, lo he conseguido. —Se vuelve hacia Miller y sonríe
seductora—. Hasta la vista. — Se despide con la mano y le devuelve la mirada
asesina a Cassie mientras se contonea fuera del despacho.
Cassie está de un humor de perros y, en cuanto la periodista desaparece, sé
que la va a pagar conmigo.
Se vuelve y parece advertir mi presencia por primera vez.
—¿Qué está haciendo ella aquí? —escupe mirando a Miller en busca de
respuestas.
Retrocedo perpleja, igual que él.
—No te metas donde no te llaman —responde Miller con calma, cogiéndola
del brazo y conduciéndola de nuevo hacia la puerta.
—Me preocupo por ti —discute sin resistirse. Sus palabras confirman mis
sospechas.
—No pierdas el tiempo, Cassie.
La empuja para que salga y cierra de un portazo. Pego un brinco del susto.
Me dijo que confiara en él y debería hacerlo. En realidad la ha mandado a
paseo. Entonces, se vuelve hacia mí con cara de estar agotado y agobiado.
—Estoy estresado —declara con un ladrido que me confirma lo evidente, y
me hace dar otro brinco sobre la moqueta.
—¿Te traigo otra copa? —pregunto, y por primera vez me da por pensar que
quizá Miller beba demasiado. ¿O es sólo desde que nos conocemos?
—No necesito una copa, Livy. —Su voz se ha vuelto ronca y su mirada me
electrifica—.
Creo que sabes lo que necesito.
La sangre me arde en las venas bajo esa mirada de deseo, todo mi ser es
consciente de cómo me mira y se vuelve receptivo. Que Dios me ayude cuando me
ponga las manos encima.
—Desestresarte... —susurro sin apenas ver nada cuando se acerca lentamente
a mí.
—Eres mi terapia. —Me coge en brazos y me besa con determinación, con
decisión, gimiendo y susurrando en mi boca mientras su lengua me lleva al cielo.
Mi raciocinio se desvanece—. Me encanta besarte.
Estamos en su despacho. No quiero estar en su despacho, quiero estar en su
cama.
—Llévame a casa.
—Está demasiado lejos. Necesito desestresarme ahora.
—Por favor. —Apoyo las manos en sus hombros y me aparto—. Me agobio
cuando estás tan tenso.
Suspira hondo y baja la cabeza. El rizo rebelde le cae sobre la frente. Me tienta,
quiere que lo coloque otra vez en su sitio, y eso hago. Aprovecho para pasarle la
mano por el pelo. Es todo un privilegio que este hombre tan complicado me haya
asignado el papel de ser yo quien lo desestrese, y siempre disfrutaré haciéndolo,
donde sea, cuando sea, aunque hay formas en las que puede hacerlo él solo.
—Discúlpame —musita—. Tomo nota de tu petición.
—Te lo agradezco. Llévame a tu cama.
—Como prefieras. —Se mira el traje y frunce el ceño al ver unas pocas
arrugas que se esfuerza por alisar. Suspira y ladea la cabeza.
Me pilla sonriendo.
—¿Qué es lo que tiene tanta gracia? —inquiere.
—Nada —digo encogiéndome de hombros.
Acto seguido, me arreglo la ropa en un gesto sarcástico, pero cuando levanto
la vista me encuentro con que Miller ha sacado la tabla de planchar de un armario
secreto y está preparándolo todo para planchar. Se me borra la sonrisa de la cara.
—No irás a...
Hace una pausa y mira mis ojos de alucinada.
—¿Qué?
—No irás a plancharte el traje ahora, ¿no?...
—Está muy arrugado. —Le horroriza que me haya quedado atónita al ver la
tabla de planchar—. Antes alguien me ha distraído y por eso voy a salir en la prensa
hecho un gurruño.
—Y ¿qué hay de tu cama? —Suspiro al pensar en el tiempo que me voy a
pasar esperando que Miller deje perfecto lo que ya lo está.
—En cuanto haya terminado —replica. Se da la vuelta y saca la plancha.
—Miller... —Me detengo al ver que se le tensan levemente los hombros.
Me pica la curiosidad. Me acerco y me topo con la sonrisa picarona y feliz
más grande que jamás he tenido el placer de ver. La mandíbula me llega al suelo.
Estoy tan perpleja que ni siquiera me acuerdo de lo que iba a decir.
—¡Qué cara! —Se echa a reír plegando la tabla de planchar y guardándola en
su sitio.
Miller Hart, don Circunspecto, mi hombre confuso y complejo... ¿Se está
burlando de mí?
¿Me estaba gastando una broma? Creo que voy a desmayarme.
—No tiene gracia —musito cerrando de un portazo el armario secreto de la
plancha, como una niña enfurruñada que tiene mal perder.
—Discrepo —dice entre carcajadas mientras se endereza y me deja fuera de
combate de nuevo con esa sonrisa picarona. Nunca he visto nada igual.
—Discrepa todo lo que quieras —replico, y grito cuando me coge en brazos y
empieza a dar vueltas—. ¡Miller!
—No voy a plancharme el traje porque lo más importante ahora es llevarte a
mi cama.
—¿Más importante aún que devolverle el planchado perfecto a tu traje?
—pregunto enredando los dedos entre sus rizos—. ¿Más importante que arreglarte
el pelo?
—Mucho más. —Me deja en el suelo—. ¿Lista?
—Me hacía ilusión que me invitaras a cenar.
—¿Cena o cama? —se burla—. Lo dices por fastidiar.
Sonrío.
—Y ¿qué tiene uno que hacer para saltarse la lista de espera?
Se le iluminan los ojos, los entorna y se pone muy serio. Está intentando no
reírse.
—¿Conoce a algún miembro, señorita?
—Conozco al dueño —proclamo con seguridad, aunque rápidamente
recuerdo la respuesta que le ha dado a Diana Low. ¿Me dirá eso mismo a mí?
Conozco a Miller pero ¿opina él lo mismo?
Asiente pensativo y se dirige a su mesa. Abre el cajón y saca algo. Sea lo que
sea, lo pasa por los monitores y lo escanea con un pitido antes de que éstos
desaparezcan en las profundidades de la mesa blanca.
—Aquí tienes. —Me entrega una tarjeta de plástico duro y transparente con
una palabra grabada en el centro:
ICE
Le doy la vuelta y veo una banda plateada, pero eso es todo. No hay nada
más. Ni los datos del club ni los del propietario de la tarjeta. Lo miro recelosa: —No
será falsa, ¿no?
Se ríe a carcajadas y me saca de la oficina, de vuelta a la zona de barras, pero
no me coge de la nuca como de costumbre, sino que me pasa su musculoso brazo
por los hombros y me estrecha contra sí.
—Es de lo más auténtica, Olivia.
Volver a Capítulos
Capítulo 21
Me sumerjo en el suave tarareo de Miller en mi oído. Me besa el pelo y me
abraza como le gusta. Sé que se ha levantado a recoger su bóxer y la camisa que he
dejado tirada en el suelo, pero ha vuelto enseguida y se ha acurrucado a mi espalda.
Cuando abro los ojos él ya está despierto, se ha duchado, se ha vestido y ha
hecho su lado de la cama. Me quedo tumbada un momento, pensando en cómo mi
llegada ha puesto patas arriba su mundo perfecto y organizado, pero enseguida me
ordena que me levante y me vista.
Como no tengo otra cosa que ponerme, me lleva a casa con mi vestido recién
lavado. La abuela está encantada.
Después de darme una ducha, de enviarle un mensaje a Gregory para que
sepa que estoy viva y de arreglarme para ir a trabajar, bajo la escalera a toda
velocidad porque sólo tengo veinte minutos para plantar mi culo feliz en la
cafetería. La abuela me está esperando abajo.
Da gusto verla tan contenta, aunque no me hace tanta gracia ver que lleva
una agenda en la mano.
—Invita a Miller a cenar —me ordena mientras me pongo la cazadora
vaquera.
Pasa las páginas de la agenda y desliza un dedo arrugado por cada
compromiso.
—Esta noche estoy libre, pero no puedo ni mañana ni el miércoles. Sé que
esta noche es un poco precipitado, pero me da tiempo a pasar por Harrods. O quizá
podría venir el sábado... Ah, no, el sábado no puede ser. He quedado para
merendar té y tarta.
—A Miller lo entrevistan esta noche.
Parpadea, la sorpresa reflejada en sus ojos azul marino.
—¿Una entrevista?
—Sí, a propósito del bar que acaba de abrir.
—¿Miller tiene un bar? ¡Caramba! —Cierra la agenda de golpe—. ¿Eso
significa que saldrá en la prensa?
—Sí —respondo mientras me cuelgo mi mochila del hombro—. Irá a
recogerme al trabajo, así que no vendré a merendar.
—¡Qué emocionante! Entonces ¿cenamos el sábado? Puedo cambiar mis
planes.
Me asombra que mi abuela tenga una vida social más intensa que la mía... Al
menos, hasta hace poco.
—Se lo preguntaré —digo para que se quede tranquila, y acto seguido abro la
puerta.
—Pregúntaselo ahora.
Me vuelvo con el ceño fruncido.
—Pero si voy a verlo esta noche.
—No, no. —Señala mi mochila con el dedo—. Debo saberlo cuanto antes.
Tengo que comprar y llamar al centro social para cambiar de fecha la merienda de
té y tartas. No puedo pasarme la vida detrás de vosotros.
Me parto de risa por dentro.
—Mejor la semana que viene —sugiero. Problema resuelto.
Tuerce los labios, viejos y finos.
—¡Llámalo ya! —insiste, y de inmediato me pongo a buscar el móvil en mi
mochila.
No puedo negarle el capricho ahora que por fin Miller y yo hemos aclarado
las cosas.
—Vale —la tranquilizo, y marco el número bajo su atenta mirada.
Lo coge al instante.
—Miller Hart —dice con la formalidad de un hombre de negocios.
Frunzo el ceño.
—¿No tienes mi número guardado?
—Por supuesto que sí.
—Y ¿por qué contestas como si no supieras quién llama?
—Por costumbre.
Niego con la cabeza y veo que mi abuela está haciendo lo mismo.
—¿Estás libre el sábado por la noche? —pregunto.
La abuela me está observando y me siento muy rara. Es en situaciones como
ésta, en que se muestra cortante y reservado, cuando no tiene nada que ver con el
hombre tierno que hay bajo esos trajes y que surge en los momentos que estamos
los dos solos.
—¿Me estás pidiendo una cita? —Al parecer, lo encuentra muy divertido.
—Yo no, mi abuela. Le gustaría que volvieras a venir a cenar.
Me siento como una adolescente.
—Será un placer —dice—. Llevaré mis bizcochitos.
No puedo evitar soltar una carcajada, y la abuela pone cara de ofendida.
—Mi abuela estará encantada.
—Y ¿quién no? —pregunta con chulería—. Te veo al salir del trabajo, mi niña.
Cuelgo, salgo de casa de un brinco y dejo a la abuela en el pasillo.
—¿Y? —pregunta echando a correr detrás de mí.
—¡Tienes una cita!
—¿Qué te ha hecho tanta gracia?
—¡Miller va a traer sus bizcochitos! —le contesto.
—¡Pero si iba a preparar mi tarta tatín de piña!
No paro de reírme hasta que llego al trabajo.
—Livy, puede que te necesite el sábado —me dice Del casi al final de mi
turno—. ¿Puedo contar contigo? Es un gran evento, y necesito toda la ayuda que
pueda conseguir.
—Claro.
—¿Sylvie? —pregunta mirando a mi compañera mientras ella pasa la fregona
por la cafetería.
Se vuelve sobre sus botas de motera y sonríe con excesiva dulzura: —No.
Nuestro jefe refunfuña por lo bajo algo sobre lo difícil que resulta encontrar
un buen servicio en estos tiempos mientras Paul se echa a reír y yo me aguanto las
ganas de hacerlo.
—Bueno —empieza ella cuando Paul ya se ha despedido de todos—. Espero
que tu buen humor se deba a lo bien que te fue la cita con don Ojos Como Platos.
Hago una mueca.
—Era un buen chico.
—¿Eso es todo? —pregunta incrédula.
—Sí.
—Venga ya, Livy. Si vas a echarle el lazo a un chico decente, más te vale
mostrar un poco más de entusiasmo.
Me mira fijamente y yo hago lo posible por no mirarla a ella.
—Entonces ¿por qué estás tan contenta?
—Creo que ya lo sabes. —Sigo sin mirarla, pero sé que intenta no poner los
ojos en blanco.
Suspira preocupada.
—Miller va a venir a recogerme —prosigo, y miro en dirección a la calle—.
Llegará enseguida.
—Ya —dice cortante—. No estoy segura de que...
—Sylvie. —Me doy la vuelta y le pongo una mano en el hombro—.
Agradezco que te preocupes por mí pero, por favor, no intentes impedirme que
salga con él.
—Es sólo que...
—¿Que una buena chica como yo...?
Sonríe con ternura.
—Eres demasiado buena. Eso es lo que me preocupa.
—Es lo que necesito, Sylvie. No puedo escapar. Si hubieras llevado la vida
que he llevado yo, lo entenderías.
Se queda pensativa, intentando comprender lo que he dicho.
—¿Qué es lo que necesitas?
—La oportunidad de sentirme viva —confieso—. Él me permite vivir y
sentir.
Asiente lentamente y me da un beso en la mejilla, luego me rodea con los
brazos.
—Cuenta conmigo —se limita a decir—. Espero que ese hombre sea todo lo
que necesitas.
—Sé que lo es. —Respiro hondo y me libero del abrazo de Sylvie—. Ya está
aquí.
Dejo a mi amiga y corro hacia el Mercedes negro. Me subo y saludo a Sylvie
desde el asiento. Ella se despide de mí con la mano y se da la vuelta.
—Buenas tardes, Olivia Taylor.
—Buenas tardes, Miller Hart —respondo abrochándome el cinturón de
seguridad, y sonrío cuando oigo que suena Gypsy Woman de Crystal Waters—.
¿Has tenido un buen día?
Se incorpora al tráfico con suavidad.
—No he parado ni un minuto. ¿Y tú?
—No he parado un minuto.
—¿Tienes hambre? —Se vuelve para mirarme, impasible.
—Un poco.
Me estoy quedando helada por el aire acondicionado. Miro el salpicadero,
con muchos mandos y botones. Hay dos indicadores de temperatura y un botón
junto a cada uno de ellos.
Los dos marcan dieciséis grados.
—¿Por qué este coche tiene dos indicadores de temperatura?
—Uno para el asiento del conductor y otro para el del acompañante
—responde con la vista fija en la calzada.
—Así que puedes poner dos temperaturas diferentes.
—Sí.
—Y ¿mi lado puede estar a veinte grados y el tuyo a dieciséis?
—Sí.
Menuda tontería pija. Subo la temperatura de mi lado a veinte grados.
—¿Qué haces? —me pregunta empezando a revolverse en su asiento.
—Estoy helada.
Vuelve a marcar la temperatura de mi asiento a dieciséis grados.
Lo miro y sigo con el tema.
—Pero ¿no es ése el motivo de poder poner dos temperaturas distintas? ¿Y
así tanto el conductor como el acompañante pueden estar cómodos?
—En este coche, los dos tienen que marcar lo mismo.
—¿Y si los subo los dos a veinte grados?
—Entonces tendría calor —responde veloz mientras vuelve a coger el volante
con las dos manos—. La temperatura está bien como está.
—Más bien te gusta que los dos marquen lo mismo —musito para mis
adentros hundiéndome en el asiento.
Me resulta imposible imaginarme lo estresante que debe de ser vivir en un
mundo donde el deseo de tenerlo siempre todo de determinada manera es tan
persistente y poderoso. Al final acaba dominando tu vida. Sonrío para mis adentros.
En realidad, puedo imaginármelo porque este caballero tramposo y liante no sólo
ha puesto mi mundo patas arriba, sino que sus costumbres singulares empiezan a
producir un curioso efecto en mí. Estoy comenzando a darme cuenta de cómo
deberían ser las cosas, aunque sigo sin saber cómo conseguir que sean así.
Aprenderé y podré ayudar a Miller a que su vida no sea tan estresante.
El club no parece el mismo a la luz del día. Las luces azules que lo iluminan
de noche han desaparecido, y a mi alrededor todo es vidrio esmerilado. El local está
vacío salvo por un par de camareros aquí y allá que reponen bebidas o limpian las
barras de cristal. Se está mucho más tranquilo y sólo se oye a Lana del Rey de fondo
interpretando Video games. No tiene nada que ver con los éxitos de discoteca del
sábado noche.
Un hombre fornido, bien vestido y calzado, nos espera al otro lado de la pista
de baile, sentado junto a la barra en un taburete de metacrilato y bebiendo de un
botellín de cerveza. Al acercarnos levanta su cabeza calva del papeleo que tiene
entre manos y le hace un gesto al camarero, quien de inmediato le sirve una copa a
Miller y se la deja en la superficie de cristal del mostrador justo cuando llegamos.
—Miller. —El hombre se pone de pie y le ofrece la mano.
Él me suelta y se la estrecha como hacen los hombres antes de indicarme que
me siente, cosa que hago sin dilación.
—Tony, te presento a Olivia. Olivia, él es Tony.
Miller coge su copa y se la bebe de un trago. Pide otra.
—Encantado de conocerte, ¿Olivia? —Pronuncia mi nombre en tono
interrogante, está claro que no sabe qué versión utilizar.
—Livy —informo, acepto su mano y dejo que me la estreche mientras me
inspecciona a conciencia.
—¿Te apetece tomar algo? —me pregunta Miller cogiendo la segunda copa
que le ha servido el camarero.
—No, gracias.
—Como prefieras —dice, y acto seguido se vuelve hacia Tony.
—Cassie no tardará en llegar —declara el gerente, y me mira sin saber muy
bien qué hacer.
De inmediato despierta mi interés: soy toda oídos.
—No tenía por qué molestarse —responde Miller sin dejar de mirarme—. Le
he dicho que no viniera.
Tony se ríe.
—Y ¿desde cuándo hace caso de lo que le dices, hijo?
Miller le clava dos puñales azules pero no responde a su pregunta, así que
me quedo con las ganas de saber quién es Cassie y por qué nunca hace caso de
Miller. Es obvio que no es momento de preguntarlo pero, a juzgar por la mirada de
Tony y la respuesta de Miller, creo que ya sé quién es ella. ¿Por qué va a venir?
¿Nunca le hace caso? ¿De qué no hace caso? ¿De lo que le dice? Y ¿qué le dice? Grito
para mis adentros en un intento por controlar el hilo de mis pensamientos hasta que
llegue el momento oportuno de sacar el tema. Ahora me fijo en la decoración
ultramoderna del club. Hace frío cuando no está lleno de gente en la oscuridad.
Hay luces y cristal por todas partes, y me siento como si estuviera dentro de...
un cubito de hielo gigante.
Observo a Miller leer los papeles que le entrega Tony y me pregunto cómo
serían las cosas si en lugar de un traje de tres piezas llevara vaqueros y camiseta. La
camisa azul que viste imprime a sus ojos un color eléctrico, pero como de
costumbre se oculta detrás de la máscara que se pone siempre que le conviene, lo
que es el noventa y nueve por ciento de las veces.
—Ve a mi despacho.
La voz de Miller obliga a mis ojos a olvidar la camisa que lleva y a centrarme
en su mirada azul intenso.
—¿Perdona?
—Ve a mi despacho. —Me coge con delicadeza para que baje del taburete y
me señala el lugar hacia el que debo ir—. ¿Sabes cómo llegar?
—Creo que sí.
Recuerdo que me llevó hacia la parte delantera del club y luego bajamos una
escalera, pero yo estaba al borde del coma etílico.
—Ahora te veo.
Echo la vista atrás mientras me alejo de Miller, que se queda en la barra con
Tony. No disimulan que están esperando que me marche para poder hablar de sus
cosas. Miller permanece impasible y Tony parece pensativo. El gerente me da un
rollo muy raro, y llego a la conclusión de que o bien están hablando de asuntos de
negocios no aptos para mis oídos, o bien están hablando de mí. Creo que lo
segundo, a juzgar por lo extraña que me siento y lo incómodo que parece Tony.
Cuando llego a la otra punta del club y doblo la esquina, veo que Tony está
diciendo algo al tiempo que agita las manos frente al rostro de Miller, lo que
confirma mis sospechas. Me detengo y espío por el cristal de la escalera. El gerente
vuelve a sentarse y se lleva las manos a la cara en un gesto de desesperación. Luego
Miller se enfada y, cosa rara, lo demuestra. Es ese mal genio del que he oído hablar.
Manotea y maldice, y después echa a andar en dirección a mí. Bajo la escalera a toda
velocidad y vago por los pasillos hasta que encuentro el teclado numérico en el que
apenas recuerdo haber visto a Miller introducir un código.
A los pocos segundos lo tengo detrás de mí, enfadado y pasándose la mano
por el pelo.
Echa hacia atrás el mechón que se empeña en caerle sobre la frente y me
alcanza con dos decididas zancadas, visiblemente ofendido. Introduce el código con
furia y abre la puerta con más fuerza de la necesaria. La manija choca contra la
pared de yeso.
Doy un respingo al oír el golpe y Miller agacha la cabeza.
—Mierda —maldice en voz baja sin moverse del sitio. No parece tener
intención de querer entrar en su oficina.
—¿Estás bien? —pregunto guardando las distancias. Me encanta cuando
expresa sus emociones, pero éstas no me gustan un pelo.
—Te pido disculpas —murmura sin levantar la vista del suelo.
Se está saltando su regla, la de que hay que mirar a la cara a la gente cuando
le hablan a uno. No se lo recuerdo. Está claro que ha estado charlando con el
gerente de mí. Y ahora está cabreado.
—¿Livy?
Mi columna vertebral se estira y me obliga a ponerme derecha.
—¿Sí?
Deja escapar un profundo suspiro y sus hombros suben y bajan.
—Dame «lo que más me gusta». —Su mirada azul es una súplica—. Por
favor.
Se me cae el alma a los pies. Nunca había visto a Miller Hart así. Quiere que
lo consuele.
Llevo las manos a sus anchas espaldas y me pongo de puntillas para hundir
la cara en su cuello.
—Gracias —susurra al tiempo que me coge y me levanta del suelo.
La fuerza de su abrazo me oprime las costillas. Me cuesta respirar, pero no
voy a decirle nada. Envuelvo con las piernas su cintura. Miller entra en su despacho
conmigo en brazos, cierra la puerta y camina hacia su escritorio vacío. Se apoya en
el borde para que podamos permanecer abrazados y no da señales de querer
soltarme. Me sorprende. Voy a dejarle el traje como un acordeón, y todavía tiene
pendiente la entrevista.
—Te estoy arrugando la ropa —digo en voz baja.
—Tengo una plancha —replica, y me estrecha con más fuerza.
—Me lo imaginaba. —Me aparto de su cuello para poder mirarlo a los ojos.
No dicen nada. Ya no parece estar tan enfadado, y su rostro se ve tan impasible
como siempre—. ¿Por qué te has cabreado tanto?
—La vida... —dice sin dudar—. La gente que da demasiadas vueltas a las
cosas y que se mete donde no la llaman.
—¿En qué se mete? —pregunto, a pesar de que creo que ya lo sé.
—En todo —suspira.
—¿Quién es Cassie? —Eso creo que también lo sé.
Se pone de pie, me deja en el suelo y me coge por las mejillas.
—La mujer que creías que era mi novia —responde, y me dedica un beso
largo y húmedo.
Qué mareo.
—¿Por qué va a venir? —pregunto con la boca pegada a la suya.
No le pone fin al beso.
—Porque es como un grano en el culo. —Me da un mordisco en la oreja—. Y
porque cree que el hecho de ser accionista del club le da derecho a mandar en él.
Trago saliva y me aparto.
—Entonces ¿es verdad que es tu socia?
Casi me echa la bronca antes de volver a estrecharme contra su pecho.
—Sí. ¿Cuántas veces voy a tener que decírtelo? Confía en mí.
El hecho de saberlo no me hace sentir mejor. No soy tonta del todo, y he visto
cómo mira a Miller. Y también cómo me mira a mí.
—He tenido un día horrible. —Me besa en la mejilla y me distrae con la
suavidad de sus labios—. Pero vas a quitarme todo el estrés en cuanto lleguemos a
casa.
Dejo que me coja de la mano y me lleve al otro lado de la mesa.
—¿Qué estamos haciendo?
Me sienta en su silla y me coloca mirando al escritorio. Coge un mando a
distancia del primer cajón y se sienta en cuclillas a mi lado, con el codo apoyado en
el reposabrazos de la silla.
—Quiero enseñarte algo.
—¿Qué? —pregunto, y veo que la mesa de Miller está tan vacía como la
última vez que la vi. Un teléfono es lo único que hay encima.
—Esto.
Pulsa un botón y brinco como un resorte al ver que la mesa empieza a
moverse sola.
—Pero ¿qué...?
Me he quedado sin habla y con la boca abierta como una imbécil. Cinco
pantallas planas emergen del escritorio.
—¡Madre mía!
—¿Impresionada?
Estoy un poco confundida, pero ni aun así se me escapa lo orgulloso que está.
—Y ¿te sientas aquí a ver la tele?
—No, Livy —suspira, al tiempo que pulsa otro botón, que hace que las
pantallas cobren vida. Todas ellas muestran imágenes de su club.
—¿Hay cámaras de seguridad? —pregunto mirando las pantallas. Cada una
se divide en seis, excepto la del centro. Ésa sólo muestra una imagen.
Y ahí estoy yo.
Me acerco y me veo la noche de la inauguración de Ice, bebiendo con
Gregory. Luego la imagen cambia, estamos subiendo la escalera y yo mirándolo
todo, impresionada. A continuación estoy en la pista de baile, con Miller detrás,
rondándome. Veo a Gregory susurrándome al oído, yo a punto de volver la cabeza,
y a Miller acercándose, mirándome de arriba abajo antes de ponerme las manos
encima. Las imágenes son muy nítidas, pero aún aumentan más de tamaño cuando
Miller toca el centro de la pantalla, y su mirada me pone a cien al instante. Siento un
cosquilleo ahí abajo. Entonces me pregunto qué demonios hago con la vista fija en
una pantalla cuando a mi lado tengo al Miller de carne y hueso.
Me vuelvo para mirarlo.
—Estuviste aquí sentado espiándome. —No lo pregunto porque es más que
evidente. No me imaginaba que el club estuviera lleno de cámaras de seguridad.
Me mira fijamente y ladea la cabeza.
—Mi niña, mi preciosidad, ¿te has puesto cachonda?
No quiero, pero me retuerzo en su enorme silla de oficina y me pongo
colorada hasta las orejas.
—Te tengo enfrente. Claro que me he puesto cachonda.
Debo intentar tener tanto aplomo como él. Intentar es la palabra clave. Nunca
podré poseer su misma intensidad, ni podré ser tan taciturna, ni podré ser tan sexy
ni estar tan buena. Pero puedo ser igual de descarada.
Gira la silla para tenerme cara a cara. El mando a distancia está
perfectamente colocado sobre la mesa. Me desliza las manos por los muslos y me
acerca a él hasta que sólo unos centímetros separan nuestras caras.
—Cuando te vi el sábado por la noche —susurra—, yo también me puse
cachondo.
La imagen de Miller recostado en su silla con un whisky en la mano, mirando
cómo yo bebía, charlaba y vagaba por su club inunda mi mente calenturienta. El
calor desciende de mi cara a mi entrepierna. Estoy saturada, y lo sabe.
—Y ahora, ¿estás cachondo? —Me acerco hasta que le rozo la punta de la
nariz con la mía.
—¿Por qué no lo compruebas tú misma?
Toma mi boca y se incorpora. Tengo que levantar la barbilla y echar la cabeza
atrás para recibir su beso. Sus manos están apoyadas en los reposabrazos de la silla.
Me tiene atrapada, y el gemido de satisfacción que se le escapa contra mis labios es
lo más bonito que he oído nunca.
No pierdo el tiempo y le meto mano. Le desabrocho la hebilla del cinturón
mientras nos comemos la boca con frenesí. No hay ni rastro del rollo delicado.
Parece atormentado, pero voy a aliviar sus pesares si puedo.
—Sólo con la mano —masculla con desesperación.
Le bajo la bragueta e introduzco la mano en los pantalones. La tiene dura.
La saco de su encierro, Miller traga saliva y tengo que mirarlo. Sus ojos son
de un azul cegador cuando la acaricio con suavidad, y su boca entreabierta me echa
su aliento tibio en la cara.
—¿Hiciste esto mientras me espiabas? —pregunto en voz baja, animada por
las ganas que le tengo, que me infunden confianza.
—Nunca hago esto.
Me sorprende su respuesta y pierdo la concentración.
—¿Nunca?
—Nunca.
Echa las caderas hacia adelante para recordarme que no pare.
—¿Por qué no? —Estoy boquiabierta y, aunque suena increíble, lo creo.
—Eso no importa.
Se abalanza sobre mis labios y pone fin al interrogatorio. Me concentro en
acariciarlo con suavidad, pero su boca es mucho más voraz que de costumbre y
parece influir en mis manos, que cada vez se mueven más deprisa y le arrancan
gemidos sin parar.
—Baja el ritmo. —Casi está suplicando.
Sigo su consejo hasta que mantengo un vaivén constante, arriba y abajo.
—Dios. —Se tensa, como si tuviera miedo, pero lo está disfrutando. Lo siento
palpitar en mi mano, cada vez más caliente. Le cuesta respirar.
Mantener nuestro beso profundo es fácil. Evitar que mi mano se acelere es
harina de otro costal. Soy consciente de que está a punto de correrse, y me duele la
mano de tanto contenerme para no acariciarle la polla más deprisa.
Me muerde el labio y se aparta para darme una visión maravillosa de su cara
perfecta mientras sigo tocándolo. Menea las caderas en una cadencia que acompaña
el movimiento de mi mano. Tensa los brazos y se agarra a la silla, pero sigue
teniendo cara de póquer.
—¿Bien? —pregunto. Quiero algo más que las reacciones de su cuerpo.
Quiero las palabras que tan bien se le dan en momentos como éste.
—Nunca lo sabrás.
Agacha un poco la cabeza y de sus labios brotan jadeos entrecortados. Con
mi mano libre busco el bajo de su camisa, la aparto y le acaricio el estómago,
sintiendo las contracciones de sus abdominales.
—¡Mierda! —maldice.
Lo sujeto con más fuerza, pero en ese mismo instante llaman a la puerta y
doy un brinco.
Lo suelto y me encojo en la silla.
Resopla.
—¡Joder, Livy!
—¡Lo siento! —exclamo sin saber si debo volver a meterle mano o
esconderme bajo la mesa.
Veo en su expresión lo poco que le gusta tener que apartarse de la silla y
recobrar el aliento para retomar el control.
—Qué oportuno, ¿no te parece?
Aprieto los labios y observo cómo se mete la camisa por dentro del pantalón
y se lo abrocha en un instante.
—Lo siento —repito sin saber qué más puedo decir.
Sigue duro como una piedra, y se le ve la tienda de campaña a través de los
pantalones.
—Como debe ser —gruñe, y no puedo aguantarme la risa por más tiempo.
—Mira. —Señala su entrepierna y enarca una ceja al ver la gracia que me
hace—. Tengo un pequeño problema.
—Es verdad.
No puedo estar más de acuerdo, y en una de las pantallas veo que hay dos
personas esperando tras la puerta del despacho. Vuelven a llamar.
—Esto va a ser un suplicio —dice al tiempo que se recoloca las partes con un
gruñido—.
Adelante.
Me levanto y dejo que Miller ocupe su silla. La única forma de controlar mi
propia ebullición es distraerme con su incomodidad.
La puerta se abre y aparece una mujer muy guapa que me da un buen repaso
y frunce el ceño.
—¿Y tú eres...? —dice haciéndole un gesto con la mano a un hombre que hay
detrás de ella y que lleva una cámara.
Retrocedo para dejarlos entrar antes de que me pasen por encima.
—Livy. —Hablo sola, porque ya me ha dejado atrás y está casi junto a la mesa,
toda sonriente y efusiva.
Me encanta ver que Miller se pone la máscara de nuevo. Vuelve a ser el frío
hombre de negocios, nada que ver con el que yo tenía derretido entre manos y a
punto de correrse hace un instante.
—¡Hola! —exclama toda sonrisas al tiempo que se abalanza por encima de la
mesa para acercarse a él todo lo posible—. Diana Low. —Le ofrece la mano, pero sé
que se muere por besarlo—. Vaya, este sitio es impresionante.
—Gracias. —Miller es tan formal como siempre y le estrecha la mano antes
de señalar una silla frente a su escritorio y recolocarse con disimulo los tesoros de
su entrepierna—. ¿Le apetece beber algo?
Ella aparca su culo prieto en la silla y deja un cuaderno encima de la mesa.
Capto de inmediato las incómodas vibraciones que emite Miller al ver el bloc.
—En teoría no debo beber mientras trabajo, pero ésta es mi última cita del día.
Tomaré un Martini con hielo.
El fotógrafo pasa junto a mí. Resulta evidente que está cansado.
De repente me pregunto por qué Miller quiere que esté presente, así que lo
miro y hago un gesto en dirección a la puerta, pero él niega con la cabeza y me
indica que me siente en el sofá mientras coge el cuaderno de la señorita Low y se lo
deposita en la mano. Quiere que me quede.
Cierro la puerta y observo cómo el fotógrafo toma asiento junto a la mujer y
deja caer la cámara sobre su regazo.
—¿Desea tomar algo? —Miller está mirando al hombre, pero veo que éste
niega con la cabeza.
—No, estoy bien así.
—Voy a buscar las bebidas —proclamo abriendo de nuevo la puerta—. ¿Un
Martini y un whisky escocés?
—¡Con hielo! —exclama la mujer volviéndose y dándome otro repaso—. No
te olvides del hielo.
—Con hielo —confirmo mirando a Miller, que asiente en señal de
agradecimiento.
»Vuelvo enseguida —digo dando las gracias por no tener que soportar la voz
chillona de Diana Low durante un rato.
Han bajado la luz y encendido los focos azules. El bar vuelve a tener el brillo
que yo recordaba. Hay varias barras abiertas para elegir, y al final me dirijo a la
misma en la que Miller se ha reunido antes con Tony. Hay un chico joven en
cuclillas, reponiendo la nevera.
—Hola —saludo para llamar su atención—. ¿Me pones un Martini con hielo
y un whisky escocés solo?
—¿Para el señor Hart?
Asiento y él se pone en acción. Saca un vaso liso y le da una friega extra antes
de verter en él unos dedos de whisky y deslizármelo por la barra.
—¿Y un Martini?
—Sí, por favor.
Mientras el camarero prepara la bebida me quedo de pie, incómoda, como si
mil ojos me miraran. Sé que Tony tiene curiosidad. Lo miro y me dedica una
pequeña sonrisa que no hace que me sienta mejor. Su rostro redondo parece
pensativo.
—¿Qué tal por ahí abajo? —pregunta rompiendo el incómodo silencio.
—Acabo de dejarlos, iban a empezar —respondo con educación cogiendo el
Martini.
—A Miller no le gusta armar revuelo ni ser el centro de atención.
Intento discernir si lo ha dicho con doble sentido.
—Lo sé —contesto, porque sospecho que intenta decirme que no tengo ni
idea.
—Es feliz en su pequeño y ordenado mundo.
—Lo sé —repito sin pretender ser antipática, pero no me gusta el rumbo de
esta conversación.
—No está disponible emocionalmente.
De pronto me vuelvo hacia él. Antes de hablar, observo unos instantes su
rostro pensativo.
—¿Adónde quieres ir a parar? —pregunto mirándolo de frente. Estoy tan
enfadada que se nota que he perdido la compostura.
Miller me dijo exactamente lo mismo, pero resulta que rebosa emociones.
Puede que no de un modo típico, pero están ahí.
Tony sonríe y es una sonrisa sincera que al mismo tiempo sugiere que soy
una ingenua, que estoy ciega y que me he metido en camisa de once varas.
—Una chica tan dulce como tú no debería meterse en un mundo como éste.
—¿Qué te hace pensar que soy tan dulce? —Estoy empezando a perder la
paciencia.
¿Qué significa eso de «un mundo como éste»? ¿La noche? ¿La bebida?
Niega con la cabeza y vuelve a sus papeles sin contestarme.
—Tony, ¿qué has querido decir?
—Quiero decir... —Hace una pausa, suspira y levanta la vista—. Que eres
una distracción que él no necesita.
—¿Una distracción?
—Sí, debe centrarse.
—¿En qué?
Levanta su cuerpo fornido del taburete, recoge sus papeles, se pone el
bolígrafo detrás de la oreja, coge su botellín de cerveza y añade: —En este mundo.
—Luego da media vuelta y se va.
Me quedo de pie viendo cómo la distancia entre los dos es cada vez mayor;
estoy atónita.
Tal vez una distracción sea justamente lo que Miller necesita. Trabaja muy
duro, está estresado y necesita librarse de ese estrés al caer el día. Eso quiero hacer.
Quiero ayudarlo.
Miro los dos vasos que llevo en las manos. El calor que emana de mi palma
ha derretido un poco el hielo del Martini, pero paso. Diana Low tendrá que beberse
el Martini con cubitos medio derretidos. Vuelvo al despacho de Miller.
Él está mirando la puerta cuando entro mientras Diana se pasea por el
despacho. Se le da muy bien contonearse. El fotógrafo se aburre mucho y
permanece tirado en su asiento.
Le tiendo su whisky a Miller. No lo dejo encima de la mesa porque no sé
dónde suele ponerlo.
—Gracias —dice casi con un suspiro, y me indica que me siente en su regazo.
Me sorprende bastante que se comporte con tanta familiaridad en una
reunión de negocios, pero no protesto. Me siento en sus rodillas y me lo paso en
grande observando en silencio la reacción de Diana Low; no puedo evitar disfrutar
con la sensación de poder. Y tampoco le ofrezco su Martini, sino que es ella la que
debe acercarse a buscarlo.
En cuanto coge el vaso, Miller me rodea la cintura con el brazo y me estrecha
contra su pecho.
La periodista finge sonreír mientras recupera la compostura.
—Me parece que voy a tener que cambiar el titular de mi artículo.
—¿Cuál era, señorita Low? —pregunta Miller con tranquilidad.
—«El soltero de oro de Londres abre un club para la élite.»
Miller se tensa debajo de mí.
—Sí. —Se bebe el resto de su whisky y deja el vaso en la mesa con precisión—.
Tendrá que cambiarlo.
Veo que la mujer está atacada de los nervios mientras toma asiento de nuevo
en la silla que está enfrente de él. ¿«El soltero de oro de Londres»? Miller lo ha
confirmado, pero aun así es agradable oír a otra persona decir que está soltero... O
lo estaba.
Ella frunce el ceño y deja su copa sobre el escritorio de Miller, que se pone
tenso y, como resultado, me pongo tensa yo también.
—¿Le importa? —Me inclino hacia adelante, cojo el vaso y vuelvo a
ponérselo en la mano —. No hay posavasos, y esta mesa es carísima.
Parpadea confusa en dirección al vaso vacío de Miller, que descansa encima
de la mesa sin posavasos... pero en el lugar adecuado.
—Perdona —responde cogiéndolo.
—No pasa nada. —Sonrío con una expresión tan falsa como la suya.
Miller me da un apretón agradecido.
—Bueno, para terminar —dice ella peleando con el vaso mientras intenta
tomar notas en el cuaderno—, ¿cuáles son los requisitos necesarios para ser
miembro del club?
—Que se efectúen los pagos —responde Miller cortante y cansado. Me hace
sonreír.
—Y ¿qué hay que hacer para solicitar ser miembro?
—No hay que hacer nada.
Ella alza la vista confusa.
—Entonces ¿cómo consigue uno ser miembro?
—Tiene que invitarte alguien que ya lo sea.
—¿No limita eso su clientela?
—En absoluto. Ya tengo más de dos mil miembros y abrimos hace menos de
una semana.
Ahora tenemos lista de espera.
—Ah. —Parece decepcionada, pero luego le dedica una sonrisa sugerente
mientras cruza las piernas muy despacio—. ¿Y qué tiene que hacer uno para
saltarse esa lista de espera?
Hago una mueca de disgusto. Será descarada, la muy zorra.
—Sí, ¿qué tiene que hacer uno, Miller? —pregunto mirándolo y poniéndole
morritos.
Le brillan los ojos, y las comisuras de sus labios se levantan levemente
mientras dirige la mirada a Diana Low.
—¿Conoce usted a algún miembro, señorita Low?
Se le ilumina la cara.
—¡Lo conozco a usted!
Debo contenerme para no atragantarme de la sorpresa. ¿Acaso no me ve?
—No me conoce, señorita Low —replica Miller alto y claro—. Casi nadie me
conoce.
El fotógrafo se revuelve incómodo en el asiento y Diana se ruboriza
avergonzada. Imagino que no le dan esos cortes muy a menudo, y me pregunto si
Miller hace bien en ser tan hostil, teniendo en cuenta que esa mujer va a escribir un
artículo sobre él y su nuevo club. A mí lo que ha dicho no me afecta porque yo sí lo
conozco.
—¡Foto! —exclama Diana saltando de su silla y dejando de nuevo la bebida
encima de la mesa. Al parecer, con el apuro se le ha olvidado lo que le he pedido
antes.
La recojo antes de que a Miller le dé un ataque, y me echo a un lado para que
el fotógrafo pueda encuadrar bien la imagen. Miller se incorpora para alisarse el
traje y estirárselo para quitarle las arrugas. Es culpa mía. Lo he distraído y no ha
podido sacar la plancha para devolverle la perfección a su atuendo, aunque
tampoco es que lo necesite. Siempre está impecable.
Me lanza una mirada acusadora y mueve los labios: —Culpa tuya.
Sonrío, me encojo de hombros y susurro: —Lo siento.
—No lo sientas —responde en voz alta—. Yo no me arrepiento.
Me guiña un ojo y casi me caigo de culo.
Vuelve a sentarse en su silla y a desabrocharse la chaqueta. Luego asiente en
dirección al fotógrafo.
—Cuando quiera.
—Estupendo.
El hombre prepara la cámara y da unos pasos atrás.
—Vamos a dejar los monitores a la vista. Creo que necesitaremos que haya
más cosas encima de la mesa.
—¿Como qué? —pregunta Miller horrorizado ante la idea de que alguien le
estropee la superficie lisa y perfecta.
—Papeles —responde el fotógrafo cogiendo el cuaderno de Diana y
colocándolo a la izquierda de Miller—. Perfecto.
Tengo la sensación de que el hombre se pasa una eternidad enfocando y
sacando fotos de mi pobre Miller, que parece estar a punto de explotar a causa del
estrés. Va cambiando de posición según se lo indican. El fotógrafo rodea la mesa y
saca una instantánea de los monitores con Miller observando las imágenes de vídeo
como si él no estuviera, luego le pide que se siente en el borde de la mesa con
naturalidad, cruzado de piernas y brazos. Lo está matando y, cuando le pide que
sonría, es la gota que colma el vaso.
Me mira sin poder creérselo, como diciendo «¿Cómo se le ocurre pedirme
semejante cosa?».
—Hemos terminado —replica entonces tajante al tiempo que se abrocha la
chaqueta y recoge el cuaderno que han dejado encima de su mesa demasiado
tiempo—. Gracias por su tiempo.
Le entrega el cuaderno a Diana Low y se planta en la puerta de dos zancadas.
La abre y, con un gesto, les indica que se marchen.
Ninguno de los dos hace que se lo repitan. Se apresuran a pasar junto a Miller
y a cruzar la puerta del despacho.
—Gracias —dice Diana a unos pasos de la puerta mientras levanta la mirada
hacia Miller —. Espero que volvamos a vernos.
Estoy alucinada, y me pregunto si es un comportamiento normal. Esta tía es
incorregible.
—Adiós —sentencia Miller, y la envía a seguir con lo suyo.
Pero justo entonces entra otra mujer en el despacho.
La socia de Miller.
Cassie.
Parece que viene con prisas y sin aliento, pero recobra el temple en cuanto le
pone los ojos encima a Diana Low, que está demasiado cerca de Miller. Le lanza una
mirada asesina.
—Creía que te había dicho que no se lo podía entrevistar.
—Lo sé. —Diana ni siquiera se inmuta ante la hostilidad que emana de
Cassie, que va vestida de marca de la cabeza a los pies—. Pero estabas equivocada
porque, tras un par de llamadas, lo he conseguido. —Se vuelve hacia Miller y sonríe
seductora—. Hasta la vista. — Se despide con la mano y le devuelve la mirada
asesina a Cassie mientras se contonea fuera del despacho.
Cassie está de un humor de perros y, en cuanto la periodista desaparece, sé
que la va a pagar conmigo.
Se vuelve y parece advertir mi presencia por primera vez.
—¿Qué está haciendo ella aquí? —escupe mirando a Miller en busca de
respuestas.
Retrocedo perpleja, igual que él.
—No te metas donde no te llaman —responde Miller con calma, cogiéndola
del brazo y conduciéndola de nuevo hacia la puerta.
—Me preocupo por ti —discute sin resistirse. Sus palabras confirman mis
sospechas.
—No pierdas el tiempo, Cassie.
La empuja para que salga y cierra de un portazo. Pego un brinco del susto.
Me dijo que confiara en él y debería hacerlo. En realidad la ha mandado a
paseo. Entonces, se vuelve hacia mí con cara de estar agotado y agobiado.
—Estoy estresado —declara con un ladrido que me confirma lo evidente, y
me hace dar otro brinco sobre la moqueta.
—¿Te traigo otra copa? —pregunto, y por primera vez me da por pensar que
quizá Miller beba demasiado. ¿O es sólo desde que nos conocemos?
—No necesito una copa, Livy. —Su voz se ha vuelto ronca y su mirada me
electrifica—.
Creo que sabes lo que necesito.
La sangre me arde en las venas bajo esa mirada de deseo, todo mi ser es
consciente de cómo me mira y se vuelve receptivo. Que Dios me ayude cuando me
ponga las manos encima.
—Desestresarte... —susurro sin apenas ver nada cuando se acerca lentamente
a mí.
—Eres mi terapia. —Me coge en brazos y me besa con determinación, con
decisión, gimiendo y susurrando en mi boca mientras su lengua me lleva al cielo.
Mi raciocinio se desvanece—. Me encanta besarte.
Estamos en su despacho. No quiero estar en su despacho, quiero estar en su
cama.
—Llévame a casa.
—Está demasiado lejos. Necesito desestresarme ahora.
—Por favor. —Apoyo las manos en sus hombros y me aparto—. Me agobio
cuando estás tan tenso.
Suspira hondo y baja la cabeza. El rizo rebelde le cae sobre la frente. Me tienta,
quiere que lo coloque otra vez en su sitio, y eso hago. Aprovecho para pasarle la
mano por el pelo. Es todo un privilegio que este hombre tan complicado me haya
asignado el papel de ser yo quien lo desestrese, y siempre disfrutaré haciéndolo,
donde sea, cuando sea, aunque hay formas en las que puede hacerlo él solo.
—Discúlpame —musita—. Tomo nota de tu petición.
—Te lo agradezco. Llévame a tu cama.
—Como prefieras. —Se mira el traje y frunce el ceño al ver unas pocas
arrugas que se esfuerza por alisar. Suspira y ladea la cabeza.
Me pilla sonriendo.
—¿Qué es lo que tiene tanta gracia? —inquiere.
—Nada —digo encogiéndome de hombros.
Acto seguido, me arreglo la ropa en un gesto sarcástico, pero cuando levanto
la vista me encuentro con que Miller ha sacado la tabla de planchar de un armario
secreto y está preparándolo todo para planchar. Se me borra la sonrisa de la cara.
—No irás a...
Hace una pausa y mira mis ojos de alucinada.
—¿Qué?
—No irás a plancharte el traje ahora, ¿no?...
—Está muy arrugado. —Le horroriza que me haya quedado atónita al ver la
tabla de planchar—. Antes alguien me ha distraído y por eso voy a salir en la prensa
hecho un gurruño.
—Y ¿qué hay de tu cama? —Suspiro al pensar en el tiempo que me voy a
pasar esperando que Miller deje perfecto lo que ya lo está.
—En cuanto haya terminado —replica. Se da la vuelta y saca la plancha.
—Miller... —Me detengo al ver que se le tensan levemente los hombros.
Me pica la curiosidad. Me acerco y me topo con la sonrisa picarona y feliz
más grande que jamás he tenido el placer de ver. La mandíbula me llega al suelo.
Estoy tan perpleja que ni siquiera me acuerdo de lo que iba a decir.
—¡Qué cara! —Se echa a reír plegando la tabla de planchar y guardándola en
su sitio.
Miller Hart, don Circunspecto, mi hombre confuso y complejo... ¿Se está
burlando de mí?
¿Me estaba gastando una broma? Creo que voy a desmayarme.
—No tiene gracia —musito cerrando de un portazo el armario secreto de la
plancha, como una niña enfurruñada que tiene mal perder.
—Discrepo —dice entre carcajadas mientras se endereza y me deja fuera de
combate de nuevo con esa sonrisa picarona. Nunca he visto nada igual.
—Discrepa todo lo que quieras —replico, y grito cuando me coge en brazos y
empieza a dar vueltas—. ¡Miller!
—No voy a plancharme el traje porque lo más importante ahora es llevarte a
mi cama.
—¿Más importante aún que devolverle el planchado perfecto a tu traje?
—pregunto enredando los dedos entre sus rizos—. ¿Más importante que arreglarte
el pelo?
—Mucho más. —Me deja en el suelo—. ¿Lista?
—Me hacía ilusión que me invitaras a cenar.
—¿Cena o cama? —se burla—. Lo dices por fastidiar.
Sonrío.
—Y ¿qué tiene uno que hacer para saltarse la lista de espera?
Se le iluminan los ojos, los entorna y se pone muy serio. Está intentando no
reírse.
—¿Conoce a algún miembro, señorita?
—Conozco al dueño —proclamo con seguridad, aunque rápidamente
recuerdo la respuesta que le ha dado a Diana Low. ¿Me dirá eso mismo a mí?
Conozco a Miller pero ¿opina él lo mismo?
Asiente pensativo y se dirige a su mesa. Abre el cajón y saca algo. Sea lo que
sea, lo pasa por los monitores y lo escanea con un pitido antes de que éstos
desaparezcan en las profundidades de la mesa blanca.
—Aquí tienes. —Me entrega una tarjeta de plástico duro y transparente con
una palabra grabada en el centro:
ICE
Le doy la vuelta y veo una banda plateada, pero eso es todo. No hay nada
más. Ni los datos del club ni los del propietario de la tarjeta. Lo miro recelosa: —No
será falsa, ¿no?
Se ríe a carcajadas y me saca de la oficina, de vuelta a la zona de barras, pero
no me coge de la nuca como de costumbre, sino que me pasa su musculoso brazo
por los hombros y me estrecha contra sí.
—Es de lo más auténtica, Olivia.
Volver a Capítulos
No hay comentarios:
Publicar un comentario