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Capítulo 20
Era inevitable que me abandonara. Sus actos, sus palabras y su consuelo eran
demasiado buenos para ser verdad. Debería haberlo sabido por la culpa que
inundaba su cara cuando me impidió que me marchara. Ojalá no hubiera venido a
buscarme. Ojalá no hubiera dejado que su compasión lo obligara a consolarme.
Ahora todo es mucho más duro. El vacío es constante, la agonía inacabable. Me
duele todo: la cabeza de tanto pensar y el cuerpo de tanto echar de menos sus
caricias. Hasta me duelen los ojos de no verlo. No sé cuánto tiempo ha pasado
desde que me dejó. Días. Semanas. Meses. Puede que más.
No me atrevo a salir de mi oscuridad silenciosa. No me atrevo a mostrarle mi
alma herida al mundo. Vivo aún más recluida que antes de conocer a Miller Hart.
Las lágrimas ruedan por mis mejillas. El rostro de mi madre se transforma en
el mío y vuelvo la cara al recibir un bofetón de mi abuela.
—¿Livy?
—Déjame en paz —sollozo doblando mi cuerpo insensible y escondiendo mi
rostro bañado en lágrimas en la almohada.
—Livy...
Unas manos tiran de mi cuerpo. Me resisto, no quiero ver a nadie. No quiero
hacer nada.
—Livy, por favor.
—¡Suéltame! —grito revolviéndome como una culebra.
—¡Livy!
Estoy clavada en el colchón, con las manos a ambos lados de la cabeza.
—Livy, abre los ojos.
Me tiembla todo el cuerpo y cierro los ojos con fuerza. No estoy lista para
hacerle frente al mundo. Aún no. Puede que nunca. Mis brazos vuelven a ser libres,
pero alguien me sujeta la cabeza. Luego noto la suavidad de unos labios que me
resultan familiares en mi boca y oigo la respiración lenta que tanto amo.
Abro los ojos e intento incorporarme. Estoy aturdida, desorientada y
sudando. Tengo palpitaciones y no veo nada porque mi pelo rubio y despeinado
me tapa la cara.
—¿Miller?
Me aparta el cabello de la cara y consigo enfocarlo poco a poco. Su bello
rostro es la viva imagen de la preocupación.
—Estoy aquí, Livy.
Por fin soy consciente y me lanzo a sus brazos con tanta fuerza que lo tiro de
espaldas contra la cama. Estoy demente pero viva. Aterrada pero tranquila.
Sólo ha sido un sueño.
Un sueño que me ha hecho sentir en carne viva cómo sería perderlo.
—Prométeme que no me abandonarás —murmuro—. Prométeme que no vas
a irte a ninguna parte.
—Oye, ¿a qué viene esto?
—Prométemelo.
Hundo la cara en su cuello, no quiero dejarlo marchar. He tenido sueños
otras veces. Me he despertado preguntándome si habían ocurrido de verdad, pero
éste ha sido distinto. Éste era tan real que daba miedo. Todavía siento la opresión en
el pecho y el pánico que me atenazaba, y eso que me está estrechando entre sus
brazos.
Le cuesta, pero al final consigue sacarse mis uñas de la espalda y separarme
de su cuerpo.
Se sienta y me acomoda entre sus muslos. Me acaricia el cuello dibujando
círculos con las palmas de las manos y me ladea la cabeza hasta que nuestros ojos se
encuentran. Los míos están bañados en lágrimas y los suyos son un mar de ternura.
—No soy tu madre —me dice muy convencido.
—Dolía muchísimo. —Estoy sollozando, intentando convencerme de que
sólo ha sido una pesadilla. Una maldita pesadilla.
Se pone muy serio.
—Tu madre te abandonó, Livy. Claro que te dolió.
—No. —Niego con la cabeza entre sus manos—. Eso ya no me duele.
Este nuevo miedo ha borrado cualquier sentimiento de abandono que tuviera
antes.
—Estoy mejor sin ella.
Parpadea y cierra los ojos al oír mis duras palabras. Me da igual.
—Estoy hablando de ti —susurro—. Tú me abandonabas. —Sé que sueno
débil y necesitada, pero la desesperación es más fuerte que yo. Comparado con lo
que siento ahora, superar el abandono de mi madre fue coser y cantar. Miller me ha
mostrado lo que es estar a gusto con otra persona. Me ha aceptado—. Nunca nada
me había dolido tanto.
—Livy...
—No —lo corto. Tiene que saberlo.
Me alejo de su espacio personal y me siento al otro lado de la cama, donde no
pueda tocarme.
—Livy, ¿qué estás haciendo? —pregunta intentando alcanzarme—. Ven aquí.
—Tienes que saber una cosa —susurro nerviosa. Me niego a mirarlo a la cara.
—¿Hay más?
Retira la mano, como si fuera a morderle. Está receloso, actúa con cautela. No
me inspira confianza. Lo he sorprendido más con mis secretos que él a mí con sus
cambios de humor (de dominante a pasivo, de frío a cariñoso en un abrir y cerrar de
ojos).
—Hay una cosa más —confieso, y lo oigo suspirar, preparándose para la
siguiente bomba.
Para él, es posible que sea la más terrible de todas.
—Me parece que esto es una conversación, Livy —dice en tono cortante e
intimidatorio, ese que hace que o me burle de él o me achique como un insecto. Esta
vez, me achico.
—Sigues resultándome fascinante —digo mirándolo—. Todas tus manías y
tu perfeccionismo, el hecho de que estés siempre retocando cosas que ya están más
que perfectas y la forma en que te gusta tenerlo todo dispuesto de cierta manera.
Me mira muy serio, con el ceño fruncido, y por un segundo tengo la
impresión de que va a negarlo todo, pero no lo hace.
—Debes aceptarme tal y como soy, Livy.
—A eso me refiero.
—Explícate —exige bruscamente.
Me hago aún más pequeña.
—Me das órdenes —digo hecha un manojo de nervios—, y debería aterrarme
o quizá deberían entrarme ganas de mandarte a paseo, pero...
—Creo que anoche me dijiste que me fuera al infierno.
—Culpa tuya.
—Es probable —concede con un gruñido, y pone esos ojos azules tan divinos
en blanco—.
Continúa.
Sonrío para mis adentros. Lo está haciendo. Está siendo brusco y estirado,
pero es atractivo hasta cuando me pone de los nervios. Me siento a salvo con él.
—No sé si mi corazón podrá sobrevivir a ti —digo en voz baja observando su
reacción—, pero quiero aceptarte tal y como eres.
No debería sorprenderme que permanezca impasible, y no me sorprende,
pero sus ojos me dan una pista. Me dicen que ya sabe cómo me siento. Sería un
estúpido si no lo supiera.
—Me he enamorado.
Su mirada azul acaricia mi alma. Es todo comprensión.
—¿Por qué estás en la otra punta de la cama, Livy? —me pregunta con voz
ronca y segura.
Mis ojos recorren la distancia entre nuestros cuerpos. Nos separa un buen
trozo de colchón.
Quizá me haya pasado un poco al decidir que necesitaba distancia, pero no
quería sentir cómo su cuerpo se ponía tenso al oírme decirlo. No lo he dicho, pero
Miller es un hombre inteligente. He mostrado mis cartas y ahora están boca arriba
para que todo el mundo las vea.
—No, no era...
—¿Por qué estás en la otra punta de la cama, Livy?
Nuestras miradas se encuentran. Me mira muy serio, como si le molestara mi
distanciamiento, pero sigo viendo comprensión en sus ojos.
—Yo no...
—Ya me has hecho que me repita —me corta—. No me obligues a tener que
decírtelo otra vez.
Tardo en reaccionar. Cuando estoy a punto de volver junto a él, decido no
hacerlo porque no sé en qué estará pensando esa cabecita tan complicada.
—Le estás dando demasiadas vueltas, Livy —me advierte—. Quiero «lo que
más me gusta».
Me muevo un centímetro, despacio, pero no me recibe con los brazos abiertos
y ni viene a por mí. Se limita a observarme impasible, a seguir mi mirada, que se
acerca a sus ojos hasta que me acurruco en su regazo y lo rodeo titubeante con los
brazos. Siento sus manos en mis caderas, me acarician la espalda. Hunde la cara en
mi pelo y de repente somos como dos piezas de un puzle que encajan
perfectamente la una con la otra. Un abrazo perfecto. «Lo que más le gusta» a Miller
empieza a ser «lo que más me gusta» a mí también. No hay nada como la sensación
de paz y seguridad que me da con sus abrazos. Sus caricias me libran de la angustia
y la desesperación.
—No sé si podría vivir sin ti. Siento que te has convertido en parte de mí, que
sin ti no podría ni respirar. —No estoy exagerando.
La pesadilla ha sido demasiado real, y lo mal que lo he pasado es razón
suficiente para sincerarme. Pero él está muy callado, demasiado. Siento los latidos
de su corazón en mi pecho y late a un ritmo tranquilo, ni sorprendido ni acelerado.
Eso es todo lo que siento. ¿Qué estará pensando? Probablemente que soy una
ingenua y una tonta. Nunca antes me había sentido así, pero es un sentimiento
intenso e incontrolable. No sé si tengo lo que hay que tener, y dudo mucho que
Miller lo tenga.
—Di algo, por favor —suplico, y recalco mi petición con un pequeño
achuchón—. Lo que sea.
Me devuelve el achuchón y sale del santuario de mi cuello. Coge aire y lo
suelta despacio entre los labios. Yo también inspiro hondo, sólo que contengo la
respiración.
Desliza las palmas de las manos por mi espalda hasta que llegan a mi pelo.
Me peina con los dedos. Luego me mira a los ojos.
—Mi niña dulce y bonita se ha enamorado del lobo feroz.
Frunzo el ceño.
—No eres el lobo feroz —protesto. Lo otro no puedo negarlo. Tiene razón, y
no me avergüenza: estoy enamorada de él—. Y creía que ya habíamos dejado claro
que de dulce no tengo nada.
Quiero tocarle el pelo y besarle los labios, pero él parece abatido, casi como si
lo preocupara saber que alguien lo quiere.
—De eso, nada. Eres mi niña y eres muy dulce, y esta conversación acaba
aquí.
—Vale. —Sucumbo de inmediato y sin oponer resistencia. Odio el tono
cortante de su voz, pero en secreto me encanta lo que ha dicho. Soy suya.
Suspira y me da un beso casto.
—Debes de estar hambrienta. Deja que te prepare algo de comer.
Desenreda nuestros cuerpos y me pone de pie. Me examina con atención.
Todavía llevo puesta su camisa, desabotonada, abierta, y está arrugada a más no
poder.
—Mira cómo la has dejado —murmura.
Y, con eso, vuelve a ser el Miller Hart preciso y perfecto de siempre, como si
no acabara de confesarle mi amor por él.
—Deberías comprar camisas que no necesiten ningún planchado —digo
intentando estirarla.
—Ésas están hechas de tela barata.
Me aparta las manos y empieza a abotonarme la camisa. Incluso me coloca
bien el cuello.
Luego asiente con aprobación y me coge de la nuca.
Ya lleva puestos los pantalones cortos negros. Lo que significa que, mientras
yo estaba teniendo una pesadilla, mi maniático y guapísimo Miller estaba poniendo
la casa en orden.
—Siéntate, por favor —me dice cuando llegamos a la cocina. Me suelta la
nuca—. ¿Qué te apetece comer?
Aposento el pandero en la silla. Está fría, y me acuerdo de que no llevo
bragas.
—Lo que vayas a comer tú.
—Yo voy a prepararme una bruschetta. ¿Te apetece?
Saca un montón de fiambreras de la nevera y enciende el grill.
Está hablando de tomates, ¿no?
—Vale.
Apoyo las manos en el regazo para que pueda poner la mesa. Debería
ofrecerme a ayudar, pero sé que no le gustaría nada. Aun así, lo hago. A lo mejor
consigo hacerlo bien y Miller se lleva una sorpresa.
—Yo pongo la mesa —digo.
Me levanto y no se me escapa el modo en que se le tensan los hombros.
—No, por favor. Déjame mimarte. —Está utilizando el rollo ese de la
adoración para evitar que le fastidie su perfección.
—No es molestia.
Ignoro su cara de preocupación y me dirijo al armario en el que guarda los
platos mientras él empieza a echarles aceite de oliva a unas rebanadas de pan.
—¿Por qué no me dijiste que tenías un club? —le pregunto para distraerlo del
miedo que le causa que su niña le estropee su mesa perfecta.
Saco dos platos del armario, vuelvo a la mesa y los coloco con esmero.
Noto su recelo. Mira los platos, me mira a mí y sigue con el aceite de oliva.
—Ya te lo he dicho: no me gusta mezclar los negocios con el placer.
—¿Nunca vas a hablar de trabajo conmigo? —pregunto mientras voy hacia
los cajones.
—No, es agotador. —Dispone una bandeja llena de pan bajo el grill y
comienza a limpiar una suciedad inexistente—. Cuando estoy contigo sólo quiero
pensar en ti.
Vacilo al coger dos cuchillos y dos tenedores.
—No me parece mal —sonrío.
—Como si tuvieras elección.
Sonrío aún más.
—No quiero poder elegir.
—Entonces esta conversación no tiene sentido, ¿no te parece?
—Tienes razón.
—Me alegro de que lo hayamos aclarado —dice muy serio sacando el pan
tostado del grill —. ¿Vino para beber?
Vacilo otra vez. Seguro que no lo he oído bien. ¿Después de todo lo que le he
contado?
—Agua para mí. —Vuelvo hacia la mesa.
—¿Para acompañar una bruschetta? —dice asqueado—. No, vas a beber
Chianti con la bruschetta. Hay una botella en el mueble bar, y las copas están en el
armario de la izquierda.
—Señala la sala de estar con un gesto de la cabeza mientras con una cuchara
pone la mezcla de tomate cuidadosamente en las tostadas y las coloca en un plato
blanco.
Pongo los cuchillos y los tenedores en la mesa lo mejor que puedo y a
continuación me dirijo al mueble bar. Hay un montón de botellas de vino,
dispuestas en perfecto orden, con las etiquetas hacia fuera. No me atrevo a tocarlas.
Leo la etiqueta de todas las botellas pero no veo ninguna en la que ponga Chianti.
Frunzo el ceño y vuelvo a repasarlas todas. Están ordenadas de acuerdo con el tipo
de bebida que contiene cada una. Es entonces cuando veo una cesta con una botella
regordeta en su interior. Me acerco. En la etiqueta dice Chianti.
—¡Bingo! —sonrío.
Saco la botella de la cesta y abro el armario de la izquierda para sacar dos
copas. Brillan como espejos bajo la luz artificial de la habitación, y admiro cómo ésta
se refleja en el intrincado diseño del cristal tallado. Cojo un par y vuelvo a la cocina.
—Chianti y dos copas —proclamo levantando las manos, pero freno en seco
al ver que he perdido el tiempo poniendo la mesa.
Miller está doblando las servilletas limpias en triángulos perfectos y
colocándolas a la izquierda de los cubiertos.
Frunzo el ceño y él me lo frunce a mí. No tengo ni idea de por qué. Estudia la
botella, luego las copas y, exasperado a más no poder, me las quita de las manos.
Consternada, contemplo cómo vuelve a meter la botella en la cesta y a guardar las
copas en su sitio. He leído la etiqueta. Ponía Chianti. Y, puede que no sea una
experta en vinos, pero las copas eran de vino.
Arrugo aún más la frente cuando lo veo sacar dos copas del mismo armario,
luego coge el vino con la cesta y vuelve a la cocina.
—¿No vas a sentarte? —me pregunta empujándome hacia la mesa.
Me siento a modo de respuesta y observo cómo coloca las copas a la derecha
de los tenedores. Luego pone la cesta del vino entre los dos. No está satisfecho con
la disposición de los elementos, así que lo retoca todo y luego me sirve unos dedos
de vino en mi copa.
—¿Qué he hecho mal? —inquiero aún con el ceño fruncido.
—El Chianti se conserva en esta cesta, que se llama fiasco. —Se sirve un
poco—. Y las copas que habías cogido eran de vino blanco.
Miro las copas, que contienen un tercio de vino tinto, y frunzo el ceño aún
más.
—¿Acaso importa?
Me mira atónito y boquiabierto.
—Sí, importa mucho. Las copas de vino tinto son más anchas porque el
contacto con el aire le da al vino más profundidad y realza los distintos matices
para que uno pueda saborearlos en su conjunto. —Toma un sorbo y lo mueve de un
lado a otro de la boca durante unos segundos. Pienso que va a escupir, pero no lo
hace. Se lo traga y prosigue—: A mayor superficie, mayor exposición al aire. Por eso
importa el tamaño de las copas.
Me ha dejado sin palabras. Me intimida. Me siento una cateta.
—Eso ya lo sabía —gruño cogiendo mi copa—. Eres un sabelotodo.
Está luchando por contener la risa, lo sé. Ojalá se olvidara un rato de tanta
sofisticación y de sus modales estirados (que se multiplican por cien cuando se
sienta a la mesa) y me regalara esa sonrisa que hace que se me pare el corazón.
—¿Soy un sabelotodo porque aprecio la belleza de las cosas? —Arquea sus
cejas perfectas y levanta la copa que contiene el vino perfecto, luego bebe
lentamente un sorbo perfecto con un perfecto movimiento de sus labios perfectos.
—¿La aprecias o te obsesionas con ella? —Lo digo porque si de algo estoy
segura acerca de Miller Hart es de que se obsesiona con casi todo lo que tiene en su
vida. Espero ser una de esas obsesiones.
—Yo diría que las aprecio.
—Pues yo diría que te obsesionas.
Inclina la cabeza, le hago gracia.
—¿Estás hablando en clave, mi niña?
—¿Se te da bien descifrar claves?
—Como al que más —susurra lentamente, lamiéndose los labios. Me
derrito—. A ti he conseguido descifrarte. —Me señala con la copa—. Y también te
he conquistado.
No puedo negarlo, así que cojo una bruschetta.
—Qué pinta tiene.
—Coincido —asiente al tiempo que coge una de las tostadas.
Le hinco el diente a la mía con un ruidito de satisfacción. Me mira mal. Dejo
de masticar y me pregunto qué habré hecho ahora. No tardaré en enterarme. Coge
el cuchillo y el tenedor y, como buen petulante, me demuestra cómo se debe cortar
la tostada, llevarse el tenedor con un pedazo a la boca y luego dejar los cubiertos
sobre el plato. Mastica y observa cómo me ruborizo. Tengo que refinarme.
—¿Te molesto? —pregunto dejando mi bruschetta en el plato y cortándola
como ha hecho él.
—¿Si me molestas?
—Sí.
—Ni mucho menos, Livy. Excepto cuando actúas como una descerebrada.
—Me mira con desaprobación y decido hacer como que no lo he visto—. Me
fascinas.
—¿Pese a mis modales vulgares? —pregunto con calma.
—No eres vulgar.
—No, en eso tienes razón. Pero tú sí que eres un esnob. —Se atraganta,
sorprendido—. A veces —añado.
Mi hombre guapísimo suele ser un caballero, salvo cuando se comporta
como un capullo arrogante.
—No creo que tener buenos modales sea lo mismo que ser un esnob.
—Lo tuyo va más allá de los buenos modales, Miller. —Suspiro y me resisto a
poner los codos encima de la mesa—. Aunque me gusta, la verdad.
—Ya te lo he explicado antes, Livy. Debes aceptarme tal y como soy.
—Ya lo he hecho.
—Y yo a ti.
Me retraigo, ese comentario me ha dolido de verdad. Quiere decir que me
acepta pese a mi pasado vergonzoso y mi falta de modales, eso es lo que quiere
decir. Yo he aceptado a un caballero a media jornada con una fascinante
compulsión por tenerlo todo en perfecto estado de revista, mientras que él ha
tenido que aceptar a una boba descerebrada que no distingue las copas de vino
blanco de las de vino tinto. Aunque tiene razón y me alegro de que me haya
aceptado, no es necesario que me recuerde mis defectos una y otra vez.
—Le estás dando demasiadas vueltas, Livy —opina sacándome de mis
deliberaciones mentales.
—Perdona, es que no entiendo...
—Te estás comportando como una tonta.
—No creo que...
—¡Ya basta! —exclama cambiando de sitio la copa de vino que acaba de dejar
sobre la mesa—. Acepta que va a ser así, como te he dicho que iba a ser.
Me encojo en mi silla, en silencio.
—Ya te he explicado que no es necesario entender nada. Va a ser así, y ni tú
ni yo podemos ni debemos hacer nada al respecto.
Coge de nuevo la copa, que había colocado bien para nada, y echa un buen
trago. No un sorbo, no se para a paladearlo ni a disfrutarlo, sino que se lo traga.
Está muy enfadado.
—Mierda. —Deja la copa sobre la mesa con demasiada fuerza y se lleva las
manos a la cabeza—. Livy, yo... —Suspira y se levanta de repente de la silla.
Extiende los brazos hacia mí —. Ven aquí, por favor.
Yo también suspiro, me pongo en pie meneando la cabeza con frustración y
acudo a su lado. Me encaramo en su regazo y dejo que se disculpe dándome «lo que
más le gusta».
—Lo siento —susurra besándome el pelo—. Me molesta cuando hablas así,
como si no lo valieras. Soy yo quien realmente no te merece.
—Eso no es verdad —digo apartándome de su pecho para mirarlo a la cara.
Es una cara muy bonita, y la sombra del día anterior realza el azul brillante de sus
ojos.
Cojo un mechón de su pelo rizado y lo retuerzo entre los dedos.
—Podemos no estar de acuerdo en todo —añade.
Me besa, y los movimientos de su lengua son todas las disculpas que necesito.
Todo vuelve a estar bien en el mundo, pero ese mal genio del que me había hablado
y que va apareciendo de vez en cuando comienza a preocuparme un poco. Siempre
parece una furia por un instante, y veo claramente cómo tiene que luchar para
dominarse.
Tras disculparse profusamente me da la vuelta en su regazo y me mete un
trozo de bruschetta en la boca. Luego se come él otro trozo. Comemos en silencio, a
gusto, aunque me sorprende que sus modales en la mesa le permitan comer
conmigo en brazos y no, en cambio, que la botella de vino no esté perfectamente en
su sitio.
Todo es paz y tranquilidad hasta que suena su iPhone.
—Si me disculpas...
Me deja en el suelo y va a coger el teléfono, que está en los estantes que hay
junto a la nevera. Pone cara de disgusto al ver el nombre que aparece en la pantalla.
—Miller Hart.
Sale de la cocina y me siento en mi silla.
—Ningún problema —le dice a quienquiera que haya llamado. Su espalda
desaparece de mi vista.
Aprovecho la ocasión para estudiar la disposición de lo que hay encima de la
mesa, intentando averiguar de nuevo si existe alguna lógica en su locura. Levanto
su plato para ver si debajo hay alguna marca que señale su posición. No la
encuentro pero, por si acaso, levanto también el mío. Nada. Sonrío y llego a la
conclusión de que debe de haber marcas para todo pero Miller es el único que
puede verlas. Cojo la copa de vino tinto y la huelo antes de dar un sorbo, con
cautela.
Vuelve a la cocina y deja el teléfono móvil de nuevo sobre el estante.
—Era el gerente de Ice.
—¿El gerente?
—Sí, Tony. Se encarga de todo cuando no estoy.
—Ah.
—Mañana me hacen una entrevista y quería confirmar la hora.
—¿Vas a salir en el periódico?
—Sí. Es una entrevista sobre la apertura de un nuevo club para la élite de
Londres. — Empieza a cargar el lavavajillas—. Es mañana a las seis, ¿te apetece
acompañarme?
Soy el colmo de la felicidad.
—Creía que no mezclabas los negocios con el placer. —Enarco una ceja en su
dirección y él hace lo propio. Ese gesto me hace sonreír.
—¿Te apetece acompañarme? —repite.
Sonrío de oreja a oreja.
—¿Dónde es?
—En Ice. Luego iremos a cenar. —Me mira de reojo—. Es de mala educación
rechazar una invitación para cenar de un caballero —dice muy serio—.
Pregúntaselo a tu abuela.
Me echo a reír y recojo los platos de la mesa.
—Acepto tu oferta.
—Espléndido, señorita Taylor. —Está de buen humor, y yo ya no puedo
sonreír más—.
¿Me permite sugerirle que telefonee a su abuela?
—Por supuesto. —Dejo los últimos platos en la encimera, y Miller los aclara y
los carga en el lavavajillas—. ¿En qué cajón has guardado mis cosas?
—El segundo de abajo. Y no tardes. Tengo un hábito y lo necesito para
perderme con él entre las sábanas.
Está serio, pero me importa un pimiento.
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Capítulo 20
Era inevitable que me abandonara. Sus actos, sus palabras y su consuelo eran
demasiado buenos para ser verdad. Debería haberlo sabido por la culpa que
inundaba su cara cuando me impidió que me marchara. Ojalá no hubiera venido a
buscarme. Ojalá no hubiera dejado que su compasión lo obligara a consolarme.
Ahora todo es mucho más duro. El vacío es constante, la agonía inacabable. Me
duele todo: la cabeza de tanto pensar y el cuerpo de tanto echar de menos sus
caricias. Hasta me duelen los ojos de no verlo. No sé cuánto tiempo ha pasado
desde que me dejó. Días. Semanas. Meses. Puede que más.
No me atrevo a salir de mi oscuridad silenciosa. No me atrevo a mostrarle mi
alma herida al mundo. Vivo aún más recluida que antes de conocer a Miller Hart.
Las lágrimas ruedan por mis mejillas. El rostro de mi madre se transforma en
el mío y vuelvo la cara al recibir un bofetón de mi abuela.
—¿Livy?
—Déjame en paz —sollozo doblando mi cuerpo insensible y escondiendo mi
rostro bañado en lágrimas en la almohada.
—Livy...
Unas manos tiran de mi cuerpo. Me resisto, no quiero ver a nadie. No quiero
hacer nada.
—Livy, por favor.
—¡Suéltame! —grito revolviéndome como una culebra.
—¡Livy!
Estoy clavada en el colchón, con las manos a ambos lados de la cabeza.
—Livy, abre los ojos.
Me tiembla todo el cuerpo y cierro los ojos con fuerza. No estoy lista para
hacerle frente al mundo. Aún no. Puede que nunca. Mis brazos vuelven a ser libres,
pero alguien me sujeta la cabeza. Luego noto la suavidad de unos labios que me
resultan familiares en mi boca y oigo la respiración lenta que tanto amo.
Abro los ojos e intento incorporarme. Estoy aturdida, desorientada y
sudando. Tengo palpitaciones y no veo nada porque mi pelo rubio y despeinado
me tapa la cara.
—¿Miller?
Me aparta el cabello de la cara y consigo enfocarlo poco a poco. Su bello
rostro es la viva imagen de la preocupación.
—Estoy aquí, Livy.
Por fin soy consciente y me lanzo a sus brazos con tanta fuerza que lo tiro de
espaldas contra la cama. Estoy demente pero viva. Aterrada pero tranquila.
Sólo ha sido un sueño.
Un sueño que me ha hecho sentir en carne viva cómo sería perderlo.
—Prométeme que no me abandonarás —murmuro—. Prométeme que no vas
a irte a ninguna parte.
—Oye, ¿a qué viene esto?
—Prométemelo.
Hundo la cara en su cuello, no quiero dejarlo marchar. He tenido sueños
otras veces. Me he despertado preguntándome si habían ocurrido de verdad, pero
éste ha sido distinto. Éste era tan real que daba miedo. Todavía siento la opresión en
el pecho y el pánico que me atenazaba, y eso que me está estrechando entre sus
brazos.
Le cuesta, pero al final consigue sacarse mis uñas de la espalda y separarme
de su cuerpo.
Se sienta y me acomoda entre sus muslos. Me acaricia el cuello dibujando
círculos con las palmas de las manos y me ladea la cabeza hasta que nuestros ojos se
encuentran. Los míos están bañados en lágrimas y los suyos son un mar de ternura.
—No soy tu madre —me dice muy convencido.
—Dolía muchísimo. —Estoy sollozando, intentando convencerme de que
sólo ha sido una pesadilla. Una maldita pesadilla.
Se pone muy serio.
—Tu madre te abandonó, Livy. Claro que te dolió.
—No. —Niego con la cabeza entre sus manos—. Eso ya no me duele.
Este nuevo miedo ha borrado cualquier sentimiento de abandono que tuviera
antes.
—Estoy mejor sin ella.
Parpadea y cierra los ojos al oír mis duras palabras. Me da igual.
—Estoy hablando de ti —susurro—. Tú me abandonabas. —Sé que sueno
débil y necesitada, pero la desesperación es más fuerte que yo. Comparado con lo
que siento ahora, superar el abandono de mi madre fue coser y cantar. Miller me ha
mostrado lo que es estar a gusto con otra persona. Me ha aceptado—. Nunca nada
me había dolido tanto.
—Livy...
—No —lo corto. Tiene que saberlo.
Me alejo de su espacio personal y me siento al otro lado de la cama, donde no
pueda tocarme.
—Livy, ¿qué estás haciendo? —pregunta intentando alcanzarme—. Ven aquí.
—Tienes que saber una cosa —susurro nerviosa. Me niego a mirarlo a la cara.
—¿Hay más?
Retira la mano, como si fuera a morderle. Está receloso, actúa con cautela. No
me inspira confianza. Lo he sorprendido más con mis secretos que él a mí con sus
cambios de humor (de dominante a pasivo, de frío a cariñoso en un abrir y cerrar de
ojos).
—Hay una cosa más —confieso, y lo oigo suspirar, preparándose para la
siguiente bomba.
Para él, es posible que sea la más terrible de todas.
—Me parece que esto es una conversación, Livy —dice en tono cortante e
intimidatorio, ese que hace que o me burle de él o me achique como un insecto. Esta
vez, me achico.
—Sigues resultándome fascinante —digo mirándolo—. Todas tus manías y
tu perfeccionismo, el hecho de que estés siempre retocando cosas que ya están más
que perfectas y la forma en que te gusta tenerlo todo dispuesto de cierta manera.
Me mira muy serio, con el ceño fruncido, y por un segundo tengo la
impresión de que va a negarlo todo, pero no lo hace.
—Debes aceptarme tal y como soy, Livy.
—A eso me refiero.
—Explícate —exige bruscamente.
Me hago aún más pequeña.
—Me das órdenes —digo hecha un manojo de nervios—, y debería aterrarme
o quizá deberían entrarme ganas de mandarte a paseo, pero...
—Creo que anoche me dijiste que me fuera al infierno.
—Culpa tuya.
—Es probable —concede con un gruñido, y pone esos ojos azules tan divinos
en blanco—.
Continúa.
Sonrío para mis adentros. Lo está haciendo. Está siendo brusco y estirado,
pero es atractivo hasta cuando me pone de los nervios. Me siento a salvo con él.
—No sé si mi corazón podrá sobrevivir a ti —digo en voz baja observando su
reacción—, pero quiero aceptarte tal y como eres.
No debería sorprenderme que permanezca impasible, y no me sorprende,
pero sus ojos me dan una pista. Me dicen que ya sabe cómo me siento. Sería un
estúpido si no lo supiera.
—Me he enamorado.
Su mirada azul acaricia mi alma. Es todo comprensión.
—¿Por qué estás en la otra punta de la cama, Livy? —me pregunta con voz
ronca y segura.
Mis ojos recorren la distancia entre nuestros cuerpos. Nos separa un buen
trozo de colchón.
Quizá me haya pasado un poco al decidir que necesitaba distancia, pero no
quería sentir cómo su cuerpo se ponía tenso al oírme decirlo. No lo he dicho, pero
Miller es un hombre inteligente. He mostrado mis cartas y ahora están boca arriba
para que todo el mundo las vea.
—No, no era...
—¿Por qué estás en la otra punta de la cama, Livy?
Nuestras miradas se encuentran. Me mira muy serio, como si le molestara mi
distanciamiento, pero sigo viendo comprensión en sus ojos.
—Yo no...
—Ya me has hecho que me repita —me corta—. No me obligues a tener que
decírtelo otra vez.
Tardo en reaccionar. Cuando estoy a punto de volver junto a él, decido no
hacerlo porque no sé en qué estará pensando esa cabecita tan complicada.
—Le estás dando demasiadas vueltas, Livy —me advierte—. Quiero «lo que
más me gusta».
Me muevo un centímetro, despacio, pero no me recibe con los brazos abiertos
y ni viene a por mí. Se limita a observarme impasible, a seguir mi mirada, que se
acerca a sus ojos hasta que me acurruco en su regazo y lo rodeo titubeante con los
brazos. Siento sus manos en mis caderas, me acarician la espalda. Hunde la cara en
mi pelo y de repente somos como dos piezas de un puzle que encajan
perfectamente la una con la otra. Un abrazo perfecto. «Lo que más le gusta» a Miller
empieza a ser «lo que más me gusta» a mí también. No hay nada como la sensación
de paz y seguridad que me da con sus abrazos. Sus caricias me libran de la angustia
y la desesperación.
—No sé si podría vivir sin ti. Siento que te has convertido en parte de mí, que
sin ti no podría ni respirar. —No estoy exagerando.
La pesadilla ha sido demasiado real, y lo mal que lo he pasado es razón
suficiente para sincerarme. Pero él está muy callado, demasiado. Siento los latidos
de su corazón en mi pecho y late a un ritmo tranquilo, ni sorprendido ni acelerado.
Eso es todo lo que siento. ¿Qué estará pensando? Probablemente que soy una
ingenua y una tonta. Nunca antes me había sentido así, pero es un sentimiento
intenso e incontrolable. No sé si tengo lo que hay que tener, y dudo mucho que
Miller lo tenga.
—Di algo, por favor —suplico, y recalco mi petición con un pequeño
achuchón—. Lo que sea.
Me devuelve el achuchón y sale del santuario de mi cuello. Coge aire y lo
suelta despacio entre los labios. Yo también inspiro hondo, sólo que contengo la
respiración.
Desliza las palmas de las manos por mi espalda hasta que llegan a mi pelo.
Me peina con los dedos. Luego me mira a los ojos.
—Mi niña dulce y bonita se ha enamorado del lobo feroz.
Frunzo el ceño.
—No eres el lobo feroz —protesto. Lo otro no puedo negarlo. Tiene razón, y
no me avergüenza: estoy enamorada de él—. Y creía que ya habíamos dejado claro
que de dulce no tengo nada.
Quiero tocarle el pelo y besarle los labios, pero él parece abatido, casi como si
lo preocupara saber que alguien lo quiere.
—De eso, nada. Eres mi niña y eres muy dulce, y esta conversación acaba
aquí.
—Vale. —Sucumbo de inmediato y sin oponer resistencia. Odio el tono
cortante de su voz, pero en secreto me encanta lo que ha dicho. Soy suya.
Suspira y me da un beso casto.
—Debes de estar hambrienta. Deja que te prepare algo de comer.
Desenreda nuestros cuerpos y me pone de pie. Me examina con atención.
Todavía llevo puesta su camisa, desabotonada, abierta, y está arrugada a más no
poder.
—Mira cómo la has dejado —murmura.
Y, con eso, vuelve a ser el Miller Hart preciso y perfecto de siempre, como si
no acabara de confesarle mi amor por él.
—Deberías comprar camisas que no necesiten ningún planchado —digo
intentando estirarla.
—Ésas están hechas de tela barata.
Me aparta las manos y empieza a abotonarme la camisa. Incluso me coloca
bien el cuello.
Luego asiente con aprobación y me coge de la nuca.
Ya lleva puestos los pantalones cortos negros. Lo que significa que, mientras
yo estaba teniendo una pesadilla, mi maniático y guapísimo Miller estaba poniendo
la casa en orden.
—Siéntate, por favor —me dice cuando llegamos a la cocina. Me suelta la
nuca—. ¿Qué te apetece comer?
Aposento el pandero en la silla. Está fría, y me acuerdo de que no llevo
bragas.
—Lo que vayas a comer tú.
—Yo voy a prepararme una bruschetta. ¿Te apetece?
Saca un montón de fiambreras de la nevera y enciende el grill.
Está hablando de tomates, ¿no?
—Vale.
Apoyo las manos en el regazo para que pueda poner la mesa. Debería
ofrecerme a ayudar, pero sé que no le gustaría nada. Aun así, lo hago. A lo mejor
consigo hacerlo bien y Miller se lleva una sorpresa.
—Yo pongo la mesa —digo.
Me levanto y no se me escapa el modo en que se le tensan los hombros.
—No, por favor. Déjame mimarte. —Está utilizando el rollo ese de la
adoración para evitar que le fastidie su perfección.
—No es molestia.
Ignoro su cara de preocupación y me dirijo al armario en el que guarda los
platos mientras él empieza a echarles aceite de oliva a unas rebanadas de pan.
—¿Por qué no me dijiste que tenías un club? —le pregunto para distraerlo del
miedo que le causa que su niña le estropee su mesa perfecta.
Saco dos platos del armario, vuelvo a la mesa y los coloco con esmero.
Noto su recelo. Mira los platos, me mira a mí y sigue con el aceite de oliva.
—Ya te lo he dicho: no me gusta mezclar los negocios con el placer.
—¿Nunca vas a hablar de trabajo conmigo? —pregunto mientras voy hacia
los cajones.
—No, es agotador. —Dispone una bandeja llena de pan bajo el grill y
comienza a limpiar una suciedad inexistente—. Cuando estoy contigo sólo quiero
pensar en ti.
Vacilo al coger dos cuchillos y dos tenedores.
—No me parece mal —sonrío.
—Como si tuvieras elección.
Sonrío aún más.
—No quiero poder elegir.
—Entonces esta conversación no tiene sentido, ¿no te parece?
—Tienes razón.
—Me alegro de que lo hayamos aclarado —dice muy serio sacando el pan
tostado del grill —. ¿Vino para beber?
Vacilo otra vez. Seguro que no lo he oído bien. ¿Después de todo lo que le he
contado?
—Agua para mí. —Vuelvo hacia la mesa.
—¿Para acompañar una bruschetta? —dice asqueado—. No, vas a beber
Chianti con la bruschetta. Hay una botella en el mueble bar, y las copas están en el
armario de la izquierda.
—Señala la sala de estar con un gesto de la cabeza mientras con una cuchara
pone la mezcla de tomate cuidadosamente en las tostadas y las coloca en un plato
blanco.
Pongo los cuchillos y los tenedores en la mesa lo mejor que puedo y a
continuación me dirijo al mueble bar. Hay un montón de botellas de vino,
dispuestas en perfecto orden, con las etiquetas hacia fuera. No me atrevo a tocarlas.
Leo la etiqueta de todas las botellas pero no veo ninguna en la que ponga Chianti.
Frunzo el ceño y vuelvo a repasarlas todas. Están ordenadas de acuerdo con el tipo
de bebida que contiene cada una. Es entonces cuando veo una cesta con una botella
regordeta en su interior. Me acerco. En la etiqueta dice Chianti.
—¡Bingo! —sonrío.
Saco la botella de la cesta y abro el armario de la izquierda para sacar dos
copas. Brillan como espejos bajo la luz artificial de la habitación, y admiro cómo ésta
se refleja en el intrincado diseño del cristal tallado. Cojo un par y vuelvo a la cocina.
—Chianti y dos copas —proclamo levantando las manos, pero freno en seco
al ver que he perdido el tiempo poniendo la mesa.
Miller está doblando las servilletas limpias en triángulos perfectos y
colocándolas a la izquierda de los cubiertos.
Frunzo el ceño y él me lo frunce a mí. No tengo ni idea de por qué. Estudia la
botella, luego las copas y, exasperado a más no poder, me las quita de las manos.
Consternada, contemplo cómo vuelve a meter la botella en la cesta y a guardar las
copas en su sitio. He leído la etiqueta. Ponía Chianti. Y, puede que no sea una
experta en vinos, pero las copas eran de vino.
Arrugo aún más la frente cuando lo veo sacar dos copas del mismo armario,
luego coge el vino con la cesta y vuelve a la cocina.
—¿No vas a sentarte? —me pregunta empujándome hacia la mesa.
Me siento a modo de respuesta y observo cómo coloca las copas a la derecha
de los tenedores. Luego pone la cesta del vino entre los dos. No está satisfecho con
la disposición de los elementos, así que lo retoca todo y luego me sirve unos dedos
de vino en mi copa.
—¿Qué he hecho mal? —inquiero aún con el ceño fruncido.
—El Chianti se conserva en esta cesta, que se llama fiasco. —Se sirve un
poco—. Y las copas que habías cogido eran de vino blanco.
Miro las copas, que contienen un tercio de vino tinto, y frunzo el ceño aún
más.
—¿Acaso importa?
Me mira atónito y boquiabierto.
—Sí, importa mucho. Las copas de vino tinto son más anchas porque el
contacto con el aire le da al vino más profundidad y realza los distintos matices
para que uno pueda saborearlos en su conjunto. —Toma un sorbo y lo mueve de un
lado a otro de la boca durante unos segundos. Pienso que va a escupir, pero no lo
hace. Se lo traga y prosigue—: A mayor superficie, mayor exposición al aire. Por eso
importa el tamaño de las copas.
Me ha dejado sin palabras. Me intimida. Me siento una cateta.
—Eso ya lo sabía —gruño cogiendo mi copa—. Eres un sabelotodo.
Está luchando por contener la risa, lo sé. Ojalá se olvidara un rato de tanta
sofisticación y de sus modales estirados (que se multiplican por cien cuando se
sienta a la mesa) y me regalara esa sonrisa que hace que se me pare el corazón.
—¿Soy un sabelotodo porque aprecio la belleza de las cosas? —Arquea sus
cejas perfectas y levanta la copa que contiene el vino perfecto, luego bebe
lentamente un sorbo perfecto con un perfecto movimiento de sus labios perfectos.
—¿La aprecias o te obsesionas con ella? —Lo digo porque si de algo estoy
segura acerca de Miller Hart es de que se obsesiona con casi todo lo que tiene en su
vida. Espero ser una de esas obsesiones.
—Yo diría que las aprecio.
—Pues yo diría que te obsesionas.
Inclina la cabeza, le hago gracia.
—¿Estás hablando en clave, mi niña?
—¿Se te da bien descifrar claves?
—Como al que más —susurra lentamente, lamiéndose los labios. Me
derrito—. A ti he conseguido descifrarte. —Me señala con la copa—. Y también te
he conquistado.
No puedo negarlo, así que cojo una bruschetta.
—Qué pinta tiene.
—Coincido —asiente al tiempo que coge una de las tostadas.
Le hinco el diente a la mía con un ruidito de satisfacción. Me mira mal. Dejo
de masticar y me pregunto qué habré hecho ahora. No tardaré en enterarme. Coge
el cuchillo y el tenedor y, como buen petulante, me demuestra cómo se debe cortar
la tostada, llevarse el tenedor con un pedazo a la boca y luego dejar los cubiertos
sobre el plato. Mastica y observa cómo me ruborizo. Tengo que refinarme.
—¿Te molesto? —pregunto dejando mi bruschetta en el plato y cortándola
como ha hecho él.
—¿Si me molestas?
—Sí.
—Ni mucho menos, Livy. Excepto cuando actúas como una descerebrada.
—Me mira con desaprobación y decido hacer como que no lo he visto—. Me
fascinas.
—¿Pese a mis modales vulgares? —pregunto con calma.
—No eres vulgar.
—No, en eso tienes razón. Pero tú sí que eres un esnob. —Se atraganta,
sorprendido—. A veces —añado.
Mi hombre guapísimo suele ser un caballero, salvo cuando se comporta
como un capullo arrogante.
—No creo que tener buenos modales sea lo mismo que ser un esnob.
—Lo tuyo va más allá de los buenos modales, Miller. —Suspiro y me resisto a
poner los codos encima de la mesa—. Aunque me gusta, la verdad.
—Ya te lo he explicado antes, Livy. Debes aceptarme tal y como soy.
—Ya lo he hecho.
—Y yo a ti.
Me retraigo, ese comentario me ha dolido de verdad. Quiere decir que me
acepta pese a mi pasado vergonzoso y mi falta de modales, eso es lo que quiere
decir. Yo he aceptado a un caballero a media jornada con una fascinante
compulsión por tenerlo todo en perfecto estado de revista, mientras que él ha
tenido que aceptar a una boba descerebrada que no distingue las copas de vino
blanco de las de vino tinto. Aunque tiene razón y me alegro de que me haya
aceptado, no es necesario que me recuerde mis defectos una y otra vez.
—Le estás dando demasiadas vueltas, Livy —opina sacándome de mis
deliberaciones mentales.
—Perdona, es que no entiendo...
—Te estás comportando como una tonta.
—No creo que...
—¡Ya basta! —exclama cambiando de sitio la copa de vino que acaba de dejar
sobre la mesa—. Acepta que va a ser así, como te he dicho que iba a ser.
Me encojo en mi silla, en silencio.
—Ya te he explicado que no es necesario entender nada. Va a ser así, y ni tú
ni yo podemos ni debemos hacer nada al respecto.
Coge de nuevo la copa, que había colocado bien para nada, y echa un buen
trago. No un sorbo, no se para a paladearlo ni a disfrutarlo, sino que se lo traga.
Está muy enfadado.
—Mierda. —Deja la copa sobre la mesa con demasiada fuerza y se lleva las
manos a la cabeza—. Livy, yo... —Suspira y se levanta de repente de la silla.
Extiende los brazos hacia mí —. Ven aquí, por favor.
Yo también suspiro, me pongo en pie meneando la cabeza con frustración y
acudo a su lado. Me encaramo en su regazo y dejo que se disculpe dándome «lo que
más le gusta».
—Lo siento —susurra besándome el pelo—. Me molesta cuando hablas así,
como si no lo valieras. Soy yo quien realmente no te merece.
—Eso no es verdad —digo apartándome de su pecho para mirarlo a la cara.
Es una cara muy bonita, y la sombra del día anterior realza el azul brillante de sus
ojos.
Cojo un mechón de su pelo rizado y lo retuerzo entre los dedos.
—Podemos no estar de acuerdo en todo —añade.
Me besa, y los movimientos de su lengua son todas las disculpas que necesito.
Todo vuelve a estar bien en el mundo, pero ese mal genio del que me había hablado
y que va apareciendo de vez en cuando comienza a preocuparme un poco. Siempre
parece una furia por un instante, y veo claramente cómo tiene que luchar para
dominarse.
Tras disculparse profusamente me da la vuelta en su regazo y me mete un
trozo de bruschetta en la boca. Luego se come él otro trozo. Comemos en silencio, a
gusto, aunque me sorprende que sus modales en la mesa le permitan comer
conmigo en brazos y no, en cambio, que la botella de vino no esté perfectamente en
su sitio.
Todo es paz y tranquilidad hasta que suena su iPhone.
—Si me disculpas...
Me deja en el suelo y va a coger el teléfono, que está en los estantes que hay
junto a la nevera. Pone cara de disgusto al ver el nombre que aparece en la pantalla.
—Miller Hart.
Sale de la cocina y me siento en mi silla.
—Ningún problema —le dice a quienquiera que haya llamado. Su espalda
desaparece de mi vista.
Aprovecho la ocasión para estudiar la disposición de lo que hay encima de la
mesa, intentando averiguar de nuevo si existe alguna lógica en su locura. Levanto
su plato para ver si debajo hay alguna marca que señale su posición. No la
encuentro pero, por si acaso, levanto también el mío. Nada. Sonrío y llego a la
conclusión de que debe de haber marcas para todo pero Miller es el único que
puede verlas. Cojo la copa de vino tinto y la huelo antes de dar un sorbo, con
cautela.
Vuelve a la cocina y deja el teléfono móvil de nuevo sobre el estante.
—Era el gerente de Ice.
—¿El gerente?
—Sí, Tony. Se encarga de todo cuando no estoy.
—Ah.
—Mañana me hacen una entrevista y quería confirmar la hora.
—¿Vas a salir en el periódico?
—Sí. Es una entrevista sobre la apertura de un nuevo club para la élite de
Londres. — Empieza a cargar el lavavajillas—. Es mañana a las seis, ¿te apetece
acompañarme?
Soy el colmo de la felicidad.
—Creía que no mezclabas los negocios con el placer. —Enarco una ceja en su
dirección y él hace lo propio. Ese gesto me hace sonreír.
—¿Te apetece acompañarme? —repite.
Sonrío de oreja a oreja.
—¿Dónde es?
—En Ice. Luego iremos a cenar. —Me mira de reojo—. Es de mala educación
rechazar una invitación para cenar de un caballero —dice muy serio—.
Pregúntaselo a tu abuela.
Me echo a reír y recojo los platos de la mesa.
—Acepto tu oferta.
—Espléndido, señorita Taylor. —Está de buen humor, y yo ya no puedo
sonreír más—.
¿Me permite sugerirle que telefonee a su abuela?
—Por supuesto. —Dejo los últimos platos en la encimera, y Miller los aclara y
los carga en el lavavajillas—. ¿En qué cajón has guardado mis cosas?
—El segundo de abajo. Y no tardes. Tengo un hábito y lo necesito para
perderme con él entre las sábanas.
Está serio, pero me importa un pimiento.
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