17
Los días pasan y mi mejoría es patente. Con penita, el jueves me
despido de Graciela y Dexter. Regresan
a México, pero prometemos vernos aquí o allí.
Añoro la compañía de Graciela. Es una niña tan buena que es
imposible no echarla de menos. Laila
sigue en casa. La verdad es que es encantadora. No he hablado
todavía con Simona, pero conmigo, al
menos la muchacha es muy maja.
Eric vuelve al hospital. Tiene que hacerse una revisión por su
problema en la vista. Marta me deja
entrar con él mientras lo atiende y, acobardada, observo lo que le
hacen. Cuando termina, los tres nos
sentamos en el despacho de Marta y ésta pregunta:
—¿Te ha dolido la cabeza últimamente?
—Un par de veces.
Al oírlo, protesto.
—¿Y por qué no me lo has dicho?
—Porque no quería preocuparte —responde Eric.
Resoplo y miro a Marta, que me pide calma antes de proseguir:
—Eric, de momento todo va bien, pero si te vuelve a doler la
cabeza, dímelo, ¿vale?
Él asiente y, cuando salimos del hospital, mi alemán me mira y
murmura:
—Sonríe y yo sonreiré.
Días después, cuando ya me encuentro muchísimo mejor de mi
accidente, llamo a mi padre y le
cuento lo ocurrido. Como siempre, el hombre se asusta y se molesta
porque se lo he contado a toro
pasado, pero también, como siempre, me lo perdona. Es un amor.
Hablo asimismo con mi hermana, que es harina de otro costal.
Raquel se enfada, gruñe y me llama
descerebrada por seguir montando en moto. Yo la escucho… la
escucho… y la escucho y cuando estoy a
punto de mandarla a hacer gárgaras, pienso en cuánto la quiero y
la sigo escuchando. No hay otro
remedio.
Cuando por fin se explaya a gustito, le pregunto por Juan Alberto.
Sé por Eric que de Bélgica regresó
a España y no me sorprende cuando ella me dice que se han visto en
Jerez. Pero ahora él ya ha vuelto a
México, aunque la llama por teléfono cada dos por tres.
Suena tranquila y parece sosegada, pero sé que sufre. No dice
nada, pero lo pasa mal y por ello yo no
voy a meter más el dedito en la llaga.
Al colgar, me recuesto en la cama y me duermo. Cuando me
despierto, a los diez minutos, Simona
entra en mi cuarto con un vasito de agua y unas pastillas. Toca
medicación. Cuando acabo, ella dice con
guasa:—
¿Quieres que veamos desde aquí Locura Esmeralda? Empieza en diez minutos.
Asiento. Hago que se siente en la cama, se apoye en el respaldo y
le pregunto:
—¿Qué ocurre con Laila?
—¿Por qué crees que ocurre algo?
Tentada estoy de mentirle, pero es Simona y digo:
—Te oí discutir con Norbert sobre su visita. Además, me he fijado
y ella no tiene buen rollo ni
contigo ni con Björn, pero todos disimuláis. ¿Me vas a contar lo
que pasa?
Simona se toca la cara y, tras retirarse el pelo, dice:
—No es mi sobrina, sino la de Norbert. Y la antipatía que le tengo
es mutua. Según la madre de ese
monstruito, trabajamos sirviendo por mi culpa y por eso siempre
nos tratan con desprecio. Pero ¿sabes
qué?, prefiero ser sirvienta que un ser deplorable como esa niña,
por muy licenciada en Económicas que
sea.
—¿Por qué dice eso?
—No es trigo limpio, Judith. —Y, bajando la voz, añade—: Ayer
mismo volví a discutir con Norbert
por culpa de esa sinvergüenza. Le mete pajaritos en la cabeza y…
—¿Pajaritos? ¿Qué pajaritos?
—La madre de Laila vive en Londres y quiere que, cuando nos
jubilemos, nos traslademos también
allí. Pero yo no pienso ir a Londres ni a ningún otro lado. Me
niego.
Vaya tela. Si es que en todas las familias hay líos. Y sin saber
qué decirle al respecto, comento:
—Oí que hablabas de lo ocurrido con Björn, ¿de qué se trata?
—Ella hizo algo muy feo de lo que no voy a hablar. Prefiero que
sea el propio Björn quien te lo
cuente. Pero esa horrible niña es mala… muy mala.
Sin saber a qué se refiere, voy a preguntar, cuando la musiquita
de Locura Esmeralda comienza y
decido callar. Ya seguiremos en otro momento.
Con la angustia reflejada en nuestros rostros, somos testigos de
cómo Luis Alfredo Quiñones se
recupera tras el tiro que recibió en el pecho, pero sufre amnesia
y no recuerda nada. Ni siquiera que su
amada es Esmeralda Mendoza y que es padre de un hermoso niño. Ella
sufre. Nosotras sufrimos.
Madre mía, ¡menudo culebrón!
Llega octubre y mi accidente está olvidado. Eric y todos me han
cuidado, todo va viento en popa y a
veces siento un miedo horroroso de ser tan feliz.
En este tiempo, Eric y yo hemos discutido un par de veces por el
tema laboral. Yo quiero trabajar,
pero él no quiere que lo haga. Cree que el hecho de que yo trabaje
nos restará tiempo de estar juntos y
nos traerá problemas.
No soporto que me limiten la vida y, al final, cada vez que
hablamos de ello, uno de los dos termina
marchándose de la habitación dando un portazo.
En ese tiempo, un par de domingos por la mañana, Eric, junto a
Flyn y Laila, van al campo de tiro. Yo
me niego. No me gustan las armas y prefiero mantenerlas fuera de
mi vida.
Una mañana, Eric me llama desde la oficina y me pide que me
acerque al despacho de Björn para
firmar unos papeles. Cuando le pregunto qué papeles son y me
contesta que se trata del testamento de los
dos, me quedo fría. Tiesa. En Alemania son previsores hasta para
eso.
Tras razonarlo, entiendo sin embargo que eso es lo mejor. Anda que
no evito problemas a mis
familiares si realmente me pasa algo.
En el despacho, todos me saludan con afabilidad. Soy la señora
Zimmerman y eso los sorprende a
todos excepto a Helga, que, al verme, me saluda encantada. Yo me sonrojo
un poco al recordar lo que
hice meses atrás en el hotel con ella.
¡Uf… qué calor!
Cuando entro en el despacho de Björn, los calores se convierten en
sudores. La última vez que estuve
aquí terminé sobre la mesa del despacho, desnuda y abierta de piernas.
Björn, al verme, se levanta y me da dos besos en la mejilla.
Con profesionalidad, me enseña los papeles que Eric ya ha firmado
y me entero de que nuestro amigo
además de abogado es notario.
¡Menudo partidazo es!
Guapo, buenorro, elegante, abogado y notario, ¡casi ná!
Me explica que Eric ha incluido en unas cláusulas a mi padre,
hermana y sobrinas como
beneficiarios. Eso me emociona. Mi marido piensa en todo. Al
final, cojo un bolígrafo y firmo,
convencida de que no me voy a morir y de que voy a vivir muchos
años.
Cuando acabamos, Björn me propone comer juntos. Yo acepto. Quiero
hablar con él de Laila.
¡La necesidad de saber qué ocurre me corroe!
Caminamos del brazo hacia el restaurante. Björn bromea
continuamente conmigo y yo no puedo parar
de reír. Pedimos vino y brindamos por todos los años que Eric y yo
vamos a vivir. Entre risas, vamos a
comenzar a charlar de nuestras cosas cuando aparecen unos amigos
de él y se sientan con nosotros.
Nuestra charla se tiene que aplazar. Finalmente, pido una
Coca-Cola y paso de vino.
Una tarde en la que estoy aburrida en casa, recibo una llamada de
Sonia. Quiere que vaya a verla.
Acepto encantada. No tengo nada mejor que hacer.
Norbert me lleva.
Cuando llego, mi suegra me recibe con el cariño de siempre. Es
maravillosa. Estamos charlando
cuando, de pronto, suena en la radio la canción September, de los Earth, Wind & Fire y Sonia comenta
divertida:
—¿Sabes que siempre que la oigo me acuerdo de la primera vez que
te vi bailándola como una loca
en aquel hotel de Madrid?
—¿En serio? —Ella asiente y yo añado—: Me encanta esta canción.
—¡Y a mí!
Ambas reímos y, levantándose, propone:
—Pues entonces, bailemos.
Nos levantamos. ¡Mi suegra es la bomba! Sube el volumen y
comenzamos a bailar como dos posesas,
mientras cantamos:
Ba de ya, say do you remember.
Ba de ya, dancing in September.
Ba de ya, never was a cloudy day.
De pronto aparece Marta, ¡la que faltaba!, y al vernos tan
animadas se une a la fiesta y las tres
bailamos como locas.
Cuando acaba la canción, nos sentamos entre risas y alboroto, con
el subidón de September.
La asistenta que vive con Sonia nos trae unas bebidas fresquitas.
Rápidamente, cojo una Coca-Cola.
Estoy sedienta.
—Bueno, mamá, pasado el momento euforia, ¿qué ocurre?
Eso llama mi atención. ¿Ocurre algo?
Madre e hija se miran, después Sonia me mira a mí y dice:
—Necesito vuestra ayuda.
Marta y yo nos miramos y mi suegra continúa:
—Ya sabéis que rompí con Trevor Gerver hace meses, ¿verdad?
Asentimos.
—Pues resulta, que, anteanoche, cuando estaba cenando con un amigo
en un restaurante, lo vi
aparecer del brazo de una jovencita monísima.
—¿Y qué, mamá?
—Pues que esa jovencita no tendría más de treinta años.
—¿Y qué? —pregunto yo.
—Que me dio mucha rabia verlo tan bien acompañado —murmura Sonia.
Yo parpadeo. No entiendo nada. Sé que mi suegra pasaba de ese
hombre. Entonces, Marta pregunta:
—¿Te dieron celos?
—No, hija.
—Entonces, ¿qué pasa?
—Pues que me dio rabia que su acompañante fuera más joven que el
mío.
Me da la risa. No lo puedo remediar. Sonia nunca para de
sorprenderme y Marta protesta.
—Mamá, por favor, pero ¿de qué hablas?
Yo sigo riéndome, cuando Sonia explica:
—Trevor, al verme, se acercó a mí y me invitó a una fiesta que da
mañana en su casa.
—¿Y qué? —pregunta Marta.
—Pues que es un problema, hija.
—Pues no vayas —intervengo yo—. Si no te apetece, ¡con no ir,
solucionado!
Ella me mira y resopla. Yo cada vez entiendo menos qué ocurre,
cuando Sonia, mirándonos, suelta:
—Quiero ir a esa fiesta. Pero no con un hombre de mi edad. Lo que
quiero es ir con un joven guapo y
atractivo. Vamos, ¡de escándalo! Quiero que ese presumido de
Trevor Gerver se dé cuenta de que una
mujer como yo también puede levantar pasiones en los más
jovencitos.
Bueno… bueno… bueno… ¡si me pinchan no sangro!
—Mamá, ¿quieres contratar a un gigoló?
—No.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres, Sonia? —pregunto, totalmente
perdida.
Desesperada, la mujer nos mira y, tras beber de su bebida, grita,
levantando las manos:
—Un bombón, ¡eso es lo que quiero!
Marta y yo nos miramos y segundos después rompemos a reír.
Me parto. ¡Me muero de risa!
Sonia es la bomba y al ver que las dos no podemos parar de reír,
protesta:
—Pues vaya ayuda que tengo con vosotras.
—Mamá… mamá… pero…
Marta no puede continuar. Al verme a mí reír, sigue riendo y Sonia
nos observa. Al final,
conseguimos parar y mi cuñada dice:
—A ver, mamá, ¿cómo quieres que te ayudemos?
Y al ver la cara con que nos mira, muerta de risa respondo en su
lugar:
—Creo que lo que quiere es que le busquemos un guaperas del
Guantanamera, ¿verdad?
—Mamááááá —protesta Marta.
—Pues sí, hijas. Necesito un mulato sabrosón que sea buena persona
y que deje a Trevor Gerver y su
acompañante a la altura del betún —dice la mujer, aplaudiendo.
—Mamááááá —repite Marta.
Una vez desvelado su deseo, Sonia nos mira y añade:
—Si esto no fuera importante para mí, no os lo pediría. Pero sé
que vosotras podéis conocer a un
muchacho decente que me acompañe.
Cuando puedo parar de reír, miro a Marta y ella, divertida,
responde:
—Vale, mamá. Lo que quieres es un chico que te acompañe a la
fiesta, no te meta mano y te deje
como una reina delante de todos, ¿verdad?
—¡Exacto, hija! No quiero un putero, ni un gigoló que cobre sus
servicios. Sólo un muchacho guapo,
decente y divertido que quiera acompañar a una pobre anciana.
—No te pases con el drama… Julieta —me mofo y Sonia se ríe.
—Mamá, lo de pobre anciana sobra, ¿no crees?
Ella suelta una carcajada y, mirándonos, contesta:
—Vale, vale… En resumidas cuentas, necesito un bombón que sea
amigo vuestro y del que me pueda
fiar.
—Se lo podemos decir a Reinaldo —sugiero divertida.
—No —dice Marta—, Reinaldo estuvo en tu boda y Trevor lo puede
reconocer.
Las dos pensamos y pensamos hasta que de pronto nos miramos y
soltamos divertidas:
—¡Don Torso Perfecto!
—¿Y ése quién es? —pregunta Sonia.
—Máximo. Un amigo —aclara Marta—. Llegó a Alemania hace seis meses
y es un tío muy majo. Por
cierto, profesor de baile, y está enrollado con Anita.
—¡No me digas! —exclamo alucinada y Marta asiente.
—¿Anita es tu amiga la de la tienda de ropa? —pregunta Sonia.
—Sí, mamá.
Mi suegra me mira y yo explico:
—Máximo es todo un bombón, pero no es mulato, sino argentino.
—Che, boludo —aplaude Sonia—. Me encantan los argentinos.
Marta rápidamente coge el móvil, llama a Anita y le cuenta lo que
ocurre. Ésta queda en comentárselo
a Máximo y nos llamará. Cuando cuelga, Sonia me mira y dice:
—Por lo que más quieras, hija de mi vida, a Eric no se lo cuentes
o no me habla el resto de mi vida.
Divertida, asiento. Voy a volver a guardarle un secreto a Sonia y
contesto:
—Tranquila, no le diré ni mu. Porque como se entere de que te he
ayudado en esto, deja de hablarme
a mí también.
Todas nos reímos. Conocemos a Eric y ¡si se entera, nos mata!
Suena el teléfono de Marta. Es Máximo. Quedamos en verlo en una
hora en la tienda de Anita.
Muerta de risa, subo con mi suegra y mi cuñada al coche de ésta y
vamos hacia allá.
La situación me parece surrealista, pero divertida. Una
excentricidad más de Sonia. Cuando entramos
en la tienda, el bombón no ha llegado todavía y charlamos tranquilamente
con Anita. Le parece buena
idea que su novio acompañe a la madre de su mejor amiga, aunque
ríe al entender las intenciones.
Cuando aparece Máximo, la cara de Sonia nos dice lo que piensa de
él. ¡Le encanta!
El argentino es impresionante, no sólo por lo simpático que es,
sino por lo bueno que está. Con un
cariñoso beso, nos saluda a todas y, cuando mira a Sonia, la coge
del brazo y, dejándonos a todas
muertas, dice:
—Vos y yo vamos a ser los reyes de esa fiesta.
Mi suegra asiente y todos nos reímos. Media hora más tarde han
concretado los detalles y, cuando nos
alejamos en el coche, miro a Sonia y digo:
—Pues nada, suegra, ¡a pasarlo bien!
—Oh, sí, hija, ¡no lo dudes!
Volvemos a reír y Marta, que conduce, al parar en un semáforo
dice:
—Mamá, Jud y yo sólo te podemos decir una cosa.
Sonia nos mira y pregunta:
—¿Qué, hijas?
Muertas de risa, las dos nos miramos y gritamos al unísono:
—¡Azúcar!
Dos días después, cuando llamo a Sonia para ver qué tal fue todo,
la mujer está muy feliz. Máximo se
comportó como un caballero y Trevor Gerver y todos los asistentes
a la fiesta se quedaron sin habla ante
la galantería y el buen ritmo de caderas del argentino.
Pasan los días, mi accidente de moto está olvidado y mi muñeca
perfecta. Eric y yo cada día nos
queremos más, a pesar de nuestras discusiones por el trabajo. Flyn
está contento en el colegio. Es un buen
año para él.
Lo único que me agria la existencia es pensar en mi amada moto. El
día que veo la cruda realidad, me
da tal bajón que hasta se me saltan las lágrimas. Mi preciosa
Ducati Vox Mx 530 de 2007 está mala…
muy malita.
Cuando regresamos a casa, no quiero hablar de motos. Eric, más
interesado que yo, ni lo menciona e,
intentando hacerme olvidar, llama a Marta y le sugiere que quede
conmigo y con Laila para animarme.
Noches después, me voy de juerga con ellas y terminamos en el
Guantanamera.
¿Por qué siempre vamos allí?
Estoy segura de que cuando Eric se entere torcerá el morro. No le
gusta que vaya a ese sitio, donde,
según él, sólo se va a ligar. Pero está equivocado. Yo voy al
Guantanamera a bailar y a pasármelo de
vicio mientras grito «¡Azúcar!».
Reinaldo, al vernos llegar, me saluda con cariño y, poco después,
ya estoy bailando Quimbara como
una loca con él.
El tío baila estupendamente y hace que parezca que también yo sé
bailar. No es que sea una
especialista, pero, oye, ¡sé moverme muy bien!
Llegan Anita y Máximo. Éste, al vernos, nos habla de Sonia y de lo
bien que se lo pasó con ella. Me
invita a bailar después y yo acepto. Máximo es como Reinaldo, ¡tiene
un ritmazo en el cuerpo que no se
puede aguantar!
Hace calor y bebo varios mojitos. Están de muerte y los disfruto.
Me fumo algún que otro cigarrito
con Marta y, por unas horas, me olvido de mi moto y de las
discusiones por el trabajo y vuelvo a sonreír.
Sobre las doce de la noche, inesperadamente aparece el bombonazo
de Björn acompañado por
Fosqui, el caniche estreñido. Nos sorprendemos al encontrarnos allí y
observo que Laila rápidamente se
va a bailar con un tipo.
Björn, al verme tan acalorada, se acerca a mí y, tras darme un par
de besos en la mejilla, pregunta:
—¿Qué haces aquí?
Con varios mojitos encima, contesto:
—Bailar, beber y gritar «¡Azúcar!».
Él suelta una carcajada. El caniche no.
—¿Está Eric aquí? —pregunta.
—Noooooooooo… no le gusta este antro de perversión.
Mi amigo asiente, mira alrededor y cuchichea:
—Si fueras mi mujer, a mí tampoco me gustaría.
Me río. ¡Otro plasta como su amigo!
Cuando comienza la siguiente canción, lo agarro de la mano y lo
invito a bailar. Vaya… vaya… tiene
ritmo cubano el alemán.
La intensidad de la canción sube y, con ella, nuestro ritmo y
nuestras risas.
El caniche baila también con un amigo de Reinaldo y Björn,
acercándose a mi oído, murmura:
—No te conviene salir con Laila.
—¿Por qué?
—No es una buena persona.
Al oír eso, recuerdo que tenemos una conversación pendiente y,
tirando de él, lo llevo hasta la barra
sin importarme los ladridos del caniche. Le pido dos Margaritas al
camarero y digo:
—Cuéntame qué pasó entre tú y Laila.
El guaperas de mi amigo asiente, bebe un trago de su bebida y,
clavando sus ojos azules en mí, se
toca la barbilla.
—¿Sabes quién es Leonard Guztle?
—No.
—Era el hombre que vivía con Hannah y Flyn cuando…
—¡Lo conozco!
—¿Lo conoces?
Asiento y explico:
—Hace unos meses, una tarde que paseaba con Susto por la urbanización, vi un hombre al que no le
funcionaba el coche. Me acerqué a él, le eché un vistazo y era un
fusible. Se lo cambie y él se presentó.
Luego llegó Eric y hubo un mal rollo increíble. Cuando el hombre
se fue, Eric me dijo que era Leonard
Guztle, el novio de Hannah, que al morir ésta no quiso saber nada
de Flyn. Es ése, ¿verdad?
Björn asiente.
—Pues ahora que sabes lo que piensa Eric de ese imbécil, ¿qué te
parece si te digo que pillé a Laila
con él en el coche de Eric, a la semana de morir Hannah?
Boquiabierta, lo miro y él añade:
—Vi un antiguo Mercedes que Eric tenía aparcado en el garaje de mi
edificio y, al reconocerlo, me
acerqué a él. La sorpresa fue encontrarme a esos dos follando como
mandriles en la parte de atrás.
Hannah acababa de morir y…
—Madre mía, si Eric se entera.
—Exacto, ¡si Eric se entera! Pero no se enteró. Le evité el mal
trago. Eso sí, le dije a esa idiota que
se alejara inmediatamente de Eric o le contaría la verdad.
—Gracias, Björn —murmuro agradecida—. Oye, ¿y por qué estaban en
tu garaje?
—Tras lo de Hannah, Leonard alquiló un piso en el mismo edificio
donde yo vivo. Pero el problema
surgió cuando esa descerebrada les fue a sus tíos con el cuento de
que yo había intentado propasarme con
ella ese día y le había roto el vestido que llevaba.
—¿Cómo dices?
—Sí, amiga. Lo que oyes. Pero Simona, que es muy lista, me lo
preguntó y yo la saqué de su error.
Parpadeo y alucino.
¡Pedazo de zorrasca es Laila!
Björn bebe un nuevo trago de su bebida y prosigue:
—Por suerte para mí y desgracia para ella, en el edificio donde
vivo y en mi casa hay cámaras y les
pude enseñar la grabación en que se la veía con Leonard y confirmé
que quien le rompió el vestido fue él
y no yo. Tras eso, Laila se marchó a vivir a Londres con su madre.
Sin palabras me ha dejado.
Miro a Laila. Ella me mira e intuyo que supone lo que Björn me
cuenta. Su mirada no me gusta. Mi
sexto sentido se reactiva y auguro problemas.
—Por lo tanto, queridísima Jud, cuanto más lejos tengamos todos a
esa mujer, mejor. Es una víbora
con piel de cordero.
Laila nos observa.
Ya no baila.
Habla con el caniche y las dos parecen entenderse. De pronto, una
idea cruza mi mente y pregunto:
—¿Has dicho que también tienes cámaras en tu casa?
—Sí.
Mi cara lo dice todo. Él sabe lo que pienso y, acercándose,
cuchichea:
—Tranquila, cuando Eric y tú me visitáis, las apago.
—¿Seguro?
Él asiente.
—Segurísimo. Nunca dudes de mi amistad. Os valoro demasiado a los
dos.
En ese momento, Marta se nos acerca y, apoyándose en Björn, dice:
—Pero si está aquí el bomboncito sabrosóóóóón.
Björn, divertido, la coge de la cintura.
—Hola, preciosa. Vaya marcha llevas. ¿Dónde está Arthur?
—Trabajando —responde.
Después, mueve las caderas y se mofa.
—Sinceramente, creo que en otra vida fui cubana. Me va este
rollito cantidad.
Los tres reímos y la loca de mi cuñada, tras beberse mi mojito,
grita «¡Azúcar!». Y moviendo las
caderas sale de nuevo a la pista para bailar con Máximo. Sedienta,
pido otro mojito más y Björn
pregunta:
—¿Cuántos llevas?
—Unos cuantos.
—Ten cuidado o mañana estarás fatal.
Asiento sonriendo y, cuando el camarero me trae mi nuevo mojito,
bebo un trago y digo:
—Tranquilo. Y deja de tratarme como si fueras Eric o mi padre.
Divertidos, miramos la pista, donde mi cuñada baila.
—Qué divertida es Marta.
Sin poder evitarlo, miro al caniche, que baila con Reinaldo, y
pregunto:
—¿Cómo puedes estar con una tía tan… tan antipática?
Björn me mira, sabe a quién me refiero, y responde:
—Porque las simpáticas e interesantes ya estáis ocupadas.
Eso me hace reír. Él y sus halagos.
No me incomodan, sé que son totalmente inocentes. Al ver que un
par de mujeres se ponen a nuestro
lado y se lo comen con los ojos, pregunto:
—¿Nunca has estado en serio con nadie?
El alemán sonríe, guiña un ojo a las mujeres que están detrás de
mí y niega con la cabeza.
—No. Soy demasiado exigente.
—¿Exigente?
Sin poder evitarlo, me río y miro al caniche. Björn al verme,
sonríe y susurra:
—Agneta es una fiera en la cama.
Me lo imaginaba. ¡Lo sabía! Pero qué elementales son los tíos.
Y, mirándolo, pregunto:
—Y si no es mucho cotilleo, ¿cómo te gustan a ti las mujeres?
—Como tú. Listas, guapas, sexys, tentadoras, naturales, alocadas,
desconcertantes y me encanta que
me sorprendan.
—¿Yo soy todo eso?
—Sí, preciosa, ¡lo eres!
Eso me hace sonreír y él añade:
—Y esto no es ninguna declaración de amor ni nada por el estilo.
Te respeto. Respeto a mi mejor
amigo y nunca haría nada que pudiera dañar nuestra relación. Los
dos sois demasiado importantes para
mí. Eso sí, si yo te hubiera conocido antes, no te habrías
escapado. —Ambos nos reímos y dice—: Y una
vez aclarado esto, si conoces a alguna mujer, soltera y con esas
cualidades, dímelo que estaré encantado
de conocerla.
Sé que es sincero.
Sé que esto, a ojos de otros, puede parecer otra cosa, pero Björn
ante todo es nuestro amigo. Un
excepcional amigo por el que pondría la mano en el fuego, porque
sé que nunca me va a fallar.
Reinaldo se me acerca en ese momento. Suena Guantanamera y, mirándonos, dice:
—Vamos, esto es un vacilón.
Yo me río. Björn me mira y pregunta:
—¿Qué ha dicho que es?
Divertida, suelto una carcajada:
—Vacilón quiere decir fiesta.
Björn sonríe y Reinaldo, cogiéndome de la mano, tira de mí.
—Vamos mi amol. A todo meter vamos a bailar.
Encantada, meneo las caderas y bailo con él como una descosida,
mientras Björn regresa junto al
caniche y le hace unos mimitos.
Durante horas todos nos divertimos. Bailo con varias personas y un
tipo intenta propasarse. Björn y
Reinaldo, al verlo, acuden en mi auxilio, pero yo los paro con la
mirada. Le retuerzo el brazo al tipo y,
cuando su cara da en la mesa, siseo:
—Vuelve a tocarme el culo y te corto la mano.
Reinaldo y Björn se miran divertidos y continúan a lo suyo.
Minutos después, mientras bebo, Laila se
acerca y pregunta:
—¿De qué hablabas con Björn?
La miro alucinada. ¿A que la mando a la mierda?
Sin muchas ganas de confraternizar con ella después de lo que
ahora sé, respondo:
—De algo que tú sabes y que como se entere Eric no vuelves a
entrar en mi casa.
Sus ojos lo dicen todo. Está furiosa, rabiosa. Y, sin más, se da
la vuelta y se va. La veo salir del local
y me encojo de hombros.
Muchos mojitos después, Björn se acerca a Marta y a mí y se
despide, aunque antes señala al tipo al
que le he tenido que parar los pies y comenta:
—Si Eric estuviera aquí, ése dormía hoy calentito.
Eso me hace reír y se marcha. Una hora después, nosotras decidimos
hacer lo mismo y, cuando entro
en casa de madrugada, más contenta que un san Luis, Eric, mi Eric,
está despierto. Me espera. Al verme,
mira el reloj.
Las tres y media.
—Has ido al Guantanamera, ¿verdad?
—Sí.
No pienso mentirle. He ido al sitio donde están mis amigos.
Eric resopla y pregunta:
—¿Por qué no has regresado con Laila?
Sonrío, lo beso y, acercándome, digo:
—Porque me lo estaba pasando de vicio.
Él se mueve nervioso e, incapaz de callar, salto:
—Entre muchas otras cosas, esa petarda es una aburrida, cariño. Y
el tiempo en el Guantanamera se
me ha pasado volando con tanto vacilón.
Me mira. Está ceñudo y yo, como a veces soy una tocapelotas,
suelto:
—¡Ya tú sabes, mi amol!
Su mirada me traspasa y, sin hablar, sé que me grita: «¡Te estás
pasando, morenita!».
A mí me entra la risa tonta sin poderlo remediar.
¡Joder con los mojitos!
Al día siguiente, cuando me levanto, la cabeza me martillea.
No recuerdo haber bebido tanto, pero sí que no paré de bailar.
Eric está en la oficina y, al no tener ningún mensaje suyo en el
móvil, supongo que no debe de estar
muy contento. Recordar cómo me miraba la noche anterior conmigo
mientras yo me partía de risa me hace
intuir que su estado de ánimo será de todo menos risueño.
Lo llamo al móvil. Necesito oír su voz.
—Dime, Jud.
—Hola, cariño. ¿Cómo estás?
—Bien.
Silencio. No dice nada. Sabe cómo martirizarme y digo:
—Oye, cariño, en referencia a lo de anoche…
—No quiero hablar de ello ahora —me corta—. Estoy ocupado. Cuando
llegue a casa, si quieres
hablamos.
—Vaaale —suspiro. Y, antes de colgar, susurro—: Te quiero.
Oigo su respiración y, tras unos segundos que para mí son eternos,
dice:
—Y yo a ti.
Cuando cuelgo el teléfono, el estómago me da un vuelco, la
garganta me quema y corro al baño
mientras pienso «Demasiados mojitos, mi amol».
Paso un día horroroso. Me encuentro fatal y decido quedarme en la
cama. Necesito dormir.
Por la tarde, cuando oigo el coche de Eric, me levanto y siento
que estoy mejor. ¡Qué alegría! Sin
correr, para que mi estómago no se altere, salgo de la habitación
y, cuando llego a la escalera, oigo que
la puerta de la casa se abre y, para mi sorpresa, la voz de Laila
dice:
—Jud está descansando. No se encuentra bien.
—¿Qué le ocurre? —oigo preguntar a Eric.
Asomándome con disimulo por el rellano de la escalera, los miro y
oigo que la joven explica:
—Le dolía la cabeza y no ha querido comer. Anoche bebió demasiado.
—¿Bebió demasiado?
La zorrasca de Laila asiente y añade:
—Entre tú y yo, no me extraña que le duela la cabeza; no paró de
fumar junto a Marta y perdí la
noción de mojitos que se bebían mientras bailaban con los hombres
de por allí.
Estoy alucinada…, flipada.
Y me quedo bloqueada mientras ella sigue:
—Por cierto, Björn apareció por el Guantanamera.
—¡¿Björn?!
La cara con que Laila asiente no me gusta y añade:
—Fue con una mujer y lo pasó bien con ella, pero también muy bien
con Judith. Bueno, ya sabes
cómo es tu amigo. No desaprovecha ninguna oportunidad ante una
mujer sola.
La mato. Yo la mato.
Le arranco los ojos y me hago unos pendientes.
Pero ¿qué está dando a entender esta insensata?
No veo la cara de Eric. Desde donde estoy, sólo le veo la espalda
y se la noto envarada.
¡Mal rollito!
Sin más, se encamina a su despacho y dice:
—Gracias por la información, Laila.
Abre la puerta y, dejándola fuera, se la cierra en las narices.
Maldita trepa. Está claro que el buen rollito entre nosotras se
acabó.
Estoy a punto de bajar y cortarle las orejas, pero en ese momento
aparece Simona con Calamar en
sus brazos y Laila dice:
—Vamos, suelta al engendro ese y ve a prepararme el baño.
Simona al oírla, la mira.
—Aquí el único engendro que veo eres tú. Prepáratelo tú solita.
«Olé y olé y olé mi Simona», estoy a punto de gritar, pero me
callo.
Björn tiene razón. La chica es una víbora con piel de cordero.
Por la noche, Eric no está muy comunicativo. Intento hablar con
él, pero al final desisto. Cuando se
pone así de cabezón, mejor dejarlo. Ya se le pasará.
Cuando nos acostamos, me da la espalda. Sigue enfadado por mi
juerga de anoche. Resoplo a la
espera de que me diga algo. Pero nada. Ni mis resoplidos lo hacen
reaccionar.
Al final, acerco la boca a su oreja y murmuro:
—Te sigo queriendo aunque no me quieras hablar.
Después, me doy la vuelta en la cama. Un buen rato más tarde,
cuando estoy casi dormida, siento que
Eric se mueve, se acerca a mí y me abraza. Sonrío y me duermo.
En noviembre ya estoy de Laila hasta el gorro.
Cada día se me hace más difícil tenerla cerca. Desde que sabe que
conozco su secreto, me ha
declarado la guerra. Eso sí, cuando Eric está delante, somos dos
estupendas actrices.
Flyn se ha ido de excursión con su colegio y esta noche duerme
fuera. Mi pitufo gruñón se hace
mayor.
—Mañana vuelve Flyn —digo, encantada, mientras cenamos—. Seguro
que se lo está pasando de
maravilla.
Eric asiente y sonríe. Pensar en su sobrino siempre le causa ese
efecto. En ese momento, Laila dice:
—Por cierto, mi trabajo acaba la semana que viene y os tengo que
abandonar.
¡Madre mía, qué notición!
Estoy a punto de levantarme y hacer la ola, pero me contengo, no
quiero incomodar a Eric.
—Oh, ¡qué penaaaaaaaa! —miento como una bellaca.
Ella me mira y yo parpadeo.
Eric, que me conoce, me mira, sonríe, levanta una ceja y le
pregunta a Laila:
—¿Qué día te irás?
—Quiero mirar billetes para el 7 de noviembre.
Mi chico asiente y dice:
—La semana que viene tengo que ir a Londres unos días por trabajo.
Si quieres venir en el jet
conmigo, por mí encantado.
—¡Genial! —responde ella.
¡Stop!
¿Que Eric se va a Londres?
¿Cómo que se va y no me lo ha comentado?
Lo miro, pero decido callar. Cuando estemos solos le preguntaré.
Una vez acabada la cena, nos sentamos un rato ante el televisor.
Laila, como es una pesada, se sienta
a nuestro lado. Pero estoy inquieta, quiero hablar con Eric y,
mirándolo, digo:
—Cariño, tengo que hablar contigo.
Al oír eso, Laila, sorprendiéndome, se levanta rápidamente y, con
un angelical gesto, dice:
—Os dejare solos. Hoy me apetece leer.
Una vez nos quedamos él y yo en el salón, Eric me mira. Sabe que
estoy molesta por lo del viaje y,
deseoso de aplacarme, sonríe y se acerca al equipo de música.
¡No sabe ná el alemán!
Mira varios CD de música y, enseñándome uno, dice guiñándome uno
de sus bonitos ojos:
—Esta canción te gusta mucho. Vamos, levántate y baila conmigo.
Sorprendida porque quiera bailar, me levanto.
¡Esto no me lo pierdo!
Y, cuando comienza a sonar Si nos dejan, esa
maravillosa ranchera, lo abrazo y susurro:
—Me encanta esta canción.
Eric sonríe y, mientras me aprieta contra su cuerpo, contesta:
—Lo sé, pequeña… Lo sé.
Bailamos abrazamos la bonita pieza y sonreímos cuando los dos la
tarareamos.
Si nos dejan, buscamos un rincón cerca
del cielo.
Si nos dejan, haremos con las nubes
terciopelo.
Y ahí juntitos los dos, cerquita de Dios
será lo que soñamos.
Si nos dejan, te llevo de la mano,
corazón, y ahí nos vamos.
Si nos dejan, de todo lo demás, nos
olvidamosssssssssss.
Si nos dejan…
Estar entre sus brazos es el mejor bálsamo para mis dudas.
Estar entre sus brazos es lo mejor que me ha pasado en la vida.
Estar entre sus brazos me hace sentir querida y segura.
Una vez la canción se acaba, me dejo guiar por él y nos sentamos
muy juntitos en el sillón. Sus besos
me encantan y, cuando nuestras bocas se separan, dice con gesto
risueño:
—Lo de «qué penaaaaaaaaaaa» ante la marcha de Laila a mí no me ha
engañado. ¿Qué te ocurre con
ella?
Su comentario me hace gracia, pero no respondo y pregunto a mi
vez:
—¿Qué es eso de que te vas a Londres?
—Trabajo, cariño.
—¿Cuántos días?
—Tres. Cuatro a lo sumo.
—¿Y cuándo se supone que me lo ibas a decir?
—Pues unos días antes. —Y al ver mi gesto, añade—: Ya sabes que
allí…
—… está Amanda, ¿no?
Eric me mira y yo le sostengo la mirada.
Como siempre con ese tema, la tensión crece entre nosotros, hasta
que él murmura:
—¿Cuándo vas a confiar en mí? Creo que ya te he demostrado que…
—Es Amanda… —lo corto—. ¿Cómo quieres que confíe?
Veo que niega con la cabeza, cierra los ojos y dice:
—Cariño, si tan desconfiada eres, ven conmigo. Acompáñame. No
tengo nada que ocultar. Sólo voy a
trabajar. Soy el cabeza de familia y de mí se espera que lo haga.
Le entiendo. Tiene más razón que un santo, pero Amanda… Laila…
esas mujeres me hacen
desconfiar, no de él, sino de ellas.
Eric se levanta. Va hasta el mueble bar y, sin dejar de mirarme,
se sirve un whisky mientras Luis
Miguel canta Te extraño. Después
regresa al sofá y dice sentándose a mi lado:
—Recuéstate.
Sorprendida, lo miro y él insiste:
—Estoy esperando.
Hago lo que me pide. La lujuria de su mirada ya me ha picado.
Cuando estoy recostada, mete las
manos por debajo de mi cómodo vestidito de algodón y, tirando de
mis bragas, me las quita. Menos mal,
no me las ha roto.
Acalorada, observo cómo me mira hasta que murmura:
—Encoge las piernas y ábrelas.
Guauuuu… ¡sexo! Pero algo incómoda, digo:
—Eric, Laila puede entrar en cualquier momento y…
—Hazlo —exige.
Hechizada por su mirada y muy excitada por su orden, obedezco. Me
pone un cojín bajo el trasero y,
cuando tiene mi pelvis a la altura que desea, coge su copa de
whisky y echando un chorrito sobre mi
sexo, murmura:
—Pequeña, como dice la canción, yo sólo quiero estos momentos
contigo. Sólo quiero beber de ti.
Acto seguido, posa su boca en mi acalorado y húmedo sexo y yo
jadeo. Sus lametazos me vuelven
loca y, cuando su lengua aprisiona mi clítoris y lo mordisquea, un
gemido sale de mí.
Me abandono a él.
¡Oh sí…, sí!
Dejo que sus manos me abran los muslos mientras su boca, exigente,
chupa, lame, mordisquea y me
hace vibrar. Me lleva al séptimo cielo, al octavo y al que él se
proponga. Lo adoro.
Mis manos se agarran al sofá, siento cómo me tiemblan las piernas
y me deshago por momentos,
mientras oigo mis propios gemidos y él juega con su lengua dentro
de mí. Me posee con su boca y yo me
abro como una flor.
El calor sube por instantes y, enloquecida, suelto el sofá y lo
agarro a él con fuerza por el pelo. Lo
aprieto contra el centro de mi deseo, ansiosa de que ese placer
tan intenso no acabe nunca… nunca…
nunca…
Pero ante mi entrega, mi amor se separa de mí. Con una mirada
terrenal que abrasaría hasta el
mismísimo Polo Norte, se desabrocha el cordón del pantalón de
andar por casa y dice:
—Incorpórate. Date la vuelta y apóyate en el respaldo del sofá.
Sin demora, hago lo que me pide. Pero Eric está impaciente y,
antes de que me apoye, me coge por la
cintura y su pene entra en mí.
Caigo contra el respaldo y susurra en mi oído:
—Pequeña, yo sólo deseo… quiero… anhelo poseerte a ti.
Su voz cargada de erotismo y su manera de entrar en mí, tan
caliente, tan posesiva me vuelve loca.
Me embiste con fuerza y, como siempre nos ocurre, nuestra parte
animal sale y nos entregamos al puro
placer.
Una y otra vez Eric me penetra y yo me abro para él.
Una y otra vez, cada vez más rápido, cada vez más fuerte.
Una y otra vez, mis jadeos y los suyos se funden hasta convertirse
en uno solo.
Sin descanso, Eric me aprieta contra el respaldo del sofá y sus
acometidas se hacen secas, profundas
y certeras.
—Oh, sí…, sí… —murmuro, poseída.
Nuestros jadeos aumentan de intensidad y, juntos, llegamos al
clímax. Cae sobre mí. Adoro su peso,
su olor. Lo adoro a él. Sólo a él.
Durante varios segundos, lo siento sobre mi espalda, hasta que se
retira y murmura en mi oído:
—Pequeña, soy tuyo y tú eres mía. No dudes de mí.
Cinco minutos más tarde, entramos en nuestra habitación, donde
quiero, deseo y anhelo que me vuelva
a mostrar que no debo dudar de él.
18
Los días pasan y en el colegio de Flyn organizan una fiesta. Él,
que este año se ha integrado
perfectamente con sus compañeros, quiere asistir y quiere que Eric
y yo lo acompañemos. Le prometemos
hacerlo.
Trae una circular donde se pide a las madres que preparen algo de
comida para el evento. Encantada,
acepto el reto y decido currarme varias tortillas de patata.
Quiero que coman una verdadera tortilla de
patata hecha por una española. Simona se ofrece a hacer un pastel
de zanahoria. Acepto. Ella hace el
pastel y yo hago las tortillas. ¡Genial equipo!
La fiesta se celebra en sábado por la mañana, para que los padres
puedan asistir. Flyn está resfriado.
Tiene unas decimillas de fiebre, pero no se quiere perder la
fiesta y vamos. Cuando aparcamos el coche
en una calle colindante al colegio, Eric murmura:
—Aún no sé qué hago aquí.
Mi chico está guapísimo, con un pantalón vaquero a juego con una
camisa también vaquera y, dándole
un cómplice azote en su duro trasero, digo:
—Acompañar a tu sobrino a su fiesta, ¿te parece poco?
Flyn, que lleva el pastel de Simona, corre delante de nosotros. Ha
visto a uno de sus amigos y,
encantado, empieza a hablar con él.
—Míralo —susurro orgullosa—. ¿No te gusta verlo tan integrado?
Eric asiente con su típica seriedad y, tras un silencio, añade:
—Claro que estoy feliz por él, pero no me gusta venir aquí.
—¿Por qué?
—Porque siempre odié este colegio.
—¿Tú estudiaste aquí?
—Sí.
Sorprendida por el descubrimiento, me paro y digo:
—Y si tú estudiaste aquí y lo odias tanto, ¿por qué traes aquí a
Flyn?
Él se encoge de hombros y, mirando alrededor, explica:
—Porque Hannah lo apuntó, ella quería que estudiase aquí.
Asiento y lo entiendo. Respeta lo que la madre del niño quería.
Entonces, Eric añade:
—En los últimos años, sólo he venido aquí para que me hablen mal
del comportamiento de Flyn.
—Pues mira, ya era hora de que lo hicieras por otro motivo.
No está muy convencido de ello y, dándole un golpe de cadera,
digo:
—Venga…, alegra esa cara. Al fin y al cabo, Flyn está muy
ilusionado con que los dos estemos aquí.
Al final sonríe y yo también.
¡Qué lindo que es cuando sonríe así!
En el colegio, el bullicio es ensordecedor. Flyn nos llama y vamos
hacia su clase. Al entrar, varios
padres y madres nos miran. No nos conocen y nos observan. Los
saludo con una sonrisa y, tras dejar las
tortillas junto al pastel, Flyn me coge de la mano y me lleva para
que vea unos trabajos suyos. Durante un
rato, disfrutamos mirando los trabajos del niño, hasta que veo que
Eric resopla y sisea:
—Odio que me miren así.
Con disimulo, escaneo a nuestro alrededor y entiendo lo que dice.
Las madres lo miran y sonríen.
Suspiro. Comprendo que su presencia les imponga y, en lugar de
ponerme celosa, sonrío y, agarrándolo
del brazo, digo:
—Cariño, la mayoría de ellas no han visto un tío como tú en su
vida. Es normal que te miren. ¡Estás
buenísimo! Y si no fueras mi marido, yo también te miraría. Es
más, creo que intentaría ligar contigo.
Sorprendido por mi respuesta, Eric sonríe y, cuando me va a besar,
lo paro.
—Stop. —Mi amor me mira y aclaro—: Compórtese, señor Zimmerman.
Estamos rodeados de niños.
Sonríe. Verle hacerlo me llena el alma. En ese momento, entra una
mujer y dice:
—Por favor, los padres de los niños que han traído comida, que la
lleven al gimnasio.
Sin pensarlo, cojo las tortillas, Eric el pastel y, acompañados de
otros padres, nos dirigimos a donde
la mujer nos indica.
Al entrar, miro alrededor.
¡Qué pasote!
El gimnasio de este colegio es impresionante. Nada que ver con los
gimnasios de mi barrio.
—¡Eric Zimmerman!
Al oír la voz, Eric y yo nos volvemos y él, soltando una
carcajada, exclama:
—Joshua Kaufmann.
Se acercan y se saludan.
Joshua es un antiguo compañero suyo del colegio y éste nos
presenta a su mujer, una repija alemana
de mucho cuidado. Me mira de arriba abajo mientras nuestros
maridos hablan encantados y yo me doy
cuenta de que esta cacatúa y yo nunca vamos a ser amigas.
De pronto, Flyn se acerca a nosotros, me mira y yo le pregunto:
—¿Estás bien, cariño?
El pequeño asiente. Le acaricio la cabeza, luego acerco los labios
a su frente, como hacía mi madre y
hace aún mi padre y, al ver que no está caliente, me tranquilizo.
Con disimulo, miro a la repija con cara de cacatúa y, en cuanto
puedo, me escabullo, desaparezco de
su lado. No aguanto un segundo más la mirada viperina de esta
idiota.
—¿Quieres Coca-Cola, Jud? —pregunta Flyn y yo acepto.
Me llena un vaso con el refresco y, cuando me lo da, un amiguito
suyo viene a buscarlo y Flyn se va
corriendo dejándome sola. Pero mi soledad dura poco, porque la
cacatúa se acerca con dos amigas suyas
de la misma especie y pregunta:
—¿El niño chinito es vuestro?
Uy, lo que ha dicho.
Estoy a punto de mirarla con cara de póquer, como hace Flyn, pero
me contengo y respondo:
—Sí, es nuestro y es alemán.
—¿Es adoptado?
Opción uno: la mando a freír espárragos.
Opción dos: le doy un guantazo por cotilla.
Opción tres: le aclaro de nuevo, a ella y a sus compañeras
cacatúas, que Flyn es alemán y no chino y
quedo como una señora.
Definitivamente, me decido por la opción tres. La uno y la dos
creo que a Eric le molestarían.
Con una sonrisa made in Raquel, las miro y, tras beber un sorbo de
mi Coca-Cola, respondo:
—Flyn no es adoptado. Y, por cierto, no es chino, en todo caso,
coreano alemán.
La mujer parpadea, no le cuadra lo que digo. Mira a sus amiguitas
y, tras pensar con la única neurona
viva que le debe de quedar en ese cerebro despoblado de vida
inteligente, insiste:
—Pero ¿es hijo tuyo o de tu marido? Porque está claro que vuestro
no puede ser, pues ninguno de los
dos sois chinos.
La madre que la parió con los chinos.
Ésta es tonta. Por no decir gilipollas.
Como diría mi padre, ¡si es más tonta, no nace!
La miro con la mirada Iceman y, cuando le voy a decir una de mis
lindezas, Flyn se acerca a mí, me
coge de la mano y me hace ir tras él.
¡Bien! Me acaba de salvar de un auténtico horror.
Vamos hasta las mesas donde está la comida y una mujer de mi edad,
rubia platino, me mira y dice:
—Hola, soy María.
Sin saber de qué va el asunto, respondo en mi perfecto alemán:
—Encantada, soy Judith.
—¿Las tortillas de patata las has hecho tú?
—Sí. —Y, para ampliar la información, añado—: Las que tienen la
aceituna negra en el centro llevan
cebolla. Las otras dos no.
—¿Eres española?
Bueno… bueno… mucho tiempo llevaba yo sin escuchar la preguntita
de rigor.
Cuando asiento y espero escuchar aquello de «¡olé… torero…
paella!», la desconocida da un grito y,
emocionada como si yo fuera la mismísima Beyoncé, exclama en
español:
—Yo también soy española. De Salamanca.
Ahora la que grita como si viera al mismísimo Paul Walker soy yo y
me abrazo a ella. Un rubio
desvaído que hay a nuestro lado nos mira y sonríe. Cuando dejamos
de abrazarnos como si fuéramos
hermanas de leche, María dice:
—Te presento a Alger, mi marido.
Cuando voy a darle dos besos, me freno. A los alemanes no les va
eso de tanto beso, ni toqueteo
latino y le tiendo la mano. El rubio me mira y dice divertido:
—A mí dame dos besos españoles, que me gustan más.
Tras soltar una carcajada, le planto dos besos como dos soles y él
añade:
—Me encanta vuestra alegría perpetua.
Sonrío y, de pronto, aparece mi alemán particular a mi lado. Estoy
segura de que me ha visto besar al
rubio y, rápidamente, ha venido a ver de quién se trata. Ay, mi
celosón. Y, agarrándolo por la cintura,
digo más feliz que una perdiz:
—Cariño, te presento a María, que es española, y a Alger, su
marido.
Mi amorcito, que conoce el carácter latino, le da dos besos a ella
y a él le ofrece la mano. Los dos
alemanes sonríen y Alger, señalándonos a María y a mí, dice:
—Qué buena elección la nuestra.
Eric sonríe y, divertido, responde:
—La mejor.
Durante un buen rato, hablo con María. Me cuenta que se enamoró de
Alger un verano en Salamanca y
que el alemán no cesó en su empeño hasta casarse con ella.
¿Serán todos los alemanes tan pasionales?
Quién lo diría, con lo serios que yo siempre los he visto.
En cuestión de minutos, veo que la gente devora mi tortilla. Eso
me llena de satisfacción.
¡Les encanta!
De tanto beber Coca-Cola me pasa como siempre, ¡me meo! Busco el
baño y corro hacia él. No hay
sitio donde no visite los servicios. Al final Eric va a tener
razón y soy una meona. Cuando acabo, regreso
al gimnasio y veo a las cacatúas junto a Flyn.
¿Qué le preguntarán al niño?
Con disimulo, me acerco sin que nadie me vea y oigo que Flyn dice:
—Las tortillas las ha hecho Judith, que es española.
Vaya, al final le están sacando la información que quieren, pero
mi gesto cambia cuando oigo que una
pregunta:
—¿Y quién es tu papá o tu mamá, él o ella?
¡¿Cómo?!
La sangre se me calienta.
Me entra el calor latino. Ese que mi padre dice que debo
controlar.
Dios mío, dame paciencia y saber estar, ¡o me las como!
¿Cómo pueden preguntarle eso a un niño?
Él se queda callado. No sabe qué responder y yo, dispuesta a
zamparme a todas ésas sin dejar ni una
miguita, me acerco al grupo como una loba en defensa de su
cachorro e, inclinándome hacia Flyn, que me
mira con expresión extraña, pregunto:
—¿Qué pasa aquí, cariño?
Las cacatúas se quedan calladas, se cortan, pero la repija se
lanza y dice:
—Le preguntábamos al niño quién era su padre biológico, si tú o tu
marido.
Opción uno: el guantazo se lo doy sí o sí.
Opción dos: le arranco la cabeza y la encesto en la canasta del
fondo.
Opción tres: no hay opción tres.
Flyn, que me va conociendo, al ver mi cara va a responder, cuando
yo lo miro y digo:
—Calla, cariño, ya respondo yo. —Y, sin moverme de su lado, le
pido—: Corre, ve a llenarme un
vaso de Coca-Cola, que la voy a necesitar, ¿vale?
Lo empujo con suavidad y, cuando veo que se aleja, me vuelvo hacia
ellas con ganas de asesinarlas y
siseo:—
¿No os da vergüenza preguntarle a un niño algo así? ¿Acaso os
gustaría que a vuestros hijos los
acorralara una pandilla de… de… para preguntarle cosas
indiscretas? —Ellas se remueven incómodas.
Saben que tengo razón y, dispuesta a todo, gruño—: Para vuestra
información, os diré que la mamá de
Flyn soy yo y su padre es mi marido, ¿de acuerdo? —Las mujeres
asienten con la cabeza y, antes de irme,
pregunto—: ¿Alguna pregunta indiscreta más?
Ninguna habla. Ninguna se mueve.
De pronto, siento que una mano coge la mía y me la aprieta.
¡Flyn!
Oh, Dios… ha oído lo que he dicho. Le sonrío. Él no sonríe y me
alejo sabiendo que esto traerá más
cotilleos.
Cuando llegamos a las mesas donde está la bebida, cojo dos vasos y
los lleno de Coca-Cola. Le
entrego uno a él y digo:
—Bebe.
El pequeño hace lo que le pido, mientras yo pienso qué decir
rápidamente. Tras lo que ha oído, creo
que le va a subir la fiebre y cuando se entere Eric, a mí me da un
patatús. Pobrecito Flyn. Bebe mientras
me mira con expresión extraña.
Vamos, Jud… Vamos… ¡Piensa…, piensa!
Al final, su mirada penetrante me angustia, dejo el vaso sobre la
mesa y, apechugando con lo que he
hecho, digo:
—Tú y yo sabemos que tu mamá es Hannah y lo será toda la vida,
¿verdad? —Flyn asiente—. Pues
una vez aclarado eso, quiero que sepas que, a partir de este
momento, y en especial ante las cacatúas esas
que nos miran y a las que no les he partido la cara por respeto a
ti, tu mamá soy yo y tu papá Eric,
¿entendido?
Él vuelve a asentir cuando el recién nombrado papá se acerca al
vernos y pregunta:
—¿Qué ocurre?
Resoplo.
Qué situación tan incómoda. ¡Ya la he liado de nuevo!
Pero dispuesta a asumir la bronca que se avecina, respondo:
—Oficialmente, hoy quedas declarado papá de Flyn y yo su mamá.
Eric mira al niño y luego me mira a mí.
Flyn nos mira alternativamente a uno y otro.
Al sentirme taladrada por sus miradas, levantando las manos, digo:
—No me miréis así, que parece que me vais a desintegrar.
—Jud… —dice el niño—, ¿te tengo que llamar mamá?
Oh, Dios… Oh, Dios… ¿Por qué soy tan bocazas?
El pequeño tiene una madre, en el cielo, pero la tiene, y yo acabo
de meter la pataza hasta el fondo.
Eric no reacciona. Sigue mirándome y yo respondo:
—Flyn, tú me puedes llamar como quieras. —Y, señalando a las
mujeres, que no nos quitan ojo, digo
en perfecto español para que Eric y él me entiendan—. Pero esas
brujas zancudas, peludas y con cara de
cacatúa, a partir de hoy, si quieren algo de ti, que primero
vengan a hablar con tu mamá o tu papá,
¿entendido? Porque si yo me vuelvo a enterar de que te hacen
preguntas indiscretas, como dice mi
hermana Raquel, juro por la gloria bendita de mi madre que está en
el cielo que voy a por el cuchillo
jamonero de mi padre y les rebano el pescuezo.
Bebo Coca-Cola. Bebo o me da algo.
—Vale, pero no te enfades, tía Jud mamá.
Eric sonríe. Sorprendiéndome, sonríe. Acaricia la cabeza del
pequeño y dice:
—Flyn siempre ha sabido que yo soy su papá para lo que necesite,
¿verdad?
Con una sonrisa, el crío asiente y, abrazándose a mi cintura,
murmura:
—Y ahora sé que la tía Jud es mi mamá.
Los ojos se me llenan de lágrimas. Me emociono. ¡Qué blandita
estoy!
Eric se acerca a mí y, sin importarle quién nos mire, me abraza,
me besa en los labios y dice:
—Reitero una vez más que eres lo mejor que he tenido en mi vida.
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