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Pídeme lo que quiera o dejame - Cap.19 y 20


19
Tres días después, me vuelvo a encontrar mal.
Debo de estar cogiendo la gripe que Flyn está soltando.
Me duele la cabeza y sólo me apetece dormir, dormir y dormir.
Pero no puedo. Frida llamó ayer para venir a visitarnos. Andrés y ella tienen algo que decirnos y, por
su voz, debe de ser algo muy emocionante. Me dijo que había avisado también a Björn. Así pues, me
tomo un paracetamol y los espero.
Laila entra en la cocina y, al ver que me tomo la pastilla, pregunta:
—¿Te encuentras mal?
Mi relación con ella no es fría sino congelada y, mirándola, respondo:
—No.
Ella asiente y yo añado:
—Por cierto, esta tarde vendrán unos amigos y…
—¿Ah, sí, quiénes?
Me molesta su interés. ¿Y a ella qué le importa?
Y dispuesta a que entienda mi indirecta muy directa, respondo:
—Unos amigos de Eric y míos. Por lo tanto, te rogaría que no entraras en el salón mientras estemos
reunidos con ellos.
Toma ya. ¿Se puede ser más borde?
Laila me mira. No le ha gustado nada lo que ha oído y dice:
—Iré a recoger a Flyn.
—No. No vayas. Ya va Norbert.
—Lo acompañaré.
Una hora más tarde, el primero en llegar es Björn, tan guapo como siempre. Nos damos un abrazo y,
agarrándole por el brazo, entro con él en el salón. Con el rabillo del ojo, observo que Laila nos mira
desde la cocina.
¡Ea, guapa…, ahí te quedas!
Al entrar en el salón, cierro la puerta corredera y Björn pregunta:
—Te ocurre algo, ¿verdad?
Asiento, me toco la cabeza y contesto:
—Creo que Flyn me ha pegado su resfriado.
Björn sonríe y, al ver mi gesto, dice:
—Deberías estar en la cama, preciosa.
—Lo sé, pero quiero saber qué es eso que quieren comentarnos Frida y Andrés.
Él asiente y contesta:
—Si tardan mucho en venir, yo mismo te meteré en la cama, ¿entendido?
Sonrío y le doy un puñetazo en el hombro.
Diez minutos después, llegan Frida y Andrés con el pequeño Glen, que ya corretea y es un trasto. El
último en llegar es Eric, que, al vernos a todos reunidos, sonríe, me besa y pregunta:
—¿Estás bien, cariño?
—Estoy algo congestionada. Creo que Flyn me pegó el trancazo.
Tras negar con la cabeza con preocupación, saluda a sus amigos y coge a Glen en brazos para
besuquearle el cuello. El niño se parte de risa y a mí me entran los calores cuando mi maridito me mira y
lo entiendo.
Veinte minutos más tarde, Flyn entra en el salón. Björn, al verlo, lo coge en brazos y, como con Glen,
durante un rato todos le hacemos caso. Eso al crío le encanta.
Cuando Simona entra con una jarra de limonada y cervezas, se empeña en llevarse a Glen y Flyn para
darles de merendar. Cuando la mujer desaparece con los dos niños, todos nos sentamos en los sofás y
Björn, al que no paran de llegarle mensajitos al móvil, pregunta:
—Bueno, ¿qué es eso que nos tenéis que contar?
Frida y Andrés se miran, sonríen y yo digo:
—No me digáis que esperáis otro bebé…
—¡Enhorabuena! —aplaude Eric—. Los próximos, nosotros.
—Lo llevas claro, Iceman —me mofo divertida.
Frida y Andrés sueltan una carcajada y niegan con la cabeza. Eso me desconcierta y él dice entonces:
—Nos marchamos a vivir a Suiza.
—¡¿Cómo?!
Frida me mira y, cogiéndome las manos, explica:
—Ha surgido una buena oportunidad laboral para Andrés en un hospital y hemos aceptado.
—¿Es lo que llevas esperando hace tiempo? —pregunta Eric.
Andrés asiente y Björn dice:
—Eso es fantástico. Enhorabuena.
Mientras lo felicitan, Frida me comenta que Andrés y ella están emocionados ante ese nuevo reto en
sus vidas y yo asiento como un muñequito, a pesar de la tristeza que siento.
—Gracias, colegas —ríe Andrés—. Ya me había olvidado de todo, cuando, hace una semana, me
llamaron y me lo propusieron. Tras sopesarlo con Frida, hemos decidido aceptar.
Todos están felices y contentos.
Y, sin entender por qué, a mí los ojos se me llenan de lágrimas.
Frida es mi gran amiga, no quiero que se vayan. Al verme, ella pregunta:
—¿Estás bien?
Asiento, pero las lágrimas me caen a borbotones, como al payaso de un anuncio español de la tele.
No las puedo controlar.
¿Qué me ocurre? ¿Por qué lloro?
Eric, al verme en ese estado, viene hacia mí y, abrazándome, dice:
—Pero, pequeña, ¿qué te ocurre?
No respondo. No puedo hacerlo o sé que mi cara se contraerá como la de un chimpancé y haré
todavía más el ridículo. Björn, conmovido por el hipo que me entra, se acerca y comenta:
—Increíble… también sabes llorar.
Esa frase me hace gracia y me río. Pero lo haga con la cara llena de lágrimas que no paran de brotar.
Eric me mira y murmura:
—Me alegra que Björn te haga sonreír.
Éste mira a su amigo con gesto divertido y responde:
—Colega, ¡aprende!
Frida viene hacia mí. Eric me suelta y ella me abraza. Entiende lo que me pasa y, arrullándome, dice:
—Nos veremos mucho, tontorrona. Ya lo verás. Además, no nos vamos hasta principios de año.
Todavía queda un poquito.
Asiento, pero no puedo hablar. De nuevo alguien que quiero se aleja de mí y sé que la voy a echar
mucho de menos.
Los días pasan y llega el tan esperado día de la marcha de Laila, aunque eso significa que Eric
también se va.
Que se vaya a Londres no me hace ninguna gracia, pero he decidido dejar los celos a un lado y
confiar en él. Eric se lo merece. Me demuestra su amor de tal manera que, sinceramente, ¿por qué voy a
desconfiar?
Lo acompaño al aeropuerto. Norbert nos lleva y yo me abrazo a mi marido durante todo el camino.
Me encanta su olor, adoro su tacto y, según nos acercamos a nuestro destino, me vuelvo a angustiar.
Cuatro días sin verlo para mí es un mundo.
Al llegar, mientras Eric sale del coche, Laila me mira y dice:
—Ha sido un placer conocerte.
—No puedo decir lo mismo —respondo y añado—: Y, a ser posible, evita regresar a mi casa o le
tendré que comentar a Eric que no eres ni tan buena, ni tan encantadora.
—Björn es un bocazas.
—Y tú una zorra.
Toma, ¡se lo he dicho!
Qué a gustito me he quedado.
Sin contestar, sale del coche y camina hacia su tío. Qué placer perderla de vista. Se despide de
Norbert y veo que se mete en el avión sin mirar atrás. Eric, tras saludar al piloto, se vuelve hacia mí y,
abrazándome, dice:
—Dentro de cuatro días como mucho vuelvo a tu lado, ¿entendido?
Asiento. Me convenzo de ello y lo beso. Devoro su boca con ansia, mientras él me aprieta contra su
cuerpo. Finalmente, tengo que decir:
—Si sigues besándome así, no te vas.
Eric sonríe. Me suelta y, guiñándome un ojo, camina hacia la escalerilla del avión, pero antes de
subir me mira y dice:
—Pórtate bien, pequeña.
—Tú también, grandullón.
Ambos sonreímos y, veinte minutos más tarde, miro junto a Norbert cómo el avión despega y se va.
Se aleja de mí.
En el coche de regreso a casa estoy triste. Se acaba de ir mi amor y ya le echo de menos. Al llegar a
casa, Norbert dice:
—Señora, el señor me ha dicho que le diera este sobre al llegar a casa.
Sorprendida, lo cojo y rápidamente lo abro y leo.
Pequeña, sólo serán unos días. Sonríe y confía en mí, ¿de acuerdo?
Te quiero,
Eric
En ese instante sonrío. Estos detalles de mi amor me encantan.
Esa noche tras la cena, Flyn se va a la cama y se lleva a Calamar. Yo me quedo en el salón viendo la
tele con Susto a mis pies. La melancolía se apodera de mí y, sin poder evitarlo, los ojos se me llenan de
lágrimas. Intento sonreír, como él me pide en la carta, pero no puedo. Le echo demasiado de menos.
Al final, cojo el teléfono y lo llamo. Necesito oír su voz. Tras cuatro timbrazos, lo coge.
—Dime, Jud.
—Te echo de menos.
Tras un segundo en el que oigo cómo Eric se disculpa con alguien, me dice:
—Cariño, estoy en una cena de negocios.
—Pero yo te echo de menos.
Su cálida risa al oír mi voz me hace sonreír. Entonces, Eric dice:
—Ve a la cama y lee, o abre el cajón de tu mesilla y piensa en mí.
Divertida, sonrío. Me está pidiendo que me masturbe.
—Te voy a seguir echando de menos —insisto.
Eric vuelve a reír.
—Tengo que colgar, cielo. Pero dentro de una hora, desde mi habitación del hotel, te llamo por Skype
y, si quieres…, jugamos.
Guauuu, ¡¿sexo por webcam?!
¡Qué fuerte!
Nunca he experimentado eso.
—Esperaré ansiosa tu llamada. —Río encantada—. Mientras tanto, leeré.
Saber que voy a volver a hablar con él me levanta el ánimo. Al colgar, miro el reloj: las diez menos
cuarto.
Feliz, apago el televisor, le doy un beso a Susto en la cabeza y me dispongo a ir a mi cuarto. Paso
primero a ver a Flyn. El pequeño está dormido con Calamar a sus pies. ¡Qué lindos son los dos!
Al entrar en mi habitación, cierro la puerta y, con una sonrisita, echo el pestillo.
Espero una llamada caliente, sexy y morbosa. Después, me lavo los dientes, me pongo un sugerente
camisón corto y me meto en la enorme cama. Qué grande es cuando Eric no está. De pronto percibo su
aroma. Las sábanas huelen a él como nunca. ¡Qué maravilla!
Extasiada, me dejo caer sobre el lado donde duerme mi amor y disfruto de su aroma.
Cuando tengo las fosas nasales inundadas de su olor, abro el portátil y entro en Facebook. Hablo un
rato con mis amigas las guerreras hasta que el chirimbolito de Skype me anuncia que tengo una llamada.
Me despido de ellas y acepto la llamada. La cámara se conecta y veo a mi amor.
—Hola, cariño.
—Hola, preciosa.
Qué raro se me hace esto: ver a Eric en una pantalla. Le quiero a mi lado.
—¿Cómo estás, pequeña?
—Bien. Ahora que te veo.
Ambos sonreímos y Eric dice:
—Estoy desnudo y dispuesto para jugar contigo. —Y, recostándose en el respaldo de la cama del
hotel, dice—: Vamos, desnúdate para mí.
Entre risas, me quito el camisón y, entonces, Eric dice:
—Cierra los ojos. No mires la pantalla e imagina que otros dos hombres y yo te miramos. Estamos de
pie alrededor de la cama y deseamos poseerte, aunque antes queremos mirarte. ¿Te gusta la idea?
—Sí.
Él sabe que, con sólo pensarlo, me humedezco y entonces pide:
—Tócate los pezones. Eso nos gusta. Pellízcatelos para nosotros.
Me pellizco como él me ha pedido, mientras mi imaginación vuela y vuela y siento un dolor
placentero y extraño al hacerlo. Imaginarme siendo el centro de las miradas de tres hombres me provoca.
Quiero que me deseen, quiero que jueguen conmigo. Al oír la respiración de Eric, abro los ojos y digo,
mirando la pantalla:
—Tócate, Eric. Acaríciate el pene como si fuera yo quien lo hiciera.
Lo hace. Yo lo observo y me pongo cardiaca. Su pene está duro, terso, como a mí me gusta, y susurro:
—¿Te gusta cómo me miran esos hombres?
—Sí.
—¿Te gusta cómo abro mis piernas para ellos?
Oigo que jadea cuando lo hago y dice:
—Me encanta, cariño… Ábrelas un poco más y flexiónalas.
Lo hago y, excitada al oír los ruidos secos que provienen de la pantalla, me centro en su placer y
murmuro:
—Así…, cariño…, mastúrbate. Cierra los ojos e imagina que me ofreces a uno de esos hombres. ¿Te
gusta la idea?
—Sí…, sí…
Excitada, tomo aire mientras mi rubio entra en el juego.
—Me folla… y yo jadeo. Me penetra mientras tú me besas, me muerdes los labios como a ti te gusta y
bebes mis gemidos.
—Sí, Jud… Sigue…, sigue.
—El hombre me levanta, se tumba en la cama y me pone sobre él. Tú miras y él toma mis pezones en
su boca, mientras me da un azote en el trasero para que me apriete contra él y luego tú me das otro. —
Ambos jadeamos y prosigo—: Ahora, sus dedos juegan dentro de mi vagina. Tú metes los tuyos también y
soy vuestra.
—Sí, pequeña…, sí.
—Saca sus dedos, me abre las piernas con urgencia y me penetra. Yo chillo. Tú te pones detrás de
mí, me agarras por la cintura y me mueves… pidiendo que no pare de follarle y no deje de chillar.
Durante un rato nos dedicamos a calentarnos como mejor sabemos y, con mis palabras, consigo
llevarlo hasta el clímax. Oír su bronco gemido me vuelve loca. Quiero besarlo, tocarlo, pero frustrada
por no poder hacerlo, pregunto.
—Cariño…, ¿todo bien?
Eric sonríe, se mueve en la cama y murmura, mientras se limpia con un kleenex.
—Sí, pequeña. —Y, mirándome, pregunta—: ¿Habías hecho esto alguna vez?
Ahora la que se ríe soy yo y respondo:
—Es mi primera vez. Creo que te estás llevando la exclusiva en muchas cosas.
Ambos reímos y nuestro juego continúa.
—Abre el cajón, saca nuestros juguetitos y ponlos sobre la cama.
Hago lo que pide y me indica:
—Coge el pene de gel verde que tiene chupón y pégalo sobre la mesita pequeña que hay frente a la
chimenea. Después regresa a la cama.
Excitada, hago lo que pide. Me levanto, chupo la ventosa del pene y lo clavo en un lateral de la
mesita. Queda tieso ante mí y regreso a la cama. Cuando le digo que ya está, dice:
—Ahora quiero que cojas el dildo violeta para el clítoris.
—Lo tengo.
—Bien… Ahora abre las piernas. —Y en un tono íntimo y bajito, susurra—: Más…, más…, un
poquito más… Así.
Ardiente por lo que me dice, obedezco y me humedezco. Ese tono de voz me vuelve loca.
—Cierra los ojos y mastúrbate para mí. Dame tus jadeos, cariño. Ponlo al uno y deja que te roce con
delicadeza el clítoris para que se hinche como a mí me gusta.
Lo hago y, con las piernas abiertas como él quiere, coloco el aparato con delicadeza sobre mi
clítoris. Mi cuerpo reacciona y Eric dice:
—Disfruta… Así…, así… Ahora súbelo al dos…, al tres…
La intensidad crece y crece y, con ello, mis jadeos.
Mi amor, mi alemán, mi marido, aun a cientos de kilómetros de distancia sabe lo que me gusta, lo que
necesito. Entonces pide:
—Al cuatro, Jud…
Lo hago y grito. Estoy empapada. Mi clítoris está hinchado y quiero más.
—No cierres las piernas… No…, no, pequeña —murmura excitado—. Aprieta el dildo contra ti y
disfruta… Quiero ver tu humedad… Vamos, déjame ver cómo te corres.
Mi cuerpo se tensa. Quiero cerrar las piernas, pero obedezco. Deseo que vea cómo me corro y que
note mi humedad. El dildo violeta al cuatro es fantástico y mi clítoris empapado florece segundo a
segundo. Un calor enorme recorre mi cuerpo, sube hasta mi cabeza y, cuando Eric oye mi jadeo, dice:
—Así, pequeña… No cierres las piernas. Bien…, bien… Aguanta un poco más.
Me convulsiono y mis piernas se cierran solas, mientras el placer me recorre el cuerpo. En ese
momento, mi amor exige sin descanso.
—Ahora quiero que me folles, Jud. Levántate y fóllame.
Sé a lo que se refiere. Me levanto con urgencia, con los ojos vidriosos por la lujuria, cojo el portátil
y voy hacia donde me espera el pene de gel verde. Dejo el portátil sobre la mesita y veo en la ventanita
la perspectiva que le ofrezco. Después me empalo en el pene y murmuro extasiada:
—Estoy sobre ti.
—Sí, cariño… Sí…
—¿Así…, así te gusta? —susurro, mientras el pene de gel entra en mí.
—Sí —responde mientras se masturba—. Te siento cariño… ¿Me sientes tú?
Miro la pantalla, lo veo y murmuro:
—Sí…
—Apriétate más y agárrate al borde de la mesa.
Un gemido sale de mi boca al introducirme más el pene y mi amor me anima:
—Vamos, cariño. Fóllame y disfruta.
Agarrada a la mesa con fuerza, me muerdo el labio inferior mientras mis caderas suben y bajan sobre
el miembro de gel verde. Cierro los ojos y siento la mirada de Iceman. Sus manos rodean mi cintura y me
ayudan a subir y bajar sobre él. Una y otra vez me empalo, mientras la voz de Eric me dice cuánto le
gusta… cuánto disfruta.
—Oh, sí…, sí…
Mis fluidos empapan el pene de gel. Mi vagina lo succiona y mi respiración es una locomotora.
Chorreo. Estoy empapada, mientras una y otra vez me muevo y loca de placer jadeo hasta que ya no
puedo más. Tras una última penetración que llega hasta mi útero, alcanzo el clímax.
Sentada sobre la mesa y totalmente empalada por ese pene, convulsiono, mientras oigo la voz de mi
amor que me dice cientos de cosas maravillosas y siento su aliento en mi boca. Le quiero. Le amo. Adoro
todo lo que hago con él y quiero seguir aprendiendo.
Pasados unos minutos en los que nuestras respiraciones se relajan, Eric dice:
—¿Todo bien, preciosa?
—Sí.
Se me escapa una carcajada y mi chico murmura:
—Vamos, pequeña, ve a la cama.
Levantándome, saco el pene de mí y, aún húmeda, cojo el portátil y me tiro en la cama. Ambos nos
miramos y digo:
—Gracias, amor.
Eric ríe y responde:
—No hay nada que agradecer, cariño. Esto es algo entre tú y yo. Ambos hemos disfrutado y es lo que
cuenta, ¿verdad?
Asiento y, cuando voy a responder, él dice:
—Descansa, cariño. Es tarde.
—Vale.
—Mañana hablamos, ¿de acuerdo?
—Te quiero.
—Más te quiero yo a ti, morenita.
—No… yo más.
—Yo más —insiste divertido.
—Venga, desconecta el Skype.
—No, desconecta tú primero —ríe gustoso.
Tras cinco minutos en los que, entre risas, nos comportamos como dos adolescente con el
«¡desconecta tú!», lo hacemos los dos a la vez.
Estoy agotada, satisfecha y humedecida. A mi alrededor, en la cama, todos nuestros juguetitos
desparramados parece que me miran y decido dar por terminada la orgía. Me río. Me levanto y guardo lo
que no he utilizado. Voy hasta la pequeña mesita y tiro del pene. Madre mía, lo que me ha hecho disfrutar.
Éste se desengancha y, junto al dildo violeta, lo lavo. Cuando todo está limpio, lo guardo.
Agotada, abro el pestillo, me tumbo en la cama y, con una sonrisa, me duermo agarrada a la almohada
de Eric. Huele a él.
20
A la mañana siguiente, según abro el ojo siento unas irrefrenables ganas de vomitar.
Corro al baño y llego justo a tiempo de no liarla parda. Definitivamente, he pillado el trancazo que
soltó Flyn.
Con el estómago dolorido y la garganta destrozada, consigo levantarme y caminar hasta la cama. Me
tiro en ella y me quedo dormida como un ceporro.
—Judith, ¿no te vas a levantar hoy? —oigo de pronto.
Es Simona. Levanto la cabeza, la miro y pregunto:
—¿Qué hora es?
La mujer se acerca y, con gesto de alarma, dice:
—¿Te encuentras bien?
Asiento. No quiero asustarla o rápidamente llamará a Eric. Miro el reloj, las once y media de la
mañana.
Por Dios, pero ¿cuánto he dormido?
Miro a Simona, que no me quita ojo, y murmuro:
—Anoche me quedé hasta las tantas leyendo y ahora me caigo de sueño.
Ella sonríe, se da la vuelta y dice:
—Vamos, dormilona. He hecho churros para ti, pero ya estarán fríos.
Cuando cierra la puerta, mi estómago se contrae y corro de nuevo al baño. Allí estoy un buen rato,
hasta que me encuentro mejor y camino de nuevo a la cama. De pronto, pienso en los churros y me entran
náuseas. Me dan un asco que me muero. Eso hace que me pare en medio de la habitación. ¿Desde cuándo
los churros me dan asco?
La cabeza me da vueltas.
Me miro en el espejo y, sin saber por qué, recuerdo que a mi hermana le daban asco los churros
cuando estaba embarazada. Mi estomago se resiente de nuevo y susurro, llevándome las manos a la
cabeza:
—No… No… No… No puede ser.
Mi mente se bloquea, mi estomago se contrae de nuevo y corro al cuarto de baño.
Diez minutos después, estoy tirada en el suelo, con los pies apoyados en el lavabo. Todo me da
vueltas. Acabo de percatarme de que llevo sin tener la regla más de lo que yo desearía.
Me falta el aire.
Me agobio.
Creo que me va a dar un infarto de un momento a otro.
Cuando consigo que la cabeza deje de darme vueltas, bajo los pies al suelo y me incorporo. Me miro
en el espejo y murmuro con un quejido lastimoso:
—Por favor…, por favor…, no puedo estar embarazada.
Me pica el cuello.
Dios mío, ¡lo tengo lleno de ronchones!
Me rasco, me rasco y me rasco, pero tengo que parar o me lo dejaré en carne viva. Me importa un
pepino, ¡me rasco!
Vuelvo de nuevo a la cama. Me siento y abro el cajón. Saco mi pastillero y, horrorizada, me doy
cuenta de que han pasado varios días desde que me tomé la última. Pero pensando y pensando recuerdo
que en la anterior regla apenas manché. Me extrañó, pero comencé a tomar de nuevo la píldora.
Oh, Dios… ¡Oh, Dios!
Maldigo, me desespero y pataleo. He estado tan ocupada con todo últimamente que no me he
percatado de lo que ocurría. Abro el prospecto de la píldora y leo que el margen de error es del 0´001%.
¿Tan mala suerte voy a tener que voy a ser ese 1%?
Pero entonces recuerdo algo. La noche que estuve en el hospital, cuando el accidente de la moto, no
me tome la pastilla. Ahí tengo mi 1%.
Me mareo…
Me entra fatiguita…
Me pica el cuello…
Necesito un cigarro…
Me tumbo en la cama y cierro los ojos. El olor a Eric llega hasta mí y me encanta. Cuando consigo
reponerme del susto que tengo, me visto y decido ir a una farmacia. ¡Es urgente! Al bajar, Simona sonríe
y dice:
—No te comas los churros fríos, Judith. Espera y pronto te pondré la comida. Por cierto, dentro de
quince minutos comienza Locura Esmeralda. Voy a dejar estas camisas del señor en su cuarto y después
iré la cocina y la vemos juntas, ¿de acuerdo?
Asiento, paso por su lado y la mujer pregunta:
—¿Te ocurre algo, Judith?
La miro y respondo:
—Nada, ¿por qué?
Ella me mira y, tras parpadear, insiste:
—Estás algo pálida.
Ay, madre, ¡si ella supiera!
Pero como puedo, respondo:
—Me tiré leyendo hasta las cuatro de la madrugada. Echaba de menos a Eric.
Simona sonríe y, mientras sube la escalera, dice:
—No desesperes, Judith. El señor regresará pasado mañana como muy tarde.
Cuando desaparece, voy a la cocina. Al entrar, veo que sobre la mesa están los churros.
Y para demostrarme a mí misma que no me dan asco, me lanzo a ellos. Doy un mordisquito y mi
estómago no se mueve. Sonrío. Eso me relaja. Pero como estoy atacada de los nervios, me meto siete
churros entre pecho y espalda, hasta que mi estomago se rebela y tengo que salir a toda pastilla de la
cocina.
En mi camino me cruzo con Simona y, al llegar al baño, la siento detrás de mí. Sin ascos ni
miramientos, la mujer hace lo que tantas veces hizo mi madre cuando yo era pequeña. Me sujeta la frente
mientras de mi cuerpo sale de todo. Absolutamente de todo.
¡Qué asco me doy!
Cuando parece que me relajo, con un sudor frío horroroso camino de la mano de Simona hacia la
cocina. Al sentarme, ella me mira y dice:
—Estás pálida… muy pálida.
Yo no digo nada. No puedo.
No deseo hablar de lo que me pasa, pero de pronto, Simona fija la vista en el plato de los churros y
dice:—
¿Cómo no vas a vomitar con todos los churros que te has comido?
Asiento. Tiene razón.
No quiero dar explicaciones y respondo:
—Tenía tanta hambre que me los he comido y creo que mi estómago se ha enfadado.
Me prepara una infusión y me pide que me la tome para que el estómago se me tranquilice.
¡Qué asco!
Nunca me han gustado las infusiones.
Pero Simona se empeña en que me la beba y le hago caso. Debo hacerlo o llamará a Eric. Diez
minutos más tarde, soy otra vez persona. Vuelvo a ser yo y el color regresa a mi rostro.
Para intentar no hablar más del tema, enciendo el televisor y comienza Locura Esmeralda. No me
entero de nada. Mis pensamientos están en otro lado. Pero Simona, ajena a ello, una vez termina el
episodio, dice:
—Pobrecita Esmeralda. Toda su vida sufriendo y ahora su amor no la reconoce y se enamora de la
enfermera del hospital. Qué triste…, qué triste.
Cuando se marcha y me quedo sola en la cocina, pienso que necesito ir a la farmacia. Sin más, me
levanto, busco a Simona y le digo que no voy a comer. Tengo que salir. Necesito salir y que me dé el aire
o creo que me va a dar algo. Cojo mi anorak rojo, voy al garaje y me subo al Mitsubishi. El olor de Eric
me inunda de nuevo y susurro:
—Como esté embarazada, te mato, señor Zimmerman.
Comienzo a conducir sin rumbo fijo, mientras la música suena en el coche y yo no puedo ni cantar.
No puedo creer que me pueda pasar esto. Yo soy un desastre como persona, ¿cómo voy a tener un
hijo? Aparco el coche cerca de Bogenhausen y decido darme un paseo por el jardín inglés. Hace frío. En
noviembre, en Múnich comienza a hacer un frío de mil demonios. Camino. Pienso y veo que pasa una bici
cervecera, la atracción estrella de la ciudad. Observo cómo los que van en la bici se divierten mientras
pedalean y toman cerveza. Al pensar en ésta, el estómago se me contrae. ¡Qué asco!
Sigo mi paseo y me cruzo con varias madres y sus bebés.
¡Qué agobio me entra!
No sé cuánto tiempo llevo caminando, hasta que soy consciente de que estoy totalmente congelada.
Mi anorak no es lo suficientemente abrigado y si sigo así pillaré una pulmonía. Cuando salgo del jardín
inglés, veo un estanco. Voy directa a él y me compro una cajetilla de tabaco y un mechero. Enciendo un
cigarrillo, aspiro el humo y lo disfruto.
No puedo estar embarazada. Debe de ser un error.
Sigo caminando y veo una farmacia.
La observo desde la distancia y, cuando me acabo el cigarro, entro, espero en la cola y, cuando me
toca, digo:
—Quiero un test de embarazo.
—Digital o normal.
La farmacéutica me mira y, como no estoy puesta en estas cosas, contesto:
—Me da igual.
Abre un cajón, saca varias cajitas alargadas de colores y dice:
—Cualquiera de éstos se puede hacer en cualquier momento del día. Éste es digital, éste
ultrasensible…
Durante un par de minutos, la mujer habla y habla y habla, mientras yo sólo quiero que se calle y me
dé un puñetero test de embarazo. Por fin, cuando saca la última cajita, me explica:
—Aunque puede hacerse la prueba en cualquier momento, yo le recomendaría que se la hiciera con la
orina de primera hora de la mañana.
Con los ojos como platos, miro aquellas cajas. Pero ¿qué hago yo comprando esto?
—Usted dirá, ¿cuál quiere?
No sé qué decir. Al final, cojo cuatro cajas y respondo:
—Quiero éstas.
—¿Todas?
—Todas —afirmo.
La farmacéutica sonríe y, sin cuestionar nada más, las mete en una bolsa de plástico. Yo le entrego mi
tarjeta y, una vez cobrado, salgo de la farmacia.
Cuando llego al coche, abro la bolsa y saco los test. Leo los prospectos y en todos pone básicamente
lo mismo. Tengo que hacer pis sobre la banda y tienen una fiabilidad de un 99%.
Joder… ya estamos con los porcentajes.
Al llegar a casa, Simona me mira y, al ver que sólo llevo el anorak, me reprende por ir tan poco
abrigada y por haber estado fuera varias horas. De pronto, me doy cuenta de que son las tres de la tarde.
La mañana se ha esfumado y yo no me he dado cuenta.
Una vez acaba de regañarme como a una niña pequeña, Simona me informa que Eric ha llamado
veinte veces preocupado y que volverá a llamar. Alucinada, me doy cuenta de que con el agobio me he
marchado sin móvil y digo:
—No le habrás dicho lo que me ha pasado esta mañana.
La mujer niega con la cabeza y añade:
—No, Judith. Bastante preocupado estaba él por no localizarte. Además, lo conozco y eso lo
angustiaría mucho. He preferido no decirle nada.
—Gracias —susurro, a punto de abrazarla.
Una vez Simona vuelve a sus quehaceres, cojo el móvil, me lo meto en el pantalón del vaquero y subo
a toda prisa a mi habitación. Me encierro en el cuarto de baño, me siento en la taza y observo la bolsita
que he dejado en el bidé. Durante varios minutos, me digo que esto no puede ser.
¡Yo no puedo estar embarazada!
Haciendo acopio de fuerzas, saco uno de los test y procedo a hacer lo que indica.
Me desabrocho el vaquero y me lo bajo, después las braguillas y me siento en el retrete. Con manos
temblorosas, saco el test y retiro el capuchón. Cuando por fin atino a mojar el absorbente, además de mi
mano, tapo el test y lo coloco en posición horizontal sobre la encimera del baño.
Una vez me recompongo y me abrocho el vaquero, enciendo un cigarro. Pero tras dos caladas me
mareo. Me siento en el suelo, me tumbo y subo las piernas al lavabo.
Madre mía…, madre mía, qué miedo tengo.
¿Yo madre de un bebé?
¡Ni de coña!
Uf… ¡qué mareo!
Recuerdo el parto de Raquel y me entran náuseas. ¡Qué angustia!
Han pasado dos minutos y treinta y siete segundos… treinta y ocho… treinta y nueve.
Intento cantar. Eso siempre me relaja y nuestra canción es lo primero que viene a mi mente.
Sé que faltaron razones, sé que sobraron motivos,
contigo porque me matas y ahora sin ti ya no vivo.
Tú dices blanco, yo digo negro.
Tú dices voy, yo digo vengo.
Vivo la vida en color y tú en blanco y negro.
Paro. Miro el reloj. Han pasado los cinco minutos. He de mirar el resultado, pero continúo cantando.
Dicen que el amor es suficiente,
pero no tengo el valor de hacerle frente.
No…, no…, no…, ¡definitivamente, no tengo valor!
No puedo abrir el capuchón.
Me enciendo otro cigarrillo, aun a riesgo de marearme. Lo necesito.
Me pica el cuello. Me rasco, me rasco y me rasco.
Ya no puedo ni cantar.
Bajo las piernas del lavabo, me siento y miro el test horizontal.
Cojo el prospecto y lo vuelvo a releer por enésima vez. Si salen dos rayitas es positivo y si sale sólo
una, negativo.
Por primera vez en mi vida, deseo un negativo más grande que un camión. Por favor…, por favor…
Cuando apago el cigarrillo, me armo de valor, cojo el test y, sin pensarlo, lo abro. Los ojos se me
ponen como platos.
—Dos rayitas —susurro.
Suelto el test y vuelvo a coger el prospecto. Dos rayitas, positivo. Una, negativo.
Me mareo…
Vuelvo a releer. Dos rayitas, positivo. Una, negativo.
Me tumbo en el suelo del baño, mientras musito con los ojos cerrados:
—No puede ser… No puede ser…
Diez minutos más tarde, decido repetir el test al recordar que hay un 1% de error. Si el
anticonceptivo ha fallado, ¿por qué no va a fallar el test de embarazo?
Llevo a cabo la misma operación que minutos antes. De nuevo espero y esta vez sin cigarrillo, cuando
pasan los cinco minutos, abro el capuchón y grito:
—Noooooooooooooooooo…
Me hago el tercer test. Después el cuarto. El resultado es el mismo: positivo.
El corazón me late a mil. Me va a dar un infarto y, cuando Eric regrese, voy a estar más tiesa que la
mojama en el suelo del baño.
Pienso en el margen de error que tienen estos test. Pero que cuatro me griten «¡estás embarazada!»,
me hace dudar.
Me mareo…
Todo me da vueltas…
Me vuelvo a tumbar en el suelo y subo los pies al lavabo.
—¿Por qué? ¿Por qué me tiene que pasar esto a mí?
De pronto, me suena el móvil. Me lo saco del bolsillo del vaquero y veo que es Eric.
¡El padre de la criatura!
Uf…, qué nervios.
Me acaloro y me doy aire con la mano.
No quiero que me note extraña y, tras seis timbrazos, saludo lo más chisposa que puedo.
—Hola, cariño.
—¿Cómo sales de casa sin móvil? ¿Te has vuelto loca? —pregunta con voz tensa.
No estoy yo para tensiones y respondo:
—Punto uno: no me chilles. Punto dos: se me ha olvidado. Y punto tres: si me llamas para ser un
borde, prepárate que yo también lo puedo ser.
Silencio. Ninguno dice nada hasta que él insiste:
—¿Dónde has estado, Jud?
—He ido a comprar unas cosas y luego me he dado un paseo, porq…
—Un paseo muy largo, ¿no crees? —me corta. E insiste—: ¿Sola o acompañada?
—¡¿A qué viene eso?!
—¿Sola o acompañada? —Sube el tono de voz.
Su mal rollo me duele.
Me hace daño.
¿Qué ocurre? Y antes de que yo pueda siquiera protestar, la comunicación se corta.
Como una tonta, me quedo mirando el teléfono.
¿Me ha colgado?
¿El gilipollas me ha colgado?
Furiosa, marco su número. Éste se va a enterar de lo que es subir la voz. Pero cuando suena, cuelga
sin descolgar. Eso me encoleriza. Lo intento tres veces más, pero el resultado es el mismo.
Estoy histérica, nerviosa y, para más inri, ¡embarazada!
Si pillo en este momento a Eric, ¡lo mato!
No sé qué hacer y al final decido nadar unos largos. Lo necesito.
Me pongo el bañador y, cuando llego al borde de la piscina, el estomago me da un vuelco y salgo
corriendo al baño.
Cuando Flyn llega, estoy sentada al borde del agua, totalmente descentrada. El niño me abraza por
detrás y me besa en la mejilla. Encantada por esa demostración de afecto que necesito, cierro los ojos y
murmuro:
—Gracias, cariño. Lo necesitaba.
El crío, que es muy listo, se sienta a mi lado, me mira y pregunta:
—¿A que has discutido con el tío?
Sin mucho humor, respondo:
—No, cielo. El tío está en Londres y es difícil discutir con él.
El pequeño me mira, asiente y no responde. Saca sus propias conclusiones. De pronto, mi estómago
se queja de hambre y, mirándome alucinado, Flyn pregunta:
—¿Qué tienes ahí dentro, un alienígena?
En ese instante me da la risa y no puedo parar.
Todo vuelve a ser surrealista.
Estoy embarazada y Eric, el hombre que tenía que estar a mi lado, besándome como loco porque va a
ser padre, está enfadado.
Convencida de que esto no se puede torcer más, digo:
—Vamos a comer o te como a ti ahora mismo.
Por la noche, cuando Flyn se va a dormir, vuelvo a estar sola en el inmenso salón, acompañada por
Susto. Le hago una señal y mi amorcito se sube al sillón. Ahora que no está Eric, que aproveche.
Llamo a Eric por teléfono. No lo coge. ¿Por qué está tan enfadado? Enciendo el televisor y cuando
llevo un rato mirándolo, con la necesidad de contarle a alguien lo que me pasa, toco a Susto, que levanta
la cabeza, me mira y digo:
—Estoy embarazada, Susto. Vamos a tener un pequeño Zimmerman Flores.
El animal parece entenderme y, tumbándose de nuevo, se tapa los ojos con una de sus patazas. Eso me
hace reír. Hasta él sabe que esto es una locura.
A las once y, tras ver que Eric no me llama, decido subir a la habitación. Estoy para el arrastre. En el
cuarto de baño, me lavo los dientes y veo la cajetilla de tabaco. La tiro a la basura justo en el momento
que el móvil me suena. Eric. ¡Por fin!
—Hola, cariño —lo saludo, sin un ápice de ganas de discutir.
Se oye mucho ruido de fondo y la voz de él dice:
—¿Cuándo me lo pensabas decir?
Sorprendida, me siento en el retrete. Miro alrededor en busca de la cámara oculta. ¿Sabe que estoy
embarazada? Y pregunto:
—¿El qué?
—Lo sabes bien, pero que muy bien…
—No, no lo sé…
—¡Lo sabes! —grita.
Desconcertada, arrugo el entrecejo. Si hablara del embarazo, no tendría ese mosqueo. Eric ha bebido,
cosa que me alerta. Es la primera vez que está borracho y eso me preocupa.
—¿Dónde estás, Eric?
—Tomando algo.
—¿Estás con Amanda?
Se ríe. Su risa no me gusta y responde:
—No, Amanda no está conmigo. Estoy solo.
—Vamos a ver, Eric —digo, sin levantar la voz—, ¿me puedes explicar qué es lo que ocurre? No
entiendo nada y…
—¿Hoy te has visto con Björn?
—¡¿Cómo?!
—No te hagas la inocente, cariño, que te conozco.
—Pero ¿qué te pasa? —grito, desesperándome.
—No sé cómo no me he dado cuenta antes de todo. —Sube la voz—. ¡Mi mejor amigo y mi mujer,
liados!
¿Se ha vuelto loco?
¡Además de borracho, loco! Sin más, la comunicación se vuelve a cortar.
Sin entender nada de lo que dice, lo llamo. No lo coge. Los nervios me revuelven el estómago y al
final pasa lo que pasa. Adiós cena.
Esa noche no duermo. Sólo quiero saber que está bien. Me preocupa haberlo oído tan borracho. Me
preocupa que le pase algo, pero por más que lo llamo no me coge el teléfono. Le mando varios mails. Sé
que los verá. Pero nada, tampoco los contesta.
Pienso en Björn. ¿Debería llamarlo y contarle lo que ocurre? Al final decido que no. Son las cinco de
la madrugada y no creo que sea hora para ello.
A las seis y media, tras pasar una noche horrorosa sin poder contactar con Eric, cuando Simona entra
en la cocina, se sorprende al verme.
—Pero ¿qué haces levantada tan pronto?
Mi cara se contrae y empiezo a llorar. La mujer se descuadra. Se sienta a mi lado y, como una madre,
me seca las lágrimas con una servilleta mientras yo hablo y hablo y Simona no se entera de nada.
Cuando por fin consigue tranquilizarme, omito lo del embarazo, pero le cuento lo que me ha pasado
con Eric. Ella está desconcertada. Sabe que adoro y quiero a mi alemán como pocas personas en el
mundo y que Björn es sólo un estupendo amigo de los dos.
A las ocho se va para despertar a Flyn, y a las ocho y media, cuando el crío entra en la cocina con
ella y ve mi deplorable estado, pregunta, sentándose a mi lado:
—Has discutido con el tío, ¿verdad?
Esta vez asiento. No puedo negarlo. Y, sorprendiéndonos a Simona y a mí, él dice:
—Seguro que el tío no tiene razón.
—Flyn…
—Tú eres muy buena mamá —insiste.
Como un oso lloroso vuelvo a estallar en llanto. Me ha llamado mamá. Ya no hay quien me pare.
Al final, cuando Simona le sirve el desayuno a Flyn y Norbert llega para llevarlo al colegio, decido
ir con ellos. El aire me vendrá bien. En el trayecto, mi pequeño coreano alemán me agarra la mano y no
me la suelta. Como siempre, eso me da fuerza y, cuando me da un beso antes de bajarse del coche para
que nadie lo vea, me hace sonreír. Cuando se aleja, le pido a Norbert que espere un segundo y salgo del
vehículo.
Necesito que me dé el aire.
Saco una tarjetita del bolsillo y, tras mirarla, me decido y llamo. El médico me da el teléfono de una
ginecóloga privada. Sin dudarlo, concierto una entrevista con ella para el día siguiente. Lo bueno de tener
dinero es eso, que todo puede ser a la de ya. Igualito que la Seguridad Social de España. María, mi nueva
amiga española, al verme, se acerca a mí y, al reparar en mis ojeras, pregunta:
—¿Estás bien, Judith?
Asiento y sonrío.
No soy persona de ir contándole mis penas a todo el mundo. Pero en ese momento veo en su mirada
algo extraño y pregunto:
—¿Qué ocurre?
Ella suspira. Duda, pero finalmente, ante mi mirada, cede.
—Me cuesta decirte lo que te voy a decir, pero si no lo hago no voy a poder dormir tranquila. —
Sorprendida, la miro y ella, señalando a las cacatúas, que están a unos metros de nosotras, dice—: Tus
amigas, esas que te tienen tanto aprecio, te están poniendo fina. Van diciendo cosas terribles de ti.
—¿De mí? Pero ¡si no me conocen!
María asiente, gesticula y yo pregunto:
—¿Qué pasa? Cuéntame.
—Dicen que estás liada con un amigo de tu marido. Un tal Björn.
La tierra tiembla bajo mis pies y de pronto me viene a la mente una frase de una canción de Alejandro
Sanz que tanto me gusta y que dice: «Ya lo ves, que no hay dos sin tres».
¿Qué está ocurriendo?
Estoy embarazada, Eric cree que estoy liada con Björn y ahora en el colegio de Flyn también lo
afirman.
Tiemblo…
Tengo miedo…
No entiendo lo que ocurre…
—Además de eso —prosigue María—, se mofan porque eras la secretaria de Eric y, bueno…,
imagínate lo que comentan.
Boquiabierta y tremendamente alucinada, asiento.
—Efectivamente, yo trabajaba para la empresa de Eric, pero… pero yo no estoy engañando a mi
marido, ni con Björn, ni con nadie. Acabo de casarme hace cuatro meses, adoro a Eric, soy feliz y… y…
María me abraza y yo cierro los ojos. Mis nervios están en un punto álgido, cuando veo que las
cacatúas nos miran y sonríen. Qué perracas. Y entonces, mi sangre española es mi sangre y,
reponiéndome como un tsunami, pregunto:
—¿Desde cuándo circula ese rumor?
—A mí me llegó ayer.
—Y de esas cacatúas, ¿verdad?
María asiente. Yo levanto el mentón y, como siempre, sin pensar las cosas dos veces, me dirijo
directamente hacia ellas. Creí haberles dejado claro quién soy yo, pero como veo que no se enteraron, se
lo voy a repetir.
Me da igual quedar como una macarra.
Me da igual que piensen que soy de lo peor.
Todo me da igual excepto que digan mentiras.
Cuando estoy a la altura de la cacatúa número uno, la mujer de Joshua, sin cortarme un pelo me dirijo
a ella y, acercando mi cara a la suya, siseo, mientras con el rabillo del ojo observo que Norbert se baja
del coche y viene hacia aquí:
—No me gustas y no te gusto, eso lo sabemos ambas, ¿verdad? —Ella no se mueve, está acobardada
—. Pues quiero que sepas que menos me gusta que cuentes mentiras sobre mí. Por lo tanto, si no quieres
tener un gravísimo problema conmigo, dime quién es la puñetera persona que está diciendo todo eso
sobre mi persona o te juro que hoy te quedas sin dientes.
—Judith —susurra María, acalorada.
La cacatúa madre se pone roja como un tomate. Sus amiguitas se echan hacia atrás. Está visto que la
dejan sola. ¡Vaya amigas!
La repija, al ver que no tiene apoyo, intenta zafarse de mí, pero no se lo permito. La agarro del brazo
con fuerza y exijo con muy mala leche:
—He dicho que me digas quién va contando esas mentiras.
Asustada y temblona, me mira y, ante mi cara de «¡te voy a dar la del pulpo!», responde:
—La… la joven que ha venido en ocasiones a buscar al chinito.
Cierro los ojos: ¡Laila!
La sangre se me espesa y de pronto lo entiendo todo. Laila también ha debido de intoxicar a Eric en
Londres. Abro los ojos y, con la furia reflejada en mi rostro, siseo:
—Mi hijo tiene nombre. Se llama Flyn. —Y, soltándola con fuerza, grito—: Te repito por última vez,
¡no es chino! Y, para tu información, ¡sí!, trabajaba para la empresa de mi marido y, por supuesto, ¡no!,
no estoy liada con Björn y más vale que el rumor que habéis extendido se extinga o te juro que os voy a
hacer la vida imposible, porque a mala no me gana nadie cuando me cabreo, ¿entendido?
—Señora Zimmerman, ¿qué ocurre? —interviene Norbert.
El grupo de cacatúas se aleja rápidamente de mí. Huyen despavoridas.
A punto del desmayo, miro a la pobre María y digo:
—Gracias por contármelo, María. Nos vemos en otro momento.
Después miro a Norber, que, desencajado, me observa y le digo, al borde del colapso:

—Llévame a casa. No me encuentro bien.

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