Leer libros online, de manera gratuita!!

Estimados lectores nos hemos renovado a un nuevo blog, con más libros!!, puede visitarlo aquí: eroticanovelas.blogspot.com

Últimos libros agregados

Últimos libros agregados:

¡Ver más libros!

Pídeme lo que quiera o dejame - Cap.21 y 22


21
Al llegar a casa, vomito.
Entre llorar y vomitar ¡no doy abasto!
Simona, preocupada por mi estado, me ofrece una de sus infusiones, pero la rechazo. Sólo el olor me
pone peor. Que llame a Eric, así al menos sabré de él.
La cabeza me estalla y me obligan a tumbarme. Agotada, me duermo. Cuando me despierto, un par de
horas después, estoy enfadada, muy enfadada, y llamo a Eric. Al tercer timbrazo, lo coge el teléfono.
¡Aleluya!
—Dime.
—No, mejor dime tú a mí, ¡gilipollas!
Tras un tenso silencio, él dice con sorna:
—Cuánto tiempo sin oír esa dulce palabra en tu boca. Lástima no ver cómo la dices en vivo y en
directo.
De nuevo noto que ha bebido. Pero sin querer desviar el tema, continúo:
—¿Cómo eres tan gilipollas de creer lo que Laila dice?
Noto cómo su respiración cambia. Debe de estar cansado y pregunta:
—¿Y cómo sabes que ha sido Laila quien me ha informado?
—Porque las noticias vuelan más rápido de lo que tú crees —respondo con frialdad.
Silencio.
El silencio es tenso.
El silencio me mata.
El hombre al que quiero sisea:
—No he hablado aún con mi buen amigo Björn. Mi charla con él la reservo hasta estar frente a frente,
pero…
—No tienes por qué hablar con él sobre este tema, porque nunca ha pasado nada entre nosotros.
Björn es tu mejor amigo y una excelente persona. No sé cómo puedes desconfiar de él y creer que entre él
y yo hay algo más que amistad.
El sonido que oigo lo identifico rápidamente con el de un bar y, antes de que pueda preguntar dónde
está, Eric dice en tono jocoso:
—Vaya, Judith, cómo lo defiendes, qué tierno.
—Lo defiendo porque hablas sin saber.
—Quizá sé demasiado.
—Pero ¿qué es lo que sabes? ¡Cuéntamelo! —grito, fuera de mí—. Porque, que yo sepa, él y yo sólo
hemos tenido algo con tu consentimiento y, sobre todo, bajo tu supervisión.
—¿Estás segura, Judith? —pregunta en un tono que me desconcierta.
—Estoy segura, Eric. Muy segura.
La tensión se corta con un cuchillo y pregunto preocupada:
—¿Dónde estás?
—Tomando algo. Beber es lo mejor que puedo hacer para olvidar.
—Eric…
—Qué decepción. Creía que eras única e irrepetible, pero…
—No me vuelvas a decir lo que ya me dijiste una vez y ocasionó nuestra ruptura —grito—. Contén tu
lengua, maldito gilipollas, o te juro que…
—¿O me juras qué?
Su voz, su tono, me indican que está fuera de sí e, intentando tranquilizarme para no ponerlo más
nervioso, digo:
—No entiendo cómo te puedes creer algo así. Sabes que yo te quiero.
—Tengo pruebas —me corta furioso—. Tengo pruebas y no me las vais a poder negar ninguno de los
dos.
Cada vez entiendo menos y grito de nuevo:
—¿Pruebas? ¿Qué pruebas?
—No quiero hablar contigo ahora, Judith.
—Pues yo sí quiero que hables conmigo. No puedes acusarme y…
—Ahora no —me vuelve a cortar—. Y, por cierto, mi viaje se alarga. Esta semana no regresaré a
casa. No me apetece verte.
Y me cuelga. Vuelve a colgarme.
Estoy a punto de gritar, pero en vez de eso, me tiro en la cama y lloro, lloro y lloro.
No tengo fuerzas para otra cosa que no sea llorar. Cuando me tranquilizo, me doy una ducha. Luego
bajo a la cocina, pero no hay nadie. Veo una nota de Simona que dice:
Estamos comprando en el supermercado.
Susto y Calamar vienen y me hacen mimitos. Los animales son muy intuitivos y parecen entender
cómo estoy, pues no se separan de mí ni un momento.
Entro en el salón, voy al equipo de música y, tras mirar varios CD, pongo el que sé que me va a hacer
más daño. Soy así de masoquista y, cuando suena Si nos dejan, vuelvo a llorar al recordar cómo hace
pocos días bailé esta canción con Eric.
Cuando se acaba, la vuelvo a poner. Camino hacia el ventanal con la cara mojada y el corazón roto.
Llueve en la calle y llueve en mi rostro. El tiempo en Múnich empeora día a día y sólo puedo ver llover y
llorar mientras mi corazón se resquebraja por segundos.
Si nos dejan,
nos vamos a querer toda la vida.
Si nos dejan.
Está claro que no.
Primero fueron Marisa y Betta, luego Amanda y ahora Laila.
¿Por qué no nos dejan querernos?
Horas más tarde, cuando Simona regresa, estoy más tranquila y ya no lloro. He debido de agotar
todas las reservas de lágrimas por un año.
Ella, ajena a lo que pienso, prepara la comida y, cuando está lista, me avisa, pero yo apenas como.
No tengo hambre.
Simona es inteligente y sabe que sufro. Intenta hablar conmigo, pero yo no quiero. No puedo. Y
finalmente claudica.
Por la tarde, cuando Flyn regresa del cole, intento recibirlo con una gran sonrisa. El pequeño no se
merece vivir con la angustia de verme todo el rato hecha una mierda.
Hago de tripas corazón, lo ayudo con los deberes y ceno con él. Hablamos de videojuegos. Es el
mejor tema que tengo para que no ahonde en mi vida ni en mis sentimientos. Por la noche, cuando se va a
la cama, yo me quedo en el salón y estoy tentada de volver a poner alguna de nuestras canciones. Son
tantas, que con cualquiera sé que volveré a llorar. De pronto, la puerta del salón se abre y entran Norbert
y Simona.
—No creo nada de lo que mi sobrina Laila ha contado en el colegio —dice Norbert— y le aseguro
que esto se va a aclarar. Siento muchísimo todo lo que está pasando, señora.
Me levanto del sillón y lo abrazo. Él, que por norma se queda tieso como un palo siempre que le
demuestro mi cariño, esta vez me abraza y murmura en mi oído:
—Haré todo lo posible para que esto se aclare.
Asiento y suspiro. Miro a Simona, que se retuerce las manos y, muy enfadada, dice:
—Esa muchacha es una mentirosa y yo misma le voy a arrancar el pellejo como no aclare esto con
todo el mundo.
Asiento… y la abrazo.
En un momento así en que tendría que estar hecha una furia, estoy tan mal, tan mareada, tan revuelta y
tan desconcertada que sólo puedo asentir y abrazar.
Esa noche Eric no llama, ni yo lo llamo a él.
No quiero pensar que sigue bebiendo, ni imaginar que termina en la cama de Amanda, pero como soy
una masoca, me martirizo pensando que así es y sufro como una cosaca.
¿Por qué soy tan tonta?
Tampoco llamo a Björn. Que no me llame es buena señal. Significa que Eric todavía no ha
descargado su furia contra él. Pobrecillo, ¡qué injusto es todo!
Al día siguiente estoy hecha puré, pero decido ir a mi visita con la ginecóloga. Tras engañar a
Norbert para que no me acompañe, llego hasta la consulta en un taxi. En la salita, espero y observo a las
chicas que a mi lado esperan su turno.
Me pica el cuello. Sus tripas son descomunales y estoy a punto de salir de allí corriendo.
Pero no lo hago. Contengo mis impulsos y espero, mientras veo docenas de mujeres embarazadísimas,
abrazadas a sus mariditos, y a mí me entran las cagalandras de la muerte.
Dios mío, ¿cómo puedo estar yo embarazada?
Cuando una chica dice mi nombre, me levanto y entro en la consulta. La doctora es una mujer un poco
más mayor que yo, sonríe y me invita a sentarme. Tras rellenar una ficha con mis datos, pues es la
primera vez que voy, abro el bolso y dejo sobre su mesa los cuatro test de embarazo con sus
correspondientes rayitas de positivo.
Ella me mira y sonríe. ¿Dónde está la gracia?
—¿Podrías decirme la fecha de tu última regla?
—Este mes no la he tenido. Pero he recordado que el mes pasado apenas manché. Pero… pero… yo,
a la semana comencé a tomar la pastilla de nuevo y… y… quizá no hice bien… Pero yo…
La doctora me mira, ve lo nerviosa que estoy y dice:
—Tranquilízate, ¿vale?
Asiento y ella insiste:
—Intenta recordar la fecha de esa regla en la que casi no manchaste.
—Creo recordar que fue el 22 de septiembre.
Coge una cartulina redonda de colores, la mira y dice mientras apunta:
—Fecha aproximada del parto, el 29 de junio.
Madre mía…, madre mía…, ¡esto va en serio!
Sin decaer, respondo a todas las preguntas que la mujer me hace lo mejor que puedo. Después me
pide que me tumbe en una camilla para hacerme una ecografía. Tras bajarme el pantalón, me echa gel en
el vientre y, con un aparato, lo comienza a extender.
Histérica, ruego a todos los santos habidos y por haber que no haya nada dentro de mí. Pero de pronto
la doctora para de mover el aparatito y dice:
—Aquí está el latido, Judith, y por su tamaño diría que estás casi de dos meses.
Clavo mi mirada en la pantalla y veo algo que parpadea. Por su forma irregular y su movimiento, me
recuerda a una medusa.
¡Creo que me va a dar un infarto!
No hablo…
No parpadeo…
Dios, ¡qué fatiguita!
Sólo puedo mirar eso que se mueve y parece decir «¡Peligro!».
La doctora, al ver que no hablo, vuelve a mover el aparatito y, tras apretar unos botones, por el
lateral sale un papelito. Cuando me lo entrega y veo que se trata de una foto, me emociono como nunca
pensé que lo haría y asumo que eso con forma de medusa es un bebé y que, me guste o no, ¡estoy
embarazada!
Antes de salir, me da cita para un mes después y me entrega unas recetas. Debo tomar acido fólico,
entre otras cosas, y hacerme unos análisis que le tengo que llevar la próxima vez que vaya a verla.
22
Pasan dos días y sigo sin saber nada de Eric.
Estoy rota…
Estoy fatal…
Y, para más inri, ¡embarazada!
Lloriqueo y lloriqueo y pienso lo feliz que se sentiría Eric si lo supiera.
No le cuento nada a nadie. Me como solita el problema y saco fuerzas de donde no las tengo para
remontar el momento tan doloroso y desconcertante que estoy pasando. Eso sí, tengo el cuello en carne
viva. Tomo el acido fólico por las mañanas y el primer día me asusto al ir al baño y ver algo negro…
negrísimo salir de mi. Pero luego recuerdo que en el prospecto ponía que eso podía ocurrir ¡Qué asco,
por Dios!
En esos días no salgo. Me paso el día tumbada en el sofá o en mi cama, dormitando como un oso, y
cuando Simona entra y me dice que Björn está al teléfono, casi vomito.
La mujer me mira. Achaca mi malestar a lo que está ocurriendo con Eric y no pregunta. Menos mal,
porque no quiero mentirle.
Cuando me pasa el teléfono, la miro y murmuro:
—Tranquila, todo se aclarará.
Con un nudo en la boca del estómago que estoy segura que como se desanude salen de mí las
cataratas de Niágara, saludo lo más alegre que puedo:
—Hola, Björn.
—Hola, preciosa, ¿ya ha vuelto el jefe?
Su tono de voz y la pregunta me indica que no sabe nada. Parpadeando, cambio mi tono de voz y
respondo:
—Pues no, precioso. Me llamó hace unos días y me comentó que el viaje se alargaba un poquito más.
¿Por qué? ¿Querías algo?
Con una encantadora risa, Björn dice:
—Este fin de semana hay una fiesta privada en Natch y quería saber si vais a ir.
Para fiestecitas estoy yo y respondo:
—Pues no va a poder ser. Y yo sola ya sabes que no.
Björn suelta una carcajada.
—Que no me entere yo de que vas sin tu marido.
Ahora la que se ríe con amargura soy yo.
¡Si él supiera lo que piensa Eric!
Hablamos durante un par de minutos más y, tras despedirnos, cuelgo con la angustia de ocultarle algo
a Björn, pero no puedo decirle nada. Esto es una bomba, y cuando estalle quiero estar yo presente. No
quiero que Eric y él se enzarcen sin estar yo delante para mediar. Temo que rompan su bonita amistad por
la guarra de Laila.
Pienso en lo que Björn me contó de ella y Leonard y en cómo en todo ese tiempo ha guardado el
secreto para no hacerle daño a Eric. Ahora pienso que hubiera sido mejor herirlo en su momento, así
Laila habría desaparecido de sus vidas y no habría provocado todo esto.
Está claro lo que la chica quiere: enemistar a Björn y Eric y, con ello, llevárseme a mí por delante.
No se lo puedo consentir. Pero sin ver las pruebas que Eric dice que tiene no puedo hacer nada salvo
llamarla y ponerla a caer de un burro.
Convencida de que quiero hacer eso, le pido a Simona el teléfono de Laila en Londres. A
regañadientes me lo proporciona y, cuando tras dos timbrazos, oigo la voz de la joven, digo:
—Eres una mala persona, ¿cómo has podido hacer lo que has hecho?
Laila suelta una carcajada y, furiosa, grito:
—Eres una zorra, ¿lo sabías?
Sin un ápice de culpabilidad, ella sigue riendo y suelta:
—Joróbate, querida Judith. Tu mundo perfecto se resquebraja.
¡Si la tengo delante le arranco la cabeza! Siseo:
—Atente a las consecuencias si eso ocurre.
No digo más. Cuelgo antes de que la voz me traicione. Y vuelvo a llorar. Es lo que mejor sé hacer en
los últimos tiempos.
Llevo diez días sin ver a Eric y lo necesito.
Anhelo sus abrazos, sus besos, sus miradas y hasta sus gruñidos. Y, sobre todo, necesito decirle que
uno de sus sueños se va a hacer realidad.
¡Va a ser papá!
Estoy tirada en mi cama cuando suena el teléfono. Rápidamente contesto y oigo:
—¡Hola, cuchufletaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!
Mi hermana.
Siento unas ganas locas de llorar, de contarle mi secreto, pero no. Me callo y me trago las lágrimas.
No quiero que nadie sepa de Medusa antes que Eric.
Me incorporo rápidamente. Hablar con ella seguro que me alegra.
—Hola, loca, ¿cómo estás?
—Bien, cuchu.
—¿Y mis niñas?
—Tus niñas estupendas. Luz cada día más rebelde. Ojú, a quién habrá salido esta niña. Y Lucía cada
día más espabilada. Por cierto, papá dice cada día que parece más hija tuya que mía. Se parece a ti un
montón.
Al oírla sonrío y Raquel pregunta:
—¿Y vosotros cómo estáis?
Pienso en mi alemán favorito, en su pena, en mi tristeza y respondo:
—Genial. Flyn en el colegio y Eric de viaje, pero regresará pronto.
—Vaya, vaya, sé de una que en el reencuentro se lo va a pasar la mar de bien.
Me río por no llorar. ¡Si ella supiera! Pero la alegría de mi hermana me da buen rollo y más cuando
canturrea:
—Tengo algo que contarteeeeeeee.
—¿El qué?
—Adivinaaaaa…
—Raquel, ¡suéltalo y déjate de adivinanzas!
—¿A que no sabes quién está en España ocupando Villa Morenita? —Y antes de que yo pueda
responder, suelta emocionada—: ¡Mi rollito salvaje!
—¡No me digas! —exclamo divertida.
—Lo que oyes.
—¡Qué fuerte!
—Muy fuerte —cuchichea Raquel y añade—: Y me ha dicho que no ha podido dejar de pensar en mí
y que está loco por mis huesitos.
Parpadeo, parpadeo y parpadeo…
—Cuchuuuu, ¿estás ahí?
Asiento y respondo:
—Sí…, sí…, es que me acabas de dejar sin palabras.
—Lo sé, te has quedado como me quedé yo ayer, cuando abrí la puerta y me encontré a mi mexicano,
tan alto, tan guapo, tan galante, con un bonito de ramo de rosas blancas en las manos y…
—Guauuu, rosas blancas… tus preferidas.
—Síííííí. Pero calla, calla, que todavía no te he contado lo mejor. Resulta que cuando abrí la puerta,
me dice con toda su planta de galán mexicano: «Cariñito lindo, si cada vez que pienso en ti una estrella
se apagara, no habría en el cielo estrellas que brillaran». Ohhhhhh…, Diossss. Oh, Diossssssssssss. Sólo
faltaron los mariachis tras él, pero casi me meo del gusto que me dio.
—Flipante. —Me río a carcajadas tras varios días sin reír.
¡Vaya dos!
—Ha sido la cosa más romántica que me ha pasado en la vida, cuchu. Este hombre es… es…
diferente… muy diferente y cuando está conmigo me hace sentir como una princesa de cuento. Me mira
con intensidad, me besa con locura, me toca con deleite y me…
—Para, para, que te lanzas.
En ese instante me parece estar viendo la telenovela Locura Esmeralda, con mi hermana y Juan
Alberto como protagonistas. España, México, madre mía la que pueden liar.
—Y lo mejor de todo —prosigue con voz melosa—, es que cuando vino a casa, miró a papá y le dijo:
«Señor Flores, vengo a pedirle formalmente la mano de su linda hija».
—¡Qué fuerte, Raquel!
—¡Sí! —chilla mi hermana y yo tengo que despegarme el teléfono de la oreja.
Me río, me tengo que reír, y pregunto:
—¿Me estás diciendo que te has prometido?
—No.
—Pero si me acabas de decir que le ha pedido a papá tu mano.
—A papá, pero ya me encargué yo de decirle que nanai de la China.
—¡¿Cómo?!
—Ay, cuchu… tenías que haber visto su cara cuando le dije que yo no le daba mi mano a nadie, que
ya se la había dado una vez a un atontado y que mi mano era mía, sólo mía y de nadie más.
Me troncho. Pero qué graciosa es mi hermana.
—Entonces, ¿estás prometida con él o no?
—Pues no. Soy una mujer moderna y ahora salgo a cenar con quien quiero y cuando quiero. Es más,
esta noche he quedado con Juanín, el de la tienda de electrodomésticos que hay junto al taller de papa, y
Juan Alberto está muy ofendido.
—Normal, Raquel, si el pobre viene desde México, te dice eso tan romántico de las estrellas,
acompañado de un ramo de tus flores preferidas, y le pide a papá tu mano, ¿cómo quieres que esté?
—Que se jorobe. A ver si se cree que porque venga con sus dulces palabras yo tengo que aparcar mi
vida para ir tras él.
—Pero, Raquel…
—Que no.
—Pero ¿no dices que es especial y que te hace sentir como…?
—Sí, pero no quiero sufrir por otro churri.
Qué razón tiene mi hermana. Sufrir por amor es un asco, pero insisto:
—Juan Alberto no es Jesús. Estoy convencida de que quiere algo serio contigo y…
—Tengo miedo. Ea, ya lo he dicho. ¡Tengo miedo!
La entiendo.
Lo ha pasado mal y ahora tiene pánico a volver a sufrir. Pero sin apenas conocer al mexicano, sé que
es diferente a mi ex cuñado. Juan Alberto lo ha pasado también mal por amor y estoy convencida de que
Raquel es lo que él necesita y viceversa. Pero dispuesta a que mi hermana se decida, añado:
—Es normal que tengas miedo, pero no todos los churris son iguales. Si tienes miedo ve con cuidado.
Pero te digo que si no quieres perder a Juan Alberto, tengas también cuidado o luego te arrepentirás.
Valora qué es lo que quieres y qué es lo que te va a hacer más feliz a ti.
—Ay, cuchu…, me acabas de decir lo mismito que papá me dijo. —Y, parándose, dice—: Hablando
de papá, espera que quiere hablar contigo. Bueno, cuchu, ya hablamos otro día, que me voy a poner guapa
a la pelu para salir a cenar con Juanín.
—Adiós, loca, y pórtate bien —respondo divertida.
Instantes después, oigo la voz de mi padre y me emociono. Las lágrimas me caen como puños,
mientras me tapo la boca para que no le llegue ningún gemido. Si él supiera que estoy embarazada, qué
feliz se pondría. Pero si supiera en la situación en que me encuentro con Eric, qué tristeza le entraría.
—¿Cómo está mi morenita?
Jorobada… muy jorobada, pero tras tomar aire, respondo:
—Bien, ¿y tú cómo estás, papá?
Él baja el tono de voz y cuchichea:
—Ojú, mi arma… tu hermana me tiene loco. Y encima ahora está aquí el mexicano.
—Lo sé, me lo acaba de decir.
—¿Y qué te parece?
Secándome las lágrimas que me caen por la cara, respondo:
—Uf, papá, no sé qué decirte. Creo que es Raquel la que tiene que decidir.
Oigo que mi padre se ríe y después contesta:
—Lo sé, hija. Pero hasta que eso pase, a mí me va a volver tarumba. Pero está tan feliz desde que ese
mexicano ha aparecido, que creo que ya ha decidido.
—¿Y te gusta su decisión?
—Más que comer con las manos, morenita —se ríe mi padre—. Pero no pienso decir ni mu, que ella
elija sola.
—Sí, papá, es lo mejor. Si acierta o se equivoca, será sólo cosa suya.
Durante un rato, hablamos de todo un poco, hasta que pregunta:
—¿Y Eric?
—De viaje en Londres. Regresará dentro de unos días.
—Morenita, te encuentro la voz tristona, ¿todo bien por ahí?
Pero qué listo es mi padre.
Iba para pitoniso y se quedó en mecánico.
Pero convencida de que no debo alarmarlo, respondo con tranquilidad:
—Todo perfecto, papá. Deseando que regrese mi alemán preferido.
—Así me gusta. Sentir a mis niñas felices. —Se ríe encantado.
Yo también me río, aunque los ojos se me llenen de lágrimas.
—Dile a Eric que me llame para concretar el día que nos manda el avión. Me dijo que no comprara
billetes que él mandaba su jet a recogernos para pasar las Navidades todos juntos.
—Será lo primero que haga cuando lo vea, papá.
De pronto se oye el llanto de un bebé. Es mi sobrina Lucía y a mí se me ponen los pelos como
escarpias.
¡Dios santo, estoy embarazada y pronto tendré uno que llore así!
Sé algo que nadie sabe. Por primera vez en mi vida guardo un secreto, que sólo quiero desvelar a la
persona que amo con toda mi alma.
Una vez me despido de mi padre y cuelgo el teléfono, me vuelvo a recostar en la cama. ¿Hasta cuándo
va a durar esto?
De pronto, la puerta de la habitación se abre y Simona dice rápidamente:
—Comienza Locura Esmeralda.
Atentas a la pantalla, vemos cómo Luis Alfredo Quiñones, el amor de Esmeralda, besa a Lupita
Santúñez, la enfermera del hospital, y Esmeralda lo ve desesperada tras la columna. Sin poder evitarlo,
lloro. Pobrecita Esmeralda. Tan enamorada y siempre con tantos problemas. ¡Mira, como yo! Simona me
mira y me da un kleenex. Lo empapo en segundos y, cuando Esmeralda Mendoza, destrozada por el
desamor, le dice a su pequeño hijo «¡Papá te quiere!», lloro y lloro y no puedo parar.
¡Madre mía, qué dramón!
Cuando termina Locura Esmeralda y quedo sola de nuevo en la habitación, me suena el móvil. Lo
miro, no reconozco el número y contesto:
—Diga.
—Hola, Judith, soy Amanda.
La mandíbula se me desencaja.
¡La que faltaba!
¿Qué hace esa mujer llamándome?
—No cuelgues, por favor, tengo algo que decirte.
—No tengo nada que hablar contigo.
Y cuando estoy a punto de darle al botón de colgar, oigo:
—Eric está en el hospital.
Mi respiración se detiene.
Mi mundo se interrumpe, pero consigo preguntar con un hilo de voz:
—¿Qué… qué ha pasado?
—Hace unas noches bebió más de la cuenta y se metió en una pelea.
Dios…, Dios…, sabía que iba a pasar algo. Nunca lo había oído tan furioso.
—Pero… pero ¿está bien? —consigo balbucear.
—Todo lo bien que puede. Tiene una fisura en una pierna y varias magulladuras en el cuerpo.
Aunque…
—¿Qué ocurre, Amanda?
—Recibió un fuerte golpe en la cabeza y tiene hemorragias intraoculares en ambos ojos.
Me mareo…
Todo me da vueltas…
Los ojos… sus ojos…
Cuando consigo reponerme del soponcio que me está entrado, respiro con dificultad y sin apenas voz,
murmuro:
—Agradezco tu llamada, Amanda. La agradezco mucho y, ahora, por favor, dime en qué hospital está.
—En el St. Thomas, en Westminster Bridge Road, habitación 507.
Lo apunto rápidamente en un papel. Me tiembla la mano y creo que voy a vomitar.
Dos minutos después, tras colgar, las lágrimas, mis grandes compañeras en los últimos días, acuden
rápidamente a mí. Desesperada, me siento en la cama y lloro por mi amor.
¿Cómo es que no me ha llamado?
¿Qué hace él solo en un hospital?
Quiero ver a Eric.
Necesito abrazarlo y sentir que está bien.
El estómago me avisa y corro al baño.
Cuando salgo, cojo el móvil y, tras darle a la marcación rápida, oigo dos timbrazos. Cuando
descuelgan, murmuro mientras lloro:

—Björn, te necesito.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ir a todos los Libros