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El infierno de Gabriel - Cap.9 y10

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Lobby era una coctelería exclusiva de la calle Bloor. Gabriel, siempre fiel a la obra de Dante, se refería al local como El Vestíbulo y se imaginaba que los parroquianos eran como los paganos virtuosos que pasaban la eternidad en la versión de Dante del Limbo. Aunque, en realidad, muchos de los clientes de Lobby tenían más en común con los habitantes de varios de los círculos del Infierno.
A Gabriel no le apetecía ir allí con Julianne, y mucho menos con Rachel, ya que Lobby era su terreno de caza. El lugar adonde iba a satisfacer sus apetitos. En ese sitio lo conocía demasiada gente, o al menos conocía su fama. Tenía miedo de lo que pudieran decir unos labios rojos liberados por el alcohol.
Pero al menos en Lobby estaría en su terreno, podría tratar de controlar el entorno. De ninguna manera se arriesgaría a llevar a Rachel y a Julianne a un local que no pudiera controlar. Por una noche cambiaría de papel. Dejaría de ser Dante y se convertiría en Beowulf; sería un guerrero en vez de un poeta. Llevaría la espada en la mano y mataría al monstruoso Grendel y a todos sus parientes si se atrevían siquiera a mirar a cualquiera de las dos jóvenes a su cargo. Sabía que era muy hipócrita por su parte, pero no le importaba. Esa noche sería una tortura, pero haría cualquier cosa para que Rachel estuviera contenta.
Cuando ésta y Julia salieron del taxi tras él, los tres se dirigieron a la entrada del club, donde había una larga fila de gente que quería entrar. Ignorando la fila, Gabriel se acercó al guardia de seguridad, un enorme gorila calvo afrocanadiense, con diamantes en las orejas. El hombre lo saludó estrechándole la mano formalmente.
—Señor Emerson.
—Ethan, quiero presentarte a mi hermana Rachel y a su amiga, Julianne —dijo señalándolas.
El vigilante las saludó con una inclinación de cabeza y se apartó para dejarlos pasar.
—¿Cómo ha hecho eso? —susurró Julia al oído de Rachel, mientras entraban en un espacio moderno y elegante, decorado en blanco y negro.
—Al parecer, Gabriel está en la lista de los vip. No preguntes —respondió su amiga, arrugando la nariz.
Gabriel las guió hacia la parte trasera del club, una área exclusiva donde había reservado sitio, llamada «El salón blanco», que debía su nombre a su decoración monocromática. Las amigas se sentaron en un banco largo acolchado y se acomodaron entre los cojines forrados de armiño. Desde su mirador privilegiado se veía la pista de baile, situada en el centro, con acceso privado a todos los reservados. En ese momento todavía no había nadie bailando.
Rachel dedicó una mirada de admiración a su protégée.
—Julia está preciosa, ¿no crees, Gabriel? Espectacular.
Ella se ruborizó mucho más de lo habitual y acabó de un color parecido al carmesí.
—Rachel, por favor —susurró, jugando con el dobladillo del vestido.
—¿Qué pasa? —insistió su amiga, fulminando con la mirada a su hermano, que le estaba lanzando a su vez una mirada de advertencia—. ¿Está guapa o no está guapa?
—Las dos estáis muy bien —dijo él, no admitiendo nada y cambiando de postura como si le doliera algo.
Julia negó con la cabeza discretamente, reprendiéndose. Se preguntó por qué seguía importándole su opinión y por qué le costaba tanto a aquel hombre ser agradable.
A su lado, Rachel se encogió de hombros. Era el dinero de Gabriel. Si a él no le importaba gastarse casi dos mil dólares para que Julia estuviera guapa, ¿quién era ella para objetar nada? El problema era que le daba rabia ser incapaz de conseguir que su hermano reaccionara, así que decidió provocarlo un poco.
—Julia —empezó a decir, mirándolo a él de reojo y asegurándose de que estaba atento a sus palabras antes de seguir hablando—, ¿qué tal fue tu cita con Paul?
La piel de su amiga mantuvo su profunda tonalidad carmesí.
—Muy agradable. Es un auténtico caballero chapado a la antigua —respondió, resistiéndose al impulso de volverse para ver si Gabriel estaba escuchando.
No debería haberse molestado. Rachel ya se estaba ocupando de mirar por las dos.
—¿Fuisteis a cenar?
—Sí. Fuimos al Nataraj, su restaurante hindú favorito. Y mañana iremos a ver una sesión doble al Festival de Cine y después a cenar al barrio chino.
—¿Es mono?
Julia se revolvió en el asiento, inquieta.
—Bueno, me cuesta llamar «mono» a un jugador de rugby, pero es guapo y amable y me trata como a una princesa.
—Follaángeles.
Las dos se volvieron hacia Gabriel al mismo tiempo, sin acabarse de creer lo que habían oído. Julia alzó las cejas, pero en seguida apartó la vista.
Satisfecha de haber conseguido provocar una reacción en su hermano, Rachel se volvió hacia el espejo que cubría la pared para retocarse el maquillaje. Se estaba aplicando un toque de pintalabios Chanel color rosa cuando se detuvo en seco y se quedó observando a alguien que venía hacia ellos.
—Gabriel, ¡esa mujer se te está comiendo con los ojos! ¿Qué demonios...?
Antes de poder acabar de preguntar, una camarera rubia de bote llegó a su lado.
—Señor Emerson, me alegro de volver a verlo —dijo y se inclinó sobre él, mostrándole el escote y apoyándole una mano en el hombro. Llevaba las uñas pintadas de color coral y le brillaban a la suave luz del local.
Con el cejo fruncido, Julia se preguntó si tendría previsto hacerle algo a Gabriel con esas uñas o si enseñarlas sólo era su manera de ahuyentar a las demás mujeres.
—Me llamo Alicia —añadió, saludándolas—. Seré su camarera esta noche.
—Abre una cuenta a mi nombre, por favor. Y apunta las bebidas de los tres —le dijo Gabriel, poniéndole un billete doblado en la mano y soltándose así el hombro—. Ponle también una copa a Ethan de mi parte. Y otra para ti, por supuesto.
Alicia sonrió y se guardó el billete en el bolsillo.
—¿Señoras? —preguntó, sin dejar de mirarlo y sonriéndole provocativamente. La punta de la lengua asomaba entre sus labios.
—Para mí un Cosmo.
Julia no supo qué pedir.
—¿Qué te apetece? —la animó Rachel.
—No... no lo sé —balbuceó, preguntándose qué decir para no quedar en evidencia.
En un sitio como Lobby no podía pedir una cerveza o unos chupitos de tequila, que eran sus opciones habituales.
—Pues dos Cosmopolitans —encargó Rachel. Y volviéndose
hacia ella, añadió—: Te encantará. Está buenísimo.
—Laphroaig de veinticinco años para mí. Doble y sin hielo. Y un vaso de agua mineral sin gas —pidió Gabriel, sin devolverle la mirada a la camarera.
Cuando ésta se hubo marchado, Rachel empezó a reír.
—Hermanito, sólo tú puedes conseguir que pedir una copa suene pretencioso.
Julia se echó a reír, divertida ante la expresión indignada de él.
—¿Qué es Laphroaig? —preguntó.
—Un whisky escocés de malta.
—¿Y para qué quieres el agua mineral?
—Una o dos gotas potencian el sabor del whisky. Te lo dejaré probar cuando me lo traigan.
Cuando Gabriel le sonrió, Julia apartó la vista en seguida y se quedó contemplando sus preciosos zapatos nuevos.
Él siguió la dirección de su mirada y se quedó hipnotizado por los deliciosos zapatos de tacón. Rachel no tenía ni idea de la buena compra que había hecho. Estaba encantado de haber pagado hasta el último céntimo que hubieran costado sólo por poder ver las preciosas piernas de la señorita Mitchell, estilizadas y arqueadas por los exquisitos zapatos. Se removió incómodo en el asiento, esperando que el movimiento bastara para liberar su creciente erección de la presión de la ropa.
No fue así.
—Gabriel, tú puedes quedarte a esperar las bebidas si quieres, pero Julia y yo nos vamos a bailar.
Antes de que ella pudiera protestar, Rachel la había llevado a la pista de baile y, tras hacerle un gesto al DJ para que subiera el volumen de la música, empezó a bailar con entusiasmo.
Julia, en cambio, se sentía muy incómoda. Gabriel se había cambiado de sitio y la estaba observando reclinado cómodamente en el asiento. Su mirada era intensa. Parecía que ni siquiera parpadeara. Se preguntó si se habría dado cuenta de que no llevaba ropa interior convencional debajo del vestido.
«¿Se fijarán los hombres en esas cosas —se preguntó—. ¿Se dará cuenta de que llevo tanga?»
Julia no podía apartar la mirada de él y vio cómo la recorría con los ojos de arriba abajo, deteniéndose más tiempo del necesario en sus largas piernas y en sus zapatos de suela roja.
—No puedo bailar con estos zapatos —le dijo a Rachel al oído.
—Tonterías. Deja los pies quietos y mueve el cuerpo. Por cierto, estás impresionante. Mi hermano es idiota.
Julia le dio la espalda a Emerson y empezó a bailar, cerrando los ojos y dejándose llevar por la música. Era una sensación increíble. En cuanto logró olvidarse de El Profesor y de sus penetrantes ojos azules, empezó a disfrutar un poquito de la noche.
«¿Se marcará el tanga debajo del vestido? Espero que sí. Espero que Gabriel se fije y sufra. Disfruta del espectáculo, profesor, porque es lo único que vas a conseguir esta noche.»
Cuando la canción llegó a su fin, Rachel se acercó al DJ con una sonrisa y le preguntó qué canciones tenía previsto poner a continuación. Su respuesta le gustó, porque levantó el puño en el aire de un modo nada femenino y soltó un grito.
—¡Genial! —exclamó, regresando junto a Julia, cogiéndola de las manos y haciéndola girar.
Al verlas bailando —y pasándolo tan bien—, varias personas de los reservados cercanos empezaron a unirse a ellas, incluido un joven rubio muy guapo.
—Hola —saludó, acercándose a Julia y moviéndose al ritmo de la música.
—Hola —contestó ella, un poco incómoda por estar llamando la atención.
Recordó la vieja asociación femenina entre baile y el sexo en los hombres. No sabía quién era el recién llegado, pero sin duda debía de ser excelente en lo segundo, porque era un bailarín muy bueno, con un estilo muy heterosexual. Cortaba la respiración.
—No te había visto nunca por aquí —dijo él, sonriendo.
Julia se fijó primero en sus dientes, muy blancos, y luego en sus ojos, azules como la flor del aciano. Perdida en ellos, se olvidó momentáneamente de responderle.
—Yo soy Brad. ¿Cómo te llamas tú? —insistió él, inclinándose y casi rozándole los labios con la oreja para poder oír su respuesta por encima de la música.
Ella se sobresaltó un poco al notar su cercanía.
—Julia —respondió.
—Encantado de conocerte, Julia. Es un nombre precioso.
Ella asintió con la cabeza para que supiera que lo había oído y dirigió una mirada desesperada a Rachel, pidiéndole en silencio que la rescatara. Pero su amiga estaba bailando con los ojos cerrados. Al parecer, le encantaba aquella canción.
—¿Puedo invitarte a una copa? Mis amigos y yo estamos en una mesa de allí delante —dijo, haciendo un vago gesto con la mano.
—Gracias, pero estoy con mi amiga.
Él sonrió más ampliamente, acercándose un poco más.
—Tráetela también. Tienes unos ojos preciosos. No me perdonaría nunca dejarte escapar sin pedirte el número de teléfono.
—Bueno... no sé.
—Al menos, deja que te dé el mío.
Julia se volvió hacia Rachel, lo que no fue muy buena idea, pues eso impidió que viera que Brad se acercaba todavía más. Al volverse, lo pisó. Él hizo una mueca de dolor y Julia perdió el equilibrio.
Brad la sujetó antes de que cayera al suelo y la mantuvo abrazada contra su pecho. La verdad era que tenía un pecho musculoso y unos brazos sorprendentemente fuertes para ser alguien que trabajaba con traje.
—Cuidado, preciosa. Siento haberte hecho caer. ¿Estás bien?
La siguió sujetando con la mano izquierda, mientras con la derecha le apartaba el pelo de la cara. Cuando los ojos le quedaron al descubierto, la miró y sonrió.
—Estoy bien. Gracias por no dejarme caer.
—Sería un idiota si te dejara escapar, Julia.
Ella vio que tenía una bonita sonrisa. De hecho, todo él era muy agradable. Su traje le dijo que había ido al club directamente del trabajo. Probablemente debía de estar en alguna gran empresa del centro de la ciudad. Una de esas compañías donde los empleados todavía tenían que llevar traje y corbata. Y zapatos negros muy brillantes.
Se lo veía seguro de sí mismo, pero no arrogante. Sus palabras, aunque elegidas cuidadosamente, no parecían calculadas. Julia se podía imaginar saliendo con él unas cuantas veces, pero no creía que esa relación fuera a llegar muy lejos. No creía que tuvieran demasiado en común. Bailar, por ejemplo. Aunque a ella no le habían quedado ganas de repetir la experiencia en un futuro próximo. Sin embargo, no le importaría bailar con él en privado...
Era demasiado tímida para alargar la conversación, de modo que abrió la boca para disculparse, pero justo entonces alguien la agarró por el otro brazo y se colocó entre Brad y ella. Sintió que un escalofrío le recorría la piel y supo con certeza quién era el dueño de aquellos dedos largos y fríos que le sujetaban el brazo desnudo.
—¿Estás bien? —le preguntó Gabriel, hablando y mirándola
como si estuviera sola.
El tono tranquilo de su voz contrastaba con el inexplicable enfado que se reflejaba en sus ojos. Ese enfado la sorprendió tanto que no respondió. Se quedó inmóvil, perpleja y Brad se dio cuenta enseguida.
—¿Te está haciendo daño este idiota? —preguntó, enderezando la espalda. Y, mirando a Gabriel amenazadoramente, dio un paso al frente.
Julia negó con la cabeza, todavía sorprendida.
—Está conmigo —gruñó Gabriel, sin molestarse en mirarlo.
Su tono había sido tan agresivo que el otro dio un paso atrás.
—Vamos —ordenó Gabriel, apartándola de la pista y dirigiéndose con ella hacia el reservado.
Con una mirada de disculpa por encima del hombro, Julia lo acompañó de buen grado.
Gabriel le acercó una copa mientras por su parte trataba de recuperar el aliento. Se había sorprendido a sí mismo con su reacción. Se había lanzado al rescate de Julia sin pararse a pensar en las consecuencias.
Mientras ella bebía unos sorbitos de su Cosmopolitan, tratando de procesar lo que acababa de pasar, Gabriel se volvió y la miró, sujetando con fuerza su copa, ya medio vacía.
—Debes ir con más cuidado. Estos locales pueden ser peligrosos para chicas como tú... ¡que eres una calamidad andante!
Julia apretó los dientes, indignada.
—Estaba bien. ¡Y él ha sido muy amable!
—Te ha puesto las manos encima.
—¿Y qué? Me ha sujetado para que no me cayera al suelo. Estaba bailando con él. ¿Me has invitado tú a bailar? Porque no lo he oído.
Gabriel volvió a reclinarse en el asiento y le dirigió una sonrisa lenta y sinuosa.
—Eso frustraría el objetivo de la noche, que es mirar, ¿no crees?
Ella se echó el pelo por encima del hombro y apartó la mirada de los brillantes zafiros en que se habían convertido los ojos de Gabriel con ayuda del whisky escocés. Vio que Brad trataba de llamar su atención desde la pista de baile y, mediante lenguaje corporal, le transmitió el mensaje de que Gabriel y ella no estaban juntos. Los ojos del joven se iluminaron al entender lo que le decía. Asintió con la cabeza y desapareció.
—Te he prometido que te lo dejaría probar —dijo Gabriel, acercándose a ella y levantando la copa a la altura de sus labios.
—No —replicó Julia desdeñosa, volviendo la cara.
—Insisto. —La voz de él se había endurecido.
Ella suspiró y trató de coger la copa, pero Gabriel no la soltó.
—Deja que te lo dé yo —susurró con voz ronca.
Una voz que sonaba a sexo. O, al menos, como Julia se imaginaba que sonaría el sexo de estar éste sentado en un banco blanco, con los ojos azules brillantes, mandíbula arrogante y tratando de acercarle un vaso helado a la boca.
«Oh, Dios mío, Gabriel. Oh, Dios mío, Gabriel. Oh, Dios mío, Gabriel. Oh... Dios... mío... Gabriel.»
—Puedo hacerlo sola —murmuró, insegura.
—Por supuesto. Pero ¿por qué hacerlo sola si estoy yo aquí para dártelo? —insistió él con una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes perfectos.
Julia no quería tirar su caro whisky escocés al suelo por accidente, así que dejó que apoyara la copa en su labio inferior. Los movimientos de Gabriel eran lentos y sensuales y ella cerró los ojos y se concentró en la sensación de frío que le transmitía el cristal. Gabriel levantó la copa con delicadeza hasta que el líquido ahumado penetró en sus labios y se derramó en su boca abierta, expectante.
Qué extraño que se estuviera comportando de un modo tan atrevido y sensual, pensó Julia. Pero en cuanto el whisky le alcanzó la lengua, abrasándole la boca, se olvidó de todo lo demás y tragó rápidamente.
—¡Es horrible! —exclamó—. ¡Es como beberse una hoguera!
Gabriel se echó hacia atrás y la contempló. Estaba sofocada y muy animada.
—Es por la turba. No es algo que guste la primera vez que se prueba. Cuando lo hayas probado dos o tres veces, puedes decidir si quieres seguir insistiendo hasta que te guste —replicó él con una sonrisa irónica.
Julia negó con la cabeza y tosió.
—Lo dudo mucho. Y, por cierto, no soy una niña pequeña y sé cuidarme sola. Así que, a menos que te pida ayuda, te agradecería que me dejaras ocuparme a mí de mis asuntos.
—Tonterías. —Gabriel señaló hacia la pista de baile—. Grendel y sus parientes te devorarían si les diera la menor oportunidad, así que no te molestes en discutir conmigo.
—¿Cómo dices? ¿Quién te has creído que eres?
—Alguien que reconoce la inocencia y la ingenuidad cuando las ve. Ahora, bébete tu copa despacio como una niña buena y deja de actuar como si estuvieras acostumbrada a moverte en este ambiente. —Le dedicó una mirada sombría y se acabó el whisky de un trago—. ¡Calamity Julianne!
—¿Qué quieres decir con eso de inocencia e ingenuidad? ¿Qué me estás diciendo exactamente, Gabriel?
—¿Tengo que deletrearlo?
Haciendo una mueca, se le acercó. Julia puso los ojos en blanco mentalmente cuando su cálido aliento le rozó el cuello.
—Te ruborizas como una adolescente, Julianne —susurró él—. Y puedo sentir tu inocencia. Es obvio que eres virgen, así que deja de aparentar que no es así.
—¡Eres un...! ¡Eres...! —Se apartó bruscamente de su lado mientras buscaba un insulto adecuado en inglés. Al no encontrarlo, pasó al italiano—: Stronzo!
Gabriel la miró furioso durante un instante, pero en seguida la expresión de la cara se le suavizó y empezó a reír. Echando la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y se rió con tantas ganas que acabó sujetándose el vientre con las manos.
Julia estaba furiosa. Allí sentada, bebiéndose su Cosmopolitan muy de prisa, se preguntó cómo era posible que él supiera la verdad habiéndose visto tan pocas veces. No creía que Rachel... No, Rachel no haría algo así. Era una información muy personal y no se la habría contado a nadie. Tal vez a Aaron, pero a nadie más. Y Aaron era demasiado caballero como para repetir eso por ahí.
Mientras Gabriel seguía riendo, ella lamentó haber perdido la oportunidad de conocer a alguien que parecía agradable. Probablemente no le habría dado su número de teléfono, pues no solía hacer esas cosas, pero en todo caso habría preferido tomar personalmente la decisión, no que le viniera impuesta por El Profesor. En efecto era un capullo. Y ya era hora de que dejara de serlo.
Poco después, la camarera rubia de bote se acercó a Julia y le entregó una cajita dorada.
—Es para ti.
—Lo siento, debe de haber un error. Yo no he pedido nada.
—Es obvio, cariño. Uno de esos tipos de la mesa de los banqueros te lo envía. Y me ha pedido que te diga que le romperás el corazón si lo rechazas. —Con una seductora sonrisa en dirección a
Gabriel, añadió—: ¿Le traigo otra copa, señor Emerson?
—Creo que estamos servidos, gracias —respondió él, con la mirada clavada en Julia mientras ella examinaba la caja, dándole vueltas.
Al abrirla, encontró una tarjeta de visita y un bombón envuelto en papel metalizado dorado. En la tarjeta leyó:
Brad Curtis, MBA Vicepresidente, Mercado de capitales Banco de Montreal Calle Bloor, oeste, n.º 55, 5.ª planta Toronto, Ontario Tel. 416-555-2525
Al darle la vuelta, vio que había escrito una nota con una letra que denotaba confianza:
Julia:
Siento que hayamos empezado con mal pie.
El chocolate me recuerda tus preciosos ojos.
Brad
Por favor, llámame: 416-555-1491
Ella le dio la vuelta a la tarjeta y sonrió. Brad bromeaba sobre el incidente, no pensaba que su timidez fuera un obstáculo y no la había llamado «virgen» como si fuera una palabrota. Había elogiado sus ojos y le había hecho saber que le parecía atractiva.
Con delicadeza, abrió el envoltorio y se metió el bombón en la boca. «Celestial.» ¿Cómo había sabido que le encantaba el chocolate caro? Tenía que ser el destino. Cerró los ojos y paladeó el sabor intenso, oscuro, pasándose la lengua por los labios para asegurarse de que no desperdiciaba ni una pizca. Se le escapó un gemido involuntario.
«¿Por qué no conocí a alguien así en mi primer año en Saint Joseph?»
Mientras tanto, Gabriel se estaba mordiendo los nudillos de la mano derecha como un animal desquiciado. Una vez más, la visión de la señorita Mitchell disfrutando de los pequeños placeres de la vida
estaba siendo uno de los espectáculos más eróticos que había presenciado nunca. Su manera de abrir los ojos al ver el bombón; el rubor que le había cubierto las mejillas al metérselo en la boca; el gemido; la lengua asomando para recoger los restos de chocolate de sus labios rojos como el rubí... Era demasiado.
Tenía que ponerle fin de alguna manera.
—¿No te habrás comido eso?
Julia volvió la cabeza bruscamente. Había estado tan perdida en las sensaciones cuasi orgásmicas inducidas por el bombón que se había olvidado de Gabriel.
—Estaba delicioso.
—Podrían haberte drogado. ¿Nadie te ha dicho que no debes aceptar dulces de extraños, niña?
—Supongo que esa norma no se aplica a las manzanas, ¿no, Gabriel?
Él entornó los ojos ante el brusco cambio de tema. ¿Se había perdido algo?
—Y no soy una niña —añadió, refunfuñando.
—Pues deja de comportarte como si lo fueras. No pensarás guardar eso, ¿no?
Señaló la caja que ella acababa de meter en el bolsito.
—¿Por qué no? Parecía simpático.
—¿Serías capaz? ¿Serías capaz de liarte con un hombre al que has conocido en un bar?
Julia frunció el cejo y el labio inferior le empezó a temblar.
—¡No me he liado con nadie! ¿Y tú? ¿No te has liado nunca con una mujer en un bar? ¿Y no te la has llevado a casa? Yo no lo he hecho nunca, aunque no veo que eso sea asunto tuyo, profesor.
Gabriel se ruborizó. No podía contradecirla, sería demasiado hipócrita por su parte. Pero algo de lo que había pasado entre ella y Grendel, el banquero rubio, lo había alterado mucho, aunque aún no sabía exactamente qué había sido. Con un gesto de la mano, pidió otro whisky.
Por su parte, Julia pidió otro Cosmopolitan, esperando que el combinado afrutado pero potente la ayudara a olvidarse del hombre cautivador y cruel que estaba sentado a su lado, pero que nunca podría ser suyo.
Cuando Rachel regresó y se dejó caer agotada en el asiento, Julia se excusó y buscó los servicios. La arrogancia y condescendencia de Gabriel la ponían furiosa. Al parecer, no la
quería, pero tampoco quería que nadie más se le acercara. ¿Qué demonios le pasaba?
Estaba tan absorta en sus pensamientos que no se percató de que había un hombre en el pasillo y tropezó con él. Cuando estaba a punto de caerse al suelo, el hombre la agarró.
—Gracias —murmuró ella. Al levantar la cabeza, vio que se trataba de Ethan, el gorila de la entrada.
—No pasa nada —dijo él, soltándola de inmediato.
—Estaba buscando el baño.
Ethan señaló con el teléfono móvil.
—Está hacia el otro lado. —Y volviendo a mirar el mensaje de texto que estaba escribiendo, exclamó—: ¡Maldita sea!
—¿He roto algo?
Él negó con la cabeza.
—No, no. Es que tengo problemas... para expresarme.
Julia le dirigió una sonrisa compasiva.
—Lo siento.
—Yo también. —Ethan la miró de arriba abajo y añadió—: Estoy impresionado. Emerson no suele venir nunca con compañía femenina.
—¿Ah, no? ¿Por qué?
El hombre rió con ironía.
—¿Lo preguntas en serio? Mira a tu alrededor. ¿Cuántas de las parejas que ves crees que han venido juntas?
—Oh. ¿Y viene a menudo?
—Eso vas a tener que preguntárselo a él.
Julia se sintió mal.
Al darse cuenta de su expresión, Ethan trató de tranquilizarla.
—Eh, esta noche está aquí contigo. Eso debe de significar algo, sin duda.
Ella se miró las manos y jugueteó con sus uñas.
—Bueno, en realidad no está conmigo. No soy más que una vieja amiga de su hermana.
Tenía un aspecto tan triste, con aquellos enormes ojos castaños y el labio tembloroso, que Ethan trató de distraerla con lo primero que se le ocurrió.
—Julianne, ¿no hablarás italiano, por casualidad?
Ella sonrió.
—Me llamo Julia. Y de hecho, sí, estudio italiano en la universidad.
Los ojos del hombre se iluminaron.
—¿Podrías ayudarme a escribirle un mensaje de texto a mi novia? Es italiana y me gustaría impresionarla.
—Gabriel lo habla mucho mejor que yo. Deberías pedírselo a él.
Ethan la miró como si se hubiera vuelto loca.
—Estás de broma, ¿no? No quiero que Gabriel se acerque a mi pareja. Veo cómo reaccionan las mujeres cuando está cerca. No puede quitárselas de encima.
Julia volvió a sentir náuseas, pero luchó contra ellas.
—Por supuesto. ¿Qué quieres traducir?
Ethan le entregó el teléfono y ella empezó a escribir palabras en italiano. Con alguna de las frases más íntimas se le escapó la risa, pero en general se quedó impresionada de que un tipo de aspecto tan duro e insensible como Ethan se molestara en asegurarle a su novia que la quería y que estaba manteniendo a raya a las clientas de Lobby. Cuando estaba acabando, alguien tosió a sus espaldas.
Julia alzó la vista y se encontró con un par de ojos azules muy enfadados.
—Señor Emerson —saludó Ethan.
—Ethan —contestó Gabriel.
Julia pensó que sus oídos la habían engañado, pues le había parecido que la voz de Gabriel había sonado como un gruñido animal surgido de lo más profundo de su pecho, pero no podía ser.
Tras apretar el botón de ENVIAR, le devolvió el teléfono a Ethan.
—Ya está. Listo.
—Gracias, Julia. Te debo una copa —dijo, antes de despedirse con una inclinación de cabeza y desaparecer.
Ella se dirigió hacia el baño.
—¿Adónde crees que vas? —preguntó Gabriel, siguiéndola.
—Al servicio de señoras, aunque no sabía que fuera asunto tuyo.
Él la sujetó por la muñeca y no pudo resistirse a acariciarle con el pulgar las venas que latían bajo su pálida piel.
Julia ahogó una exclamación.
Gabriel tiró de ella, arrastrándola hasta un pasillo largo y oscuro y empujándola contra la pared. Sin dejar de acariciarle la muñeca, sintió cómo el pulso se le aceleraba y apoyó la otra mano en la pared, a la altura de su hombro. Estaba atrapada.
Se permitió un momento para aspirar su aroma a vainilla mientras se pasaba la lengua por los labios, pero no parecía contento en absoluto.
—¿Por qué le has dado tu número de teléfono? Ethan vive con una mujer. ¿Por qué de repente te llama Julia y te invita a copas?
—¡Me llama Julia porque ése es mi nombre! Tú eres el único que no lo usa. Y, a estas alturas, aunque quisieras hacerlo, te diría que no. Será mejor que de ahora en adelante me llames señorita Mitchell. Y no le he dado mi número de teléfono.
—¿Cómo que no? Te he visto. Se lo estabas anotando. ¿Con cuántos hombres a la vez piensas quedar?
Ella negó con la cabeza, demasiado enfadada para responder, y trató de escabullirse por debajo de su brazo, pero él la atrapó por la cintura.
—Baila conmigo.
—¡Ja! ¡Ni de coña!
—No seas rebelde.
—Sólo estoy empezando a ser rebelde, profesor.
—Ten cuidado —susurró él en tono amenazador.
Julia sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—¿Por qué no me clavas un puñal en el corazón y acabamos antes? —susurró, mirándolo fijamente—. ¿No me has hecho ya bastante daño?
Gabriel la soltó inmediatamente y se tambaleó hacia atrás.
—Julianne. —Su tono estaba a medio camino entre un reproche y una pregunta. Frunció el cejo, muy disgustado. No estaba enfadado. Más bien parecía herido—. ¿Tan perverso soy? —murmuró.
Ella negó con la cabeza, con los hombros hundidos.
—No tengo ningún deseo de hacerte daño. Todo lo contrario —dijo él al ver que había vuelto a adoptar una postura sumisa y le buscó la boca con la mirada. Vio que el labio inferior le temblaba. Y también que no sabía adónde mirar.
«Está asustada, payaso. Afloja un poco.»
—Antes has dicho que no te había invitado a bailar. Te invito ahora —añadió, suavizando mucho su tono de voz—. Julianne, ¿me harías el honor de bailar conmigo, por favor?
Y sonrió con la cabeza un poco ladeada, un gesto que usaba mucho cuando quería seducir a una mujer, pero que no tuvo el efecto deseado, porque Julia no alzó la vista. Alargando la mano, volvió a acariciarle la muñeca, como si estuviera pidiéndole disculpas a su piel, aunque ésta no las habría aceptado de haber podido hablar.
Julia se llevó a mano al cuello instintivamente, como si estuviera sufriendo un latigazo cervical por culpa de su vaivén emocional. Al
levantar la vista hacia su garganta blanca como la nieve, Gabriel volvió a fijarse en sus venas azules, que vibraban con cada latido.
«Como un colibrí —pensó—. Tan diminuta, tan frágil. Ten cuidado...»
Julia tragó saliva y buscó una salida con la vista.
—Por favor —insistió Gabriel, con los ojos brillándole en la oscuridad.
—No sé bailar.
—Estabas bailando hace un momento.
—Bailar lento es distinto. Te pisaré y te haré daño con los tacones. O tropezaré y acabaré en el suelo y te sentirás avergonzado. Ya estás bastante enfadado conmigo... —El labio le empezó a temblar de un modo más evidente.
Él dio un paso hacia ella, que se apretó contra la pared casi como si tratara de desaparecer a través del muro. Gabriel le cogió la mano y se la llevó a los labios ceremoniosamente. Con una sonrisa decidida, se inclinó y le acercó la boca a la oreja. La piel de Julia vibraba con su cercanía y la calidez de su aliento.
—Julianne, ¿cómo podría estar enfadado con alguien tan dulce? Te prometo que no me enfadaré ni me sentiré humillado. Ya verás como sí sabes bailar —susurró. Su voz era suave pero decidida; seductora y sexual; whisky escocés y licor de menta—. Ven conmigo.
Al tomarla de la mano, un nuevo escalofrío le recorrió el brazo. Mientras Gabriel esperaba su reacción, ella se quedó muy quieta. Se sentía muy rara. Un momento antes estaba temblando, pero en ese instante parecía no poder moverse.
—Por favor, profesor —le rogó con un hilo de voz, con los ojos clavados en su pecho.
—Pensaba que esta noche éramos Gabriel y Julianne.
—En realidad no quieres bailar conmigo. Es el whisky el que habla por tu boca.
Él enarcó las cejas. Habría respondido de mala manera, pero se reprimió. Lo estaba provocando. Parecía que supiera exactamente qué botones tenía que pulsar para que saltara.
—Sólo un baile. No es mucho pedir.
—¿Por qué quieres bailar con una virgen? —murmuró ella, súbitamente fascinada por la punta de sus zapatos.
Gabriel se puso tenso.
—No quiero bailar con una virgen, quiero bailar contigo, Julianne. Pensaba que tú también querrías bailar con alguien que no
fuera a acosarte en la pista y que no se tomara libertades contigo en un club lleno de hombres sexualmente agresivos.
Ella lo miró con escepticismo, pero no dijo nada.
—Estoy tratando de mantener a los lobos a raya —añadió Gabriel en voz baja.
«Un león manteniendo a raya a los lobos —pensó ella—. Muy adecuado.»
Pero él no parecía tomárselo a broma. Sus intensos ojos azules la mantenían clavada en el sitio.
—Si bailas conmigo, aunque sólo sea una vez, nadie te molestará. Y eso será muy de agradecer —aclaró con una débil sonrisa—. Con suerte, nadie volverá a acercarse a ti y podré bajar la guardia durante el resto de la noche.
A ella no le hizo ninguna gracia, pero se dio cuenta de que era una tontería discutir con él. A esas alturas de la vida estaba acostumbrado a salirse con la suya.
«Pero no siempre fue así. ¿No es cierto, Gabriel?»
—¿Qué quieres que bailemos? —preguntó él, con una mano apoyada en la parte baja de su espalda, mientras volvían al reservado—. Pediré que pongan lo que tú quieras. ¿Qué tal los Nine Inch Nails? Podría pedir Closer.
Gabriel sonrió para que viera que estaba bromeando, pero Julia no se dio cuenta, porque estaba mirando el suelo para no tropezar y no avergonzar a El Profesor. Sin embargo, en cuanto el nombre de la canción salió de sus labios, se quedó petrificada.
Se detuvo tan bruscamente que fue él quien casi chocó contra su espalda. Gabriel sintió la tensión de su cuerpo con la punta de los dedos y se arrepintió de haber pronunciado el nombre del grupo. La rodeó para mirarla a la cara y lo que vio lo dejó muy preocupado.
—Julianne, mírame.
Ella contuvo la respiración.
—Por favor —insistió él.
Obedientemente, Julia levantó la vista y lo miró a través de sus largas pestañas. Vio que estaba asustada y, sobre todo, muy incómoda y se le encogió el estómago.
—Ha sido una broma... de mal gusto. No ha tenido ninguna gracia. Nunca pediría esa canción para bailar contigo. Sería una blasfemia horrible someter a alguien como tú a unas palabras como ésas.
Julia parpadeó, confusa.
—He sido un auténtico... stronzo esta noche. Pero elegiré algo bonito. Te lo prometo.
No queriendo soltarla por miedo a que saliera huyendo, se la llevó con él hasta la cabina de DJ y, deslizando un billete en su dirección, susurró su petición. El DJ sonrió y asintió, saludando a Julia con la mano antes de ponerse a buscar su encargo.
Gabriel la guió hasta la pista de baile y la acercó a él, aunque no demasiado. Se fijó en que sus manos, mucho más pequeñas que las suyas, habían empezado a sudar. Ni se le ocurrió pensar que esa reacción pudiese tener algo que ver con la canción de los Nine Inch Nails que había mencionado. Lo que pensó fue que Julia le tenía una gran antipatía y que él había empeorado las cosas con su prepotencia y sus modales insultantes, cuando lo único que pretendía era ahuyentar a los lobos que habían acudido a olisquear sus faldas.
«¿Y por qué tengo que preocuparme yo de quién se le acerca? Ya no es una niña. Ni siquiera somos amigos.»
Ella se estremeció y Gabriel volvió a lamentar haber sido tan brusco. Era un ser delicado y evidentemente muy sensible. No debería haber mencionado que había notado que era virgen. Había sido un comentario zafio. Grace se habría sentido horrorizada, y con razón.
Trataría de compensarla. Trataría de demostrarle a la hermosa Julianne que era capaz de comportarse como un caballero. Sujetándola con delicadeza por la cintura, la acercó un poco más. La respiración de ella se aceleró inmediatamente.
—Relájate —susurró él, rozándole la mejilla con los labios accidentalmente.
Sus cuerpos se acercaron hasta que sus pechos entraron en contacto separados sólo por la ropa. El pecho masculino, duro y fuerte, contrastaba con el suave y blando de ella. Gabriel bailó, comportándose de un modo irreprochable.
Julia no reconoció la canción que había pedido. La vocalista cantaba en español y, aunque no entendía la letra, reconoció las palabras «bésame mucho». Sabía poco español, pero lo suficiente para entender eso. Moviéndose al compás del lento ritmo latino, Gabriel la guió como un experto por la pista de baile. Que hubiera elegido una canción tan romántica hizo que ella se ruborizara.
«Te besé mucho, Gabriel, durante una única y gloriosa noche. Pero tú no te acuerdas. Me pregunto si te acordarías si te besara otra vez...»
Notó que el dedo meñique de él rozaba la tira del tanga por
encima del vestido y se preguntó si sabría lo que estaba tocando. Al pensar que probablemente sí, sintió que la piel se le encendía. Disimuló fijando la mirada en los botones de la camisa de Gabriel.
—Sería mejor que me miraras a los ojos. Te sería más fácil seguirme.
Al hacerlo, vio que la estaba mirando con una sonrisa amplia y genuina que hacía muchos años que no veía en su cara. Aunque el corazón le dio un brinco, Julia le devolvió la sonrisa y, por un instante, bajó la guardia, aunque por el momento eso era lo único que pensaba bajar.
La expresión de él se volvió más solemne.
—Tu cara me resulta familiar. ¿Estás segura de que Rachel no nos presentó durante alguna de mis visitas?
Los ojos de Julia se iluminaron esperanzados.
—No, Rachel no nos presentó, pero...
—Habría jurado que nos habíamos visto antes —la interrumpió él, arrugando la frente.
—Gabriel —dijo ella, tratando de revelarle la verdad con la mirada.
Pero él respiró hondo, negando con la cabeza.
—No, supongo que no. Pero me recuerdas a la Beatriz del cuadro de Holiday. ¿No te parece curioso que tú también tengas ese cuadro en tu habitación?
Si Gabriel hubiera sabido qué buscar, o si se hubiera fijado un poco más, habría visto que el brillo esperanzado desaparecía de los ojos de Julia.
Ésta se mordió el labio inferior.
—Un... un amigo me habló de ese cuadro. Por eso compré la lámina.
—Tu amigo tenía buen gusto.
La respuesta de ella le molestó, pero le quitó importancia diciéndose que lo que le molestaba era que hubiera vuelto a tensarse entre sus brazos. Suspiró y apoyó la frente en la suya, acariciándole el rostro con su aliento.
Olía a Laphroaig y a algo genuinamente suyo y potencialmente peligroso, pensó Julia.
—Julianne, te prometo que no te morderé. No estés tan tensa.
Aunque sabía que Gabriel estaba tratando de hacerla sentir cómoda, se tensó un poco más. Estaba harta de su temperamento voluble. No era una marioneta con la que pudiera jugar dependiendo
de sus cambios de humor. No podía librarse de la sensación de que todo aquello había sido provocado por un banquero rubio que le había enviado un bombón. Más que un baile, era una oportunidad de proclamar su supremacía.
—No me parece que esto sea muy profesional —dijo ella, molesta.
La sonrisa de él se desvaneció y sus ojos destellaron.
—No lo es, señorita Mitchell. No estoy siendo profesional contigo. En mi defensa, sólo puedo alegar que quería bailar con la chica más bonita del club.
La preciosa boca de Julia se abrió ligeramente, pero en seguida apretó los labios con fuerza.
—No te creo.
—¿Qué es lo que no crees? ¿Que eres de lejos la mujer más hermosa que hay aquí esta noche, con el debido respeto para mi hermana? ¿O que un cabrón insensible como yo quiera bailar una canción romántica contigo?
—No te burles de mí.
—No lo estoy haciendo, Julianne.
Cuando la sujetó con más fuerza por la zona lumbar, ella ahogó una exclamación. Gabriel había esperado provocarle una reacción, pero sus propias entrañas eran las que habían reaccionado. Pero lo que él no sabía era que no era la primera vez que la tenía agarrada de esa manera. Había sido el primer hombre en hacerlo y la piel de Julia nunca había dejado de añorar su contacto.
Cuando la excitación dio paso a la indignación, Gabriel la observó divertido.
—Cuando no estás frunciendo el cejo y me miras con tus ojos grandes y dulces, eres muy bonita. Eres atractiva siempre, pero en esos momentos pareces un ángel. Casi como si fueras... Te pareces a...
La miró como si la hubiera reconocido y Julia dejó de bailar.
Apretándole la mano, lo miró a los ojos, animándolo a recordar.
—¿A quién, Gabriel? ¿A quién te recuerdo?
La cara de él perdió toda expresión. Negó con la cabeza y sonrió tristemente.
—Ha sido una ilusión pasajera. No te preocupes, señorita Mitchell, el baile casi ha llegado a su fin. Pronto te librarás de mí.
—Ojalá pudiera —murmuró ella.
—¿Qué has dicho? —preguntó Gabriel, pegando su frente a la
suya una vez más.
Sin pensar en que su acción iba a resultar demasiado íntima, le soltó la mano y le apartó un mechón de cabello de la cara, aprovechando para rozarle la piel del cuello con los nudillos mucho más tiempo del necesario.
—Eres preciosa —susurró.
—Me siento como Cenicienta. Rachel me ha comprado el vestido y los zapatos —replicó ella, cambiando totalmente de tema.
Gabriel bajó la mano.
—¿De verdad te sientes como Cenicienta?
Julia asintió.
—Cuesta tan poco hacerte feliz... —reflexionó él en voz alta—. El vestido es precioso. Rachel debía de saber que el lila es tu color favorito.
—¿Cómo sabes que el lila es mi color favorito?
—En tu apartamento hay cosas lila por todas partes.
Ella hizo una mueca y desvió la vista al recordar su primera y única visita a su agujero de hobbit.
Gabriel quería que lo mirara a él. Sólo a él.
—Y los zapatos son exquisitos —añadió, mirándola de arriba abajo.
Ella se encogió de hombros.
—Tengo miedo de caerme.
—No lo permitiré.
—Rachel es muy generosa.
—Lo es. Igual que lo era Grace.
Julia asintió.
—Pero no como yo. —Las palabras que salieron de la boca de él sonaron más como una pregunta que como una afirmación.
—Yo no he dicho eso. De hecho, creo que puedes ser muy generoso cuando quieres.
—¿Cuando quiero?
—Sí. Estaba hambrienta y tú me diste de comer. —«Dos veces», añadió para sus adentros.
—¿Estabas hambrienta? —repitió Gabriel horrorizado, con la voz ronca y dejando de bailar—. ¿Estás pasando hambre? —Sus ojos se convirtieron en dos piedras preciosas, frías como el hielo y su voz se enfrió a la temperatura del agua que corre bajo un glaciar.
—No literalmente, profesor, sólo he echado de menos algunas cosas. Filetes. Y manzanas. —Lo miró con timidez, tratando de
calmarlo.
Pero él estaba demasiado alterado como para darse cuenta de la referencia a las manzanas. Se le había hecho un nudo en la garganta al enfrentarse a la realidad de la vida de muchos estudiantes. Una realidad con la que estaba familiarizado, pero que no podía soportar ligada a la señorita Mitchell. No era de extrañar que estuviera tan delgada y pálida.
—Dime la verdad. ¿Te llega el dinero para vivir? Si no, el lunes iré a hablar con el jefe del departamento y haré que te suban el importe de la beca. No, mejor te doy mi American Express esta misma noche. Por el amor de Dios, no pienso permitir que pases hambre.
Julia lo contemplaba en silencio, estupefacta por su reacción.
—Estoy bien, profesor. Si me organizo, tengo suficiente dinero. Y cocinar en mi apartamento no es cómodo, pero no paso hambre.
Muy lentamente, Gabriel volvió a bailar, guiándola con suavidad por la pista de baile.
Bajando la vista hacia sus pies, preguntó:
—¿Vas a tener que vender los zapatos para comprar comida? ¿O para pagar el alquiler?
—¡Por supuesto que no! Son un regalo de Grace. Más o menos. Nunca me desprenderé de ellos. Pase lo que pase.
—¿Me prometes que si alguna vez necesitas dinero acudirás a mí? ¿Por la memoria de Grace?
Julia apartó la vista y guardó silencio.
Él suspiró y añadió en voz más baja:
—Sé que no me he ganado tu confianza, pero te pido que en esto y sólo en esto confíes en mí. ¿Me lo prometes?
Ella inspiró hondo y contuvo el aire.
—¿Tan importante es para ti?
—Ni te lo imaginas. Muchísimo.
Julia soltó entonces el aire ruidosamente.
—En ese caso, sí. Te lo prometo.
—Gracias —dijo Gabriel, aliviado.
—Rachel y Grace siempre se portaron muy bien conmigo, especialmente después de la muerte de mi madre.
—¿Cuándo murió tu madre?
—Durante mi último año de instituto. En aquella época yo ya estaba viviendo con mi padre en Selinsgrove. Ella vivía en San Luis.
—Lo siento.
—Gracias. —Julia abrió la boca como si fuera a decir algo más,
pero se quedó callada.
—No pasa nada —susurró él—. Puedes decir lo que quieras.
La animó con la mirada y, por un momento, Julia se olvidó de lo que quería decir. Pero se obligó a concentrarse.
—Iba a decir que si alguna vez necesitas hablar con alguien... sobre Grace... Quiero decir que... sé que Rachel va a volver pronto a Filadelfia y... bueno, yo seguiré aquí. No será muy profesional, pero bueno, eso.
Evitó mirarlo a los ojos y Gabriel notó que se estaba tensando otra vez, como si esperara que pasara algo horrible.
«¿Qué le he hecho a esta pobre criatura? Está aterrorizada. Tiene miedo de que empiece a gritarle en medio de toda esta gente.»
Sabía que se había ganado a pulso su desconfianza, así que optó por colmarla de amabilidad... al menos hasta que la canción terminase y volvieran a asumir sus roles profesionales. Entonces seguiría siendo amable, pero distante.
—Julianne, mírame. No tengo ninguna regla en contra de que la gente me mire a los ojos.
Ella levantó la vista, no muy convencida.
—Es una oferta muy generosa. Gracias. No me gusta hablar de ciertas cosas, pero lo tendré en cuenta. —Sonrió y, esa vez, mantuvo la sonrisa—. Posees amabilidad y caridad, dos de las principales virtudes. De hecho, estoy seguro de que posees las siete.
«Especialmente, la castidad», pensaron los dos a la vez. «Y él cree que la castidad es algo digno de burla», pensó Julia.
—Nunca había bailado así con nadie —confesó, melancólica.
—Pues me alegro de ser el primero —replicó él, apretándole la mano cariñosamente.
Julia se quedó inmóvil.
—Julianne, ¿qué te pasa?
Los ojos de ella se nublaron y la piel se le enfrió rápidamente. El rubor que se había extendido por sus mejillas un par de minutos antes desapareció por completo, dejándole la piel más que blanca, translúcida, como papel de arroz. Tenía la vista clavada en algún lugar lejos de allí. Cuando Gabriel le apretó el trasero, fue como si no lo notara.
Cuando salió de aquella especie de trance, él trató de hacerla hablar, pero estaba demasiado alterada para ello. Gabriel no tenía ni idea de qué le había pasado, por lo que optó por ser prudente y le pidió a Rachel con un gesto que la acompañara al baño de señoras.
Luego se acercó a la barra y encargó un whisky doble, que se bebió antes de que regresaran.
En ese momento tomó una decisión: era hora de volver a casa. Era obvio que la señorita Mitchell no se encontraba bien y El Vestíbulo no era un lugar adecuado para ella en ninguna circunstancia.
Sabía que en algún momento de la noche los hombres se emborracharían y tendrían las manos demasiado largas y las mujeres se emborracharían también y se pondrían cachondas. No quería exponer a su hermana ni a la virginal señorita Mitchell a cualquiera de esos tipos de comportamiento. Así que pagó la cuenta y le pidió a Ethan que les consiguiera dos taxis. Pensaba darle una buena propina al taxista de la señorita Mitchell para que dejara a ésta en la puerta de su casa y esperara hasta que estuviera a salvo en el interior.
Pero por desgracia para él, Rachel tenía sus propios planes.
—¡Buenas noches, Julia! Te veo luego en casa, Gabriel. Gracias por acompañarla a casa —dijo, entrando en uno de los taxis, cerrando la puerta de golpe y alargándole un billete de veinte dólares al taxista para que arrancara antes de que su hermano pudiera preguntarle nada.
Era obvio que estaba tratando de lanzarlos al uno en brazos del otro. Sin embargo, era menos probable que Rachel se encontrara con algún indeseable en el vestíbulo del edificio Manulife, donde siempre había un vigilante de guardia, que la señorita Mitchell en la avenida Madison. Así que no pudo enfadarse demasiado con ella.
Ayudó a Julia a entrar en el otro taxi antes de entrar él. Cuando se detuvieron delante de su bloque de pisos, le indicó al taxista que lo esperara. La acompañó hasta la puerta y aguardó mientras ella buscaba las llaves. Por supuesto, se le cayeron al suelo, porque seguía alterada por lo que había pasado en el club. Gabriel las recogió y abrió. Al devolvérselas, le acarició la mano con un dedo y se la quedó mirando con expresión enigmática.
Julia inspiró hondo y empezó a hablarles a sus zapatos negros —que eran un poco demasiado lujosos y brillantes incluso para Gabriel—, porque no podía decir lo que tenía que decir mirando aquellos ojos preciosos pero tan fríos.
—Profesor Emerson, quiero darle las gracias por abrirme las puertas y por bailar conmigo. Estoy segura de que se ha sentido mal por tener que comportarse así con una estudiante. Sé que sólo tolera mi presencia porque Rachel está aquí y que, cuando se marche, todo volverá a la normalidad entre nosotros. Prometo que no le diré nada a
nadie. Se me da muy bien guardar secretos.
»Voy a solicitar un cambio de director de proyecto. Sé que piensa que no soy demasiado brillante y que si no pidió el cambio fue porque sintió lástima al ver mi apartamento. Es evidente que piensa que no estoy a su altura y que le resulta muy duro tener que tratar con una estudiante virgen y tonta. Así que, adiós.
Con el corazón encogido, se volvió para entrar en el edificio.
—¿Has terminado? —preguntó él, barrándole el paso.
Julia alzó la vista, temblando al oír la dureza en su voz.
—Tú has dicho lo que querías decir. Creo que las leyes de la cortesía me otorgan el derecho de réplica. —Se apartó de la puerta y se la quedó mirando fijamente, con furia reprimida—. Te abro las puertas porque es así como se trata a las damas, y tú, señorita Mitchell, eres una dama. Sé que yo no siempre me comporto como un caballero, aunque Grace intentó inculcármelo.
»Rachel es una chica muy dulce, pero demasiado sentimental. Si por ella fuera, estaría recitando sonetos bajo tu ventana, como un adolescente. Así que vamos a dejar a mi hermana fuera de todo esto, ¿de acuerdo?
»Por lo que a ti respecta, si Grace te adoptó como me adoptó a mí, quiere decir que vio en ti algo muy especial. Ella tenía un modo muy particular de curar a la gente, gracias al amor. Por desgracia, en tu caso, igual que en el mío, probablemente llegó demasiado tarde.
Julia levantó la vista al oír esas últimas palabras. Habría querido preguntarle a qué se refería, pero no se atrevió.
—Te he pedido que bailaras conmigo porque me apetecía estar contigo. Tienes una mente brillante y una personalidad encantadora. Si quieres otro director, no me opondré, pero francamente, me decepcionas. No creía que fueras de las que se rinden ante la primera dificultad.
»Y si piensas que hago cosas por lástima es que no me conoces. Soy un cabrón egoísta y egocéntrico que no suele darse cuenta de los problemas de la gente que lo rodea. ¡Maldito sea tu discurso, maldita sea tu baja autoestima y maldito sea el curso de especialización! —resopló, tratando de no perder la compostura—. Tu virginidad no es algo de lo que debas avergonzarte y, desde luego, no es asunto mío. Sólo quería hacerte sonreír y...
Se calló y le acarició la barbilla. Luego le levantó la cara con delicadeza hasta que sus ojos se encontraron.
Se inclinó hacia ella hasta que sus labios quedaron a escasos
centímetros de distancia. Estaban tan cerca que Julia podía notar su aliento en la cara.
«Whisky escocés y licor de menta.»
Los dos aspiraron, empapándose del aliento del otro. Ella cerró los ojos y se humedeció el labio inferior, esperando.
—Facilis descensus Averni —susurró él y sus palabras agoreras y premonitorias golpearon a Julia en el alma—. Qué fácil es descender al infierno.
Enderezando la espalda, le soltó la barbilla y se dirigió al taxi, cerrando la puerta con un golpe seco.
Julia abrió los ojos y vio que el coche se alejaba. Las piernas le temblaban tanto que tuvo que apoyarse en la pared para no caerse.
10
Durante algunos instantes, en Lobby, Julia había estado segura de que Gabriel se acordaba de ella. Pero no habían sido más que eso: instantes fugaces y etéreos que habían desaparecido como telarañas arrastradas por el viento. Y ella, que era una persona muy honesta, empezó a dudar de todo.
Tal vez su primer encuentro con Gabriel no había sido más que un sueño. Tal vez se había enamorado de su fotografía y se había imaginado los acontecimientos que siguieron a la partida de Rachel y Aaron. Tal vez se había quedado dormida sola en el huerto de manzanos y todo había sido la ilusión solitaria y desesperada de una jovencita de un hogar desestructurado que nunca se había sentido amada.
Era posible.
Cuando todo el mundo cree una cosa y tú eres el único que piensa de otro modo, la tentación de integrarte en el grupo es enorme. Lo único que Julia tenía que hacer era olvidar, negar, suprimir. Y volvería a ser una persona como las demás.
Pero ella era demasiado fuerte para rendirse. No había querido montar un número en el club cuando Gabriel le había echado en cara su virginidad, porque habría sido llamar la atención sobre un hecho del que se sentía un poco avergonzada. Y tampoco había querido obligarlo a reconocerla ni a reconocer que habían pasado una noche juntos, ya que tenía un corazón puro y no le gustaba forzar a nadie a nada.
Cuando vio la confusión en la cara de Gabriel mientras estaban bailando y se dio cuenta de que su mente no le permitía recordar, Julia lo dejó correr. La preocupaba lo que un súbito reconocimiento podía provocar en él y el temor a que su cerebro estallara como la taza de café de Grace la decidió a no decir nada.
Julia era una buena persona. Y a veces la bondad no cuenta todo lo que sabe. A veces, la bondad espera el momento adecuado y aguanta como puede hasta entonces.
El profesor Emerson no era el hombre del que se había enamorado en el huerto de manzanos. Era fácil darse cuenta de que a El Profesor le pasaba algo. No era sólo que fuera una persona sombría o deprimida; era un ser perturbado. A Julia, familiarizada con
el alcoholismo de su madre, la preocupaba que tuviera problemas con la bebida. Pero su bondad le impedía hacerle daño, obligándolo a mirar algo que él no quería ver.
Habría hecho cualquier cosa por Gabriel, el hombre con el que había pasado una noche en el bosque, si él le hubiera dado el más mínimo indicio de que la quería. Habría descendido a los Infiernos y lo habría buscado por todos sus círculos hasta encontrarlo. Habría atravesado con él las puertas y lo habría traído de vuelta, arrastrándolo. Si Gabriel hubiera sido Frodo, Julia habría sido su Sam y lo habría seguido hasta las entrañas del Monte del Destino.
Pero El Profesor ya no era su Gabriel. Éste estaba muerto. Había desaparecido dejando tras de sí sólo vestigios en el cuerpo de un clon torturado y cruel. Gabriel había estado a punto de romperle el corazón una vez y Julia no iba a permitir que volviera a hacerlo.
Antes de irse de Toronto y regresar con Aaron y con ese grupo perturbado que tenía por familia, Rachel insistió en visitar el apartamento de Julia. Ésta había ido dándole largas y Gabriel le había aconsejado a su hermana que no se presentase sin avisar. Sabía que en cuanto Rachel viera dónde vivía, se encargaría de hacer sus maletas personalmente y la obligaría a mudarse a un sitio más confortable, a ser posible a la habitación de invitados de Gabriel.
(Sólo cabía imaginar cuál sería la respuesta de Gabriel a esa idea, pero sería algo parecido a «¡Ni de puta broma!».)
Y así, el domingo por la tarde, Rachel llegó a casa de Julia para tomar el té y despedirse de ella antes de que Gabriel la acompañara al aeropuerto.
Julia estaba nerviosa. Como un sobrio monje medieval, tenía la virtud de la fortaleza, así que no la asustaba la falta de comodidades. Al firmar el contrato no le había parecido que su agujero de hobbit estuviera tan mal. Era un lugar seguro, estaba limpio y se lo podía permitir. Pero una cosa era lo que ella pensara y otra muy distinta enseñárselo a su amiga.
—Tengo que advertirte que es muy pequeño. Pero recuerda que vivo gracias a una beca de estudios y que no puedo trabajar para sacarme algo de dinero extra porque no tengo permiso de trabajo. Así que, como comprenderás, no puedo permitirme vivir en un edificio como el de Gabriel ni nada remotamente parecido —le explicó, mientras Rachel entraba en el apartamento.
Ésta asintió y dejó una gran caja cuadrada encima de la cama. Gabriel ya la había avisado de lo pequeño que era el sitio. Y le había
dicho que no se le ocurriera escandalizarse, porque él todavía se sentía culpable por su horrible reacción.
A pesar de todo, Rachel no estaba preparada para lo que vio. El espacio era diminuto, destartalado y todo lo que contenía era de segunda mano y barato. Todo menos las cortinas, la ropa de cama y las pocas cosas que Julia se había traído de casa.
Rachel intentó disimular. Recorrió el estudio, lo que hizo en unos cinco pasos, miró dentro del armario, examinó el lavabo y permaneció en el área de cocinar mirando el patético hornillo eléctrico y el decrépito microondas. Luego se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar.
Julia se quedó clavada en el suelo, sin saber qué hacer. Sabía que a su amiga la afectaba mucho la fealdad, pero había tratado de que su apartamento estuviera lo más bonito posible. Por eso había usado el lila para la decoración. Pensaba que Rachel sabría apreciarlo.
Poco después, ésta se recuperó. Secándose las lágrimas, se echó a reír, pero era una risa histérica.
—Lo siento. Son las hormonas y la falta de sueño. Desde que murió mamá estoy muy sensible. Y luego está todo el tema de mi padre, Aaron y la boda. Oh, Julia. Ojalá pudiera llevarte conmigo a Filadelfia. Hay tanto espacio libre en casa. Sólo la cocina ya es más grande que tu estudio.
Ella la abrazó con fuerza hasta que Rachel se echó a reír.
—Gabriel me dijo que eras muy exigente con el té. Se quedó impresionado con tu manera de prepararlo. Y ya sabes lo mucho que cuesta impresionarlo. Así que voy a acurrucarme en tu bonita cama lila y a aprender a prepararlo —dijo, dejándose caer sobre la colcha, colocándose la caja sobre las rodillas y tratando de mostrarse contenta para no entristecer a su amiga.
A Julia la sorprendió que Gabriel se acordara del té, después de lo muy ocupado que había estado ese día criticando sus hábitos alimenticios. Pero trató de no pensar en ello y centrarse en Rachel. Quería que se sintiera cómoda y se olvidara de sus problemas por un rato. Pronto estuvieron las dos sentadas en la cama, con una taza de té en la mano y comiendo trufas que Julia había comprado con los fondos de emergencia.
—Tengo que contarte algo sobre Gabriel —dijo Rachel, pasando un dedo por el borde de la taza.
—No quiero oírlo.
Su amiga la miró frunciendo el cejo.
—¿Por qué?
—Porque es mi profesor. Es... más seguro fingir que no nos conocemos. Hazme caso.
Rachel negó con la cabeza.
—Él me dijo algo parecido. Pero yo le contesté que me daba igual. Es mi hermano y le quiero. Y hay unas cuantas cosas que deberías saber sobre él.
Julia suspiró y asintió.
—Si supiera que te estoy contando esto, me mataría, pero creo que te ayudará a entender su actitud. ¿Te explicó mi madre alguna vez la historia de su adopción?
—Sólo me contaba las cosas buenas: lo orgullosa que estaba de él; lo bien que le iban las cosas en Princeton o en Oxford. Nunca me habló de su infancia.
—Mamá lo encontró cuando tenía nueve años, vagando cerca del hospital de Sunbury. Iba de viaje con su madre, que estaba alcoholizada, y ella se puso enferma. La ingresaron en Sunbury, pero acabó muriendo, de pulmonía, creo. Sea como sea, mamá encontró a Gabriel, que no tenía ni un dólar. Ni siquiera podía comprarse una lata en la máquina de refrescos. Cuando localizó a sus parientes por teléfono, éstos le dijeron que no querían saber nada del niño. Gabriel siempre supo que su familia no lo quería. Pero a pesar de lo que mis padres hicieron por él, nunca se sintió a gusto en casa. Nunca se sintió un Clark.
Julia pensó en ese niño hambriento y asustado y tuvo que reprimir las lágrimas. Se imaginó sus ojos, grandes y azules, en su cara angelical. El pelo castaño alborotado, la ropa sucia y la madre loca a causa del alcohol. Julia sabía lo que era tener una madre alcohólica. Sabía lo que era irse a la cama llorando cada noche, esperando que alguien, cualquier persona, la amara. Gabriel y ella tenían más cosas en común de lo que parecía. Muchas más.
—Lo siento, Rachel. No lo sabía.
—No estoy excusando su mala educación. Sólo te estoy contando quién es. Tras la horrible pelea con Scott, mamá dejó una vela encendida en la ventana cada noche. Pensó que si Gabriel pasaba por allí y no se atrevía a entrar, la vela le diría que ella lo estaba esperando y que lo seguía queriendo.
Julia negó con la cabeza. No le extrañaba. Era típico de Grace. Era la caridad personificada.
—Gabriel finge ser una persona sana, pero está herido por dentro. En lo más profundo de su alma se odia. Le he pedido que te trate bien, así que espero que de ahora en adelante se comporte mejor. Si no lo hace, dímelo y yo me ocuparé de él.
Julia resopló.
—Básicamente me ignora. No soy más que una estudiante recién licenciada y nunca permite que me olvide de ello.
—Me cuesta creerlo. No creo que se dedique a observar con tanta intensidad a todas las estudiantes recién licenciadas.
Julia se entretuvo mirando la trufa para no tener que levantar la cabeza.
—¿Me observa? —preguntó, tratando de parecer relajada, aunque la voz le tembló un poco.
—Te observa constantemente. ¿No te has dado cuenta? No dejó de mirarte durante la cena de la otra noche, ni en el club. Cada vez que bebes, no aparta los ojos de ti. Y cuando le guiño un ojo, frunce el cejo. —Rachel la miró, pensativa—. Cada vez que os veo juntos, pienso que me estoy perdiendo algo. Cuando le dije que iba a ir de compras, no sólo no intentó evitarlo sino que me animó. Hasta me dio dinero.
—¿Y qué? Me parece bien. Para eso están los hermanos mayores. ¿Qué te compraste?
—El dinero no era para mí, era para ti.
Julia arrugó la frente y se volvió para mirar a su amiga.
—¿Por qué demonios iba a hacer algo así?
—Dímelo tú.
—No tengo ni idea. Ha sido muy antipático conmigo desde que llegué.
—Bueno, pues el caso es que me dio dinero y me dijo que te comprara un regalo. Fue muy específico. Así que, aquí tienes.
Rachel le acercó la caja al regazo.
—No lo quiero.
Julia trató de apartarla, pero su amiga se lo impidió.
—Al menos, ábrela primero.
Ella negó con la cabeza, pero Rachel no se rindió, así que acabó abriendo la caja. Dentro había un precioso maletín de piel color chocolate, de los que pueden llevarse por las asas o en bandolera. Al sacarlo vio la etiqueta de Fendi.
«Mierda», pensó.
—¿Qué te parece?
—No... no lo sé —balbuceó, contemplando el precioso maletín asombrada.
Rachel se lo quitó de las manos y empezó a abrir sus distintos compartimentos, comentando lo bien cosido que estaba y la calidad de sus acabados.
—Es perfecto para llevar el ordenador portátil. Es funcional y femenino. ¡Y es italiano! Las dos sabemos que tanto Gabriel como tú tenéis debilidad... por todo lo italiano —añadió tras una pausa para ver si Julia reaccionaba de alguna manera y se delataba.
El rubor de sus mejillas y su nerviosismo le dijeron todo lo que necesitaba saber, así que decidió no seguir atormentándola.
—Me pidió que no te dijera que era de su parte. Por supuesto, no le he hecho caso —añadió, riéndose.
—Lo que quiere tu hermano es no volver a ver mi vieja mochila. Su sola existencia ofende su patricia sensibilidad, así que te ha usado para que me libres de ella. Pero no pienso hacerlo. Es una mochila L. L. Bean, ¡maldita sea! Está garantizada de por vida. Si la envío a Maine me la cambian por una nueva. Llévate el maletín. Que se lo meta por ese culo suyo demasiado bueno para productos nacionales.
Rachel la miró sorprendida, pero en seguida reaccionó.
—No va a echar de menos el dinero. Lo tiene a montones.
—Los profesores no ganan tanto.
—Es verdad, pero el suyo lo heredó.
—¿De Grace?
—No, de su padre biológico. Hace unos años, un abogado localizó a Gabriel y le dijo que su padre había muerto y le había dejado un montón de dinero en herencia. Creo que hasta ese momento nunca supo ni de quién era hijo. De entrada, rechazó la herencia pero luego cambió de opinión.
—¿Por qué?
—No estoy segura. Fue después de la pelea con Scott. Después de aquello, pasé bastante tiempo sin hablar con Gabriel. Hoy en día, creo que se esfuerza en gastárselo rápido, porque no para de acumular intereses. No pienses en el maletín como en un regalo suyo. Piensa que le estás ayudando a pulirse la fortuna de su padre. Él quiere gastársela y que tú tengas algo bonito. Me lo dijo.
Julia negó con la cabeza.
—No puedo aceptarlo. No me importa de dónde venga el dinero.
Rachel la miró apenada.
—Por favor, Julia. Gabriel nos ha mantenido apartados de su
vida durante demasiado tiempo. Justo ahora que empieza a permitirme que me acerque a él otra vez, no quiero perderlo de nuevo —dijo, haciendo una mueca.
—Lo siento, no puede ser. Es mi profesor, podría meterse en un lío por hacerme regalos.
Rachel la cogió de la mano.
—¿Se lo contarías a alguien?
—Claro que no.
—Mejor, porque se supone que es un regalo atrasado por tu cumpleaños. —Abrió mucho los ojos—. Oh, Dios mío, Julia. Tu cumpleaños. Se me olvidó. Lo siento.
Ella apretó los dientes.
—No lo sientas, ya no lo celebro. Es demasiado duro. No puedo.
—¿Has vuelto a saber algo de... él?
Julia sintió que se le revolvía el estómago.
—Sólo cuando está borracho o enfadado por algo. Pero al venir aquí me cambié de teléfono para que no pueda localizarme.
—¡Desgraciado! —exclamó Rachel—. Sé que no debería haberte dicho que Gabriel había pagado el maletín, pero no he querido mentirte. Sé lo que duele descubrir que te han engañado y yo no quiero hacerlo.
Las dos amigas intercambiaron una significativa mirada. Julia se quedó contemplando el maletín, pensando en sus implicaciones, las declaradas y las ocultas. No quería recibir regalos de Gabriel. Él la había rechazado. ¿Qué sentido tenía tener aquel maletín en un agujero de hobbit? ¿Y cómo podía llevarlo encima todo el día sabiendo que era un regalo suyo? Sabiendo que él lo vería y la miraría con suficiencia, pensando que le había hecho un favor. Ni hablar. Ni por todo el oro del mundo.
Rachel se dio cuenta de lo que iba a decir antes de que abriera la boca.
—Si no la aceptas, sabrá que algo ha ido mal y me echará las culpas a mí.
Julia lo maldijo en silencio:
«Oh, dioses de los pretenciosos especialistas en Dante que van por el mundo con un palo metido en el culo, haced que le salgan ronchas como rodajas de mozzarella en el pene. Por favor. Algo que pique mucho».
Pero Julia haría cualquier cosa por su amiga.
—Oh, de acuerdo. Lo haré por ti y sólo por ti. Pero haz el favor
de decirle que no se le ocurra comprarme nada más. Estoy empezando a sentirme como uno de los niños de las campañas de Unicef.
Rachel asintió sonriendo y se comió otra trufa. Luego se lamió el chocolate que le había quedado en los labios y cerró los ojos.
—Hum. Qué buenas.
Julia abrazó el maletín y aspiró el aroma a cuero.
«Gabriel ha querido que tenga un regalo. Debe de sentir algo por mí, aunque sólo sea lástima. Y ahora tengo algo suyo, aparte de la foto. Algo que podré conservar para siempre.»
Dejó pasar unos momentos antes de cambiar de tema.
—¿Qué pasó durante el funeral? Envié unas flores con una tarjeta. Gabriel la vio, pero no entendió por qué le enviaba flores a su madre.
—Sí, algo oí. Vi las gardenias y Scott me dijo que las habías enviado tú, pero la tarjeta desapareció antes de que pudiera explicarle nada a Gabriel. Estaba destrozada. Mis hermanos se estaban peleando otra vez y en lo único que yo pensaba era en mantenerlos a distancia para que nadie acabara siendo arrojado por una ventana. O encima de una mesita auxiliar...
Julia pensó en cristales rotos, sangre y una alfombra blanca y se estremeció.
—¿Por qué se pelean tanto?
Rachel suspiró.
—Antes no era así. Gabriel cambió cuando se marchó a Harvard... —Dejó la frase inacabada.
Ella no quiso presionarla, así que no insistió.
—Después de la pelea con Scott, tardó mucho en volver a casa. Y luego, cuando regresaba, sólo se quedaba un par de días. Insistía en dormir siempre en un hotel, aunque sabía que eso le rompía el corazón a mamá. Y Scott se encarga de recordarle lo mucho que la hizo sufrir siempre que puede. —Rachel mordisqueó otra trufa, pensativa—. Scott admiraba mucho a Gabriel y cuando las cosas empezaron a torcerse se lo tomó muy a pecho. Ahora casi no se dirigen la palabra y cuando lo hacen es aún peor. —Rachel se estremeció—. No sé qué habría hecho yo sin Aaron. Supongo que echar a correr para no volver nunca.
—Hasta una familia disfuncional es mejor que no tener familia —dijo Julia en voz baja.
Su amiga la miró con tristeza.
—Sí, antes éramos los Clark. Ahora somos una familia disfuncional: la madre muerta, el padre destrozado por el dolor, una oveja negra irascible y un hermano cabezota llamado Scott. Supongo que yo soy la única normal de la familia.
—¿Scott tiene novia?
—Salía con una mujer de su oficina, pero rompieron antes de que mamá se pusiera enferma.
—Lo siento.
Rachel suspiró.
—Mi familia es como una novela de Dickens, Julia. No, peor. Somos una mezcla retorcida de Arthur Miller y de John Steinbeck, con una pizca de Dostoievski y de Tolstoi para darle sabor.
—¿Tan grave es la cosa?
—Sí. Me temo que hay también elementos de Thomas Hardy acechando bajo la superficie. Y sabes que odio a ese cabrón manipulador.
Julia reflexionó sobre las palabras de Rachel y deseó que se estuviera refiriendo a El alcalde de Casterbridge y no a Tess la de los d’Uberville o, Dios no lo quisiera, a Jude el oscuro. (Lamentablemente, Julia no se detuvo a plantearse qué novela de Hardy describía mejor su propia historia.)
—Desde que mamá murió, todo está patas arriba. Papá sólo habla de jubilarse y de vender la casa. Quiere trasladarse a Filadelfia para estar más cerca de Scott y de mí. Cuando le preguntó a Gabriel si le importaría que vendiera la casa, éste salió disparado y desapareció en el bosque. Tardó horas en volver.
Julia inspiró hondo y empezó a juguetear con el asa del maletín.
Rachel, que estaba dejando la taza de té en la mesa plegable y luego fue un momento al baño, no se dio cuenta, pero sus palabras habían alterado mucho a Julia. Cuando regresó, ésta se estaba añadiendo agua al té y se había obligado a tranquilizarse.
Su amiga la miró preocupada.
—¿Qué te dijo Gabriel en la pista de baile que te molestó tanto? Ah y, por cierto, mi español está bastante oxidado, pero Bésame mucho ¡es una canción muy caliente! ¿Sabes lo que dice la letra?
Julia se forzó a respirar lentamente para no hiperventilar. Sabía que no le quedaba otro remedio que mentirle a Rachel, pero no le gustaba hacerlo.
—Me dijo que sabía que yo era virgen.
—¡Será cabronazo! ¿Por qué hace esas cosas? —La joven negó
con la cabeza, incrédula—. Ya verás cuando lo pille por banda. Pienso echarle en cara las fotos que tiene en su dormitorio y...
—No te molestes. Es verdad, ¿para qué negarlo? —Julia se mordió el labio inferior—. Pero no sé cómo lo adivinó. No es que yo vaya presentándome así por los sitios: «Buenas tardes, profesor Emerson. Soy la señorita Mitchell y soy una virgen de Selinsgrove, Pensilvania. Encantada de conocerle».
Rachel hizo un gesto con la mano, quitándole importancia.
—No le des más vueltas. Piensa que nunca le falta compañía femenina. Estoy segura de que notó que eras distinta de las demás mujeres que estaban allí esa noche. Probablemente eras la única mujer, aparte de mí, que no estaba en celo.
A Julia no le hizo ninguna gracia el comentario, pero no dijo nada.
—Cuando volviste de la pista de baile parecía que acabaras de ver un fantasma. Tenías el aspecto que me imagino que debías de tener cuando te encontraste a Si...
—Por favor, Rachel, no quiero hablar de esa noche. Ni siquiera quiero pensar en esa noche.
—Debería haberlo atropellado por lo que te hizo. Aún estoy a tiempo. ¿Está en Filadelfia? Dame su dirección.
—Por favor —insistió Julia.
Rachel le dio un abrazo cariñoso.
—No te preocupes. Algún día serás feliz. Te enamorarás de un chico guapo y él se enamorará de ti. Te amará tanto que te dolerá. Os casaréis, tendréis una niña y seréis felices para siempre. Creo que en Nueva Inglaterra. Al menos, ésa es la historia que yo escribiría para ti si pudiera.
—Espero que se haga realidad. Me gusta creer que esas cosas son posibles, incluso para mí. Porque si no...
Su amiga la interrumpió con una sonrisa.
—Si hay alguien que se merezca un final feliz, ésa eres tú. A pesar de todo lo que te ha pasado en la vida, no te has convertido en una persona amargada. Ni fría. Sólo te has vuelto un poco reservada y tímida, pero no hay nada de malo en ello. Si yo fuera una hada madrina, te concedería tu deseo inmediatamente. Te secaría las lágrimas y te diría que no lloraras. Ojalá Gabriel siguiera tu ejemplo. Podría aprender una o dos cosas de ti sobre cómo enfrentarse al dolor y la frustración.
La soltó y la miró de cerca antes de seguir hablando.
—Sé que es pedirte mucho, pero ¿cuidarás de Gabriel, por favor?
Julia se volvió hacia la tetera y llenó de nuevo las tazas para que no le viera la cara.
—Gabriel me odia y me desprecia. Si ha tolerado mi presencia estos días ha sido por ti.
—Eso no es cierto. Tienes que creerme, he visto cómo te mira. Puede ser... frío, pero aparte de a sus padres biológicos, Gabriel no ha odiado a nadie en su vida. Ni siquiera a Scott.
—No sé cómo podría cuidar de él —dijo Julia, encogiéndose de hombros.
—En realidad no hace falta que hagas nada. Sólo mantener los ojos abiertos. Y si ves que actúa de un modo extraño o que se mete en líos, avisarme. A cualquier hora del día o de la noche.
Ella la miró, escéptica.
—Lo digo en serio, Julia. Ahora que no está mamá, tengo miedo de que vuelva a caer en la oscuridad. No quiero perderlo otra vez. A veces tengo la sensación de que está en el borde de un precipicio y que cualquier movimiento, el menor soplo de aire, pueden hacerlo precipitarse al vacío. Y no puedo permitirlo.
Julia frunció el cejo un momento, pero en seguida asintió.
—Haré todo lo que esté en mi mano.
Rachel cerró los ojos y dejó escapar el aire.
—Me voy mucho más tranquila sabiendo que estás cerca. Serás su ángel guardián. —Rió suavemente—. Tal vez se le pegue parte de tu buena suerte.
—Yo tengo muy mala suerte y tú lo sabes mejor que nadie.
—Has conocido a Paul, que parece un chico estupendo.
Julia sonrió.
Rachel se alegró al verlo.
—No creo que a Paul le importara enterarse de que eres... ya sabes. Aunque no es que sea nada malo.
Ella se echó a reír.
—Puedes decirlo, Rachel, no es ninguna palabrota. Y tienes razón, seguro que a Paul no le importaría que sea virgen. Pero por suerte no hablamos de esas cosas.
Poco después, Rachel le dio un último abrazo de despedida y subió al taxi que la llevaría a casa de su hermano.
—Un día de éstos, cuando acabe de poner en orden todos los asuntos que tengo en la cabeza, voy a empezar a planear una boda.
Espero que seas mi dama de honor.
Julia sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Por supuesto. Sólo tienes que decirme cuándo. Y, si quieres, te ayudaré con los preparativos.
Su amiga le lanzó un beso desde el interior del taxi.
—Cuando vine hace unos días no sabía qué me iba a encontrar. Tenía miedo. Pero ahora estoy muy feliz de haber venido. Al menos dos de las piezas de mi vida rota están volviendo a encajar. Si Gabriel se mete contigo y te hace sufrir, avísame. Cogeré el primer avión.
Con la partida de Rachel, Julia y Gabriel se vieron obligados a prescindir de la guía de su santa Lucía particular. Pero como si de una auténtica santa se tratara, antes de partir había llevado a cabo todas las misiones que se había propuesto. Y había sembrado semillas que germinarían pronto de maneras inesperadas.


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