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El infierno de Gabriel - Cap.7 y 8

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Julia dejó la bicicleta cerca de casa de los Clark, un edificio grande y blanco, y se dirigió al porche. Nunca llamaba a la puerta antes de entrar, así que subió el escalón de un salto y abrió la puerta mosquitera. La escena que se encontró la dejó helada.
La mesa auxiliar del salón estaba hecha añicos y había manchas de sangre en la alfombra. Las sillas y los cojines estaban tirados por el suelo y Rachel y Aaron estaban abrazados en el sofá. Rachel estaba llorando.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Julia, con los ojos como platos.
—Gabriel —respondió Aaron.
—¿Gabriel? ¿Está herido?
—¡Él está bien! —respondió Rachel, riendo histéricamente—. Hace menos de veinticuatro horas que está en casa y ya se ha peleado con mi padre a empujones, ha hecho llorar a mi madre dos veces y ha enviado a Scott al hospital.
Aaron, muy serio, siguió acariciando la espalda de su novia para tranquilizarla.
Julia ahogó un grito.
—¿Por qué?
—¿Quién sabe? Es imposible saber qué le pasa por la cabeza. Ha discutido con papá y cuando mamá se ha interpuesto entre ellos, la ha empujado. Scott le ha dicho que lo mataría si volvía a ponerle un dedo encima, y Gabriel le ha dado un puñetazo y le ha roto la nariz.
Julia bajó la vista hacia la mesita. Vio que había trozos de cristal clavados en la alfombra, junto a la sangre, restos de tazas de café rotas y galletas desmenuzadas.
—¿Y qué ha pasado aquí? —preguntó, señalando la macabra escena.
—Scott se ha caído sobre la mesa por culpa de un empujón de Gabriel. Papá y Scott están en el hospital. Mamá se ha encerrado en su habitación y yo voy a pasar la noche en casa de Aaron.
Dicho esto, Rachel se levantó y arrastró a su novio hacia la puerta de la calle.
Julia seguía inmóvil en el sitio.
—Tal vez debería ir a hablar con tu madre.
—No pienso quedarme aquí ni un minuto más. Mi familia está
rota. —Con estas palabras, su amiga se marchó.
Julia se acercó a la escalera, pero entonces oyó un ruido que venía de la cocina, por lo que se dirigió a esa parte de la casa. La puerta trasera estaba abierta y vio que había alguien sentado en el porche, llevándose una botella de cerveza a los labios. Tenía una abundante mata de pelo castaño, que brillaba a la luz del atardecer. Lo reconoció por las fotos que tenía Rachel.
Sin pensarlo dos veces, salió de la casa y se sentó cerca de él, en una tumbona de jardín, abrazándose las rodillas y apoyando la barbilla en ellas.
Gabriel la ignoró.
Julia lo examinó a conciencia, grabándose su imagen a fuego en la memoria. En persona era todavía más guapo. Tenía los ojos azules inyectados en sangre, pero aun así resultaban impresionantes y contrastaban vivamente con sus cejas oscuras. Resiguió el ángulo de sus pómulos, de su nariz, noble y recta, y de su mandíbula cuadrada. Se fijó en la barba de dos o tres días que le oscurecía la piel y casi le ocultaba un hoyuelo. Finalmente, clavó la vista en sus labios, observando la forma y grosor del labio inferior antes de darse cuenta de los moratones.
Tenía sangre en la mano derecha y un cardenal en la mejilla izquierda. El puño de Scott lo había alcanzado, pero sorprendentemente, Gabriel no había perdido el conocimiento.
—Llegas tarde para la sesión de las seis. Ha acabado hace media hora.
Su voz era suave, casi tan agradable como sus rasgos. Por un instante, Julia pensó cómo sería oír esa voz pronunciando su nombre.
Se estremeció.
—Aquí hay una manta —le ofreció él, señalando una manta de lana a cuadros escoceses que tenía junto a la cadera. Sin levantar la vista, dio unos golpecitos a la prenda.
Julia lo miró con desconfianza. Cuando se convenció de que ya no era peligroso, se acercó y se sentó en un taburete, aunque todavía manteniendo cierta distancia. Se preguntó si sería rápido corriendo. Y luego se preguntó si ella podría correr más rápido si la persiguiera.
Gabriel le dio la manta.
—Gracias —murmuró Julia, cubriéndose los hombros con ella.
Lo miró de reojo. Era bastante alto y se lo veía encogido en la silla Adirondack de jardín. La cazadora de cuero negro hacía que sus hombros parecieran más anchos. La llevaba desabrochada y Julia vio
la amplia extensión de sus pectorales cubiertos por la ceñida camiseta, de color negro, igual que los vaqueros. Tenía las piernas largas. Se dio cuenta de que estaba más alto y fuerte que en las antiguas fotos de su hermana.
Quería decir algo, pero no se atrevía. Quería preguntarle por qué había actuado de un modo tan violento con la familia más agradable que conocía. Pero era demasiado tímida y, además, estaba un poco asustada. Así que, en vez de eso, le preguntó si tenía un abridor.
Gabriel frunció el cejo, pero llevándose la mano al bolsillo trasero del pantalón, sacó uno y se lo ofreció.
Ella le dio las gracias y se quedó inmóvil. Él se volvió hacia la caja de cervezas medio vacía que tenía a la espalda, cogió una botella y se la ofreció.
—Permíteme —le dijo, sonriendo al mirarla por fin a la cara. Julia le devolvió el abridor y él destapó la cerveza con facilidad, brindando después haciendo entrechocar las botellas—. ¡Salud!
Ella bebió para no hacerle un feo, tratando de no atragantarse cuando aquella bebida con sabor a cebada le llegó a la boca. Sin darse cuenta, ronroneó.
—¿Habías probado la cerveza alguna vez? —le preguntó él sonriendo.
Julia negó con la cabeza.
—Pues me alegro de haber sido el primero.
Ella se ruborizó y ocultó la cara bajo su mata de pelo color caoba.
—¿Qué haces aquí? —Gabriel la miraba con curiosidad.
Julia tardó unos segundos en responder, buscando una manera delicada de decirlo.
—Estaba invitada a cenar. «Esperaba conocerte al fin.»
Él se echó a reír.
—Pues me temo que he estropeado la velada. Bien, señorita Ojos Castaños, añada eso a mi cuenta.
—¿Puedo preguntarte qué ha pasado? —Julia lo preguntó en voz muy baja, casi en un susurro, para que no se le notara el temblor.
—¿Puedo preguntarte por qué todavía no has salido corriendo? —contraatacó él, mirándola fijamente con sus ojos azules.
Ella volvió a agachar la cabeza. Esperaba que, si se mostraba sumisa, se le pasaría el enfado. Sabía que estar allí con Gabriel después de lo que había pasado era una tontería. Estaba borracho y, si se ponía violento, Julia no tenía a nadie cerca a quien pedir ayuda.
Era un buen momento para marcharse.
Inesperadamente, él alargó el brazo y le apartó el pelo de la cara, colocándoselo detrás del hombro. Le acarició el cabello con los dedos durante unos momentos antes de soltárselo. Julia notó una especie de conexión entre los dedos de Gabriel y su pelo y volvió a ronronear con los ojos cerrados, olvidándose de lo que le había preguntado.
—Hueles a vainilla —comentó él, cambiando de postura para verla mejor.
—Es el champú.
Gabriel se acabó la cerveza y abrió otra inmediatamente, bebiendo un buen trago antes de volverse hacia Julia otra vez.
—No sé cómo ha pasado.
—Te quieren mucho. Se pasan el día hablando de ti.
—El hijo pródigo. O un demonio, tal vez. El demonio Gabriel —dijo, riendo amargamente antes de acabarse la nueva cerveza de un trago y abrir otra.
—Estaban tan contentos de que volvieras a casa... Por eso tu madre me invitó a cenar.
—No es mi madre. Y tal vez Grace te invitase porque sabía que necesitaba a un ángel de pelo castaño que velara por mí.
Se inclinó hacia ella y le apoyó la mano en la mejilla. Julia ahogó una exclamación. Levantó la vista, sorprendida por su contacto, y quedó prisionera de sus ojos azules, que también la estaban mirando con sorpresa. Gabriel, claramente ebrio, le acarició la mejilla ruborizada con el pulgar y pareció dudar, como si no comprendiera de dónde salía el calor que desprendía la cara de la recién llegada. Cuando apartó la mano, Julia sintió ganas de llorar. Ya lo echaba de menos.
Dejando la botella en el suelo, él se levantó.
—El sol se está poniendo. ¿Quieres venir a dar un paseo?
Ella se mordió el labio. Sabía que no debería acompañarlo. Pero era Gabriel, el de la fotografía, y sabía que ésa sería seguramente su única oportunidad de estar con él. Después de lo que había pasado, dudaba que volviera de visita nunca más. O, por lo menos, durante una buena temporada.
Dejó la manta en el porche y lo siguió.
—Tráete la manta —le indicó él.
Julia la enrolló y se la puso bajo el brazo. Gabriel le cogió la otra mano.
Ella ahogó un grito al notar un cosquilleo que le empezaba en la yema de los dedos y le subía por el brazo. Tras superar la curva del hombro, se lanzó en picado hacia su corazón, haciendo que éste le latiera mucho más de prisa.
Gabriel le rozó la cabeza con la suya.
—¿No habías ido nunca de la mano de un chico? —Cuando ella negó con la cabeza, él se echó a reír suavemente—. Pues me alegro de ser el primero.
Se adentraron lentamente en el bosque y pronto dejaron de ver la casa de los Clark. A Julia le gustaba la manera en que su mano encajaba con la suya, mucho más grande, y cómo sus largos dedos se curvaban sobre el dorso de su mano. La sujetaba con delicadeza pero con decisión y, de vez en cuando, le apretaba los dedos como si quisiera recordarle que seguía allí. Julia pensó que tal vez ir de la mano con alguien era siempre así, aunque no tenía experiencia y no podía comparar.
Sólo había entrado en ese bosque una o dos veces anteriormente y siempre con Rachel. Si algo iba mal, probablemente se perdería, pero apartó esos pensamientos de su mente y se concentró en la agradable sensación de ser llevada de la mano por la fuerte y cálida del enigmático Gabriel.
—Antes pasaba mucho tiempo aquí —comentó él—. Es muy tranquilo. Un poco más lejos hay un huerto de manzanos abandonado. ¿Te lo ha enseñado Rachel?
Julia negó con la cabeza.
Gabriel la miró muy serio.
—Estás muy callada. Puedes hablar conmigo. Te prometo que no te morderé —dijo, con una de sus sonrisas características, una sonrisa que Julia había visto en las fotos de Rachel.
—¿Por qué has venido a casa?
Él ignoró su pregunta y siguió andando, pero le agarró la mano con más fuerza. Ella le devolvió el apretón para demostrarle que no estaba asustada. Aunque en realidad sí lo estaba.
—No quería venir a casa. No en este estado. Perdí algo y llevo semanas borracho.
Su honestidad la sorprendió.
—Pero si has perdido algo, puedes recuperarlo.
—No. Lo he perdido para siempre —replicó él, entornando los ojos.
Luego aceleró el paso y Julia tuvo que esforzarse para seguirle
el ritmo.
—He venido a buscar dinero. Estoy desesperado. Y sí, estoy bien jodido también —dijo, estremeciéndose—. Ya estaba jodido antes de liarme a hostias con todo el mundo. Antes de que llegaras.
—Lo siento mucho.
Encogiéndose de hombros, Gabriel tiró de ella hacia la izquierda.
—Ya casi hemos llegado.
A través de una zona de vegetación menos tupida, entraron en un pequeño claro cubierto de hierba y salpicado de flores silvestres, malas hierbas y algún tocón de árbol. El silencio era tan intenso que casi podía oírse. En un extremo del claro había varios manzanos viejos y de aspecto abandonado.
—Aquí es —anunció él, señalando con el brazo a su alrededor—. Esto es el Paraíso.
Guiándola hasta una gran roca que inexplicablemente había caído en medio de aquel campo, Gabriel la sujetó por la cintura y la sentó en ella. Luego trepó y se sentó a su lado. Julia se estremeció. La roca estaba fría a la débil luz del atardecer y el frío se coló con facilidad a través de la fina tela de sus vaqueros.
Gabriel se quitó la cazadora y se la colocó sobre los hombros.
—Pillarás una pulmonía y te morirás —le advirtió distraídamente, rodeándole los hombros con el brazo y acercándola a él.
El calor corporal que irradiaba la calentó inmediatamente.
Julia inspiró hondo y suspiró, maravillándose de lo bien que encajaba bajo su brazo. Como si hubiera sido creada para estar allí.
—Eres Beatriz.
—¿Beatriz?
—La Beatriz de Dante.
Ella se ruborizó.
—No sé quién es.
Gabriel se echó a reír y Julia sintió su cálido aliento en la mejilla antes de que le acariciara la oreja con la nariz.
—¿No te han contado eso? ¿No te han dicho que el hijo pródigo está escribiendo un libro sobre Dante y Beatriz?
Al ver que no respondía, la besó suavemente en la cabeza.
—Dante era un poeta y Beatriz era su musa. La conoció cuando ella era muy joven y la amó a distancia toda la vida. Beatriz fue su guía en el Paraíso.
Julia lo escuchaba con los ojos cerrados, aspirando el aroma de su cuerpo. Olía a almizcle, a sudor y a cerveza, pero no hizo caso de
eso y se centró en el aroma que era únicamente suyo. Gabriel tenía un olor muy masculino y potencialmente peligroso.
—Hay un cuadro de un pintor llamado Holiday. Te pareces mucho a su Beatriz —añadió él y, cogiéndole la mano, se llevó sus pálidos dedos a los labios, besándoselos con veneración.
—Tu familia te quiere. Deberías hacer las paces con ellos. —Julia no sabía de dónde habían salido aquellas palabras.
Gabriel se limitó a abrazarla con más fuerza.
—No son mi familia. No la de verdad. Además, es demasiado tarde, Beatriz.
Ella se sobresaltó al oírlo llamarla así. Realmente había bebido demasiado. Pero ni siquiera entonces apartó la cabeza que descansaba en su hombro. Poco después, Gabriel llamó su atención acariciándole el brazo.
—No has cenado.
Julia negó con la cabeza.
—No.
—¿Quieres que te dé de cenar?
A regañadientes, levantó la vista para mirarlo. Él sonrió y, bajando de la roca, se acercó a uno de los pocos manzanos que sobrevivían. Estudió los frutos y escogió el más grande y rojo que encontró. Luego cogió otro más pequeño y se lo guardó en el bolsillo mientras regresaba a su lado.
—Beatriz —dijo, ofreciéndole la manzana.
Ella se la quedó mirando, hipnotizada, como si se tratara de un tesoro.
Gabriel se echó a reír y la movió delante de sus ojos, como habría hecho un niño con un azucarillo delante de un poni. Julia cogió la manzana y se la llevó a la boca, mordiéndola con decisión.
Él observó cómo lo hacía; observó cómo tragaba. Luego volvió a su lado en la roca y la abrazó de nuevo, aparentemente satisfecho. Manteniéndole la cabeza apretada contra su hombro con delicadeza, se sacó la otra manzana del bolsillo y se la comió.
Se quedaron allí quietos mientras el sol se ponía. Cuando el claro estuvo a punto de quedar envuelto en sombras, Gabriel extendió la manta sobre la hierba.
—Ven, Beatriz —la invitó, tendiéndole la mano.
Julia sabía que era una locura sentarse con él en la manta, pero lo hizo igualmente. Estaba enamorada de Gabriel desde la primera vez que Rachel le enseñó una foto suya. Sin poder resistirse, había robado
esa foto. Y ahora que lo tenía ante ella en persona, en carne y hueso, no podía hacer otra cosa que darle la mano.
—¿Alguna vez te has tumbado en el suelo al lado de un chico para mirar las estrellas? —preguntó él, tirando de ella hasta que estuvo tumbada a su lado.
—No.
Gabriel entrelazó los dedos con los suyos y las colocó encima de su corazón. Su latido firme y regular la tranquilizó.
—Eres hermosa, Beatriz. Como un ángel de ojos castaños.
Julia se volvió para mirarlo y sonrió.
—Pues yo creo que tú eres hermoso —dijo tímidamente, acariciándole la mandíbula y maravillándose de la sensación de su barba de tres días bajo los dedos.
Él sonrió a su vez y cerró los ojos. Ella le resiguió los rasgos de la cara con los dedos durante un buen rato, hasta que el brazo se le empezó a dormir.
—Gracias —dijo él, abriendo los ojos.
Ella sonrió y le apretó la mano, sintiendo que el corazón de Gabriel se aceleraba.
—¿Te han besado alguna vez?
Ruborizándose intensamente, Julia negó con la cabeza.
—Pues me alegro de ser el primero. —Incorporándose un poco y apoyándose en un brazo, se inclinó sobre ella con una sonrisa en los labios y los ojos brillantes.
Ella cerró los ojos justo antes de que sus labios se encontraran. Estaba flotando.
Los labios de Gabriel eran cálidos y acogedores y se posaron sobre los suyos con cuidado, como si tuviera miedo de lastimarla. Insegura y recelosa, Julia permaneció quieta, con la boca cerrada. Gabriel le acarició la mejilla con el pulgar, mientras su boca se movía delicadamente sobre la de ella.
El beso no fue lo que Julia esperaba.
Se había imaginado que sería un beso descuidado, algo violento. Se había imaginado que sus besos serían desesperados, urgentes, que sus dedos buscarían partes de su cuerpo que no estaba lista para dejarle tocar. Pero Gabriel dejó las manos donde las tenía, una acariciándole la parte baja de la espalda y la otra la mejilla. Fue un beso tierno y dulce, el tipo de beso que Julia se imaginaba que un amante le daría a su amada después de una larga ausencia.
La estaba besando como si la conociera, como si le
perteneciera. Era un beso apasionado, lleno de emoción, como si cada fibra de su ser se hubiera fundido y extendido sobre sus labios para poder transmitírselas a ella. Su corazón dio un brinco ante esa idea. Nunca se habría imaginado que un primer beso pudiera ser así. Cuando la presión de los labios de Gabriel disminuyó, sintió ganas de llorar. Era consciente de que nadie volvería a besarla así nunca más. Ningún hombre podría estar nunca a su altura. Nunca.
Él suspiró hondo y la besó en la frente antes de apartarse.
—Abre los ojos.
Al hacerlo, Julia se encontró con un par de ojos azules excepcionalmente claros y llenos de sentimiento, aunque no fue capaz de descifrar sus emociones. Gabriel sonrió y la besó en la frente una vez más antes de tumbarse y mirar las estrellas.
—¿En qué piensas? —preguntó ella, cambiando de postura y acurrucándose a su lado, muy cerca de él pero sin llegar a tocarlo.
—Pensaba en lo mucho que te he esperado. Esperaba y esperaba y nunca llegabas —respondió él con una sonrisa melancólica.
—Lo siento, Gabriel.
—Pero ahora estás aquí. Apparuit iam beatitudo vestra.
—No sé qué significa —contestó tímidamente.
—Significa «ahora aparece tu bendición», aunque debería ser «mi bendición», porque soy yo el que recibe la bendición de tu presencia. —Gabriel la abrazó. Pasándole un brazo por detrás, la sujetó por la cintura, abriendo los dedos—. Durante lo que me quede de vida soñaré con tu voz susurrando mi nombre.
Julia sonrió en la oscuridad.
—¿Te has quedado dormida alguna vez entre los brazos de un chico, Beatriz?
Ella negó con la cabeza.
—Pues me alegro de ser el primero. —Cambió de postura para que le apoyara la cabeza en el pecho, cerca del corazón. Su delicado cuerpo encajaba a la perfección a su lado—. Como la costilla de Adán —murmuró Gabriel contra su pelo.
—¿Tienes que marcharte? —susurró Julia, acariciándole el pecho con dedos vacilantes.
—Sí, pero no esta noche.
—¿Volverás? —Su voz era casi un gemido.
Él suspiró profundamente.
—Mañana seré expulsado del Paraíso, Beatriz. Nuestra única
esperanza es que tú me encuentres. Búscame en el Infierno.
La volvió delicadamente, tumbándola en el suelo. Luego colocó una mano a cada lado de su cuerpo y se cernió sobre ella. Con los ojos muy abiertos, la miró con nostalgia, intensamente, como si pudiera ver dentro de su alma.
Y entonces, la besó.
8
Rachel estaba sentada a la barra de la cocina de Gabriel, tomándose un café con leche y hojeando el Vogue, edición francesa. No era su lectura habitual. Su mesita de noche en Filadelfia estaba siempre llena de libros de política, relaciones públicas, economía y sociología, con la esperanza de que algún día sus superiores le pidieran su opinión en vez de pedirle que fotocopiara la opinión de alguna otra persona. Ahora que estaba de baja, tenía tiempo de leer otras cosas aparte de política municipal.
Esa mañana se encontraba mejor. Mucho mejor. La conversación con Aaron de la noche anterior había ido bien. Aunque seguía disgustado por la cancelación de la boda, no había dejado de repetirle que prefería mil veces tenerla a ella que una boda.
«No hace falta que nos casemos ahora mismo. Podemos aplazarlo hasta que hayas superado el duelo. Pero te quiero a mi lado, Rachel. Siempre te querré a mi lado. Como mi esposa, como mi amante... Aceptaré tus condiciones porque te amo. Vuelve conmigo.»
Sus palabras atravesaron la nebulosa de dolor y depresión que se había apoderado de la mente de ella y, de pronto, lo vio todo claro. Había creído que huía de Scott, de su padre y del fantasma de su madre, pero tal vez también hubiese estado huyendo de Aaron. Al oírlo decir esas palabras se dio cuenta de que no podría abandonarlo nunca. No podría vivir lejos de él.
Su declaración había roto sus defensas y le había hecho darse cuenta de que realmente deseaba ser su esposa. Fue consciente de que no quería esperar mucho para que Aaron se convirtiera en su marido. La vida era demasiado corta para desperdiciarla siendo infeliz. Su madre así se lo había enseñado.
Gabriel entró en la cocina. Llevaba puestas las gafas. Tras besarla en la cabeza, le puso delante un fajo de billetes. Rachel se los quedó mirando con desconfianza. Tras comprobar de cuánto dinero se trataba, abrió mucho los ojos.
—¿Para qué es esto?
Él se sentó a su lado, aclarándose la garganta.
—¿No ibas a ir de compras con Julianne?
Su hermana puso los ojos en blanco.
—Se llama Julia, Gabriel. Y no. Está ocupada. Pasará todo el día
haciendo un trabajo con un tipo llamado Paul. Y cuando acaben, irán a cenar.
«Follaángeles», pensó Gabriel. El insulto apareció en su mente sin pensar. Se tensó y gruñó para sus adentros.
Rachel empujó el dinero en su dirección y siguió leyendo la revista.
Él volvió a ponérselo delante.
—Quédatelo.
—¿Para qué?
—Cómprale algo a tu amiga.
Su hermana entornó los ojos.
—¿Por qué? Es mucho dinero.
—Lo sé —murmuró.
—Aquí hay quinientos dólares. Sé que los dólares canadienses no valen tanto, pero igualmente es demasiado, Gabriel.
—¿Has estado en su apartamento?
—No. ¿Tú sí?
Él se revolvió incómodo en el taburete alto.
—Sólo un momento. Estaba lloviendo y la acompañé a su casa en coche. Y...
—¿Y...? —Rachel le pasó un brazo por el hombro y se le acercó con una sonrisa cómplice—. Cuenta, cuenta.
Gabriel se liberó de su brazo con un movimiento de hombros y la fulminó con la mirada.
—No hay nada que contar. Vi un momento su apartamento y es espantoso. Ni siquiera tiene cocina, ¡por el amor de Dios!
—¿No tiene cocina? ¿Qué demonios...?
—Es más pobre que un ratón de iglesia. Por no hablar de esa espantosa mochila que lleva a todas partes. Gástate todo el dinero en comprarle una cartera decente si hace falta, pero haz algo, porque si vuelvo a ver esa bolsa, te juro que le prendo fuego.
Se pasó las manos por el pelo varias veces y luego las dejó allí mientras permanecía encorvado sobre la barra. Con el poder de percepción que sólo tiene una hermana, Rachel se lo quedó mirando. Gabriel aparentaba ser el jugador de póquer perfecto. Era impasible, frío, cerebral... No un poco frío, como la brisa o como el agua de un arroyo en otoño, sino muy frío. Frío como el contacto de una roca en la piel al anochecer.
Rachel pensaba que la frialdad era su peor defecto, esa capacidad tan suya de decir y hacer cosas sin preocuparse por los
sentimientos de los demás, y en los demás incluía a su familia.
Pero a pesar de sus defectos, Gabriel era su hermano favorito. Y, como la pequeña de la familia, diez años menor que él, Rachel era la favorita de Gabriel. Nunca había discutido con ella de la misma forma que con Scott o con su padre. Siempre la había protegido. A su manera, la quería. Nunca le haría daño de manera intencionada. Sin embargo, le había hecho daño varias veces al ver cómo se lo hacía a los demás. Y, especialmente, cómo se hacía daño a sí mismo.
Sabía que, si se fijaba bien, Gabriel no era tan buen jugador de póquer. Había demasiados detalles que delataban cuándo estaba sufriendo. Cuando estaba a punto de perder los nervios, cerraba los ojos; cuando se sentía frustrado se frotaba la cara, y recorría la habitación de un lado a otro cuando estaba preocupado o asustado. Al ver que empezaba a caminar por la estancia, Rachel se preguntó de qué tendría miedo.
—¿Por qué te preocupas tanto por ella? Cuando cenó aquí no estuviste demasiado simpático. Ni siquiera la llamabas Julia.
—Es mi alumna. Tengo que mantener una actitud profesional.
—¿Profesionalmente mezquina?
Él se detuvo y la fulminó con la mirada.
—Vale, vale. Me quedaré el dinero y le compraré una cartera. Aunque preferiría comprarle zapatos.
Gabriel volvió a sentarse en el taburete.
—¿Zapatos?
—Sí. ¿Y qué te parece si le compro también algo de ropa? Le gustan las cosas bonitas, pero no puede permitírselas. Y es guapa, ¿no crees?
El miembro de él se movió inquieto bajo sus pantalones de lana gris. Cruzó las piernas para disimular.
—Gástate el dinero en lo que quieras. Lo único que pido es no volver a ver esa mochila.
—¡Bien! Le compraré algo fabuloso... aunque probablemente necesite más dinero. Y luego tendremos que llevarla a algún sitio para que luzca el nuevo modelito. —Rachel miró a su hermano mayor y parpadeó.
Sin molestarse en discutir ni en negociar, Gabriel sacó una tarjeta de visita de la cartera, cogió su estilográfica Montblanc y desenrolló el capuchón.
—¿La gente normal aún usa esas cosas o sólo los medievalistas? —preguntó ella, inclinándose hacia él con curiosidad—.
Me extraña que no uses una pluma de ave.
Gabriel frunció el cejo.
—Es una Meisterstück 149 —respondió, como si eso lo aclarara todo.
Rachel puso los ojos en blanco mientras su hermano usaba la reluciente plumilla de oro de dieciocho quilates para escribir una nota en el dorso de su tarjeta con una caligrafía segura pero anticuada. Decir que Gabriel era pretencioso era quedarse corto.
—Aquí tienes —dijo él, deslizando la tarjeta sobre la encimera de la barra—. Tengo cuenta en Holt Renfrew. Enséñale esto al conserje y él te llevará hasta Hilary, mi personal shopper. Ella se encargará de que lo carguen todo en mi cuenta. Pero no te vuelvas loca, Rachel. Ah, y quédate con el dinero en efectivo. Considéralo un regalo de cumpleaños con seis meses de adelanto.
Ella se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
—Gracias. ¿Qué es Holt Renfrew?
—La versión canadiense de Saks Fifth Avenue. Tienen de todo. No te olvides, lo importante es sustituir la vieja mochila. Lo demás son... detalles insustanciales. —Su voz sonaba de pronto malhumorada.
—De acuerdo, pero ¿me podrías explicar por qué te altera tanto una mochila L. L. Bean? Todos los estudiantes tienen una. Yo misma tenía una, hasta que maduré y descubrí Longchamp.
—No lo sé —reconoció Gabriel, quitándose las gafas y frotándose los ojos.
—Hum. ¿Añado ropa interior a la lista? ¿Te gusta... de gustarte? —preguntó Rachel con una sonrisita irritante.
Su hermano resopló.
—¿Cuántos años tenemos, Rachel? Es mi alumna, ¿lo has olvidado? Esto no tiene nada que ver con romanticismo. Tiene que ver con penitencia.
—¿Penitencia?
—Penitencia por los pecados. Mis pecados.
Esta vez fue Rachel la que resopló.
—Realmente te has quedado anclado en la Edad Media. ¿Se puede saber qué pecado has cometido contra Julia? ¿Aparte de comportarte como un idiota? Si ni siquiera la conoces...
Él volvió a ponerse las gafas y se removió incómodo en el asiento. Su miembro no paraba de dar brincos sólo de pensar en la señorita Mitchell y pecado en la misma frase. Los dos juntos en la
misma habitación. Sin ropa. Quizá ella sólo con unos zapatos de tacón... que él por fin podría tocar...
—¿Gabriel? Estoy esperando.
—No tengo que confesarte mis pecados, Rachel. Sólo tengo que expiarlos —respondió, arrebatándole la revista de las manos.
—¿Hablas francés? ¿Y te interesa la moda femenina? —preguntó su hermana apretando los dientes.
Gabriel miró la revista abierta y vio la foto de una modelo muy pintada y despatarrada, cubierta con un biquini très petite. Los ojos se le abrieron.
Rachel se cruzó de brazos y lo miró enfadada.
—A mí no me hables en ese tono. No soy una de tus alumnas y no pienso aguantar tus tonterías.
Suspirando, él volvió a quitarse las gafas para frotarse los ojos.
—Lo siento —murmuró, devolviéndole la revista, no sin antes echarle otro vistazo a la modelo, por interés puramente académico, bien sûr.
—¿Por qué estás tan tenso? ¿Problemas de mujeres? ¿Estás saliendo con alguien ahora mismo? ¿Cuándo saliste con una mujer por última vez? Y, por cierto, ¿qué significan esas fotos en tu...?
—No pienso hablar de estas cosas contigo —la interrumpió Gabriel—. Yo no te pregunto a quién te estás tirando.
Rachel se mordió la lengua y respiró hondo.
—Voy a pasar por alto ese comentario, a pesar de que ha sido de muy mal gusto. Cuando estés de rodillas haciendo penitencia, no te olvides de añadir el pecado de envidia a los demás. Sabes que nunca he estado con nadie más que con Aaron y también sabes que lo que hay entre nosotros es mucho más que tirarse a alguien. ¿Qué demonios te pasa?
Él murmuró una disculpa, pero no levantó la mirada. Aunque sabía que su comentario había estado fuera de lugar, había logrado su objetivo, que era que se olvidara de las preguntas que le había hecho. Así que, en realidad, no se arrepentía.
Su hermana jugueteó con la tarjeta de visita mientras se calmaba.
—Si no te gusta Julia, entonces es que sientes lástima por ella. ¿Por qué? ¿Porque es pobre?
—No lo sé —respondió él, suspirando y negando con la cabeza.
—Julia suele despertar el instinto protector de la gente. Tiene ese aspecto frágil, como de oveja perdida. Pero no te equivoques. Es
una mujer fuerte. Sobrevivió a una madre alcohólica y a un novio que...
Gabriel se volvió hacia ella con interés.
—¿Un novio que...?
—Me dijiste que no querías saber nada de su vida privada. Es una lástima. Si no tuvierais una relación profesional, creo que te gustaría. Creo que incluso podríais ser buenos amigos.
Sonrió mirando a su hermano para ver cómo reaccionaba, pero él volvió a bajar la vista y se frotó la barbilla, absorto en sus pensamientos.
—¿Quieres que le diga que la cartera y los zapatos son un regalo tuyo? —preguntó Rachel, tamborileando con los dedos sobre la encimera.
—¡Por supuesto que no! Podrían despedirme sólo por eso. Alguien sacaría conclusiones equivocadas y me llevarían ante un tribunal académico.
—Pensaba que los profesores adjuntos teníais plaza fija.
—Eso no importa —murmuró él.
—A ver si lo he entendido. Quieres gastarte un montón de dinero en Julia, pero no quieres que ella se entere de que eres tú quien paga. Esto es un poco como Cyrano de Bergerac, ¿no crees? Ya veo que el francés te resulta más familiar de lo que pensaba.
Gabriel se levantó sin decir nada y se dirigió hacia la enorme cafetera exprés que tenía en otra de las encimeras. Se concentró en el proceso algo laborioso de preparar un café perfecto y aprovechó para darle la espalda a su irritante hermana.
Rachel suspiró.
—De acuerdo, quieres hacer algo por Julia. Tú prefieres llamarlo penitencia, aunque tal vez sea simple amabilidad. Bueno, simple no. Es doble amabilidad, porque no quieres que sepa de dónde sale el dinero para que no se sienta avergonzada o en deuda contigo. Estoy impresionada. Bastante.
—Quiero que sus pétalos vuelvan a abrirse —susurró Gabriel.
O eso le pareció oír a Rachel, aunque lo descartó en seguida. No tenía sentido.
—¿No crees que deberías tratarla como a una persona adulta y decirle de dónde han salido los regalos? ¿Dejar que sea ella quien decida si quiere aceptarlos o no?
—Si supiera de dónde salen no los aceptaría. Me odia.
Su hermana se echó a reír.
—Julia no es del tipo de personas que odian a los demás. Es demasiado indulgente. Si de verdad te odia, probablemente te lo mereces. Pero tienes razón. No acepta caridad. Sólo en ocasiones muy especiales me deja que le compre algo.
—Dile que son regalos de Navidad atrasados. O que son de parte de Grace.
Ambos hermanos intercambiaron una elocuente mirada.
—De la única persona que Julia aceptaba caridad era de mamá —dijo Rachel con los ojos llenos de lágrimas—. Era como una madre para ella.
Gabriel se le acercó rápidamente y la abrazó para consolarla.
En el fondo, sabía que al intentar convencer a su hermana de que le comprara cosas bonitas a Julia estaba buscando indulgencia. Comprando una bula para un pecado que aún no había cometido. Nunca le había pasado nada parecido con ninguna otra mujer. Pero no quería pensar en ello, no serviría de nada.
Sabía que vivía en el Infierno y lo aceptaba. No solía quejarse, pero para ser sincero, tenía que admitir que deseaba escapar de allí desesperadamente. Por desgracia, no tenía a un Virgilio ni a una Beatriz que fueran a buscarlo. Sus oraciones no recibían respuesta y sus intentos de reformarse siempre se veían frustrados por una cosa u otra. Casi siempre por alguna rubia de pelo largo, con zapatos de tacón, que le arañaba la espalda mientras gritaba su nombre una y otra vez. Y otra. Y otra.
En su actual estado de ánimo, la mejor manera que se le ocurría de gastarse el dinero manchado de sangre de su padre era un ángel de ojos castaños. Un ángel que no se podía permitir un apartamento con cocina y cuyos pétalos se abrirían un poco si su mejor amiga le regalaba un vestido bonito y unos zapatos nuevos.
Gabriel quería hacer mucho más que comprarle una cartera, pero nunca admitiría que lo que deseaba en realidad era verla sonreír.
Mientras los hermanos discutían sobre penitencia, perdón y ridículas abominaciones que hacían las veces de mochila, Paul esperaba a Julia en la entrada de la biblioteca Robarts, la más grande del campus de la Universidad de Toronto. Aunque Julia sólo lo sospechaba, durante el corto tiempo que había pasado desde que se conocieron, Paul le había cogido mucho cariño a su compañera de clase.
Era muy sociable y tenía muchos amigos, gran parte de los
cuales eran mujeres. Había salido con un montón de chicas, tanto centradas como con problemas. Ahora, su última relación había llegado a su fin.
Allison quería quedarse en Vermont y trabajar como maestra de escuela. Paul quería trasladarse a Toronto y seguir sus estudios para llegar a ser profesor universitario. Tras dos años de relación a distancia, se habían rendido a la evidencia: su relación no iba a ninguna parte.
Sin embargo, su ruptura no había sido traumática. Nadie había salido derrapando de ningún aparcamiento ni se habían quemado fotos. Seguían siendo amigos y Paul se sentía muy orgulloso de haber podido mantener esa amistad.
Pero ahora que había conocido a Conejito, le parecía que una relación con alguien con quien compartía intereses y objetivos profesionales podía ser muy interesante y enriquecedora.
Paul era un chico clásico, de la vieja escuela. Creía en la importancia de cortejar a una mujer y le gustaba tomarse su tiempo para ello. Por eso estaba encantado de ir paso a paso con la preciosa y tímida Conejito hasta conocerla mejor. Sólo cuando estuviera seguro de lo que ella sentía, le expresaría sus sentimientos.
Había decidido que lo mejor sería pasar mucho tiempo a su lado, tratarla bien y prestarle mucha atención. Así, si algún otro tipo aparecía y trataba de comerle terreno, él se enteraría en seguida y podría decirle que apartara las zarpas de su Conejito.
Julia lamentó no ir de compras con Rachel, pero le había prometido a Paul que pasaría el día con él en la biblioteca. Tenía que empezar a preparar su proyecto, ahora que el profesor Emerson había aceptado dirigirlo. Estaba muy motivada. Quería sorprenderlo tanto en las clases como con la propuesta, aunque sabía que ni una cosa ni la otra iban a ser fáciles.
—Hola —la saludó Paul alegremente, quitándole la mochila de la espalda y cargándosela al hombro como si no pesara nada.
Julia le sonrió, agradeciendo que la liberara del peso durante un rato.
—Gracias por aceptar ser mi guía. La última vez que vine por aquí me perdí. Acabé en una oscura sección de la cuarta planta, donde no había más que mapas —recordó ella, estremeciéndose.
Él se echó a reír.
—Es una biblioteca enorme. Te enseñaré la colección Dante de la novena planta y luego te llevaré a mi despacho.
Le sostuvo la puerta abierta para que pasara y Julia entró en el edificio sintiéndose como una princesa. Paul tenía unos modales exquisitos y no los usaba como una arma. Reflexionó sobre la actitud de algunas personas —que no hacía falta nombrar—, que usaban los modales para intimidar y controlar, mientras que otras —como Paul— los usaban para hacer que su acompañante se sintiera especial. Muy especial.
—¿Tienes un despacho aquí? —preguntó Julia, mientras los dos le enseñaban el carnet de estudiante al guarda de seguridad sentado junto a los ascensores.
—Algo así —respondió él, aguantando la puerta del ascensor hasta que Julia entró—. Tengo una pequeña zona de estudio junto a la sección dedicada a Dante.
—¿Puedo solicitar una para mí?
Él hizo una mueca.
—Están más buscadas que el oro. Es casi imposible conseguir una, sobre todo si estás en un curso de doctorado.
Al ver la expresión de incredulidad de ella, se apresuró a añadir:
—Personalmente, pienso que estos cursos tienen el mismo valor que los seminarios, pero no hay despachos para todo el mundo. El mío tampoco es mío; es de Emerson.
Si Julia no se hubiera vuelto en ese momento para apretar el botón del ascensor, Paul habría notado que dejaba de respirar un instante y palidecía.
Al llegar a la novena planta, la guió por la colección Dante con paciencia, mostrándole tanto las fuentes primarias como las secundarias. Le gustó verla acariciar los lomos de los libros con delicadeza, como si estuviera saludando a viejos amigos.
—Julia, ¿te importa si te hago una pregunta personal?
Ella permaneció muy quieta, con la mano sobre un volumen tamaño cuartilla con la cubierta de cuero hecha jirones. Aspiró su aroma profundamente para calmarse y asintió.
—Emerson me pidió que recogiera tu expediente de la señora Jenkins y...
Ella lo miró con los ojos muy abiertos.
«Oh, no», pensó.
Paul levantó las manos para calmarla.
—No lo leí, no te preocupes —dijo sonriendo—, aunque no hay nada demasiado personal en esos expedientes. Al parecer, Emerson quería coger algo. Pero lo que me extrañó fue lo que hizo luego.
Julia alzó las cejas.
—Telefoneó a Greg Matthews, catedrático del Departamento de Lenguas Románicas y de Literatura en Harvard.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella, parpadeando lentamente.
—Fui a llevarle unas fotocopias y lo oí hablar con él. La conversación iba sobre ti.
—¿Y por qué iba a hacer algo así?
—Eso precisamente quería comentarte. Le preguntó por qué no tenían becas lo suficientemente generosas para sus alumnos de doctorado. Emerson es un alumnus de ese departamento, una especie de mecenas. Matthews ocupaba la cátedra cuando él se doctoró.
«Mierda. Estaba comprobando si era cierto que había obtenido una plaza en Harvard. No se lo creía. ¡Qué típico!» Cerró los ojos y se apoyó en el estante más cercano.
—No sé qué respondió Matthews, pero oí a Emerson.
Ella mantuvo los ojos cerrados esperando a que Paul remachara el clavo. Sólo esperaba que lo hiciera rápido y, a ser posible, que no se lo clavara en el pie.
—No sabía que hubieses conseguido plaza en Harvard, Julia. Es impresionante. Emerson le pidió que le confirmara si habías sido admitida y luego le preguntó en qué posición habías quedado.
—Por supuesto —murmuró ella—. Vengo de una ciudad pequeña en Pensilvania. Fui a una universidad jesuita con unos siete mil alumnos. ¿Cómo iba a entrar a Harvard?
Paul frunció el cejo. «Pobre Conejito. Ese cabrón le tiene la moral comida. Debería darle una patada en el culo y luego volver a trabajar para él como si no hubiera pasado nada...»
—¿Qué tienen de malo las universidades católicas? Yo me licencié en la Universidad de Saint Michael, en Vermont, y mi educación no tiene nada que envidiar a la de otros. Tenían a un especialista en Dante en el Departamento de Lengua y a un especialista en Florencia en el Departamento de Historia.
Julia asintió como si le estuviera prestando atención.
—Escúchame, aún no he acabado. El caso es que Matthews trató de convencerlo de que te envíe a Harvard para hacer el doctorado cuando acabes el curso. Dijo que estabas entre los alumnos con mejor nota y, considerando la fuente, es muy buena noticia. Piensa que yo también me presenté y me rechazaron —reconoció Paul, sonriendo sin ganas, no sabiendo cómo reaccionaría ella cuando se enterara—. Así que, si no es demasiado personal, ¿por qué no
fuiste a Harvard?
—No quería venir aquí —susurró Julia como si se sintiera culpable—. Sabía que me lo encontraría. Pero no me quedó otro remedio. En Saint Joseph me endeudé mucho con préstamos de estudiante. Debo varios miles de dólares y no podía seguir endeudándome para ir a Harvard. Así que decidí hacer el curso aquí y volver a solicitar una beca más generosa para el curso que viene. Si me la conceden, podré ir sin tener que pedir más dinero.
Paul asintió con la cabeza. Mientras Julia volvía a concentrarse en examinar los libros que tenía delante, él la observó. Al parecer, no se había dado cuenta de lo que acababa de confesar. Lo que había dicho sin darse cuenta era mucho más revelador que la razón por la que supuestamente no había ido a Harvard.
Mientras Julia abría y cerraba los polvorientos volúmenes, con los ojos muy abiertos y una sonrisa en sus deliciosos labios, Paul se dio cuenta de que el apodo que le había puesto era mucho más adecuado de lo que pensaba en un principio. Julia era como un conejo asustado en medio de un prado o una carretera, pero también le recordó mucho a El conejo de terciopelo.
Paul no lo reconocería nunca y si alguien se lo preguntara, mentiría mirando a los ojos del interlocutor y juraría que no sabía de qué le estaban hablando, pero ése era uno de los cuentos favoritos de Allison. Al principio de su relación, ella le había pedido que lo leyera para poder entenderla mejor. Y Paul, el granjero de Vermont de más de noventa kilos de peso, se había leído el maldito libro a escondidas porque la amaba.
Y, aunque nunca lo reconocería, le había encantado.
Al mirar a Conejito, tuvo la sensación de que estaba esperando desesperadamente convertirse en un ser real. Y también que alguien la amara. Pero la larga espera se había cobrado su precio. No en su aspecto físico, que era muy atractivo —aunque para el gusto de Paul estaba demasiado pálida y delgada, algo que una buena ración de productos de Vermont solucionaría rápidamente—, sino en su alma, que era bonita pero triste.
Él nunca se había parado a pensar en el tema del alma hasta que había conocido a Conejito. Pero ahora que la conocía, era un creyente fervoroso. Esperaba que algún día consiguiera lo que deseaba; que alguien la amara para que dejara de ser un conejito asustado y se convirtiera en otra cosa. En alguien más valiente. Y más feliz.
Pensando que ya había dejado volar demasiado la imaginación con libros infantiles, sonrió, decidido a distraerla de sus problemas. La guió hasta una puerta y le mostró la placa de latón donde, en elegante letra cursiva, había escrito: Profesor Gabriel O. Emerson, Departamento de Estudios Italianos.
Julia se fijó en que ninguna de las otras puertas tenía placa. Y se fijó también en que Paul había puesto una tarjeta suya debajo de la placa. Se imaginó a El Profesor viéndola y arrancándola malhumorado. Al leer el nombre completo de su amigo, vio que su segundo nombre empezaba por V: Paul V. Norris, MA.
—¿Qué significa la V? —le preguntó, señalando el improvisado cartel.
—No me gusta mi segundo nombre —respondió él, incómodo.
—A mí tampoco me gusta el mío. Si no quieres decírmelo, lo entenderé —contestó ella, sonriendo, antes de volverse hacia la puerta cerrada.
—Te reirás.
—Lo dudo. Mi apellido es Mitchell. No me siento particularmente orgullosa de él.
—Pues a mí me gusta.
Julia se ruborizó, pero no demasiado.
Paul suspiró.
—¿Me prometes que no se lo dirás a nadie?
—Por supuesto. Y yo te diré el mío: es Helena.
—Es un nombre precioso. —Paul cerró los ojos e inspiró hondo. Luego esperó. Cuando no pudo más y los pulmones le estaban pidiendo a gritos oxígeno, soltó el aire rápidamente, diciendo—: Virgilio.
—¿Virgilio? —repitió Julia, mirándolo con incredulidad.
—Sí. —Paul abrió los ojos, temiendo que ella empezara a reírse.
—¿Estás estudiando para ser especialista en Dante y tu segundo nombre es Virgilio? ¿Me tomas el pelo?
—Es un nombre común en mi familia. Mi bisabuelo se llamaba así y te aseguro que nunca leyó a Dante. Era granjero en Essex, Vermont.
Julia le dedicó una sonrisa maravillada.
—Pues me parece un nombre precioso. Es un gran honor llevar el nombre de un noble poeta.
—Sí, igual que es un gran honor llevar el nombre de Helena de Troya, Julia Helena. Me parece muy adecuado para ti —añadió,
mirándola con dulzura y admiración.
Ella apartó la vista, avergonzada.
Paul carraspeó para aligerar la tensión que se había creado.
—Emerson nunca usa este despacho; sólo viene de vez en cuando a dejarme cosas. Pero es suyo, él paga la factura.
—¿Son de pago?
Él asintió con la cabeza y abrió la puerta.
—Sí, pero lo valen. Tienen calefacción, aire acondicionado y acceso a Internet. Además, se pueden cerrar con llave, por lo que son muy prácticos para dejar libros que estás usando sin tener que devolverlos cada día. Cualquier material que necesites, incluso si es material de referencia, del que no se puede sacar de la biblioteca, puedes guardarlo aquí cuando quieras.
Julia miró el cuarto pequeño pero cómodo como si fuera la tierra prometida. Abrió mucho los ojos al ver el espacio de trabajo con la mesa empotrada, las cómodas sillas y estanterías que iban desde el suelo hasta el techo. A través de una ventanita, se veía parte de la ciudad y la torre CN. Se preguntó cuánto costaría vivir allí. Sería mucho mejor que su agujero de hobbit, no apto ni para un perro.
—De hecho —siguió diciendo Paul mientras retiraba unos papeles—, puedes usar este estante. Y te dejaré mi llave de repuesto.
Cogió la llave y escribió un número en un trozo de papel.
—Éste es el número del despacho, por si te cuesta encontrarlo al principio. Y ésta es la llave.
Julia se lo quedó mirando con la boca abierta.
—No puedo aceptarla —reconoció finalmente—. Me odia. No le gustará verme por aquí.
—Que se joda.
Esta vez fueron los ojos de ella los que se abrieron sorprendidos.
—Perdón —dijo Paul—. Normalmente no digo tacos. Bueno, al menos, no tantos ni delante de las chicas, quiero decir, de las mujeres.
Julia asintió, aunque no había sido su lenguaje lo que la había sorprendido.
—Emerson no viene casi nunca por este despacho. Puedes dejar tus cosas tranquilamente; pensará que son mías. Si no quieres encontrártelo, no hace falta que trabajes aquí. Pásate de vez en cuando, yo suelo venir a menudo. Si te ve, supondrá que estamos trabajando juntos. O algo así.
Sonrió con timidez. Le estaba dando la clave de lo que buscaba en su relación con ella. Quería que se vieran con frecuencia. Quería
ver sus cosas en su estante. Quería estudiar y trabajar a su lado...
Pero Julia no quería que le diera claves ni llaves.
—Por favor —insistió él, cogiéndole la mano y abriéndole los dedos con delicadeza.
Al notar que dudaba, le acarició el dorso de la mano con el pulgar para tranquilizarla. Tras ponerle la llave y la nota en la mano, volvió a cerrarle los dedos con cuidado de no hacerle daño. Sabía que Emerson ya se había encargado de eso.
—«Lo real no es algo que te venga dado. Es algo que te pasa. Y ahora mismo, necesitas que te pasen cosas buenas.»
Julia se sobresaltó al oírlo. Paul no podía saber lo ciertas que eran sus palabras.
«¿Está citando un cuento infantil? Imposible.»
Al levantar la cara hacia él, vio que sus ojos eran cálidos y amables. No había en ellos nada grosero ni calculador. Nada turbio ni agresivo. Tal vez sencillamente le gustaba. O sentía lástima por ella. Fueran cuales fuesen sus auténticas motivaciones, en ese momento Julia decidió creer que el universo no era un lugar completamente oscuro y decepcionante; que siempre quedaban rincones luminosos con vestigios de bondad y de virtud, y aceptó la llave con la cabeza baja.
—No llores, Conejito. —Paul alargó una mano para recoger una lágrima que aún no había caído, pero lo pensó mejor y dejó caer el brazo a un lado.
Julia se volvió, avergonzada por la intensidad de las emociones que le estaban provocando cosas tan inocentes como una llave o un cuento infantil. Al mirar a su alrededor buscando desesperadamente algo con lo que distraerse, vio un CD en un estante y lo cogió: era el Réquiem de Mozart.
—¿Te gusta Mozart? —preguntó, volviendo la caja para leer el dorso.
Paul apartó la vista.
Sorprendida, ella alargó el brazo para devolverlo a su sitio, pensando que lo había molestado al tocar sus objetos personales.
—No, no pasa nada, puedes mirarlo si quieres. Pero no es mío, es de Emerson.
Una vez más, Julia sintió un escalofrío y notó que le daba vueltas la cabeza.
Al darse cuenta de su reacción, Paul empezó a hablar muy de prisa.
—No se lo digas a nadie. Se lo robé.
Ella levantó las cejas.
—Lo sé, es horrible. Pero es que ponía el mismo tema una y otra y otra vez en su despacho mientras yo catalogaba su biblioteca personal. «Lacrimosa, Lacrimosa», jodida «Lacrimosa». ¡No podía más! Es deprimente. Así que robé el CD y lo traje aquí. Problema resuelto.
Julia cerró los ojos y se echó a reír con ganas.
Paul sonrió aliviado ante su reacción.
—Pues no lo has escondido demasiado bien. Yo lo he encontrado en treinta segundos —dijo ella, ofreciéndoselo.
Él le colocó el pelo detrás de los hombros para verle la cara sin obstáculos.
—¿Por qué no lo guardas tú en tu casa? —propuso.
Julia se puso tensa y dio un paso atrás.
Paul la vio agachar la cabeza y morderse el labio inferior y se preguntó qué había hecho mal. ¿No debería haberla tocado? ¿Estaba preocupada por si Emerson encontraba el CD en su casa?
—¿Julia? Lo siento —se disculpó en voz baja, sin hacer ningún movimiento—. ¿Qué he hecho mal?
—No, no, nada —lo tranquilizó ella, mirándolo nerviosa y dejando el CD en su sitio—. Me encanta el Réquiem de Mozart y «Lacrimosa» es mi parte favorita. No sabía que a él también le gustaba. Me ha... sorprendido.
—Tómalo prestado. —Paul se lo volvió a dar—. Si Emerson pregunta, le diré que lo tengo en mi casa. Llévatelo el fin de semana, lo cargas en el iPod y lo devuelves el lunes.
Julia se quedó mirando el CD.
—No sé...
—Hace una semana que lo tengo y no ha preguntado por él. Tal vez esté de mejor humor. Empezó a escucharlo cuando regresó de Filadelfia. No sé por qué.
Impulsivamente, ella se lo guardó en su maltrecha mochila.
—Gracias.
—Por ti lo que sea, Julia —replicó él, sonriendo.
Habría querido darle la mano. O, al menos, apretársela durante un instante, pero era asustadiza, así que se reprimió y se mantuvo a distancia mientras volvían al pasillo y le seguía enseñando la biblioteca.
—El Festival de Cine de Toronto es este fin de semana. Tengo
una entrada doble para ver varias películas el sábado. ¿Te gustaría acompañarme? —le propuso, tratando de no parecer nervioso mientras se acercaban a los ascensores.
—¿Qué películas?
—Una es francesa y la otra alemana. Yo prefiero el cine europeo —reconoció con una tímida sonrisa—, aunque podría cambiarlas por otras entradas para ver algo más local...
Julia negó con la cabeza.
—A mí también me gustan las películas europeas. Siempre y cuando estén subtituladas. Tengo escasas nociones de francés y en alemán sólo conozco palabrotas.
Paul apretó el botón de la planta baja y se volvió para mirarla con curiosidad.
—¿Sabes palabrotas en alemán? —le preguntó con una sonrisa traviesa—. ¿Cómo es eso?
—En la universidad, vivía en la residencia internacional y una de las estudiantes de intercambio era de Frankfurt. Siempre estaba diciendo palabrotas. Al final de aquel curso, todas las alumnas decíamos palabrotas en alemán. Cosas de las residencias de estudiantes, ya sabes —dijo, ruborizándose un poco y arrastrando un pie calzado con una zapatilla deportiva de un lado a otro.
Paul era un alumno de doctorado, así que lo más seguro era que hubiera estudiado francés y alemán. Probablemente se burlaría de su falta de conocimientos, como había hecho Christa en el primer seminario. Esperó en tensión un comentario burlón, pero no llegó.
El chico sonrió mientras le aguantaba la puerta del ascensor para que saliera.
—Mi alemán es espantoso. Tal vez podrías enseñarme unas cuantas palabrotas. Sería una gran mejora.
Ella le devolvió la sonrisa, esta vez más relajada.
—¿Por qué no? Me encantará acompañarte al cine el sábado. Gracias por invitarme.
—De nada.
Paul estaba muy contento. La encantadora Julia lo acompañaría al festival de cine y después irían a cenar. Todavía no la había llevado nunca a su restaurante hindú favorito. Aunque también podrían ir esa misma noche y después del cine a un restaurante chino. Luego la llevaría a Greg’s para que probara el helado casero. Y una vez allí, la invitaría a acompañarlo a la Galería de Arte de Ontario el siguiente fin de semana, para ver la remodelación que había hecho Frank Gehry.
Mientras seguían la visita, Paul se recordó que debía ser paciente. Muy paciente. Y muy cauteloso cada vez que alargara la mano para ofrecerle una zanahoria o para acariciarle el suave pelaje. Si no, el Conejito se asustaría y no tendría la oportunidad de ayudarlo a convertirse en un ser real.
A la mañana siguiente, Julia estaba sentada en su estrecha cama, trabajando en su propuesta de proyecto con su viejo ordenador portátil y escuchando a Mozart. Los gustos musicales del profesor Emerson la sorprendían bastante. ¿Cómo le podía gustar aquella música a alguien que escuchaba a los Nine Inch Nails? ¿Habría escuchado el Réquiem sólo como homenaje a Grace? ¿O tendría alguna otra razón para torturarse con la misma pieza deprimente una y otra vez?
Cerró los ojos y se concentró en las palabras de «Lacrimosa», cantada a todo pulmón por el coro, en latín:
Día de llanto, en el que de las cenizas resurgirá el culpable para ser juzgado. Ten piedad, oh, Dios, de ese hombre. Ten piedad, Oh, Señor, de él. Señor Jesús, tú que tienes piedad de todos, Otórgale el descanso eterno. Compasivo Señor Jesús, otórgale el descanso. Amén.
«¿Qué problema tiene Gabriel que necesita escucharlo una y otra vez? ¿Y yo? ¿Por qué me siento más cerca de él oyendo esta música? Lo único que he hecho ha sido sustituir su foto por este CD. Estoy enferma. Menos mal que, al menos, no duermo con el CD debajo de la almohada.»
Julia sacudió la cabeza y trató de concentrarse en el proyecto. Para librarse de la melancolía de la pieza, pensó en Paul y en las actividades del día anterior.
Se había mostrado muy servicial. Aparte de darle una llave del despacho de El Profesor, le había ofrecido consejos sobre cómo estructurar el proyecto. Y la había hecho reír más de una vez. Hacía tiempo que no se reía tanto. Era todo un caballero. Le abría las
puertas y llevaba su fea y pesada mochila. Era tan amable y educado que era imposible que no le gustara. Resultaba agradable estar con alguien guapo y dulce al mismo tiempo. Era una combinación que se encontraba con poca frecuencia y que muchas veces no era valorada. Le estaba muy agradecida por sus consejos. ¿Quién mejor que Virgilio, que había guiado a Dante en el Infierno, para guiarla a ella en su proyecto?
Quería que su propuesta impresionara al profesor Emerson; que se diera cuenta de que era una estudiante capaz, inteligente. Aunque sabía que probablemente él estaría en desacuerdo con ambos calificativos, sin importarle la opinión del catedrático Matthews de Harvard. Y mentiría si dijera que no estaba tratando de manera subliminal de que Emerson se acordara de ella.
Se preguntó qué sería peor, ¿que Gabriel la hubiera olvidado o que se hubiera convertido en el profesor Emerson? La segunda opción la ponía enferma, así que la descartó rápidamente. Era preferible que la hubiera olvidado pero siguiera siendo el hombre dulce y tierno que la había besado en el viejo huerto de los manzanos, a que la recordara convertido en el profesor Emerson, con todos los vicios y defectos de éste.
El proyecto de tesis de Julia era sencillo. Pretendía comparar el amor cortesano propio de la casta relación entre Dante y Beatriz y la lujuria apasionada de los adúlteros Paolo y Francesca, los dos personajes que Dante sitúa en el círculo de la lujuria en el Infierno. Julia quería abordar las virtudes y defectos de la castidad, un tema por el que sentía un gran interés, y compararla con el erotismo subliminal de La Divina Comedia.
Mientras trabajaba en su propuesta, se encontró con que la vista se le dirigía alternativamente al cuadro de Holiday y a una postal que mostraba la escultura de Rodin El beso. Rodin había esculpido a Paolo y Francesca de tal manera que sus labios no llegaban a tocarse, pero la escultura era sensual y erótica. Julia no había comprado una réplica de la escultura porque la excitaba demasiado. Y, al mismo tiempo, le rompía el corazón.
Se había conformado con una postal pegada a la pared con cinta adhesiva.
Sabía el francés justo para desenvolverse sin problemas en una boulangerie y en una fromagerie, pero su nivel básico del idioma le permitía darse cuenta de que buena parte del poder subversivo de la escultura de Rodin estaba en su título, Le baiser. Porque, en francés,
baiser podía aplicarse tanto a un inocente beso, como a un acto tan poco inocente como follar. Uno podía decir baiser y referirse a un beso, pero si alguien decía baise-moi, estaba rogando que lo follaran. La inocencia y el ruego estaban reflejados en el abrazo de los amantes cuyos labios no llegaban a tocarse: inmovilizados juntos, pero separados por toda la eternidad. Julia quería liberarlos de su abrazo congelado y, secretamente, deseaba que su proyecto le permitiera hacerlo.
A lo largo de los años, se había permitido pensar de vez en cuando en el episodio del viejo huerto de casa de los Clark y revivir aquel primer beso de Gabriel y algunas de las cosas que vinieron después. Pero casi siempre era en sueños. No solía pensar nunca en la mañana siguiente, cuando se despertó llorando, aterrorizada. Ésa era una evocación en extremo dolorosa. El recuerdo de esa traición sólo la visitaba en sus pesadillas, demasiado a menudo para su gusto. Y también era la causa de que nunca hubiera tratado de ponerse en contacto con él.
Justo entonces sonó su móvil.
—Hola, soy Rachel, ¿tienes planes para esta noche?
Julia oyó a Gabriel al fondo, refunfuñando.
Inmediatamente apretó el botón de mute en el ordenador para silenciar a Mozart. Esperó unos instantes para asegurarse de que él no lo había oído.
—¿Julia? ¿Sigues ahí?
—Sí, aquí estoy.
Por el sonido de la voz de Gabriel, fue incapaz de distinguir si estaba enfadado o sólo protestaba. Cualquiera de los dos comportamientos era normal en él.
—¿Qué te pasa? ¿Te encuentras bien?
—Sí, perfectamente. Ejem, no, no tengo planes para esta noche —respondió finalmente, cuando se convenció de que Gabriel no había oído el CD.
—Bien, porque quiero ir a una discoteca.
—Oh, venga ya. Sabes que odio esos sitios. No sé bailar y la música siempre está demasiado alta.
Rachel se rió con ganas.
—Es gracioso que digas eso. Gabriel acaba de decir prácticamente lo mismo. Aunque él no reconoce que no sabe bailar. Dice simplemente que no quiere.
Julia se incorporó en la cama.
—¿Tu hermano vendría con nosotras?
—Vuelvo a casa dentro de dos días. Va a llevarme a cenar a un buen restaurante y luego quiero ir a una discoteca. No está encantado con la idea, pero tampoco se ha negado en redondo. Me gustaría que te reunieras con nosotros después de cenar. ¿Qué te parece?
Ella cerró los ojos.
—Me encantaría, Rachel, pero no tengo nada que ponerme. Lo siento.
Su amiga se echó a reír.
—Ponte un vestidito negro. Algo sencillo. Estoy segura de que tienes algo que puedas llevar.
En ese instante llamaron a la puerta.
—Un momento, Rachel, alguien está llamando.
Julia vio que había un repartidor frente a la puerta de su casa y le abrió.
—¿Sí?
—Traigo un paquete para Julia Mitchell. ¿Es usted?
Ella asintió y firmó el recibo de lo que resultó ser una caja rectangular muy grande.
—Gracias —murmuró, poniéndose la caja debajo del brazo y recolocándose el teléfono en la oreja—. Rachel, ¿sigues ahí?
Le pareció que su amiga se seguía riendo.
—Sí. ¿Quién era?
—Un paquete para mí.
—Ajá. ¿Y qué hay dentro?
—No lo sé, pero es una caja muy grande.
—¿A qué esperas? Ábrela.
Julia cerró la puerta del apartamento y dejó la caja en la cama, sujetando el teléfono entre la oreja y el hombro para poder seguir hablando mientras abría el paquete.
—Tiene una etiqueta. Pone... Holt Renfrew. ¿Quién me enviará un regalo? ¡Rachel! ¡No me digas que has sido tú!
Julia oyó sus carcajadas al otro lado del teléfono.
Al abrir la caja, vio un precioso vestido de cóctel lila con un solo tirante formado por tiras de tela entrecruzadas. No reconoció la marca, Badgley Mischka, pero era uno de los vestidos más femeninos que había visto nunca.
En un extremo de la caja, al lado del vestido, encontró una caja de zapatos con un par de Christian Louboutins de piel negra. Se quedó mirando las suelas rojas y los altísimos tacones con
incredulidad. Los zapatos tenían un bonito lazo de terciopelo en la punta y Julia era muy consciente de que costaban el alquiler de un mes por lo menos. Casi oculto en otro rincón de la caja, vio un bolso pequeño, adornado con cuentas.
Por un momento, se sintió como Cenicienta.
—¿Te gusta? —preguntó Rachel, insegura—. La dependienta se encargó de elegirlo. Yo sólo le dije que te enviara un vestido lila.
—Es precioso, Rachel. Todo. Un momento, ¿cómo sabías mi talla?
—No estaba segura, pero no me pareció que hubieras aumentado de peso. De todos modos, será mejor que te lo pruebes.
—Pero es demasiado. Sólo los zapatos ya... No puedo aceptarlo.
—Julia, por favor, estoy tan contenta de que volvamos a ser amigas... Aparte de encontrarme contigo y de visitar a Gabriel, no me ha pasado nada bueno desde que mi madre se puso enferma. Por favor, no me quites esta alegría.
«Caramba. Rachel sabe cómo hacer que alguien se sienta culpable.»
Julia respiró hondo.
—No sé...
—No lo he pagado con mi dinero. Es dinero de la familia. Cuando mamá murió... —Dejó la frase a medias, esperando que su amiga sacara sus propias y erróneas conclusiones.
Y eso fue exactamente lo que pasó.
—A tu madre le habría gustado que te gastaras el dinero en ti.
—A ella le gustaba que todos sus seres queridos fueran felices y tú te contabas entre ellos. No tuvo demasiadas oportunidades de malcriarte después de... de lo que pasó. Estoy segura de que en este momento nos está viendo y está sonriendo. Hazlo por mí. Hazla feliz a ella, Julia.
Rachel notó que su amiga estaba a punto de llorar y empezó a sentirse mal por ser tan manipuladora.
Gabriel, que no tenía ganas de llorar ni se sentía culpable, sólo esperaba a que acabaran de hablar de una vez para poder usar su teléfono.
—¿Puedo pagar una parte? ¿Puedo pagarte los zapatos... poco a poco?
Gabriel debió de oírla, porque se lo oyó maldecir. No paraba de refunfuñar. Decía algo sobre un ratón y una iglesia.
—Gabriel, déjame a mí —dijo Rachel.
Julia oía fragmentos de la discusión entre los hermanos.
—Si eso es lo que quieres, así lo haremos. Gabriel, cállate. Pero es nuestra última noche juntas y quiero que vengas. Así que cámbiate y ven con nosotros. Ya hablaremos de dinero más tarde. Mucho más tarde. Cuando esté en Filadelfia, viviendo a cargo del Estado.
Julia suspiró y elevó una oración de gracias a Grace, que siempre se había portado muy bien con ella.
—Gracias, Rachel. Te debo una. Otra vez.
—¡Gabriel! ¡Julia va a venir! —gritó su amiga.
Ella se apartó el teléfono de la oreja para no quedarse sorda con sus gritos.
—Pasaremos a buscarte por tu casa hacia las nueve. Gabriel dice que ya conoce el camino.
—Es bastante tarde. ¿Estás segura?
—¡Oh, vamos, por favor! Gabriel ha elegido la discoteca. Dice que no abren hasta las nueve, así que, de hecho, seremos de los primeros. Mientras te arreglas, el tiempo se te pasará volando. ¡Estarás impresionante!
Con esas entusiastas palabras, Julia colgó el teléfono y empezó a admirar su precioso vestido nuevo. Rachel había heredado de su madre su carácter generoso y caritativo. Era una lástima que parte de ese carácter no se le hubiera pegado a Gabriel.
Se preguntó si sería capaz de bailar subida a aquellos zapatos, tan seductores como peligrosos. Y se planteó la excitante pero levemente amenazadora posibilidad de bailar con cierto profesor.
«Pero a Rachel le ha dicho que no baila. ¡Qué raro!»
En un momento de inspiración, se dirigió a la cómoda y abrió el cajón de la lencería. Sin mirar la foto que tenía escondida al fondo del mismo, eligió un pequeño y sugerente trozo de tela que había que ser muy caritativo para calificar de ropa interior. El término era adecuado porque iba a llevarlo debajo del vestido, no porque pudiera considerarse «ropa».
Julia sostuvo el tanga en la palma de la mano —tan pequeño era—, meditando como si estuviera ante una imagen de Buda. Finalmente decidió ponérselo. Como si de un talismán se tratara, esperaba que le diera el valor que necesitaba para hacer lo que tenía que hacer. Lo que quería hacer. Que era recordarle a Dante a lo que había renunciado al abandonarla.
No más «Lacrimosa» para Beatriz.



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