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El infierno de Gabriel - Cap.13 y 14

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A la mañana siguiente, Julia aún no había decidido qué hacer respecto a la beca. No quería obrar precipitadamente. Tenía miedo de que la generosidad de Gabriel quedara al descubierto. Sabía que en la administración universitaria había mentes desconfiadas que no dudarían en atacarlo.
Y también debía de ir con mucha cautela por su propio bien. Cualquier paso en falso podía hacerla quedar como lo que no era. No quería que nadie la viera como otra cosa que una estudiante seria y responsable. Por eso no se atrevía a dirigirse al director del departamento y rechazar la beca. Entre otras cosas, una beca siempre quedaba bien en un currículum. Y se suponía que para un estudiante serio, el currículum era más importante que el orgullo personal.
Hablando en términos clásicos, la señorita Mitchell se encontraba entre la Escila de proteger tanto a Gabriel como a sí misma y la Caribdis de su orgullo. Por desgracia para este último, rechazar la beca era peligroso. Y para huir del peligro lo único que tenía que hacer era aceptar el dinero. No le gustaba. No le gustaba nada. Especialmente después de haber aceptado ya el vestido y los zapatos de Rachel y de la maniobra no tan secreta de Gabriel para reemplazar su vieja mochila.
No le había comentado que había enviado ésta a L. L. Bean y que estaba esperando que se la cambiaran por una nueva. Y que, cuando la recibiera, tenía previsto usarla, aunque sólo fuera para reafirmar su independencia.
El viernes por la tarde, sin poder resistir más la curiosidad, le envió un mensaje de texto a Rachel contándole lo de la fundación y la beca y preguntándole si sabía quién era M. P. Emerson.
Rachel le respondió casi inmediatamente:
¿Qué dices que hizo G? Nunca había oído hablar de esa fundación. Ni de MPE. Podría ser su madre biológica. O su abuela.
TQM, R.
P. D.: A dice hola y gracias
Julia leyó el mensaje varias veces. Le pareció que lo que tenía más sentido era que fuera su abuela. Dudaba que le hubiera puesto a
la beca el nombre de alguien a quien odiaba. Y estaba segura de que seguía odiando a su madre biológica.
Aunque también podía ser que Gabriel le ocultara cosas a Rachel, igual que se las ocultaba al resto del mundo. Tras un par de chupitos de tequila para infundirse valor, le envió otro mensaje a su amiga preguntándole si Gabriel tenía novia en Toronto, para ver si ésta sabía algo de la beca. La respuesta le llegó en seguida, pero en la bandeja de entrada del correo electrónico:
¡Julia!
Te escribo por aquí, porque los botones del teléfono son muy pequeños. Gabriel NUNCA ha tenido novia. Nunca trajo a nadie a casa para presentársela a papá y mamá, ni siquiera en el instituto. Una vez, Scott lo acusó de ser gay, pero su radar no funciona para esas cosas.
¿No viste su apartamento? ¿No viste las fotos de su dormitorio? ¿Las viste? Vamos, seguro que no tiene novia. Sólo amigas para follar. Aunque, cuando se lo pregunté, reaccionó de manera extraña. Tiene treinta y tres años, por el amor de Dios. ¡Ya no tiene edad para ir de ligón!
¿Estás segura de que no se ha inventado a ese M. P. Emerson? Se lo preguntaré a Scott y te diré algo. No quiero molestar a mi padre. Sigue estando muy mal.
Aaron y yo vamos de camino a las islas de la Reina Carlota. Pasaremos allí dos semanas en una cabaña de madera, sin Internet ni teléfonos móviles. Los dos solos. Paz, tranquilidad y un jacuzzi al aire libre.
Por favor, no permitas que Gabriel caiga en el abismo hasta mi regreso.
Te quiere, R.
P. D.: Aaron quiere saludarte personalmente. Aquí tienes, cariño.
Hola, Julia, soy Aaron.
Gracias por cuidar tan bien de mi prometida en Canadá. Volvió muy cambiada y sé que no debo agradecérselo a Gabriel.
Te echamos mucho de menos en el funeral. Ojalá podamos vernos en Acción de Gracias. Si no pensabas venir, ¿podrías reconsiderarlo? Será duro este año, sin Grace. Richard —y Rachel— necesitan tener a toda la familia cerca y eso te incluye a ti.
Tengo puntos de mi compañía aérea. Podría enviarte un billete.
Piénsalo.
Te quiero, niñita,
Aaron
Julia se secó una lágrima ante su dulzura y al verlo feliz y aliviado porque su prometida y él seguían juntos y muy enamorados. Julia daría cualquier cosa por ser amada de esa manera.
Se preguntó por qué la amable oferta de Aaron no le había parecido caridad. Se estaba planteando seriamente aceptarla. Pensó en Grace. Ella tenía razón. Cuando no hay contrapartidas y un regalo se ofrece de corazón, no hay nada vergonzoso en aceptarlo. Si aceptaba el billete de avión ofrecido por Aaron, podría estar presente en la primera cena de Acción de Gracias tras la muerte de Grace y devolver la beca.
Al pensar en Grace, se preguntó si sería útil rogarle a ésta tanto por ella como por Gabriel. Grace era una auténtica santa, una madre celestial que sin duda enviaría ayuda a sus hijos. Mientras santa Lucía estaba de vacaciones con su amado Aaron, Julia dirigió su atención a los cielos y le pidió a Grace que intercediera por las vidas de todos ellos y encendió una vela en su memoria en la ventana de su pequeño estudio, aquella fría noche de viernes. Antes de meterse en la cama con su conejito de peluche, decidió aceptar el regalo de Aaron como prueba de su nueva actitud hacia la caridad y su capacidad de tragarse el orgullo cuando era necesario. Lo que significaba que su pecado capital no era tan capital.
En ausencia de Paul, Julia se encontró con que el sábado se le hacía muy largo y acabó yendo a trabajar en su propuesta de proyecto al despacho de El Profesor en la biblioteca. Parte de ella deseaba que Gabriel volviera a sorprenderla allí, pero no sucedió. Recordó sus palabras de despedida: «Nos veremos el miércoles... si sigo aquí».
A pesar de lo que Rachel le había dicho, era muy posible que tuviera novia. Recordó que le había asignado a la tal Paulina el tono de llamada de las campanadas de Big Ben. ¿Viviría en Londres? ¿Sería inglesa? ¿O tendría alguna relación con el repique de las campanas? Buscó la historia del Big Ben en la Wikipedia, pero no encontró nada particularmente revelador. (Lo que suele suceder muchas veces con Wikipedia.)
Julia no era tan inocente como Gabriel pensaba. Sabía que él no era virgen. Ya no lo era cuando lo conoció. Pero una cosa era saberlo y otra que te lo restregaran por la cara.
Pensó en él y Paulina, o en él y cualquier otra chica sin rostro, piel con piel, entrelazados. Se lo imaginó besándola en los labios, explorando su cuerpo con la boca, las manos, los ojos. Vio a Gabriel dando y recibiendo placer físico de una rubia alta y perfecta. Se lo imaginó en éxtasis, gritando el nombre de la chica y mirándola a los ojos mientras alcanzaba el clímax. Pensó en él convirtiéndose en un solo ser con otra alma, perteneciendo a otra mujer. Esa mujer, ¿lo amaría? ¿Sería amable con él? ¿Querría que se convirtiera en mejor persona o sólo desearía disfrutar de su cuerpo, su pasión, su naturaleza animal? ¿Le importaría si detrás de sus preciosos ojos azules se escondía el alma de un hombre herido, desaparecido, necesitado de redención y de cura? ¿O procuraría arrastrarlo aún más hacia las profundidades, atrayéndolo con su cuerpo y con sus largas uñas?
La sola idea de Gabriel llevándose a otra mujer, a cualquier mujer, a su cama —ya no digamos a su alma— le resultaba muy dolorosa. Pero la idea de que esa mujer calentara su cama más de una noche era absolutamente devastadora. Porque Julia llevaba toda la vida queriendo ser ella.
A pesar de sus ideas tristes y sórdidas no era capaz de quitarse el jersey verde de cachemira. Se lo llevó puesto a la biblioteca y pasó las horas envuelta en su calor y en el aroma de Gabriel. Se temía que eso iba a ser lo más cerca que conseguiría estar de él.
Olvidándose por un tiempo del CD de Paul, se puso a escuchar a Yael Naim. Le encantaba la canción Far Far, aunque no tenía ni idea de si la letra era adecuada a su situación. Julia se había pasado casi toda la vida esperando que le pasara algo bueno, guardándose sueños y esperanzas muy dentro del alma. Pero pronto llegaría el día en que tendría que encargarse personalmente de que esas cosas buenas sucedieran.
La música era suave y relajante y le permitió avanzar mucho en la propuesta hasta la hora de cierre de la biblioteca.
Al salir, se puso los auriculares y pasó de largo el carrito de los perritos calientes, decidiéndose por una cena líquida. Se compró un smoothie de mango, el más grande, y regresó a casa andando, bebiendo y pensando. Como iba distraída preguntándose dónde estaría Gabriel y qué andaría haciendo, casi no vio a Ethan, que la saludó al pasar ella junto a la larga cola de gente que aguardaba para entrar en Lobby.
—Hola, Ethan —lo saludó, quitándose los auriculares.
Él le hizo un gesto para que se acercara.
—Hola, Julia. Gracias otra vez por ayudarme a escribirle a Rafaela. Le encantó. —Si Ethan hubiera sido capaz de ruborizarse, lo habría hecho en ese momento. Sonrió con los ojos brillantes—. Me está enseñando italiano.
Ella se echó a reír, encantada de verlo tan feliz.
—¿Cómo van las cosas? Mucha gente, ¿eh? —comentó, señalando la cola.
—Ahora dejaré entrar a unos cuantos más, pero antes tengo que sacar a alguien.
—Vaya, eso suena amenazador.
Ethan negó con la cabeza.
—Tu amigo está dentro. Nunca lo había visto tan borracho. El camarero se niega a seguir sirviéndole copas y eso significa que tengo que sacarlo a la fuerza y meterlo en un taxi.
Julia alzó mucho las cejas.
«¿Gabriel está aquí? ¿Y Paulina?»
—Lo he intentado solo y casi me ha dado un puñetazo. Estoy esperando que alguien me sustituya aquí para ir a buscarlo, pero voy a necesitar refuerzos. A no ser que me ayudes tú —dijo, mirándola con admiración—. Creo que podrías convencerlo de que salga voluntariamente.
Ella negó con la cabeza con brusquedad.
—¿Estás de broma? No me haría ningún caso. Ni siquiera somos amigos.
—No es ésa la impresión que me dio, pero no pasa nada. Lo entiendo. —Se encogió de hombros y miró la hora.
Julia bebió un poco más de smoothie y se acordó de la promesa que le había hecho a Rachel. Se preguntó si ése sería uno de esos casos en que estaba moralmente obligada a intervenir.
«¿Y si no hago nada y Gabriel acaba en la cárcel? Él se ha esforzado por ser amable conmigo esta semana. No puedo ignorarlo. Me traería mal karma.»
—Ejem, bueno, puedo intentarlo. A ver si quiere salir por las buenas —dijo, no muy convencida—. No me gustaría que acabara detenido.
—A mí tampoco. Nos gusta que nuestros vips estén contentos. Pero no ha parado de beber un whisky doble tras otro desde que ha llegado. No podemos seguir sirviéndole más. Tal vez a ti te escuche. Lo que tiene que hacer es irse a casa a dormirla.
Ethan apartó el cordón de terciopelo para que pasara.
—No voy vestida para entrar ahí —se excusó Julia, mirándose las zapatillas deportivas, los vaqueros rotos y el jersey de Gabriel, que olía de manera deliciosa, pero que le quedaba demasiado grande.
—Vas bien, pero escucha, si está demasiado borracho y no te ves capaz de tratar con él, vuelve en seguida. No es fácil de controlar cuando ha bebido tanto.
Julia sabía de lo que era capaz Gabriel cuando estaba borracho, pero se recordó que con ella había sido muy dulce aquella noche, años atrás.
Entró en el club esperando que nadie la reconociera. Se deshizo la coleta y se tapó la cara con el pelo, usándolo como un velo para mantenerse a salvo de miradas curiosas. Elevó una oración desesperada a los dioses de las coctelerías y bares de copas para que mantuvieran a distancia a Brad Curtis, MBA, vicepresidente de mercados de capitales. No quería que la viera vestida así. Se abrochó los botones de su chaquetón verde militar porque no quería que Gabriel descubriera que seguía llevando su jersey.
No le costó mucho localizarlo. Estaba sentado en el bar, charlando con una atractiva morena que quedaba de espaldas a Julia. Gabriel no estaba mirando a la mujer que tenía una mano enredada en su pelo y que lo estaba atrayendo hacia ella por la corbata, sino el vaso vacío. No parecía contento, pero eso probablemente tuviese más que ver con el estado de su copa que con otras cosas.
Desde su observatorio privilegiado, a varios metros de distancia, vio que la Emerson adicta, que prácticamente estaba sentada en su regazo y metiéndole los pechos en la cara, no era otra que Christa Peterson. Mierda. ¿Pensaría llevársela Gabriel a casa?
Julia supo que, en ese momento, la única que podía cuidar de él era ella. Si Gabriel se acostaba con Christa no sólo estaría violando la política de no confraternización y poniendo su carrera académica en peligro, sino que se vería envuelto en una incómoda relación con la joven que esperaba convertirse en la señora Emerson. Y no podía olvidar que era muy posible que Christa estuviera tratando de seducirlo para vengarse de cómo Gabriel la había tratado en el Starbucks por defenderla a ella.
Fuera por lo que fuese, no podía permitir que su compañera siguiera adelante con sus planes de seducción.
«Las manos fuera de mi tesoro, Gollum.»
Volviéndose, salió en busca de Ethan y le susurró al oído:
—Necesito tu ayuda. Está con una chica a la que no le conviene llevarse a casa, porque es una de sus alumnas. Necesito separarlo de ella antes de meterlo en el taxi.
—Yo no puedo meterme en eso —contestó Ethan encogiéndose de hombros—. Es asunto suyo.
—¿Y si el camarero le tira una copa encima y la envía al cuarto de baño? Entonces yo podría convencer a Gabriel para que salga del local.
—¿Crees que podrás hacerlo?
Julia parpadeó unos instantes.
—No lo sé, pero seguro que me será más fácil si logramos separarlos. No creo que él sea capaz de formar pensamientos coherentes con esas tetas de plástico en la cara.
«Oh, dioses de las estudiantes de tesis que se están esforzando mucho por proteger a un amigo, ayudadme a mantener apartada a esa puta de su polla. Por favor.»
Ethan se echó a reír.
—Parece una película de intriga. De acuerdo, seguro que el camarero nos ayuda. Tiene sentido del humor. Si Emerson se pone difícil, dile que me llame. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Ethan hizo una llamada y momentos después le indicó a Julia que ya podía acercarse a Gabriel. Respirando hondo, ella enderezó la espalda y volvió junto a él. Algo le había hecho mucha gracia, porque estaba riéndose a carcajadas, con la cabeza echada hacia atrás y sujetándose el estómago con las manos.
Julia tuvo que admitir que todavía estaba más guapo cuando se reía. Llevaba una elegante camisa de un tono verde pálido, con los dos botones superiores desabrochados, lo que dejaba a la vista un poco de vello, que asomaba como briznas de hierba bajo el manto blanco inmaculado de su camiseta. Por suerte, había abandonado la moda de los años cincuenta y se había quitado la pajarita. Llevaba una corbata de seda negra con rayas también negras, que le colgaba del cuello suelta; unos pantalones de vestir negros, bastante ajustados, y unos zapatos asimismo negros brillantes y acabados en punta.
En resumen, El Profesor estaba bebido, pero iba impecable.
—¿Profesor?
Él dejó de reír en seco y se volvió hacia Julia. Al verla, le dedicó una amplia sonrisa. Parecía contento de verla. Demasiado contento.
—Señorita Mitchell, ¿a qué debo este inesperado placer? —Le
cogió la mano y se la llevó a los labios, donde la retuvo demasiado tiempo.
Julia frunció el cejo. La verdad era que no parecía bebido, pero estaba comportándose de un modo extraño, demasiado amistoso, seductor incluso, sin duda a causa del alcohol. (O eso o había recibido un trasplante de personalidad de alguien encantador, pongamos por caso, Daniel Craig.)
—¿Podrías ayudarme a conseguir un taxi? Tengo que volver a casa —dijo ella y retiró la mano mientras disimulaba una mueca por lo absurdo de su excusa.
—Por ti haría cualquier cosa, señorita Mitchell. Y lo digo en serio. ¿Puedo invitarte a una copa antes? —preguntó sonriendo, mientras se sacaba un fajo de billetes del bolsillo y se los daba al camarero.
—No, gracias, ya tengo una —respondió Julia, sacudiendo el smoothie bajo la nariz de Gabriel.
El camarero miró con escepticismo el estridente vaso de polietileno, pero se limitó a cobrar sin hacer comentarios.
—¿Por qué estás bebiendo eso? ¿Marida bien con el cuscús? —Gabriel volvió a reír, pero al ver que Julia se mordía el labio inferior, se detuvo en seco.
Algo bruscamente, le pasó el pulgar por el labio para que dejara de mordérselo.
—Para. No quiero que te hagas sangre. —Y sujetándole la cara con las manos, le acercó la suya. Estaban muy cerca. Demasiado cerca—. Lo del cuscús era una broma.
Julia aún estaba recuperándose de la impresión de haber tenido el pulgar de Gabriel entre los labios.
—Supongo que no ha tenido gracia. No es divertido reírse de la pobreza de la gente. Y tú eres una niñita muy dulce.
Ella apretó los dientes, preguntándose cuánto tiempo iba a aguantar aquella actitud condescendiente antes de largarse y dejarlos —a él y a su polla— en las garras de Christa.
—Profesor, yo...
—Estaba hablando con alguien. La conoces. Es una auténtica zorra. —La mirada embriagada de Gabriel barrió la sala antes de volver a centrarse en ella—. Se ha largado. Me alegro, es una bruja.
Julia asintió. Y sonrió.
—Te miró como si fueras basura, pero yo la puse en su sitio. Si vuelve a molestarte, la expulsaré. Todo irá bien, ya lo verás.
Volvió a acercar su cara a la de ella y se pasó la lengua por sus
labios perfectos muy lentamente.
—No deberías estar en un sitio como éste. Ya deberías estar durmiendo en tu camita lila, enroscada como un gatito. Un precioso gatito con grandes ojos castaños. Me encantaría acariciarte.
Julia levantó las cejas.
«¿De dónde saca esas ideas?»
—Ejem, sí, es verdad. Tengo que irme a casa ahora mismo. ¿Sales conmigo y me ayudas a parar un taxi? ¿Por favor, profesor? —Señaló hacia la salida, tratando de mantener una prudente distancia entre los dos.
Él cogió su gabardina inmediatamente.
—Lo siento. El jueves tuviste que volver sola. No volverá a ocurrir. Vamos, te llevaré a casa, gatita.
Le ofreció el brazo a la manera tradicional y Julia se cogió de él, preguntándose quién guiaba a quién. Al llegar a la calle, Ethan los estaba esperando con un taxi. Al verlos acercarse, les abrió la puerta trasera.
—Señorita Mitchell —susurró Gabriel, apoyándole una mano en la parte baja de la espalda.
—Pensándolo mejor, creo que iré andando —contestó ella, tratando de alejarse.
Pero él insistió, igual que Ethan, éste probablemente porque quería librarse de ellos antes de que Gabriel decidiera que quería seguir bebiendo y lo derribara de un puñetazo. No deseando causarle problemas a Ethan y para huir de Christa, ese Gollum que podía aparecer en cualquier momento reclamando su tesoro, Julia se metió en el taxi y se deslizó por el asiento hasta el extremo opuesto.
Gabriel entró tras ella. Julia trató de no respirar por la nariz para no embriagarse con los efluvios de todo el whisky escocés que había consumido. Ethan le dio un billete al taxista y cerró la puerta del taxi, despidiéndose de Julia con la mano.
—Al edificio Manulife —indicó Gabriel.
Ella estaba a punto de corregirlo y dar su dirección, cuando él la interrumpió:
—No has venido a Lobby a beber.
Sus ojos, que la estaban examinando de arriba abajo, se detuvieron en sus rodillas, que asomaban bajo los rotos del pantalón.
—Mala suerte. Estaba en el lugar inadecuado en un momento inoportuno.
—No lo creo —susurró él, con una sonrisita en los labios—. Creo
que tienes muy buena suerte. Y ahora que te he encontrado, yo también la tengo.
Julia suspiró. Era tarde para decirle al taxista que dieran la vuelta. Ya estaban circulando en dirección contraria. Iba a tener que asegurarse de que El Profesor llegaba a casa sano y salvo y después volver a su apartamento andando. Negando con la cabeza, dio un largo sorbo al smoothie.
—¿Me estabas espiando? —preguntó él, mirándola con desconfianza—. ¿Te pidió Rachel que lo hicieras?
—Claro que no. Volvía a casa de la biblioteca y te he visto por la ventana.
—¿Me has visto y has decidido entrar a hablar conmigo? —preguntó Gabriel, sorprendido.
—Sí —mintió Julia.
—¿Por qué?
—Sólo conozco a dos personas en Toronto. Tú eres una de ellas.
—Es una pena. Supongo que la otra es Paul.
Ella lo miró de reojo, pero no respondió.
—Follaángeles.
Julia frunció el cejo.
—¿Por qué lo llamas así?
—Porque eso es lo que es. O, para ser más exactos, lo que quiere ser. Pero tendrá que pasar por encima de mi cadáver. Ya puedes decírselo. Dile que si quiere follarse al ángel, que se atenga a las consecuencias.
Ella alzó una ceja ante su comportamiento medieval y su lenguaje procaz. Lo había visto borracho anteriormente, por supuesto, y sabía que en esos momentos alternaba episodios de absoluta lucidez y otros de completa locura.
«¿Y cómo se las arregla uno para follar con un ángel? Los ángeles son criaturas inmateriales, espirituales. ¡No tienen genitales, Gabriel! Eres un especialista en Dante, pero estás chalado.»
No tardaron mucho en llegar al bloque de pisos. Cuando el taxi se detuvo, ambos salieron a la vez. El apartamento de Julia no estaba lejos, a unas cuatro manzanas, y no tenía dinero para un taxi, así que se despidió de Gabriel con una sonrisa, le deseó buenas noches y se volvió, dándose una figurada palmadita en la espalda de parte de Rachel. Luego el smoothie y ella iniciaron la caminata de vuelta a su apartamento.
—He perdido las llaves —le llegó la voz de Gabriel, que se estaba cacheando, apoyado precariamente en una palmera de plástico—. Pero ¡he encontrado las gafas! —Le mostró su montura negra de Prada.
Julia cerró los ojos y respiró hondo. Quería dejarlo e irse. Quería delegar la responsabilidad de su bienestar en otro buen samaritano, a ser posible algún vagabundo que pasara por allí. Pero cuando vio su expresión confusa y que empezaba a deslizarse hacia el suelo, arrastrando consigo a la pobre palmera, con maceta y todo (una pobre palmera de plástico que no le había hecho daño a nadie en toda su vida), supo que no podía hacerlo. Gabriel había sido el niño de Grace en otra época y ella no podía dejar abandonado a ese niño. En el fondo de su corazón, Julia sabía que la amabilidad, por pequeña que fuera, nunca se perdía.
«Ni siquiera es capaz de encontrar las llaves, por el amor de Dante.» Suspirando, Julia tiró el vaso a una papelera cercana.
—Vamos —dijo, rodeándole la cintura con un brazo. Hizo una mueca cuando él le rodeó a su vez los hombros y le dio un apretón con demasiada familiaridad.
Entraron en el vestíbulo inclinándose como un galeón en una tormenta. El conserje los vio y los dejó entrar, abriendo la puerta desde su puesto con el automático. Cuando llegaron al ascensor, el whisky pareció castigar a Gabriel con más fuerza. Permaneció con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, gruñendo de vez en cuando.
Julia aprovechó el momento para buscar las llaves en sus bolsillos. En cuanto consiguió arrancarle de las manos su preciada gabardina Burberry, las encontró en seguida.
—Me has buscado en un bar y me has llevado a casa, gatita traviesa. Pensaba que no te llevabas a casa a hombres que habías conocido en bares.
Incluso estando borracho, el profesor Emerson seguía siendo un idiota.
—No te he llevado a mi casa, profesor. Te he acompañado a la tuya para ayudarte. Pero como sigas comportándote así, voy a soltarte y te caerás —murmuró ella, cada vez más enfadada.
Tras varios intentos, Julia dio con la llave y abrió la puerta. Lo ayudó a entrar y sacó la llave de la cerradura. Estaba a punto de dejarlo allí, cuando él murmuró que se estaba mareando. Se lo imaginó ahogándose en su propio vómito, muerto en el baño, solo y
sin amigos, como una estrella del rock en horas bajas, y decidió quedarse. Esperaría hasta que estuviese en la cama y se aseguraría de que no vomitara (y se ahogara). Dejó las llaves y la gabardina sobre el mueble del recibidor. Luego se quitó el abrigo y lo puso encima de su maletín.
Gabriel estaba apoyado en la pared, con los ojos cerrados, así que no había peligro de que se diera cuenta de que seguía llevando su jersey, como si fuera una adolescente enamorada.
—Vamos, profesor.
Julia lo apoyó en su hombro y lo ayudó a recorrer el pasillo.
—¿Adónde me llevas? —preguntó él, abriendo un ojo.
—A la cama.
Gabriel se echó a reír, se apoyó en la pared y separó las piernas para mantener el equilibrio.
—¿Qué te parece tan gracioso?
—Tú, señorita Mitchell —respondió en un ronco susurro—. Me llevas a la cama y ni siquiera me has besado. ¿No crees que deberíamos empezar con algún que otro beso? Luego podríamos hacer manitas un par de noches en el sofá y a partir de allí ya pasaríamos a la cama. Ni siquiera he tenido la oportunidad de acariciarte, gatita traviesa. Eres virgen, no lo olvides.
Julia se enfureció, especialmente por el último comentario.
—Tú no has hecho manitas en tu vida. Y no te llevo a la cama, idiota. Te acompaño hasta allí para que puedas dormir la mona. Vamos, basta de cháchara.
—Bésame, Julianne. Dame un beso de buenas noches. —Gabriel la estaba mirando fijamente. Su voz se había convertido en un murmullo aterciopelado—. Y te prometo que luego me iré a la cama como un niño bueno. Y tal vez, si te portas bien, dejaré que tú te acurruques a mi lado como una gatita buena.
Ella ahogó una exclamación. En ese momento no parecía borracho. Tenía un aspecto bastante lúcido y la estaba acariciando con la mirada, deteniéndose más tiempo del necesario en la zona del pecho. Gabriel se pasó la lengua por los labios.
«Ahora viene la sonrisa seductora... Va a llegar en cinco, cuatro, tres, dos, uno... ahí está.» (Menos mal que en su actual estado de ánimo, Julia era inmune a las sonrisas derretidoras.)
Soltándolo inmediatamente, dio un paso atrás y apartó la vista. No podía permitírselo. Mirarlo directamente cuando sonreía era como mirar el sol sin protección. Gabriel dio un paso hacia ella. La espalda
de Julia chocó contra la otra pared del pasillo. Estaba atrapada. Él se acercó un poco más.
Julia abrió mucho los ojos. La estaba acechando. Y parecía hambriento.
—Por favor... no... no me hagas daño.
Gabriel frunció el cejo, levantó las manos y le sujetó la barbilla para que lo mirara directamente a los ojos, que le brillaban atrevidos.
—Nunca —dijo y la besó.
En cuanto sus labios entraron en contacto, Julia perdió la capacidad de razonar y se sumergió en las sensaciones. Nunca había sido tan consciente de su físico como en ese momento. La energía que había perdido su mente la ganó su cuerpo. Notó que los labios de Gabriel apenas se movían. Eran unos labios cálidos, húmedos y sorprendentemente suaves. No sabía si la estaba besando así por la borrachera. Era como si sus bocas se hubieran quedado pegadas. Como si su conexión, tan real como intensa, no pudiera romperse ni por un segundo. Julia no se atrevía a moverse por miedo a que él la soltara y no volviera a ser besada así nunca más en toda su vida.
Él se apoyó en ella con suavidad pero con firmeza, mientras le acariciaba las mejillas con las manos. No abrió la boca, pero el sentimiento que circuló entre ellos fue muy intenso. Julia notó el latido de su corazón en sus oídos, sintió que se ruborizaba y que le aumentaba la temperatura en todo el cuerpo. Se acercó un poco más a él, eliminando la separación que quedaba entre los dos y rodeándole la espalda con los brazos. Percibió la tensión de sus músculos debajo de la camisa y su corazón latiendo contra su pecho. Pero la trataba con demasiado cuidado, con demasiada delicadeza... Ella quería más, mucho más.
No supo cuánto tiempo pasó desde que empezaron a besarse, pero cuando Gabriel se apartó, a Julia le daba vueltas la cabeza. Había sido algo trascendente. Emocional. Durante unos instantes, había logrado satisfacer su deseo más profundo. Había sido un momento real y muy emotivo que le había provocado una marea de recuerdos y de sueños del huerto de los manzanos. Pero ese beso no se lo había imaginado. La chispa, la atracción, habían vuelto a la vida. Se preguntó si él habría sentido lo mismo. Tal vez a esas alturas de su vida ya era inmune a esos sentimientos.
—Preciosa Julianne —murmuró Gabriel, tambaleándose—, dulce como un caramelo.
Se pasó la lengua por los labios como si la estuviera
saboreando. Cualquier rastro de lucidez había desaparecido. Con los ojos cerrados, se desplomó contra la pared, a punto de desmayarse.
Cuando Julia recobró el juicio, cosa que le llevó más de un minuto, lo arrastró hacia la habitación. Todo habría acabado bien si en ese momento él no le hubiera vomitado encima. De ella y del precioso y carísimo jersey de cachemira. Cuando acabó, el verde coche de carreras inglés había dado paso a otro tipo de verde.
Ella ahogó un grito y reprimió sus propias náuseas ante la visión y el olor. Tenía el estómago muy delicado.
«¡Lo tengo hasta en el pelo! Oh, dioses de las buenas samaritanas, ¡ayudadme, rápido!»
—Lo siento, Julianne. Siento haber sido un mal chico —se disculpó Gabriel.
Su voz le recordó a la de un niño pequeño.
Ella contuvo el aliento y negó con la cabeza.
—No pasa nada. Vamos. —Lo arrastró hasta el cuarto de baño y logró que se arrodillara ante el váter antes de la siguiente erupción estomacal.
Mientras vomitaba, Julia se tapó la nariz con dos dedos y miró a su alrededor intentando distraerse. El cuarto de baño era elegante y muy espacioso. ¿Había una bañera donde cabían cómodamente dos personas o más? Correcto. ¿Una ducha para dos personas con una decadente función de lluvia tropical? Correcto. ¿Toallas blancas, grandes y esponjosas, perfectas para recoger vómito? Correcto.
Cuando Gabriel acabó, ella le ofreció una toalla pequeña pero absorbente para que se secara la cara. Él gruñó e ignoró su ofrecimiento, así que Julia se inclinó hacia él y lo limpió con delicadeza antes de darle un vaso de agua para que se enjuagara la boca.
Luego se lo quedó mirando. A pesar del desastre que había sido su familia y de su miedo al matrimonio, a veces se preguntaba cómo sería tener un bebé, un niño o una niña que se parecieran a ella y a su marido. Mirando a Gabriel, que seguía fatal, se imaginó lo que supondría ser madre y cuidar de un niño enfermo. La vulnerabilidad de Gabriel le llegaba al alma. Sólo la había presenciado una vez anteriormente, no hacía tanto, en su despacho, cuando había llorado por la muerte de Grace.
«Grace se alegraría de saber que estoy cuidando de su hijo.»
—¿Estarás bien si te dejo solo un minuto? —preguntó, apartándole el cabello de la frente.
Él volvió a gruñir, sin abrir los ojos, y Julia lo interpretó como un
sí.
Pero le costó separarse de él. Mientras Gabriel gemía, ella siguió acariciándole el pelo y hablándole como si fuera un bebé.
—Está bien, Gabriel. Todo está bien. Siempre he querido cuidar de ti, preocuparme por ti, aunque tú nunca te preocupes por mí.
Cuando se convenció de que podía dejarlo solo unos minutos, fue a su dormitorio y rebuscó en sus cajones en busca de algo, cualquier cosa que pudiera ponerse. Resistiéndose al impulso de registrar el cajón de la ropa interior en busca de un trofeo que llevarse a casa —o que vender en eBay—, se apoderó de los primeros calzoncillos tipo bóxer que encontró. Eran negros y estaban decorados con el escudo del Magdalen College. Le pareció que eran demasiado pequeños para el trasero bien formado de Gabriel.
«Hasta su ropa interior es pretenciosa», pensó, buscando una camiseta.
En el cuarto de baño de invitados se quitó la ropa sucia, se metió en la ducha para lavarse el pelo de vómito y se puso su ropa.
Luego trató de limpiar un poco el desastre del jersey de cachemira. Lo lavó lo mejor que pudo en el lavabo. Después lo dejó en la encimera de mármol para que se secara. Gabriel ya decidiría más tarde si quería llevarlo a la tintorería (o quemarlo). Julia cogió el resto de su ropa, la metió en la lavadora y volvió al cuarto de baño del dormitorio.
Gabriel estaba sentado con la espalda apoyada en la pared, las rodillas dobladas ante el pecho y la cara escondida en las manos. Seguía gimiendo.
Julia limpió el váter rápidamente y se arrodilló a su lado. No le gustaba la idea de dejarlo vestido con la ropa sucia de vómito, pero tampoco tenía ganas de desnudarlo. Probablemente él la acusaría de acoso sexual o algo parecido. Y no le apetecía enfrentarse a un profesor Emerson ebrio y furioso. O a un profesor Emerson sobrio y furioso. Como un dragón, podía revolverse y atacar si creía que alguien le estaba tirando de la cola.
—Gabriel, te has manchado de vómito, ¿me entiendes? ¿Quieres quedarte así o...? —Dejó la frase sin acabar.
Él negó con la cabeza y trató de quitarse la corbata. Por supuesto, con los ojos cerrados no tuvo mucho éxito. Julia le aflojó el nudo con delicadeza y se la sacó por encima de la cabeza. La lavó con agua y la dejó en el mármol. También iba a tener que llevarla a la tintorería.
Mientras ella estaba de espaldas, él trató de desabrocharse la camisa, pero era mucho más difícil de lo que había previsto, por lo que empezó a blasfemar y a tirar de la tela, casi arrancando los botones.
Julia suspiró.
—Déjame a mí.
Volvió a arrodillarse a su lado, le apartó las manos y le desabrochó los botones con facilidad.
Gabriel sacó los brazos de las mangas y luego se quitó la camiseta por encima de la cabeza. Desorientado como estaba, fue incapaz de acabar de hacerlo y permaneció allí, con la camiseta enrollada alrededor de la cabeza, como un turbante.
La imagen era divertida y Julia tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír. Deseó tener el móvil a mano para sacarle una foto. Le habría encantado usarla como fondo de pantalla. O como avatar, si alguna vez necesitaba uno. Liberándolo de la camiseta con delicadeza, se sentó sobre los talones y ahogó una exclamación.
El pecho desnudo de Gabriel era impresionante. Todo su torso era un estudio de perfección. Tenía los brazos grandes y musculados. Los hombros anchos y unos pectorales bien tonificados. Cuando iba vestido, parecía mucho más esbelto, pero no había nada esbelto en el hombre que tenía delante. Absolutamente nada.
Tenía también un tatuaje y eso sí que fue toda una sorpresa. Había visto fotos de Scott y de Gabriel sin camiseta —fotos tomadas durante vacaciones de verano antes de que Julia se mudara a Selinsgrove— y habría jurado que no tenía ningún tatuaje en esas fotos. Así que era uno reciente, hecho en los últimos seis o siete años.
Se extendía por la parte izquierda de su pecho, le cubría el pezón y parte del esternón. Mostraba un dragón medieval que rodeaba un corazón de grandes dimensiones, desgarrándolo con sus zarpas. El corazón era muy realista, nada estilizado, y las garras del dragón se hundían en él con tanta saña que lo hacían sangrar abundantemente.
Julia se quedó mirando embobada la perturbadora imagen. El animal era verde y negro, con una cola con púas, grandes alas abiertas y escupía fuego por la boca. Pero lo que más le llamó la atención fueron las letras negras escritas sobre el corazón: MAIA. ¿Un acrónimo? ¿O sería Maia, un nombre propio?
Julia no tenía ni idea de quién podía ser Maia o de qué podía ser MAIA. Nunca había oído ese nombre en casa de los Clark. Por otra parte, no le parecía nada propio de Gabriel hacerse un tatuaje. El que ella había conocido y el que estaba empezando a conocer esos días
nunca se haría uno, y menos uno tan grande e inquietante.
«¿Lleva un tatuaje como ése debajo de la ropa pero se pone pajarita? ¿Con un jersey?»
Julia se preguntó qué otras sorpresas acechaban en la superficie de su piel y, sin querer, sus ojos se desplazaron más abajo. Incluso estando sentado, tenía los abdominales bien marcados, igual que una uve que nacía de sus caderas y se perdía bajo los pantalones de lana.
«Joder. El Profesor debe de entrenar. Mucho. He cambiado de idea. Quiero una foto de sus abdominales como fondo de pantalla.»
Ruborizándose, apartó la vista. No estaba bien que lo mirase de esa manera. No le gustaría que alguien hiciera lo mismo con ella, especialmente si no se encontraba bien. Sintiéndose culpable, recogió la ropa sucia y la toalla que había usado para limpiar la alfombra persa del dormitorio y lo llevó todo al lavadero. Lo metió en la lavadora, junto con la ropa de ella, llenó la cubeta del detergente y la puso en marcha. Al pasar por la cocina, cogió una jarra de agua filtrada y un vaso.
En su ausencia, Gabriel había conseguido arrastrarse hasta la impresionante cama cubierta con una colcha de seda, que ocupaba el centro de la habitación. Julia lo encontró sentado en el borde de la misma, descalzo y vestido sólo con unos bóxers negros, con el pelo muy alborotado.
«¡Madre de Dios!»
Aunque probablemente no había nada más excitante en el universo que la visión de Gabriel semidesnudo sentado en la cama, Julia apartó la vista y dejó el agua en la mesita de noche. Quería preguntarle cómo se encontraba, pero pensó que tal vez debería darle un momento de respiro. Así que se apartó y miró a su alrededor. Y lo que vio la dejó asombrada.
La afición de Gabriel por las fotografías en blanco y negro se hacía patente también allí. En tres de las cuatro paredes había un par de fotos. Eran muy grandes, enmarcadas en impresionantes marcos negros. Sin embargo, lo más sorprendente era el contenido.
Eran fotos eróticas, fotografías de desnudos, básicamente femeninos, aunque en algunas de ellas aparecían un hombre y una mujer juntos. Los rostros y los genitales no se veían en ninguna, o bien estaban difuminados o en sombras. Eran fotografías elegantes, hechas con muy buen gusto y estéticamente bonitas. A Julia no le parecieron obscenas, pero eran muy sensuales, mucho más sofisticadas que las fotografías pornográficas y también mucho más excitantes.
Una de ellas mostraba a una pareja de perfil. Estaban cara a cara, sentados en una especie de banco. Tenían los torsos pegados y él tenía las manos enredadas en la melena rubia y larga de ella. Julia se ruborizó mientras se preguntaba si la foto habría sido tomada antes, después o mientras la pareja hacía el amor.
En otra se veía la espalda de una mujer y dos manos masculinas. Una de éstas sujetaba a la mujer por el centro de la espalda. La otra la agarraba por el culo. En la cadera derecha de la mujer se veía un tatuaje, pero eran letras árabes y Julia no entendió lo que decían.
Las dos fotos más grandes colgaban sobre el cabecero de la cama.
Una de ellas retrataba a una mujer tumbada boca abajo. La forma de un hombre flotaba sobre ella casi como si se tratara de un ángel oscuro. Mientras le apoyaba la mano en la parte baja de la espalda, le daba un beso en el hombro. Le recordó la escultura de Rodin conocida como El sueño o El beso del ángel y se preguntó si el fotógrafo se habría inspirado en esa obra.
La otra fotografía la dejó sin respiración. Era la más abiertamente erótica y Julia sintió un gran rechazo por su crudeza y agresividad. Era una visión lateral de una mujer tumbada boca abajo. Sólo se le veía desde el torso hasta la rodilla y sobre ella se cernía parte de una figura masculina. El hombre le agarraba la cadera y la nalga izquierdas con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos, mientras presionaba sus propias caderas contra la curva del trasero de la mujer. Él tenía un atractivo glúteo muy definido y dedos largos y elegantes.
Algo en la foto la hizo sentir tan incómoda que tuvo que dejar de mirarla.
¿Por qué querría tener nadie una foto así colgada en su habitación? Julia negó con la cabeza. Aunque, después de haber visto las fotografías, una cosa le había quedado clara: al profesor Emerson le gustaban los culos.
A juzgar por la decoración y por las obras de arte que adornaban su habitación, el dormitorio de Gabriel parecía tener una función muy definida: servir como caldero para su lujuria desatada. Él no hacía nada a la ligera, así que ése tenía que ser el efecto que quería conseguir, a pesar de la aparente frialdad tanto del apartamento como de su dueño. Ésta era una sensación glacial que desprendían no sólo las paredes color visón y las fotografías en blanco y negro, sino
también la seda azul claro de las cortinas, la colcha y los escasos muebles.
Entre tanta sencillez, destacaba la enorme cama y su cabecero ricamente labrado, con columnas a los lados, y el pie de la cama, más bajo pero con una talla igual de intrincada.
«Medieval —pensó ella—. Qué adecuado.»
Pronto, algo aún más sorprendente que las fotografías captó su atención. Al ver lo que ocupaba la cuarta pared, la boca se le abrió sin poder evitarlo.
Al pie de la gran cama medieval de Gabriel, desentonando bastante entre las fotografías eróticas en blanco y negro, vio un cuadro prerrafaelita a todo color. Los vivos y gloriosos tonos pertenecían a una reproducción a gran escala del cuadro de Dante y Beatriz de Henry Holiday, el mismo cuadro que colgaba junto a la cama de ella.
Se volvió hacia Gabriel y luego miró el cuadro de nuevo. Él podía verlo desde la cama. Se lo imaginó quedándose dormido cada noche contemplando el rostro de Beatriz. Era la última imagen que veía cada noche y la primera que vislumbraba por las mañanas. No sabía qué tenía ese cuadro para Gabriel. Él era la razón por la que ella lo había comprado. ¿Sería ella la razón por la que lo había comprado él?
La idea la hizo estremecer. No importaba quién entrara en su dormitorio. No importaba qué chica fuera a calentarle la cama, Beatriz siempre estaba allí, siempre estaba presente.
Pero Gabriel no recordaba que ella era Beatriz.
Sacudiendo la cabeza para librarse de esa idea, se acercó a él y lo convenció de que se tumbara en la cama. Luego lo cubrió con la sábana y el edredón de seda y le remetió los bordes por debajo, a la altura del pecho. A continuación se sentó a su lado. Gabriel la estaba mirando.
—Estaba escuchando música —murmuró, como si hubieran dejado una conversación a medias y la estuviera retomando.
—¿Qué tipo de música? —preguntó Julia, algo confusa.
—Hurt, de Johnny Cash. Una y otra vez, sin parar.
—¿Por qué escuchas esas cosas?
—Para recordar.
—Oh, Gabriel. ¿Por qué?
Julia parpadeó para no llorar. Ésa era la única canción de Trent Reznor que podía escuchar sin sentir náuseas, pero siempre la hacía llorar.
Gabriel no respondió.
Julia se inclinó sobre él.
—¿Gabriel? Cariño, no vuelvas a escuchar ese tipo de música, ¿me lo prometes? Ni «Lacrimosa», ni a los Nine Inch Nails. Sal de la oscuridad. Camina hacia la luz.
—¿Dónde está la luz? —murmuró él.
Ella respiró hondo.
—¿Por qué bebes tanto?
—Para olvidar.
Gabriel cerró los ojos.
De ese modo, Julia podía contemplarlo y admirarlo. Debió de ser un adolescente muy dulce, con esos grandes ojos azules, unos labios que pedían a gritos ser besados y aquella mata de pelo castaño tan sexy. Podría haber sido un chico tímido en vez de un chico triste y agresivo. Podría haber sido noble y bueno.
Si Julia y él no se hubieran llevado tantos años de diferencia, tal vez la habría besado en el porche de su padre, la habría llevado al baile de promoción y le habría hecho el amor por primera vez sobre una manta bajo las estrellas, en el viejo huerto de manzanos. En un universo perfecto, ella habría podido ser la primera.
Julia se preguntó cuánto dolor podría soportar una alma humana —la suya en concreto— sin marchitarse por completo y se levantó para marcharse. Una mano cálida salió disparada de debajo de las sábanas y la sujetó con fuerza.
—No me dejes —le suplicó él con un hilo de voz. Sus ojos, entornados, le estaban suplicando que se quedara—. Por favor, Julianne.
Sabía quién era y quería que se quedara. A juzgar por su voz y su mirada, no sólo lo quería, lo necesitaba. No podía negarse.
Julia le dio la mano y volvió a sentarse a su lado.
—No voy a dejarte. Duérmete. Hay luz a tu alrededor. Mucha luz.
Una sonrisa apareció en los labios perfectos de Gabriel. Lo oyó suspirar, aliviado. La mano con que la agarraba se relajó. Julia inspiró hondo, retuvo el aire y, suavemente, le acarició las cejas con un dedo. Al comprobar que él no abría los ojos ni hacía ninguna mueca, se las siguió acariciando; primero una, luego la otra. Su madre se lo había hecho alguna vez, cuando ella no podía dormir de niña. Pero de eso hacía mucho tiempo. Había sido antes de que la abandonara para ocuparse de otros asuntos más importantes.
Gabriel seguía sonriendo y eso le dio ánimos para mover la mano hasta su pelo. El tacto de sus mechones alborotados le trajo
recuerdos de un día en una granja de la Toscana durante el año que pasó en el extranjero. Un niño italiano la había llevado a ver los campos y Julia había acariciado las puntas de las espigas con la palma de la mano. El pelo de Gabriel era suave como una pluma, o como las susurrantes espigas italianas.
Le acarició el pelo, como debió de hacerlo Grace en el pasado. Gabriel permitió que le acariciara también la mejilla, que le trazara la angulosa línea de la barbilla y le rascara suavemente la barba que le empezaba a salir. Le resiguió el leve hoyuelo de la barbilla y volvió a subir la mano para rozarle los pómulos, altos y nobles. Nunca volvería a estar tan cerca de él. Si estuviera despierto, no le permitiría tocarlo de esa manera. Estaba segura de que primero le habría mordido la mano y luego la yugular.
Su pecho perfecto subía y bajaba rítmicamente. Se había dormido.
Se quedó contemplando su cuello, los músculos de los hombros y de la parte superior de los brazos, las clavículas y la parte superior del pecho. Si hubiera estado pálido, le habría recordado a una estatua romana tallada en mármol blanco. Pero aún conservaba el rastro del bronceado del verano anterior y su piel parecía dorada a la luz de la lámpara.
Julia se besó dos dedos y los colocó sobre sus labios entreabiertos.
—Ti amo, Dante. Eccomi Beatrice. —Te quiero, Dante. Soy yo, Beatriz.
En ese preciso momento, sonó el teléfono fijo de Gabriel.
Julia dio un brinco. El teléfono sonaba muy fuerte y Gabriel estaba empezando a moverse. El horrible ruido estaba perturbando su descanso, así que Julia respondió:
—¿Diga?
—¿Quién demonios es? —quiso saber una voz de mujer, aguda y sorprendida.
—Es la residencia de Gabriel Emerson. ¿Quién llama?
—¡Paulina llama! ¡Que se ponga Gabriel!
El corazón de Julia se aceleró y luego se saltó un latido antes de desbocarse. Levantándose, se llevó el terminal inalámbrico hasta el cuarto de baño y cerró la puerta.
—Ahora mismo no puede ponerse. ¿Es alguna emergencia?
—¿Qué quiere decir que no puede? Dígale que soy Paulina y que quiero hablar con él.
—Bueno, es que está indispuesto.
—¿Indispuesto? Escucha bien, puta, dale la vuelta y ponle el teléfono en la mano. Llamo desde...
—Ahora no puede hablar. Haga el favor de llamar mañana. —Julia apretó el botón y cortó la comunicación, interrumpiendo el torrente de furiosas palabras de la mujer y sintiéndose profundamente asqueada.
«Es demasiado exigente para ser un rollo ocasional. Debe de ser su amante oficial. Se habrá puesto furiosa al oírme contestar. Tal vez se enfade tanto que rompa con él.»
Julia hizo una mueca. ¿Por qué tenía siempre tan mala suerte? Se quitó la toalla de la cabeza y la puso a secar. Luego regresó al dormitorio y dejó el teléfono en su sitio. No se iría a casa porque le había prometido a Gabriel que no lo dejaría solo, pero dormiría en la habitación de invitados.
De repente, él abrió los ojos y la miró fijamente.
—Beatriz —susurró, alargando la mano hacia ella.
Julia empezó a temblar convulsivamente.
—Beatriz —susurró él de nuevo, sin rastro de duda en sus ojos azules.
—¿Gabriel? —sollozó ella.
14
Gabriel cerró los ojos, pero sólo un instante. Una sonrisa, dulce y lenta, apareció en su rostro. Su mirada se volvió suave y muy cálida.
—Me has encontrado.
Julia se mordió el interior de la mejilla para no echarse a llorar al oír su voz. Era la voz que recordaba. Llevaba mucho tiempo esperando volver a oírla. Llevaba muchos años esperando que él regresara a su vida.
—Beatriz. —Agarrándola de la muñeca, tiró de ella. Se apartó un poco en la cama para hacerle sitio, rodeándola con los brazos mientras Julia apoyaba la cabeza en su pecho—. Pensaba que te habías olvidado de mí.
—Nunca —contestó, sin poder contener las lágrimas por más tiempo—. He pensado en ti cada día.
—No llores. Me has encontrado.
Gabriel cerró los ojos y volvió la cabeza. Su respiración empezaba a regulársele otra vez. Julia trató de quedarse quieta para no molestarlo con sus sollozos, pero el dolor y el alivio mezclados eran tan fuertes que no pudo evitar que la cama temblara un poco. Las lágrimas formaron dos riachuelos que descendían por sus mejillas y se unían sobre el pecho bronceado y tatuado de él.
Su Gabriel la había recordado. Su Gabriel había regresado.
—Beatriz. —Le rodeó la cintura con un brazo y susurró en su pelo, todavía húmedo de la ducha—. No llores.
Y con los ojos cerrados, la besó en la frente, una, dos, tres veces.
—Te he echado tanto de menos —murmuró Julia, con los labios pegados a su tatuaje.
—Me has encontrado —musitó Gabriel—. Debí haberte esperado. Te quiero.
Ella se echó a llorar con desesperación, abrazándose a él como si se estuviera ahogando y fuera su tabla de salvación. Le besó el pecho con suavidad mientras le acariciaba el abdomen.
Como respuesta, los dedos de Gabriel le acariciaron la piel erizada de los brazos antes de deslizarse bajo la camiseta. Tras recorrerle la espalda con delicadeza, se acomodaron en la parte baja de su espalda, donde permanecieron quietos cuando él regresó al país
de los sueños con un suspiro.
—Te quiero, Gabriel. Te quiero tanto que me duele —dijo Julia, apoyándole la mano sobre el corazón.
Y luego le susurró las palabras de Dante, algo cambiadas:
El amor se adueñó de mí durante tanto tiempo
que su señorío acabó por resultarme familiar.
Y aunque al principio me irritaba, aprendí a apreciarlo.
Lo guardo en mi corazón, que es donde mejor se guardan los secretos.
Y así, cuando me destroza la vida como nadie sabe hacerlo.
Y parece que no me quedan fuerzas para nada más.
Mi yo más profundo se siente libre de angustia,
liberado de todo mal.
Porque el amor hace brotar de mí tanto poder
que mis suspiros más que hablar, gritan.
Lastimeramente suplican
que mi Gabriel me salude.
Cada vez que me abraza, todo es más dulce
de lo que las palabras pueden expresar.
Cuando se le secaron las lágrimas, Julia le dio varios besos inseguros en los labios y cayó en un sopor profundo y sin sueños entre los brazos de su amado.
Cuando se despertó, eran ya las siete de la mañana. Gabriel seguía profundamente dormido. De hecho, estaba roncando. Aparentemente, ninguno de los dos se había movido en toda la noche. Julia nunca había dormido tan bien como esa noche. Bueno, sí, una vez.
No quería moverse. No quería separarse de él ni un centímetro. Quería permanecer en sus brazos para siempre y fingir que nunca se habían separado.
«Me reconoce. Me ama. Por fin.»
Nunca se había sentido amada antes. No realmente. Él se lo había susurrado anteriormente y su madre se lo había dicho a gritos, pero sólo cuando estaba borracha, por lo que sus palabras no habían calado en la conciencia de Julia. Ni en su corazón. No se lo había creído, porque eran palabras huecas, no respaldadas por sus actos. Pero creía a Gabriel.
Y así, esa mañana, por primera vez, Julia se sintió amada. Sonrió con tantas ganas que pensó que se le iba a romper la cara. Acercó los labios al cuello de Gabriel y le acarició con ellos la piel cubierta por la incipiente barba. Él gimió débilmente y la abrazó con más fuerza, pero su respiración honda y regular le indicó que seguía profundamente dormido.
Julia tenía la suficiente experiencia con alcohólicos como para saber que estaría resacoso y probablemente de mal humor cuando se despertara, así que no tenía demasiada prisa por que lo hiciera. Había sido una suerte que la noche anterior se hubiera comportado como un borracho seductor e inofensivo. Ese tipo de borracheras ella sabía cómo manejarlas. Era el otro tipo el que le daba miedo.
Pasó casi una hora empapándose de su calor y su olor corporal, disfrutando de su cercanía, acariciándole delicadamente el torso. Aparte de la noche que había compartido con él en el bosque, esos momentos estaban siendo los más felices de su vida. Pero al final tendría que marcharse.
Sigilosamente, salió de debajo de su brazo y fue de puntillas hasta el cuarto de baño, cerrando la puerta. Vio una botella de colonia Aramis en el tocador y la abrió para olerla. No era el aroma que recordaba del huerto. Su olor en aquella época había sido más natural, más... salvaje.
«Éste es el aroma del nuevo Gabriel. Es como él... imponente. Y ahora es mío.»
Julia se cepilló los dientes, se recogió el pelo, rizado y alborotado en un nudo y se dirigió a la cocina en busca de una goma elástica o de un lápiz para sujetárselo. Resuelto el tema del pelo, fue a sacar la ropa de la lavadora y la metió en la secadora. No podía volver a casa hasta que estuviera seca, pero no tenía intenciones de marcharse ahora que él la había recordado.
«¿Y qué pasa con Paulina? ¿Y con MAIA?». Julia apartó esos pensamientos de su mente. Eran irrelevantes. Gabriel la amaba. Por supuesto, dejaría a Paulina.
«Pero ¿cómo vamos a resolver el problema de que sea mi profesor? ¿Y si es alcohólico?»
Años atrás, se había jurado que no tendría nunca una relación con un alcohólico. Pero en vez de plantearse esa posibilidad de manera directa y honesta, desechó todas las sospechas y dudas a un rincón de su mente. Quería creer que su amor sería capaz de vencer todos los obstáculos.
«Que a matrimonio de alma y alma verdadera no haya impedimentos», recitó Julia mentalmente, citando a Shakespeare, como un talismán contra sus miedos. Creía que los vicios de Gabriel nacían de la soledad y la desesperación. Y que, ahora que se habían reencontrado, su amor bastaría para rescatarlos a ambos de la oscuridad. Juntos serían mucho más fuertes y mucho más cuerdos que por separado.
Mientras pensaba todas estas cosas, iba abriendo los armarios de la cocina, que estaba muy bien equipada. No sabía si él querría desayunar. Sharon, su madre, nunca quería hacerlo después de una borrachera. Prefería tomar, por ejemplo, un Brisa Marina, el cóctel a base de vodka, zumo de uva y de arándanos que —por desgracia— Julia había aprendido a preparar con aplomo a los ocho años. Sin embargo, tras comerse un desayuno de huevos revueltos, beicon y café, preparó lo mismo para Gabriel.
No sabiendo si él sería de los que se curaban las resacas bebiendo, le preparó un cóctel Walters por si acaso. Encontró la receta en su guía de cócteles y eligió el whisky que le pareció menos caro para mezclarlo con el zumo de frutas.
Cuando acabó, se sentía exultante ante esa inesperada oportunidad de malcriar a Gabriel. Por eso se tomó muchas molestias en prepararle la bandeja del desayuno. Incluso cortó unos tallos de perejil como decoración y los colocó junto a los gajos de naranja que había dispuesto en forma de abanico junto al beicon. Hasta se molestó en envolverle los cubiertos con una servilleta de hilo, que dobló sin demasiado éxito en forma de bolsillo. Deseó ser capaz de doblarla formando algo más impresionante, como un abanico o un pavo real, y decidió investigar el tema la próxima vez que se conectara a Internet. Seguro que Martha Stewart lo sabría. Martha Stewart lo sabía todo.
Armándose de valor, Julia entró en el despacho y buscó un papel y un bolígrafo en su escritorio para escribirle una nota:
Octubre, 2009
Querido Gabriel:
Había perdido la fe
hasta que anoche me miraste a los ojos y finalmente me viste.
Apparuit iam beatitudo vestra.
Ahora aparece tu bendición.
Tu Beatriz
Apoyó la nota en la copa que había usado para servir el zumo de naranja. No quería despertarlo todavía, así que metió la bandeja entera, con el cóctel y todo, en el gran frigorífico, que estaba casi vacío. Luego se apoyó en la puerta de la nevera y suspiró.
Toc, toc, toc.
Su rutina de diosa doméstica se vio interrumpida por alguien que llamaba a la puerta.
«Mierda. No me digas que ha venido. No puede ser.»
Al principio no supo qué hacer. ¿Sería preferible esperar a que Paulina abriera con su propia llave? ¿Y si volvía a la cama y se escondía entre los brazos de Gabriel? Tras un par de minutos, su curiosidad pudo más y se dirigió de puntillas a la puerta.
«Oh, dioses de las estudiantes de tesis que acaban de reunirse con su alma gemela tras seis puñeteros años de separación, no permitáis que la —futura— ex amante de mi amor lo fastidie todo. Por favor.»
Julia respiró hondo y miró por la mirilla. El rellano estaba desierto. Con el rabillo del ojo vio algo en el suelo. Abrió la puerta con precaución y sacó la mano, respirando aliviada al encontrar un ejemplar de The Globe and Mail.
Con una sonrisa de alivio porque su reunión con Gabriel no había terminado arruinada por una ex amante, recogió el periódico y cerró la puerta. Sin dejar de sonreír, se sirvió un vaso de zumo de naranja y se acomodó en la butaca de terciopelo rojo de enfrente de la chimenea, con los pies apoyados en la otomana tapizada a juego y suspiró satisfecha.
Si dos semanas atrás, cuando estuvo allí de visita con Rachel, le hubieran preguntado si creía que estaría en esa casa un domingo por la mañana, habría dicho que no. No lo habría creído posible, ni siquiera con la santa intercesión de Grace desde el cielo. Pero ahora que estaba allí se sentía muy feliz.
Se dispuso a disfrutar de una mañana de domingo a base de zumo de naranja y periódico matutino. Una mañana así se merecía un poco de música. Se decantó por música cubana, más específicamente por Buena Vista Social Club. Mientras escuchaba la canción Pueblo Nuevo en el iPod, hojeó la sección de arte del periódico y vio que pronto se inauguraría una exposición sobre arte florentino en el Royal Ontario Museum. Era un préstamo de la galería de los Uffizi. Tal vez a
Gabriel no le importaría acompañarla. Podrían tener una cita.
Sí, no habían ido juntos a su baile de promoción, ni a ninguna de las fiestas en la Universidad de Saint Joseph, pero Julia estaba segura de que iban a recuperar todo el tiempo perdido y que ahora sería mucho mejor. Contenta, se puso en pie de un salto justo cuando la trompeta empezaba a tocar las notas de Stormy weather, como contrapunto a la melodía cubana y empezó a cantar en voz alta, demasiado alta, mientras bailaba con el zumo de naranja en la mano, vestida con unos pretenciosos calzoncillos, totalmente ajena al hombre semidesnudo que se dirigía hacia ella.
—¡Qué demonios estás haciendo!
—¡Aaaaaaaaarrrrrrggggggg!
Julia dio un brinco sobresaltada al oír la voz de enfado a su espalda. Arrancándose los auriculares de las orejas, se volvió y, lo que vio, la dejó destrozada.
—¡Te he hecho una pregunta! —Los ojos de Gabriel parecían dos balsas de agua oscura—. ¿Qué coño estás haciendo vestida con mi ropa interior dando brincos en mi salón?
Crack.
¿Había sido el sonido del corazón de Julia rompiéndose en dos? ¿O el del último clavo hundiéndose en el ataúd de su difunto amor, que descansaba eternamente, aunque no en paz?
Tal vez fuera por su tono de voz, furioso y autoritario, o porque con una sola pregunta le había dejado claro que ya no la veía como a Beatriz y que todas sus esperanzas y sueños acababan de morir nada más nacer. Fuera por lo que fuese, el iPod y el zumo de naranja se le resbalaron de entre los dedos. El vaso se rompió y el iPod se deslizó al charco de líquido dorado, a sus pies.
Se quedó mirando el estropicio durante unos segundos, tratando de entender lo que acababa de pasar. Cualquiera que la viera pensaría que era incapaz de comprender que el vidrio pudiera romperse y causar un desastre en forma de estrella líquida. Finalmente, se dejó caer de rodillas para recoger el cristal, mientras en su cabeza se repetían dos preguntas: «¿Por qué está tan enfadado? ¿Por qué no me reconoce?»
Un Gabriel alto y descamisado la miró desde arriba. Llevaba sólo los bóxers, lo que le daba una apariencia un poco sexy y un poco ridícula. Tenía los puños tan apretados que se le marcaban los tendones de los brazos.
—¿No recuerdas lo que pasó anoche, Gabriel?
—No, gracias a Dios, no lo recuerdo. ¡Y levántate! Pasas más tiempo de rodillas que cualquier puta —exclamó, con los dientes apretados.
Julia alzó la cabeza bruscamente. Al mirarlo a los ojos, comprobó que no recordaba nada en absoluto y que estaba cada vez más furioso. Más le habría valido a Gabriel atravesarle el corazón con una espada, pues se lo había destrozado con sus palabras y ya le había empezado a sangrar.
«Como en el tatuaje. Él es el dragón. Yo soy el corazón que sangra.»
Pero en ese instante tuvo lugar un hecho remarcable. Después de seis años, algo —¡por fin!— se rompió en el interior de Julia.
—Voy a tener que fiarme de tu palabra por lo que se refiere al comportamiento de las putas, Emerson —replicó, con algo muy parecido a un gruñido—. Al parecer, experiencia no te falta.
El desgarro de su corazón seguía expandiéndose dolorosamente. No del todo satisfecha con ese comentario, se olvidó de los cristales y se puso en pie de un salto.
—¡No te atrevas a volver a hablarme en ese tono, borracho asqueroso! ¿Quién demonios crees que eres? Después de todo lo que hice por ti anoche. Debería haber dejado que Gollum te atrapara. ¡Tendría que haber dejado que te la tiraras delante de todo el mundo en Lobby!
—¿De qué estás hablando?
Julia se acercó a él con los ojos brillantes, las mejillas encendidas y los labios temblorosos. Se estremecía de rabia mientras la adrenalina le fluía por las venas. Tenía ganas de golpearlo, de borrarle a bofetadas aquella expresión de la cara. Quería arrancarle el pelo a puñados y dejarlo calvo. Para siempre.
Gabriel aspiró su aroma, erótico e incitante, y se pasó la lengua por los labios. Pero hacer eso ante una mujer tan enfadada como la señorita Mitchell fue un error.
Alzó la cabeza, orgullosa, y salió a grandes zancadas del salón, murmurando variados y exóticos insultos, tanto en inglés como en italiano. Y, cuando se le acabaron, pasó al alemán, señal inequívoca de que estaba realmente furiosa.
—Hau ab! Verpiss dich! —exclamó
Gabriel se frotó los ojos lentamente. A pesar de tener una de las peores resacas de su vida, estaba empezando a disfrutar del espectáculo de ella vestida con su ropa interior, apasionada y furiosa,
gritándole en múltiples idiomas. Era el segundo espectáculo más erótico que había visto nunca. Totalmente fuera de lugar.
—¿Dónde aprendiste palabrotas en alemán? —le preguntó, siguiendo la retahíla de insultos auf Deutsch hasta el lavadero, donde la encontró sacando su ropa de la secadora.
—¡Que te jodan, Gabriel!
El aludido se había distraído momentáneamente con la visión del sujetador de encaje negro que colgaba provocativamente de su mano. Al mirarlo con más atención, se dio cuenta de que la talla y la copa que le habían venido a la cabeza durante la cena en el Harbour Sixty eran acertadas y se felicitó a sí mismo en silencio.
Se obligó a apartar la vista de la prenda y levantarla hasta los ojos de Julia, en los que vio chispas color caramelo entre el oscuro chocolate, como si fueran una copa de helado.
—¿Qué estás haciendo?
—¿Qué te parece que estoy haciendo? Me estoy largando de aquí antes de que agarre una de tus estúpidas pajaritas y te estrangule con ella.
Gabriel frunció el cejo. Siempre había pensado que sus pajaritas eran muy elegantes.
—¿Quién es Gollum?
—La jodida Christa Peterson.
Él alzó mucho las cejas. «¿Christa? Supongo que se parece a Gollum. Si entornas los ojos...»
—Deja en paz a Christa. Me importa una mierda. ¿Anoche tú y yo nos acostamos? —preguntó muy serio, cruzándose de brazos.
—¡En tus sueños, Gabriel!
—Eso no es una negativa, señorita Mitchell. —Le sujetó el brazo para que dejara de hacer lo que estaba haciendo—. Yo no lo niego. ¿Niegas tú haberte acostado conmigo en tus sueños?
—¡Quítame las manos de encima, arrogante hijo de puta! —Julia se soltó con tanto ímpetu que casi se cayó de espaldas—. Por supuesto, tendrías que estar borracho para querer follar conmigo.
Gabriel se ruborizó.
—Cálmate. ¿Quién ha hablado de follar?
—¿Ah, no? ¿Y de qué estamos hablando? Soy una puta que se pone de rodillas cada cinco segundos. Pasara lo que pasase, no importa que no lo recuerdes. Seguro que no fue nada memorable.
Él le sujetó la barbilla con fuerza y le levantó la cara hasta que estuvieron a escasos centímetros de distancia.
—Te he dicho que te calmes. — La estaba advirtiendo con la mirada—. No eres ninguna puta. No vuelvas a referirte a ti en esos términos.
Su tono, gélido, se deslizó por la espalda de Julia como un cubito de hielo.
Luego, le soltó la barbilla y dio un paso atrás. Tenía la mirada ardiente y la respiración alterada. Cerró los ojos y empezó a respirar hondo, muy despacio. Incluso en su actual estado de nebulosa mental, Gabriel sabía que las cosas habían llegado demasiado lejos. Tenía que calmarse y después tenía que calmarla a ella, antes de que hiciera algo de lo que pudiera arrepentirse.
Los ojos de Julia no escondían nada. En ellos podía leerse que estaba furiosa y herida como un animal acorralado. Además de asustada y triste. Era como un gatito irritado y dolido que había sacado las garras y estaba a punto de llorar. Y todo era obra suya. Había sido él quien le había hecho aquello al ángel de ojos castaños al compararla con una puta y al olvidarse de lo que había pasado entre los dos la noche anterior.
«Debes de haberla seducido. Si no, no se estaría comportando así. Emerson, eres un imbécil de primera. Y ya puedes ir despidiéndote de tu carrera.»
Mientras él pensaba, lentamente y con esfuerzo, Julia aprovechó la oportunidad. Con un último insulto, recogió sus cosas y se encerró en la habitación de invitados.
Tras quitarse los calzoncillos, los dejó en el suelo de una patada. Se puso los calcetines y los vaqueros, aún un poco húmedos, y se dio cuenta de que se había dejado el sujetador en el lavadero, pero decidió irse sin él. «Puede añadirlo a su colección. Cabronazo.» Optó por no cambiarse de camiseta. La de Gabriel era más discreta que la suya para ir sin sujetador. Y si él se la reclamaba, le arrancaría los ojos.
Pegó la oreja a la puerta, pero no oyó nada. Mientras esperaba para asegurarse de que no hubiera nadie en el pasillo, reflexionó sobre lo sucedido.
Había perdido los nervios y se había comportado como una boba. Sabía cómo era él en ocasiones. Había visto la mesa destrozada y la sangre en la alfombra de Grace. Aunque estaba convencida de que su Gabriel nunca le levantaría la mano, no sabía de qué era capaz el profesor Emerson cuando perdía el control.
Pero es que la había hecho enfadar mucho. Y ella nunca antes
había podido expresar la rabia que había ido acumulando durante esos años. Cuando había encontrado una salida, había querido sacarla toda a gritos. Y, además, tenía que defenderse. Tenía que librarse de su dependencia de Gabriel de una vez por todas. Se había pasado media vida suspirando por una persona que no era real, sólo una consecuencia temporal del alcohol. Debía poner fin a esa relación insana.
«Le has gritado y le has insultado. Sal de aquí antes de que reaccione y se ponga violento.»
Mientras Julia se vestía, Gabriel había ido tambaleándose hasta la cocina. Necesitaba algo que lo ayudara a librarse de las telarañas causadas por el alcohol que le nublaban la mente. Abrió la puerta de la nevera y quedó inundado por su luz fluorescente.
Sus ojos vagaron hasta llegar a una gran bandeja blanca. Una bandeja blanca muy bonita y bien presentada. Muy femenina. Una bandeja con comida, zumo de naranja y lo que parecía un cóctel.
¿Qué era aquello?
«Pero ¡si hasta la ha decorado, por el amor de Dios!»
Se quedó mirando la bandeja sin dar crédito a lo que veía. La señorita Mitchell era una persona amable en general, pero ¿por qué iba a prepararle una bandeja de desayuno si no se hubiera acostado con ella? Aquel presente, en todo su adornado esplendor, era una prueba evidente de su seducción y, por esa misma razón, provocaba en él un gran rechazo.
A pesar de todo, se sintió muy agradecido de que le hubiera preparado un cóctel y se lo bebió de un trago. Era justo el antídoto que el martilleo de su cabeza necesitaba. Momentos más tarde, se empezó a encontrar mejor.
Sus ojos se movieron lentamente sobre el contenido de la bandeja hasta detenerse en la nota apoyada en el zumo de naranja. La leyó lentamente, sin comprender por qué Julianne habría elegido esa manera de comunicarse con él, hasta que llegó a las frases finales:
Apparuit iam beatitudo vestra.
Ahora aparece tu bendición.
Tu Beatriz
Tiró la nota, enfadado. Aunque no confirmaba que se hubieran acostado, sí demostraba que ella estaba enamorada de él. No le
extrañaba que hubiera sido tan fácil hacerle perder la virginidad. Las estudiantes solían encandilarse con las figuras de autoridad y entablar relaciones inadecuadas con ellas. En el caso de Julianne era obvio. Veía su relación a través de la lente de los personajes de su investigación. Se imaginaba que ella era Beatriz y que él era Dante. Una relación prohibida. Pero una tentación en la que él mismo había caído en un momento de egoísmo y de estupor alcohólico. Perdió el apetito bruscamente.
«¿Qué dirá Rachel cuando se entere?»
Maldiciendo su falta de autocontrol, pasó sin detenerse ante la habitación de invitados de camino a su dormitorio. Le vinieron a la mente fugaces recuerdos de la noche anterior. Se acordó de haber besado a Julianne en el pasillo. Recordó el suave tacto de su piel bajo sus manos y que la había deseado intensamente, anhelando la dulzura de sus labios, su cálido aliento; recordó cómo temblaba bajo sus manos... Aunque no se acordaba del acto en sí, ni del placer de acariciar su piel desnuda. Recordaba haberla mirado a la cara mientras estaba tumbada a su lado en la cama y que ella le había apoyado la mano en la cara y le había suplicado que fuera hacia la luz. Tenía el rostro de un ángel. Un hermoso ángel de ojos castaños.
«Ella quería ayudarme y ¿cómo se lo he pagado? Le he robado la virginidad y ni siquiera lo recuerdo. Se merecía algo mejor. Mucho mejor.»
Gruñendo como una alma torturada, se puso unos vaqueros y una camiseta y buscó las gafas por la habitación. Cuando estaba a punto de salir del dormitorio, se detuvo, inexplicablemente atraído por el cuadro que colgaba frente a la cama.
Beatriz.
Se movió hasta quedar casi pegado al precioso rostro de la familiar figura vestida de blanco. Su ángel de ojos castaños. Un destello de lo imposible apareció ante sus ojos, pero como una espiral de humo, se desvaneció. Tenía resaca y le costaba un gran esfuerzo pensar.
Julia abrió la puerta sigilosamente y se asomó al pasillo. No había nadie. Fue a la cocina a calzarse, cogió sus cosas y se dirigió al recibidor. Gabriel la estaba esperando allí apoyado en la puerta.
«Scheiße.»
—No puedes irte hasta que me expliques un par de cosas.
Ella tragó saliva con dificultad.
—Déjame marchar o llamaré a la policía.
—Si llamas a la policía, les diré que has entrado sin mi permiso.
—Si les dices eso, les diré que me has retenido contra mi voluntad y que me has hecho daño. —Otra vez estaba hablando sin pensar lo que decía y eso no era muy inteligente. Además, acababa de amenazarlo con una mentira. Porque todo lo que había pasado entre ellos había sido consentido, aparte de casto y muy dulce. Y ahora Gabriel lo había estropeado todo. Pero no lo sabía.
—Por favor, Julianne. Dime que no... —Sus ojos se cerraron con una mueca de dolor—. Dime que no fui brusco contigo. —La idea de haberle hecho daño casi le provocó náuseas. Llevándose una mano a las gafas, preguntó—: ¿Te hice mucho daño?
Durante un instante, Julia se planteó la posibilidad de mantenerlo colgando del anzuelo, pero no fue más que un instante. Cerró los ojos y gruñó antes de responder:
—No me hiciste daño. Físicamente no, al menos. Sólo querías que alguien te metiera en la cama y te hiciera compañía. Me rogaste que me quedara, pero como amiga. Fuiste mucho más caballeroso anoche de lo que lo has sido esta mañana. Creo que me gustas más cuando estás borracho.
—No digas eso, Julianne. Y sigo borracho. —Gabriel negó con la cabeza y suspiró—. Al menos, me alegro de no haber sido el primero.
Ella inspiró hondo y una expresión de pesar le cruzó el rostro.
—Pero... tu ropa... —Le miró el pecho y vio que los pezones se le marcaban de un modo muy atractivo debajo de la camiseta. Trató de apartar la vista, pero fracasó.
—¿Me estás tomando el pelo? —preguntó ella, molesta—. ¿De verdad no te acuerdas?
—Tengo lagunas. Me pasa a veces cuando bebo.
Julia perdió la paciencia.
—Me vomitaste encima. Por eso me cambié de ropa. Por ninguna otra razón, te lo aseguro.
Gabriel la miró, aliviado y avergonzado al mismo tiempo.
—Lo siento —se disculpó—. Y siento mucho haberte insultado. No pensaba lo que decía, no pienso eso en absoluto. Me ha sorprendido encontrarte aquí, vestida así. He creído que nosotros... —Dejó la frase en el aire, haciendo un gesto vago con la mano.
—Bobadas.
Gabriel le dirigió una mirada de advertencia.
—Si alguien del entorno de la universidad descubre que has
pasado la noche aquí, me meteré en un buen lío. Y tú también.
—No se lo diré a nadie, Gabriel. A pesar de lo que piensas de mí, no soy idiota.
Él frunció el cejo.
—Ya sé que no eres idiota. Pero si Paul o Christa llegaran a enterarse, yo...
—¿Eso es lo único que te preocupa? ¿No quedarte con el culo al aire? Pues no te preocupes, ya me ocupé de cubrírtelo anoche. Alejé a Christa de tu polla antes de que pudierais consumar vuestra relación profesor-alumna. ¡Deberías estar dándome las gracias, no echándome la bronca!
La expresión de Gabriel se ensombreció aún más.
—Gracias, señorita Mitchell. Pero si alguien te ve salir de aquí...
Julia levantó las manos, frustrada. Era imposible tratar con él esa mañana.
—Si alguien me ve, le diré que estaba de rodillas ante tu vecino para conseguir dinero para comprarme cuscús. No les costará nada creerlo.
Él la sujetó por la barbilla con más fuerza que la última vez.
—Te he dicho que pares. No vuelvas a hablar así.
Ella se quedó petrificada por la sorpresa, pero sólo durante un instante. En seguida se libró de un manotazo.
—No me toques —le dijo entre dientes.
Trató de abrir la puerta, pero él puso la mano en el pomo y siguió barrándole el paso.
—¡Maldita sea! ¡Te he dicho que pares!
Levantó la mano para agarrarla, pero ella pensó que iba a golpearla y se cubrió la cabeza con las manos. Al verlo, a Gabriel se le encogió el estómago.
—Julianne, por favor —le suplicó, susurrando—. No voy a pegarte. Sólo quiero hablar contigo. —Llevándose una mano a la cara, hizo una mueca—. He hecho cosas terribles cuando he perdido el control. Y tengo miedo de haberte tratado mal anoche. Por eso te hablo en este tono. Pero estoy furioso conmigo, no contigo.
»Tengo una gran opinión de ti. ¿Cómo no iba a tenerla? Eres hermosa, inocente y dulce. No me gusta verte tirada por el suelo como si fueras un animal o una esclava. Deja los jodidos cristales donde están, no me importa. ¿Recuerdas las palabras despectivas que me dijiste sobre ti misma al volver de Lobby? El recuerdo de esas palabras me ha martirizado desde ese día. Ten piedad de mí y deja de
denigrarte. No puedo soportarlo.
Carraspeó dos veces antes de continuar:
—No recuerdo lo que pasó con la señorita Peterson, pero me disculpo. Fui un idiota y tú me rescataste. Gracias. —Se recolocó las gafas lentamente—. Lo que pasó ayer noche no puede repetirse. Siento haberte besado. Estoy seguro de que fue una experiencia traumática. Un borracho babeándote por todas partes. Perdóname.
Julia contuvo el aliento. Para ser una disculpa, sus palabras habían sido muy hirientes. Al parecer, él no recordaba el beso igual que ella. Y eso la disgustó mucho.
—Ah, eso —replicó con fingida indiferencia—. Ya ni me acordaba. No fue nada.
Gabriel alzó las cejas. Por alguna razón, su expresión se ensombreció.
—¿Nada? Claro que fue algo.
Se la quedó mirando, preguntándose si debería hablarle de la nota de la bandeja o no.
—Estás disgustada y yo no estoy despejado del todo. Es mejor dejarlo antes de que digamos algo de lo que nos podamos arrepentir —concluyó con repentina frialdad—. Adiós, señorita Mitchell.
Abrió la puerta y le permitió salir.
—Gabriel... —Julia se volvió hacia él en cuanto estuvo en el rellano.
—¿Sí?
—Tengo que decirte una cosa.
—Te escucho.
Sonaba resignado.
—Paulina llamó anoche, mientras estabas... indispuesto. Y yo respondí al teléfono.
Gabriel se quitó las gafas y se frotó los ojos.
—Mierda. ¿Qué dijo?
—Me llamó puta y me dijo que te diera la vuelta y que te pusiera el teléfono en la oreja. Le contesté que no te encontrabas bien.
—¿Te dijo por qué llamaba?
—No.
—¿Le dijiste quién eras? ¿Le diste tu nombre?
Julia negó con la cabeza.
—Gracias a Dios —murmuró él.
Ella frunció el cejo. Había esperado que se disculpara en nombre de Paulina, pero no lo hizo. Ni se inmutó al oír que la había insultado.
Al contrario, parecía preocupado por si ella había molestado a Paulina.
«Tiene que ser su amante.»
Julia le dirigió una mirada glacial y empezó a temblar de rabia.
—Me rogaste que te siguiera. Que te buscara en el Infierno. Y ahí te encontré. Por mí, puedes quedarte eternamente.
Gabriel dio un paso atrás y, poniéndose las gafas, la miró con los ojos entornados.
—¿De qué demonios estás hablando?
—De nada. Se acabó, profesor Emerson.
Volviéndose, se dirigió al ascensor.
Confuso, Gabriel la vio alejarse. Tras unos momentos, fue tras ella.
—¿Por qué has escrito esa ridícula nota?
Julia sintió que una daga se le clavaba en el corazón. Enderezó los hombros y trató de que la voz no le temblara demasiado.
—¿Qué nota?
—¡Sabes perfectamente de qué nota hablo! La que has dejado en la nevera.
Ella se encogió de hombros exageradamente. Gabriel la sujetó por el codo y la obligó a volverse hacia él.
—¿Todo esto es un juego para ti?
—¡Claro que no! ¡Suéltame!
Se liberó de su mano y empezó a aporrear el botón de bajar, suplicándole al ascensor que acudiera en su rescate. Se sentía humillada y muy enfadada, además de estúpida y muy pequeña. Tenía que alejarse de él como fuera. Aunque tuviera que bajar andando.
Gabriel se le acercó un poco más.
—¿Por qué has firmado la nota de esa manera? —insistió.
—¿Y a ti qué más te da?
Gabriel oyó acercarse el ascensor y supo que le quedaban escasos segundos para obtener respuestas a sus preguntas. Cerró los ojos y las palabras de Julia retumbaron en su cabeza. Lo había buscado en el Infierno. Él le había rogado que fuera a buscarlo y el ángel de ojos castaños lo había hecho. No, claro que no. Las alucinaciones no respondían a los ruegos.
«¿Y si Beatriz no hubiera sido una alucinación? ¿Y si...» Sintió un escalofrío. Una vez más, lo imposible flotó ante sus ojos. Si se concentraba, podía verla ante él, pero su rostro era una mancha borrosa.
Un campanilleo avisó de que había llegado el ascensor.
Abrió los ojos.
Julia entró en el ascensor y se volvió hacia él, negando con la cabeza, exasperada por su confusión y por la intoxicación que aún le nublaba los ojos. Era un momento crucial para ella. Podía confesarle la verdad o podía guardar silencio, manteniendo lo sucedido entre los dos en secreto, como siempre, como cada día de los últimos seis jodidos años.
Cuando la puerta empezó a cerrarse, vio que él había vuelto a recordarla.
—¿Beatriz? —susurró.
—Sí —respondió ella, moviéndose para sostenerle la mirada durante más tiempo—. Soy Beatriz. Me diste mi primer beso. Me quedé dormida entre tus brazos en tu precioso huerto.
Gabriel trató de impedir que se cerraran las puertas.
—¡Beatriz! ¡Espera!
Pero era demasiado tarde. La puerta se cerró y aunque él aporreó el botón desesperadamente, el ascensor inició su lento pero inexorable descenso.
—Ya no soy Beatriz —dijo Julia, rompiendo a llorar.
Gabriel apoyó la frente y las manos contra el frío acero del ascensor.
«¿Qué he hecho?»


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