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El infierno de Gabriel - Cap.15 y 16

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El viejo señor Krangel miró por la mirilla y no vio nada fuera de lo común. Había oído a un hombre y a una mujer discutiendo, pero ahora no se veía a nadie. Incluso había oído un nombre: Beatriz. No sabía que hubiera una Beatriz en el rellano. En esos momentos, éste parecía desierto.
Ya había salido de casa una vez ese día. Había tenido que devolverle a su anónimo vecino el periódico, que habían dejado en su puerta por error. Los Krangel no estaban suscritos a ningún diario, pero la señora Krangel padecía demencia senil y lo había cogido sin darse cuenta.
Algo molesto por haber visto interrumpida la paz de la mañana del domingo por una kemfn en el rellano, el señor Krangel abrió la puerta y asomó su anciana cabeza. A unos quince metros de distancia vio a un hombre apoyado en la puerta del ascensor. Le temblaban los hombros.
Aunque muy incómodo ante el patético espectáculo, fue incapaz de apartar la vista.
No lo reconoció y no le pareció que fuera el mejor momento para presentarse. Sin duda, un adulto que salía al rellano descalzo y medio desnudo para hacer... lo que fuera que estuviera haciendo, no era alguien a quien deseara conocer. Los hombres de su generación no lloraban nunca. Claro que tampoco se quitaban los calcetines para salir de casa. A menos que fueran... raros. O vivieran en California.
El señor Krangel se metió en casa, cerró la puerta con llave y telefoneó al conserje para avisarle de que en el rellano había un hombre descalzo que acababa de tener una kemfn a gritos con una mujer llamada Beatriz.
Tardó cinco minutos en explicarle qué era una kemfn. Luego se quejó de eso durante un buen rato, culpando al sistema educativo de Toronto y a sus materias basadas en la cultura cristiana.
Estaban casi a finales de octubre y el tiempo en Toronto era frío. Julia no llevaba jersey debajo del abrigo y caminar hasta su casa no fue una experiencia agradable. Mientras lo hacía, se rodeó el pecho con los brazos, secándose las lágrimas de vez en cuando. Eran lágrimas de enfado y resignación.
La gente que se cruzaba con ella le dirigía miradas compasivas. Muchos canadienses eran así. Compasivos pero educadamente distantes. Julia les agradeció su sentimiento y todavía más que no se detuvieran a preguntarle qué le pasaba. Su historia era demasiado larga y complicada para explicarla en un momento.
Ella nunca se preguntaba por qué le pasaban cosas malas a la gente buena, porque ya sabía la respuesta: a todo el mundo le pasan cosas malas. No consideraba que eso sirviera de excusa para hacerle daño a otro, pero si había una experiencia que todos los seres humanos compartían era la del sufrimiento. Nadie se iba de este mundo sin haber derramado alguna lágrima, sin haber sentido dolor o haberse sumido en un pozo de tristeza. ¿Por qué debería ser distinta su vida? ¿Por qué debería esperar un trato de favor? Hasta la madre Teresa había sufrido, y eso que era una santa.
No se arrepentía de haber cuidado de El Profesor mientras estaba borracho, por mucho que su buena acción hubiera sido recompensada con un castigo en vez de con un premio. Si uno creía que la amabilidad nunca se perdía, tenía que actuar en consecuencia, incluso cuando le echaban su amabilidad en cara.
De lo que se avergonzaba era de haber sido tan idiota, tan estúpida, tan ingenua de creer que él la seguiría recordando después de la borrachera y que las cosas entre ellos volverían a ser como antes (aunque en realidad nunca habían sido de ninguna manera). Sabía que se había dejado llevar por su fantasía y que se había inventado un cuento de hadas sin tener en cuenta el mundo real y al Gabriel real.
«Pero por un instante, fue real. La chispa seguía viva. Cuando me besó y me acarició, la electricidad seguía estando allí. Tiene que haberla sentido él también. Es imposible que haya existido sólo en mi cabeza.»
Julia se obligó a no seguir por ese camino, recordándose que acababa de empezar una dieta libre de Emerson.
«Ha llegado el momento de crecer. Se acabaron los cuentos de hadas. En setiembre no te reconoció y ahora tiene a Paulina.»
Al llegar a su agujero de hobbit, se dio una larga ducha y se puso el pijama de franela más viejo y suave que tenía. Era rosa pálido con un estampado de patitos de goma. Tiró la camiseta de Gabriel a la parte de atrás del armario, esperando olvidarse de ella, se hizo un ovillo en la cama, abrazada al conejito de terciopelo, y se durmió, exhausta física y emocionalmente.
Mientras ella dormía, Gabriel estaba luchando contra la resaca y contra el impulso de sumergirse en una botella de whisky escocés y no volver a salir a la superficie.
No la había perseguido. No había bajado a trompicones treinta pisos por la escalera. No había esperado el siguiente ascensor para perseguirla por la calle.
No. Se había tambaleado hasta el salón, donde se había dejado caer en una butaca para revolcarse en las náuseas y el odio hacia sí mismo. Se maldijo por la brusquedad con que la había tratado, no sólo esa mañana, sino desde el primer día del seminario. Una brusquedad mucho más odiosa por el hecho de que ella la había tolerado en silencio, con una paciencia digna de una santa, sabiendo en todo momento quién era y lo que significaba para él.
«¿Cómo puedo haber estado tan ciego?»
Pensó en la primera vez que la vio. Acababa de regresar a Selinsgrove deprimido y desesperado. Pero Dios había intervenido. Como un auténtico deus ex máchina le había enviado un ángel para rescatarlo del infierno. Un ángel delicado, de ojos castaños, vestido con vaqueros y zapatillas deportivas, con un rostro hermoso y una alma pura, que lo había consolado en la oscuridad y le había dado esperanza. Un ángel que parecía apreciarlo sinceramente, a pesar de todos sus defectos.
«Ella me salvó.»
Y, por si fuera poco, ese ángel había aparecido una segunda vez, justo el día en que había perdido la otra poderosa fuerza del bien que existía en su vida: Grace. El ángel se había sentado en su clase, recordándole que existía la verdad, la belleza, la bondad. Y él había respondido hablándole mal y amenazándola con expulsarla del curso. Y esa mañana había vuelto a tratarla con crueldad y la había comparado con una puta.
«El follaángeles soy yo. He jodido al ángel de ojos castaños.» Maldiciendo la ironía de quien lo había bautizado con el nombre de un arcángel, se dirigió a la cocina a buscar la nota.
Con el frágil y hermoso mensaje en la mano, vio su propia fealdad. Era una fealdad interna, del alma. La nota de Julia, del mismo modo que la bandeja del desayuno, contrastaba con el pecado de Gabriel de un modo imposible de ignorar.
Ella no se lo podía haber imaginado en ese momento, pero las palabras que había pronunciado estando con Paul, una semana atrás, cobraron más sentido que nunca. A veces, cuando la gente no obtenía
respuesta a sus gritos, podía oír el eco de su propio odio. A veces, la bondad era suficiente para dejar en evidencia a la maldad.
Dejando caer la nota, Gabriel enterró la cara entre las manos y se echó a llorar.
Cuando Julia se despertó al fin, eran más de las diez de la noche. Bostezó y se estiró. Tras prepararse un triste tazón de gachas instantáneas y lograr tomarse casi un tercio, escuchó el buzón de voz.
Había apagado el móvil al llegar a casa de Gabriel la noche anterior, porque esperaba una llamada de Paul y no estaba de humor para hablar con él, ni entonces ni ahora. Sabía que probablemente la animaría a hacerlo, pero lo único que quería en esos momentos era estar sola para lamerse las heridas, como un cachorro al que le hubieran dado una paliza.
Con el ánimo por los suelos, Julia revisó sus mensajes, buscando primero los más antiguos. Frunció el cejo al darse cuenta de que tenía la memoria llena. Nunca le había pasado antes. Las únicas personas que la llamaban eran su padre, Rachel y Paul y sus mensajes siempre eran breves.
«Hola, Julia, soy yo. Es sábado por la noche y la conferencia ha ido muy bien. Te llevo un recuerdo de Princeton. No te preocupes, es pequeño. Supongo que estarás en la biblioteca, trabajando. Llámame luego. [Silencio elocuente.] Te echo de menos.»
Julia suspiró. Borró el mensaje y pasó al siguiente, que también era de Paul.
«Hola, Julia. Vuelvo a ser yo. Es domingo por la mañana. Supongo que no llegaré muy tarde esta noche. ¿Quieres que cenemos juntos? Hay un restaurante de sushi no muy lejos de tu casa. Llámame. Te echo de menos, Conejito.»
Tras borrar el segundo mensaje, Julia le escribió un mensaje de texto, diciéndole que estaba griposa y que prefería no salir de la cama. Lo avisaría cuando se encontrara mejor y esperaba que llegara a casa sano y salvo. No le dijo que lo echaba de menos.
El siguiente mensaje era de un número local desconocido.
«Julianne... ejem, Julia. Soy Gabriel. Yo... Por favor, no cuelgues. Sé que soy la última persona con la que quieres hablar ahora mismo, pero llamo para arrastrarme. De hecho, estoy delante de tu edificio, bajo la lluvia. Estaba preocupado por ti y quería asegurarme de que habías llegado bien a casa.
»Ojalá pudiera volver atrás en el tiempo. Volvería a esta mañana
y te diría que nunca había visto nada tan bonito como tú, feliz, bailando en mi salón. Te diría que soy el hombre más afortunado del mundo porque me rescataste y te quedaste a mi lado toda la noche. Que soy un idiota que lo jode todo y que no me merezco tu amabilidad. En absoluto. Sé que te he hecho daño, Julia, y lo siento. [Respiración profunda.] No debí dejarte marchar esta mañana. No de esa manera. Tenía que haber salido corriendo detrás de ti y haberte suplicado que te quedaras. La he cagado, Julia. La he cagado bien.
»Debería haberme humillado. Y eso es lo que pretendo hacer ahora. Por favor, sal a la calle para que pueda disculparme. Mejor no. No salgas. Pillarás una pulmonía. Sólo ven hasta la puerta y escúchame a través del cristal. Estaré aquí, esperándote. Te dejo mi número de móvil...»
Julia frunció el cejo y borró el mensaje sin molestarse en anotar su número. Sin cambiarse de ropa, vestida con el pijama de patitos de goma, salió del apartamento y se acercó a la puerta de la calle. No tenía ninguna intención de escuchar las excusas de Gabriel. Sólo quería comprobar si seguía allí, bajo la lluvia y el frío.
Apoyó la nariz contra el vidrio, empañándolo, y trató de ver en la oscuridad. Ya no llovía y no había ningún profesor a la vista. Se preguntó cuánto rato habría esperado. Se preguntó si habría ido hasta allí sin paraguas. Enderezando la espalda, se dijo que no le importaba.
«Que pille una pulmonía. Se lo tiene merecido.»
Al volverse, se dio cuenta de que había un ramo de jacintos apoyado en uno de los pilares del porche de la entrada. Tenía un gran lazo rosa y lo que parecía una tarjeta Hallmark en el centro. En el sobre le pareció que ponía «Julia».
«¿En serio, profesor Emerson? No sabía que hubiera tarjetas Hallmark para estas ocasiones. ¿Qué pone? “¿Para la estudiante de tesis que eché de casa a gritos después de decirle que quería acariciarla como a un gatito y de vomitarle encima?”»
Julia regresó al apartamento, negando con la cabeza y murmurando entre dientes.
Acomodándose en la cama con el portátil, buscó en Internet el significado de los jacintos lila, por si Gabriel —o su florista— trataba de enviarle un mensaje subliminal. En una página web sobre horticultura, encontró lo siguiente: «Los jacintos lila simbolizan el dolor, el arrepentimiento, una disculpa».
«Ya, bueno, si no te hubieras comportado como un cabronazo conmigo, ahora no tendrías que comprar jacintos para suplicar que te
perdonara. Gilipollas.» Sacudiendo la cabeza, furiosa, dejó el ordenador a un lado y escuchó el último mensaje. Era también de Gabriel y lo había dejado hacía poco rato.
«Julia, quería decirte esto en persona, pero no puedo esperar más. No puedo esperar más.
»Esta mañana no quería llamarte puta. Te lo juro. Ha sido una comparación horrible y nunca debí decirlo, pero no quería llamarte puta. Me molesta mucho verte de rodillas. No te imaginas cuánto. Deberías ser adorada, venerada, tratada con dignidad. Nunca deberías estar de rodillas, Julia, ante nadie. Lo que pienses de mí no importa, pero nunca te olvides de eso. Es la verdad.
»Debería haberme disculpado por lo que te dijo Paulina. Acabo de dejarle las cosas claras y me ha pedido que me disculpe de su parte. Ella y yo tenemos una... ejem... [tos] es complicado. No creo que te cueste imaginarte por qué llegó a la conclusión a la que llegó. Todo tiene que ver con mi historial y nada con el tuyo. Siento que te faltara al respeto. No volverá a pasar. Te lo prometo.
»Gracias por prepararme el desayuno esta mañana. [Pausa muy larga.] Ver la bandeja me ha afectado mucho. No puedo expresarlo con palabras. Julia, nadie había hecho algo así para mí antes. Nadie. Ni Grace, ni un amigo, ni una amante, nadie... Has sido buena, amable y generosa conmigo y yo... he sido egoísta y cruel. [Se aclara la garganta.]
»Por favor, Julia. [La voz se le vuelve ronca.] Tenemos que hablar de la nota. La tengo en la mano y no voy a soltarla. Hay cosas importantes que he de contarte. Son cosas graves, de las que no quiero hablar por teléfono. Siento mucho lo que ha pasado esta mañana. Es culpa mía y me gustaría mucho arreglarlo. Por favor, dime qué puedo hacer para arreglarlo y lo haré. Llámame.»
Una vez más, Julia borró el mensaje y una vez más no guardó su número de móvil. Apagó el teléfono y lo dejó junto al portátil en la mesita plegable. Luego volvió a la cama y trató de quitarse la voz triste y torturada de Gabriel de la cabeza.
No salió del apartamento ni al día siguiente ni al otro. Pasó todo el tiempo vestida con distintos pijamas de franela, tratando de distraerse con música a todo volumen o leyendo novelas de Alexander McCall Smith. Las historias de Edimburgo eran sus favoritas. Eran alegres, tenían un poco de misterio y eran inteligentes. Le gustaba su estilo. Le parecía reconfortante. Leer sus novelas solía despertarle el apetito por todo lo escocés, desde las gachas a las galletas Walker de
mantequilla o el queso cheddar de la isla de Mull, no necesariamente en ese orden.
Aunque acababa de vivir una experiencia muy traumática junto a Gabriel, especialmente dolorosa después de haber pasado la noche entre sus brazos, estaba decidida a no permitir que él la destruyese psicológicamente. Sabía lo que era que alguien hiciera algo así. De hecho, Gabriel ya la había destrozado psíquicamente una vez. Y Julia se había jurado que no volvería a pasar.
Por eso, tomó tres decisiones:
La primera, que no dejaría de ir a sus clases, porque necesitaba el seminario para sus créditos.
La segunda, que no iba a abandonar ni iba a regresar a Selinsgrove con el rabo entre las piernas.
Y la tercera, que buscaría a otro director de proyecto y que presentaría la documentación lo antes posible, a espaldas de Emerson.
El martes por la noche, volvió a encender el móvil y a revisar los mensajes de voz. La memoria volvía a estar llena. Puso los ojos en blanco al comprobar que el primer mensaje era de Gabriel. Lo había dejado el lunes por la mañana.
«Julianne... te dejé algo anoche en el porche. ¿Lo viste? ¿Leíste la tarjeta? Por favor, léela.
»Por cierto, llamé a Paul Norris para que me diera tu número de móvil. Me inventé una excusa. Le dije que tenía que comentarte un tema del proyecto, por si te pregunta algo.
»¿Sabes que te dejaste el iPod? Lo he estado escuchando. Me sorprendió que tuvieras a Arcade Fire. He estado escuchando Intervention. Me ha extrañado que a alguien tan feliz y equilibrado como tú le guste una canción tan trágica. Quisiera devolverte el iPod en persona.
»Y me gustaría que hablaras conmigo. Grítame, insúltame, maldíceme, tírame cosas a la cara, pero no me castigues con este silencio, Julianne, por favor. [Gran suspiro.] Sólo te pido unos minutos de tu tiempo. Por favor, llámame.»
Julia borró el mensaje y se dirigió al porche, vestida con un pijama de franela a cuadros escoceses. Cogió la tarjeta que acompañaba al ramo; la rompió en mil pedazos y tiró los trozos al otro lado de la valla. Luego tiró también los jacintos, ya muy marchitos. Tras inspirar el aire fresco de la noche, cerró la puerta con rabia y volvió a casa.
Cuando estuvo más calmada, escuchó el siguiente mensaje, que también era de Gabriel. Se lo había dejado esa tarde.
«Julianne, ¿sabías que Rachel está de viaje en una isla canadiense perdida de la mano de Dios? No tiene acceso a Internet ni cobertura de teléfono. Tuve que llamar a Richard, por el amor de Dios, porque no contestaba al teléfono. Quería ponerme en contacto con ella para que se pusiera en contacto contigo, ya que no respondes a mis mensajes.
»Estoy preocupado por ti. He preguntado y nadie te ha visto, ni siquiera Paul. Voy a enviarte un correo electrónico, pero será formal, porque la universidad tiene acceso a mi cuenta. Espero que escuches esto antes de que te llegue el correo, o pensarás que vuelvo a ser el mismo idiota de siempre. No lo soy, pero tengo que sonar como un pomposo en un mensaje oficial. Si me respondes, ten en cuenta que cualquier miembro de la administración puede leer esos correos. Ten cuidado con lo que dices.
»Te veré mañana en el seminario. Si no vas, llamaré a tu padre y le pediré que te localice. No sé dónde estás. No sé si estás en un autocar de camino a Selinsgrove. Por favor, llámame. Estoy haciendo un gran esfuerzo para no ir a tu casa. [Larga pausa...]
»Sólo quiero saber que estás bien. Dos palabras, Julia. Envíame dos palabras diciéndome que estás bien. Es lo único que pido.»
Julia encendió el ordenador y revisó el correo de la universidad. En la bandeja de entrada, esperando como una bomba de relojería, estaba el mensaje del profesor Gabriel O. Emerson:
Querida señorita Mitchell:
Necesito hablar con usted sobre un tema bastante urgente.
Por favor, contacte conmigo lo antes posible. Puede llamarme al siguiente número de móvil: 416-555-0739.
Saludos,
Prof. Gabriel O. Emerson
Profesor
Departamento de Estudios Italianos/
Centro de Estudios Medievales
Universidad de Toronto
Julia borró tanto el correo electrónico como el mensaje de voz sin pensarlo ni un momento. Luego le escribió un correo a Paul, explicándole que todavía no se encontraba lo bastante recuperada
como para asistir al seminario del día siguiente y pidiéndole que informara a El Profesor. Le agradeció los correos que le había enviado y se disculpó por no haber respondido antes. Para acabar, le preguntó si le gustaría acompañarla a visitar la exposición sobre arte florentino que presentaba el Royal Ontario Museum cuando se recuperara.
Al día siguiente, pasó casi toda la tarde redactando un correo provisional para la profesora Jennifer Leaming, del Departamento de Filosofía. La profesora Leaming era especialista en santo Tomás de Aquino y también estaba interesada en Dante. Aunque Julia no la conocía personalmente, Paul había asistido a una de sus clases y le había gustado mucho. Era joven, divertida y muy popular entre los estudiantes, todo lo contrario que el profesor Emerson. Julia esperaba que aceptara dirigir su proyecto y en el correo se lo planteaba como una posibilidad.
Le habría gustado consultarlo con Paul, pero sabía que éste asumiría que Emerson la había expulsado y que se enfrentaría con él por su culpa. Así que envió el correo a la profesora Leaming esperando que recibiera su propuesta de buena gana y que respondiera rápidamente.
Cuando esa noche volvió a revisar su buzón de voz, se encontró con un nuevo mensaje de Gabriel:
«Julianne, es miércoles por la noche. Te he echado de menos en el seminario. Tu sola presencia es capaz de iluminar una sala, ¿lo sabes? Siento no habértelo dicho antes.
»Paul me ha dicho que estás enferma. ¿Puedo llevarte algo? ¿Caldo de pollo? ¿Helado? ¿Zumo de naranja? Puedo hacer que te lo lleven a casa. No tendrías que verme. Por favor, déjame ayudarte. Me siento muy mal sabiendo que estás sola y enferma en tu apartamento, sin poder hacer nada.
»Al menos sé que estás en casa, a salvo, y no en un autocar en alguna parte. [Una pausa... Se aclara la garganta.]
»Recuerdo haberte besado. Y recuerdo que tú me devolviste el beso. Lo hiciste, Julia. Lo sé. ¿No lo notaste? Hay algo entre nosotros. O al menos, lo hubo.
»Por favor, necesito hablar contigo. No esperarás que justo después de descubrir tu identidad, vaya a actuar como si no existieras. Tengo que explicarte unas cuantas cosas. Bastantes. Llámame, por favor. Sólo te pido una conversación. Creo que me la debes.»
El tono de los mensajes de Gabriel había ido aumentando en desesperación. Julia apagó el teléfono, suprimiendo al mismo tiempo
su empatía innata. Sabía que la universidad podía acceder al correo de Gabriel, pero en esos momentos le daba igual. Sólo quería que parara de dejarle mensajes en el buzón de voz. No iba a poder seguir adelante con su vida si no dejaba de molestarla. Y no daba la sensación de que fuera a rendirse pronto.
Por eso le escribió un correo a su cuenta de la universidad, volcando todo su enfado y su dolor en cada palabra:
Dr. Emerson:
Deje de acosarme.
Ya no quiero nada con usted. No quiero conocerlo. Si no me deja en paz, me veré obligada a presentar una demanda por acoso. Y eso es lo que haré si se pone en contacto con mi padre. Inmediatamente.
Si cree que voy a permitir que algo tan insignificante me aparte de mis estudios, está muy equivocado. Necesito otro director de proyecto, no un billete de vuelta.
Saludos,
Señorita Julia H. Mitchell
Humilde Estudiante del curso de doctorado,
que pasa de rodillas más tiempo que cualquier puta.
P. D.: Devolveré la beca M. P. Emerson la semana que viene. Felicidades, profesor Abelardo. Nadie me ha humillado tanto como usted el domingo pasado.
Julia apretó el botón de ENVIAR sin releer el mensaje.
Para reforzar su rebelión, se tomó dos chupitos de tequila y puso la canción All the Pretty Faces, de The Killers. A todo volumen y con repetición.
Fue un momento Bridget Jones total.
Agarró un cepillo del baño y empezó a cantar como si fuera un micrófono y a bailar dando brincos por la habitación, con su pijama de franela con estampado de pingüinos. Tenía un aspecto bastante ridículo. Y se sentía extrañamente... peligrosa, desafiante, rebelde.
En los días que siguieron al enfadado correo de Julia, El Profesor interrumpió todo contacto. Cada día, esperaba tener noticias suyas, pero no llegaba nada. Hasta el martes siguiente, cuando recibió otro mensaje de voz.
«Julianne, estás dolida y enfadada, lo entiendo. Pero no
permitas que tu enfado te impida disfrutar de algo que te has ganado siendo la estudiante con las calificaciones más brillantes de todos los que se presentaron al curso de doctorado de este año. Por favor, no renuncies a un dinero que te permitirá volver a casa y visitar a tu padre sólo porque yo haya sido un idiota.
»Siento haberte humillado. Estoy seguro de que cuando me llamaste Abelardo no lo hiciste como un halago, pero lo cierto es que a Abelardo le importaba Eloísa, igual que a mí me importas tú. Así que, en ese sentido, nos parecemos. Y él le hizo daño, igual que yo te he lastimado a ti. Pero se arrepintió mucho después. ¿Has leído las cartas que le escribió? Lee la sexta y dime luego si has cambiado de opinión sobre él... y sobre mí.
»Es la primera vez que se concede la beca porque nunca había conocido a nadie que fuera lo bastante especial como para recibirla hasta que te conocí. Si la devuelves, el dinero se quedará en el banco y nadie se beneficiará de él. No permitiré que vaya a parar a nadie más, porque te pertenece.
»Estaba tratando de sacar algo bueno de algo malo. Pero he fracasado igual que en todo lo demás. Todo lo que toco se contamina... Se destruye. [Larga pausa...]
»Hay algo que puedo hacer por ti y es ayudarte a encontrar otro director de proyecto. La profesora Katherine Picton es amiga mía y, aunque está retirada, ha aceptado reunirse contigo para discutir la posibilidad de dirigir tu proyecto. Sería una tremenda oportunidad para ti. Me dijo que te pusieras en contacto con ella vía correo electrónico lo antes posible. Su dirección es KPicton@UToronto.ca.
»Sé que es tarde para que te apuntes a otro seminario, aunque no dudo que es lo que desearías. Le preguntaré a algún colega si puede supervisarte un curso de lectura para que obtengas los créditos que necesitas sin necesidad de asistir al seminario. Firmaré la solicitud y la presentaré ante el Colegio de Estudios de Grado. Dile a Paul lo que quieres hacer y que él me dé el mensaje. Sé que no quieres hablar conmigo.
[Se aclara la garganta.]
»Paul es un buen chico.
[Murmullos...]
»Audentes fortuna iuvat.
[Pausa... La voz se le convierte en un susurro.]
»Siento que ya no quieras conocerme. Pasaré el resto de mi vida lamentando haber desperdiciado mi segunda oportunidad contigo. Y
siempre seré consciente de tu ausencia.
»Pero no volveré a molestarte. [ Carraspea dos veces.]
»Adiós, Julianne. [Larga, larguísima pausa antes de que finalmente cuelgue.]»
Julia estaba asombrada. Permaneció sentada, boquiabierta, con el teléfono en la mano, tratando de asimilar todo lo que había oído. Volvió a escucharlo y luego otra vez. La única parte que no le costaba entender y aceptar era la cita de Virgilio: «La fortuna favorece a los audaces».
Sólo El Profesor sería capaz de aprovechar un mensaje de disculpa para demostrar sus conocimientos académicos y darle una clase improvisada sobre las cartas de Abelardo. Aunque se negó a seguir su consejo y no buscó la sexta carta, trató de ignorar su enfado y centrarse en el tema de Katherine Picton.
La profesora Picton tenía setenta años. Era una especialista en Dante que se había formado en Oxford y que había dado clases en Cambridge y en Yale antes de que la Universidad de Toronto la atrajera, financiando una cátedra de Estudios Italianos. Tenía fama de ser severa, exigente y brillante. Su nivel de erudición competía con el de Mark Musa. La carrera de Julia obtendría un empujón muy fuerte si presentara su proyecto bajo su supervisión. Si hacía un buen trabajo, podría hacer el doctorado donde quisiera: Oxford, Cambridge, Harvard...
Gabriel le estaba ofreciendo en bandeja la mayor oportunidad de su vida, envuelta en papel de regalo y con un lazo grande y brillante. Una oportunidad que valía mucho más que un maletín o que una beca de estudios. ¿Tendría contrapartidas?
«Expiación —pensó Julia—. Está tratando de compensarme por todos los malos momentos que me ha hecho pasar.»
Gabriel se lo había pedido a Katherine Picton como un favor personal. Los profesores eméritos muy raramente dirigían tesis doctorales, mucho menos proyectos de estudiantes de cursos de especialización. Era un favor tan grande que sin duda habría tenido que echar mano de toda su influencia.
«Y lo ha hecho por mí.»
Después de reflexionar sobre el mensaje desde todos los puntos de vista, no le quedó más remedio que hacerse la pregunta que había estado evitando hacerse:
«¿Gabriel se está despidiendo de mí?»
Escuchó el mensaje tres veces más y, sintiéndose bastante culpable, lloró hasta quedarse dormida. A pesar de la rebeldía que había guiado sus actos esos últimos días, algo en su interior sabía que tenía una alma gemela en Gabriel. Y eso no podía eliminarse a no ser que estuviera dispuesta a eliminar una parte de su alma.
A la mañana siguiente, bien temprano, llamó a Paul con la excusa de quedar con él antes del seminario. En realidad, esperaba que le dijera que Emerson se había puesto enfermo, o que se había marchado repentinamente a Inglaterra, o que había pillado la gripe porcina y se había cancelado el seminario. Por desgracia, no había hecho ninguna de esas cosas.
Después de mucho dudar, decidió asistir al seminario, por si acaso Gabriel no lograba encontrarle un curso de lectura que le diera los créditos necesarios. Si la recompensa era tener a la profesora Picton como directora de proyecto, bien podría resistir las cinco semanas restantes del semestre. Esa tarde, entró en la oficina del departamento para revisar el casillero del correo, antes de reunirse con Paul.
Le extrañó encontrar un gran sobre acolchado. Al darle la vuelta, vio que no llevaba remitente ni destinatario.
Lo abrió rápidamente y lo que encontró dentro la dejó con la boca abierta. Aplastado en su interior, como si se tratara de las plumas de un cuervo, estaba su sujetador de encaje negro. El que, desgraciadamente, se había dejado olvidado encima de la secadora de Gabriel.
«Cabrón.»
Julia se sentía tan furiosa que empezó a temblar. ¿Cómo se atrevía a dejárselo en el casillero? Cualquiera podía haber estado a su lado mientras abría el sobre.
«¿Está tratando de humillarme una vez más? ¿O cree que es divertido?»
(No se dio cuenta de que el iPod también estaba en el sobre.)
—Hola, preciosa.
Sobresaltada, Julia ahogó un grito.
—Lo siento, no quería asustarte.
Al volverse, se encontró con los amables ojos oscuros de Paul, que la miraban con extrañeza.
—Qué nerviosa estás. ¿Es por el sobre? ¿Sucede algo? —preguntó, señalándolo con la barbilla, con las manos levantadas en señal de rendición para tranquilizarla.
—No, no es nada. Propaganda. —Metió el sobre en su nueva mochila L. L. Bean y se obligó a sonreír—. ¿Listo para el seminario? Creo que va a ser una buena clase.
—No lo creo. El Profesor está de muy mal humor. No lo provoques. Lleva dos semanas rarísimo. —Paul se había puesto muy serio—. No quiero que se repita lo que pasó la última vez que estuvo tan alterado.
Julia se apartó el pelo de la cara y sonrió.
«Creo que deberías decirle a Emerson que no me provoque él a mí. Llevo un sujetador negro en la mochila y un montón de rabia acumulada. Es él quien tiene problemas. No yo.»
—Me alegro de que estés mejor. Estaba preocupado por ti. —Paul le cogió la mano y le puso algo frío en la palma. Luego le cerró los dedos y se los apretó con suavidad. Al abrirlos, Julia vio que se trataba de un precioso llavero de plata, en forma de letra «P», que se balanceaba como un péndulo.
—Ni se te ocurra decirme que no puedes aceptarlo. Sé que no tienes llavero y quería que supieras que había pensado en ti mientras estaba fuera. Por favor, no me lo devuelvas.
Julia se ruborizó.
—No iba a devolvértelo. No quiero ser de esas personas que, cuando los otros tratan de ser amables con ellas, lo pagan tirándoles su amabilidad a la cara. Sé lo que se siente. —Miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que estaban solos—. Gracias, Paul. Yo también te he echado de menos.
Se acercó y le rodeó el enorme torso con los brazos, con el llavero colgando de los dedos. Apoyando la mejilla en los botones de su camisa, lo abrazó.
—Gracias —repitió, suspirando mientras los largos y musculosos brazos de Paul la engullían.
—De nada, Conejito —replicó él, dándole un suave beso en la coronilla.
Ajenos a todo, no se dieron cuenta de que un temperamental especialista en Dante acababa de entrar en el despacho, ansioso de asegurarse de que cierta prenda había llegado a su destinataria. Se quedó inmóvil al ver a la joven pareja que se abrazaba y murmuraba algo en voz baja.
«El follaángeles vuelve a la carga.»
—¿Quién te ha tirado tu amabilidad a la cara? —preguntó Paul, ajeno al dragón que escupía fuego por la boca a su espalda.
En vez de responder, Julia lo abrazó con más fuerza.
—Dímelo, Conejito, y yo le ajustaré las cuentas a ese desgraciado. O desgraciada —pidió su amigo con los labios pegados al cabello de ella—. Eres muy especial para mí, ¿lo sabes? Si necesitas cualquier cosa, sólo tienes que pedírmela. Cualquier cosa. ¿De acuerdo?
Julia suspiró contra su pecho.
—Lo sé.
El dragón de ojos azules se volvió y salió del despacho bruscamente, murmurando algo sobre un follaconejitos.
Julia interrumpió el abrazo.
—Gracias, Paul. Y gracias por esto —añadió, sonriendo y levantando el llavero.
«Podría pasarme la vida contemplando esa sonrisa», pensó él.
—De nada, ha sido un placer.
Poco después, entraron en la sala de seminarios. Julia evitó mirar a Gabriel, por lo que mantuvo los ojos fijos en Paul, mientras reía una de sus bromas. Éste le apoyó la mano en la parte baja de la espalda guiándola hacia los asientos.
«¡Las manos quietas, follaconejitos!»
El Profesor lo miró con hostilidad hasta que se distrajo al ver la nueva mochila de Julia. Se preguntó cómo había logrado que pareciera nueva y por qué no usaba su regalo. Se sintió muy mal.
«¿Le diría Rachel que era un regalo mío?», pensó y la idea lo torturó.
Jugueteó con la pajarita, atrayendo la atención sobre ella. Se la había puesto para mortificarse, pero Julia no se la había visto, porque no le había dirigido la mirada en ningún momento. Estaba contándose secretitos y riendo con Paul, moviendo la melena y castigándolo con sus mejillas sonrosadas y sus labios rojos... Estaba todavía más guapa que en su recuerdo.
—Señorita Mitchell, tengo que hablar con usted un momento cuando acabe la clase, por favor —le dijo con una sonrisa.
Gabriel bajó la vista hacia sus zapatos brillantes acabados en punta y se disponía a empezar a hablar cuando una vocecita decidida lo interrumpió desde la parte trasera del aula:
—Lo siento, profesor, hoy no puedo. Tengo una cita urgente que no puedo aplazar.
Luego miró a Paul y le guiñó un ojo.
Gabriel alzó la cabeza despacio y se la quedó mirando fijamente.
Diez estudiantes contuvieron el aliento y se echaron hacia atrás en las sillas, como si tuvieran miedo de que fuera a explotar o de que de sus ojos saliera disparada alguna daga.
Julia lo estaba provocando. Era obvio. Su tono de voz, su manera de acercarse a Paul, cómo se retiraba el pelo de la cara con una mano...
Gabriel se quedó hipnotizado al ver la curva de su cuello y recordó su piel delicada, su aroma a vainilla que lo perseguía en persona o en sueños. Quería insistir, exigirle que se reuniera con él, pero sabía que si perdía los nervios lo único que conseguiría sería que ella se alejara aún más, cada vez más lejos de su alcance hasta perderla del todo. No podía permitirlo.
Parpadeó varias veces.
—Por supuesto, señorita Mitchell. Estas cosas pasan. Por favor, envíeme un mail diciéndome cuándo le va bien.
Trató de sonreír, pero no lo consiguió. Sólo se le levantó un lado de la boca, con lo que parecía que sufriera parálisis facial.
Julia lo miró. No se ruborizó ni parpadeó. Su expresión era... ausente.
Al darse cuenta, Gabriel sintió pánico.
«Estoy tratando de ser amable y me mira como si no estuviera aquí. ¿Tan sorprendente es que me comporte con cordialidad? ¿Que sea capaz de mantener el control de mis emociones?»
Paul apretó el codo de Julia por debajo de la mesa. Cuando ella lo miró, le hizo una señal con los ojos.
Ella pareció despertarse de un sueño.
—Por supuesto, profesor. Otra vez será —dijo, antes de bajar la mirada y esperar a que empezara la clase.
La mente de Gabriel funcionaba a toda velocidad. Si no era capaz de hablar con ella ese día, podían pasar muchos más, o incluso semanas, antes de que pudiera darle una explicación. No podía esperar tanto. Esa separación estaba acabando con él. Y sabía que, cuanto más esperara, menos receptiva iba a estar. Tenía que hacer algo. Tenía que encontrar un modo de comunicarse con ella. Inmediatamente.
—Ejem, he decidido que en vez de un seminario normal, hoy les voy a dar una conferencia. Examinaré la relación entre Dante y Beatriz. En particular, lo que sucedió cuando se encontraron por segunda vez y ella lo rechazó.
Julia ahogó un grito y lo miró horrorizada.
—Siento tener que hacer esto —explicó en tono conciliador—, pero no me queda más remedio. Ha surgido un malentendido que debo aclarar antes de que sea demasiado tarde. —Tras cruzar la mirada con la suya durante un instante, bajó la vista hacia sus notas. Notas que, por supuesto, ya no le servían de nada.
El corazón de Julia se había desbocado.
«Oh, no. No se atreverá...»
Gabriel respiró hondo y empezó a hablar:
—Beatriz representa muchas cosas para Dante. Sobre todo, es su ideal de feminidad. Beatriz es hermosa, es inteligente y encantadora. Tiene todas las características que él considera esenciales en la mujer ideal.
»La primera vez que se encontraron, ambos eran muy jóvenes. Demasiado jóvenes para establecer una relación de ningún tipo. Y, en vez de enturbiar su amor con un prosaico lío de mal gusto, Dante prefirió adorarla a distancia, como muestra de respeto por su edad y falta de experiencia.
»Pero el tiempo pasa y Dante se reencuentra con Beatriz. Ésta se ha convertido en una joven de talento, todavía más hermosa e inteligente. Sus sentimientos hacia ella son más fuertes, aunque esté casado. Vierte su afecto en la poesía y le escribe varios sonetos a Beatriz, pero ninguno a su esposa.
»Dante no conoce a Beatriz. Apenas tienen contacto directo, pero eso no resulta ningún impedimento para que él que la adore a distancia. Cuando ella muere, a los veinticuatro años, él le rinde homenaje en sus escritos.
»En La Divina Comedia, la obra más famosa de Dante, Beatriz convence a Virgilio para que éste guíe al poeta en el Infierno, ya que ella, como una de las almas redimidas, no puede salir del Paraíso para rescatarlo. Cuando Virgilio lo ha guiado hasta la salida, Beatriz se reúne con él y lo lleva a través del Purgatorio hasta llegar con él al Paraíso.
»En mi charla de hoy quiero plantear la siguiente pregunta: ¿dónde estaba Beatriz y qué estuvo haciendo durante el tiempo que transcurrió entre ambos encuentros?
»Dante la esperó durante años. Ella sabía dónde vivía el poeta, conocía a su familia, es más, tenía una muy buena relación con ellos. Si Dante le importaba, ¿por qué no le escribió? ¿Por qué no hizo el menor esfuerzo por ponerse en contacto con él? Creo que la respuesta es obvia: su relación era absolutamente unilateral. Beatriz
era importante para Dante, pero a ella Dante no le importaba en absoluto.
Julia estuvo a punto de caerse de la silla.
Los alumnos escuchaban con atención y tomaban abundantes notas, aunque Paul, Julia y Christa, familiarizados como estaban con la obra de Dante, encontraron poca información nueva en sus palabras. Con la excepción del último párrafo, que no tenía nada que ver con Dante Alighieri ni con Beatriz Portinari.
Gabriel le sostuvo la mirada un instante más de lo necesario antes de volverse hacia Christa y dedicarle una sonrisa seductora. Julia se enfureció. Lo estaba haciendo a propósito. Al mirarla a ella y justo después a Christa —también conocida como Gollum—, le estaba diciendo que no le costaría nada reemplazarla.
«Ajá. Así que quiere jugar a los celos. Pues muy bien. Aquí te espero.»
Empezó a dar golpecitos con el bolígrafo en la libreta, con la fuerza suficiente como para que resultara molesto. Cuando Gabriel entornó los ojos buscando la fuente del ruido y su mirada aterrizó en la mano izquierda de Julia, ésta buscó la mano de Paul y le dio un apretón. Cuando su amigo la miró con una de esas sonrisa que derriten corazones, Julia le dedicó una mirada seductora y la sonrisa más dulce que logró esbozar.
Un sonido, mitad tos, mitad gruñido, hizo que Paul apartara la vista de ella y se volviera hacia El Profesor, que lo estaba mirando muy enfadado. Él apartó la mano de inmediato.
Con una sonrisa irónica y sin perder nunca el hilo del discurso, El Profesor se volvió para escribir en la pizarra. Más de un estudiante se quedó boquiabierto al ver lo que había escrito:
En la vida real, Beatriz dejó a Dante en el Infierno porque no le dio la gana de mantener su promesa.
Julia fue la última en ver lo que había escrito, porque todavía estaba enfurruñada con lo que acababa de pasar. Cuando levantó la vista, Gabriel estaba apoyado en la pizarra, con los brazos cruzados y una expresión triunfal y petulante en la cara.
En ese momento, ella tomó una decisión: le borraría esa expresión de la cara aunque le costara la expulsión. Y lo haría inmediatamente.
Levantó la mano y esperó a que él le diera permiso para hablar
antes de decir:
—Eso es muy arrogante, por no decir interesado, profesor.
Paul le apretó el brazo.
—¿Te has vuelto loca? —susurró.
Julia no le hizo caso y siguió hablando:
—¿Por qué culpar a Beatriz? Ella no es más que una víctima. Cuando Dante la conoció, aún no había cumplido los dieciocho años. No habrían podido estar juntos a menos que él fuera un pedófilo. ¿Nos está diciendo que el poeta era un pedófilo, profesor?
Una de las alumnas ahogó una exclamación.
Gabriel frunció el cejo.
—¡Por supuesto que no! Dante sentía un afecto sincero por ella, un afecto que siguió aumentando durante su separación. Si Beatriz hubiera tenido el valor de preguntárselo, él se lo habría dicho. Sin lugar a dudas.
Julia ladeó la cabeza y entornó los ojos.
—Cuesta un poco de creer. Todo en la vida de Dante parece girar en torno al sexo. No es capaz de relacionarse con las mujeres de otra manera. No me lo imagino las noches de los viernes y los sábados encerrado en casa, esperando a Beatriz. Ella no debía de importarle tanto.
La cara de Gabriel adquirió un intenso tono de rojo. Descruzó los brazos y dio un paso en dirección a Julia. Paul levantó la mano tratando de distraerlo, pero él lo ignoró y avanzó un paso más.
—No olvidemos que era un hombre y que necesitaba... ejem... compañía. Por si sirve de algo, en su defensa puede decirse que esas mujeres no eran más que amigas serviciales. Nada más. Su atracción por Beatriz no se vio alterada por esos encuentros. Estaba desesperado, creía que no iba a volver a verla nunca más. Por decisión de Beatriz, no suya.
Julia sonrió dulcemente mientras afilaba el cuchillo.
—Si eso es afecto, creo que prefiero el odio. ¿Amigas serviciales, profesor? ¿Y qué tipo de servicios le proporcionaban? No creo que puedan considerarse amigas. Creo que sería más preciso llamarlas socias pélvicas. Para mí un amigo es alguien que quiere lo mejor para la otra persona, que le desea una vida de felicidad, no alguien que se agarra a unos instantes de placer pasajero como si fuera un lascivo adicto al sexo.
Vio que Gabriel hacía una mueca, pero siguió adelante sin amilanarse.
—Todo el mundo sabe que los devaneos de Dante eran anónimos y sórdidos. Solía requerir los servicios de alguna mujer en... el mercado de la carne, si no me equivoco. Y luego las echaba de su vida de una patada. No me parece que ese tipo de hombre pudiera resultarle atractivo a Beatriz. Por no mencionar que él tenía una amante llamada Paulina.
Diez pares de ojos se volvieron bruscamente hacia ella. Julia se ruborizó, pero siguió hablando, algo alterada:
—Una vez leí que una estudiosa de Filadelfia había encontrado pruebas de su relación. Si Beatriz no apreciaba a Dante lo suficiente y lo rechazó más adelante, creo que no le faltaban motivos. Era un mujeriego, cruel y egoísta, que trataba a las mujeres como juguetes para divertirse.
A esas alturas, tanto Paul como Christa se estaban preguntando qué le había pasado a ese seminario. Ninguno de ellos había oído hablar nunca de una experta en Dante de Filadelfia ni de una amante llamada Paulina. Ambos se prometieron que, en adelante, pasarían más tiempo en la biblioteca.
Gabriel la fulminó con la mirada.
—Creo que sé a qué estudiosa se refiere, pero no es de Filadelfia, sino de un pueblucho de Pensilvania. Y no sabe de lo que habla, así que debería ser más prudente a la hora de pronunciarse sobre esos temas.
Las mejillas de Julia estaban casi en llamas.
—Ésa es una objeción ad hóminem, un ataque personal. Su lugar de nacimiento no le resta ninguna credibilidad. Dante y su familia también eran originarios de un pueblucho. Aunque a él le costara admitirlo.
—Yo no llamaría a la Florencia del siglo XIV un pueblucho. Y respecto a lo de la amante, esa investigación es muy chapucera. Diría más, lo que dice esa mujer es una tontería. No hay ni una sola prueba que demuestre su teoría.
—Yo no lo descartaría tan radicalmente, profesor, a no ser que esté dispuesto a discutirlo en detalle. Y usted tampoco nos ha dado ninguna prueba, sólo un ataque personal —replicó Julia, alzando una ceja y temblando ligeramente.
Paul le apretó la mano por debajo de la mesa.
—Para —le susurró, para que sólo ella pudiera oírlo—, para ya.
Con la cara todavía muy roja, Gabriel empezó a respirar por la boca.
—Si esa mujer hubiera querido conocer los auténticos sentimientos de Dante hacia Beatriz, sabía dónde encontrar la respuesta, sin necesidad de ir soltando perlas sobre cosas de las que no sabe absolutamente nada. Y haciendo que Dante y ella misma queden en ridículo. En público.
Christa miró a Julia y al profesor. Allí había algo raro. Algo que se le escapaba. No sabía qué era, pero no se detendría hasta averiguarlo.
Gabriel se volvió hacia la pizarra tratando de calmarse y escribió:
Dante pensaba que había sido un sueño.
—El lenguaje que Dante emplea para describir su primer encuentro tiene un carácter onírico. Por varias razones, ejem..., personales: no se fía de sus sentidos. No está seguro de quién es. De hecho, una teoría afirma que pensaba que Beatriz era un ángel.
»Por lo tanto, cuando volvieron a encontrarse, ella no tenía ningún motivo para asumir que Dante recordaba su primer encuentro. Ni para echarle en cara que no lo hiciera sin darle la oportunidad de explicarse. Si pensaba que era un ángel, no podía tener ninguna esperanza de volver a verla.
»Dante se lo habría explicado todo si ella no lo hubiera rechazado sin darle la posibilidad de hacerlo. Una vez más, la falta de entendimiento en este punto es culpa de ella, no de él.
Christa levantó la mano y, a regañadientes, Gabriel le indicó que hablara.
Pero Julia se le adelantó:
—Discutir sobre su primer encuentro es irrelevante. Dante debió de reconocerla al verla por segunda vez, la hubiera visto en sueños o en la vida real. ¿Por qué fingió no saber quién era?
—No estaba fingiendo. Le resultó familiar, pero ella había crecido, él estaba confuso y preocupado por otros asuntos —respondió apenado.
—Claro, sin duda eso era lo que él se repetía por las noches para poder dormir, cuando no estaba de copas en los locales de Florencia.
—Julia, ¿quieres dejarlo ya? —dijo Paul en voz más alta.
Christa estaba a punto de decir algo también, cuando Gabriel levantó una mano y lo impidió:
—¡Eso no tiene nada que ver!
Inspiró y espiró varias veces, tratando de recuperar el control de sus emociones. Bajando el tono de voz, miró a Julia fijamente, dirigiéndose sólo a ella, sin darse cuenta de que Paul se iba moviendo imperceptiblemente para colocarse entre los dos en caso de necesidad.
—¿Nunca se ha sentido sola, señorita Mitchell? —siguió diciendo—. ¿Nunca ha necesitado tanto estar con alguien que le resultara hasta doloroso? Tan sola que no le importara que la compañía que consiguiera fuera sólo carnal y temporal. A veces es imposible encontrar otra. Si ése es el caso, uno lo acepta y se siente agradecido, aun dándose cuenta de lo que es, porque no tiene otra cosa. En vez de ser tan arrogante y mojigata al juzgar el comportamiento de Dante, debería probar a ser más compasiva.
Cerró la boca al darse cuenta de que había hablado más de la cuenta. Julia lo estaba observando fríamente, mientras esperaba a que siguiera.
—Dante estaba torturado por el recuerdo de Beatriz. Y eso le hacía las cosas más complicadas, porque nunca conoció a otra mujer que estuviera a su altura. Ninguna era lo bastante hermosa, ni lo bastante pura. Ninguna lo hacía sentir como ella. La deseaba constantemente, pero había perdido la esperanza de encontrarla. Si Beatriz se hubiera presentado antes y le hubiera dicho quién era, él lo habría dejado todo por ella. Todo y a todos. Inmediatamente.
Los ojos de Gabriel se clavaron en los profundos ojos castaños de Julia con desesperación.
—¿Qué se suponía que debería haber hecho, señorita Mitchell? ¿Quiere iluminarnos? Beatriz lo había rechazado y a él sólo le quedaba una cosa de valor en la vida: su carrera. Cuando Beatriz lo amenazó, ¿qué otra cosa podía hacer? Tuvo que dejarla marchar. Pero fue decisión de ella, no de él.
Julia sonrió con dulzura y Gabriel supo que estaba a punto de darle la puntilla.
—Su conferencia ha sido muy clarificadora, profesor. Sólo me queda una duda. ¿Está diciendo que Paulina no fue la amante de Dante? ¿Que sólo fue un aquí te pillo, aquí te mato?
Un ruido seco resonó en el aula. Todos los asistentes se quedaron boquiabiertos al darse cuenta de que el profesor Emerson acababa de romper en dos pedazos el rotulador de la pizarra. Mientras la tinta negra se extendía por sus dedos como una noche sin luna, los ojos se le encendieron con el brillo de una hoguera azul.
«¡Joder! Esto ya pasa de castaño oscuro», pensó.
Paul rodeó a Julia con un brazo al ver que El Profesor empezaba a temblar de rabia.
—La clase ha terminado. A mi despacho, señorita Mitchell. ¡Ahora!
Metió sus notas y cosas de cualquier manera en el maletín y salió de la sala dando un portazo.

Los alumnos del seminario permanecieron sentados en el aula, súbitamente silenciosa, atónitos. La mayor parte de ellos no eran expertos en Dante y no tuvieron problema en aceptar el altercado como un debate entretenido, aunque algo aberrante. Todo el mundo sabía que los académicos se apasionaban mucho cuando discutían sobre su materia. Al parecer, algunos, como Julia o el profesor Emerson, eran más apasionados que el resto.
Se veía venir que el seminario de ese día iba a acabar en desastre. Aunque Paul había presenciado cosas peores durante el seminario de la profesora Singer sobre métodos de tortura medieval el semestre anterior. Un curso que había resultado ser más... práctico de lo que cabía esperar.
Cuando los estudiantes se convencieron de que el enfrentamiento se había acabado y de que no habría segundo asalto (ni palomitas), empezaron a marcharse. Los últimos en salir fueron Christa, Paul y Julia.
Tras fulminar a Julia con la mirada, Christa salió en busca de El Profesor como un patito detrás de su madre.
Paul cerró los ojos y gruñó.
—¿Tienes tendencias suicidas?
—¿Qué? —Julia parecía acabar de despertarse de un sueño.
—¿Por qué lo has provocado de esa manera? ¡Está buscando una excusa para librarse de ti!
Ella empezó a darse cuenta de la magnitud del lío en que se había metido. Era como si, durante la clase, se hubiera convertido en otra persona. Había soltado veneno y rabia por la boca sin acordarse de que no estaban solos. Y en esos momentos se sentía desinflada como un globo pinchado después de una fiesta de cumpleaños. Recogió sus cosas lentamente, preparándose para lo que sabía que iba a ser una conversación difícil y desagradable con El Profesor en su despacho.
—Me parece que no deberías ir —le dijo Paul.
—No quiero hacerlo.
—Pues no vayas. Envíale un correo electrónico. Dile que estás enferma. Y que lo sientes.
Julia se lo planteó seriamente durante un momento. Era muy
tentador. Pero sabía que su única posibilidad de salvar su carrera académica pasaba por echarle... ovarios y aceptar el castigo que Gabriel quisiera imponerle. Después ya se ocuparía de recoger los trocitos de su vida personal. Si era posible.
—Si no voy se enfurecerá aún más. Tal vez me expulse directamente. Necesito los créditos del seminario si quiero graduarme en mayo.
—En ese caso, te acompañaré. Es más, hablaré con él antes que tú —dijo Paul, enderezando la espalda y flexionando los brazos.
—No, tú tienes que mantenerte al margen. Iré, me disculparé y dejaré que me grite todo lo que quiera. Cuando hayamos saldado cuentas, tendrá que dejarme ir.
—«La compasión debe entregarse voluntariamente» —murmuró Paul, citando a Shakespeare, porque las palabras de Julia le recordaron a El mercader de Venecia—. Aunque El Profesor no sabe mucho de compasión. ¿Se puede saber a qué ha venido todo eso? Dante nunca tuvo una amante llamada Paulina.
Julia parpadeó varias veces.
—Leí un artículo sobre Pia de Tolomei. Paulina era uno de sus apodos.
—Pia de Tolomei no fue amante de Dante. Tienes razón en que se rumorea que tuvo varias, incluso hijos ilegítimos, pero me temo que, en esto, Emerson tiene razón. Nadie cree que Pia fuera amante de Dante. Nadie.
Julia se mordió el interior de la mejilla.
—Pero no me dejaba explicarme y me ha puesto nerviosa. Al final, he explotado.
—Oh, sí, has explotado. De eso no cabe duda. Si fueras cualquier otro alumno, te estaría dando palmaditas en la espalda y pensando que Emerson se lo tenía bien merecido. Es un idiota y un engreído. Pero en tu caso sabíamos que no te iba a dejar pasar una. —Paul negó con la cabeza—. Deja que hable con él.
—Es tu director de tesis. No es sensato que lo hagas enfadar. Si se pasa con los gritos, me marcharé y le pondré una denuncia por acoso.
Paul la miró con preocupación.
—Esto no me gusta nada. Está furioso.
—No puedo negarme. Él es el profesor malvado y yo la pequeña alumna indefensa. Tiene todo el poder.
—El poder tiene efectos muy raros en la gente.
—¿Qué quieres decir con eso?
Paul asomó la cabeza para asegurarse de que no había nadie escuchando en el pasillo.
—Emerson es un pervertido. Estuvo liado con la profesora Singer y eso significa que... —Se detuvo de repente y negó con la cabeza.
—¿Qué significa, Paul?
—Si te ha estado acosando, o tratando de obligarte a hacer ciertas cosas, avísame y te ayudaré a poner una denuncia.
Julia lo miró sin entender.
—No, nada de eso. Es un tipo malhumorado al que no le gusta que le contradigan, pero no hay nada siniestro aquí. Me tragaré el orgullo, iré a su oficina y, con suerte, no me expulsará.
—Espero que tengas razón. Siempre se ha comportado con mucha profesionalidad con los alumnos, pero contigo parece otra persona.
Paul la acompañó hasta el despacho de El Profesor y llamó a la puerta.
Emerson abrió en seguida, con los ojos brillantes y duros como el lapislázuli.
—¿Qué quiere? —le preguntó a Paul, sin apartar los ojos de Julia.
—Sólo un minuto de su tiempo.
—Ahora no. Mañana.
—Pero profesor, yo...
—Mañana, señor Norris. No me presione.
Paul le dirigió una mirada preocupada a Julia mientras le decía «Lo siento» en voz baja.
Gabriel esperó a que el chico desapareciera por la esquina del pasillo, antes de apartarse y permitir que Julia entrara en el despacho. Tras cerrar la puerta, se dirigió a la ventana.
«Los que entráis aquí, abandonad toda esperanza...»
El despacho de El Profesor estaba oscuro, iluminado sólo por la lamparita de sobremesa. Había corrido las cortinas y estaba lo más lejos posible de ella, frotándose los ojos con los dedos manchados de tinta.
Julia se puso la mochila ante el pecho y la abrazó con fuerza, como si fuera un escudo. Como él no decía nada, se entretuvo mirando a su alrededor. Lo primero que llamó su atención fue una silla. Era la incómoda silla de Ikea en la que le había dicho que se sentara
durante su primera y fatídica entrevista, en setiembre. La silla estaba rota, hecha pedazos y esparcida por toda la alfombra persa.
Los miró alternativamente a él y los trozos del mueble.
«Ha roto una silla. ¡Ha hecho pedazos una jodida silla metálica!»
Gabriel abrió los ojos y, en sus profundidades, Julia vio una calma extraña y amenazadora. El dragón estaba en su cueva y ella iba desarmada.
—Si fueras cualquier otra persona, ya te habría expulsado.
Julia empezó a temblar en cuanto oyó su tono de voz. Era engañosamente suave y calmado, como la seda deslizándose sobre la piel. Pero, por debajo, era duro y frío como el acero y el hielo.
—Lo que acaba de pasar ha sido la exhibición de comportamiento infantil más desagradable que he tenido que presenciar. Tu falta de respeto es absolutamente inaceptable. Y no tengo palabras para expresar lo enfadado que estoy por lo que has dicho sobre Paulina. No vuelvas a hablar de ella nunca más. ¿Me explico?
Julia tragó saliva para responder, pero no pudo hacerlo.
—He preguntado si me explico —gruñó él.
—Sí.
—Me estoy controlando haciendo un gran esfuerzo. Te aconsejo que no me provoques. Y me gustaría que te defendieras sola y no manipularas a Paul para que te rescate de tu propia estupidez. Él ya tiene su ración de problemas
Julia clavó la vista en la alfombra, evitando mirarlo a los ojos, que parecían brillar en la oscuridad.
—Creo que querías que perdiera el control, que me enfadara y montara una escena para tener una excusa para salir corriendo. Querías que me comportara como todos los demás imbéciles que te han maltratado en la vida. Bueno, pues entérate, yo no soy un maltratador y no voy a comportarme como uno sólo para estar a la altura de lo que esperas.
Julia miró de reojo hacia los restos de la silla —una buena silla sueca que no le había hecho daño a nadie en su corta vida— y luego volvió a mirar a El Profesor, pero no discutió.
Él se pasó la lengua por los labios.
—¿Todo esto te parece un juego? ¿Qué pretendes? ¿Quieres enfrentarnos como si Paul y yo fuéramos personajes de una obra de Prokofiev? Él es Pedro y yo soy el lobo. ¿Qué eres tú? ¿El pato?
Julia negó con la cabeza.
—Lo que ha pasado hoy en el seminario no puede volver a suceder, ¿lo entiendes?
—Sí, profesor.
Julia intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave.
—Pediré disculpas delante de toda la clase.
—¿Para que aumenten los chismorreos? No, mejor que no. ¿Por qué te has negado a hablar conmigo? Una llamada de teléfono. Un encuentro. Habría aceptado hacerlo a través de la puerta cerrada si me lo hubieras pedido. ¡Por el amor de Dios! Y en vez de eso, decides comunicarte conmigo ¡en medio del jodido seminario!
—Has dejado un sujetador en mi casillero. He pensado que...
—¡Usa la cabeza! —exclamó él—. Si te lo hubiera enviado por correo, habría dejado una prueba en papel. Habría sido muy comprometedor. Y no iba a dejarte el iPod en el porche durante una tormenta.
Julia no entendió el cambio de tema, pero no dijo nada.
—Yo soy responsable de haber empezado este desastre al cambiar la clase, pero tú eres responsable de la debacle final. Tu respuesta ha sido una especie de bomba de hidrógeno. No vas a abandonar el curso, ¿me oyes? No vas a dejar la universidad. Vamos a actuar como si esta hecatombe nunca hubiera ocurrido y a rezar para que el resto de alumnos esté demasiado ocupado con sus asuntos para darse cuenta de lo que ha pasado.
Gabriel le dirigió una mirada impasible.
—Ven aquí —dijo, señalando un espacio despejado en la alfombra.
Ella dio varios pasos al frente.
—¿Has devuelto ya la beca?
—Aún no. El director del Departamento de Estudios Italianos está enfermo.
—Pero ¿has pedido cita con él?
—Sí.
—Así que pediste cita con el director, pero no te molestaste en enviarme a mí un mensaje de dos palabras cuando estaba desesperado por saber cómo te encontrabas —refunfuñó.
Julia parpadeó.
—Cancela la cita.
—Pero no quiero el dinero...
—Vas a cancelar la cita, a aceptar el dinero y a mantener la boca cerrada. Tú has organizado este desastre; ahora me toca a mí recoger
los pedazos. —Con una mirada sombría, añadió—: ¿Está claro?
Julia contuvo el aliento y asintió a regañadientes.
—El correo que me enviaste fue una vergüenza. Una auténtica bofetada después de todos los mensajes que te dejé. ¿Llegaste a escucharlos o los borraste directamente?
—Los escuché.
—Los escuchaste pero no te los creíste. Y, desde luego, no los respondiste. Usaste la palabra «acoso» en tu correo. ¿Qué pretendías?
—Eh... No lo sé.
Gabriel se acercó hasta quedar a pocos centímetros de ella.
—Es muy posible que alguien ya haya sido alertado sobre el contenido del mensaje. Incluso después de haberlo borrado, cosa que ya he hecho, pueden seguirle la pista. Un correo electrónico deja una huella imposible de borrar, Julianne. No vuelvas a hacer algo así nunca más. ¿Está claro?
—Sí.
—Eres la única persona capaz de alterarme de esta manera. De todas las maneras.
Ella miró de reojo a la puerta, deseando huir.
—Mírame —susurró él.
Cuando lo hizo, Gabriel siguió hablando:
—Voy a tener que hacer control de daños. Acabo de hablar con Christa y ahora, gracias a ti, voy a tener que hablar también con Paul. Christa es un peligro público, pero Paul era un buen ayudante de investigación.
«¿Era?»
—Por favor, no lo despidas. No es culpa suya. Me aseguraré de que no le diga nada a nadie. Por favor.
—¿Es a él a quien quieres? —preguntó Gabriel. Su voz se había vuelto un murmullo glacial.
Julia jugueteó con la mochila.
—Respóndeme.
—Lo intenté.
—¿Y?
—Y nada.
—No es lo que parecía cuando os he visto abrazados ante los casilleros. No es lo que parecía cuando ha llamado a la puerta como un caballero andante, dispuesto a protegerte. ¿Por qué no eres capaz de admitir lo que quieres, Julianne? ¿O es que sólo respondes si te
llaman Conejito? —preguntó, supurando sarcasmo.
Ella abrió mucho los ojos, pero no dijo nada. No sabía qué decir.
—Bien. Me rindo —añadió Gabriel, señalando la puerta con la mano de un modo despectivo—. Paul gana.
El cerebro de Julia tardó unos segundos en procesar lo que había oído. Podía marcharse. Con la cabeza gacha y los hombros encogidos, se dirigió hacia la puerta. Parecía una mariposa a la que le hubieran arrancado las alas. Pero no la había expulsado del seminario ni de la universidad. Había perdido cosas mucho más importantes, pero algo era algo.
Gabriel permaneció inmóvil mientras ella buscaba a tientas la cerradura por debajo de la mochila. Cuando la vio tratar de girar la llave sin conseguirlo, soltó un gemido. Se acercó y le rodeó la cintura con un brazo para abrir la puerta, acariciándole la cadera. Al ver que no se encogía por el contacto, le dijo al oído:
—Entonces, ¿toda esta agonía ha sido en vano?
Julia sintió el calor del cuerpo de Gabriel a su espalda. Irradiaba de su pecho y se extendía por sus hombros. La seda de la pajarita le rozó el pelo, provocándole un estremecimiento.
—¿Nos has expuesto a los chismorreos maliciosos por nada?
—Has sido muy cruel.
—Tú también.
—Me has hecho daño.
—Y tú a mí. ¿Satisfecha con la venganza? —siguió susurrando Gabriel. Su cálido aliento le acarició la mejilla—. Has dejado de ser un conejito y te has transformado en una gata furiosa. No lo niego, hoy me has clavado las uñas bien clavadas. Me has hecho sangrar con cada palabra. ¿Estás contenta? Me has humillado delante de mis alumnos sacando todos mis pecados a la luz. Ha sido una auténtica hoguera de las vanidades y has sido tú quien ha encendido la llama.
Le acercó los labios un poco más a la oreja, provocándole un nuevo escalofrío.
—Eres una cobarde —susurró.
—No lo soy.
—Eres tú la que se marcha.
—Me lo has dicho tú . Has dicho que me vaya con Paul.
—¡Maldita sea! ¿Haces todo lo que te dicen? ¿Dónde se ha escondido la gatita furiosa?
—No soy más que una estudiante, profesor Emerson. Tú tienes todo el poder. Podrías... destruirme.
—Bobadas. ¿No lo dirás en serio? ¿Piensas que esto son jueguecitos de poder? —Le arrancó la mochila que sujetaba con los dedos agarrotados y la tiró a un lado. Luego la obligó a volverse y le sujetó la cara entre las manos—. ¿De verdad crees que sería capaz de destruirte, con nuestra historia?
—No soy yo la que tiene problemas de memoria. Y no, claro que no estoy satisfecha. ¿Crees que era esto lo que buscaba? Soy muy infeliz. Cuando finalmente te encuentro, después de todos estos años, ¡has cambiado tanto que apenas te reconozco!
—No me has dado la oportunidad de demostrarte cómo soy en realidad. ¿Y cómo voy a saber lo que esperas de mí si no hablas conmigo? ¡No me explicas nada!
—¡A gritos no vas a conseguir que hable contigo!
Gabriel le aplastó la boca con la suya, brevemente pero con mucha pasión, antes de volver a susurrarle al oído:
—Habla conmigo —le ordenó, acariciándole el lóbulo de la oreja con los labios.
Julia permaneció en silencio, sintiendo cómo la energía fluía entre los dos como una serpiente de furia y de pasión devorándose a sí misma.
—Dime lo que quieres o márchate.
Al ver que ella no respondía, Gabriel se apartó lentamente. Ella sintió su ausencia de inmediato y habló sin filtrar las palabras:
—Nunca he querido a nadie más.
Él la miró a los ojos antes de besarla. Sus labios se unieron con firmeza, juntando sus alientos, sus bocas húmedas y resbaladizas. Gabriel le acarició la mejilla y la oreja antes de sujetarla por la nuca. Mientras le aprisionaba la boca con la suya, le acariciaba la piel, para tranquilizarla. Sus labios flotaban juntos, deslizándose, devorándose entre sí. Tras unos instantes, él le echó la cabeza hacia atrás rogándole sin palabras que separara los labios.
Julia no respiraba. Era imposible. Las sensaciones eran demasiado intensas: el sabor a licor de menta, el aroma de Aramis, su aliento, que la consumía. Ante la falta de respuesta de ella, Gabriel le recorrió el labio inferior explorándolo con precaución, antes de apoderarse de él hábilmente y de metérselo en la boca. Julia ahogó una exclamación ante la sensación, extraña y tan íntima.
Gabriel jugueteó con su labio entre los suyos. Todo era nuevo, pero al mismo tiempo curiosamente familiar. Labios, dientes, el dulce juego de la lengua. La pasión permaneció, pero la rabia se transformó
en energía eléctrica que ardió y chisporroteó a su alrededor cuando Julia por fin respondió a su invitación y se abrió a él.
Tenía la mandíbula muy tensa. Al notarlo, Gabriel empezó a acariciársela para relajarla. Al ver que lo lograba, se volvió más atrevido. Le acarició el labio inferior con la lengua antes de tirar de él y penetrar en su boca. El primer contacto fue tímido, como si sus lenguas fueran viejos amigos que se reencontraban. Pero en seguida se volvió sensual y erótico, como el de dos amantes. El calor se apoderó de ellos y el baile de dos se convirtió en un tango de uno.
Fue mucho mejor de lo que Gabriel podría haber imaginado. Mucho mejor que cualquier sueño. Porque ella era real. Beatriz era real. Y mientras sus labios estaban unidos y le exploraba la boca con la lengua, ella era suya, en cuerpo y alma. Aunque sólo durara unos momentos.
«Tan dulce —pensó Julia—. Tan cálido.»
Tiró de él para acercarlo más. Le enredó las manos en el pelo y quedó aprisionada entre su cuerpo y la puerta. Su forma menuda estaba firmemente aplastada por el cuerpo alto y musculoso de Gabriel. Éste movió la mano que le sujetaba la nuca y le protegió con ella la cabeza, para que no se golpeara contra la puerta, mientras gemía.
«Gime por mí. Soy yo la que lo hace gemir.»
Era un gemido intenso, fiero y erótico. Julia recordaría ese sonido y esa manera de vibrar contra su boca durante el resto de su vida. Sintió la sangre correr por sus venas, caliente y espesa, haciendo que su piel se ruborizara. Nunca había deseado nada con tanta intensidad como sentir sus brazos alrededor de su cuerpo y sus labios contra los suyos.
Paul no existía. Ni Christa. Ni la universidad. Sólo ellos.
Los labios de Gabriel se apoderaron de su boca. La poseyeron. Un fuego se encendió cuando sus cuerpos entraron en contacto, curvas suaves contra acero inquebrantable. Julia trató de respirar, pero no fue suficiente. La cabeza empezó a darle vueltas.
Estaban tan juntos que Gabriel habría jurado que podía sentir el corazón de ella a través de la camisa. Deslizó la mano por debajo de su blusa para tocarle la piel de la parte baja de la espalda. Volvió a gemir cuando su mano alcanzó ese valle y lo reclamó. No necesitaba verlo para saber que era precioso.
Julia empezó a respirar entrecortadamente. Le faltaba el aire. Gabriel no quería detenerse. Quería seguir, llevarla hasta el escritorio
y tumbarla encima para acabar lo que habían empezado. Quería explorar cada centímetro de su piel. Mirarla a los ojos mientras su cuerpo le revelaba sus secretos. Pero la prudencia ganó la batalla y fue deteniéndose lentamente, aunque todo su ser protestaba a gritos ante el dolor de la separación.
La abrazó con fuerza, sin dejar de protegerle la cabeza y le dio tres castos besos en la boca abierta. Luego le acarició el cuello con los labios, muy suavemente, descendiendo hasta llegar al punto donde el cuello se unía con el hombro. Con un último beso bajo la oreja, más una promesa que una despedida, se detuvo del todo.
Le acarició los brazos de arriba abajo y le apoyó las manos en las caderas, donde trazó intrincados dibujos con los pulgares, animándola a abrir los ojos. Casi podía oír el corazón de ambos latiendo frenéticamente pero al unísono, en el silencio de la oficina. Julia lo afectaba hasta ese punto. Le hechizaba la carne y la sangre. Bajó la vista hasta sus labios, aún entreabiertos, y volvió a besarlos con reverencia. Ella no reaccionó. Gabriel la examinó, empezando a preocuparse.
—Julia, cariño, ¿estás bien?
El corazón de él se detuvo cuando ella se desvaneció entre sus brazos.
No se había desmayado. Era la suma de las sensaciones tan intensas y la falta de una comida en condiciones. Pero Julia sabía que estaba segura entre los brazos de Gabriel, que nunca la dejaría caer y que le estaba susurrando palabras dulces al oído.
Le acarició la cara con las yemas de los dedos. Al no obtener respuesta, le besó la frente.
—¿Beatriz?
Ella abrió los ojos.
—¿Por qué me llamas así?
—Porque es tu nombre —murmuró Gabriel, acariciándole el cabello—. ¿Estás bien?
Julia respiró hondo.
—Sí, eso creo.
Él volvió a besarla en la frente.
De pronto, ella se acordó de su enfado y de su mirada, dura y brillante.
—Esto está mal. Eres mi profesor. Me he metido en un lío. —Trató de liberarse de su abrazo, pero cuando Gabriel no se lo permitió, se apoyó contra la puerta.
»¿Qué he hecho? —se preguntó, llevándose una mano temblorosa a la frente.
Fulminándola con la mirada, él la soltó.
—Me decepcionas, Julia. Deberías saber que nunca se lo contaría a nadie. Te prometo que haré todo lo que esté en mi mano por protegerte. —Recogió la mochila del suelo y se la cargó al hombro. Sujetando el maletín con una mano, le rodeó la cintura con la otra, pegándola a su costado—. Ven conmigo.
—Paul me está esperando.
—Que se joda.
Ella parpadeó.
—Para él sólo eres una mascota —dijo Gabriel.
—No soy una mascota, soy su amiga. Él es mi único amigo en Toronto.
—A mí me gustaría ser tu amigo. —Gabriel bajó la mirada hacia sus ojos—. Y voy a hacer todo lo que esté en mi mano para mantener a mi amiguita muy cerca y asegurarme de que no vuelve a salir corriendo.
—Esto es... complicado. Y peligroso. —Julia se ordenó olvidarse de la sensación de los labios de Gabriel sobre su boca y centrarse en sus problemas insalvables. Pero era imposible, sobre todo porque los sonidos de él mientras la besaba seguían resonando en sus oídos.
—No te pareció complicado ni peligroso cuando bailabas en mi apartamento, vestida con mi ropa interior. No te pareció complicado cuando dejaste una bandeja de desayuno en la nevera, acompañada con lo que sólo puede describirse como una carta de amor. ¿Por qué es todo más complicado ahora que te he besado?
—Porque nos han... descubierto.
La expresión de Gabriel se endureció.
—No, no nos han descubierto. Aparte del correo electrónico, la única otra prueba es la discusión, que puede interpretarse de muchas maneras. Nuestros enemigos tendrían que aportar pruebas. Lo negaremos todo.
—¿Es eso lo que quieres hacer?
—No veo una mejor alternativa. Además, durante la clase no estábamos manteniendo una relación.
Se agachó para recoger unas llaves del suelo.
—¿Son tuyas?
—Sí.
Julia alargó la mano.
—¿La «P» es de Princeton o de Paul? —bromeó él, haciendo oscilar las llaves delante de sus ojos.
Julia se las arrebató de la mano con una mueca y las guardó en la mochila.
Gabriel sonrió ante su reacción.
—Espera un momento. Quiero asegurarme de que Paul no está esperando con un rifle para dispararle al lobo y salvar al pato. —Tras un rápido vistazo al pasillo vacío, dijo—: Vamos, iremos por la escalera.
La empujó para que saliera del despacho y cerró la puerta con llave.
—¿Estás bien? ¿Puedes ir andando? Podemos atravesar por Victoria College y subir por la calle Charles. O puedo llamar a un taxi —susurró, sosteniéndole la puerta de la escalera.
—¿Adónde me llevas?
—A casa.
Julia se relajó durante un segundo.
—A mi casa. Conmigo —especificó él, acercándose mucho a su cara.
—Pensaba que te alteraba de todas las maneras posibles.
Gabriel enderezó la espalda.
—Lo haces. No sabes hasta qué punto. Pero son las seis de la tarde y estás muerta de hambre. No voy a llevarte a ningún sitio público después de lo que ha pasado. Y no puedo prepararte una cena en condiciones en tu casa.
—Pero sigues furioso. Lo veo en tus ojos.
—Y tú también estás furiosa conmigo, estoy seguro. Pero confío en que lo superemos. En estos momentos, cada vez que te miro, sólo puedo pensar en besarte.
La soltó y empezó a bajar la escalera.
—Paul podría llevarme a casa.
—¿Quieres que te lo repita? Que le den a Paul. Eres mi Beatriz. Me perteneces.
—Gabriel, no soy tu Beatriz. No soy la Beatriz de nadie. Los delirios tienen que acabar.
Él le puso una mano en el brazo para detenerla.
—Nadie tiene el monopolio de los delirios. Nuestra única esperanza es dedicar el tiempo que necesitemos a descubrir quiénes somos en realidad y decidir luego si es una realidad con la que ambos podamos convivir.
»Estoy harto de estar enfadado contigo. Durante estos diez días, he pasado tanto tiempo enfadado que tengo enfado para el resto de mi vida. No necesito más. Vamos a sentarnos y a mantener la conversación que debimos tener hace diez días. Y no pienso perderte de vista hasta entonces. Fin de la charla.
Con una mirada, Julia se dio cuenta de que no le serviría de nada discutir. Mientras Gabriel la guiaba por una puerta lateral y por detrás del edificio, sacó el móvil y le envió un mensaje a Paul, sintiéndose culpable. Le dijo que estaba bien, pero que se sentía demasiado avergonzada como para hablar con nadie, por lo que se iba a casa.
Paul había estado esperando a Julia escondido junto a los ascensores. Se había acercado un par de veces a la puerta de la oficina de Emerson, pero no había oído nada. No quería provocar la ira de El Profesor montando guardia frente al despacho .
En cuanto recibió el mensaje, volvió corriendo allí, pero ya no encontró a nadie. Bajó la escalera a la carrera, esperando alcanzarla.
Gabriel entró detrás de Julia.
—¿Has comido este mediodía?
—No me acuerdo.
—¡Julianne! ¿Y esta mañana?
—Me he tomado un café...
Gabriel maldijo entre dientes.
—Tienes que cuidarte mejor. No me extraña que estés tan pálida. Ven.
La llevó hasta la butaca de terciopelo rojo del salón y la hizo sentarse, levantándole los pies con delicadeza y colocándoselos sobre la otomana.
—No hace falta. Puedo sentarme en la cocina, contigo.
Él le dedicó una mirada firme pero cariñosa mientras encendía la chimenea de gas. Luego le acarició la cabeza, apartándole el pelo de la cara.
—Donde están mejor las gatitas en un día como éste es acurrucadas junto al fuego. Estás más cómoda aquí que en un taburete. Voy a prepararte la cena, pero necesito salir un momento a comprar un par de cosas. ¿Puedo dejarte sola?
—Por supuesto, Gabriel. No soy una inválida.
—Si tienes demasiado calor, dale al interruptor y el Averno se apagará.
Tras darle un beso de despedida en la coronilla, se dirigió hacia el vestíbulo.
—Prométeme que no te marcharás antes de que vuelva.
—Te lo prometo.
Julia se preguntó si realmente estaba tan preocupado como parecía.
Recordó lo sucedido en el aula del seminario y luego en su despacho. Se preguntó si sería la falta de comida lo que había hecho que se desvaneciera o si habrían sido los besos de Gabriel. No sería la primera vez que la afectaba de esa manera.
Cerró los ojos un segundo mientras el fuego ardía en la chimenea y se quedó profundamente dormida.
El sonido de una voz femenina, apasionada y cargada de sentimiento, flotaba en el aire. Julia reconoció la canción antes de abrir los ojos. Era Edith Piaf y su Non, je ne regrette rien. Una excelente elección.
Al abrir los ojos, se encontró con que Gabriel la estaba contemplando con una sonrisa. Parecía un ángel caído. Un ángel de pelo oscuro, una boca hecha para pecar y unos ojos azules y penetrantes. Se había cambiado de ropa. Llevaba pantalones negros y camisa negra, con las mangas remangadas, dejando a la vista unos poderosos antebrazos.
—¿Julianne? —La invitó a acompañarlo, ofreciéndole la mano.
Ella se la cogió y él la guió hasta el comedor, donde había puesto la mesa. Julia se fijó en el mantel de hilo blanco y los candelabros de plata. En la vajilla de porcelana, las copas de cristal, la cubertería de plata y lo que parecía ser una botella de champán francés.
«Veuve Clicquot Ponsardin vintage 2002», leyó en la etiqueta.
—¿Te gusta? —le preguntó Gabriel a su espalda, acariciándole los brazos.
—Es precioso —susurró ella, observando la botella con desconfianza.
—Permíteme. —Gabriel le separó la silla y, cuando ella se sentó, le dio la servilleta—. He hecho un segundo intento con las flores. Por favor, no las destroces como las otras —dijo, sonriendo irónicamente y señalando el ramo de jacintos lila que había colocado en un jarrón alto, de estilo moderno—. Si te portas bien, te dejaré leer la tarjeta —añadió, sirviéndole una copa de champán. Sin esperar a ver cómo lo probaba, regresó a la cocina.
Mirando por encima del hombro para asegurarse de que no la estaba vigilando, Julia sacó la tarjeta del centro del ramo y leyó:
Querida Julianne:
Si quieres saber lo que siento por ti,
sólo tienes que preguntármelo.
Tuyo,
Gabriel
«Petulante cabrón», pensó, devolviendo la tarjeta a su sitio.
Mientras estaba allí, esperando enfadada, varias cosas captaron su atención. Gabriel había elegido a Edith Piaf como música de fondo. En esos momentos, estaba cantando La vie en rose. El mantel, la vajilla, el champán, las flores... no se había tomado tantas molestias con Rachel.
Ambos estaban encendidos, en llamas, tras la tremenda discusión en el aula y la pasión en el despacho. Los besos que se habían dado... A Julia nunca la habían besado así, ni siquiera él. Se estremeció al recordarlo. Era una sensación nueva, pero no desagradable.
«Preliminares.»
Era consciente del esfuerzo que le había supuesto a él dejar de besarla. Había tenido que luchar contra sí mismo. En aquel momento, la tensión sexual entre los dos había sido palpable. Sabía que Gabriel era un hombre muy sexual, al que nunca le faltaba compañía femenina. Y ahora que la había probado estando sereno, seguía deseándola. Era una sensación abrumadora, ser deseada por una criatura tan sensual. Se sentía como Psique siendo cortejada por Cupido. No podía negar la atracción que sentía por él ni los estremecimientos de deseo que le recorrían el cuerpo cada vez que la besaba.
Pero a Julia no le gustaba compartir a su pareja, así que todas las demás consideraciones, románticas o sexuales, dejaban de tener importancia. Pero pensó que la ensalada era un poco pronto para confidencias.
Cuando Gabriel se sentó a su lado a la cabecera de la mesa y alzó su copa para brindar con ella, Julia se dio cuenta de que él no estaba tomando champán.
—¿No tomas Veuve Clicquot? —le preguntó, incrédula.
Gabriel sonrió y negó con la cabeza.
—Non, seulement de l’eau ce soir, mon ange.
Julia puso los ojos en blanco al oírlo hablar en francés y no precisamente porque su pronunciación fuera mala.
—Sé que te costará de creer, pero no bebo constantemente. Sin embargo, no espero que te acabes la botella tú sola. Guardaremos lo que sobre y prepararemos Mimosas para desayunar.
Julia levantó las cejas. «¿Para desayunar? Estás muy seguro de ti mismo, Casanova.»
—He buscado una botella de la cosecha de 2003, pero no he encontrado ninguna, así que tendremos que conformarnos con una del 2002.
Julia tardó unos segundos en comprender la trascendencia de la fecha. Cuando lo hizo, se ruborizó y se miró las manos. Gabriel la miró por encima de su plato de ensalada, pero no dijo nada. Había esperado una respuesta; no obstante, asumió que estaba abrumada por los acontecimientos del día.
«Está nerviosa; está temblando y se ha ruborizado.»
De vez en cuando, Gabriel alargaba la mano y le acariciaba la muñeca para tranquilizarla. Cuando sus miradas se cruzaban, él dejaba de hacer lo que fuera que estuviera haciendo para dedicarle una sonrisa de ánimo. Esperaba que en algún momento ella se decidiera a hablar, pero en vez de eso, Julia bajaba la cabeza y miraba el plato. Hasta que empezaron a sonar los acordes de una canción:
Bésame, bésame mucho...
Gabriel la observó con atención. Cuando Julia, que se había ruborizado aún más, lo miró, él le guiñó un ojo.
—¿Recuerdas esta canción?
—Sí.
—¿Qué tal llevas el español? —le preguntó expectante.
—No lo llevo.
—Es una lástima. La letra es muy bonita.
Sonrió con melancolía y ella apartó la vista.
Gabriel cantó algunas de las frases de la canción. Cuando no estaba cantando, la observaba atentamente, sin perderse detalle del movimiento de sus ojos, de cómo se retorcía las manos, del rubor de su piel. Cuando la canción acabó, él volvió a sonreír, se levantó y le dio un largo beso en la coronilla.
Luego recogió los platos de la ensalada, le rellenó la copa y sirvió el primer plato:
Spaghetti al limone, con alcaparras y langostinos. Era un plato poco habitual y uno de los favoritos de Julia. Le extrañó que Gabriel hubiera elegido prepararlo. Tal vez Rachel...
Negó con la cabeza. Aquello era entre Gabriel y ella, y punto. Excepto por el espectro de Paulina, que los estaba atormentando a ambos.
—No eres el mismo hombre que conocí en el huerto —dijo ella finalmente, cuando el champán le soltó la lengua.
Gabriel dejó el tenedor en el plato y juntó las cejas.
—Tienes razón. Soy mucho mejor ahora.
Julia se echó a reír con amargura.
—Imposible. Él fue muy amable y cariñoso conmigo. Nunca me habría tratado con la frialdad con que tú lo has hecho.
—No sabes lo que estás diciendo —replicó él, con los ojos brillantes—. Nunca te he mentido. ¿Por qué iba a empezar a hacerlo ahora?
Ella se ruborizó, pero esta vez a causa del enfado.
—No dejaré que tu oscuridad me consuma.
Gabriel se sorprendió por ese súbito arranque de hostilidad y estuvo a punto de pedirle explicaciones, pero en vez de eso ladeó la cabeza. Mojó un dedo en su agua Perrier y empezó a frotar el borde de la copa, lenta y sensualmente. Pronto, la melodía del cristal llegó a sus oídos.
Gabriel se detuvo bruscamente.
—¿De verdad crees que la oscuridad puede consumir a la luz? Es una teoría interesante. Vamos a ver si funciona. —Movió la mano ante el candelabro—. Ya está. Acabo de arrojar parte de mi oscuridad a esas velas. ¿Ha funcionado?
Con una sonrisilla irónica, volvió a comer.
—¡Ya sabes a qué me refiero! —dijo ella—. No seas tan condescendiente.
Los ojos de Gabriel se ensombrecieron.
—No tengo ningún interés en consumirte, pero no te mentiré. Tu luminosidad me atrae. Si yo soy la oscuridad, entonces tú eres las estrellas. Y también me siento muy atraído por la luce della tua umilitate.
—No dejaré que me folles.
Esta vez, Gabriel se echó hacia atrás en la silla, con una expresión de sorpresa y rechazo. En silencio, decidió que Julia ya había bebido bastante.
—Disculpa, ¿te lo he pedido? —preguntó, con una voz tan suave y calmada que ella aún se alteró más.
«Embustero, embustero, esos preciosos ojos azules me están follando por entero.»
Gabriel sonrió con impertinencia, mirándola por encima de la copa. Se secó los labios con la servilleta y se acercó hasta que sus caras casi se rozaron.
—Si te pidiera algo, señorita Mitchell, sería otra cosa. —Sin dejar de sonreír, volvió a acomodarse en la silla y acabó de cenar.
Julia estaba furiosa. Sabía que él no apartaba la vista de ella. Sentía sus ojos clavados en su cara, en su boca, en sus hombros temblorosos. Nada escapaba a sus penetrantes ojos. Era como si pudiera leerle el alma.
—Julianne —dijo él finalmente, deslizando la mano por debajo de la mesa. Le agarró la muñeca y, al hacerlo, le rozó el muslo.
Su voz era un suave murmullo. Julia notó su calor deslizársele por la pierna hasta los dedos de los pies.
—Mírame.
Ella trató de apartar la mano, pero Gabriel la sujetó con más fuerza.
—¡Mírame cuando te hablo!
Julia levantó los ojos hacia los suyos. No eran tan amenazadores como el tono de su voz podía hacer creer, pero sí la miraban con mucha intensidad.
—Nunca, y cuando digo nunca quiero decir nunca, te follaría. ¿Está claro? Uno no se folla a un ángel.
—Entonces, ¿qué hace alguien como tú con un ángel? —preguntó con voz temblorosa.
—Alguien como yo la valoraría, la apreciaría. Trataría de conocerla y comprenderla. Empezaría tal vez por ser su amigo.
Ella se revolvió inquieta en la silla.
—¿Un amigo con derecho a roce?
—Julianne —le advirtió él, soltándole la mano—. ¿Tan difícil es creer que quiero conocerte? ¿Que quiero tomarme las cosas con calma?
—Sí.
Gabriel maldijo en voz baja y luego dijo:
—Todo esto es nuevo para mí. Tus prejuicios están justificados hasta cierto punto, pero tampoco hace falta que me provoques deliberadamente.
—Todo el mundo sabe que los profesores y las alumnas no son amigos.
—Nosotros podríamos serlo —murmuró él, retirándole el pelo con suavidad por encima del hombro y aprovechando para rozarle el cuello—, si eso es lo que quieres.
Sin saber cómo responder, Julia se apartó de él.
—No me dedico a seducir vírgenes, Julia. Tu virtud está a salvo conmigo. —Y dicho eso, se levantó y, llevándose los platos, desapareció en la cocina.
Julia se acabó el champán de dos rápidos sorbos.
«Está mintiendo. Si no me hubiera negado, me habría sonreído y habría estado desnuda y con las piernas abiertas antes de que las bragas hubieran llegado al suelo. Y probablemente me habría pedido que reprodujéramos alguna de las posturas de las fotos de su dormitorio. Y Paulina habría llamado justo en ese momento.»
Cuando regresó, Gabriel le retiró la copa y la botella. Unos minutos después, le llevó un café exprés servido con un trozo pequeño de piel de limón. Julia abrió mucho los ojos. Le costaba imaginarse a Gabriel pelando limones, pero ahí estaba, una piel de limón fresca, acabada de cortar.
—Gracias. Las cápsulas de café Roma son mis favoritas.
Él la miró con suficiencia.
—He pensado que ya era hora de pasar a una bebida sin alcohol, antes de que me vomitaras encima.
Julia frunció el cejo. Se sentía perfectamente. Un poco más desinhibida de lo normal, pero mantenía el control de sus facultades. O eso creía.
—¿Qué ponía en la nota que dejaste en el porche?
Gabriel se puso tenso.
—¿No la leíste?
—Estaba enfadada.
—En ese caso, mejor que no la leyeras —dijo él, encogiéndose de hombros antes de volver a desaparecer.
Julia se bebió el café lentamente, tratando de adivinar qué podía haber escrito. Tenía que haber sido algo bastante íntimo, porque se había molestado. Se preguntó si los trozos de la nota seguirían entre las flores y si sería posible recomponerla.
Poco después, Gabriel regresó con un único trozo de pastel de chocolate y un tenedor.
—¿Te apetece postre? —le preguntó, moviendo la silla para
sentarse más cerca de ella.
Demasiado cerca, de hecho.
—Julianne —insistió, con voz cantarina—. Sé que te gusta el chocolate. Lo he comprado para complacerte.
Cortó un trozo y se lo puso debajo de la nariz para que le llegara el aroma. Julia se pasó la lengua por los labios involuntariamente. Olía de maravilla. Alargó la mano para quitarle el tenedor, pero él lo escondió.
—No. Tienes que dejar que te lo dé yo.
—No soy una niña pequeña.
—Pues deja de comportarte como si lo fueras. Confía en mí, por favor.
Ella apartó la cara, negándose a ver cómo él se llevaba el tenedor a los labios y probaba la cobertura con la punta de la lengua.
—Hum. ¿ Sabes?, dar de comer a alguien es un acto de profundo afecto. Te estás entregando a través de la comida. —Le colocó otro trozo de pastel bajo la nariz—. Piénsalo. Nos alimentan en la eucaristía. Nos alimentan nuestras madres cuando somos niños de pecho. Nuestras madres y padres por igual cuando somos pequeños. Nuestros amigos cuando nos invitan a cenar. Los amantes se alimentan el uno al otro cuando se dan un festín con sus cuerpos y, en ocasiones, con sus almas. ¿No quieres que te alimente? Ya sé que no quieres darte un festín con mi cuerpo, pero al menos, dátelo con el pastel.
Cuando Julia no respondió, Gabriel se echó a reír y siguió comiéndose la tarta. Julia frunció el cejo. Si pensaba captar su atención con ese despliegue de pornografía alimenticia y excitarla hasta convertirla en una marioneta sin voluntad...
... había acertado.
La visión de él comiendo pastel de chocolate era lo más erótico que había visto nunca. Saboreaba cada pedazo, lamiéndose los labios y el tenedor cada vez. De vez en cuando, cerraba los ojos y gemía, con sonidos salvajes y guturales que le resultaban dolorosamente familiares. Sus movimientos eran lentos y sinuosos. Los tendones del brazo se le marcaban con cada gesto. No apartó los ojos de los suyos en ningún momento mientras marcaba un ritmo lento y obvio, adelante y atrás.
Antes de que se hubiera acabado el trozo de pastel, a Julia le pareció que en la habitación había subido mucho la temperatura. Se notaba las mejillas encendidas, la respiración alterada y pequeñas
gotas de sudor formándosele en la frente. Y más abajo.
«¿Qué está haciendo conmigo? Es como si...»
—Última oportunidad, Julia —dijo él, haciendo bailar el tenedor ante sus ojos.
Ella trató de resistirse. Empezó a volverse, pero al separar los labios para negarse, Gabriel le metió el pastel en la boca.
—Hummm —dijo él y sonrió, mostrando sus perfectos dientes blancos—. Ésta es mi gatita.
Julia se ruborizó todavía más y se pasó los dedos por los labios, recogiendo las últimas migas del pastel. Gabriel tenía razón. Estaba delicioso.
—No ha sido tan grave, ¿no? ¿No te parece agradable que alguien se ocupe de ti? ¿Que yo me ocupe de ti?
Ella empezaba a preguntarse si tenía alguna posibilidad de resistirse a su seducción. Sabía que le había dicho algo sobre su virtud, pero no recordaba qué.
Gabriel le agarró la muñeca y se acercó sus dedos a la boca.
—Te has dejado un poco de chocolate —susurró, entornando los ojos—. ¿Puedo?
Julia inspiró bruscamente. No sabía qué pretendía hacer, así que no respondió.
Él sonrió travieso antes de meterse los dedos de ella en la boca, uno a uno, chupándolos y pasándoles la lengua sin prisa por la yema.
Julia se mordió el labio inferior para ahogar un gemido mientras la piel se le prendía en llamas.
«¡Joder, Gabriel!»
Cuando él se dio por satisfecho, ella cerró los ojos y se secó el sudor de la frente.
Gabriel la observó en silencio durante lo que le pareció una eternidad.
—Estás exhausta —dijo de repente, apagando las velas—. Hora de acostarse.
—¿Y nuestra conversación?
—Ya hemos hablado bastante por hoy. La conversación será larga y deberíamos tener la cabeza clara cuando por fin hablemos.
—Por favor, Gabriel, no lo hagas —le suplicó ella en voz baja y desesperada.
—Una noche. Pasa una noche conmigo y, si quieres marcharte mañana, no te detendré.
Muy suavemente, la ayudó a levantarse de la silla y la apretó
contra su pecho.
Julia no dijo nada, sintiendo cómo sus últimos vestigios de autocontrol la abandonaban. Estaba agotada. Gabriel la había agotado y había diezmado su resistencia. Tal vez había sido el champán. O las emociones del día. O su explosivo encuentro en el despacho. No importaba la causa. Ya no tenía fuerzas para seguir resistiendo. El corazón le latía acelerado. Las entrañas se le derretían por el calor que le recorría el cuerpo. En el vientre sintió el aleteo nada sutil del deseo.
«Me consumirá, en cuerpo y alma.»
En sus sueños, siempre le entregaba la virginidad a Gabriel. Pero no de ese modo. No con ese sentimiento de desesperanza ni con esa mirada inclasificable en sus ojos.
Él la cogió en brazos, la llevó hasta su dormitorio y la depositó suavemente sobre la gran cama medieval. Encendió unas cuantas velas y las colocó alrededor de la misma, en las mesitas de noche, en el vestidor, en la cómoda, bajo el retrato de Dante y Beatriz. Tras apagar todas las luces de la casa, desapareció en el cuarto de baño.
Julia quiso aprovechar la ocasión para mirar de nuevo las fotografías en blanco y negro, pero habían desaparecido. Las paredes estaban desnudas, con la excepción de la reproducción del cuadro de Holiday. Seis alcayatas eran los únicos testigos de la previa presencia de las fotos.
«¿Por qué las habrá quitado? ¿Y cuándo?»
Se alegraba de que lo hubiera hecho. Estaba segura de que a la luz de las velas habrían tenido un aspecto amenazador, casi satánico, mostrando de manera cruda lo que sería su destino, ya sellado. Sería un nuevo ser desnudo, sin nombre, sin rostro, sin alma... Sólo le quedaba esperar que la última foto, la más agresiva de las seis, no fuera lo que él tenía en mente para su primera vez.
¿Sería eso lo que querría? ¿Lo que le exigiría? ¿Le arrancaría la ropa, la pondría boca abajo en la cama, se clavaría en ella por detrás... sin ni siquiera mirarla a los ojos mientras le arrebataba la virginidad, sin besos, sin hacer el amor...? ¿Habría sólo agresión y dominación? Lo único que sabía de sus gustos sexuales era lo que había visto en las fotografías. Eso y que había descrito lo que hacía con las mujeres que llevaba a su casa como «follar».
A medida que el pánico se apoderaba de ella, la respiración se le aceleraba. Oyó una voz conocida en su cabeza burlándose y hablando de follar como animales.
Gabriel regresó con una camiseta de color verde cazador y unos pantalones de pijama de cuadros escoceses verdes y azul marino. Tras dejar un vaso de agua en la mesita de noche, retiró la colcha y levantó a Julia para volver a depositarla, esta vez, bajo las sábanas.
Ella se encogió, pero él fingió no darse cuenta. Acercándose las piernas de Julia al pecho, le desató los cordones de las zapatillas deportivas y se las quitó, junto con los calcetines. Luego le acarició las plantas de los pies y los dedos, provocándole un gemido a su pesar.
—Relájate, Julianne. No te resistas. Se supone que debe ser agradable.
Mientras le acariciaba los pies, iba murmurando de vez en cuando. En algún momento, a Julia le pareció que decía la sua immagine, pero no estaba segura. Su voz no era más que un murmullo, como un suspiro o una plegaria.
Se preguntó si se estaría refiriendo a ella o a Beatriz, y a qué dioses depravados debía de estar rezando. En silencio, les rogó que la ayudaran a escapar.
«Por favor, no dejéis que me consuma.»
—Creo recordar que te gustaron mis bóxers del Magdalen College. Están en el cajón de arriba, por si quieres ponértelos. A mí me van pequeños.
Julia inspiró por la nariz.
—Las fotos... las que estaban aquí... ¿es eso lo que esperas de mí?
Las manos de Gabriel se detuvieron en seco.
—¿De qué estás hablando?
Los ojos de ella se volvieron hacia el lugar donde había estado colgada la sexta foto. La expresión de Gabriel pasó de la sorpresa al horror.
—¡Por supuesto que no! ¿Por quién me tomas? —se defendió con un susurro ofendido—. Estás agotada. No quiero correr el riesgo de perderte una vez más, antes de tener ocasión de hablar. —Sonrió antes de continuar—: Quiero prepararte una bandeja de desayuno con perejil y gajos de naranja, no arrebatarte la virginidad. Desde luego, no así. —Parecía asqueado—. No soy un bárbaro.
Al ver que ella no respondía, le tapó los pies con las sábanas. Luego acabó de taparla hasta la barbilla y le dio un beso en la frente, como si fuera una niña.
—Tratemos de perdonarnos, por favor. Los dos nos hemos hecho daño y hemos perdido mucho tiempo. No perdamos más
sacando conclusiones sin sentido.
Se levantó y se frotó los ojos.
—Aunque sé que es posible que mañana no haya cambiado nada —murmuró, perdido en sus pensamientos. Volviendo a la realidad, sonrió y le dijo—: Llámame si necesitas algo.
Mientras Julia daba vueltas, sola en la cama, él escuchaba música. Aunque ella no reconoció la canción, el sonido de unos arpegios que recordaban una cascada la ayudó a conciliar el sueño.
Más tarde, esa misma noche, Gabriel estaba tumbado en la cama de invitados, cubriéndose los ojos con un brazo, a medio camino entre el sueño y la vigilia, cuando notó un movimiento a su izquierda. Un cuerpo cálido avanzaba hacia él y tiraba de las sábanas.
El cuerpo se metió en la cama y se pegó a su costado. Notó unos rizos largos y suaves acariciarle el pecho, ahora desnudo. Oyó un suspiro satisfecho cuando un brazo le cubrió los abdominales y se quedó descansando allí.
Gabriel besó la cabeza que estaba apoyada en su tatuaje y luego, con mucha cautela, le rodeó los hombros con un brazo y le apoyó la mano en la parte baja de la espalda, por debajo de la camiseta, hasta entrar en contacto con su piel suave y cálida. Notó unos hoyuelos justo por encima de la goma de los calzoncillos, que le iban demasiado grandes.
El cálido cuerpo volvió a suspirar y le dio a él un suave beso en la barba de pocos días que le crecía en el cuello.
—He tratado de mantenerme apartada —murmuró—, pero no he podido.
—Y yo he tratado de no lamerte el chocolate de los dedos —replicó Gabriel, con una voz que quería ser traviesa, pero no podía ocultar la tristeza—, pero no he podido.
—Hum —dijo ella, medio dormida, al recordar el chocolate—. ¿Por qué has descolgado las fotos de la habitación?
Él se movió inquieto.
—Porque me daban vergüenza.
—¿Y antes, no?
—Eso fue antes de que decidiera llevar un ángel a mi cama.
Unas manos soñolientas pero curiosas le acariciaron el pecho, explorándolo con suavidad, castamente. Dos alientos se unieron en la noche, salpicados por algún suspiro ocasional. Los latidos de dos corazones se sincronizaron al reconocerse el uno al otro. Y dos mentes atormentadas por fin encontraron reposo.
Justo cuando Gabriel se estaba quedando dormido, la oyó hablar en sueños. No eran palabras. Eran sonidos cada vez más asustados, que culminaron con la pronunciación de un nombre que no había oído hasta ese momento:
—Simon.


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