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9
Fue una
Navidad muy distinta para todos. La ausencia de Grace fue dolorosa, sobre todo
para su marido y sus hijos. Aaron habría deseado estar ya casado y Rachel que
el pollo a la Kiev le hubiese quedado la mitad de bueno que a su madre, con
mantequilla congelada o sin ella.
Después de
cenar, Gabriel, Tom y Richard se fueron al porche a fumar puros y beber whisky,
mientras el resto de la familia tomaba café en la cocina.
—¿Qué tal por
Italia? —le preguntó Aaron a Julia, mientras se servían una segunda taza.
—Genial. Hizo
muy buen tiempo y lo pasamos muy bien. ¿Y los planes de boda?
—Avanzando.
Aunque cuando Rachel propuso alquilar cien palomas y soltarlas tras la
ceremonia, tuve que pararle los pies. Me imaginé a algunos de mis parientes
disparándoles a los pobres bichos —añadió, guiñándole un ojo.
—¿Cómo están
tus padres?
—Bien. Rachel
le consulta muchas cosas de la boda a mi madre y ella está encantada. ¿Cómo va
todo con Gabriel?
Julia escondió
la cara en la nevera, mientras buscaba la crema de leche.
—Bien.
—Excepto
cuando su ex se presenta por sorpresa.
Ella se volvió
hacia Aaron, que la estaba mirando comprensivo.
—No quiero
hablar de ello.
Él jugueteó
con la cucharita.
—Gabriel es
distinto cuando está contigo. —Dejó la cucharita en la encimera y se frotó la
barbilla—. Parece feliz.
—Y él me hace
feliz a mí.
—Un Gabriel
feliz es tan difícil de ver como un hobbit. Estamos encantados de que esté así.
Y respecto a la ex, bueno, no creo que fueran muy en serio, la verdad. No tanto
como contigo.
—Gracias,
Aaron.
Los dos se
dieron un rápido abrazo.
Más tarde,
Julia y Gabriel se retiraron a la habitación que habían alquilado en un hotel
cercano. Mientras Julia se estaba lavando la cara en el cuarto de baño, le
llegaron los acordes de Lying in the Hands of God desde el dormitorio.
Gabriel
apareció tras ella, con sólo unos bóxers de seda azul marino y una sonrisa.
—No es Barry
White, pero es nuestra canción. —La miró con deseo y le apartó el pelo del
cuello para recorrérselo con los labios—. Te deseo —susurró—. Ahora.
Deslizándole
las manos por debajo de la camiseta, le dejó el vientre al descubierto por
encima de los pantalones de yoga.
—¿Por qué no
te pones una de esas cosas bonitas que te compraste en Toronto? ¿O el corsé
azul atado por delante? Sabes que es mi favorito. —Su voz se volvió más grave a
medida que su boca iba avanzando hacia su hombro.
—No puedo.
Él sonrió con
picardía.
—No quiero
decir aquí mismo, mi amor. No estoy seguro de que estés preparada
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para hacerlo delante de un espejo. Aunque a mí no me
importaría.
Cuando empezó
a quitarle la camiseta, ella se apartó bruscamente.
—Esta noche,
no.
Gabriel bajó
los brazos y la observó en silencio.
Evitando su
mirada, Julia volvió a lavarse la cara.
Frunciendo el
cejo, él volvió al dormitorio y apagó la música. Aparte de en la galería de los
Uffizi, nunca lo había rechazado. Claro que sólo llevaban juntos un par de
semanas, pero aun así...
El profesor
Emerson no estaba acostumbrado a que lo rechazaran. Aunque era evidente que
Julia tenía buenas razones. —O por lo menos una razón llamada Paulina—. Se dejó
caer sobre la cama y se cubrió los ojos con el brazo. Era comprensible que
estuviera disgustada por la súbita aparición de su ex y no le extrañaba que no
le apeteciera pensar en el sexo en esos momentos. Aparte de que, por lo visto,
le había pasado algo desagradable en el restaurante esa misma tarde.
Pero cuando lo
rechazaba, Gabriel la deseaba aún más. El aroma de su pelo, el tacto de su piel
satinada, su manera de cerrar los ojos justo antes del clímax. Sentirla
moviéndose debajo de su cuerpo, junto con él...
Necesitaba
hacerle el amor para asegurarse de que todo estaba bien entre ellos dos.
Sí, hacer el
amor con Julia era lo que más le gustaba y necesitaba demostrarle sin palabras
que la amaba, que la adoraba, que haría cualquier cosa por ella. Y tenía que
saber si ella aún lo deseaba; necesitaba oírla susurrar su nombre.
Pero al
parecer Julia no necesitaba lo mismo. Al menos no esa noche.
Gabriel siguió
sumido en sus pensamientos negativos hasta que ella se metió en la cama. Se
tumbó de lado, contemplándolo, pero él la ignoró, limitándose a apagar la luz
de la mesilla de noche.
En la
oscuridad, guardaron silencio mientras una barrera fría e invisible se alzaba
entre los dos.
—¿Gabriel?
—Sí.
—Tengo que
decirte una cosa.
Él soltó el
aire muy lentamente.
—No hace
falta. Lo entiendo, Julianne. Buenas noches.
Aunque trató
de que su voz sonara relajada, fracasó estrepitosamente. Se volvió, dándole la
espalda.
Ella hizo una
mueca de dolor. La barrera invisible se había convertido en un muro
infranqueable.
«Los hombres
tienen el ego más frágil que una cáscara de huevo.»
Julia quería
hablarle de lo sucedido, pero si se ofendía con tanta facilidad, sería mejor
esperar a la mañana siguiente. O a otro día. Dándose también la vuelta, cerró
los ojos con fuerza, deseando olvidarse de aquel horrible día. Aunque tenía
ganas de llorar, las reprimió. No le apetecía nada que Gabriel la descubriera
llorando.
«Los chicos
son idiotas.»
Sorbió por la
nariz varias veces y entonces él se volvió y la abrazó por detrás.
—Lo siento —le
susurró al oído.
Ella asintió,
sorbiendo con más fuerza.
—Por favor, no
llores.
—No estoy
llorando.
—No quería comportarme
como un asno. —Apoyándose en un codo, añadió—: Mírame. —Y le dirigió una
sonrisa encantadora para hacerse perdonar—. Me has
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malacostumbrado durante estas dos semanas, pero sé que no
siempre te apetecerá hacer el amor. Te prometo no enfurruñarme... demasiado.
Ella sonrió y
le besó el labio inferior.
—¿Quieres
contarme por qué has llorado esta tarde en el restaurante? —preguntó Gabriel,
secándole las lágrimas.
Julia negó con
la cabeza.
—Por favor...
—Estoy muy
cansada.
Él la acarició
hasta que notó que se relajaba.
—¿Qué puedo
hacer por ti?
—No necesito
nada.
—¿Un baño
caliente? ¿Un masaje? —Su cara le recordó a Julia la de un niño pequeño que
quiere complacer—. Deja que te acaricie. Te sentirás mejor.
—Gabriel, casi
no puedo mantener los ojos abiertos.
—Quería hacer
algo por ti.
—Pues
abrázame.
—Eso pensaba
hacerlo igualmente. —La besó y volvió a abrazarla por detrás.
—Feliz
Navidad, Gabriel.
—Feliz
Navidad.
Unas pocas
horas antes, una mujer sola subía a un taxi frente al hotel Comfort Inn. Estaba
llorando.
El taxista
ignoró sus lágrimas educadamente y subió el volumen de la radio para darle un
poco de intimidad durante el largo trayecto hasta Harrisburg. Sonó una canción
pegadiza, tan pegadiza que pronto los dos estaban tarareándola.
Mientras
Paulina tarareaba, pensaba en el paquete que le había entregado al
recepcionista del turno de noche, Will. Le había dado cinco billetes de veinte
dólares a cambio de que lo entregara en una determinada dirección de
Selinsgrove a la mañana siguiente. La mañana de Navidad.
Cuando el
joven le había comentado que conocía esa casa (lo que no era raro, teniendo en
cuenta el tamaño de la localidad) y que había estudiado con el hermano de
Gabriel, Scott, ella aprovechó para obtener información sobre la nueva novia de
Gabriel.
Will le contó
todo lo que sabía, ya que su familia y la de Tom Mitchell se conocían de toda
la vida. De hecho —le dijo—, Tom había presumido recientemente de lo bien que
le iban a su hija los estudios en la Universidad de Toronto.
En cuanto
obtuvo esa valiosa información, Paulina decidió marcharse de Selinsgrove
inmediatamente. Mientras observaba las nevadas copas de los árboles, se
preguntaba cómo podía descubrir si Julianne era estudiante de Gabriel en el
momento en que iniciaron su relación.
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La mañana de
Navidad, muy temprano, Gabriel —ataviado con unos bóxers y las gafas— se
debatía entre despertar a Julianne o dejarla dormir un poco más. Podría haberse
ido a la zona de estar de la suite, donde había estado jugando a ser Papá Noel,
pero prefería estar con ella, aunque fuera a oscuras.
La
conversación que había mantenido con Richard el día anterior lo atormentaba.
Cuando su padre adoptivo le había preguntado por Paulina, él le había contado
una versión resumida, haciendo hincapié en que ella era su pasado y Julia su
futuro.
Richard, que
era un hombre comprensivo, insistió en que Paulina fuera a terapia como
condición para seguir teniendo acceso a su fondo de inversiones, pues era evidente
que necesitaba ayuda.
Cuando Gabriel
le dio la razón, Richard cambió de tema, preguntándole si estaba enamorado de
Julia. Cuando él respondió sin dudar, su padre sacó a colación una palabra
empezada con erre: «responsabilidad».
—Estoy
actuando con responsabilidad.
—Julia está
estudiando. ¿Y si se queda embarazada?
La expresión
de Gabriel se endureció.
—Eso no va a
pasar.
—Eso mismo
pensaba yo —replicó Richard sonriendo—. Y entonces nació Scott.
—Ya he
demostrado más de una vez que soy responsable de mis actos —insistió Gabriel en
tono glacial.
Richard se
echó hacia atrás en la silla y lo miró.
—Julia se
parece a Grace en algunas cosas. Una de ellas es su voluntad de sacrificarse
por aquellos a los que ama.
—No permitiré
que sacrifique sus sueños por mí, si es eso lo que te preocupa.
Su padre
volvió la vista hacia la foto de su esposa, que lo miraba desde la mesa del
despacho, una mujer sonriente, de ojos amables.
—¿Cómo ha
reaccionado Julia al ver a esa joven?
—Todavía no lo
hemos hablado.
—Si abandonas
a Julia, tendrás un problema con tus hermanos y conmigo, ¿lo sabes?
Gabriel
frunció el cejo y respondió solemne:
—No la
abandonaré nunca. No podría vivir sin ella.
—¿Y por qué no
se lo dices a ella?
—Porque sólo
llevamos dos semanas juntos.
Richard alzó
las cejas, sorprendido, pero prefirió no preguntarle sobre la ambigüedad de la
expresión «estar juntos».
—Ya conoces mi
opinión al respecto. Deberías casarte con ella. Si no, cualquiera que os vea
pensará que lo que tenéis no es más que una aventura sexual, cuando tus
intenciones son mucho más serias.
Él se ofendió.
—Julianne no
es mi amante.
—Pero no
quieres comprometerte con ella.
—Estoy
comprometido con ella. No hay nadie más en mi vida.
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—Pero Paulina aparece de pronto y monta una escena delante de
Julia y de tu familia.
—¡No puedo
evitarlo!
—¿Ah, no?
—Richard frunció los labios—. Me parece que Paulina es una mujer inteligente y
si estuviera convencida de que no iba a conseguir nada, te dejaría en paz.
Gabriel
frunció el cejo, pero no se lo discutió.
—¿Por qué no
te comprometes con Julia? Estoy seguro de que está angustiada por el futuro. El
matrimonio es un sacramento creado en buena medida para proteger a las mujeres
de la explotación sexual. Si le niegas esa protección, ella no deja de ser algo
muy parecido a tu amante, la llames como la llames. Viendo lo que le ha pasado
a Paulina, tiene que estar preocupada.
—Las
situaciones de ellas dos no tienen nada que ver.
—Pero ¿cómo
puede saberlo Julia? —Richard tamborileó con los dedos sobre la mesa—. El
matrimonio es más que un trozo de papel. Es un misterio. De hecho, hay un texto
judío que sugiere que se establece en el cielo, entre dos almas gemelas. ¿No
quieres estar con ella para siempre?
—Lo que yo
quiera no es importante. No voy a presionarla para que tome una decisión que le
va a cambiar la vida en pleno curso académico —respondió Gabriel, frotándose
los ojos—. Es demasiado pronto.
—Espero que no
esperes hasta que sea demasiado tarde —replicó Richard, mirando a Grace con
tristeza.
Con esas
palabras resonando en sus oídos, Gabriel contemplaba dormir a su alma gemela
durante la mañana de Navidad.
Como si
hubiera oído sus pensamientos, Julia se desperezó, presa de una extraña
angustia. Al volverse hacia Gabriel, rozó la seda de los bóxers.
En la
oscuridad de la habitación, él parecía una gárgola: una figura gris, inmóvil,
que la observaba en silencio tras las gafas. Tardó unos instantes en
preguntarle:
—¿Qué estás
haciendo?
—Nada.
Vuélvete a dormir.
Ella frunció
el cejo, preocupada.
—Pero estás
sentado a oscuras, medio desnudo.
Él trató de
sonreír.
—Estoy
esperando a que te despiertes.
—¿Por qué?
—Para abrir
los regalos. Pero aún es temprano. Duérmete.
Julia se
acercó a él y le buscó la mano. Tras besársela, se la llevó al corazón.
Gabriel sonrió
y dejó la mano quieta, sintiendo sus latidos.
—Perdóname por
lo de anoche —dijo, recuperando la solemnidad—. No quiero que pienses que sólo
me interesa el sexo. No es verdad.
—Ya lo sé.
Él le acarició
las cejas con los dedos.
—Te deseo, eso
es innegable. Me cuesta mucho no tocarte, no poder estar lo más cerca posible
de ti. —Su mano descendió hasta su mejilla y se quedó allí—. Pero te quiero y
quiero que estés conmigo porque te apetezca, no porque te sientas obligada.
Julia apoyó la
cara en su mano.
—No me siento
obligada. Ha habido un montón de veces en que podrías haberme presionado, como
la noche que pasamos en tu cuarto, cuando me quité el top. Pero no lo hiciste.
Fuiste muy paciente. Y la primera vez estuviste maravilloso. Tengo mucha suerte
de que seas mi amante. —Le dirigió una sonrisa soñolienta—. ¿Por qué no te
acuestas? Creo que a los dos nos vendría bien descansar.
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Gabriel se deslizó bajo las sábanas y se acurrucó cerca de su
amada. Cuando la respiración de ella se hizo más profunda, indicándole que se
había dormido, le susurró promesas en italiano.
Cuando Julia
se volvió a despertar, él le llevó el desayuno a la cama. Y luego no paró hasta
que se levantó y lo acompañó a la sala. Estaba tan nervioso que casi daba
saltos.
(De un modo
muy digno, propio de un profesor universitario, por descontado, a pesar de que
no se había puesto la camisa.)
Gabriel había
cogido «prestado» del recibidor del hotel un pequeño árbol de Navidad y lo
había colocado en el centro de la sala. Debajo había varios paquetes envueltos
en papel brillante de diversos colores. Dos grandes calcetines con sus nombres
bordados colgaban de los dos extremos del sofá.
—Feliz Navidad
—le deseó Gabriel, besándole la frente.
Se sentía muy
orgulloso de sí mismo y no podía ocultarlo.
—Es mi primer
calcetín. Nunca había tenido uno —dijo Julia.
Él la acompañó
hasta el sofá. Cuando estuvo sentada, le colocó el calcetín en el regazo.
Estaba lleno de caramelos y de braguitas con motivos navideños. Y en la punta
había un lápiz de memoria que contenía las imágenes de un tango contra la pared
en el Royal Ontario Museum.
—¿Por qué no
te habían regalado nunca un calcetín navideño?
Ella se
encogió de hombros.
—Sharon solía
olvidarse de que era Navidad y a mi padre nunca se le ocurrió.
Gabriel negó
con la cabeza. Él tampoco había tenido calcetines antes de ir a vivir con los
Clark.
Julia señaló
un par de paquetes envueltos con papel rojo y verde.
—¿Por qué no
abres primero tus regalos?
Con una
sonrisa radiante, Gabriel se sentó junto al arbolito, con las piernas cruzadas.
Eligió una caja pequeña y rompió el papel con entusiasmo.
Ella se echó a
reír al ver al correcto profesor vestido sólo con ropa interior y gafas, atacando
sus regalos como si fuera un niño de cuatro años.
Al abrir la
caja, se quedó muy sorprendido al encontrar un par de gemelos de plata sobre un
fondo de seda de color crema. Pero no eran unos gemelos cualquiera. Llevaban
grabado el escudo de la ciudad de Florencia. Gabriel los miró boquiabierto.
—¿Te gustan?
—Me encantan,
Julianne. Pero ¿cómo...?
—Mientras
estabas en una de las reuniones, me acerqué al Ponte Vecchio a comprarlos.
Pensé que quedarían bien con tus camisas. —Mirando al suelo, añadió—: Me temo
que me gasté parte del dinero de la beca. En realidad, te los has regalado tú
mismo.
Poniéndose de
rodillas, él avanzó hasta ella y la besó agradecido.
—Ese dinero es
tuyo. Te lo has ganado. Y los gemelos son perfectos. Muchas gracias.
Julia sonrió
al verlo allí arrodillado.
—Tienes otro
regalo.
Sonriendo,
Gabriel abrió el segundo paquete. Dentro del papel de seda, encontró una
reproducción de veinte por veinticinco centímetros del cuadro de Marc Chagall, Amantes
a la luz de la luna.
En la tarjeta
que acompañaba la lámina, Julia había escrito unas líneas declarándole su amor
y dando gracias por haberlo encontrado. También añadió otro obsequio, aún más
valioso.
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Me gustaría posar para ti.
Con todo mi
amor,
Tu Julia
Gabriel se
había quedado sin palabras. La miró sin creérselo.
—Creo que ha
llegado el momento de que cuelgues fotos nuestras en tu dormitorio. Me apetece
hacer eso por ti. Si te parece bien.
Él se sentó a
su lado en el sofá y la besó apasionadamente.
—Gracias. El
cuadro es precioso, pero tú eres mucho más preciosa que cualquier obra de arte.
—Sonrió antes de añadir—: Creo que podemos inspirarnos en Chagall para la
sesión fotográfica, pero tendremos que practicar antes las posturas.
Moviendo
insinuante las cejas, se inclinó hacia ella y le mordió el labio inferior.
—Tú eres el
regalo más grande —murmuró.
Al notar que
Julia sonreía bajo su boca, alargó un brazo para hacerse con uno de los regalos
que había colocado bajo el arbolito.
Le dirigió una
mirada ilusionada mientras ella lo abría. Era un CD que Gabriel le había
grabado, llamado «Loving Julia».
—Es la lista
que escuchábamos en Florencia.
—Gracias.
Tenía pensado pedírtela. Esas canciones me traerán recuerdos muy felices.
Dentro de la
funda, encontró varios vales para tratamientos de belleza en el Hotel Windsor
Arms, de Toronto, algunos de los cuales tenían nombres tan exóticos como «Ducha
Vichy» o «Tratamiento de vendas frías de algas marinas».
Julia le dio
las gracias y leyó los nombres de los tratamientos en voz alta hasta llegar al
último:
He hablado
con un cirujano plástico de Toronto, que ha prometido visitarte en cuanto
regresemos. Por la información que le di, está convencido de que podrá hacer
desaparecer la cicatriz por completo. No tendrás que preocuparte por ella nunca
más,
Gabriel
Al ver que
Julia se ponía tensa, Gabriel le arrebató la nota de los dedos, disculpándose
con una sonrisa.
—No debí
incluir esto en la caja. Lo siento.
Pero ella le
agarró la mano.
—Gracias.
Pensaba que iba a tener que esperar más. Es el mejor regalo que podías hacerme.
Gabriel soltó
el aire, relajándose, y le besó la coronilla.
—Te lo mereces
—le dijo, con los ojos brillantes.
Sonriendo,
Julia miró por encima del hombro de él y vio que había otra caja junto al
árbol.
—Hay otro
regalo. ¿Es para mí?
Gabriel
asintió.
—¿Puedo
abrirlo?
—Preferiría
que esperaras.
Ella frunció
el cejo.
—¿Por qué?
¿Quieres que lo llevemos a casa de Richard? ¿Prefieres que lo abra delante de
tu familia?
—¡No, por
Dios!
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Pasándose los dedos por el pelo, sonrió irónicamente.
—Perdona, es
que es... bueno... bastante personal. ¿Puedes esperar hasta esta noche para
abrirlo? ¿Por favor?
Julia miró el
regalo con curiosidad.
—A juzgar por
el tamaño de la caja, no es un gatito.
—No, no lo es,
aunque si quieres una mascota, te la compraré —contestó él, mirando hacia la
caja que el día anterior ella había dejado junto a la puerta—. ¿Qué había en el
regalo de Paul?
Julia se
encogió de hombros, quitándole importancia.
—Una botella
de sirope de arce, que ya le di a mi padre, y un par de juguetes.
—¿Juguetes?
¿Qué clase de juguetes?
Julia lo miró
escandalizada.
—Juguetes
infantiles, ¿qué van a ser?
—¿No te regaló
ya un conejito de peluche hace unos meses? Creo que ese chico tiene una
fijación con los conejitos.
«Follaángeles.»
—Dijo la
sartén al cazo. Gabriel, tú tienes una fijación con los zapatos de tacón. ¿Cómo
te atreves a criticarlo?
—Nunca he
negado mi aprecio estético por el calzado femenino. Al fin y al cabo, hay
zapatos que son auténticas obras de arte —añadió dignamente—. Sobre todo cuando
los lleva una mujer como tú.
Ella no pudo
evitar sonreír.
—Me ha
regalado una vaca Holstein de peluche y unas figuritas de Dante y Beatriz.
Él la miró
perplejo.
—¿Figuritas?
—Sonrió con ironía—. ¿Quieres decir como soldaditos de plomo?
—Figuritas,
soldaditos... ¿qué más da?
—¿Son
anatómicamente completos?
—Gabriel, ¿no
estás siendo un poco infantil?
Él le acarició
la mejilla.
—Sólo me
preguntaba en qué clase de acción podrían participar Dante y Beatriz. En
privado, por supuesto.
—Dante debe de
estar revolviéndose en su tumba.
—Podemos
recrear eso enterrando la figura de Dante en el patio de atrás. Pero me
gustaría quedarme con Beatriz.
Julia se echó
a reír.
—Eres
incorregible. Gracias por los regalos. Y gracias por llevarme a Italia. Ése fue
el mejor regalo de todos.
—De nada.
—Sujetándole la cara entre las manos, la miró a los ojos antes de unir sus
labios.
Lo que empezó
como un suave beso con la boca cerrada, pronto se convirtió en un beso
arrebatado, enfebrecido, con manos que agarraban y tiraban el uno del otro.
Julia se puso de puntillas, frotándose contra su pecho desnudo y Gabriel gruñó,
frustrado, y dio un paso atrás. Quitándose las gafas, se frotó los ojos.
—Me encantaría
seguir con lo que estamos haciendo, pero Richard quiere que vayamos a la
iglesia.
—Bien.
Volvió a
ponerse las gafas.
—¿Una chica
católica como tú no preferiría ir a una misa católica?
—Dios es el
mismo para todos. No es la primera vez que acompaño a tu familia
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a la iglesia. —Julia lo miró con atención—. ¿No quieres que
vaya?
—No me siento
muy cómodo en las iglesias.
—¿Por qué no?
—Hace años que
no voy. Siempre siento que me juzgan.
—Todos somos
pecadores —dijo ella, solemne—. Si sólo fueran a la iglesia los que no pecan,
los templos estarían siempre vacíos. Y no creo que los feligreses de la
congregación de Richard te juzguen. Los episcopalianos son muy acogedores.
Tras darle un
rápido beso en la mejilla, Julia volvió al dormitorio para arreglarse. Gabriel
la siguió y se tumbó en la cama, observándola rebuscar entre la ropa colgada en
el armario.
—¿Por qué
sigues creyendo en Dios? ¿No estás enfadada con Él por todas las cosas malas
que te han pasado?
Ella
interrumpió lo que estaba haciendo y se volvió hacia él. Gabriel parecía muy
infeliz.
—A todo el
mundo le pasan cosas malas. ¿Por qué iba a ser yo distinta a los demás?
—Porque eres
buena.
Ella se miró
las manos.
—El universo
no se basa en la magia. No hay unas reglas para las personas buenas y otras
para las personas malas. Todo el mundo sufre en un momento u otro. Lo
importante es lo que haces con tu dolor, ¿no crees?
Él la miró
impasible.
—Tal vez el
mundo sería un lugar mucho peor si Dios no existiera —insistió ella.
Gabriel
maldijo en voz baja, pero no discutió.
Julia se sentó
a su lado en la cama.
—¿Has leído Los
hermanos Karamazov?
—Es uno de mis
libros favoritos.
—Entonces
recordarás la conversación entre Aliosha, el cura, y su hermano Iván.
Él sonrió,
divertido por el rumbo de los pensamientos de ella.
—Supongo que
yo soy el rebelde librepensador y tú el muchacho religioso.
Julia no le
hizo caso.
—Iván le da a
Aliosha una lista de razones por las que o Dios no existe o, si existe, es un
monstruo. Es una discusión muy apasionada. He pensado en ella bastantes veces.
»Recuerda que
Iván acaba la discusión diciendo que rechaza la creación de Dios, este mundo.
Y, sin embargo, hay algo en este mundo que encuentra sorprendentemente hermoso:
las pequeñas hojas que brotan de los árboles en primavera. Le encantan, a pesar
de que odia el mundo al que llegan.
»Esas pequeñas
hojas no representan la fe ni la salvación. Son lo que queda de su esperanza.
Mantienen a raya su desesperación demostrándole que, a pesar de la maldad que
ha presenciado, en el mundo queda al menos una cosa pura y hermosa.
Cambiando de
postura para mirarlo mejor, Julia le sujetó la cara entre las manos.
—Gabriel, ¿has
encontrado tus hojitas?
La pregunta lo
pilló por sorpresa. Tanto, que no pudo hacer nada más que quedarse quieto,
mirando a la preciosa morena que tenía delante. En momentos como ése, recordaba
qué lo había llevado a pensar que era un ángel. Julia albergaba mucha más
compasión de lo que era normal encontrar en un ser humano. Al menos, según su
experiencia.
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—No lo sé. Nunca me lo he planteado.
—La mía era
Grace. Y tú —admitió, con una tímida sonrisa—. Y, antes, aquellos voluntarios
del Ejército de Salvación que fueron amables conmigo cuando mi madre no lo fue.
Me dieron una razón para seguir creyendo.
—Pero ¿cómo se
puede justificar el sufrimiento de los inocentes? ¿De los niños? —La voz de
Gabriel era apenas un susurro—. ¿De los bebés?
—No sé por qué
mueren los bebés. Ojalá no sucediera —respondió Julia muy seria—. Pero ¿qué me
dices de nosotros, Gabriel? ¿Por qué permitimos que la gente trate mal a sus
propios hijos? ¿Por qué no defendemos a los débiles y a los enfermos? ¿Por qué
dejamos que los soldados saquen de sus casas a nuestros vecinos, les cosan una
estrella en la ropa y los metan en trenes? No es Dios quien es malo. Somos
nosotros.
»Todo el mundo
quiere saber de dónde viene el mal y por qué puede campar a sus anchas por el
mundo. ¿Por qué nadie se pregunta de dónde viene el bien? Los seres humanos
tienen una gran capacidad para ser crueles. ¿Por qué existe la bondad en el
mundo? ¿Por qué existen personas como Richard y Grace? Porque existe Dios, que
no ha permitido que la Tierra se corrompa del todo. Si buscas, siempre
encuentras pequeñas hojas. Y cuando aprendes a reconocerlas, notas su presencia
a tu alrededor.
Gabriel cerró
los ojos, disfrutando de su contacto al mismo tiempo que de sus palabras. En el
fondo de su corazón sabía que acababa de escuchar una verdad muy profunda.
Por mucho que
lo intentara, nunca había podido dejar de creer del todo. Ni siquiera en sus
días más negros, la luz había desaparecido por completo. Había tenido la guía
de Grace y, providencialmente, al morir ella, Julia había reaparecido en su
vida y había seguido mostrándole el camino.
Tras darle un
casto beso, ella fue a ducharse. Mientras la miraba alejarse, Gabriel se
maravillaba de su brillantez. Era mucho más inteligente que él, ya que su
intelecto poseía una originalidad creativa que él nunca tendría. Y a pesar de
todo lo que le había pasado en la vida, no había perdido la fe, la esperanza ni
la caridad.
«No es mi
igual; es mucho mejor que yo.
»Es mi
hojita.»
Una hora más
tarde, Julia y Gabriel se dirigieron en coche hasta la Iglesia Episcopal de
Todos los Santos. Él llevaba un traje negro con camisa blanca, con los gemelos
nuevos en los puños. Ella se había puesto un vestido color ciruela con falda
por debajo de las rodillas y las botas negras que se había comprado en
Florencia.
«Un mar de
incomodidad.» Con esas palabras habría descrito Gabriel el ambiente general,
mientras se sentaba junto a Julia al final del banco de la familia.
De todos
modos, agradeció la liturgia, el orden y el modo de usar las Escrituras y la
música en el servicio religioso. Durante la ceremonia, se distrajo varias veces
pensando en su vida y en los distintos pasos que lo habían llevado hasta la
hermosa mujer que le daba la mano.
La Navidad era
la celebración del nacimiento, de un nacimiento en concreto. A su alrededor vio
muchos niños y bebés. En la parte delantera de la iglesia habían colocado un
pesebre. También había niños en las imágenes, en las vidrieras, y vio asimismo
a una radiante mujer embarazada sentada al otro lado del pasillo.
Por un
instante, Gabriel lamentó haberse esterilizado. No por él, no por no ser capaz
de tener un hijo, sino por no poder dárselo a Julianne. Se imaginó tumbado en
la cama, junto a ella embarazada, apoyando la mano en su vientre para notar las
patadas del hijo de los dos. Se imaginó sosteniendo a ese niño en brazos,
sorprendido por la gran
77
cantidad de pelo moreno que tenía.
Esas imágenes
lo pillaron por sorpresa. Suponían un cambio muy brusco en su carácter y sus
prioridades y alejaban la culpabilidad y el egoísmo que lo habían acompañado
durante tantos años. Eran un giro hacia la permanencia y el compromiso con una
mujer con la que quería crear una familia, con la que quería tener un hijo.
Su amor por
Julianne lo había cambiado de muchas maneras. No se había dado cuenta de lo
profundos que eran esos cambios hasta que se sorprendió mirando a la
desconocida embarazada con una mezcla de melancolía y envidia.
Ésos eran los
pensamientos que ocupaban su mente mientras le daba la mano a Julia. Y cuando
llegó el momento de la eucaristía, Gabriel fue el único miembro de su familia
que no se levantó para participar.
A pesar de que
algo en la atmósfera de la iglesia le resultaba reconfortante, durante la
homilía se sintió juzgado, como casi siempre. Las palabras del pastor solían
recordarle que había malgastado buena parte de su vida, un tiempo que nunca
volvería.
No había
podido decirle a Grace las cosas que le habría gustado decirle antes de que
muriera. No había tratado a Paulina y a Julianne con el respeto que se
merecían. En realidad, no había tratado con respeto a ninguna de las mujeres
con las que se había involucrado.
Al recordar a
Paulina, apartó la mirada de su hermosa Julia y agachó la cabeza, rezando casi
sin darse cuenta; pidiendo perdón y orientación. Sentía que estaba en la cuerda
floja, suspendido entre la necesidad de responsabilizarse de las indiscreciones
cometidas en su etapa anterior y la de borrar a Paulina de su vida. Rezó
pidiendo que ésta encontrara a alguien a quien amar, alguien que la ayudara a
olvidar el pasado.
Estaba tan
concentrado en sus oraciones, que no se dio cuenta de que su familia había
vuelto a sentarse en el banco, ni de que Julia lo estaba agarrando del brazo.
Tampoco se dio cuenta del momento en que su padre rompía a llorar en silencio,
ni de cuando Rachel lo consoló, rodeándolo con el brazo y apoyando su rubia
cabeza en su hombro.
«El Reino de
los Cielos es como una familia —pensó Julia, al ver a Rachel abrazar a su
padre—. Donde el amor y el perdón sustituyen a las lágrimas y el sufrimiento.»
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