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11
Después de
comer, Rachel tomó el mando y organizó a todo el mundo para que ayudaran a
preparar el gran pavo de la cena. Julia habló con Tom por teléfono y éste le
prometió que llegaría hacia las tres para el intercambio de regalos. Luego,
Rachel y ella se metieron en la cocina para pelar manzanas y hacer un par de
tartas.
Rachel había
hecho trampas comprando la masa preparada, pero la había sacado de su
envoltorio y la había guardado envuelta en papel transparente en la nevera para
que nadie se diera cuenta.
—Hola, guapas
—las saludó Scott con una enorme sonrisa, mientras buscaba algo en la nevera.
—¿Qué te tiene
tan contento? —le preguntó su hermana, sin dejar de pelar manzanas.
—La Navidad
—respondió Scott y se echó a reír cuando Rachel le sacó la lengua.
—He oído que
has conocido a alguien —intervino Julia.
Él se sirvió
un plato de sobras, sin molestarse en responder.
Rachel estaba
a punto de reprenderlo por sus malos modales, cuando sonó el teléfono. Al
responder y ver que se trataba de su futura suegra, la joven desapareció en el
comedor con el teléfono.
Scott se
volvió entonces hacia Julia, disculpándose con la mirada.
—Se llama
Tammy. Pero es demasiado pronto para traerla y someterla al tercer grado de mi
familia.
—Te entiendo.
—Devolviéndole la sonrisa, Julia volvió a centrarse en las manzanas.
—Tiene un niño
—añadió Scott bruscamente y, apoyándose en la encimera, se cruzó de brazos.
—Oh —exclamó
ella, bajando el cuchillo.
—Tiene tres
meses. Viven en casa de los padres de Tammy y no ha podido venir porque le da
el pecho —le contó él en una voz tan baja que le costaba oírlo, sin apartar los
ojos de la puerta por si entraba alguien.
—Cuando la
traigas a casa, que traiga al niño también. Tu familia los recibirá con los
brazos abiertos, ya lo verás.
—No estoy tan
seguro. —Scott parecía muy incómodo.
—Estarán
encantados de tener un bebé en casa. Rachel y yo nos pelearemos por cuidar de
él.
—¿Qué
pensarías si tu hijo viniera a casa con una mujer que es madre soltera? ¿Y si
el niño fuera de otro hombre?
—Tus padres
adoptaron a Gabriel. No creo que Richard tenga nada que objetar. —Julia ladeó
la cabeza—. A no ser que tu novia esté casada.
—¿Qué? ¡No! Su
ex novio la abandonó cuando se quedó embarazada. Somos amigos desde hace unos
meses. —Se pasó los dedos por el pelo hasta que casi se le quedó de punta—. Me
preocupa que mi padre no lo apruebe.
Ella señaló
hacia el pesebre que habían colocado bajo el árbol de Navidad, en la habitación
de al lado.
—A José y
María les pasó algo parecido.
Scott la miró
como si se hubiera vuelto loca.
79
Luego, echándose a reír, acabó de prepararse un bocadillo
relleno de las sobras de la comida.
—Bien visto,
Jules. Lo tendré en cuenta.
Esa misma
tarde, la familia se reunió alrededor del árbol para intercambiar regalos. Los
Clark eran una familia generosa y había montones de obsequios, algunos serios,
otros de broma. Julia y su padre recibieron también su ración.
Cuando todo el
mundo estaba mirando sus cosas y bebiendo ponche de huevo, Rachel lanzó un
último regalo al regazo de Gabriel.
—Éste ha
llegado para ti esta mañana.
—¿Quién lo
envía? —preguntó él, sorprendido.
—No lo sé.
Entonces miró
a Julia ilusionado, pero ésta negó con la cabeza.
Ansioso por
resolver el misterio, empezó a romper el envoltorio. Abrió la caja blanca que
había debajo y apartó varias capas de papel de seda.
Antes de que
nadie pudiera ver qué había dentro, lanzó la caja a un lado y se levantó de un
salto. Sin decir nada, salió por la puerta trasera y cerró de un portazo.
—¿Qué ha
pasado? —la voz de Scott rompió el silencio.
Aaron, que
había presenciado lo sucedido desde el pasillo, entró en el salón.
—Apuesto a que
lo ha enviado su ex. Me juego lo que sea.
Julia se
dirigió dando traspiés hasta la cocina y siguió a Gabriel fuera.
—¿Gabriel?
¡Gabriel! Espera.
Estaba
nevando. Los copos de nieve, grandes y pesados, empezaban a cubrir la hierba y
los árboles con un manto blanco y helado. Julia se estremeció.
—¡Gabriel!
Pero él
desapareció en el bosque sin mirar atrás.
Ella aceleró
el paso. Si lo perdía de vista tendría que regresar a la casa. No podía
arriesgarse a perderse en el bosque sin abrigo. Ni sin mapa.
Empezó a
sentir pánico al recordar su pesadilla recurrente en la que se perdía en el
bosque, sola.
—¡Gabriel!
¡Espérame!
Adentrándose
entre los árboles, lo vio. Se había detenido junto a un pino, pero le daba la
espalda.
—Vuelve a casa
—le ordenó él, con la voz tan fría como los copos de nieve.
—No pienso
dejarte solo.
Dio varios
pasos acercándose. Al oírla, Gabriel se volvió. Iba vestido con traje y corbata
y llevaba unos zapatos italianos que no sobrevivirían a la experiencia.
Julia tropezó
cuando uno de sus tacones se enganchó en una raíz, pero evitó la caída
agarrándose al tronco de un árbol.
En un
instante, él estaba a su lado.
—Vuelve a casa
antes de que te hagas daño.
—No.
Con el pelo
largo rizándosele sobre los hombros, los brazos cruzados sobre el pecho a causa
del frío y la nieve empezando a cubrirle la cabeza y el vestido color ciruela,
Julia parecía un ángel. Un ángel como los que uno ve en los cuentos de hadas o
en las bolas de nieve de decoración. Los copos la rodeaban, saludándola como si
fueran sus amigos.
Gabriel
recordó cuando la había sorprendido en su despacho privado de la biblioteca y
un montón de papeles habían volado por los aires a su alrededor.
—Preciosa.
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La visión de su belleza lo distrajo momentáneamente y una
nube de vapor salió de su boca al hablar.
Julia le
ofreció la mano.
—Vuelve
conmigo.
—Ella nunca va
a dejarme en paz.
—¿Quién?
—Paulina.
—Tiene que
empezar una nueva vida, pero necesita ayuda.
—¿Ayuda?
¿Quieres que la ayude después de que se arrodillara en el suelo y tratara de
bajarme los pantalones?
—¿Qué has
dicho?
Gabriel apretó
los dientes y se maldijo en silencio.
—Nada.
—¡No me
mientas!
—Fue el último
intento de una mujer desesperada.
—¿Te negaste?
—¡Por
supuesto! ¿Por quién me tomas? —Sus ojos azules brillaban como hielo azulado.
—¿Te
sorprendió?
—No —admitió
él, tenso.
Julia apretó
los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas.
—¿Por qué?
Gabriel, que
no tenía ningunas ganas de responder a esa pregunta, miró a su alrededor como
buscando una vía de escape.
—¿Por qué no
te sorprendió? —quiso saber ella, subiendo el tono de voz.
—Porque eso es
lo que hace habitualmente.
—¿Lo que hace
o lo que hacía?
—¿Qué
diferencia hay?
—Si tengo que
explicártela es que la cosa está peor de lo que pensaba —respondió Julia,
entornando los ojos.
Él no quería
responder. Su reticencia estaba escrita en sus ojos, en su cara, en su
postura...
Sin
amilanarse, ella le sostuvo la mirada.
Los ojos de
Gabriel se clavaron en un punto lejano por encima del hombro de Julia antes de
volver a mirarla.
—A veces se
presentaba en casa y...
Ella sintió
que se le revolvía el estómago y cerró los ojos con fuerza.
—Cuando te
pregunté si Paulina era tu amante, me contestaste que no.
—Nunca fue mi
amante.
Julia abrió
los ojos bruscamente.
—¡No me vengas
con jueguecitos de palabras! Sobre todo con tus amiguitas.
Él apretó los
dientes.
—No te
rebajes, Julia.
Ella se echó a
reír sin ganas.
—Claro, si te
digo la verdad me estoy rebajando. Pero tú puedes mentir tranquilamente sin que
pase nada.
—Nunca te he
mentido sobre Paulina.
—Oh, sí, lo
hiciste. No me extraña que te enfadaras tanto cuando la llamé tu amiguita
durante el seminario sobre Dante. Tenía razón. —Lo miró dolida—. ¿Estuviste con
ella en tu cama? ¿En la cama que compartimos?
81
Gabriel bajó la vista.
Julia empezó a
retroceder.
—Estoy tan
furiosa contigo que no sé qué decir.
—Lo siento.
—No es
suficiente. —Siguió alejándose—. ¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con
ella?
Él la siguió,
alargando la mano para sujetarla, por miedo a que se cayera de espaldas.
—¡No me
toques! —exclamó Julia, mientras tropezaba.
Gabriel la
agarró antes de que se cayera.
—Espera un
momento, por favor. Dame al menos la oportunidad de explicarme.
Cuando vio que
había recuperado el equilibrio, la soltó.
—Cuando te
conocí, en setiembre, entre Paulina y yo todo había terminado. No la había
visto desde el mes de diciembre anterior, cuando fui a visitarla para decirle
que teníamos que dejar de vernos definitivamente.
—Me hiciste
creer que vuestra historia había acabado en Harvard. ¿Tienes idea del daño que
me estás haciendo? ¿Tienes idea de lo idiota que me siento? Se planta en el
salón de tus padres como si tuviera todo el derecho del mundo a estar allí,
como si yo no fuese nadie. ¡No me extraña! Lleva años acostándose contigo.
Él movió los
pies, incómodo.
—Sólo trataba
de protegerte.
—Ve con
cuidado, Gabriel. Ten mucho cuidado con lo que dices.
Él se quedó de
piedra. Nunca la había oído usar ese tono de voz. De repente, la posibilidad de
perderla le pareció muy real. Era una idea aterradora y empezó a hablar a toda
velocidad:
—Sólo nos
veíamos una o dos veces al año. Como te he dicho, cuando tú y yo nos conocimos
no la veía desde el diciembre anterior. —Se pasó las manos por el pelo—.
¿Esperabas que te hiciera un inventario de cada encuentro sexual que había
tenido? Ya te dije que tenía un pasado. —Sosteniéndole la mirada, le tendió la
mano con cautela—. ¿Recuerdas la noche en que te hablé de Maia?
—Sí.
—Me dijiste
que merecía ser perdonado. Quería creerte, pero pensé que si te decía que de
vez en cuando aún me veía con Paulina, te perdería. —Se aclaró la garganta—: No
quería hacerte daño.
—¿Me estás
mintiendo ahora?
—No.
Ella lo miró,
escéptica.
—¿La amas?
—Por supuesto
que no.
Gabriel dio un
paso hacia ella, pero Julia levantó una mano.
—¿Me estás
diciendo que después de concebir una hija juntos y de acostarte con ella
durante años no la quieres?
—No —respondió
él, apretando los labios.
Vio que los
ojos de Julia se llenaban de lágrimas y que ella se esforzaba por contenerlas.
Su precioso rostro se contrajo de dolor y tristeza. Se le acercó un poco más y
le puso su chaqueta sobre los hombros.
—Pillarás una
pulmonía. Tienes que volver a la casa.
Agarrando la
chaqueta por las solapas, Julia se la subió hasta la barbilla.
—Ella era la
madre de Maia —susurró— y mira cómo la has tratado.
Gabriel se
puso tenso.
82
«La madre de Maia.»
Los dos
permanecieron quietos, en silencio. La nieve había dejado de caer.
—¿Cuándo
pensabas contármelo?
Él dudó. El
corazón le latía desbocado. No sabía lo que iba a responder hasta que hubo
pronunciado las palabras.
—No pensaba
hacerlo.
Ella se volvió
y echó a andar en la dirección donde le parecía que estaba la casa.
—¡Julia,
espera! —Gabriel la siguió y la agarró del brazo.
—¡Te he dicho
que no me toques! —Retiró el brazo, furiosa.
—Me dijiste
que no querías que te contara los detalles de cómo era antes de que nos
conociéramos. Dijiste que me perdonabas.
—Y lo hice.
—Sabías que me
dejaba llevar por la lujuria.
—No pensaba
que hasta ese punto.
Él dio un paso
atrás, herido.
—Supongo que
me merezco tu desprecio —dijo, con un tono de voz tan frío como la
temperatura—. Debí haber sido más claro.
—¿El regalo
era de Paulina?
—Sí.
—¿Qué era?
—Una ecografía
—respondió Gabriel, abatido.
Julia inspiró
hondo y el gélido aire invernal silbó al llenarle los pulmones.
—¿Por qué
habrá hecho algo así?
—Ella da por
hecho que nadie conoce la historia. Cree que la he mantenido en secreto tanto
ante mi familia como ante ti. Ha sido su manera de vengarse.
—La utilizaste
—dijo Julia, cuyos dientes habían empezado a castañetear—. No me extraña que no
pueda pasar página. Le has dado migajas de afecto, como si fuera un perro. ¿Y a
mí también me tratarás así?
—No. Nunca.
Soy consciente de que la he tratado muy mal, pero eso no le da derecho a
atacarte. Tú no tienes ninguna culpa.
—Me ocultaste
información.
—Es cierto.
¿Podrás perdonarme?
Julia se frotó
las manos en silencio.
—¿Alguna vez
le has pedido a Paulina que te perdone?
Él negó con la
cabeza.
—Jugaste con
sus sentimientos. Sé lo que se siente. Y eso me hace sentir compasión por ella.
—Te conocí a
ti primero —susurró Gabriel.
—Eso no es excusa
para tratarla con crueldad. —Julia tosió un poco. El aire helado le quemaba la
garganta.
Él le apoyó
una mano en el hombro.
—Por favor.
Regresa a casa. Te estás enfriando.
Cuando se
volvió para irse, él la detuvo, agarrándola de la mano.
—Sentí algo
por ella, pero no era amor. Culpabilidad, lujuria, afecto, pero nunca fue amor.
—¿Qué vas a
hacer ahora?
Gabriel le
rodeó la cintura con un brazo y la acercó a él.
—Resistiré el
impulso de reaccionar inmediatamente a su provocación y me esforzaré al máximo
para compensártelo. Tú eres la única persona que me importa. Siento mucho
haberte hecho daño.
83
—Tal vez cambies de opinión.
Gabriel la
abrazó con más fuerza y la miró con firmeza.
—Tú eres la
única persona a la que he amado.
Al ver que
Julia no respondía, echó a andar con ella de regreso a casa.
—Nunca te seré
infiel, te lo juro. Y respecto a lo que Paulina trató de hacer ayer... —Le
apretó la cintura—. En otro tiempo tal vez me habría sentido tentado, pero eso
fue antes de conocerte. Prefiero pasar el resto de mi vida bebiendo de tu amor
que vaciando todos los océanos del mundo.
—Tus promesas
pierden valor cuando no van acompañadas de honestidad. Te pregunté si era tu
amante y te fuiste por las ramas.
Él hizo una
mueca.
—Tienes razón,
pero no volverá a pasar.
—Algún día te
cansarás de mí. Y, cuando lo hagas, volverás a tus viejas costumbres.
Gabriel se
detuvo y la miró de frente.
—Paulina y yo
tenemos una historia en común, pero nunca hemos sido compatibles. No nos convenimos
el uno al otro.
Ella le
devolvió la mirada, sin creer en sus palabras.
—Eché a andar
en la oscuridad buscando algo mejor, algo real. Y te encontré a ti. No pienso
perderte por nada del mundo.
Julia apartó
la vista, mirando hacia donde creía que estaba el huerto de manzanos.
—Los hombres
se cansan de todo en seguida.
—Sólo si son
idiotas.
Gabriel la
estaba mirando con el cejo fruncido y los ojos entornados de preocupación.
—¿Crees que
Richard engañó a Grace alguna vez? —preguntó él.
—Por supuesto
que no.
—¿Por qué no?
—Porque es un
buen hombre. Y porque la amaba.
—Yo no
pretendo que creas que soy un buen hombre, pero te amo, Julia, y nunca te seré
infiel.
Ella guardó
silencio unos momentos.
—No creas que
estoy tan herida por la vida que sería incapaz de negarte nada.
—Nunca lo he
creído —replicó él, muy serio.
—Te lo
advierto. Si vuelves a mentirme, será la última vez.
—No te
mentiré. Te lo prometo.
Julia abrió
los puños y respiró hondo.
—No volveré a
dormir contigo en la cama que compartiste con ella.
—Cambiaré toda
la habitación antes de que volvamos a Toronto. Venderé el jodido apartamento si
eso es lo que quieres.
Julia hizo una
mueca.
—No te he
pedido que vendas el apartamento.
—Perdóname —susurró
Gabriel—. Dame una oportunidad de demostrarte que puedes confiar en mí.
Ella titubeó.
Él aprovechó
su indecisión para abrazarla y Julia aceptó su abrazo a regañadientes.
Permanecieron inmóviles bajo el cielo invernal, mientras oscurecía rápidamente.
84
12
Esa noche,
Gabriel y Julia estaban sentados en el suelo de su habitación, junto al
arbolito de Navidad del hotel. Se habían puesto el pijama y ella lo había
animado a mostrarle lo que le había mandado Paulina, para que no hubiera
secretos entre los dos. Aunque Gabriel prefería no hacerlo, lo hizo por ella.
Con una mueca,
sacó la ecografía de la caja y la sostuvo en la mano. Cuando Julia quiso verla,
se la dio, suspirando.
—Esta imagen
no puede hacerte daño. Si Rachel y Scott se enteraran, se pondrían de tu lado
—dijo ella, trazando el contorno de la cabecita con un dedo—. Puedes guardarla
en algún sitio privado si lo prefieres, pero no creo que deba estar escondida
en una caja. Tenía nombre. Se merece ser recordada.
Gabriel dejó
caer la cabeza entre las manos.
—¿No crees que
sería morboso?
—No creo que
haya nada morboso en un bebé. Maia era tu hija. Paulina te ha enviado esta
imagen para castigarte, pero a mí me parece que deberías considerarla un
regalo. Deberías conservarla en un lugar de honor. Eres su padre.
Él estaba
demasiado emocionado para decir nada. Se levantó y recorrió la habitación,
pensativo. Se apoyó en la puerta con la mirada perdida.
Julia lo
siguió.
—Ya tengo
ganas de estrenar eso —dijo, señalando el corsé negro y los zapatos a juego,
que habían dejado dentro de la caja abierta, debajo del arbolito.
—¿De verdad?
—Tendré que
soltarme un discurso mientras me lo pongo para darme ánimos, pero me parece muy
bonito y femenino. Y los zapatos me encantan. Gracias.
Gabriel se relajó
un poco. Quería pedirle que se lo probara ya. Quería verla con los zapatos
puestos —tal vez sentada en la encimera del lavabo, con él entre sus piernas—,
pero se guardó sus deseos por el momento.
—Tengo que
decirte algo. —Julia le cogió la mano y entrelazó sus dedos con los suyos—. No
voy a poder ponérmelo esta noche.
—Con todo lo
que ha pasado, entiendo que no te apetezca.
Gabriel le
acarició el dorso de la mano con el pulgar.
—Pasarán unos
días antes de que pueda ponérmelo.
—No te
preocupes, lo entiendo. —Trató de soltarle la mano.
—Intenté
explicártelo anoche, pero no me dejaste acabar.
Él aguardó en
tensión.
—Es que...
tengo la regla.
Gabriel se
quedó con la boca abierta, aunque en seguida la cerró y le dio un sentido
abrazo.
—No era ésta
la reacción que esperaba. —La voz de Julia llegaba apagada por el abrazo—. ¿Me
has oído bien?
—Entonces,
anoche... ¿no era que no me desearas?
Ella se separó
y lo miró sorprendida.
—Aún estoy
disgustada por lo que ha pasado, pero por supuesto que te deseo. Siempre que
hacemos el amor me haces sentir especial. Pero ahora no quiero entrar en...
quiero decir, no quiero que tú entres... Bueno, ya sabes lo que quiero decir
—se interrumpió, ruborizándose.
85
Con un suspiro de alivio, Gabriel la besó en la frente.
—Tengo otros
planes para ti.
La llevó de la
mano hasta el espacioso cuarto de baño, deteniéndose un instante para encender
el equipo de música. Las notas del tema de Sting Until llenaron la
habitación.
Paulina estaba
sentada en una cama desconocida, en Toronto, cubierta de sudor frío. No
importaba cuántas veces la tuviera, la pesadilla no variaba nunca. Ni el vodka
ni las pastillas servían para eliminar el dolor del corazón ni las lágrimas de
los ojos.
Al alargar la
mano hacia la botella que tenía en la mesilla de noche, tiró el reloj al suelo.
Tras varios tragos y varias pastillas, la oscuridad se la llevaría a su reino y
podría por fin dormir.
No encontraba
consuelo. Otras mujeres podían tener otro hijo que las ayudara a superar el
dolor de la pérdida del primero. Pero ella nunca volvería a tener hijos. Y el
padre de su bebé perdido no la quería.
Él era el
único hombre al que había amado de verdad. Lo había amado de cerca y en la
distancia, pero Gabriel nunca había correspondido a sus sentimientos. Siempre
se lo había dejado claro. Pero era demasiado noble para echarla de su vida de
una patada.
La cabeza le
daba vueltas mientras lloraba con la cara enterrada en la almohada, lamentando
su doble pérdida.
La de Maia.
Y la de
Gabriel.
86
13
El profesor
Giuseppe Pacciani no era un hombre virtuoso, pero era listo. No creyó a Christa
Peterson cuando ésta le dijo que estaría encantada de verse con él para algo
más que palabras. Y para asegurarse de que el encuentro acababa produciéndose
de manera satisfactoria, se guardó el nombre de la fidanzata canadiense
del profesor Emerson, prometiendo revelárselo cuando se vieran en Madrid, en
febrero.
Christa, que
no quería acostarse con él ni tener que esperar tanto para obtener la
información, no le respondió. Cambiando de táctica, buscó otra manera de lograr
su objetivo.
Era evidente
que estaba celosa y que los celos eran la razón que la impulsaba a buscar el
nombre de la mujer que había triunfado donde ella había fracasado
(inexplicablemente), logrando el interés del profesor. Hacía tiempo que
sospechaba de una morena de ojos grandes y mirada inocente, concretamente desde
que el profesor Emerson había discutido a gritos con ella en mitad de un
seminario, por culpa de una amante llamada Paulina.
Aunque también
sentía una gran curiosidad por saber si los rumores que lo vinculaban con la
profesora Singer y sus secretos no tan secretos eran ciertos. Cuando él le
había dado dos besos a la profesora al acabar la conferencia, muchas lenguas se
habían puesto en movimiento, la de Christa entre ellas.
Tal vez
Giuseppe se equivocaba. Tal vez lo que Gabriel Emerson tenía no era una fidanzata,
sino una amante.
Tratando de
resolver ese misterio tan jugoso, Christa se puso en contacto con un antiguo
amor de Florencia que escribía en el periódico La Nazione, pidiéndole
cualquier tipo de información sobre la vida personal del profesor. Mientras
esperaba la respuesta, se centraría en una fuente de información más cercana.
En Lobby todos los secretos dejaban de serlo tarde o temprano.
La prolongada
ausencia del profesor Emerson se remontaba a la noche en que ella había tratado
de seducirlo. Por tanto, razonó, la relación con su prometida debió de empezar
en esa época. Antes de entonces, él no había tenido tantos miramientos sobre
con quién se enrollaba.
Tal vez ya
había tenido encuentros esporádicos con su novia antes de esa fatídica noche.
Era muy posible que la relación no fuera tan monógama como Christa creía y que
el profesor la alternara con otras relaciones. Aunque suponía que si una de
éstas fuera oficial, le habrían llegado más rumores.
(Al fin y al
cabo, Toronto no dejaba de ser una ciudad pequeña en muchos aspectos.)
El camino que
seguir estaba claro. Era muy probable que el profesor Emerson y su novia
hubieran ido alguna noche a Lobby durante el semestre anterior, ya que el local
era el lugar favorito de él. Sólo tenía que encontrar a alguien que trabajara
allí e interrogarlo hasta obtener la información que necesitaba.
Un sábado por
la noche, a última hora, Christa se dedicó a acosar al personal de Lobby, en
busca del eslabón más débil. Sentada en el bar, ignoró por completo a la alta y
rubia americana que tenía al lado, sin saber que ésta acababa de llegar de
Harrisburg con el mismo objetivo que ella.
Christa hizo
una mueca de disgusto cuando la mujer sacó su iPhone del bolso y empezó a
hablar a gritos con un maître llamado Antonio.
87
A medida que avanzaba la noche, fue descartando candidatos.
Ethan tenía novia formal, más de un barman era gay y casi todas las camareras
eran mujeres. Sólo le quedaba Lucas.
Éste era un
informático un poco friki (dicho sin ánimo de ofender) que ayudaba a Ethan con
la seguridad del club. Tenía acceso a las grabaciones de las cámaras de
seguridad y estuvo encantado de quedar con ella a una hora en que el club
estaba cerrado para revisar los CD desde setiembre de 2009.
Ésa fue la
razón de que Christa se encontrara un domingo por la mañana en el servicio de
mujeres, con Lucas embistiendo entre sus piernas, en vez de estar en la
iglesia.
Gabriel y
Julia regresaron a Toronto el 1 de enero, bastante más tarde de lo planeado.
Pasaron por el apartamento de Julia para dejar algunas cosas y coger algo de
ropa. O eso al menos era lo que pensaba Gabriel mientras el taxi los esperaba a
la puerta del edificio y él aguardaba en el frío y poco acogedor apartamento a
que ella preparara su bolsa.
Pero no lo
hizo.
—Ésta es mi
casa, Gabriel. Llevo tres semanas fuera. Tengo que poner lavadoras y empezar a
trabajar en la tesis. Las clases empiezan el lunes.
La expresión
de él se ensombreció rápidamente.
—Sí, soy muy
consciente de cuándo empiezan las clases —replicó secamente—, pero este
apartamento está helado. No tienes nada de comer y no quiero dormir sin ti. Ven
a casa conmigo y vuelve mañana por la mañana.
—No quiero ir
a casa contigo.
—Te dije que
haría cambiar los muebles del dormitorio y lo he hecho. No sólo la cama, todos
los muebles son nuevos. —Haciendo una mueca, añadió—: Incluso he hecho pintar
las paredes.
—No estoy
preparada. —Y dándole la espalda, empezó a deshacer la maleta.
Al ver que no
pensaba cambiar de opinión, él se marchó del apartamento dando un portazo.
Julia suspiró.
Sabía que
Gabriel lo intentaba, pero los secretos que había descubierto recientemente
habían erosionado mucho su autoestima. Una autoestima que había empezado a
recuperar en Italia.
Julia era
consciente de que la culpa de que tuviera tanto miedo a perderlo era del
divorcio de sus padres y de la traición de Simon. Pero una cosa era saberlo y
otra que dejara de afectarla. Por mucho que lo intentara, era incapaz de creer
que Gabriel no se cansaría de ella con el tiempo.
Estaba a punto
de cerrar la puerta con llave, cuando él regresó, maleta en mano.
—¿Qué quieres?
—preguntó ella.
—Darte calor.
Y dejando la
maleta en el suelo, se encerró en el baño. Minutos más tarde, volvió a salir,
con la camisa desabrochada y fuera de los pantalones, refunfuñando algo sobre
que había arreglado el jodido calefactor.
—¿Por qué has
vuelto?
—Ya sabes que
me cuesta dormir sin ti. De hecho, estoy tentado de vender el maldito piso y
todos los muebles y comprar uno nuevo.
Negando con la
cabeza, se quitó la ropa sin ceremonias.
Mientras Julia
usaba el baño, él se entretuvo mirando algunas de las cosas que ella había
dejado en la mesita auxiliar: el álbum con las reproducciones de Botticelli que
88
le había regalado por su cumpleaños, una vela grande, una
caja de cerillas y las fotos que él le había hecho.
Mientras las
miraba, se excitó. Ella le había dicho que quería posar para él. Deseaba que la
fotografiara. Un mes atrás, eso le habría parecido imposible. Se había mostrado
tan tímida, tan nerviosa...
Recordó su
expresión cuando la había llevado a su casa después de aquella horrible
discusión en la universidad. Pensar en sus ojos, grandes y aterrorizados, y en
cómo había temblado bajo sus manos, hizo disminuir su erección. No se la
merecía. Y lo sabía. Era sólo la baja autoestima de Julia la que le impedía
darse a ella cuenta de la verdad.
Siguió mirando
las fotos hasta llegar a una de Julianne de perfil. Gabriel le apoyaba una mano
en el hombro, mientras le retiraba el pelo del cuello con la otra para darle un
suave beso.
Ella no sabía
que él tenía una copia ampliada de esa foto guardada en el armario del
dormitorio. No se había atrevido a colgarla antes por miedo a su reacción.
Cuando volviera a casa, sería lo primero que haría.
Esa idea
alimentó de nuevo su deseo. Encendió la vela y apagó la luz. Un resplandor
romántico se extendió por la habitación justo cuando Julia salía del baño.
Gabriel se
sentó en la cama, completamente desnudo. Ella, en cambio, llevaba en la mano un
pijama de franela con patitos de goma estampados.
—¿Qué haces?
—le preguntó él, sin disimular su disgusto.
—Me preparo
para dormir.
—Ven aquí. —La
atrapó con la mirada.
Julia se
acercó a él lentamente.
Arrebatándole
el pijama de las manos, lo lanzó a la otra punta de la habitación.
—No necesitas
pijama. No necesitas ponerte nada.
Ella se
desnudó lentamente, dejando la ropa sobre una silla plegable. Cuando se acercó
a la cama, Gabriel la detuvo poniéndole una mano sobre la cabeza, casi como si
la estuviera bendiciendo. Entonces empezó a acariciarla desde el pelo, pasando
por las cejas y los pómulos, encendiendo su deseo con la intensidad de su
mirada.
Había algo del
antiguo profesor Emerson tras aquellos ojos, algo primario y sexual. Cuando
Julia cerró los suyos un instante, las manos de Gabriel, que ya le habían
bajado hasta el cuello, le sujetaron la cara.
—Abre los
ojos.
Al obedecer,
se asustó un poco al ver el hambre en su mirada. Era un león acosando a su
presa, ansioso por alimentarse. Sabía que no quería asustarla, pero se sintió
indefensa ante su propio deseo de él.
—¿Has echado
de menos tocarme así? —le preguntó Gabriel, con un ardiente susurro.
Julia
respondió que sí con la voz ronca de excitación. El pecho de él se hinchó de
orgullo.
Recorrió el
camino desde su cara hasta sus rodillas lentamente, pero Gabriel parecía
disfrutar de cada centímetro, deteniéndose en varios puntos. Su tacto era
ligero, pero lleno de ardor. A pesar del frío de la habitación, Julia sentía
calor por donde pasaban sus manos. Pero en cuanto se acordó de lo fría que
estaba la habitación, se estremeció.
Gabriel se
interrumpió inmediatamente y se echó a un lado para que se metiera en la cama,
del lado de la pared. Presionó su pecho contra la espalda de ella y los cubrió
a los dos con el edredón lila.
—He echado
mucho de menos hacerte el amor. Era como si me faltara algo
89
esencial.
—Yo también te
he echado de menos.
Gabriel sonrió
aliviado.
—Me alegro
mucho de oírte decir eso. Ha sido una tortura pasar una semana sin poderte
tocar así.
—Ha sido una
tortura pasar una semana sin que me tocaras así.
El deseo que
oyó en su voz le encendió la sangre, y la abrazó con más fuerza.
—Los abrazos y
los mimos también forman parte de hacer el amor.
—Nunca me
habría imaginado que fuera usted un mimoso, profesor Emerson.
Él le
mordisqueó el cuello, succionándolo muy ligeramente.
—Me he
convertido en un montón de cosas desde que me aceptaste como tu amante.
—Acercando la cara a su pelo, aspiró su aroma a vainilla—. A veces me pregunto
si te das cuenta de lo mucho que me has hecho cambiar. Es casi milagroso.
—Yo no hago
milagros. Pero te quiero.
—Y yo te
quiero a ti.
Entonces,
Gabriel permaneció inmóvil unos instantes, lo que sorprendió a Julia, que había
esperado que empezara a hacerle el amor inmediatamente.
—Al final no
me contaste lo que pasó en el restaurante Kinfolks la víspera de Navidad —dijo
él, tratando de sonar despreocupado. No quería que pensara que se lo estaba
reprochando.
Con la
esperanza de acabar pronto la conversación y poder pasar a otras actividades
más placenteras, Julia le contó el altercado con Natalie, obviando la parte en
que ésta se había burlado de sus habilidades sexuales delante de todo el mundo.
Gabriel la tumbó de espaldas para verle la cara.
—¿Por qué no
me lo contaste?
—Ya no podías
hacer nada.
—Te quiero,
¡maldita sea! ¿Por qué no me lo contaste?
—Cuando
entramos en casa, Paulina te estaba esperando.
Él frunció el
cejo, pero se calmó.
—De acuerdo.
Así que amenazaste a tu antigua compañera de habitación con llevar el tema a la
prensa.
—Sí.
—¿Crees que te
tomó en serio?
—Quiere salir
de Selinsgrove más que nada en el mundo. Quiere ser la novia oficial de Simon y
acudir a actos políticos cogida de su brazo. No hará nada que ponga en peligro
sus posibilidades de conseguirlo.
—¿No ha
logrado todo eso todavía?
—No. Llevan su
relación en secreto por deseo de Simon. Por eso tardé tanto en darme cuenta de
que se la estaba tirando.
Gabriel se
estremeció. Julia no solía hablar así. Cuando lo hacía, era que estaba más
disgustada de lo que parecía.
—Mírame —le
dijo él, apoyando los brazos a cada lado de sus hombros.
Ella lo miró a
los ojos y Gabriel le devolvió una mirada preocupada.
—Siento que
Simon te hiciera daño. Y siento no haberle pegado más fuerte cuando tuve la
ocasión. Pero no puedo decir que sienta que se liara con tu compañera. De no
haberlo hecho, ahora no estarías conmigo.
La besó,
acariciándole el cuello hasta que ella suspiró, satisfecha, en su boca.
—Eres mi
hojita. Mi preciosa y triste hojita y yo quiero verte fuerte y feliz. Siento
mucho las lágrimas que has derramado por mi culpa. Espero que algún día puedas
perdonarme.
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Julia lo abrazó con fuerza y ocultó la cara en su hombro.
Luego lo exploró con sus manos hasta que sus cuerpos se fundieron en uno solo.
El silencio del diminuto estudio se llenó con el sonido de los apagados jadeos
de ambos y con los gemidos de Julia, que iban aumentando de intensidad.
Era un
lenguaje sutil, el lenguaje de los amantes. Los suspiros se respondían con más
suspiros o con gruñidos. La excitación de uno crecía y se alimentaba de la
excitación del otro hasta que los gruñidos se convertían en gritos y, más
adelante, otra vez en suspiros. El cuerpo de Gabriel la cubría por completo,
llenándola de las sensaciones de su peso, su sudor y su piel desnuda.
Ése era el
gozo que todo el mundo perseguía: sagrado y pagano a la vez. La unión de dos
seres en un solo ser: una unión perfecta, sin costuras. Un retrato de amor y
satisfacción profunda. Un breve vistazo de la visión beatífica.
Antes de salir
de su interior, Gabriel le dio un último beso en la mejilla.
—¿Lo harás?
—¿El qué?
—Perdonarme
por lo de Paulina. Por no habértelo contado todo y por tratarla tan mal.
—No puedo
perdonarte en su nombre. Eso sólo puede hacerlo ella. —Julia se mordió el labio
inferior—. Ahora más que nunca tienes que asegurarte de que reciba ayuda para
que pueda seguir adelante con su vida. Se lo debes.
Él quería
decir algo, pero la fuerza de su bondad se lo impidió.
91
14
A medida que
el semestre avanzaba, la presión para completar el proyecto de tesis fue en
aumento. Katherine Picton le pidió a Julia que le entregara los capítulos más
rápidamente. Cuanto antes tuviera capítulos completos, más fácil le sería
hablarle a Greg Matthews, el catedrático del Departamento de Lenguas Románicas
y de Literatura en Harvard, en caso de que éste se interesara por su solicitud.
Pero Julia no
podía concentrarse en su trabajo cuando Gabriel estaba cerca. Cuando le explicó
que sus ojos azules, combinados con la pirotecnia sexual y con la química que
vibraba entre ellos, le impedían concentrarse en temas académicos, él se sintió
muy halagado.
Así que la
feliz pareja llegó a un compromiso. Se llamarían por teléfono, se enviarían
mensajes de texto o correos electrónicos, pero aparte de una comida o una cena
entre semana, Julia viviría en su apartamento. Los viernes por la noche, se
trasladaría a casa de Gabriel para pasar el fin de semana juntos.
Un miércoles
por la noche de mediados de enero, Julia lo llamó por teléfono una vez hubo
acabado el trabajo.
—Hoy ha sido
un día duro —dijo. Sonaba cansada.
—¿Qué ha
pasado?
—La profesora
Picton me ha hecho repetir tres cuartas partes de un capítulo, porque la ha
parecido que estaba ofreciendo una visión demasiado romántica de Dante.
—¡Uf!
—Ella odia a
los románticos, así que ya te puedes imaginar cómo se ha puesto. Me ha soltado
un sermón larguísimo. Me he sentido muy idiota.
—Tú no tienes
nada de idiota —la animó Gabriel, riéndose—. A veces, la profesora Picton me
hace sentir idiota a mí también.
—Me cuesta de
creer.
—Deberías
haberme visto la primera vez que fui a su casa. Estaba más nervioso que el día
que leí la tesis. Casi me olvidé de ponerme los pantalones.
Julia se echó
a reír.
—Me imagino
que si hubieras llegado sin pantalones habría estado encantada.
—Por suerte,
no tuve que averiguarlo.
—Me ha dicho
que mi fuerte ética del trabajo suple mis ocasionales carencias de
razonamiento.
—Eso es un
gran halago, viniendo de ella. Para Katherine, casi nadie es capaz de razonar
correctamente. Cuando habla del mundo actual, lo define como una sociedad de
monos vestidos con ropa.
Gruñendo,
Julia se tumbó en la cama.
—¿Sería mucho
pedir que de vez en cuando me dijera que le gusta mi proyecto? ¿O que estoy
haciendo un buen trabajo?
—Katherine
nunca te dirá que le gusta tu trabajo. Cree que ese tipo de comentarios son
condescendientes. Los viejos y presumidos profesores formados en Oxford son así.
No hay nada que hacer.
—Tú no eres
así, profesor Emerson.
Gabriel sintió
que el miembro se le ponía alerta al oír el cambio en su tono de voz.
—Oh, sí, soy
así, señorita Mitchell. Lo que pasa es que se ha olvidado.
92
—Porque ahora me tratas muy bien. Eres muy dulce conmigo.
—Por supuesto
—susurró él—, pero es que ahora ya no eres mi alumna, eres mi amante. —Con una
sonrisa traviesa, añadió—: Bueno, puedo seguir siendo tu maestro en el arte del
amor, si quieres.
Ella se echó a
reír y él se unió a su risa.
—He acabado de
leer el libro que me dejaste, A Severe Mercy.
—Qué rápida.
¿Cómo lo has hecho?
—Por las
noches me siento sola y leo para conciliar el sueño.
—No tienes por
qué sentirte sola. Hay taxis. Ven a mi casa y yo te haré compañía.
Julia puso los
ojos en blanco.
—Sí, profesor.
—De acuerdo,
señorita Mitchell. ¿Qué le ha parecido el libro?
—No acabo de
entender qué era lo que le gustaba tanto a Grace.
—¿Por qué?
—Bueno, es una
historia de amor romántico, pero cuando se convierten al cristianismo, los
protagonistas deciden que su sentimiento era pagano, que se habían vuelto
ídolos el uno para el otro. Me ha parecido muy triste.
—Lo siento. No
he leído el libro, pero Grace hablaba de él a menudo.
—¿Cómo puede
ser pagano el amor, Gabriel? No lo entiendo.
—¿Y tú me lo
preguntas? Pensaba que yo era el pagano en esta relación.
—No eres
pagano. Me lo dijiste.
Él suspiró,
pensativo.
—Cierto, lo
hice. Sabes tan bien como yo que, para Dante, Dios es la única realidad que puede
satisfacer los deseos del alma. Es su manera implícita de criticar la relación
entre Paolo y Francesca. Para él, éstos renuncian a un bien superior, el amor
de Dios, por el amor a otro ser humano. Por supuesto, eso es un pecado.
—Paolo y
Francesca eran adúlteros. No deberían haberse enamorado.
—Es verdad,
pero aunque no hubieran estado casados, la crítica de Dante sería la misma. Si
se aman tanto que se olvidan de todo lo demás, su amor es pagano. Se convierten
en ídolos el uno para el otro. Y su sentimiento también adquiere carácter de
idolatría. Y eso no es muy inteligente por su parte, ya que ningún ser humano
puede hacer feliz del todo a otro ser humano. Todos somos demasiado
imperfectos.
Julia estaba
atónita. Aunque algunas de las cosas que él acababa de decir ya las sabía, no
había esperado escucharlas de labios de Gabriel.
Al parecer, el
amor que ella sentía era pagano y ni siquiera se había dado cuenta. Pero es
que, además, si Gabriel creía en lo que acababa de decir, la visión que él
tenía de su relación era mucho menos intensa y positiva que la suya. Era una
auténtica sorpresa.
—Julianne,
¿sigues ahí?
Ella
carraspeó.
—Sí.
—No es más que
una teoría. No tiene nada que ver con nosotros.
Su
puntualización no logró tranquilizarla. Gabriel era consciente de que había
convertido a Julianne, su Beatriz, en su ídolo y por mucha retórica que usara
ahora, esa verdad no cambiaba. Dada la cantidad de tiempo que llevaba siguiendo
un programa de doce pasos que lo ayudara a centrarse en un poder superior que
no fuera él mismo, sus amantes o su familia, no podía decir lo contrario.
—Pero
entonces, ¿qué era lo que le gustaba a Grace de este libro? Sigo sin
entenderlo.
93
—No lo sé —admitió él—. Tal vez cuando se enamoró de Richard
lo vio como a un salvador. Se casó con ella y se marcharon juntos, cabalgando
hacia el anochecer de Selinsgrove.
—Richard es un
buen hombre —murmuró Julia.
—Lo es. Pero
no es un dios. Si Grace se hubiera casado con él pensando que todos sus
problemas desaparecerían gracias a su perfección, su relación no habría durado.
Tarde o temprano se habría desencantado y lo habría abandonado para buscar a
otra persona que la hiciera feliz.
»Tal vez la
razón del éxito de su matrimonio fuera que sus expectativas eran realistas. No
esperaban que el otro fuera la respuesta a todas sus necesidades. También
explicaría que la espiritualidad fuera importante en la vida de ambos.
—Puede ser.
Este libro es muy distinto de la novela de Graham Greene que tú estabas
leyendo.
—No tan
distintos.
—Tu novela
hablaba de una aventura amorosa y un hombre que odia a Dios. Lo busqué en
Wikipedia.
Gabriel
reprimió las ganas de gruñir.
—No busques
cosas en Wikipedia, Julianne. Ya sabes que esa página es poco de fiar.
—Sí, profesor
Emerson —canturreó ella.
Gabriel
resopló.
—¿Por qué
crees que el protagonista de Greene odia a Dios? Porque su amante lo abandonó,
cambiándolo por Él. Las dos novelas tratan de amores paganos, Julianne. Lo
único distinto es el final.
—Ni siquiera
el final es tan distinto.
Gabriel
sonrió.
—Creo que es
un poco tarde para mantener esta conversación. Tú debes de estar cansada y a mí
me quedan papeles por mirar.
—Te quiero.
Locamente.
Algo en la voz
de Julia hizo que se le acelerara el corazón.
—Yo también te
quiero. Te quiero demasiado, estoy seguro, pero no sé amarte de otra manera.
—Sus palabras finales no fueron más que un susurro, pero se quedaron colgando
entre ellos como una amenaza.
—Yo tampoco sé
amarte de otra manera —murmuró ella.
—En ese caso,
que Dios se apiade de nosotros.
Si le hubieran
preguntado a Gabriel si quería ir a terapia, habría dicho que no. Odiaba hablar
sobre sus sentimientos o sobre su infancia casi tanto como hablar sobre lo
sucedido con Paulina. Tampoco le apetecía nada hablar de sus adicciones ni
sobre la profesora Singer ni sobre la infinidad de otras mujeres que había
conocido.
Pero quería
una relación duradera con Julia y quería que ella se sintiera fuerte. Quería
que floreciera del todo, no sólo parcialmente. En el fondo, tenía miedo de que
por su culpa Julia no pudiera acabar de florecer, precisamente por ser él como
era.
Por eso se
había jurado hacer todo lo que estuviera en su mano para ayudarla, incluso si
para lograrlo tenía que cambiar de hábitos y centrarse en las necesidades de
ella y no en las suyas. Le pareció que le vendría bien oír una opinión experta
sobre hasta dónde llegaba su egoísmo y unos cuantos consejos prácticos para
superarlo. Por todo ello, había dejado las dudas y la vergüenza a un lado y
había decidido acudir a terapia una vez a la semana.
A medida que
enero iba avanzando, tanto Gabriel como Julia se dieron cuenta de
94
que habían tenido suerte con sus respectivos terapeutas. Los
doctores Nicole y Winston Nakamura eran un matrimonio que trabajaba con sus
pacientes en un plano psicológico y personal, integrando esos aspectos con
consideraciones existenciales y espirituales.
A Nicole le
preocupaba la naturaleza de la relación de Julia con su novio. Le preocupaba
que la diferencia de poder en esa relación, unida a la fuerte personalidad de
Gabriel y a la falta de autoestima de ella, convirtiera su sentimiento en un
riesgo para la salud mental de su paciente.
Pero Julia
afirmaba que estaba enamorada de Gabriel y que era muy feliz a su lado. Era innegable
que su relación le aportaba mucho placer y también mucha seguridad. Pero tanto
la extraña historia de su encuentro y su reencuentro como el historial de
adicciones de él hacían sonar todas las alarmas de Nicole. Y el hecho de que
Julia no viera nada preocupante en todo ello le parecía lo más preocupante de
todo.
Winston, por
su parte, no se mordió la lengua. Informó a Gabriel de que estaba poniendo en
peligro su rehabilitación al beber alcohol y saltarse las reuniones de
Narcóticos Anónimos. Lo que se suponía que iba a ser una toma de contacto,
acabó siendo una confrontación directa, que terminó con Gabriel saliendo
malhumorado de la consulta.
Sin embargo, a
la semana siguiente regresó a la terapia y prometió que volvería a las sesiones
de Narcóticos Anónimos. Y de hecho llegó a ir un par de veces, pero luego no
volvió más.
95
15
«La nieve en
la ciudad no se parece en nada a la nieve en el campo», pensó Julia mientras
acompañaba a Gabriel a buscar el coche a su casa, bajo una intensa nevada. Esa
noche iban a cenar a un elegante restaurante francés, el Auberge du Pommier.
Él tiró del
brazo de ella y la acorraló contra el escaparate de una tienda para besarla
apasionadamente. Cuando acabó, Julia se echó a reír casi sin aliento. Esa vez,
fue ella la que lo arrastró hasta la acera para disfrutar de los copos de
nieve.
En el campo se
podía oír el susurro de los copos al caer. Nada los molestaba en su descenso,
ni rascacielos ni siquiera los edificios más bajos. En la ciudad, en cambio, el
viento encarrilaba la nieve entre las casas, haciendo que cayera de manera
menos armónica y uniforme. O eso le parecía a Julia.
Al llegar al
edificio de Gabriel, se detuvo un momento a mirar el escaparate de la gran
tienda de vajillas de la planta baja. Aunque lo que le interesaba no eran los
artículos expuestos, sino el guapísimo hombre reflejado a su lado.
Gabriel
llevaba un abrigo largo de lana negra, con solapas de terciopelo también negro
y una bufanda Burberry alrededor del cuello, como si fuera un pañuelo. Asimismo
llevaba guantes de piel negros, pero lo que en realidad la fascinaba era el
sombrero.
El profesor
Emerson llevaba una boina.
A Julia, su
elección de accesorios le pareció curiosamente atractiva. Gabriel se había
negado a unirse a la moda local de llevar gorros de lana. Una boina de lana
negra complementaba su aspecto de un modo mucho más original y elegante.
—¿Qué pasa?
—preguntó él, con una sonrisa.
—Eres muy
guapo —contestó ella, sin poder apartar la mirada de su reflejo.
—Tú sí que
eres hermosa. Por dentro y por fuera. Eres un precioso polo helado.
Y la besó sin
prisas frente a un centenar de platos de porcelana china.
—Mejor tomemos
un taxi para ir al restaurante. Así podré dedicarme a ti durante el trayecto.
Voy un momento a sacar dinero del cajero automático. Vuelvo en seguida. Puedes
esperarme aquí, a no ser que quieras acompañarme.
Julia negó con
la cabeza.
—Prefiero
disfrutar de la nieve mientras dure.
Él se echó a
reír.
—Estamos en
Canadá. No te preocupes por eso. La nieve durará bastante. —Le apartó un
momento la pashmina para besarla en el cuello, antes de desaparecer en el
edificio Manulife riendo para sus adentros.
Ella se volvió
entonces hacia el escaparate. Una de las vajillas le llamó la atención y se
preguntó cómo quedaría en el comedor de Gabriel.
—¿Julia?
Al volverse,
se encontró con el pecho de Paul a la altura de los ojos. Con una gran sonrisa,
él le dio un cariñoso abrazo.
—¿Cómo estás?
—Bien, muy
bien —respondió nerviosa, preocupada por la reacción de Gabriel si los
encontraba así.
—Tienes muy
buen aspecto. ¿Han ido bien las fiestas?
—Muy bien. Te
he traído un recuerdo de Pensilvania. Te lo dejaré en tu casillero, en el
departamento. Y a ti, ¿qué tal te han ido?
96
—Bien. Muy ajetreadas, pero bien. ¿Cómo te van las clases?
—Muy bien,
aunque la profesora Picton me tiene muy ocupada.
—Me lo creo.
—Paul se echó a reír—. Tal vez podríamos tomar café alguna tarde de la semana
que viene para ponernos al día.
—Tal vez.
—Julia sonrió, luchando contra el impulso de volverse en busca de Gabriel.
De repente, la
sonrisa desapareció de la cara de Paul. Frunciendo el cejo, dio un paso hacia
ella con expresión amenazadora.
—¿Qué demonios
te ha pasado?
Ella miró
hacia abajo, pero no se vio nada raro en el abrigo. Se pasó la mano por la
mejilla, pensando que tal vez tuviese pintalabios.
Pero Paul
estaba mirando más abajo. Le estaba mirando el cuello.
Se acercó aún
más, invadiendo su espacio personal y le apartó un poco más la pashmina lila
con su manaza de oso.
—Por el amor
de Dios, Julia, ¿qué demonios es eso?
Ella se
encogió al notar que uno de sus dedos, áspero por el trabajo en la granja, le
rozaba la marca del mordisco. Al parecer, esa mañana se había olvidado de
aplicarse maquillaje. Maldijo el despiste para sus adentros.
—No es nada.
Estoy perfectamente —dijo, dando un paso atrás y rodeándose el cuello con dos
vueltas de la pashmina para no tener que mirarlo a la cara.
—No me digas
que no es nada, Julia. Eso es claramente algo. ¿Te lo hizo tu novio?
—Por supuesto
que no. Él nunca me haría daño.
Paul ladeó la
cabeza.
—Una vez me
contaste que te lo había hecho. Pensaba que por eso lo habías dejado con él la
otra vez.
Julia se
encontró presa en la trampa construida con sus propias mentiras. Abrió la boca
para decir algo, pero volvió a cerrarla. Tenía que pensarlo bien antes.
—¿Es un
mordisco de pasión o de enfado? —insistió Paul, tratando de mantener la calma.
Estaba furioso
con la persona que había tratado a Julia con tanta violencia. Nada le apetecía
más que descubrir quién había sido y partirle la cara. Varias veces.
—Owen nunca
haría algo así. Nunca me ha levantado la mano.
—Entonces,
¿qué pasó?
Sorprendida
por la intensidad del disgusto de su amigo, se miró las botas.
—Y no me
mientas —añadió él.
—Alguien entró
en casa de mi padre durante Acción de Gracias y me atacó. Sé que la cicatriz es
espantosa, pero voy a hacer que me la quiten.
Paul
reflexionó unos instantes antes de replicar:
—Un mordisco
es algo muy personal para un ladrón de casas, ¿no te parece?
Julia desvió
la vista.
—¿Y por qué te
avergüenza que alguien te asaltara? No es culpa tuya. —Paul le cogió la mano—.
No quieres contarme lo que pasó, ya lo veo. —Le acarició la palma con el
pulgar—. Si necesitas ayuda, cuenta conmigo.
—Eres muy
amable, pero la policía lo detuvo. No podrá volver a atacarme.
Él relajó los
hombros.
—Soy tu amigo,
Conejito. Me preocupo por ti. Deja que te ayude antes de que las cosas se
pongan más feas.
Julia retiró
la mano bruscamente.
—No soy un conejo
y no necesito tu ayuda.
97
—No te ofendas. No quería faltarte al respeto. —Paul la miró,
arrepentido—. ¿Por qué no te ayudó Owen? Yo habría destrozado al ladrón de una
paliza.
Ella pensó en
contarle que eso era exactamente lo que había pasado, pero decidió no hacerlo.
—No debe de
ser un gran novio, si permite que te traten así.
—Estaba sola
en casa. Nadie se podía imaginar que un ladrón entraría y me atacaría. No soy
una damisela en apuros, Paul, por mucho que te cueste aceptarlo —se defendió ella
con los ojos brillantes.
Él entornó los
ojos.
—Nunca he
dicho que lo seas, pero eso que tienes en el cuello no es algo que un ladrón
suela dejar de recuerdo. Es lo que haría alguien que quisiera marcarte. Y
tienes que admitir que no es la primera vez que alguien te maltrata. En el poco
tiempo que hace que te conozco, te he visto maltratada por Christa, por la
profesora Dolor, por Emerson...
—Esto no tiene
nada que ver.
—Mereces que
te traten mejor —añadió él, bajando tanto el tono de voz que Julia se
estremeció—. Yo nunca te trataría así.
Ella lo miró a
los ojos sin decir nada, esperando que Gabriel no apareciera justo en ese
momento.
Metiéndose las
manos en los bolsillos, Paul se balanceó sobre las puntas de los pies.
—Voy a Yonge
Street a cenar con unos amigos. ¿Quieres venir?
—Llevo todo el
día fuera de casa. Tengo ganas de volver ya.
Él asintió.
—Se me ha
hecho un poco tarde, si no, te acompañaría. ¿Necesitas dinero para un taxi?
—No, ya tengo,
gracias. —Julia jugueteó con sus guantes—. Eres un buen amigo.
—Ya nos
veremos —dijo él, despidiéndose con una sonrisa triste.
Ella se volvió
hacia el interior del edificio, pero no vio a Gabriel.
—¿Julia? —la
llamó Paul.
—¿Sí?
—Ten cuidado,
por favor.
Asintió y lo
despidió con la mano, mientras él se alejaba calle abajo.
A las dos de
la mañana, Julia se despertó sobresaltada. Estaba en la cama de Gabriel, a
oscuras, pero él no estaba.
Poco después
de que Paul se marchara, Gabriel había vuelto. Si los había visto hablando, no
comentó nada, pero estuvo bastante serio durante la cena. Luego, cuando Julia
se acostó, él le dio un beso en la coronilla y le dijo que no tardaría en
acompañarla. Pero horas más tarde aún no se había acostado.
Se dirigió al
salón sin hacer ruido. El piso estaba a oscuras. Sólo se veía un hilo de luz
procedente de debajo de la puerta del estudio de Gabriel. Julia se detuvo en el
pasillo, escuchando. Cuando finalmente lo oyó tecleando en el ordenador, entró.
Decir que
Gabriel se sorprendió al verla sería quedarse muy corto. Se volvió hacia ella
bruscamente y la miró con desconfianza.
—¿Qué haces?
—le preguntó, levantándose de golpe y tapando con un gran diccionario Oxford
los papeles que tenía desperdigados por la mesa.
—Yo... nada.
—Julia se miró las piernas desnudas y movió los dedos de los pies, tratando de
agarrar con ellos la alfombra persa.
98
Él se acercó rápidamente a su lado.
—¿Te pasa
algo?
—No. Es que no
venías a la cama y me he preocupado.
Gabriel se
quitó las gafas y se frotó los ojos.
—No tardaré,
te lo prometo. Sólo tengo que acabar unas cosas que no pueden esperar.
Julia se puso
de puntillas para darle un beso en la mejilla antes de irse.
—Espera. Te
acompañaré.
Y, dándole la
mano, fue con ella hasta el dormitorio.
La gran cama
medieval había desaparecido, igual que los muebles oscuros y la ropa de cama de
color azul hielo. Gabriel había contratado a un diseñador de interiores para
que reprodujera el dormitorio de la casa de Umbría. Ahora las paredes estaban
pintadas de color crema y de la cama con dosel colgaban unas cortinas de gasa.
A Julia le
habían encantado los cambios y, sobre todo, la intención que había detrás.
Aquélla ya no era sólo la habitación de Gabriel. Era la habitación de los dos.
—Felices
sueños —le deseó él, dándole un casto beso, como un padre besando a su hija,
antes de marcharse y cerrar la puerta.
Julia
permaneció un rato despierta, preguntándose qué le estaría ocultando. No sabía
qué sería mejor, si tratar de averiguarlo o confiar ciegamente en él.
Finalmente, incapaz de decidirse, cayó en un sueño intranquilo.
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