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El éxtasis de Gabriel Cap.11 a 15

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11
Después de comer, Rachel tomó el mando y organizó a todo el mundo para que ayudaran a preparar el gran pavo de la cena. Julia habló con Tom por teléfono y éste le prometió que llegaría hacia las tres para el intercambio de regalos. Luego, Rachel y ella se metieron en la cocina para pelar manzanas y hacer un par de tartas.
Rachel había hecho trampas comprando la masa preparada, pero la había sacado de su envoltorio y la había guardado envuelta en papel transparente en la nevera para que nadie se diera cuenta.
—Hola, guapas —las saludó Scott con una enorme sonrisa, mientras buscaba algo en la nevera.
—¿Qué te tiene tan contento? —le preguntó su hermana, sin dejar de pelar manzanas.
—La Navidad —respondió Scott y se echó a reír cuando Rachel le sacó la lengua.
—He oído que has conocido a alguien —intervino Julia.
Él se sirvió un plato de sobras, sin molestarse en responder.
Rachel estaba a punto de reprenderlo por sus malos modales, cuando sonó el teléfono. Al responder y ver que se trataba de su futura suegra, la joven desapareció en el comedor con el teléfono.
Scott se volvió entonces hacia Julia, disculpándose con la mirada.
—Se llama Tammy. Pero es demasiado pronto para traerla y someterla al tercer grado de mi familia.
—Te entiendo. —Devolviéndole la sonrisa, Julia volvió a centrarse en las manzanas.
—Tiene un niño —añadió Scott bruscamente y, apoyándose en la encimera, se cruzó de brazos.
—Oh —exclamó ella, bajando el cuchillo.
—Tiene tres meses. Viven en casa de los padres de Tammy y no ha podido venir porque le da el pecho —le contó él en una voz tan baja que le costaba oírlo, sin apartar los ojos de la puerta por si entraba alguien.
—Cuando la traigas a casa, que traiga al niño también. Tu familia los recibirá con los brazos abiertos, ya lo verás.
—No estoy tan seguro. —Scott parecía muy incómodo.
—Estarán encantados de tener un bebé en casa. Rachel y yo nos pelearemos por cuidar de él.
—¿Qué pensarías si tu hijo viniera a casa con una mujer que es madre soltera? ¿Y si el niño fuera de otro hombre?
—Tus padres adoptaron a Gabriel. No creo que Richard tenga nada que objetar. —Julia ladeó la cabeza—. A no ser que tu novia esté casada.
—¿Qué? ¡No! Su ex novio la abandonó cuando se quedó embarazada. Somos amigos desde hace unos meses. —Se pasó los dedos por el pelo hasta que casi se le quedó de punta—. Me preocupa que mi padre no lo apruebe.
Ella señaló hacia el pesebre que habían colocado bajo el árbol de Navidad, en la habitación de al lado.
—A José y María les pasó algo parecido.
Scott la miró como si se hubiera vuelto loca.

79
Luego, echándose a reír, acabó de prepararse un bocadillo relleno de las sobras de la comida.
—Bien visto, Jules. Lo tendré en cuenta.
Esa misma tarde, la familia se reunió alrededor del árbol para intercambiar regalos. Los Clark eran una familia generosa y había montones de obsequios, algunos serios, otros de broma. Julia y su padre recibieron también su ración.
Cuando todo el mundo estaba mirando sus cosas y bebiendo ponche de huevo, Rachel lanzó un último regalo al regazo de Gabriel.
—Éste ha llegado para ti esta mañana.
—¿Quién lo envía? —preguntó él, sorprendido.
—No lo sé.
Entonces miró a Julia ilusionado, pero ésta negó con la cabeza.
Ansioso por resolver el misterio, empezó a romper el envoltorio. Abrió la caja blanca que había debajo y apartó varias capas de papel de seda.
Antes de que nadie pudiera ver qué había dentro, lanzó la caja a un lado y se levantó de un salto. Sin decir nada, salió por la puerta trasera y cerró de un portazo.
—¿Qué ha pasado? —la voz de Scott rompió el silencio.
Aaron, que había presenciado lo sucedido desde el pasillo, entró en el salón.
—Apuesto a que lo ha enviado su ex. Me juego lo que sea.
Julia se dirigió dando traspiés hasta la cocina y siguió a Gabriel fuera.
—¿Gabriel? ¡Gabriel! Espera.
Estaba nevando. Los copos de nieve, grandes y pesados, empezaban a cubrir la hierba y los árboles con un manto blanco y helado. Julia se estremeció.
—¡Gabriel!
Pero él desapareció en el bosque sin mirar atrás.
Ella aceleró el paso. Si lo perdía de vista tendría que regresar a la casa. No podía arriesgarse a perderse en el bosque sin abrigo. Ni sin mapa.
Empezó a sentir pánico al recordar su pesadilla recurrente en la que se perdía en el bosque, sola.
—¡Gabriel! ¡Espérame!
Adentrándose entre los árboles, lo vio. Se había detenido junto a un pino, pero le daba la espalda.
—Vuelve a casa —le ordenó él, con la voz tan fría como los copos de nieve.
—No pienso dejarte solo.
Dio varios pasos acercándose. Al oírla, Gabriel se volvió. Iba vestido con traje y corbata y llevaba unos zapatos italianos que no sobrevivirían a la experiencia.
Julia tropezó cuando uno de sus tacones se enganchó en una raíz, pero evitó la caída agarrándose al tronco de un árbol.
En un instante, él estaba a su lado.
—Vuelve a casa antes de que te hagas daño.
—No.
Con el pelo largo rizándosele sobre los hombros, los brazos cruzados sobre el pecho a causa del frío y la nieve empezando a cubrirle la cabeza y el vestido color ciruela, Julia parecía un ángel. Un ángel como los que uno ve en los cuentos de hadas o en las bolas de nieve de decoración. Los copos la rodeaban, saludándola como si fueran sus amigos.
Gabriel recordó cuando la había sorprendido en su despacho privado de la biblioteca y un montón de papeles habían volado por los aires a su alrededor.
—Preciosa.

80
La visión de su belleza lo distrajo momentáneamente y una nube de vapor salió de su boca al hablar.
Julia le ofreció la mano.
—Vuelve conmigo.
—Ella nunca va a dejarme en paz.
—¿Quién?
—Paulina.
—Tiene que empezar una nueva vida, pero necesita ayuda.
—¿Ayuda? ¿Quieres que la ayude después de que se arrodillara en el suelo y tratara de bajarme los pantalones?
—¿Qué has dicho?
Gabriel apretó los dientes y se maldijo en silencio.
—Nada.
—¡No me mientas!
—Fue el último intento de una mujer desesperada.
—¿Te negaste?
—¡Por supuesto! ¿Por quién me tomas? —Sus ojos azules brillaban como hielo azulado.
—¿Te sorprendió?
—No —admitió él, tenso.
Julia apretó los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas.
—¿Por qué?
Gabriel, que no tenía ningunas ganas de responder a esa pregunta, miró a su alrededor como buscando una vía de escape.
—¿Por qué no te sorprendió? —quiso saber ella, subiendo el tono de voz.
—Porque eso es lo que hace habitualmente.
—¿Lo que hace o lo que hacía?
—¿Qué diferencia hay?
—Si tengo que explicártela es que la cosa está peor de lo que pensaba —respondió Julia, entornando los ojos.
Él no quería responder. Su reticencia estaba escrita en sus ojos, en su cara, en su postura...
Sin amilanarse, ella le sostuvo la mirada.
Los ojos de Gabriel se clavaron en un punto lejano por encima del hombro de Julia antes de volver a mirarla.
—A veces se presentaba en casa y...
Ella sintió que se le revolvía el estómago y cerró los ojos con fuerza.
—Cuando te pregunté si Paulina era tu amante, me contestaste que no.
—Nunca fue mi amante.
Julia abrió los ojos bruscamente.
—¡No me vengas con jueguecitos de palabras! Sobre todo con tus amiguitas.
Él apretó los dientes.
—No te rebajes, Julia.
Ella se echó a reír sin ganas.
—Claro, si te digo la verdad me estoy rebajando. Pero tú puedes mentir tranquilamente sin que pase nada.
—Nunca te he mentido sobre Paulina.
—Oh, sí, lo hiciste. No me extraña que te enfadaras tanto cuando la llamé tu amiguita durante el seminario sobre Dante. Tenía razón. —Lo miró dolida—. ¿Estuviste con ella en tu cama? ¿En la cama que compartimos?

81
Gabriel bajó la vista.
Julia empezó a retroceder.
—Estoy tan furiosa contigo que no sé qué decir.
—Lo siento.
—No es suficiente. —Siguió alejándose—. ¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con ella?
Él la siguió, alargando la mano para sujetarla, por miedo a que se cayera de espaldas.
—¡No me toques! —exclamó Julia, mientras tropezaba.
Gabriel la agarró antes de que se cayera.
—Espera un momento, por favor. Dame al menos la oportunidad de explicarme.
Cuando vio que había recuperado el equilibrio, la soltó.
—Cuando te conocí, en setiembre, entre Paulina y yo todo había terminado. No la había visto desde el mes de diciembre anterior, cuando fui a visitarla para decirle que teníamos que dejar de vernos definitivamente.
—Me hiciste creer que vuestra historia había acabado en Harvard. ¿Tienes idea del daño que me estás haciendo? ¿Tienes idea de lo idiota que me siento? Se planta en el salón de tus padres como si tuviera todo el derecho del mundo a estar allí, como si yo no fuese nadie. ¡No me extraña! Lleva años acostándose contigo.
Él movió los pies, incómodo.
—Sólo trataba de protegerte.
—Ve con cuidado, Gabriel. Ten mucho cuidado con lo que dices.
Él se quedó de piedra. Nunca la había oído usar ese tono de voz. De repente, la posibilidad de perderla le pareció muy real. Era una idea aterradora y empezó a hablar a toda velocidad:
—Sólo nos veíamos una o dos veces al año. Como te he dicho, cuando tú y yo nos conocimos no la veía desde el diciembre anterior. —Se pasó las manos por el pelo—. ¿Esperabas que te hiciera un inventario de cada encuentro sexual que había tenido? Ya te dije que tenía un pasado. —Sosteniéndole la mirada, le tendió la mano con cautela—. ¿Recuerdas la noche en que te hablé de Maia?
—Sí.
—Me dijiste que merecía ser perdonado. Quería creerte, pero pensé que si te decía que de vez en cuando aún me veía con Paulina, te perdería. —Se aclaró la garganta—: No quería hacerte daño.
—¿Me estás mintiendo ahora?
—No.
Ella lo miró, escéptica.
—¿La amas?
—Por supuesto que no.
Gabriel dio un paso hacia ella, pero Julia levantó una mano.
—¿Me estás diciendo que después de concebir una hija juntos y de acostarte con ella durante años no la quieres?
—No —respondió él, apretando los labios.
Vio que los ojos de Julia se llenaban de lágrimas y que ella se esforzaba por contenerlas. Su precioso rostro se contrajo de dolor y tristeza. Se le acercó un poco más y le puso su chaqueta sobre los hombros.
—Pillarás una pulmonía. Tienes que volver a la casa.
Agarrando la chaqueta por las solapas, Julia se la subió hasta la barbilla.
—Ella era la madre de Maia —susurró— y mira cómo la has tratado.
Gabriel se puso tenso.

82
«La madre de Maia.»
Los dos permanecieron quietos, en silencio. La nieve había dejado de caer.
—¿Cuándo pensabas contármelo?
Él dudó. El corazón le latía desbocado. No sabía lo que iba a responder hasta que hubo pronunciado las palabras.
—No pensaba hacerlo.
Ella se volvió y echó a andar en la dirección donde le parecía que estaba la casa.
—¡Julia, espera! —Gabriel la siguió y la agarró del brazo.
—¡Te he dicho que no me toques! —Retiró el brazo, furiosa.
—Me dijiste que no querías que te contara los detalles de cómo era antes de que nos conociéramos. Dijiste que me perdonabas.
—Y lo hice.
—Sabías que me dejaba llevar por la lujuria.
—No pensaba que hasta ese punto.
Él dio un paso atrás, herido.
—Supongo que me merezco tu desprecio —dijo, con un tono de voz tan frío como la temperatura—. Debí haber sido más claro.
—¿El regalo era de Paulina?
—Sí.
—¿Qué era?
—Una ecografía —respondió Gabriel, abatido.
Julia inspiró hondo y el gélido aire invernal silbó al llenarle los pulmones.
—¿Por qué habrá hecho algo así?
—Ella da por hecho que nadie conoce la historia. Cree que la he mantenido en secreto tanto ante mi familia como ante ti. Ha sido su manera de vengarse.
—La utilizaste —dijo Julia, cuyos dientes habían empezado a castañetear—. No me extraña que no pueda pasar página. Le has dado migajas de afecto, como si fuera un perro. ¿Y a mí también me tratarás así?
—No. Nunca. Soy consciente de que la he tratado muy mal, pero eso no le da derecho a atacarte. Tú no tienes ninguna culpa.
—Me ocultaste información.
—Es cierto. ¿Podrás perdonarme?
Julia se frotó las manos en silencio.
—¿Alguna vez le has pedido a Paulina que te perdone?
Él negó con la cabeza.
—Jugaste con sus sentimientos. Sé lo que se siente. Y eso me hace sentir compasión por ella.
—Te conocí a ti primero —susurró Gabriel.
—Eso no es excusa para tratarla con crueldad. —Julia tosió un poco. El aire helado le quemaba la garganta.
Él le apoyó una mano en el hombro.
—Por favor. Regresa a casa. Te estás enfriando.
Cuando se volvió para irse, él la detuvo, agarrándola de la mano.
—Sentí algo por ella, pero no era amor. Culpabilidad, lujuria, afecto, pero nunca fue amor.
—¿Qué vas a hacer ahora?
Gabriel le rodeó la cintura con un brazo y la acercó a él.
—Resistiré el impulso de reaccionar inmediatamente a su provocación y me esforzaré al máximo para compensártelo. Tú eres la única persona que me importa. Siento mucho haberte hecho daño.

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—Tal vez cambies de opinión.
Gabriel la abrazó con más fuerza y la miró con firmeza.
—Tú eres la única persona a la que he amado.
Al ver que Julia no respondía, echó a andar con ella de regreso a casa.
—Nunca te seré infiel, te lo juro. Y respecto a lo que Paulina trató de hacer ayer... —Le apretó la cintura—. En otro tiempo tal vez me habría sentido tentado, pero eso fue antes de conocerte. Prefiero pasar el resto de mi vida bebiendo de tu amor que vaciando todos los océanos del mundo.
—Tus promesas pierden valor cuando no van acompañadas de honestidad. Te pregunté si era tu amante y te fuiste por las ramas.
Él hizo una mueca.
—Tienes razón, pero no volverá a pasar.
—Algún día te cansarás de mí. Y, cuando lo hagas, volverás a tus viejas costumbres.
Gabriel se detuvo y la miró de frente.
—Paulina y yo tenemos una historia en común, pero nunca hemos sido compatibles. No nos convenimos el uno al otro.
Ella le devolvió la mirada, sin creer en sus palabras.
—Eché a andar en la oscuridad buscando algo mejor, algo real. Y te encontré a ti. No pienso perderte por nada del mundo.
Julia apartó la vista, mirando hacia donde creía que estaba el huerto de manzanos.
—Los hombres se cansan de todo en seguida.
—Sólo si son idiotas.
Gabriel la estaba mirando con el cejo fruncido y los ojos entornados de preocupación.
—¿Crees que Richard engañó a Grace alguna vez? —preguntó él.
—Por supuesto que no.
—¿Por qué no?
—Porque es un buen hombre. Y porque la amaba.
—Yo no pretendo que creas que soy un buen hombre, pero te amo, Julia, y nunca te seré infiel.
Ella guardó silencio unos momentos.
—No creas que estoy tan herida por la vida que sería incapaz de negarte nada.
—Nunca lo he creído —replicó él, muy serio.
—Te lo advierto. Si vuelves a mentirme, será la última vez.
—No te mentiré. Te lo prometo.
Julia abrió los puños y respiró hondo.
—No volveré a dormir contigo en la cama que compartiste con ella.
—Cambiaré toda la habitación antes de que volvamos a Toronto. Venderé el jodido apartamento si eso es lo que quieres.
Julia hizo una mueca.
—No te he pedido que vendas el apartamento.
—Perdóname —susurró Gabriel—. Dame una oportunidad de demostrarte que puedes confiar en mí.
Ella titubeó.
Él aprovechó su indecisión para abrazarla y Julia aceptó su abrazo a regañadientes. Permanecieron inmóviles bajo el cielo invernal, mientras oscurecía rápidamente.

84
12
Esa noche, Gabriel y Julia estaban sentados en el suelo de su habitación, junto al arbolito de Navidad del hotel. Se habían puesto el pijama y ella lo había animado a mostrarle lo que le había mandado Paulina, para que no hubiera secretos entre los dos. Aunque Gabriel prefería no hacerlo, lo hizo por ella.
Con una mueca, sacó la ecografía de la caja y la sostuvo en la mano. Cuando Julia quiso verla, se la dio, suspirando.
—Esta imagen no puede hacerte daño. Si Rachel y Scott se enteraran, se pondrían de tu lado —dijo ella, trazando el contorno de la cabecita con un dedo—. Puedes guardarla en algún sitio privado si lo prefieres, pero no creo que deba estar escondida en una caja. Tenía nombre. Se merece ser recordada.
Gabriel dejó caer la cabeza entre las manos.
—¿No crees que sería morboso?
—No creo que haya nada morboso en un bebé. Maia era tu hija. Paulina te ha enviado esta imagen para castigarte, pero a mí me parece que deberías considerarla un regalo. Deberías conservarla en un lugar de honor. Eres su padre.
Él estaba demasiado emocionado para decir nada. Se levantó y recorrió la habitación, pensativo. Se apoyó en la puerta con la mirada perdida.
Julia lo siguió.
—Ya tengo ganas de estrenar eso —dijo, señalando el corsé negro y los zapatos a juego, que habían dejado dentro de la caja abierta, debajo del arbolito.
—¿De verdad?
—Tendré que soltarme un discurso mientras me lo pongo para darme ánimos, pero me parece muy bonito y femenino. Y los zapatos me encantan. Gracias.
Gabriel se relajó un poco. Quería pedirle que se lo probara ya. Quería verla con los zapatos puestos —tal vez sentada en la encimera del lavabo, con él entre sus piernas—, pero se guardó sus deseos por el momento.
—Tengo que decirte algo. —Julia le cogió la mano y entrelazó sus dedos con los suyos—. No voy a poder ponérmelo esta noche.
—Con todo lo que ha pasado, entiendo que no te apetezca.
Gabriel le acarició el dorso de la mano con el pulgar.
—Pasarán unos días antes de que pueda ponérmelo.
—No te preocupes, lo entiendo. —Trató de soltarle la mano.
—Intenté explicártelo anoche, pero no me dejaste acabar.
Él aguardó en tensión.
—Es que... tengo la regla.
Gabriel se quedó con la boca abierta, aunque en seguida la cerró y le dio un sentido abrazo.
—No era ésta la reacción que esperaba. —La voz de Julia llegaba apagada por el abrazo—. ¿Me has oído bien?
—Entonces, anoche... ¿no era que no me desearas?
Ella se separó y lo miró sorprendida.
—Aún estoy disgustada por lo que ha pasado, pero por supuesto que te deseo. Siempre que hacemos el amor me haces sentir especial. Pero ahora no quiero entrar en... quiero decir, no quiero que tú entres... Bueno, ya sabes lo que quiero decir —se interrumpió, ruborizándose.

85
Con un suspiro de alivio, Gabriel la besó en la frente.
—Tengo otros planes para ti.
La llevó de la mano hasta el espacioso cuarto de baño, deteniéndose un instante para encender el equipo de música. Las notas del tema de Sting Until llenaron la habitación.
Paulina estaba sentada en una cama desconocida, en Toronto, cubierta de sudor frío. No importaba cuántas veces la tuviera, la pesadilla no variaba nunca. Ni el vodka ni las pastillas servían para eliminar el dolor del corazón ni las lágrimas de los ojos.
Al alargar la mano hacia la botella que tenía en la mesilla de noche, tiró el reloj al suelo. Tras varios tragos y varias pastillas, la oscuridad se la llevaría a su reino y podría por fin dormir.
No encontraba consuelo. Otras mujeres podían tener otro hijo que las ayudara a superar el dolor de la pérdida del primero. Pero ella nunca volvería a tener hijos. Y el padre de su bebé perdido no la quería.
Él era el único hombre al que había amado de verdad. Lo había amado de cerca y en la distancia, pero Gabriel nunca había correspondido a sus sentimientos. Siempre se lo había dejado claro. Pero era demasiado noble para echarla de su vida de una patada.
La cabeza le daba vueltas mientras lloraba con la cara enterrada en la almohada, lamentando su doble pérdida.
La de Maia.
Y la de Gabriel.

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13
El profesor Giuseppe Pacciani no era un hombre virtuoso, pero era listo. No creyó a Christa Peterson cuando ésta le dijo que estaría encantada de verse con él para algo más que palabras. Y para asegurarse de que el encuentro acababa produciéndose de manera satisfactoria, se guardó el nombre de la fidanzata canadiense del profesor Emerson, prometiendo revelárselo cuando se vieran en Madrid, en febrero.
Christa, que no quería acostarse con él ni tener que esperar tanto para obtener la información, no le respondió. Cambiando de táctica, buscó otra manera de lograr su objetivo.
Era evidente que estaba celosa y que los celos eran la razón que la impulsaba a buscar el nombre de la mujer que había triunfado donde ella había fracasado (inexplicablemente), logrando el interés del profesor. Hacía tiempo que sospechaba de una morena de ojos grandes y mirada inocente, concretamente desde que el profesor Emerson había discutido a gritos con ella en mitad de un seminario, por culpa de una amante llamada Paulina.
Aunque también sentía una gran curiosidad por saber si los rumores que lo vinculaban con la profesora Singer y sus secretos no tan secretos eran ciertos. Cuando él le había dado dos besos a la profesora al acabar la conferencia, muchas lenguas se habían puesto en movimiento, la de Christa entre ellas.
Tal vez Giuseppe se equivocaba. Tal vez lo que Gabriel Emerson tenía no era una fidanzata, sino una amante.
Tratando de resolver ese misterio tan jugoso, Christa se puso en contacto con un antiguo amor de Florencia que escribía en el periódico La Nazione, pidiéndole cualquier tipo de información sobre la vida personal del profesor. Mientras esperaba la respuesta, se centraría en una fuente de información más cercana. En Lobby todos los secretos dejaban de serlo tarde o temprano.
La prolongada ausencia del profesor Emerson se remontaba a la noche en que ella había tratado de seducirlo. Por tanto, razonó, la relación con su prometida debió de empezar en esa época. Antes de entonces, él no había tenido tantos miramientos sobre con quién se enrollaba.
Tal vez ya había tenido encuentros esporádicos con su novia antes de esa fatídica noche. Era muy posible que la relación no fuera tan monógama como Christa creía y que el profesor la alternara con otras relaciones. Aunque suponía que si una de éstas fuera oficial, le habrían llegado más rumores.
(Al fin y al cabo, Toronto no dejaba de ser una ciudad pequeña en muchos aspectos.)
El camino que seguir estaba claro. Era muy probable que el profesor Emerson y su novia hubieran ido alguna noche a Lobby durante el semestre anterior, ya que el local era el lugar favorito de él. Sólo tenía que encontrar a alguien que trabajara allí e interrogarlo hasta obtener la información que necesitaba.
Un sábado por la noche, a última hora, Christa se dedicó a acosar al personal de Lobby, en busca del eslabón más débil. Sentada en el bar, ignoró por completo a la alta y rubia americana que tenía al lado, sin saber que ésta acababa de llegar de Harrisburg con el mismo objetivo que ella.
Christa hizo una mueca de disgusto cuando la mujer sacó su iPhone del bolso y empezó a hablar a gritos con un maître llamado Antonio.

87
A medida que avanzaba la noche, fue descartando candidatos. Ethan tenía novia formal, más de un barman era gay y casi todas las camareras eran mujeres. Sólo le quedaba Lucas.
Éste era un informático un poco friki (dicho sin ánimo de ofender) que ayudaba a Ethan con la seguridad del club. Tenía acceso a las grabaciones de las cámaras de seguridad y estuvo encantado de quedar con ella a una hora en que el club estaba cerrado para revisar los CD desde setiembre de 2009.
Ésa fue la razón de que Christa se encontrara un domingo por la mañana en el servicio de mujeres, con Lucas embistiendo entre sus piernas, en vez de estar en la iglesia.
Gabriel y Julia regresaron a Toronto el 1 de enero, bastante más tarde de lo planeado. Pasaron por el apartamento de Julia para dejar algunas cosas y coger algo de ropa. O eso al menos era lo que pensaba Gabriel mientras el taxi los esperaba a la puerta del edificio y él aguardaba en el frío y poco acogedor apartamento a que ella preparara su bolsa.
Pero no lo hizo.
—Ésta es mi casa, Gabriel. Llevo tres semanas fuera. Tengo que poner lavadoras y empezar a trabajar en la tesis. Las clases empiezan el lunes.
La expresión de él se ensombreció rápidamente.
—Sí, soy muy consciente de cuándo empiezan las clases —replicó secamente—, pero este apartamento está helado. No tienes nada de comer y no quiero dormir sin ti. Ven a casa conmigo y vuelve mañana por la mañana.
—No quiero ir a casa contigo.
—Te dije que haría cambiar los muebles del dormitorio y lo he hecho. No sólo la cama, todos los muebles son nuevos. —Haciendo una mueca, añadió—: Incluso he hecho pintar las paredes.
—No estoy preparada. —Y dándole la espalda, empezó a deshacer la maleta.
Al ver que no pensaba cambiar de opinión, él se marchó del apartamento dando un portazo.
Julia suspiró.
Sabía que Gabriel lo intentaba, pero los secretos que había descubierto recientemente habían erosionado mucho su autoestima. Una autoestima que había empezado a recuperar en Italia.
Julia era consciente de que la culpa de que tuviera tanto miedo a perderlo era del divorcio de sus padres y de la traición de Simon. Pero una cosa era saberlo y otra que dejara de afectarla. Por mucho que lo intentara, era incapaz de creer que Gabriel no se cansaría de ella con el tiempo.
Estaba a punto de cerrar la puerta con llave, cuando él regresó, maleta en mano.
—¿Qué quieres? —preguntó ella.
—Darte calor.
Y dejando la maleta en el suelo, se encerró en el baño. Minutos más tarde, volvió a salir, con la camisa desabrochada y fuera de los pantalones, refunfuñando algo sobre que había arreglado el jodido calefactor.
—¿Por qué has vuelto?
—Ya sabes que me cuesta dormir sin ti. De hecho, estoy tentado de vender el maldito piso y todos los muebles y comprar uno nuevo.
Negando con la cabeza, se quitó la ropa sin ceremonias.
Mientras Julia usaba el baño, él se entretuvo mirando algunas de las cosas que ella había dejado en la mesita auxiliar: el álbum con las reproducciones de Botticelli que

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le había regalado por su cumpleaños, una vela grande, una caja de cerillas y las fotos que él le había hecho.
Mientras las miraba, se excitó. Ella le había dicho que quería posar para él. Deseaba que la fotografiara. Un mes atrás, eso le habría parecido imposible. Se había mostrado tan tímida, tan nerviosa...
Recordó su expresión cuando la había llevado a su casa después de aquella horrible discusión en la universidad. Pensar en sus ojos, grandes y aterrorizados, y en cómo había temblado bajo sus manos, hizo disminuir su erección. No se la merecía. Y lo sabía. Era sólo la baja autoestima de Julia la que le impedía darse a ella cuenta de la verdad.
Siguió mirando las fotos hasta llegar a una de Julianne de perfil. Gabriel le apoyaba una mano en el hombro, mientras le retiraba el pelo del cuello con la otra para darle un suave beso.
Ella no sabía que él tenía una copia ampliada de esa foto guardada en el armario del dormitorio. No se había atrevido a colgarla antes por miedo a su reacción. Cuando volviera a casa, sería lo primero que haría.
Esa idea alimentó de nuevo su deseo. Encendió la vela y apagó la luz. Un resplandor romántico se extendió por la habitación justo cuando Julia salía del baño.
Gabriel se sentó en la cama, completamente desnudo. Ella, en cambio, llevaba en la mano un pijama de franela con patitos de goma estampados.
—¿Qué haces? —le preguntó él, sin disimular su disgusto.
—Me preparo para dormir.
—Ven aquí. —La atrapó con la mirada.
Julia se acercó a él lentamente.
Arrebatándole el pijama de las manos, lo lanzó a la otra punta de la habitación.
—No necesitas pijama. No necesitas ponerte nada.
Ella se desnudó lentamente, dejando la ropa sobre una silla plegable. Cuando se acercó a la cama, Gabriel la detuvo poniéndole una mano sobre la cabeza, casi como si la estuviera bendiciendo. Entonces empezó a acariciarla desde el pelo, pasando por las cejas y los pómulos, encendiendo su deseo con la intensidad de su mirada.
Había algo del antiguo profesor Emerson tras aquellos ojos, algo primario y sexual. Cuando Julia cerró los suyos un instante, las manos de Gabriel, que ya le habían bajado hasta el cuello, le sujetaron la cara.
—Abre los ojos.
Al obedecer, se asustó un poco al ver el hambre en su mirada. Era un león acosando a su presa, ansioso por alimentarse. Sabía que no quería asustarla, pero se sintió indefensa ante su propio deseo de él.
—¿Has echado de menos tocarme así? —le preguntó Gabriel, con un ardiente susurro.
Julia respondió que sí con la voz ronca de excitación. El pecho de él se hinchó de orgullo.
Recorrió el camino desde su cara hasta sus rodillas lentamente, pero Gabriel parecía disfrutar de cada centímetro, deteniéndose en varios puntos. Su tacto era ligero, pero lleno de ardor. A pesar del frío de la habitación, Julia sentía calor por donde pasaban sus manos. Pero en cuanto se acordó de lo fría que estaba la habitación, se estremeció.
Gabriel se interrumpió inmediatamente y se echó a un lado para que se metiera en la cama, del lado de la pared. Presionó su pecho contra la espalda de ella y los cubrió a los dos con el edredón lila.
—He echado mucho de menos hacerte el amor. Era como si me faltara algo

89
esencial.
—Yo también te he echado de menos.
Gabriel sonrió aliviado.
—Me alegro mucho de oírte decir eso. Ha sido una tortura pasar una semana sin poderte tocar así.
—Ha sido una tortura pasar una semana sin que me tocaras así.
El deseo que oyó en su voz le encendió la sangre, y la abrazó con más fuerza.
—Los abrazos y los mimos también forman parte de hacer el amor.
—Nunca me habría imaginado que fuera usted un mimoso, profesor Emerson.
Él le mordisqueó el cuello, succionándolo muy ligeramente.
—Me he convertido en un montón de cosas desde que me aceptaste como tu amante. —Acercando la cara a su pelo, aspiró su aroma a vainilla—. A veces me pregunto si te das cuenta de lo mucho que me has hecho cambiar. Es casi milagroso.
—Yo no hago milagros. Pero te quiero.
—Y yo te quiero a ti.
Entonces, Gabriel permaneció inmóvil unos instantes, lo que sorprendió a Julia, que había esperado que empezara a hacerle el amor inmediatamente.
—Al final no me contaste lo que pasó en el restaurante Kinfolks la víspera de Navidad —dijo él, tratando de sonar despreocupado. No quería que pensara que se lo estaba reprochando.
Con la esperanza de acabar pronto la conversación y poder pasar a otras actividades más placenteras, Julia le contó el altercado con Natalie, obviando la parte en que ésta se había burlado de sus habilidades sexuales delante de todo el mundo. Gabriel la tumbó de espaldas para verle la cara.
—¿Por qué no me lo contaste?
—Ya no podías hacer nada.
—Te quiero, ¡maldita sea! ¿Por qué no me lo contaste?
—Cuando entramos en casa, Paulina te estaba esperando.
Él frunció el cejo, pero se calmó.
—De acuerdo. Así que amenazaste a tu antigua compañera de habitación con llevar el tema a la prensa.
—Sí.
—¿Crees que te tomó en serio?
—Quiere salir de Selinsgrove más que nada en el mundo. Quiere ser la novia oficial de Simon y acudir a actos políticos cogida de su brazo. No hará nada que ponga en peligro sus posibilidades de conseguirlo.
—¿No ha logrado todo eso todavía?
—No. Llevan su relación en secreto por deseo de Simon. Por eso tardé tanto en darme cuenta de que se la estaba tirando.
Gabriel se estremeció. Julia no solía hablar así. Cuando lo hacía, era que estaba más disgustada de lo que parecía.
—Mírame —le dijo él, apoyando los brazos a cada lado de sus hombros.
Ella lo miró a los ojos y Gabriel le devolvió una mirada preocupada.
—Siento que Simon te hiciera daño. Y siento no haberle pegado más fuerte cuando tuve la ocasión. Pero no puedo decir que sienta que se liara con tu compañera. De no haberlo hecho, ahora no estarías conmigo.
La besó, acariciándole el cuello hasta que ella suspiró, satisfecha, en su boca.
—Eres mi hojita. Mi preciosa y triste hojita y yo quiero verte fuerte y feliz. Siento mucho las lágrimas que has derramado por mi culpa. Espero que algún día puedas perdonarme.

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Julia lo abrazó con fuerza y ocultó la cara en su hombro. Luego lo exploró con sus manos hasta que sus cuerpos se fundieron en uno solo. El silencio del diminuto estudio se llenó con el sonido de los apagados jadeos de ambos y con los gemidos de Julia, que iban aumentando de intensidad.
Era un lenguaje sutil, el lenguaje de los amantes. Los suspiros se respondían con más suspiros o con gruñidos. La excitación de uno crecía y se alimentaba de la excitación del otro hasta que los gruñidos se convertían en gritos y, más adelante, otra vez en suspiros. El cuerpo de Gabriel la cubría por completo, llenándola de las sensaciones de su peso, su sudor y su piel desnuda.
Ése era el gozo que todo el mundo perseguía: sagrado y pagano a la vez. La unión de dos seres en un solo ser: una unión perfecta, sin costuras. Un retrato de amor y satisfacción profunda. Un breve vistazo de la visión beatífica.
Antes de salir de su interior, Gabriel le dio un último beso en la mejilla.
—¿Lo harás?
—¿El qué?
—Perdonarme por lo de Paulina. Por no habértelo contado todo y por tratarla tan mal.
—No puedo perdonarte en su nombre. Eso sólo puede hacerlo ella. —Julia se mordió el labio inferior—. Ahora más que nunca tienes que asegurarte de que reciba ayuda para que pueda seguir adelante con su vida. Se lo debes.
Él quería decir algo, pero la fuerza de su bondad se lo impidió.

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A medida que el semestre avanzaba, la presión para completar el proyecto de tesis fue en aumento. Katherine Picton le pidió a Julia que le entregara los capítulos más rápidamente. Cuanto antes tuviera capítulos completos, más fácil le sería hablarle a Greg Matthews, el catedrático del Departamento de Lenguas Románicas y de Literatura en Harvard, en caso de que éste se interesara por su solicitud.
Pero Julia no podía concentrarse en su trabajo cuando Gabriel estaba cerca. Cuando le explicó que sus ojos azules, combinados con la pirotecnia sexual y con la química que vibraba entre ellos, le impedían concentrarse en temas académicos, él se sintió muy halagado.
Así que la feliz pareja llegó a un compromiso. Se llamarían por teléfono, se enviarían mensajes de texto o correos electrónicos, pero aparte de una comida o una cena entre semana, Julia viviría en su apartamento. Los viernes por la noche, se trasladaría a casa de Gabriel para pasar el fin de semana juntos.
Un miércoles por la noche de mediados de enero, Julia lo llamó por teléfono una vez hubo acabado el trabajo.
—Hoy ha sido un día duro —dijo. Sonaba cansada.
—¿Qué ha pasado?
—La profesora Picton me ha hecho repetir tres cuartas partes de un capítulo, porque la ha parecido que estaba ofreciendo una visión demasiado romántica de Dante.
—¡Uf!
—Ella odia a los románticos, así que ya te puedes imaginar cómo se ha puesto. Me ha soltado un sermón larguísimo. Me he sentido muy idiota.
—Tú no tienes nada de idiota —la animó Gabriel, riéndose—. A veces, la profesora Picton me hace sentir idiota a mí también.
—Me cuesta de creer.
—Deberías haberme visto la primera vez que fui a su casa. Estaba más nervioso que el día que leí la tesis. Casi me olvidé de ponerme los pantalones.
Julia se echó a reír.
—Me imagino que si hubieras llegado sin pantalones habría estado encantada.
—Por suerte, no tuve que averiguarlo.
—Me ha dicho que mi fuerte ética del trabajo suple mis ocasionales carencias de razonamiento.
—Eso es un gran halago, viniendo de ella. Para Katherine, casi nadie es capaz de razonar correctamente. Cuando habla del mundo actual, lo define como una sociedad de monos vestidos con ropa.
Gruñendo, Julia se tumbó en la cama.
—¿Sería mucho pedir que de vez en cuando me dijera que le gusta mi proyecto? ¿O que estoy haciendo un buen trabajo?
—Katherine nunca te dirá que le gusta tu trabajo. Cree que ese tipo de comentarios son condescendientes. Los viejos y presumidos profesores formados en Oxford son así. No hay nada que hacer.
—Tú no eres así, profesor Emerson.
Gabriel sintió que el miembro se le ponía alerta al oír el cambio en su tono de voz.
—Oh, sí, soy así, señorita Mitchell. Lo que pasa es que se ha olvidado.

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—Porque ahora me tratas muy bien. Eres muy dulce conmigo.
—Por supuesto —susurró él—, pero es que ahora ya no eres mi alumna, eres mi amante. —Con una sonrisa traviesa, añadió—: Bueno, puedo seguir siendo tu maestro en el arte del amor, si quieres.
Ella se echó a reír y él se unió a su risa.
—He acabado de leer el libro que me dejaste, A Severe Mercy.
—Qué rápida. ¿Cómo lo has hecho?
—Por las noches me siento sola y leo para conciliar el sueño.
—No tienes por qué sentirte sola. Hay taxis. Ven a mi casa y yo te haré compañía.
Julia puso los ojos en blanco.
—Sí, profesor.
—De acuerdo, señorita Mitchell. ¿Qué le ha parecido el libro?
—No acabo de entender qué era lo que le gustaba tanto a Grace.
—¿Por qué?
—Bueno, es una historia de amor romántico, pero cuando se convierten al cristianismo, los protagonistas deciden que su sentimiento era pagano, que se habían vuelto ídolos el uno para el otro. Me ha parecido muy triste.
—Lo siento. No he leído el libro, pero Grace hablaba de él a menudo.
—¿Cómo puede ser pagano el amor, Gabriel? No lo entiendo.
—¿Y tú me lo preguntas? Pensaba que yo era el pagano en esta relación.
—No eres pagano. Me lo dijiste.
Él suspiró, pensativo.
—Cierto, lo hice. Sabes tan bien como yo que, para Dante, Dios es la única realidad que puede satisfacer los deseos del alma. Es su manera implícita de criticar la relación entre Paolo y Francesca. Para él, éstos renuncian a un bien superior, el amor de Dios, por el amor a otro ser humano. Por supuesto, eso es un pecado.
—Paolo y Francesca eran adúlteros. No deberían haberse enamorado.
—Es verdad, pero aunque no hubieran estado casados, la crítica de Dante sería la misma. Si se aman tanto que se olvidan de todo lo demás, su amor es pagano. Se convierten en ídolos el uno para el otro. Y su sentimiento también adquiere carácter de idolatría. Y eso no es muy inteligente por su parte, ya que ningún ser humano puede hacer feliz del todo a otro ser humano. Todos somos demasiado imperfectos.
Julia estaba atónita. Aunque algunas de las cosas que él acababa de decir ya las sabía, no había esperado escucharlas de labios de Gabriel.
Al parecer, el amor que ella sentía era pagano y ni siquiera se había dado cuenta. Pero es que, además, si Gabriel creía en lo que acababa de decir, la visión que él tenía de su relación era mucho menos intensa y positiva que la suya. Era una auténtica sorpresa.
—Julianne, ¿sigues ahí?
Ella carraspeó.
—Sí.
—No es más que una teoría. No tiene nada que ver con nosotros.
Su puntualización no logró tranquilizarla. Gabriel era consciente de que había convertido a Julianne, su Beatriz, en su ídolo y por mucha retórica que usara ahora, esa verdad no cambiaba. Dada la cantidad de tiempo que llevaba siguiendo un programa de doce pasos que lo ayudara a centrarse en un poder superior que no fuera él mismo, sus amantes o su familia, no podía decir lo contrario.
—Pero entonces, ¿qué era lo que le gustaba a Grace de este libro? Sigo sin entenderlo.

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—No lo sé —admitió él—. Tal vez cuando se enamoró de Richard lo vio como a un salvador. Se casó con ella y se marcharon juntos, cabalgando hacia el anochecer de Selinsgrove.
—Richard es un buen hombre —murmuró Julia.
—Lo es. Pero no es un dios. Si Grace se hubiera casado con él pensando que todos sus problemas desaparecerían gracias a su perfección, su relación no habría durado. Tarde o temprano se habría desencantado y lo habría abandonado para buscar a otra persona que la hiciera feliz.
»Tal vez la razón del éxito de su matrimonio fuera que sus expectativas eran realistas. No esperaban que el otro fuera la respuesta a todas sus necesidades. También explicaría que la espiritualidad fuera importante en la vida de ambos.
—Puede ser. Este libro es muy distinto de la novela de Graham Greene que tú estabas leyendo.
—No tan distintos.
—Tu novela hablaba de una aventura amorosa y un hombre que odia a Dios. Lo busqué en Wikipedia.
Gabriel reprimió las ganas de gruñir.
—No busques cosas en Wikipedia, Julianne. Ya sabes que esa página es poco de fiar.
—Sí, profesor Emerson —canturreó ella.
Gabriel resopló.
—¿Por qué crees que el protagonista de Greene odia a Dios? Porque su amante lo abandonó, cambiándolo por Él. Las dos novelas tratan de amores paganos, Julianne. Lo único distinto es el final.
—Ni siquiera el final es tan distinto.
Gabriel sonrió.
—Creo que es un poco tarde para mantener esta conversación. Tú debes de estar cansada y a mí me quedan papeles por mirar.
—Te quiero. Locamente.
Algo en la voz de Julia hizo que se le acelerara el corazón.
—Yo también te quiero. Te quiero demasiado, estoy seguro, pero no sé amarte de otra manera. —Sus palabras finales no fueron más que un susurro, pero se quedaron colgando entre ellos como una amenaza.
—Yo tampoco sé amarte de otra manera —murmuró ella.
—En ese caso, que Dios se apiade de nosotros.
Si le hubieran preguntado a Gabriel si quería ir a terapia, habría dicho que no. Odiaba hablar sobre sus sentimientos o sobre su infancia casi tanto como hablar sobre lo sucedido con Paulina. Tampoco le apetecía nada hablar de sus adicciones ni sobre la profesora Singer ni sobre la infinidad de otras mujeres que había conocido.
Pero quería una relación duradera con Julia y quería que ella se sintiera fuerte. Quería que floreciera del todo, no sólo parcialmente. En el fondo, tenía miedo de que por su culpa Julia no pudiera acabar de florecer, precisamente por ser él como era.
Por eso se había jurado hacer todo lo que estuviera en su mano para ayudarla, incluso si para lograrlo tenía que cambiar de hábitos y centrarse en las necesidades de ella y no en las suyas. Le pareció que le vendría bien oír una opinión experta sobre hasta dónde llegaba su egoísmo y unos cuantos consejos prácticos para superarlo. Por todo ello, había dejado las dudas y la vergüenza a un lado y había decidido acudir a terapia una vez a la semana.
A medida que enero iba avanzando, tanto Gabriel como Julia se dieron cuenta de

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que habían tenido suerte con sus respectivos terapeutas. Los doctores Nicole y Winston Nakamura eran un matrimonio que trabajaba con sus pacientes en un plano psicológico y personal, integrando esos aspectos con consideraciones existenciales y espirituales.
A Nicole le preocupaba la naturaleza de la relación de Julia con su novio. Le preocupaba que la diferencia de poder en esa relación, unida a la fuerte personalidad de Gabriel y a la falta de autoestima de ella, convirtiera su sentimiento en un riesgo para la salud mental de su paciente.
Pero Julia afirmaba que estaba enamorada de Gabriel y que era muy feliz a su lado. Era innegable que su relación le aportaba mucho placer y también mucha seguridad. Pero tanto la extraña historia de su encuentro y su reencuentro como el historial de adicciones de él hacían sonar todas las alarmas de Nicole. Y el hecho de que Julia no viera nada preocupante en todo ello le parecía lo más preocupante de todo.
Winston, por su parte, no se mordió la lengua. Informó a Gabriel de que estaba poniendo en peligro su rehabilitación al beber alcohol y saltarse las reuniones de Narcóticos Anónimos. Lo que se suponía que iba a ser una toma de contacto, acabó siendo una confrontación directa, que terminó con Gabriel saliendo malhumorado de la consulta.
Sin embargo, a la semana siguiente regresó a la terapia y prometió que volvería a las sesiones de Narcóticos Anónimos. Y de hecho llegó a ir un par de veces, pero luego no volvió más.

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«La nieve en la ciudad no se parece en nada a la nieve en el campo», pensó Julia mientras acompañaba a Gabriel a buscar el coche a su casa, bajo una intensa nevada. Esa noche iban a cenar a un elegante restaurante francés, el Auberge du Pommier.
Él tiró del brazo de ella y la acorraló contra el escaparate de una tienda para besarla apasionadamente. Cuando acabó, Julia se echó a reír casi sin aliento. Esa vez, fue ella la que lo arrastró hasta la acera para disfrutar de los copos de nieve.
En el campo se podía oír el susurro de los copos al caer. Nada los molestaba en su descenso, ni rascacielos ni siquiera los edificios más bajos. En la ciudad, en cambio, el viento encarrilaba la nieve entre las casas, haciendo que cayera de manera menos armónica y uniforme. O eso le parecía a Julia.
Al llegar al edificio de Gabriel, se detuvo un momento a mirar el escaparate de la gran tienda de vajillas de la planta baja. Aunque lo que le interesaba no eran los artículos expuestos, sino el guapísimo hombre reflejado a su lado.
Gabriel llevaba un abrigo largo de lana negra, con solapas de terciopelo también negro y una bufanda Burberry alrededor del cuello, como si fuera un pañuelo. Asimismo llevaba guantes de piel negros, pero lo que en realidad la fascinaba era el sombrero.
El profesor Emerson llevaba una boina.
A Julia, su elección de accesorios le pareció curiosamente atractiva. Gabriel se había negado a unirse a la moda local de llevar gorros de lana. Una boina de lana negra complementaba su aspecto de un modo mucho más original y elegante.
—¿Qué pasa? —preguntó él, con una sonrisa.
—Eres muy guapo —contestó ella, sin poder apartar la mirada de su reflejo.
—Tú sí que eres hermosa. Por dentro y por fuera. Eres un precioso polo helado.
Y la besó sin prisas frente a un centenar de platos de porcelana china.
—Mejor tomemos un taxi para ir al restaurante. Así podré dedicarme a ti durante el trayecto. Voy un momento a sacar dinero del cajero automático. Vuelvo en seguida. Puedes esperarme aquí, a no ser que quieras acompañarme.
Julia negó con la cabeza.
—Prefiero disfrutar de la nieve mientras dure.
Él se echó a reír.
—Estamos en Canadá. No te preocupes por eso. La nieve durará bastante. —Le apartó un momento la pashmina para besarla en el cuello, antes de desaparecer en el edificio Manulife riendo para sus adentros.
Ella se volvió entonces hacia el escaparate. Una de las vajillas le llamó la atención y se preguntó cómo quedaría en el comedor de Gabriel.
—¿Julia?
Al volverse, se encontró con el pecho de Paul a la altura de los ojos. Con una gran sonrisa, él le dio un cariñoso abrazo.
—¿Cómo estás?
—Bien, muy bien —respondió nerviosa, preocupada por la reacción de Gabriel si los encontraba así.
—Tienes muy buen aspecto. ¿Han ido bien las fiestas?
—Muy bien. Te he traído un recuerdo de Pensilvania. Te lo dejaré en tu casillero, en el departamento. Y a ti, ¿qué tal te han ido?

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—Bien. Muy ajetreadas, pero bien. ¿Cómo te van las clases?
—Muy bien, aunque la profesora Picton me tiene muy ocupada.
—Me lo creo. —Paul se echó a reír—. Tal vez podríamos tomar café alguna tarde de la semana que viene para ponernos al día.
—Tal vez. —Julia sonrió, luchando contra el impulso de volverse en busca de Gabriel.
De repente, la sonrisa desapareció de la cara de Paul. Frunciendo el cejo, dio un paso hacia ella con expresión amenazadora.
—¿Qué demonios te ha pasado?
Ella miró hacia abajo, pero no se vio nada raro en el abrigo. Se pasó la mano por la mejilla, pensando que tal vez tuviese pintalabios.
Pero Paul estaba mirando más abajo. Le estaba mirando el cuello.
Se acercó aún más, invadiendo su espacio personal y le apartó un poco más la pashmina lila con su manaza de oso.
—Por el amor de Dios, Julia, ¿qué demonios es eso?
Ella se encogió al notar que uno de sus dedos, áspero por el trabajo en la granja, le rozaba la marca del mordisco. Al parecer, esa mañana se había olvidado de aplicarse maquillaje. Maldijo el despiste para sus adentros.
—No es nada. Estoy perfectamente —dijo, dando un paso atrás y rodeándose el cuello con dos vueltas de la pashmina para no tener que mirarlo a la cara.
—No me digas que no es nada, Julia. Eso es claramente algo. ¿Te lo hizo tu novio?
—Por supuesto que no. Él nunca me haría daño.
Paul ladeó la cabeza.
—Una vez me contaste que te lo había hecho. Pensaba que por eso lo habías dejado con él la otra vez.
Julia se encontró presa en la trampa construida con sus propias mentiras. Abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla. Tenía que pensarlo bien antes.
—¿Es un mordisco de pasión o de enfado? —insistió Paul, tratando de mantener la calma.
Estaba furioso con la persona que había tratado a Julia con tanta violencia. Nada le apetecía más que descubrir quién había sido y partirle la cara. Varias veces.
—Owen nunca haría algo así. Nunca me ha levantado la mano.
—Entonces, ¿qué pasó?
Sorprendida por la intensidad del disgusto de su amigo, se miró las botas.
—Y no me mientas —añadió él.
—Alguien entró en casa de mi padre durante Acción de Gracias y me atacó. Sé que la cicatriz es espantosa, pero voy a hacer que me la quiten.
Paul reflexionó unos instantes antes de replicar:
—Un mordisco es algo muy personal para un ladrón de casas, ¿no te parece?
Julia desvió la vista.
—¿Y por qué te avergüenza que alguien te asaltara? No es culpa tuya. —Paul le cogió la mano—. No quieres contarme lo que pasó, ya lo veo. —Le acarició la palma con el pulgar—. Si necesitas ayuda, cuenta conmigo.
—Eres muy amable, pero la policía lo detuvo. No podrá volver a atacarme.
Él relajó los hombros.
—Soy tu amigo, Conejito. Me preocupo por ti. Deja que te ayude antes de que las cosas se pongan más feas.
Julia retiró la mano bruscamente.
—No soy un conejo y no necesito tu ayuda.

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—No te ofendas. No quería faltarte al respeto. —Paul la miró, arrepentido—. ¿Por qué no te ayudó Owen? Yo habría destrozado al ladrón de una paliza.
Ella pensó en contarle que eso era exactamente lo que había pasado, pero decidió no hacerlo.
—No debe de ser un gran novio, si permite que te traten así.
—Estaba sola en casa. Nadie se podía imaginar que un ladrón entraría y me atacaría. No soy una damisela en apuros, Paul, por mucho que te cueste aceptarlo —se defendió ella con los ojos brillantes.
Él entornó los ojos.
—Nunca he dicho que lo seas, pero eso que tienes en el cuello no es algo que un ladrón suela dejar de recuerdo. Es lo que haría alguien que quisiera marcarte. Y tienes que admitir que no es la primera vez que alguien te maltrata. En el poco tiempo que hace que te conozco, te he visto maltratada por Christa, por la profesora Dolor, por Emerson...
—Esto no tiene nada que ver.
—Mereces que te traten mejor —añadió él, bajando tanto el tono de voz que Julia se estremeció—. Yo nunca te trataría así.
Ella lo miró a los ojos sin decir nada, esperando que Gabriel no apareciera justo en ese momento.
Metiéndose las manos en los bolsillos, Paul se balanceó sobre las puntas de los pies.
—Voy a Yonge Street a cenar con unos amigos. ¿Quieres venir?
—Llevo todo el día fuera de casa. Tengo ganas de volver ya.
Él asintió.
—Se me ha hecho un poco tarde, si no, te acompañaría. ¿Necesitas dinero para un taxi?
—No, ya tengo, gracias. —Julia jugueteó con sus guantes—. Eres un buen amigo.
—Ya nos veremos —dijo él, despidiéndose con una sonrisa triste.
Ella se volvió hacia el interior del edificio, pero no vio a Gabriel.
—¿Julia? —la llamó Paul.
—¿Sí?
—Ten cuidado, por favor.
Asintió y lo despidió con la mano, mientras él se alejaba calle abajo.
A las dos de la mañana, Julia se despertó sobresaltada. Estaba en la cama de Gabriel, a oscuras, pero él no estaba.
Poco después de que Paul se marchara, Gabriel había vuelto. Si los había visto hablando, no comentó nada, pero estuvo bastante serio durante la cena. Luego, cuando Julia se acostó, él le dio un beso en la coronilla y le dijo que no tardaría en acompañarla. Pero horas más tarde aún no se había acostado.
Se dirigió al salón sin hacer ruido. El piso estaba a oscuras. Sólo se veía un hilo de luz procedente de debajo de la puerta del estudio de Gabriel. Julia se detuvo en el pasillo, escuchando. Cuando finalmente lo oyó tecleando en el ordenador, entró.
Decir que Gabriel se sorprendió al verla sería quedarse muy corto. Se volvió hacia ella bruscamente y la miró con desconfianza.
—¿Qué haces? —le preguntó, levantándose de golpe y tapando con un gran diccionario Oxford los papeles que tenía desperdigados por la mesa.
—Yo... nada. —Julia se miró las piernas desnudas y movió los dedos de los pies, tratando de agarrar con ellos la alfombra persa.

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Él se acercó rápidamente a su lado.
—¿Te pasa algo?
—No. Es que no venías a la cama y me he preocupado.
Gabriel se quitó las gafas y se frotó los ojos.
—No tardaré, te lo prometo. Sólo tengo que acabar unas cosas que no pueden esperar.
Julia se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla antes de irse.
—Espera. Te acompañaré.
Y, dándole la mano, fue con ella hasta el dormitorio.
La gran cama medieval había desaparecido, igual que los muebles oscuros y la ropa de cama de color azul hielo. Gabriel había contratado a un diseñador de interiores para que reprodujera el dormitorio de la casa de Umbría. Ahora las paredes estaban pintadas de color crema y de la cama con dosel colgaban unas cortinas de gasa.
A Julia le habían encantado los cambios y, sobre todo, la intención que había detrás. Aquélla ya no era sólo la habitación de Gabriel. Era la habitación de los dos.
—Felices sueños —le deseó él, dándole un casto beso, como un padre besando a su hija, antes de marcharse y cerrar la puerta.
Julia permaneció un rato despierta, preguntándose qué le estaría ocultando. No sabía qué sería mejor, si tratar de averiguarlo o confiar ciegamente en él. Finalmente, incapaz de decidirse, cayó en un sueño intranquilo.





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