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16
Paul no podía
dormir. Si hubiera sido una persona propensa al melodrama, habría descrito su
estado de ánimo como «una noche oscura del alma». Pero Paul era de Vermont, así
que no era propenso al melodrama. Sin embargo, tras una noche de cervezas con
sus compañeros del equipo de rugby, seguía sin poder quitarse de la cabeza la
imagen del cuello marcado de Julia.
Él tenía ideas
muy claras sobre cómo un hombre debía tratar a una mujer, ideas basadas sobre
todo en su experiencia directa. Sus padres no eran particularmente cariñosos,
ni dados a demostraciones de afecto en público, pero siempre se trataban con
respeto. Su madre le había enseñado a tratar a las chicas como a damas y su
padre había reforzado la idea, diciéndole que si alguna vez se enteraba de que
había tratado mal a una, tendría que responder de sus actos ante él.
Paul recordó
su primera fiesta en la Universidad Saint Michael. Se había encontrado con una
chica que volvía a su habitación con la camisa rota. La había tranquilizado y
le había pedido que le dijera el nombre de su atacante. Entonces, Paul lo fue a
buscar y lo retuvo hasta que llegó la policía. Antes, no obstante, se encargó
de darle un ligero escarmiento.
Cuando su
hermana pequeña, Heather, le contó que chicos de su clase la atormentaban con
comentarios obscenos y tirándole de la goma del sujetador, Paul los esperó a la
salida de clase y los amenazó. Heather acabó los estudios sin más percances.
Para Paul, la
violencia contra las mujeres era algo inconcebible. Se habría gastado todos sus
ahorros en un billete de avión para ir a buscar a la persona que había marcado
a Julia, si hubiera sabido dónde localizarlo.
Había metido
la pata, reflexionó, con la mirada clavada en la pared de su sencillo
apartamento. Se había acercado a ella como un caballero de brillante armadura y
ella se había metido en su caparazón. Si se hubiera mostrado menos agresivo y
más receptivo, tal vez Julia habría confiado en él. Pero se había sentido
presionada y ahora iba a costar mucho más que se abriera y le contara lo que
había pasado en realidad.
«¿Debo
respetar su voluntad y mantenerme al margen? ¿O debo ayudarla incluso en contra
de su voluntad?»
Paul no sabía
qué decisión acabaría tomando, pero si algo tenía claro era que no iba a
perderla de vista. Y a ver si alguien se atrevía a atacarla mientras él
estuviera cerca.
A la mañana
siguiente, poco antes de las once, Julia apartó el brazo de Gabriel y se
levantó de la cama. Se puso una de las camisas blancas de él y se la abrochó
frente a la fotografía ampliada y enmarcada de Gabriel besándole el cuello.
Aunque esa
foto le gustaba mucho, le había extrañado encontrarla tan ampliada y expuesta
en un lugar tan prominente. Se acordó de la primera vez que había entrado en el
dormitorio, cuando vio las fotos en blanco y negro que colgaban de las paredes.
Fue la noche en que Gabriel le vomitó encima. Bueno, encima de ella y de su
jersey color verde botella.
Gabriel tenía
mucho estilo para el vestir. Habría estado elegante aunque llevara puesta sólo
una bolsa de papel. (Julia se quedó unos instantes con esa imagen en la cabeza
y una sonrisa en los labios.)
Lo dejó en la
habitación, roncando suavemente, y se dirigió a la cocina. Mientras
100
se preparaba el desayuno, recordó su comportamiento de la
noche anterior.
«¿Qué estaba
haciendo en su despacho tan tarde un viernes por la noche?»
Sin plantearse
las consecuencias de sus actos, se encaminó hacia el despacho. La mesa estaba
casi despejada, el portátil apagado y los papeles recogidos. No pensaba
encender el ordenador ni abrir los cajones para descubrir sus secretos.
Sin embargo,
encontró algo inesperado: un pequeño marco de plata con una imagen en blanco y
negro.
«Maia.»
Julia cogió el
marco y observó la imagen, maravillada de la rápida progresión de Gabriel.
Permaneció así, absorta, un buen rato.
—¿Has
encontrado lo que has venido a buscar?
Julia se
volvió hacia la puerta, desde donde Gabriel la observaba apoyado en el marco.
Con sólo unos bóxers a rayas y una camiseta, tenía los brazos cruzados a la
altura del pecho.
Se quedó
mirando un poco más de lo necesario el escote y las piernas de Julia, pero al
ver lo que tenía en la mano, la expresión le cambió.
—Lo siento —se
disculpó ella, dejando el marco donde lo había encontrado.
Gabriel se le
acercó.
—Aún no he
decidido dónde ponerlo. —Mirando la imagen, añadió—: Pero no quiero guardarlo
en un cajón.
—Por supuesto.
Es un marco precioso.
—Lo compré en
Tiffany.
Julia ladeó la
cabeza.
—Sólo a ti se
te ocurre comprar un marco en Tiffany. Yo lo habría comprado en un Walmart.
—No fui a
Tiffany para eso —replicó él, mirándola fijamente.
A ella le dio
un vuelco el corazón.
—¿Y
encontraste lo que habías ido a buscar allí?
—Desde luego
—respondió él, sosteniéndole la mirada—. Hace ya tiempo.
Julia parpadeó
como si estuviera sumida en una especie de niebla, hasta que Gabriel se inclinó
sobre ella y la besó. Fue un beso extraordinario. Le sujetó la cara con ambas
manos y unió sus labios unos instantes antes de empezar a moverse dentro de su
boca. Momentos después, Julia se había olvidado de qué la había llevado hasta
el despacho.
Gabriel le
acarició la lengua tiernamente con la suya mientras le retiraba el pelo de la
cara y la sujetaba por la nuca. Cuando se retiró, le dio un último beso en la
mejilla.
—Ojalá te
hubiera conocido antes. Ojalá las cosas hubieran sido distintas.
—Ahora estamos
juntos.
—Tienes razón.
Y tú estás preciosa con mi camisa —dijo él con la voz súbitamente ronca—. Había
pensado llevarte a desayunar fuera. Hay una pequeña crepería en la esquina que
creo que te podría gustar.
Cogidos de la
mano, regresaron al dormitorio para ducharse juntos y empezar el día.
Esa tarde
trabajaron en el despacho. Gabriel leía un artículo, mientras Julia revisaba su
correo sentada en la butaca de terciopelo rojo.
Querida Julia:
Te debo una
disculpa. Siento muchísimo haberte disgustado cuando nos encontramos ayer. No
era mi intención. Estaba preocupado por ti.
Si alguna vez
necesitas hablar con alguien, sólo tienes que llamarme.
101
Espero que sigamos siendo amigos,
Paul
Posdata:
Christa ha estado preguntando por ahí por qué la profesora Picton es tu
directora de proyecto.
Al levantar
los ojos, vio a Gabriel absorto en el artículo. Sin decirle nada, escribió la
respuesta:
Hola, Paul:
Por supuesto
que seguimos siendo amigos. Lo que pasó en Selinsgrove fue bastante traumático
y estoy tratando de olvidarlo.
Debo insistir
en que mi novio me rescató, en más de un sentido.
Un día me
gustaría presentártelo. Es maravilloso.
No entiendo el
interés de Christa en mi director de proyecto. Sólo soy una estudiante de
doctorado.
Gracias por el
aviso.
Te dejaré tu
regalo de Navidad en el casillero el lunes.
Es pequeño,
pero espero que te guste.
Y gracias,
Julia
Katherine
Picton llevaba una vida tranquila. Tenía una bonita casa en el barrio de
Toronto conocido como The Annex, al que podía irse andando desde la
universidad, pasaba los veranos en Italia y las Navidades, en Inglaterra. Dedicaba
casi todo el tiempo a escribir y publicar artículos y monografías sobre Dante.
En otras palabras, llevaba la vida típica de la respetable académica solterona,
aunque no era aficionada a la jardinería ni a coleccionar amantes, ni vivía
rodeada de una docena de gatos. (Por desgracia.)
A pesar de su
edad, estaba muy solicitada. Le ofrecían dar muchas conferencias y más de una
universidad había tratado de atraerla para dar clases, con promesas de salarios
desorbitados y escasa responsabilidad académica. Pero Katherine habría
preferido excavar el canal de Panamá con las uñas sufriendo al mismo tiempo de
fiebre amarilla antes que renunciar a la investigación. No quería oír hablar de
clases ni de reuniones académicas.
Y eso fue
exactamente lo que le dijo a Greg Matthews cuando éste la llamó para
comunicarle que había quedado una plaza de catedrático especializado en Dante
vacante en Harvard.
Él tardó unos
segundos en reaccionar.
—Pe... pero,
profesora Picton —titubeó, buscando argumentos para convencerla—, podríamos
arreglarlo. No tendría que dar clases. Sólo un par de conferencias al semestre,
estar en la universidad unas horas a la semana y supervisar alguna tesis
doctoral. Eso sería todo.
—No quiero
tener que trasladar todos mis libros.
—Contrataremos
a una empresa de mudanzas.
—Los mezclarán
todos y luego será imposible encontrar nada.
—Contrataremos
una empresa especializada. Una acostumbrada a hacer traslados de libros. Los
sacarán, los embalarán en orden y los dejarán aquí exactamente igual que estaban.
No tendrá que mover ni un dedo.
—Las empresas
de mudanzas no saben tratar los libros —se burló ella—. ¿Y si pierden algo?
Tengo miles de volúmenes en mi biblioteca. No volvería a recuperarlos nunca
más. ¡Algunos son irreemplazables!
102
—Profesora Picton, si acepta la plaza, iré a Toronto y me
ocuparé de trasladar sus libros personalmente.
Katherine
esperó un instante, hasta que se convenció de que Greg estaba hablando en
serio. Entonces se echó a reír a carcajadas.
—Sí que está
servicial Harvard últimamente.
—Ni se lo
imagina —murmuró él, esperando haberla hecho cambiar de opinión.
—No estoy
interesada. Hay un montón de personas más jóvenes que yo a las que tendría que
estar ofreciéndoles ese puesto y no a una jubilada de sesenta y ocho años. Pero
ya que lo tengo a mano, quería hablarle de una estudiante, Julianne Mitchell.
Creo que deberían admitirla en su programa de doctorado.
Y pasó diez
minutos explicándole a Greg por qué había sido un error no darle una beca
completa a Julia el año anterior. Luego insistió para que le concedieran una a
partir de setiembre. Finalmente, cuando acabó de decirle lo que tenía que hacer
para ser un buen director de estudios de posgrado (lo que, en realidad, quedaba
fuera de sus responsabilidades), le colgó el teléfono bruscamente.
Greg se quedó
mirando el aparato sin dar crédito.
Durante la
última semana de enero, Julia estaba tan contenta que en vez de caminar, le
parecía que flotaba a medio metro del suelo. Gracias a los avances médicos, su
piel volvía a estar perfecta. Le habían quitado la cicatriz y nadie sabría que
la habían marcado. Su terapia iba estupendamente, igual que su relación con
Gabriel, aunque, en ocasiones, éste parecía distraído y tenía que llamarlo más
de una vez.
Acababa de
tomar café con Paul y se dirigía a la biblioteca tras haber comentado con él el
inexplicable reciente buen humor de Christa, cuando recibió una llamada
telefónica que le cambiaría la vida. Era Greg Matthews ofreciéndole entrar en
el programa de doctorado en Lenguas Románicas y Literatura de Harvard, con una
generosa beca, a partir del siguiente setiembre.
Para ello
tenía que acabar de manera satisfactoria los cursos que estaba haciendo, pero
como el mismo profesor Matthews comentó, dadas sus cartas de recomendación y
las palabras elogiosas de la profesora Picton, estaba seguro de que eso no
supondría ningún obstáculo.
Aunque el
hombre parecía impaciente porque le diera una respuesta, era consciente de que
casi todos los estudiantes necesitaban unos días para pensar en su futuro, así
que le pidió que lo telefoneara al cabo de una semana.
Julia se
sorprendió de lo calmada y profesional que había sonado al teléfono. Aunque la
verdad era que apenas dijo nada. Después de colgar, le envió un mensaje a
Gabriel, con dedos temblorosos.
Me acaban de
llamar de Harvard. ¡Me quieren!
Depende de que
apruebe los cursos. Te quiero, J.
Poco después,
le llegó la respuesta:
Felicidades,
cariño. En una reunión.
¿En mi casa
dentro de una hora? G.
Julia sonrió y
completó su tarea en la biblioteca rápidamente, antes de dirigirse al edificio
Manulife. Estaba emocionada, pero también preocupada. Por un lado, entrar en
Harvard suponía la culminación de sus sueños tras muchos años de duro trabajo.
Pero por otro, representaba separarse de Gabriel.
103
Siguiendo los consejos de la doctora Nicole, decidió mimarse
un poco. Se daría un baño caliente y pensaría en la bañera. Le dejó una nota a
Gabriel en la mesita del recibidor donde él siempre colocaba las llaves y se
metió en el espacioso cuarto de baño. Quince minutos más tarde, estaba medio
dormida bajo el chorro de la ducha tropical.
—Ésta sí que
es una buena bienvenida a casa —susurró Gabriel, abriendo la puerta de la
ducha—. Una Julia desnuda, húmeda y calentita.
—Hay sitio de
sobra para un Gabriel desnudo, húmedo y calentito —replicó ella, agarrándolo de
la mano.
Él sonrió.
—Ahora no.
Tenemos que celebrarlo. ¿Dónde quieres ir a cenar?
En otra época,
Julia habría aceptado su sugerencia sólo para hacerlo feliz, pero ahora se
sentía más segura de sí misma.
—¿No podríamos
quedarnos en casa? Me apetece más que estemos a solas.
—Por supuesto.
Me cambio y vuelvo en seguida.
Cuando
regresó, ella ya había salido de la bañera y se había tapado con una toalla.
Él le alargó
una copa de champán para brindar por las buenas noticias.
—Tengo una
cosa para ti —le dijo, desapareciendo un momento en el dormitorio. Regresó con
una sudadera color carmesí, que levantó a la altura de los ojos de ella para
que leyera las letras—. Era mía. Me gustaría que la tuvieras tú ahora.
Le quitó la
copa de la mano y la dejó al lado de la suya, en la encimera del lavabo. Luego
tiró de la toalla hasta que ésta cayó al suelo.
Con la
sudadera puesta, Julia parecía una estudiante de alguna hermandad de Harvard
que acabara de levantarse de la cama de su novio.
—Estás
preciosa —susurró él, abrazándola y besándola con entusiasmo—. Es un logro muy
importante y sé que has trabajado mucho para conseguirlo. Estoy muy orgulloso
de ti.
Julia sintió
que los ojos se le llenaban de lágrimas. Aparte de Grace, nadie le había dicho
nunca que estuviera orgulloso de ella.
—Gracias.
¿Estás seguro de que quieres desprenderte de tu sudadera?
—Claro, chica
lista.
—Todavía no he
decidido si voy a aceptar su oferta.
—¿Cómo? —Gabriel
dio un paso atrás para verla mejor. Tenía el cejo fruncido.
—Me acaban de
llamar. Tengo una semana para decidirme.
—¿Qué es lo
que tienes que pensar? Sería una locura rechazar esa oferta.
Julia jugueteó
con sus manos. Pensaba que Gabriel estaría triste ante la perspectiva de tener
que separarse de ella. No había esperado una reacción tan entusiasta.
Él empezó a
recorrer el cuarto de baño a grandes zancadas.
—¿No te han
ofrecido suficiente dinero? Ya sabes que yo puedo ocuparme de los gastos. Te
compraré un piso cerca de Harvard Square, por el amor de Dios.
—No quiero ser
una mantenida.
—¿De qué estás
hablando? —preguntó, volviéndose hacia ella bruscamente.
Julia enderezó
la espalda y levantó la barbilla.
—Yo quiero
pagar mis cosas.
Con un gruñido
de frustración, él le sujetó la cara entre las manos.
—Julianne,
nunca seremos iguales. Tú eres mucho mejor que yo.
Sus ojos
tenían un brillo especial, el brillo de la sinceridad. La besó antes de
abrazarla y decirle al oído:
104
—Tengo más vicios y más dinero que tú. Me niego a compartir
mis vicios, pero mi dinero es tuyo. Tómalo.
—No lo quiero.
—Entonces deja
que te ayude a conseguir un crédito. Por favor, no malgastes esta oportunidad
por culpa del dinero. No después de todo lo que has trabajado.
—El dinero no
es el problema. Matthews me ha ofrecido una beca muy generosa, que cubrirá mis
gastos sobradamente.
Tirando del
bajo de la sudadera, Julia trató de cubrirse un poco más con ella.
—Lo que me
preocupa es saber qué será de nosotros si yo me marcho.
—¿Quieres ir?
—Sí, pero no
quiero perderte.
—¿Por qué ibas
a perderme?
Julia ocultó
la cara contra su pecho.
—Las
relaciones a distancia son siempre difíciles. Y eres muy guapo. Las mujeres
harán cola para ocupar mi lugar.
Él frunció el
cejo.
—No estoy
interesado en las demás mujeres. Sólo me interesas tú. He pedido un año
sabático. Y si con eso no es suficiente, pediré una excedencia. Me irá bien
pasar un año en Harvard para acabar mi libro de una vez. Podemos mudarnos en
setiembre y ya decidiremos qué hacemos más adelante.
—No puedo
permitirlo. Tu carrera está aquí.
—Los
académicos se toman años sabáticos constantemente. Pregúntaselo a Katherine.
—¿Y si te
arrepientes y me lo echas en cara?
—Es más
probable que te arrepientas tú de estar atada a un hombre mayor, cuando
deberías estar saliendo con jóvenes de tu edad. Y encima a un hombre mayor que
es un egoísta sabelotodo que no deja de decirte lo que debes hacer en todo
momento.
Julia puso los
ojos en blanco.
—El hombre que
amo no se parece en nada a la persona que has descrito. Ya no. Además, sólo nos
llevamos diez años.
Él sonrió
irónicamente.
—Gracias. No
hace falta que vivamos juntos si no quieres. Podemos ser vecinos. Aunque, si
prefieres que no te acompañe... —Gabriel tragó saliva y aguardó su respuesta.
Ella le echó
los brazos al cuello.
—Claro que
quiero que vengas.
—Bien —susurró
él, arrastrándola hacia el dormitorio.
Cuando Julia
regresó a su apartamento al día siguiente, Gabriel se pasó la tarde trabajando
en su despacho. Estaba a punto de llamarla por teléfono para proponerle cenar
juntos, cuando alguien lo llamó al móvil. Al ver que era Paulina, no respondió.
Minutos más
tarde, el conserje llamó al interfono.
—¿Sí?
—Profesor
Emerson, hay una mujer que dice que necesita hablar con usted.
—¿Cómo se
llama?
—Paulina
Gruscheva.
Gabriel
maldijo en voz baja.
—Dígale que se
vaya.
El hombre bajó
el tono de voz hasta convertirlo en un susurro.
105
—Sí, profesor, pero le advierto que parece muy alterada. Y
está usando su nombre de manera poco discreta.
—De acuerdo
—dijo él, apretando los dientes—. Ahora bajo.
Gabriel cogió
las llaves y salió del apartamento maldiciendo.
106
17
Con el alivio
de haber sido aceptada en Harvard, Julia pudo concentrarse mucho más en su
proyecto. Así que cuando no estaba con Gabriel, trabajaba incansablemente en la
biblioteca o en su apartamento.
Para
compensarla, él organizó una escapada a Belice para el fin de semana de San
Valentín. Tenían mucho que celebrar: su amor, la entrada de ella en Harvard y
otras cosas que Gabriel aún no estaba listo para decirle.
El día que
salían de viaje, Julia estaba en el vestíbulo de su edificio, vaciando el
buzón. Encontró una carta de Harvard, que abrió inmediatamente. Era una
invitación formal para formar parte del programa de doctorado, que detallaba
las condiciones de aceptación y de la beca.
También había
un sobre con el sello de la Universidad de Toronto. En el remite encontró
impresas las palabras Oficina del Decano de Estudios de Posgrado. Rompió el
sobre y leyó rápidamente el contenido. Luego arrastró la maleta hasta la calle
Bloor y paró un taxi para que la llevara al piso de Gabriel.
Pasó corriendo
ante los sorprendidos guardas de seguridad en dirección al ascensor. Una vez en
la planta de Gabriel, corrió hasta la puerta y la abrió con su llave.
—¿Eres tú,
cariño? —Gabriel se acercó a ella sonriente—. Qué pronto llegas. Me siento
halagado de que no pudieras aguantar más sin verme.
Ella se zafó
de su abrazo y le entregó una de las cartas que había recogido del buzón.
—¿Qué es esto?
Sacando la
carta del sobre, leyó:
5 de
febrero de 2010
Oficina del
Encargado de Estudios de Posgrado
Universidad
de Toronto
Toronto,
Canadá
Querida
señorita Mitchell:
Hemos
recibido una denuncia que afirma que ha violado usted el Código de Conducta
sobre Asuntos Académicos de la Universidad de Toronto. Debido a esa denuncia,
deberá usted presentarse en persona en el despacho del decano el 19 de febrero
de 2010 para una entrevista preliminar. El catedrático del Departamento de
Estudios Italianos, profesor Jeremy Martin, estará presente en la reunión.
Puede traer
un acompañante, que puede ser un representante de la Asociación de Estudiantes
de Posgrado, un pariente, un amigo o un abogado.
Esta reunión
sólo tiene carácter informativo. No es una audiencia. El decano no ha tomado
ninguna decisión todavía sobre la legitimidad de la denuncia.
Por favor,
confirme a la oficina que ha recibido la carta y que asistirá a la reunión. Si
no se presenta, la investigación se abrirá automáticamente.
Atentamente,
Dr. David
Aras
Responsable
de Estudios de Posgrado
107
Al mirar a Julia, Gabriel vio el pánico en sus ojos y buscó
las palabras adecuadas para convencerla de que no tenía de qué preocuparse,
pero no las encontró.
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Aunque sólo
duró un instante, Julia vio el brillo del miedo en los ojos de Gabriel. Nada
podía aterrorizarla más que verlo a él asustado.
Tras ayudarla
a quitarse el abrigo, Gabriel la acompañó al salón y la hizo sentarse en la
butaca roja, frente al fuego. Tras encender la chimenea de gas, salió de la
habitación. Julia se echó hacia atrás, cubriéndose la cara con las manos.
—Bébete esto
—le dijo Gabriel, dándole un golpecito en los dedos con un vaso.
—¿Qué es?
—Laphroaig.
Whisky escocés.
—Ya sabes que
no me gusta.
—Un trago te
ayudará.
Levantando el
vaso, berbió un sorbo, que le quemó la boca y la garganta. Tosiendo, le
devolvió el vaso. Gabriel se acabó el whisky y se sentó en el sofá.
—¿Qué es el
Código de Conducta sobre Asuntos Académicos?
—Es la
normativa que rige cualquier tipo de infracción académica: copiar, plagiar,
cometer fraude...
—¿Por qué me
iba a denunciar nadie por plagio?
Gabriel se
frotó la cara.
—No tengo ni
idea.
—¿Estás
seguro?
—¡Por supuesto!
¿Crees que te ocultaría algo así?
—Sólo sé que
me has estado ocultando algo. Como aquella noche que te encontré trabajando...
—Estaba
preparando una solicitud de empleo —la interrumpió—. Greg Matthews me llamó la
noche que fuimos a cenar al Auberge. Me invitó a presentar mi solicitud para
una plaza de catedrático, pero me dijo que necesitaban mi currículum
actualizado. Me llevó más tiempo del que pensaba.
—¿Por qué me
lo ocultaste?
—No quería que
te hicieras ilusiones antes de hora. No es tan fácil conseguir esa plaza. Hay
otros profesores que aspiran a ella y tienen un currículum mucho mejor que el
mío. Pero tenía que intentarlo. Por ti.
—Ojalá me lo
hubieras contado. Me imaginé todo tipo de cosas.
Gabriel la
miró fijamente.
—Pensaba que
confiabas en mí.
—Claro que
confío en ti. Es de las mujeres que te rodean de las que no me fío.
—Tienes razón
—admitió él, removiéndose incómodo en el sofá—. Tenía que habértelo contado.
Pero no quería que te llevaras una decepción si no consigo la plaza.
—Es imposible
que me decepciones, Gabriel, a no ser que me ocultes cosas.
Haciendo una
mueca, él salió del salón, para regresar al cabo de un momento con otro dedo de
whisky.
—Tengo una
reunión con Jeremy esta semana. Podría preguntarle de qué va todo esto.
Ella negó con
la cabeza.
—No, debes
mantenerte al margen.
—¿No tienes
ninguna idea?
—No he hecho
nada más que ir a clase y hacer los trabajos que me han
109
mandado. A no ser que Christa tenga algo que ver. O la
profesora Dolor... quiero decir la profesora Singer. ¿Crees que ella...?
Gabriel
reflexionó unos instantes antes de responder.
—No lo creo.
El año pasado tuvo que presentarse ante el comité judicial por una denuncia que
interpuso Paul Norris. No creo que tenga ningún interés en volver. Además, ella
no te da ninguna clase. No tendría sentido.
—No. —La cara
de Julia se contrajo en una mueca horrorizada—. ¿Crees que la profesora Picton
ha podido denunciarme por mi trabajo?
—No, nunca
haría algo así sin hablar antes contigo. Y además me habría avisado, aunque
sólo fuera por cortesía.
—¿Qué tipo de
sanción tienen las infracciones académicas?
—Depende de la
gravedad del caso. Podrían amonestarte o ponerte un cero en algún trabajo. En
circunstancias extremas, podrían expulsarte de la universidad.
Julia inspiró
profundamente, temblorosa. Si la expulsaban no acabaría los cursos. Y eso
implicaría que no podría ir a Harvard.
Gabriel la
miró con los ojos entornados.
—¿Crees que
Paul haría una cosa así?
—No, Paul
quiere ayudarme, no hacerme daño.
—Follaángeles
—murmuró Gabriel.
—¿Y Christa?
Él se echó
hacia atrás en el sofá.
—Es posible.
Ella lo miró
con desconfianza.
—¿Qué me estás
ocultando?
—Nada. Los dos
sabemos que es problemática y cizañera.
—¿Qué pasa con
Christa, Gabriel? Cuéntamelo.
Levantándose,
él empezó a recorrer el salón de un lado a otro.
—No quiero
hablar de ello.
Julia cogió la
carta de la universidad y se dirigió hacia la puerta.
—Espera,
¿adónde vas? —Corrió tras ella.
—Te advertí
que no volvieras a mentirme. Supongo que debí ser más específica y aclararte
que las evasivas tampoco servían.
Sacó el abrigo
del armario del recibidor y se lo puso apresuradamente.
—No te vayas.
Ella lo miró
furiosa.
—Pues cuéntame
qué pasa con Christa.
Cubriéndose
los ojos con los puños, Gabriel se rindió.
—De acuerdo.
La ayudó a
quitarse el abrigo una vez más antes de volver al salón. Esa vez, Julia se negó
a sentarse y se quedó de pie frente a la chimenea, con los brazos cruzados ante
el pecho.
—¿Christa te
está chantajeando? ¿Por eso aprobaste su proyecto de tesis?
—No
exactamente.
—Suéltalo de
una vez, Gabriel.
Volviéndose
hacia los ventanales, miró la ciudad.
—Christa Peterson
me ha acusado de acoso sexual.
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Julia se lo
quedó mirando boquiabierta.
—¿Qué?
—Christa me ha
denunciado ante la comisión de acoso sexual, que le ha pasado la demanda a
Jeremy. Por eso tengo que reunirme con él esta semana.
Temblando, ella
se sentó en la butaca.
—¿Desde cuándo
lo sabes?
Gabriel apretó
la mandíbula.
—Desde hace
unos días.
—¿Desde hace
unos días? —repitió Julia, con los dientes apretados—. ¿Y cuándo pensabas
decírmelo?
—No quería
echar a perder el viaje a Belice. Pensaba contártelo a la vuelta. Te lo juro.
Ella lo miró
muy enfadada.
—Creía que no
iba a haber secretos entre nosotros.
—No era un
secreto. Sólo quería que pudieras relajarte unos días antes de darte las malas
noticias. —Suspirando, se volvió hacia ella.
—¿Por qué
demonios te acusa Christa de acoso sexual si es ella la que te ha estado
acosando?
—No sé los
detalles de la demanda. Debí haber interpuesto yo una hace tiempo, pero no
quería llamar la atención sobre el tema.
—¿Qué vamos a
hacer ahora?
Gabriel
contempló el fuego.
—Llamaré a mi
abogado para que se ocupe de los dos asuntos lo antes posible.
Julia se
levantó y, rodeándole la cintura con los brazos, ocultó la cara en su pecho.
—¿Qué pasa
ahora, Emerson? Estoy en la cama con una joven abogada de la competencia, que,
por cierto, está buenísima —le informó John Green entre grititos y risas.
—Abróchate la
bragueta, John. Esto va a llevarnos un rato.
El abogado
maldijo antes de cubrir el teléfono con una mano.
—No vayas a
ninguna parte, bombón —le dijo a su socia pélvica antes de escabullirse en el
lavabo, vestido sólo con unos slips rojos.
»Ya me estoy
ocupando de la demanda por acoso, Emerson. No hace falta que me atosigues.
Estaba a punto de echar el polvo de mi vida.
—Tengo que
hablarte de otra cosa. —Y Gabriel le resumió el contenido de la carta del
decano a Julia.
—No puedo
ayudar a tu novia.
Él empezó a
protestar, pero John lo interrumpió.
—Escúchame. Te
acaban de denunciar por acoso sexual y a tu novia por una supuesta infracción
académica. Me apuesto el Porsche a que las dos denuncias están relacionadas.
¿Le has dicho ya que no te mencione durante la reunión con la comisión?
—No —respondió
Gabriel, apretando los dientes.
—Bueno, pues
no tardes. Será mejor que no te mezcles en ese tema. Ya tienes bastante con tu
demanda.
111
Gabriel inspiró y espiró tan lentamente que John se temió lo
peor.
—No suelo
abandonar a mis amigos a su suerte y a Julianne menos que a nadie. ¿Está claro
o tengo que buscarme otro abogado?
—Está claro.
Pero a ella debería representarla otro. Si, como sospecho, los casos están
relacionados, podría encontrarme ante un conflicto de intereses. Aparte de que,
de cara a la universidad, podría despertar sospechas que os represente a los
dos.
—De acuerdo,
John —se rindió Gabriel—. ¿A quién me recomiendas?
John pensó
unos momentos.
—A Soraya
Harandi. Trabaja para uno de los bufetes de la calle Bay y ha llevado varios
casos contra la universidad. Nos enrollamos hace un par de años y me odia a
muerte, pero es buena en lo suyo. Te enviaré sus datos de contacto por correo.
Dile a tu novia que la llame al despacho y que le explique lo que pasa a su
secretaria. Estoy seguro de que Soraya estará encantada de defenderla.
—¿Qué
posibilidades hay de que las cosas salgan mal?
—No tengo ni
idea. Es posible que la universidad investigue y desestime ambos casos, pero no
la dejes ir sola. Que la acompañe un abogado o esto puede acabar estallándote
en la cara.
—Gracias, John
—replicó él, con ironía.
—Mientras
tanto, me gustaría que hicieras una lista de todo, y quiero decir absolutamente
todo, lo que pueda ser relevante en el caso de acoso. Cualquier prueba que
Christa Peterson pueda presentar: correos electrónicos, mensajes de texto,
fotografías... Envíamelo todo y lo examinaré detalladamente. Y envíame también
todo lo que tengas sobre tu novia.
»No me gusta
tener que decirte esto, pero te lo advertí. La política de la universidad es de
tolerancia cero con la confraternización, por lo que podrían expulsar a tu
novia y despedirte a ti. Esperemos que las dos demandas no estén relacionadas y
que a ella la hayan denunciado por no devolver los libros a tiempo a la
biblioteca o algo así.
—Siempre es un
placer hablar contigo —replicó Gabriel secamente.
—Si no
pensaras con la polla, ahora no tendrías que hablar conmigo. Espero que valiera
la pena, porque como el ventilador de la mierda se ponga en marcha, esos polvos
te van a salir muy caros.
Antes de que
John pudiera despedirse, Gabriel había lanzado el teléfono contra la pared,
haciéndolo añicos. Tardó unos minutos en calmarse, respirando hondo, antes de
intentar convencer a Julia de que lo mejor que podían hacer era disfrutar
igualmente de su escapada.
Esa misma
tarde, David Aras estaba en su oficina de la calle Saint George, mirando el
teléfono sorprendido. Generalmente, su secretaria era muy buena filtrándole las
llamadas. Pero la profesora Katherine Picton era muy persistente, por decirlo
de alguna manera, y solía conseguir lo que se proponía. Y en ese caso se había
propuesto hablar con el Encargado de Estudios de Posgrado de la Universidad de
Toronto.
Levantó el
auricular y apretó el botón.
—Hola,
profesora Picton, ¿a qué debo el placer?
—De placer
nada, David. Exijo saber por qué he recibido una citación para presentarme como
testigo en uno de tus procesos estalinistas.
David se
contuvo para no responderle de mala manera. La profesora Picton era una mujer
mayor y famosa. Una auténtica institución. No podía empezar a soltar palabrotas
delante de ella.
(Excepto tal
vez en lituano.)
—Sólo hemos de
hacerle unas preguntas. No le robaremos más de diez minutos.
112
Podrá irse en seguida.
—Bobadas. En
invierno tardo más de diez minutos en bajar los escalones de mi casa. Me
llevará media vida llegar hasta tu despacho. Exijo saber para qué se me convoca
o no iré. No todos tenemos secretarias para que nos filtren las llamadas y nos
preparen el café, mientras nosotros conspiramos para amargarles la vida a otras
personas.
Él carraspeó.
—Hemos
recibido una demanda contra la estudiante que está supervisando.
—¿Contra la
señorita Mitchell? ¿Qué tipo de demanda?
Del modo más
discreto que pudo, le contó la naturaleza de la misma.
—Pero ¡eso es
ridículo! ¿La conoces?
—No.
—Es una
demanda ridícula contra una estudiante inocente y trabajadora. Y casualmente
mujer. ¿Debo recordarte, David, que no es la primera vez que una estudiante de
éxito ha sido atacada mediante un proceso de este tipo?
—Soy
consciente de ello. Pero en este caso hay otros temas relacionados que no puedo
mencionar. Me gustaría hacerle unas preguntas sobre la señorita Mitchell. Eso
es todo.
—No pienso dar
ningún crédito a una caza de brujas dirigida contra una de mis estudiantes.
Aunque ella no
podía verlo a través del teléfono, David frunció el cejo.
—Sin su
testimonio, es más probable que pueda producirse alguna injusticia. Su
testimonio puede ser decisivo a la hora de limpiar su nombre.
—¡Paparruchas!
Es tu responsabilidad asegurarte de que se haga justicia. Me sorprende que
hayas admitido esa demanda. Me sorprende mucho. Y deja de fruncir el cejo,
David. Puedo verte refunfuñando desde aquí.
Él reprimió
una maldición en lituano.
—Entonces, ¿se
niega a responder a mis preguntas?
—¿Estás sordo
o te has vuelto intelectualmente perezoso en tu búsqueda de poder
administrativo? Ya te he dicho que me niego a colaborar. Ya no trabajo para la
universidad. Estoy jubilada. Además, pienso sacar el tema esta noche, en la
cena en casa del rector. Estoy segura de que le encantará enterarse de a qué se
dedican los profesores de su universidad.
»Y, por si no
lo recuerdas, la cena es en honor de Mary Asprey, la famosa novelista. Como
antigua alumna que es, sé que siempre le interesan los asuntos de su alma
máter, particularmente las maquinaciones de tipo patriarcal. Me preguntó qué
opinará del tema.
Y, con esas
palabras, la profesora colgó el teléfono.
Cuando Gabriel
y Julia llegaron por fin al hotel Turtle Inn, de Belice, ya era tarde y las
estrellas habían empezado a hacer su aparición. Mientras Gabriel pedía que les
subieran cena a la habitación, Julia exploró sus dominios, una cabaña privada
en una playa aislada.
Las paredes
eran blancas, con la excepción de una puerta plegable de paneles de teca, que
daba acceso al porche cubierto. Los techos eran una mezcla de bambú y paja, y
la gran cama, que ocupaba el centro de la habitación, estaba protegida por una
gran mosquitera. Le encantó especialmente la ducha al aire libre y la bañera
japonesa situada en un lateral del porche.
Mientras
Gabriel trataba de hacerse entender por teléfono con el personal de la cocina,
Julia se desnudó rápidamente y se dio una ducha. Mientras lo hacía, tenía ante
sí
113
el océano. Pero como era de noche y la playa era privada, no
había peligro de que nadie la viera, aparte de su amante.
—Nos traerán
la cena dentro de una hora. Siento que no pueda ser antes. —Se pasó la lengua
por los labios al ver que Julia se acababa de poner el albornoz.
Él llevaba una
camisa blanca de lino, con varios botones abiertos. Las mangas remangadas
dejaban a la vista sus fuertes antebrazos. También se había subido los bajos
del pantalón color caqui e iba descalzo.
(Entre
paréntesis, hay que decir que incluso sus pies eran atractivos.)
—¿Quieres que
vayamos a dar un paseo por la playa?
—Me apetece
más otra cosa.
Sonriendo,
Julia tiró de él hasta llegar a la cama. Una vez allí, le dio un empujón para
que se sentara.
Él la agarró
por el cinturón del albornoz.
—Me conformo
con que nos relajemos un poco. Ha sido un viaje largo. —Su expresión solemne le
indicó que hablaba en serio, lo que la sorprendió.
—Te he echado
mucho de menos —admitió Julia, con un susurro ronco.
Gabriel tiró
de ella hasta que quedó entre sus piernas. Rodeándola con los brazos, la sujetó
por el trasero.
—Podemos
dormir hasta que llegue la cena. No hay prisa.
Julia puso los
ojos en blanco.
—Gabriel,
quiero que me hagas el amor. Si no te apetece, me dices que no y listos.
Él sonrió
divertido.
—Nunca le
diría que no, señorita Mitchell.
—Bien. En ese
caso, dame cinco minutos, profesor Emerson.
Gabriel se
dejó caer de espaldas sobre la cama, con los pies en el suelo. Le encantaba que
Julia se mostrara tan segura de sí misma. Con una sola frase, lo había excitado
tanto que incluso le resultaba doloroso.
Aunque se le
hizo muy largo, sólo habían pasado unos minutos cuando ella volvió a aparecer,
con su regalo de Navidad puesto. El raso negro acentuaba el rosado natural de
su piel, mientras que las cintas del corsé le marcaban las curvas del pecho y
la cintura. Gabriel se quedó boquiabierto admirando el reloj de arena en que se
había convertido el torso de Julia.
Fue bajando la
vista por las bragas de encaje y las medias de seda negras sujetas con liguero.
Unos gloriosos zapatos de tacón asimismo negros completaban el conjunto.
A él se le
aceleró el corazón al fijarse en los zapatos.
—Bonsoir,
professeur. Vous allez bien? —ronroneó Julia.
Gabriel estaba
tan absorto en lo que estaba viendo, que tardó unos momentos en darse cuenta de
qué la había impulsado a hablarle en francés.
Se había
puesto su boina.
Cuando sus
ojos se encontraron al fin, él tragó saliva con dificultad. Haciendo un mohín,
Julia se quitó la boina provocativa y se la lanzó, mientras se acercaba a la
cama muy lentamente.
—Me encanta mi
regalo de Navidad, profesor.
Gabriel volvió
a tragar saliva, incapaz de decir nada.
—¿Has visto la
parte de atrás? —preguntó ella, volviéndose y mirándolo por encima del hombro.
Él alargó un
dedo para acariciar las cintas que le ataban el corsé, hasta llegar a las
bragas de encaje, que le cubrían las nalgas respingonas.
—Ya basta de
provocarme, señorita Mitchell. Venga aquí, vamos. —Dándole
114
media vuelta, tiró de ella y unió sus bocas en un beso
apasionado—. Tú eres mi regalo y voy a tomarme mi tiempo en desenvolverte.
Menos los zapatos. Espero que sean cómodos.
Tras diez
minutos llamando a la puerta, el camarero volvió a la cocina con la cena y
esperó instrucciones.
Pero las instrucciones
nunca llegaron.
Pasada la
medianoche, la música seguía sonando en la habitación. La nueva lista de
reproducción de Gabriel incluía canciones de Sarah MacLachlan, Sting y Matthew
Barber. Julia estaba tumbada boca abajo, entre las sábanas revueltas,
soñolienta y satisfecha. Las sábanas dejaban al descubierto su espalda hasta
los dos preciosos hoyuelos de la parte baja de la misma.
Gabriel había
colocado la sábana artísticamente, para que cubriera parte de su trasero, y
había preparado la cámara. De pie junto a la cama, fue tomando fotos y más
fotos hasta que ella bostezó y se estiró como un gato.
—Eres
exquisita —le dijo, dejando la cámara y sentándose a su lado.
Julia lo miró
feliz, mientras él le acariciaba la espalda.
—Cuando amas a
alguien, no ves sus defectos.
—Supongo que
eso es verdad, pero tú eres preciosa.
Ella se volvió
de lado para verlo mejor y se abrazó a una almohada.
—El amor hace
que lo veamos todo hermoso.
La mano de él
se detuvo y sus labios se contrajeron en una mueca.
—Sí, Gabriel
—afirmó Julia, respondiéndole a la pregunta que no se había atrevido a
formular—, tú eres hermoso a mis ojos. Cuanto más te conozco, más cuenta me doy
de cómo eres en realidad y más hermoso me pareces.
Él la besó con
suavidad, acariciándole el pelo. Era el beso de adoración de un amante
adolescente.
—Gracias.
¿Tienes hambre?
—Sí.
Él miró hacia
la puerta.
—Me temo que
nos hemos quedado sin cena, porque cuando la han traído estábamos ocupados
con... un banquete de otro tipo.
—Ha valido la
pena. Menudo banquete. Además, ahí hay una cesta de fruta.
Julia se sentó
en la cama y se cubrió el pecho con la sábana mientras Gabriel se acercaba a la
gran cesta de fruta. En la cocina de la cabaña encontró una navaja suiza y,
armado con ella y con un mango, regresó a la cama, tras cambiar la canción que
sonaba.
—Esta canción
es mucho más adecuada —aseveró, con un brillo travieso en los ojos—. Ahora,
túmbate.
A Julia se le
aceleró el corazón.
—No vas a
necesitar esto —dijo, arrancándole la sábana y echándola a un lado.
Ahora estaban
los dos desnudos.
—¿Quién canta?
—Bruce
Cockburn.
Gabriel empezó
a cortar el mango a trozos, contemplando el cuerpo de Julia al mismo tiempo.
Ella lo miró
con curiosidad.
—Un desayuno
en cueros.
—Más bien un
tentempié de medianoche en cueros.
Gabriel cortó
una rodaja de mango. Unas gotas de jugo se le deslizaron por la mano y cayeron
sobre el vientre de ella.
115
—Hum —murmuró él con una mirada traviesa—. Tendré que
ocuparme de eso.
Cuando se
inclinó hacia ella para darle el trozo de mango, Julia abrió la boca.
—Tienes una
fijación con la comida —comentó, pasándose la lengua por los labios y abriendo
la boca de nuevo para que le diera otro trozo.
Él se inclinó,
haciéndole una respetuosa reverencia y sacando la lengua para lamer las gotas
que habían caído sobre su estómago.
—¿Cómo dices?
—preguntó al incorporarse.
Julia hizo
unos sonidos incoherentes.
—No lo
considero una fijación—replicó él—, sino algo que me proporciona gran placer.
Disfruto mucho cuidándote y hay algo muy sensual en compartir la comida con tu
amante.
Evitando sus
labios, le besó el hombro, probando su piel con la punta de la lengua. Luego,
cuando cortó otro trozo de mango, unas cuantas gotas le cayeron sobre el pecho
izquierdo.
—Maldita sea,
qué torpe soy.
Le acarició
las costillas, unas de sus zonas erógenas favoritas, antes de llevarse su pecho
a los labios.
—Me estás
matando —protestó ella, justo antes de que la húmeda boca de Gabriel se cerrara
sobre su pezón.
—Creo recordar
que yo también te dije eso una vez. Y tú me prometiste que sería una muerte
dulce.
Julia abrió la
boca para indicarle que quería más.
—En este caso,
creo que será una muerte pegajosa.
Gabriel le
puso otro trozo de fruta en la boca y le acarició el labio inferior con el
pulgar.
—Luego me
ocuparé de eso, no te preocupes.
Sin avisar,
Julia lo tumbó sobre la cama y se sentó sobre él. Sujetándole la cara, lo besó
con avidez. Luego le arrebató el mango y la navaja y se llevó un trozo de fruta
a la boca. Era la viva imagen de la tentación.
Él le dirigió
una mirada ardiente y unió sus labios a los de ella, arrebatándole la fruta
directamente de su boca.
—Hum —murmuró
Julia—. Por cierto, creo que no llegué a ver la cinta de seguridad del museo.
Estrujando un
trozo de mango sobre el pecho de Gabriel, recogió el reguero de jugo con la
lengua.
—Ajá —replicó
él, con dificultad—. Yo sí lo he visto. Es un vídeo muy caliente.
—¿De verdad?
—Echándose hacia atrás, se sentó sobre las piernas y, tras comerse otro trozo
de mango, se lamió los dedos parsimoniosamente.
—Luego te lo
enseñaré.
Gabriel la
abrazó con fuerza antes de acariciarle la espalda una y otra vez. Cuando no
pudo soportarlo más, lo tiró todo al suelo y la cogió en brazos.
—¿Adónde
vamos? —preguntó ella, alarmada.
—A la playa.
—Pero ¡si
estamos desnudos!
—Es una playa
privada —la tranquilizó él, besándole la punta de la nariz mientras la llevaba
hasta la orilla.
—Igualmente
alguien podría vernos —protestó Julia, mientras entraban en el agua.
—Apenas hay
luna. Si hubiera alguien por aquí cerca, sólo vería tu silueta. Y menuda
visión.
116
Gabriel la besó con calma, adorando su cara y su cuello con
los labios, mientras las suaves olas rompían contra ellos. Luego la dejó en el
suelo para apretarse contra ella.
—¿Ves lo bien
que encajamos? —le susurró—. Hacemos una pareja perfecta.
Se lavaron el
uno al otro con agua de mar. Julia no pudo resistir la tentación de inclinarse
sobre su pecho para besarle el tatuaje. El sabor de su piel mezclado con la sal
del océano era irresistible.
Mientras la
besaba en el cuello, Julia sintió que sonreía.
—¿Has visto la
película De aquí a la eternidad?
—No —respondió
ella.
—En ese caso,
tendré que hacerte una demostración.
Dándole la
mano, la llevó hasta la orilla, se tumbó de espaldas y le indicó que se tumbara
sobre él.
—¿Aquí?
—preguntó Julia, con el corazón desbocado.
—Sí, aquí.
Quiero estar dentro de ti, pero no quiero que la arena te lastime la piel.
Tiró de su mano
y la besó ávidamente, mientras las olas chocaban contra sus pies entrelazados.
Cuando poco después alcanzaron el éxtasis, la luna sonrió desde el cielo.
A la mañana
siguiente, una típica tormenta tropical barrió la zona. Mientras las gotas de
lluvia golpeaban el techo de la cabaña, ellos dos hacían pausadamente el amor
en la cama cubierta por la mosquitera de gasa. El golpeteo regular de la lluvia
les marcaba el ritmo.
Más tarde,
Gabriel sugirió que se limpiaran el sudor y la humedad ambiental en la bañera
del porche. Entre burbujas con aroma a vainilla, Julia se apoyaba en el pecho
de Gabriel, que la abrazaba sentado detrás de ella. Entre sus brazos, casi era
capaz de olvidar las dificultades que los aguardaban en Toronto.
Con él se
sentía a salvo. No es que fuera un hombre poderoso, aunque su riqueza aumentaba
sus posibilidades de defensa. Pero lo que la hacía sentir segura era la actitud
con que se había enfrentado a sus enemigos, primero Christa y luego Simon. La
misma actitud con que le había recriminado a su padre que no se hubiera ocupado
de ella durante su infancia.
Julia había
descubierto que la cama era un lugar donde las debilidades quedaban al
descubierto. Y había descubierto también los secretos de la desnudez de los
cuerpos y de la intimidad entre los amantes; el deseo, la necesidad que quema y
lo profunda que puede ser la satisfacción. Y sabía que Gabriel la amaba y
quería protegerla. Entre sus brazos se sentía segura por primera vez en la
vida.
—Cuando era
pequeño, los sábados por la mañana eran mi momento favorito de la semana —dijo
él, interrumpiendo sus reflexiones.
—¿Por qué?
—preguntó Julia, recorriéndole la palma de la mano con un dedo.
—Mi madre
dormía la mona y yo podía mirar dibujos en la tele. Eso era antes de que nos
cortaran la conexión de la tele por cable. —Gabriel sonrió melancólicamente a
su espalda y Julia se esforzó por no llorar por aquel niño cuya única felicidad
eran unas horas de dibujos animados.
—Me preparaba
yo el desayuno. Tomaba cereales con leche fría o tostadas con mantequilla de
cacahuete. —Negó con la cabeza—. Cuando se acababa la leche, que era a menudo,
usaba zumo de naranja.
—¿Estaba
bueno?
—No. Estaba
asqueroso. Ni siquiera era zumo de naranja natural, sino Tang. —Le acarició la
cabeza, ausente, antes de continuar—: Estoy convencido de que cualquier
117
psiquiatra encontraría una conexión entre las privaciones de
mi infancia y mi gusto por los objetos caros.
Julia se
volvió impulsivamente y le rodeó el cuello con los brazos, provocando un maremoto
en la bañera.
—Eh, ¿a qué
viene esto?
—A nada. Es
que te quiero tanto que no puedo soportarlo.
Él la abrazó
cariñosamente.
—Todo eso pasó
hace treinta años. Grace fue una buena madre para mí. Por eso me duele tanto no
haber estado a su lado cuando murió. No pude despedirme.
—Ella lo
sabía, Gabriel. Sabía lo mucho que la querías.
—Creo que tu
infancia fue peor que la mía —dijo él. Julia apoyó la cara en su hombro, pero
no dijo nada—. Si la maldad vuelve fea a la gente, tu madre debió de ser horrible.
Mi madre no se ocupaba de mí, pero nunca me trató con crueldad.
Entonces hizo
una pausa, preguntándose si debía abordar el tema que ambos estaban evitando.
Finalmente decidió hacerlo.
—Cuando conocí
un poco más a Christa, me pareció fea. Estoy en deuda contigo por haber
impedido que me acostara con ella. Aunque quiero creer que, incluso estando
borracho, habría sido capaz de rechazarla.
Julia se
apartó un poco y empezó a juguetear con un mechón de pelo.
Gabriel le
sujetó la barbilla y le volvió ligeramente la cara.
—Háblame.
—Es que no me
gusta pensar en ti y en Christa juntos.
—En ese caso,
menos mal que nos separaste a tiempo.
—Quiere hundir
tu carrera.
—La verdad
saldrá a la luz. Me dijiste que Paul conocía sus intenciones. Espero que acabe
marchándose de la universidad y nos deje en paz.
—No quiero que
suspenda —dijo Julia en voz muy baja—. Si me alegrara de su desgracia, sería
igual de fea que ella.
La expresión
de Gabriel se endureció.
—Ha sido
mezquina contigo en más de una ocasión. Deberías haberla mandado a la mierda la
primera vez.
—Ya soy
mayorcita para ir insultando a la gente, se lo merezcan o no. Ya no estamos en
la guardería.
Él le dio un
golpecito en la nariz con un dedo.
—¿Y quién te
ha enseñado a pensar así? ¿Lo aprendiste en Barrio Sésamo?
—Son las
ventajas de una educación católica —murmuró ella—. Bueno, también es mérito de
Lillian Hellman.
—¿A qué te
refieres?
—Lillian
Hellman escribió una obra llamada The Little Foxes. En ella, una niña le
dice a su madre que algunas personas lo devoran todo a su paso, como las
langostas, mientras que otras no hacen nada para impedirlo. La niña le promete
no quedarse sin hacer nada. En vez de observar la maldad de Christa, nosotros
la tenemos que atacar con algo más fuerte, como la caridad.
—La gente no
te valora lo suficiente, Julianne. Y no puedo evitar que me duela cuando veo
que alguien no te trata con el respeto que te mereces.
Ella se
encogió de hombros.
—Siempre habrá
Christas en el mundo. Y algunas veces nosotros mismos nos convertimos en
Christas.
Gabriel le
apoyó la barbilla en el hombro.
—He cambiado
de opinión sobre ti.
118
—¿Ah, sí?
—No eres una
seguidora de Dante, eres una franciscana.
Julia se echó
a reír.
—Dudo que los
franciscanos dieran su bendición a una mujer soltera practicando sexo en una
bañera al aire libre.
—Hum, me gusta
como suena eso.
Ella negó con
la cabeza y le acarició las cejas con un dedo, una tras otra.
—Me gusta
imaginarte como un niño pequeño, dulce y curioso.
Él resopló.
—No sé si era
dulce, pero curioso, te aseguro que sí. Las niñas, sobre todo, me despertaban
mucha curiosidad.
Se inclinó
hacia ella para darle un beso en los labios. Al apartarse, Julia sonrió.
—¿Lo ves? Un
chico capaz de besar así, no puede ser mala persona. San Francisco daría su
aprobación.
—Siento
decirte que tu querido san Francisco no siempre tenía razón. Hay un pasaje en
el Infierno en el que discute con un demonio por el alma de Guido da
Montefeltro. ¿Lo conoces?
Cuando ella negó
con la cabeza, Gabriel se lo recitó en italiano:
Francesco
venne poi com’io fu’ morto,
(Francisco vino a buscarme, cuando estaba muerto,) per me; ma un d’i neri
cherubini (pero uno de los querubines negros) li disse: “Non portar: non
mi far torto. (le dijo: «No te lo lleves; no te equivoques».)
Venir se ne
dee giù tra ‘ miei meschini (Él debe quedarse aquí, entre mis servidores) perché diede
‘l consiglio frodolente, (porque dio un consejo fraudulento,) dal quale
in qua stato li sono a’ crini; (desde ese momento, no lo he perdido de
vista;) ch’assolver non si può chi non si pente, (porque no se puede
absolver al que no se arrepiente,) né pentere e volere insieme puossi (y
tampoco puede uno arrepentirse y seguir queriendo hacer lo mismo) per la
contradizion che nol consente. (porque es una contradicción que no puede
consentirse.)
—Así que ya
ves, Julia. Hasta san Francisco se equivocó alguna vez al juzgar el carácter de
las personas. Pensó que el alma de Guido debía estar en el Paraíso.
—Sí, pero era
muy propio de san Francisco pensar lo mejor de alguien. No me extraña que
creyese que el arrepentimiento de Guido había sido sincero —protestó ella— ni
que luchara por su alma, aunque se equivocara.
—Se rindió
demasiado pronto.
—¿Tú crees?
Gabriel la
miró fijamente.
—Si yo bajara
en busca de tu alma, ni todos los querubines negros juntos
119
podrían apartarme de ti.
Un escalofrío
recorrió la espalda de Julia.
—Haría lo que
fuera necesario por salvarte —añadió él y, en ese momento, su expresión y el
tono de su voz no admitían discusión—. Incluso aunque tuviera que pasar la
eternidad en el infierno con tal de lograrlo.
Pasaron su
último día de vacaciones bañándose en el mar, tomando el sol y luego
relajándose a la sombra, mientras Gabriel bebía una cerveza y Julia, un
refresco con sombrillita. Pasado un rato, ella se adormiló en la tumbona, con
la pamela tirada sobre la arena.
A Gabriel le
encantaba observarla mientras dormía. Le gustaba ver cómo su pecho subía y
bajaba al ritmo de su respiración. Y cómo sus labios se movían con algún
suspiro ocasional. Se la veía tan relajada... Estaba seguro de que a Grace le
habría encantado saber que eran pareja. Sin duda, a aquellas alturas ya lo
estaría presionando para que le regalara un anillo y empezaran a elegir la
vajilla.
Durante el fin
de semana, había habido varios momentos en los que había estado a punto de
ponerse de rodillas para pedirle que se casara con él. Pero no era muy amigo de
los clichés y, además, estaba preocupado por el futuro. Lo más probable era que
estuvieran a punto de verse metidos en un escándalo que podía poner en peligro
su propia carrera y el acceso de Julia a Harvard.
Incluso si la
demanda era desestimada, ella tenía que completar los cursos y el proyecto de
tesis sin más distracciones. Se merecía disfrutar de la experiencia
universitaria en Harvard sin la presión de tener que preparar una boda.
Por otra
parte, su propio futuro también estaba por definir. No estaba claro que le
concedieran el año sabático. eso, siempre y cuando superara el obstáculo de la
demanda de Christa, claro.
A pesar de que
las palabras «Cásate conmigo» acudieron a sus labios en varias ocasiones, las
reprimió. Ya habría un momento y un lugar más adecuados. El mejor sería sin
duda el huerto de manzanos, un sitio sagrado para ambos. Además, Gabriel
suponía que sería un gesto de buena educación informar a Tom de sus intenciones
antes de hablar con Julianne.
Lo único que
tenía claro era que quería que fuera su esposa. Y no importaba lo que trajeran
los próximos meses: lo conseguiría.
Esa misma
noche, se sentía pletórico gracias a la contemplación de Julianne y al efecto
que su compañía tenía sobre él. Acababan de regresar del restaurante del
complejo y ella se dirigía al cuarto de baño para desmaquillarse, pero Gabriel
la agarró de la muñeca y la llevó hacia la cama.
Empezó a
desvestirla y a besarla suavemente, con los ojos brillantes de devoción y
deseo. Mientras sus manos se tomaban su tiempo, acariciando sus hombros y sus
brazos, empezó a hacerle promesas, mientras ella se arqueaba contra su cuerpo.
Tumbándose en
la cama, tiró de ella hasta que quedó sentada a horcajadas sobre él y entonces
la miró con una mezcla de deseo y admiración. Julia movió las caderas para
provocarlo un poco, cerrando los ojos para que las sensaciones pasaran a primer
plano.
Al cabo de
unos minutos, Gabriel la tumbó de espaldas y se arrodilló entre sus piernas.
Julia gritó cuando la penetró.
—¿Estás bien?
—Hum
—respondió—. Me has sorprendido. —Lo sujetó de las caderas, animándolo a
penetrarla más profundamente.
Julia sabía
que a Gabriel le gustaba tenerla encima. Disfrutaba mirándola,
120
acariciándola, provocándola. Nunca se olvidaba de decirle lo
sexy que era, porque sabía que, a pesar de que habían pasado unos meses desde
su primera vez, seguía sintiéndose insegura cuando estaba desnuda. Por eso la
sorprendió que esa vez él cambiara de postura, cubriéndola con su cuerpo y
besándole el cuello.
Poco después,
él le sujetó la cara con una mano, mirándola con desesperación.
—¿Gabriel?
Él cerró los
ojos y negó con la cabeza antes de volver a abrirlos.
Julia ahogó
una exclamación ante todo lo que se reflejaba en su mirada: inseguridad,
pasión, esperanza, deseo y necesidad. Echó la cabeza hacia atrás y gruñó de
placer.
—Te necesito
—susurró Gabriel, intensificando sus movimientos—. No puedo perderte.
La respuesta
de ella, cada vez más cercana al éxtasis, se perdió entre sus gemidos.
—¡Ah... ah...
maldita sea! —exclamó él, al ver que no podía aguantar más y consciente de que
Julia no había llegado todavía al orgasmo.
Siguió
moviéndose, con la esperanza de que ella lo siguiera, pero no fue así.
—Maldita sea
—repitió—. Lo siento —se excusó luego, ocultando la cara en su hombro.
—No pasa nada.
Me ha gustado. —Julia enredó los dedos en su pelo y jugueteó con él antes de
besarlo en la mejilla—. Y me alegro de que tú hayas llegado.
Gabriel
refunfuñó, malhumorado Y poniéndose de lado, empezó a acariciarla entre las
piernas, pero ella juntó las rodillas.
—No hace
falta...
Él la miró con
determinación.
—Sí.
Julia le
cubrió la mano con la suya para detenerlo.
—No vas a
perderme por no hacerme llegar al orgasmo cada vez.
Gabriel hizo
una mueca.
—Es muy
violento para mí.
—La vida es
dura —dijo ella bromeando y le besó la nariz—. No espero que seas perfecto, ni
en la cama ni fuera.
—Dios te
bendiga por eso. —La besó mientras Julia se acurrucaba entre sus brazos—. Pero
eso no quiere decir que no pueda intentarlo.
—Bueno, si
insistes, hay algo que sí podrías hacer por mí...
Gabriel se
movió con tanta rapidez que ella se sintió dividida entre la sorpresa y las
ganas de echarse a reír. Pero en cuanto sus dedos empezaron a acariciarla una
vez más, se le pasaron las ganas de reír de golpe.
Esa noche,
Gabriel estaba tumbado en la cama, con Julia apoyada en su pecho, él le rodeaba
la cintura con un brazo.
—¿Eres feliz?
—le preguntó en la oscuridad, atenuada sólo por la luz de las velas, mientras
le acariciaba el pelo.
—Sí, ¿y tú?
—Más de lo que
pensaba que pudiera ser posible.
Julia le besó
el pecho y sonrió.
—Las cosas
parecen... distintas desde que volvimos de Italia —continuó él, acariciándole
el cuello y los hombros.
—Somos muy
afortunados. Nos tenemos el uno al otro. Me espera Harvard y, por otra parte,
la doctora Nicole me ha ayudado mucho. Siento que finalmente las piezas
121
empiezan a encajar.
—Me alegro
—susurró Gabriel—. ¿Y estás satisfecha, en general, de cómo hacemos el amor?
Julia levantó
la cabeza y lo miró. Él no podía disimular la preocupación.
—Por supuesto
—respondió con una sonrisa irónica—. ¿No se nota?
—Se nota que
tu cuerpo está satisfecho. Pero tu cuerpo no es tu mente, ni tu corazón.
Parecía
avergonzado y ella se arrepintió de haberlo mirado con ironía.
—Lo de esta
noche ha sido un caso excepcional. Una anomalía. Pero aunque no lo fuera, estoy
segura de que lo solucionaríamos. ¿Y tú? ¿Estás satisfecho de cómo hacemos el
amor? —preguntó ella a su vez, con timidez.
—Mucho. Siento
que algo está cambiando. La conexión es más profunda. —Se encogió de hombros—.
Me preguntaba si tú también lo habías notado.
—A veces me
parece que esto es un sueño. Créeme, soy muy feliz. —Se inclinó para besarlo
antes de volver a apoyar la cabeza en su pecho—. ¿Por qué me preguntas esas
cosas?
—¿Dónde te ves
en el futuro?
—Quiero ser
profesora. Y quiero estar contigo —respondió, en voz baja pero decidida.
Gabriel
retorció la sábana entre los dedos.
—¿No
preferirías encontrar a un buen hombre que pudiera darte hijos?
—No puedes
preguntarme si soy feliz y al momento siguiente intentar apartarme de ti.
Al ver que él
no decía nada, lo sujetó por la barbilla y lo obligó a mirarla a los ojos.
—No. No quiero
encontrar a un buen hombre que pueda darme hijos. Quiero tener un hijo contigo.
Gabriel la
miró, incrédulo.
—Sinceramente,
no sé si alguna vez estaremos lo bastante sanos mentalmente como para abrirle
nuestro hogar a un niño —explicó ella—. Pero si lo hacemos, estoy segura de que
encontraremos a un niño o a una niña perfecto para nosotros. Grace y Richard te
adoptaron. Podríamos hacer lo mismo. —Entonces Julia hizo una mueca y añadió—:
A menos que no quieras adoptar. O que no quieras hacerlo conmigo.
—Por supuesto
que quiero. —La intensidad de su voz era similar a la de su mirada—. Me
gustaría hacerte promesas, pero creo que es mejor que esperemos un poco antes
de tener esa conversación. ¿Te preocupa? —Alargó la mano y le rozó uno de los
pendientes de brillantes.
Julia no
necesitó que nadie le tradujera el gesto.
—No.
—No quisiera
que pensaras que tengo dudas sobre mis sentimientos —insistió él.
—Soy tuya. Del
todo. Y me alegro de que no tengamos que separarnos el curso que viene. La idea
de perderte me suponía una tortura.
Gabriel
asintió como si lo entendiera.
—Ven aquí,
Julia. Deja que te adore.
122
20
—Señorita
Mitchell. —Una mujer alta y morena, vestida con un traje de chaqueta, entró en
el despacho, le estrechó la mano y se sentó tras su gran escritorio.
La señorita
Soraya Harandi era de origen iraní. Tenía una piel clara y luminosa y una larga
mata de pelo negro azulado. Su boca era grande, de labios carnosos, y sus ojos
oscuros brillaban animados. No es que fuera especialmente hermosa, pero era muy
espectacular y Julia se quedó observándola sin poder evitarlo.
Soraya se echó
a reír.
Ella
inmediatamente bajó la vista hacia su cartera y empezó a juguetear con los
cierres.
—No haga eso
delante del comité, por favor. Da igual lo que le digan o lo que hagan, no
aparte la vista. La hace parecer débil y culpable. —Soraya sonrió para
dulcificar sus palabras—. En el derecho, la psicología es tan importante como
la jurisprudencia. ¿Por qué no me cuenta las circunstancias que desembocaron en
la demanda?
Julia respiró
hondo y le contó su historia, empezando por el episodio de cuando tenía
diecisiete años y acabando con la carta de la universidad. Sólo omitió algunos
detalles.
La mujer
escuchó con atención, tomando notas en su ordenador portátil y asintiendo de
vez en cuando. Cuando ella acabó, guardó silencio unos instantes.
—Menuda
historia. Dado que no le han dicho de qué se trata la demanda, no podemos dar
por hecho que tenga relación con su novio, aunque debemos prepararnos también
para esa eventualidad. ¿Su relación con el profesor Emerson ha sido totalmente
consentida?
—Por supuesto.
—¿Había
mantenido alguna relación con otro profesor anteriormente?
—No.
—¿Es posible
que la sedujera por diversión?
—Por supuesto
que no. Gabriel me ama.
Soraya pareció
aliviada.
—Me alegro. Bueno,
me alegro por usted personalmente, aunque tal vez no sea algo tan positivo.
Dependerá de la demanda.
—¿Qué quieres
decir?
—Si la
relación es consentida, la universidad puede tomar medidas contra los dos. Si
usted fuera una víctima en todo esto, las medidas disciplinarias sólo lo
afectarían a él.
—No soy una
víctima. Estamos manteniendo una relación y esperamos a que acabara el semestre
anterior para iniciarla.
—Eso no es
exactamente así.
—¿Cómo dice?
—preguntó Julia, incrédula.
—Por lo que me
ha contado, la relación empezó a finales de octubre. Esperaron a que acabara el
semestre para acostarse, pero igualmente han violado la ley de no
confraternización. ¿Quién conoce esta relación?
—Su familia y
mi padre. Nadie más.
—¿Qué me dice
de la alumna que ha denunciado a su novio por acoso sexual?
—No sé lo que
sabe —respondió Julia, apretando los dientes—. Pero me odia.
123
Soraya se golpeó la barbilla con el bolígrafo.
—Si los acusan
de violar la normativa de no confraternización, ¿podrían ustedes ofrecer alguna
prueba, aparte de su testimonio, de que no mantuvieron relaciones sexuales
mientras usted era su alumna?
—¿Qué la lleva
a pensar que la demanda tendrá que ver con Gabriel? El código de conducta
académica también regula aspectos como el plagio.
—Conozco al
doctor Aras. No pierde su precioso tiempo con ese tipo de asuntos.
Julia se echó
hacia atrás en la silla.
—Oh, Dios mío.
—Esperemos que
alguien la haya demandado por alguna infracción académica leve y que el doctor
Aras se esté tomando simplemente un interés personal. Pero por si acaso, ¿tiene
alguna prueba de que no estaba intercambiando sexo por buenas calificaciones?
Julia se
ruborizó intensamente.
—Bueno, hay
una cosa que tal vez...
—¿De qué se
trata?
—Era virgen
antes del viaje a Italia.
Soraya se la
quedó mirando como si fuera una criatura mítica, como, por ejemplo, un hombre
heterosexual que supiera distinguir entre unos Manolo Blahnik y unos Christian
Louboutin.
—¿Tiene alguna
prueba escrita de eso? ¿Un informe médico?
Ella se
removió en la silla.
—No.
—En ese caso,
no tiene sentido sacar el tema. ¿Alguien los vio juntos durante el pasado
semestre?
—No que yo
sepa. Aunque en setiembre fuimos a una discoteca con su hermana.
Soraya frunció
los labios.
—Sacar a relucir
que es amiga de su familia no es buena idea. Pone el foco de atención en un
posible conflicto de intereses. Además, dejarse ver con él en público no fue
una idea muy brillante, señorita Mitchell. Aunque, la verdad es que la culpa es
más del profesor Emerson que suya. Fue él quien debió prever las consecuencias.
»Dado que no
estamos seguras de la naturaleza de la demanda, nuestra estrategia será recabar
toda la información que podamos durante la reunión, sin manifestarnos. Eso nos
permitirá ganar tiempo para preparar un eventual procedimiento disciplinario,
cosa que esperamos que no llegue a producirse.
»Durante la
reunión con el comité, yo hablaré en su nombre. Que no hayan desvelado la
naturaleza de la demanda me hace pensar que ésta sea engañosa y que ellos lo
sepan. No añadiremos combustible a su pira funeraria.
Soraya miró a
Julia, que parecía muy desanimada.
—Tiene que
tener confianza. Debe estar convencida de que la demanda no tiene base y no
prosperará. No ha hecho nada malo. He tratado casos similares con la
universidad y los he ganado. También ganaré éste.
La confianza
de la abogada resultaba tranquilizadora.
—Mientras
tanto, me gustaría que preparara una lista de todas las personas que puedan
haber presentado la demanda y sus posibles razones, además de un informe
detallado de todas sus conversaciones con la señorita Peterson. Uno de mis
ayudantes investigará un poco a esa joven. Y hablaré con uno de mis contactos
en la universidad a ver qué puedo descubrir.
»Hasta que no
se haya resuelto todo, el profesor y usted tendrán que guardar las
124
distancias. No se dejen ver juntos en público. No le comente
nada de lo que hablemos. Si la demanda es sobre confraternización, él tendrá
que seguir los consejos de su abogado, que defenderá sus intereses. No quiero
que mi defensa se vea comprometida por alguna indiscreción en el dormitorio.
Julia la miró
con determinación.
—Gabriel es
mucho más que una aventura sexual. Si estoy en peligro, él también lo está.
Nuestra relación es totalmente consentida y no tengo ningún interés en que me
defiendan a su costa. Cualquier responsabilidad debe ser repartida entre los
dos a partes iguales.
La abogada la
miró con curiosidad.
—¿Está segura
de que ésa es la postura que quiere mantener? Le dijo a mi secretaria que el
abogado de Gabriel Emerson es John Green. ¿Por qué no la representa él también
a usted si lo que quieren es presentar un frente unido?
Ella abrió la
boca, pero no supo qué responder.
Soraya sonrió,
comprensiva.
—No es la
primera estudiante que se encuentra en una situación como ésta. Sé que está
asustada y confusa. Pero debe pensar que si la situación empeora, es posible
que su novio decida romper su relación para proteger su carrera y su puesto de
trabajo. Tiene que estar preparada por si la deja sola ante el peligro.
—Gabriel nunca
haría algo así. Me ama. Hemos hablado de irnos a vivir juntos. Y... de otras
cosas.
La abogada la
miró con condescendencia.
—El amor es
fácil de matar. Quedarse sin trabajo es una de las maneras más eficaces. Pero
no anticipemos acontecimientos.
»Gabriel
Emerson me ha enviado un anticipo, pero se lo devolveré. Creo que lo mejor será
que la defienda pro bono.
Julia asintió,
incómoda. Se había olvidado de los honorarios.
—Le pagaré,
pero puede que tarde un poco.
—Si acepto su
caso pro bono, no hará falta que me pague. Lo consideraré una buena obra y si
me paga, eso dejaría de tener sentido. Guárdese el dinero. Lo necesitará para
comprar libros o para mudarse a Massachusetts. —Hizo una mueca—. No me gustan
las demandas universitarias por temas sexuales. Me parecen inquisitoriales.
Cualquier cosa que pueda hacer para humillar o poner en evidencia a David Aras,
será un auténtico placer. Créame, representarla será una de las pocas alegrías
de estos últimos meses. Soy yo la que debería pagarle.
Esa misma
noche, Julia estaba hecha un ovillo en la cama de Gabriel, intentando dormir.
Él estaba en su despacho, revisando desesperadamente las normas universitarias
relativas a los estudiantes y tratando de averiguar qué podía haber llamado
tanto la atención del comité.
Pensar que su
carrera podía llegar a su fin a causa de su relación con Julia y que ella misma
podía perder la oportunidad de ir a Harvard era más de lo que se veía capaz de
soportar y no pudo contener las lágrimas. Lo peor de todo era la incertidumbre
de no saber a qué se enfrentaban.
Se secó las
lágrimas. Tenía que ser fuerte. Gabriel entró en ese momento en la habitación
para ver cómo estaba y, al verle la cara, se acostó a su lado.
—No llores,
cariño. Por favor, no llores. No habría tardado tanto en venir si hubiera
sabido que estabas tan disgustada. Tenemos a los mejores abogados y vamos a
luchar. Es posible que todo sea un malentendido y que el viernes que viene todo
se haya solucionado.
125
—¿Y si no es un malentendido?
Gabriel apretó
los dientes.
—Entonces, nos
enfrentaremos a lo que venga juntos.
—¿Y tu
demanda?
—Tú no te
preocupes por eso. Céntrate en los cursos y en el proyecto y deja que yo me
ocupe de lo demás. No permitiré que nadie te haga daño, te lo juro.
Volviéndola
boca arriba, empezó a darle suaves besos en la cara.
—Tengo miedo
—susurró Julia.
Acariciándole
el pelo, Gabriel le besó la punta de la nariz.
—Lo sé. Pero
pase lo que pase, no dejaré que nadie se interponga entre Harvard y tú. Todo
saldrá bien, ya lo verás. —La miró preocupado—. ¿Qué puedo hacer, Julia? No sé
cómo consolarte.
—Bésame.
Él la besó con
el beso breve e inseguro del chico que besa a su vecinita por primera vez, sin
saber cómo va a reaccionar. Pero no tenía de qué preocuparse.
Julia
respondió enredándole los dedos en el pelo y atrayéndolo hacia su boca, para
entrelazar sus lenguas.
Él le devolvió
el beso con contención, antes de apartarse y apoyar la frente en la de ella.
—No puedo.
—Por favor —le
rogó Julia, acariciándole los hombros y la espalda y acercándolo.
—No puedo
hacerte el amor si estás triste. Tengo miedo de lastimarte.
—Pero te
necesito.
—¿No prefieres
que te prepare un baño caliente?
—Hacer el amor
contigo me hace feliz, porque me recuerda lo mucho que me quieres. Por favor.
Necesito sentir que me deseas.
Gabriel juntó
las cejas.
—Por supuesto
que te deseo, Julia. Pero no quiero aprovecharme de tus momentos de debilidad.
Ella no era una
mujer exigente. Y cuando le pedía algo, solía ser siempre por el bien de
Gabriel. Él lo sabía y le dolía negarle nada, sobre todo cuando lo miraba con
aquellos ojos enormes y tristes. Pero el rastro de sus lágrimas había apagado
su libido. Prefería consolarla abrazándola que intentar un acto que no iba a
ser capaz de concluir.
La expresión
de Julia no dejaba lugar a dudas. Necesitaba la conjunción de cuerpos y almas
que sólo el sexo podía proporcionar. Mientras le acariciaba el pelo, Gabriel se
dio cuenta de una cosa: no importaba lo que opinara el terapeuta, no era adicto
al sexo. No era un hedonista lascivo, con un apetito insaciable que buscaba
satisfacer —en palabras de Scott— follándose a cualquier mujer que se le
pusiera por delante.
Julianne lo había
cambiado. La amaba, pero aunque le rogara, no podía excitarse viéndola sufrir.
Ella seguía
observándolo mientras le acariciaba la espalda y los brazos. Podía darle al
menos parte de lo que le pedía, distrayéndola con caricias y sensaciones
agradables. Esperaba que fuera suficiente. La besó muy despacio y ella le arañó
suavemente la cabeza. Incluso cuando se dejaba llevar por la necesidad, era
dulce y amable.
Gabriel le
acarició el cuello con los labios y, cuando llegó a su oreja, le susurró lo
mucho que lo había cambiado. Lo feliz que lo hacía que fuera suya.
Julia suspiró
mientras él le besaba el cuello, pasándole la lengua en el hueco de
126
la base de su garganta antes de seguir avanzando hacia los
hombros. Le mordisqueó entonces las clavículas, apartándole el tirante de la
camiseta para dejarle la pálida curva del hombro al descubierto.
Ella empezó a
quitarse la camiseta, pero Gabriel la detuvo.
—Paciencia —le
susurró.
Entrelazando
los dedos con los suyos, le besó el dorso de la mano y le extendió el brazo
para besarle la parte interna del codo. Sólo cuando Julia empezó a gemir, la
soltó y continuó su asalto. Deslizándole las manos a lo largo del cuerpo, besó
cada centímetro de su piel, guiándose por cómo se contraía bajo sus caricias y
por los gemidos que escapaban de sus labios.
Cuando vio que
se había olvidado de las lágrimas y que sus gemidos eran de pasión y no de
tristeza, acabó de desnudarla y se arrodilló entre sus piernas.
Pronto Julia
empezó a temblar y a gritar su nombre. Ése era el momento favorito de Gabriel,
más aún que su propio clímax: oír su nombre, mezclado con los gemidos y gritos
de placer de su amada. Las primeras veces que habían hecho el amor se había
mostrado tan tímida que ahora, cada vez que la oía llamarlo con un susurro
ronco y extático, un agradable calor se extendía por sus entrañas.
«El amor es
esto —pensó Gabriel—. Estar desnudo frente a tu amante y gritar su nombre sin
sentir ninguna vergüenza.»
Al alcanzar el
orgasmo, poco después, él le dijo que la amaba.
En su mente,
estaban ya totalmente unidos: el sexo, el amor y Julianne. La Santísima
Trinidad.
La abrazó con
fuerza mientras recuperaban el aliento, sonriendo para sus adentros. Estaba muy
orgulloso de ella. Se sentía muy feliz al darse cuenta de que podía expresar lo
que deseaba, incluso estando triste. La besó, comprobando encantado que Julia
volvía a sonreír.
—Gracias
—susurró ella.
—Gracias a ti,
Julianne, por enseñarme a amar.
Al entrar en
la oficina del departamento, el miércoles, Paul se quedó muy sorprendido por lo
que encontró.
Julia estaba
ante los casilleros, pálida y ojerosa. Al acercarse a ella, le dedicó una
sonrisa tan triste que le encogió el corazón.
Antes de poder
preguntarle qué le pasaba, Christa Peterson entró tan campante, con su gran
bolso Michael Kors colgando del brazo. Se la veía relajada y contenta y le
brillaban los ojos. Iba vestida de rojo. No rojo cereza o rojo sangre, sino
escarlata. El color del triunfo y del poder.
Al verlos a
los dos juntos se echó a reír.
Paul la miró y
luego volvió a mirar a Julia, que había ocultado el rostro volviéndose de cara
a los casilleros.
—¿Qué pasa?
—susurró.
—Nada
—respondió ella—. Creo que me ronda un resfriado.
Paul negó con
la cabeza. Habría insistido, sin apabullarla, pero el profesor Martin entró en
ese momento.
Al verlo,
Julia agarró la cartera de piel y el abrigo y se dirigió a la puerta.
Paul la
siguió.
—¿Te apetece
un café? Iba a acercarme al Starbucks.
Ella negó con
la cabeza.
—Estoy
cansada. Lo mejor será que vuelva a casa.
Paul bajó la
vista hacia su cuello —su cuello sin marcar— y luego volvió a
127
mirarla a los ojos.
—¿Puedo hacer
algo por ti?
—No. Gracias,
Paul. Estoy bien, de verdad.
Él asintió y
la miró alejarse, pero cambió de idea y la siguió.
—Pensándolo
mejor, yo también voy a volver a casa. Te acompaño un rato, si quieres.
Julia se
mordió el labio inferior, pero asintió y ambos salieron al frío de la calle.
Ella se enrolló la bufanda del Magdalen College alrededor del cuello, temblando
al sentir el viento helado.
—Esa bufanda
es de Oxford —comentó Paul.
—Sí.
—¿La compraste
allí?
—No... Me la
regalaron.
«Owen —pensó
él—. Si fue a Oxford, no puede ser tan idiota. Aunque, pensándolo bien, Emerson
también fue a Oxford...»
—Me gusta
mucho la gorra de los Phillies que me regalaste. Soy seguidor de los Red Sox,
pero la llevaré con orgullo. Excepto en Vermont. Mi padre la quemaría si me
presentara con ella en la granja.
Julia sonrió y
él le devolvió la sonrisa.
—¿Cuánto hace
que estás enferma?
—Unos días.
—Se encogió de hombros, incómoda.
—¿Has ido al
médico?
—Sólo es un
resfriado. No se puede hacer nada.
Paul la miró
cuando rodeaban la espantosa pared norte de cristal del Royal Ontario Museum,
bajo los copos de nieve.
—¿Te ha estado
molestando Christa? Cuando ha entrado en la oficina parecías disgustada con
ella.
Julia tropezó
en la nieve, que le llegaba por los tobillos, y Paul alargó una de sus grandes
manos para estabilizarla.
—Cuidado.
Podría haber hielo bajo la nieve.
Ella le dio
las gracias y siguió caminando con más cuidado.
—Si resbalas,
agárrate de mi brazo. Nunca me verás de rodillas.
Julia lo miró,
sorprendida por su elección de palabras, y vio que Paul se ruborizaba. Nunca
antes había visto ruborizarse a un jugador de rugby. (Se rumoreaba que era
imposible.)
—Quería decir
que nunca me caigo. Soy demasiado pesado para resbalar.
—No eres
demasiado pesado.
Él sonrió.
—¿Christa te
ha estado molestando?
Ella miró
hacia adelante, hacia la acera cubierta de nieve.
—No. Es que he
dormido poco. He estado acostándome tarde para trabajar en el proyecto. La
profesora Picton es muy exigente. La semana pasada rechazó varias páginas de la
traducción que había hecho del Purgatorio. La he estado rehaciendo y me ha llevado
más tiempo del que pensaba.
—Podría
ayudarte, si quieres. Podrías enviarme la traducción para que le eche un
vistazo antes de entregársela.
—Gracias. Como
si no tuvieras bastante con tu trabajo... Lo último que necesitas es ocuparte
de mis problemas.
Paul se detuvo
y la agarró suavemente del brazo.
—Por supuesto
que tengo tiempo para ti. Tu trabajo va sobre el amor y la
128
lujuria; el mío sobre el placer. Algunos de los textos que
trabajamos son los mismos. Y me serviría para practicar italiano.
—Podemos
comparar las traducciones de los pasajes que tengamos en común, pero nada más.
No quiero que pierdas el tiempo con cosas que no tengan que ver con tu proyecto
—replicó ella.
—Envíame los
textos y la fecha de entrega y les echaré un vistazo sin ningún problema.
—Gracias —dijo
Julia, sinceramente aliviada.
Cuando él la
soltó, siguieron caminando.
—¿Sabías que
el catedrático de Estudios Italianos envió un correo electrónico anunciando tu
admisión en Harvard? Especificaba que habías ganado una beca sustanciosa.
Julia abrió
mucho los ojos.
—No, no tenía
ni idea. A mí no me llegó.
—No, se lo
envió a todos menos a ti. Emerson me pidió que lo imprimiera y que lo colgara
en el corcho de al lado de su despacho. Además, me hizo resaltar la información
importante con un rotulador fluorescente, incluido tu nombre. ¿Te lo puedes
creer? Se portó contigo como un cretino durante todo el semestre y ahora quiere
colgarse la medalla. Menudo capullo.
Julia frunció
el cejo, pero permaneció en silencio.
—¿Qué pasa?
—Nada
—respondió ella, ruborizándose.
—Anda,
suéltalo. ¿En qué estabas pensando?
—Bueno, me
preguntaba si habrías visto a Christa merodeando por el departamento. O por el
despacho del profesor Emerson.
—Por suerte,
no. Parece que ha encontrado otro hueso que roer. Y sabe que de mí no va a
sacar nada, así que ni lo intenta. Es consciente de que la mandaré a tomar
viento a la primera oportunidad. —Dándole un golpecito en el hombro, le guiñó
un ojo—. Más le vale no meterse contigo. Sé unas cuantas cosas de ella que no
le gustaría que salieran a la luz.
El jueves,
Julia se reunió con su terapeuta para preparar la reunión de la mañana
siguiente con el comité.
Viendo que
necesitaba hablar del tema, Nicole se olvidó de los objetivos que había
preparado para esa sesión y la escuchó pacientemente antes de ofrecerle su
opinión.
—El estrés
puede ser muy pernicioso para la salud. Tenemos que tratarlo con el respeto que
merece. A algunas personas les va bien hablar de sus problemas; otras, en
cambio, prefieren guardárselos. ¿Cómo te has enfrentado al estrés en el pasado?
—Me lo he
guardado todo —admitió Julia, jugueteando con las manos.
—¿Y ahora?
¿Puedes hablar de tus problemas con tu novio?
—Sí, pero no
quiero agobiarlo más. Ya está bastante preocupado por los dos.
Nicole
asintió.
—Cuando
quieres a alguien, es normal querer protegerlo del sufrimiento. Algunas veces,
ésa es la mejor actitud que se puede tomar, pero otras veces se corre el riesgo
de cargar con demasiado peso. El exceso de estrés, o de responsabilidad, puede
ser demasiado para uno solo.
—La verdad es
que no me gusta que Gabriel me oculte cosas. Me hace sentir como una niña.
Preferiría que hablara de sus problemas conmigo, aunque fueran cosas negativas.
129
—¿Y no crees que Gabriel puede sentir lo mismo? Tal vez crea
que no confías en él, que no le cuentas tus problemas. ¿Lo habéis hablado?
—Lo he
intentado. Le he dicho que quiero que seamos iguales, que no haya secretos
entre nosotros.
—Bien. ¿Y cuál
es su respuesta?
—Depende. O
insiste en cuidarme o tiene miedo de decepcionarme.
—¿Y cómo te
hace sentir eso?
Julia hizo un
gesto de impotencia con las manos, buscando las palabras.
—No me gusta
que él lo pague todo. Me hace sentir pobre, dependiente... impotente.
—¿Por qué?
—Me da
demasiadas cosas. No puedo corresponderle.
—¿Tan
importante es para ti que vuestra relación sea recíproca?
—Sí.
—Ninguna
relación es completamente recíproca. A veces, cuando las parejas tratan de
compartirlo todo al cincuenta por ciento, se encuentran con que su relación ha
dejado de ser una unión de dos y se ha convertido en un ejercicio de
matemáticas. Buscar la reciprocidad por encima de todo puede llegar a ser
enfermizo.
»Pero, por
otro lado, es muy razonable aspirar a tener una relación en la que ambos
miembros se valoran por igual y comparten las cargas y las responsabilidades.
En otras palabras, que él tenga más dinero no supone un problema, siempre que
entienda que tú quieres contribuir también. Si no puede ser económicamente, hay
otras maneras de hacerlo. Y esas maneras deben recibir la misma consideración
que las aportaciones económicas. ¿Te parece razonable?
—Mucho. Me
gusta la idea.
Nicole sonrió.
—Respecto a lo
de protegerse el uno al otro... Puede argumentarse que los hombres tienen la
necesidad biológica de proteger a las mujeres y a los niños. No sé cuál es la
auténtica razón, pero es así. Ellos suelen realizarse mediante actos y logros.
Si te niegas a que haga cosas por ti, se sentirá inútil, superfluo. Necesita
saber que puede ocuparse de ti, que puede protegerte. Eso no es necesariamente
negativo. Es normal que los miembros de una pareja quieran cuidar el uno del
otro. Pero como en cualquier otra cosa, hay extremos y hay un punto medio.
»Lo que tu
novio y tú debéis buscar es ese punto medio. Permite que cuide de ti en algunos
momentos, pero defiende tu independencia en otros aspectos. Y déjale claro que
tú también quieres cuidar de él en ocasiones.
Julia asintió.
La moderación le gustaba. Quería cuidar de Gabriel y quería que él cuidara de
ella, pero sin ser una carga. Y, desde luego, sin tener la sensación de que la
cuidaba porque la consideraba frágil o herida. Aunque una cosa era proponérselo
y otra llevarlo a la práctica.
—Algunos
hombres sufren lo que yo llamo el síndrome del caballero andante —prosiguió
Nicole—. Quieren proteger a las mujeres de su vida como si fueran doncellas
indefensas. Esto puede parecer romántico y excitante durante un tiempo, pero, a
la larga, la realidad se impone y la suya se convierte en una actitud opresora
y condescendiente. Cuando un miembro de la pareja se ocupa sólo de proteger y
el otro sólo de ser protegido, el resultado no es satisfactorio.
»Por supuesto,
hay mujeres que sufren un síndrome similar al del caballero andante. Se conoce
como el síndrome del cachorro herido. Esas mujeres buscan a hombres dañados o
conflictivos y tratan de curarlos. Pero dejemos ese tema para otro día.
130
»En casos extremos, un hombre caballeroso puede cometer todo
tipo de imprudencias para proteger a su mujer, como ir a la batalla a lomos de
su caballo, o enfrentarse a miles de persas, en vez de salir corriendo en
dirección contraria. La prudencia es tan importante como el valor. —Nicole se
echó a reír—. ¿Has visto la película Trescientos?
Julia negó con
la cabeza.
—Trata de la
batalla de las Termópilas, en la que trescientos espartanos mantuvieron a raya
a doscientos cincuenta mil persas antes de la derrota final. Herodoto escribió
sobre ello.
Julia la miró
con curiosidad y admiración. ¿Cuántas psicólogas serían capaces de citar a
Herodoto?
—El rey
Leónidas era uno de estos casos extremos. Podría argumentarse que su decisión
estuvo basada en circunstancias políticas, pero lo que quería señalar es que el
hombre caballeroso puede acabar haciendo más daño en su empeño protector que
aquello de lo que quiere proteger a los suyos. Las mujeres espartanas solían
decirles a sus maridos e hijos que regresaran con el escudo en la mano o
tumbados sobre él. Pero si tú te encontraras en su situación, no creo que
quisieras que Gabriel muriera defendiéndote de los persas. Supongo que
preferirías que regresara a casa, aunque hubiera perdido la batalla.
Julia asintió
con decisión.
—Puedes sacar
el tema en la conversación. Puedes hacerle entender que no quieres que te
defienda si eso lo va a perjudicar. Que prefieres luchar a su lado,
compartiendo los riesgos y las responsabilidades. Que quieres ser su compañera,
no una niña ni una damisela indefensa.
»Tal vez
aceptara acompañarte a sesiones conjuntas, ya que no viene a las individuales.
Julia no
estaba segura de haber oído correctamente.
—¿Cómo?
Nicole sonrió.
—Decía que
cuando hables con Gabriel puedes comentarle que no quieres que te defienda...
—No —la
interrumpió ella—. Me refería a la última frase. ¿Has dicho que Gabriel no
viene a terapia?
Nicole se
quedó helada.
—Eso ha sido
un fallo por mi parte. No debería haber hablado sobre la relación de otro
paciente con su terapeuta.
—¿Cuándo dejó
de venir a ver a Winston?
—No puedo
hablar de ello, lo siento. —Se removió incómoda en su silla—. Deberíamos hablar
de cuál va a ser la mejor manera de enfrentarte al estrés provocado por la
reunión de mañana.
El responsable
de Estudios de Posgrado era un gran amante de la formalidad y el refinamiento,
por esa razón, siempre convocaba las reuniones en la gran sala de conferencias,
con paredes forradas de madera, en sus oficinas de la calle Saint George. El
profesor Jeremy Martin, catedrático de Estudios Italianos, estaba sentado a su
derecha, en una silla de respaldo muy alto, con reminiscencias medievales, tras
una mesa de madera oscura casi tan ancha como la sala.
Delante de la
mesa habían colocado dos sillas plegables y en ellas se habían sentado Soraya
Harandi y su clienta para la reunión. No tardaron en comprobar que eran tan
incómodas como parecían.
131
La voz de barítono de David Aras resonó en la sala:
—Ha llegado el
momento de las presentaciones. ¿Señorita Julianne Mitchell?
Julia asintió,
pero no dijo nada.
—¿Y quién es
su representante?
Aunque sus
fríos ojos de color azul muy claro no revelaban nada, era evidente que
reconocía a la mujer sentada a la izquierda de ella.
—Soraya
Harandi, doctor Aras. Representaré a la señorita Mitchell.
—¿Hay alguna
razón por la cual la señorita Mitchell haya elegido venir a esta reunión
informal en compañía de una abogada? —preguntó él, claramente irritado.
—No, doctor
Aras. Mi clienta se limita a seguir sus instrucciones. En la carta que recibió,
se le sugería que viniera acompañada de un letrado. —La voz de Soraya era
engañosamente dulce.
David reprimió
el impulso de gruñir. No le gustaba que lo ridiculizaran y menos en público.
Señaló al hombre sentado a su lado.
—El profesor
Martin.
Julia lo miró
discretamente. Sabía que el catedrático se reuniría con Gabriel cuando acabara
aquella reunión, para hablar de la demanda por acoso de Christa. Trató de
averiguar si estaba a su favor, pero su actitud era totalmente neutral, al
menos en apariencia.
El doctor Aras
se aclaró la garganta.
—Hemos
recibido una queja muy grave contra usted, señorita Mitchell. El objetivo de
esta reunión previa a la investigación es solamente informativo. Le haremos
unas cuantas preguntas y luego usted podrá hacernos a su vez las preguntas que
quiera. La sesión durará unos treinta minutos.
Respirando
hondo, Julia le devolvió la mirada sin decir nada.
—¿Mantiene una
relación romántica con un profesor de esta universidad?
Ella abrió los
ojos como platos y se quedó muda de la sorpresa. Antes de que pudiera decir
nada, Soraya habló en su lugar.
—Mi clienta no
responderá a ninguna pregunta hasta que no se revele la naturaleza de la
demanda. La carta era muy vaga, algo comprensible, teniendo en cuenta la
política de la universidad, pero esta pregunta es muy concreta. Si quiere una
respuesta, deberá explicar exactamente cuál es la naturaleza de la demanda,
quién la ha interpuesto y qué pruebas tiene.
El doctor Aras
dio unos golpecitos con el dedo en la jarra de agua que tenía delante, haciendo
bailar las rodajas de limón.
—No es así
como funcionan estas reuniones. Como responsable de los estudiantes de
posgrado, yo soy quien hace las preguntas.
—Doctor Aras
—la voz de Soraya había adquirido un tono casi condescendiente—, ambos sabemos
que la política y los procedimientos legales de la universidad se basan en los
principios del derecho natural. Mi clienta tiene derecho a saber de qué se la
acusa, a conocer la naturaleza y el alcance de las pruebas que se aportan contra
ella, si es que existen, y la identidad del demandante, antes de empezar a
responder nada. En caso contrario, este procedimiento no será válido y no
tendré más remedio que interponer una demanda al respecto. Inmediatamente.
—Estoy de
acuerdo con la señorita Harandi —convino el profesor Martin en voz baja.
David le
dirigió una mirada irritada con el rabillo del ojo.
—Muy bien. Su
clienta ha sido demandada por comportamiento inadecuado. Se la acusa de haber
mantenido una relación sexual con uno de sus profesores a cambio de favores
académicos.
132
Julia abrió mucho los ojos, mientras Soraya se echaba a reír
a carcajadas.
—Esto es una
farsa. Mi clienta es una alumna brillante que acaba de ser admitida en Harvard,
como bien sabe —dijo, mirando al profesor Martin—. No tiene ninguna necesidad
de prostituirse.
—No es la
primera vez que nos llega una demanda de este tipo, señorita Harandi. Y nos las
tomamos muy en serio, como corresponde.
—Y entonces,
¿por qué no lo están tratando como un caso de acoso sexual? Sin duda, si una
estudiante se ve envuelta en un asunto de intercambio de favores sexuales,
estamos ante un caso de acoso sexual.
—Esta línea de
investigación ya está abierta —la cortó David Aras.
—Bien, bien.
¿De qué tipo de favores académicos estamos hablando?
—Una nota
elevada en el seminario del profesor, pago económico en forma de beca y la
colaboración de una académica retirada para que la asesore en su proyecto de
tesis.
Soraya hizo un
gesto despectivo con la mano.
—Reitero el
hecho de que los méritos académicos de mi clienta hablan por sí solos. ¿Y de
qué desafortunado profesor estamos hablando?
—Gabriel
Emerson —respondió el doctor Aras, mirando a Julia fijamente.
Soraya sonrió
relajada.
—El demandante
tiene una imaginación muy viva. Él o ella debería especializarse en literatura
de ficción. ¿Fue el profesor Emerson quien interpuso la demanda?
Julia contuvo
el aliento, horrorizada.
David Aras
golpeó los papeles que tenía delante con la punta del bolígrafo.
—No, no fue
él.
—Bien, ¿y qué
dijo al respecto cuando le preguntó?
—Nuestra
intención es hablar con el profesor cuando hayamos reunido más información.
Nuestros protocolos señalan que, cuando un miembro del profesorado se ve
envuelto en una demanda de este tipo, se lo interroga al final, no al principio
—explicó el profesor Martin en tono firme pero tranquilo.
Soraya le
dirigió una severa mirada.
—¿Está
diciendo que, según las normas de la universidad, se acusa primero a las
estudiantes? ¿Y que sólo después se interroga al profesor cuyo testimonio
podría exonerarla? Me sorprende que hayan arrastrado a mi clienta hasta aquí
sin haber tenido la mínima cortesía de hablar antes con la otra persona
implicada. Este asunto podría haberse resuelto con un par de llamadas telefónicas.
Es una vergüenza.
David empezó a
protestar, pero la abogada lo interrumpió una vez más.
—Antes de dar
por finalizada esta reunión, ¿quién es el demandante?
—La demandante
es una persona que la señorita Mitchell conoce. Su nombre es Christa Peterson.
Soraya recibió
la información sin inmutarse, pero Julia buscó al profesor Martin con la
mirada. Fue sólo un instante, pero él se dio cuenta y la miró a su vez con el
cejo fruncido.
Ruborizándose,
ella bajó la vista.
David Aras
mostró dos documentos.
—Según la
información que hemos reunido hasta la fecha, parece ser que el profesor
Emerson le puso una nota muy alta a la señorita Mitchell en su seminario.
Además, se le concedió la beca M. P. Emerson, donada por una misteriosa
fundación. Y en el expediente que el profesor Martin me ha facilitado, hay
constancia de que el profesor Emerson le pidió a la profesora Picton que
supervisara el proyecto de tesis de
133
la señorita Mitchell.
Le alargó el
expediente a Soraya.
—Como puede
ver, señorita Harandi, el expediente incluye pruebas adicionales aportadas por
la señorita Peterson, entre las cuales hay fotografías y recortes de un
periódico florentino en el que la señorita Mitchell y el profesor Emerson
aparecen juntos en público. En el artículo se dice que él la presentó como su
prometida.
»También
contamos con la declaración jurada del empleado de una discoteca, que asegura
estar en posesión de unas cintas de seguridad en las que el profesor y la
señorita Mitchell aparecen en actitud muy íntima durante el período en que ella
aún era su alumna. Ciertamente, su comportamiento escapa a los límites de lo
que sería una relación profesional.
El hombre hizo
una dramática pausa.
—Sería posible
que las pruebas aportadas por la demandante sirvieran para demostrar más de una
infracción. Por eso estamos ansiosos por oír la versión de la señorita
Mitchell. Le repetiré la pregunta: ¿recibió favores académicos de su profesor a
cambio de tener relaciones con él?
—Doctor Aras
—intervino Soraya—, me sorprende mucho que un hombre de su categoría dé
credibilidad a demandas basadas en pruebas tan inconsistentes. ¿Recortes de
periódico de un diario sensacionalista italiano? ¿Cintas de vídeo cuya autenticidad
no puede demostrarse? Prima facie, no hay caso.
—No ponga en
duda mi competencia, señorita Harandi. —El doctor Aras empezaba a perder la
paciencia—. Llevo trabajando en estos asuntos desde que usted aún estaba en la
guardería.
Soraya alzó
las cejas, cerró el expediente ceremoniosamente y lo tiró sobre la mesa.
—¿Qué interés
tiene la demandante en todo esto?
David la
fulminó con la mirada.
Ella miró al
catedrático Martin antes de devolverle la mirada.
—Tal vez su
auténtico objetivo sea el profesor Emerson —continuó Soraya—. ¿Por qué de
pronto tengo la sensación de que mi clienta es una víctima colateral en todo
este asunto?
—Eso queda
fuera de la demanda y, por tanto, de su alcance profesional, señorita Harandi.
—La barbilla le había empezado a temblar—. Aunque esta oficina preferiría
ignorar la información adicional aportada, no podemos hacerlo. El artículo del
periódico demuestra que la señorita Mitchell y el profesor Emerson tenían una
relación sólo días después de acabar el semestre, lo que parece indicar la
existencia de una relación previa.
—Me cuesta
creer que haya hecho venir a mi clienta sólo por estas estrafalarias
acusaciones. Es evidente que la demandante es una persona inestable, que vive
en un mundo de fantasía. Si tiene algún problema con el profesor Emerson, sería
a él a quien debería demandar, no a la señorita Mitchell. En vista de lo que he
presenciado aquí esta mañana, le aconsejaré a mi clienta que interponga una
demanda contra la señorita Peterson por acusaciones fraudulentas y difamación.
El doctor Aras
carraspeó ruidosamente.
—Si lo que
pretende es afirmar que la relación de la señorita Mitchell y el profesor
Emerson era totalmente consentida, deje que tome nota de esa declaración y
acabemos con esta pantomima. ¿Cuándo se inició la relación?
—La única
pantomima aquí es la llevada a cabo por su oficina. Bajo la apariencia de una
infracción académica y de una investigación seria, lo que se está llevando a
cabo aquí es una especie de lascivo McCarthysmo sexual. La reunión ha
134
terminado.
Soraya cerró
la carpeta con contundencia y se levantó.
—Un momentito,
señorita Harandi. Si se hubiera molestado en echar un vistazo al expediente de
la señorita Mitchell, habría encontrado un documento firmado por la profesora
Picton, con fecha de octubre, en la que declara que acepta supervisar el
proyecto de tesis de la señorita Mitchell por un conflicto de intereses del
profesor Emerson. ¿Por qué iba a pedirle éste algo así a la profesora Picton si
no fuera para darle a la señorita Mitchell lo que ella le exigía? ¿Qué otro
tipo de conflicto de intereses iba a existir, aparte de una relación
inadecuada?
Julia abrió la
boca para responder y decir que conocía a Gabriel desde que era una
adolescente, pero la abogada se lo impidió agarrándola del antebrazo con
fuerza.
—Parece que
usted ya ha tomado partido en esta demanda, doctor Aras. Habría sido más
honesto por su parte especificar en la carta que el objetivo de esta reunión
era enturbiar las aguas para así poder castigar a mi clienta.
El hombre
trató de disimular su creciente enfado.
—La demanda
—dijo, señalando el expediente— afirma que la señorita Mitchell recibió favores
académicos al margen de sus resultados. La demandante dice además que el
profesor Emerson y la señorita Mitchell tuvieron una pelea de enamorados en
medio de un seminario, en una sala llena de testigos. Poco después de ese
vergonzoso episodio, la profesora Picton firmó el documento por el que se
comprometía a supervisar el proyecto de la señorita Mitchell. Quid pro quo. Quod
erat demonstrandum.
—Nemo me
impune lacessit, doctor Aras. —Soraya sonrió en dirección a Martin, antes
de volver a mirar hacia David con una gélida mirada—. Empecé a estudiar latín
cuando aún iba a la guardería.
»La demanda es
maliciosa y falsa. Si el rector decide presentar cargos basándose en ella,
tomaremos medidas contra la demandante y contra esta oficina.
Julia se fijó
en que el doctor Aras agarraba el bolígrafo con fuerza.
—¿Está segura
de que ésta es la postura que desea asumir, señorita Mitchell? Si coopera, se
la tratará con mayor indulgencia.
—Básicamente,
usted acaba de llamar a mi clienta puta y la ha acusado de acostarse con un
profesor para conseguir sus objetivos académicos. No creo que haga falta que le
recuerde las leyes que tratan sobre la difamación. Me parece recordar que el
año pasado ya nos enfrentamos a una situación parecida. No nos rendiremos ante
sus amenazas.
—Nosotros no
amenazamos, juzgamos. Entrevistaremos a testigos relevantes para el caso y nos
volveremos a reunir. Jeremy, ¿tienes alguna pregunta? ¿Algún comentario?
El profesor
Martin miró a Julianne y luego negó con la cabeza.
David Aras
cerró entonces el expediente.
—Dado que se
niega a responder a mis preguntas, señorita Mitchell, puede retirarse.
Tras
despedirse de los dos hombres con una inclinación de cabeza, Soraya y ella
salieron de la sala.
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