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El éxtasis de Gabriel Cap.26 al 32

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26
«Algo huele a podrido en Dinamarca.» Soraya se apoyó en el lavabo del servicio de señoras mientras su clienta lloraba sentada en una silla. Sacó la BlackBerry de la cartera y revisó los correos recibidos antes de volver a guardar el aparato.
—Conozco a John. Si de él hubiera dependido, Gabriel no habría abierto la boca. Le habría puesto una demanda a la universidad y habría tratado de demostrar que todo había sido culpa tuya. Nunca habría aceptado este resultado. —Miró a su clienta con severidad—. ¿Sabes si hay algo? ¿Algún secreto que Gabriel no quiere que salga a la luz? ¿Algo extremadamente dañino para su imagen?
Julia negó con vehemencia. Había consumido drogas, pero eso quedaba en el pasado, igual que su promiscuidad y su experiencia con la profesora Singer. Por supuesto, estaba la insignificante cuestión de los grabados de Botticelli comprados en el mercado negro, pero a ella no se le ocurriría contarle esa información a nadie y menos aún a Soraya.
—¿Estás segura? —insistió la abogada, con los ojos entornados.
—No hay ningún secreto. —Julia sorbió por la nariz y se sonó con un pañuelo de papel.
Soraya se apartó la melena oscura por encima del hombro.
—En ese caso, debe de ocultarte algo a ti también. No puedo imaginar qué podría ser más negativo para su imagen que una relación inadecuada con una alumna. Pensaba que no os habíais acostado hasta el final del semestre.
—Y así es.
—Entonces, ¿por qué les ha dicho que estabais juntos mientras aún eras su alumna?
—¿Crees que lo despedirán?
—No. —Soraya soltó el aire con fuerza—. Emerson tiene plaza fija y el catedrático lo apoya. Se notaba en su lenguaje corporal. Aunque David Aras es un cabrón pretencioso. ¿Quién sabe lo que pasa por su cabeza?
—¿No crees que Gabriel haya mentido para protegerme?
La abogada reprimió una sonrisa condescendiente. No hubiera sido adecuado sonreír en ese momento.
—Los seres humanos somos egoístas. Se estaba protegiendo a sí mismo. O bien trataba de ocultar algún secreto que no quería que saliera a la luz o bien ha intercambiado la confesión por clemencia. Gabriel se ha rebelado contra John y se ha negado a que éste lo defendiera de los cargos. De no ser así, aún estaríamos sentadas en esa sala.
Julia se acercó al lavabo y se lavó las manos y la cara, tratando de ponerse un poco presentable.
Soraya la miró negando con la cabeza.
—No quiero ser cruel pero, francamente, no creo que se merezca tus lágrimas.
—¿A qué te refieres?
—Estoy segura de que has sido una distracción excitante, un contraste interesante con sus otras mujeres. Supongo que te habrá dicho cosas bonitas para que te acostaras con él y mantuvieras la boca cerrada. Pero no puedes fiarte de hombres como ése. Nunca cambian. —Al ver la expresión horrorizada de Julia, siguió hablando—: No pensaba decírtelo, pero una amiga mía se enrolló con él un par de veces. Se conocieron

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en una discoteca hará un año y acabaron follando en el lavabo.
»Un día, el otoño pasado, la llamó por teléfono y volvieron a enrollarse, pero después no volvió a llamarla nunca más. Fue como si hubiera desaparecido del mapa. —Soraya la miró fijamente—. ¿Por qué ibas a querer estar con alguien así? Probablemente se haya estado tirando a otras mujeres a tus espaldas mientras estaba contigo.
—No lo conoces. No lo juzgues —lo defendió ella, en voz baja pero agresiva.
La abogada se encogió de hombros y buscó el pintalabios en el bolso.
Julia cerró los ojos y respiró hondo, tratando de procesar la nueva información.
«Gabriel y yo empezamos a vernos en otoño. ¿Se estaba acostando con otras mujeres mientras me enviaba flores y correos electrónicos? ¿Me mintió sobre Paulina?»
No sabía qué creer. El corazón le decía que lo creyera a él, pero no podía negar que Soraya había plantado la semilla de la duda en su mente.
Salieron al pasillo y, al acercarse a la escalera, se encontraron con John y Gabriel. Ninguno de los dos parecía contento.
—¡Gabriel! —llamó Julia.
John le dirigió una mirada hostil.
—Larguémonos de aquí, Gabriel. No pueden verte con ella.
Julia lo miró. Los ojos de él ya no reflejaban disgusto ni rechazo, pero sí ansiedad.
—¿No has causado ya bastante daño? —le espetó John, cuando ella dio un paso inseguro en dirección a ellos.
—No le hables así. —Gabriel se interpuso entre los dos, protegiéndola con su cuerpo, aunque sin mirarla a la cara.
—David y sus secuaces están a punto de salir por esa puerta —los interrumpió Soraya—. Y yo preferiría estar lejos de aquí cuando lo hagan. Así que si tenéis que deciros algo, que sea rápido.
—Por encima de mi cadáver —protestó John—. Las cosas ya se han complicado bastante. Larguémonos.
Con una mirada de advertencia a su abogado, Gabriel se volvió hacia Julia.
—¿Qué pasa? ¿Por qué les has dicho que nuestra relación fue inadecuada? —preguntó ella, mirando sus ojos oscuros y atormentados.
—«No eras consciente de tu aflicción» —le susurró Gabriel al oído, inclinándose hacia ella.
—¿Qué se supone que quiere decir eso?
—Se supone que acaba de salvarte el culo, ¡eso quiere decir! —los interrumpió John, señalándola con un dedo y mirándola con desprecio—. ¿Y se puede saber qué tratabas de hacer vomitando sentimientos durante toda la vista? Sabía que eras inocente, pero no me imaginaba que además fueras estúpida.
—John, aparta ese dedo de la cara de la señorita Mitchell o te lo arrancaré de la mano. —La voz de Gabriel, apenas un susurro, era tan amenazadora que provocaba escalofríos—. Nunca te dirijas a ella en ese tono. ¿Está claro?
El abogado cerró la boca.
Soraya aprovechó la oportunidad para atacarlo.
—Mi clienta está mejor lejos de cualquiera de los dos. No finjas que no pensabas acusarla de todo para salvar a tu cliente, maldito cobarde.
John maldijo entre dientes, pero no se defendió.
Julia miró a Gabriel a los ojos, pero él había vuelto a colocarse la máscara de indiferencia.
—¿Por qué ha dicho el doctor Aras que iban a protegerme de ti?
—Tenemos que irnos. Ya. —John trató de llevarse de allí a Gabriel al oír ruido

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cerca de la puerta de la sala.
—¿Te han despedido? —preguntó Julia con voz temblorosa.
Dirigiéndole una mirada afligida, él negó con la cabeza.
—Buen trabajo, John. Seguro que estás muy orgulloso de ti mismo —se burló la abogada—. ¿Has tenido que venderle tu alma a David? ¿O sólo tu cuerpo?
—Chúpamela, Soraya.
—Entonces, ¿conservas el trabajo pero no puedes hablar conmigo? ¿Y qué me dices de anoche, Gabriel? —Julia alargó una mano temblorosa para acariciarlo, pero él se apartó de su alcance, negando con la cabeza y mirando de reojo a John y Soraya.
»Me prometiste que nunca me follarías, pero ¿qué fue lo de anoche? Ni una palabra, ni un «te quiero», ni una nota antes de marcharte. ¿Era eso? ¿Un polvo de despedida? —El susurro de ella se convirtió en un sollozo—. ¿Quién es el follaángeles ahora?
Gabriel hizo una mueca de dolor.
Fue algo más que una mueca. Fue como si acabara de recibir un puñetazo. Cerró los ojos y gimió débilmente, mientras se apoyaba en los talones y apretaba mucho los puños.
Todos vieron como palidecía de golpe.
—Eso me ha dolido, Julianne —murmuró.
—¿Conservas el trabajo a cambio de no hablar conmigo? ¿Cómo has podido acceder a eso? —gritó ella.
Él abrió los ojos, que le brillaban como dos zafiros.
—¿Me crees capaz de presentarme en tu casa, echarte un polvo y dejarte sin decirte adiós?
Gabriel estaba apretando los puños con tanta fuerza que le temblaban.
—¿Me estabas dejando? —Julia volvió a sollozar.
Él le dirigió una mirada intensa como un rayo láser, como si estuviera tratando de comunicarse con ella sin palabras. Inclinándose hacia adelante hasta que sus narices estuvieron casi juntas, susurró:
—No te follé. Nunca te he follado. —Y apartándose un poco, continuó—: Estabas a punto de tirar tu futuro por la borda. Tantos años de duro trabajo, tantos sacrificios... Iban a arrebatártelo todo y no habrías podido recuperarlo. No iba a quedarme de brazos cruzados viendo cómo te suicidabas académicamente. Te dije que bajaría a los infiernos a rescatarte si hacía falta y eso es lo que acabo de hacer. —Alzando la barbilla, añadió—: Y volvería a hacerlo.
Julia dio un paso hacia él y le clavó un dedo en el pecho.
—¿Quién te da derecho a decidir por mí? Es mi vida y son mis sueños. Si yo quiero renunciar a ellos, ¿quién demonios eres tú para impedírmelo? Se suponía que me amabas, Gabriel. Se suponía que tenías que ayudarme a caminar por mí misma. Y en vez de eso, llegas a un acuerdo con ellos. Tu trabajo a cambio de nuestra relación.
—¿Queréis acabar de una vez? —los interrumpió Soraya—. El doctor Aras está a punto de salir. Vámonos, Julia. Ahora mismo.
Mientras tiraba del codo de su clienta, John se interponía entre los amantes.
—¿Eso es todo? ¿Te dicen que tienes que dejarme y me dejas? ¿Desde cuándo sigues las normas establecidas, Gabriel? —le echó en cara Julia, furiosa.
La expresión de la cara de él cambió inmediatamente.
—No he tenido elección, Eloísa. Las circunstancias nos han superado.
—Pensaba que mi nombre era Beatriz. Pero claro, Abelardo abandonó a Eloísa para no perder su trabajo, así que supongo que el nuevo apodo es más adecuado —le espetó ella, mientras se apartaba un poco.

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En ese momento, el profesor Martin salió al pasillo. Frunciendo el cejo, se acercó a ellos.
Bajando aún más la voz, Gabriel dijo:
—Lee mi sexta carta. Párrafo cuarto.
Julia negó con la cabeza.
—Ya no soy tu alumna, profesor. Ya no puedes ponerme deberes.
Soraya se la llevó casi a rastras. Y luego, ambas mujeres bajaron la escalera a la carrera, mientras los miembros del comité salían al pasillo.

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Gabriel se refugió en el servicio de caballeros tan pronto como Julia se marchó. No podía arriesgarse a llamarla, ya que Jeremy podía entrar en cualquier momento, pero dudaba que hubiera entendido su mensaje de despedida. Abriendo el agua para camuflar el ruido, le envió un breve correo electrónico aclaratorio.
Al acabar, se guardó el iPhone en la chaqueta y salió al pasillo, fingiendo estar más hundido y derrotado de lo que lo estaba.
Al acercarse a los dos hombres que lo esperaban, el teléfono de Jeremy empezó a sonar.
Cuando Julia se despertó a la mañana siguiente, el aturdimiento del día anterior había desaparecido. El sueño le habría servido para descansar de la realidad, de no ser por las pesadillas. Había tenido varias y en todas ellas aparecía el huerto donde se había despertado sola aquella mañana tan lejana. Soñaba que se despertaba de nuevo sola y perdida y no sabía dónde encontrar a Gabriel.
Ya era casi mediodía cuando se levantó para comprobar si tenía algún mensaje. Esperaba un SMS o un correo electrónico, pero no había recibido nada.
Gabriel había actuado de un modo tan extraño el día anterior. Por un lado le había dicho que lo que habían hecho no había sido follar, pero por otro la había llamado Eloísa. No quería creerse que la hubiese dejado usando un juego de palabras literario, pero no podía quitarse de la cabeza que había pronunciado la palabra «adiós».
Se sentía traicionada, pues él le había prometido que nunca la abandonaría. Por otra parte le parecía que había aceptado muy fácilmente las exigencias del comité, a pesar de que ella ya no era su alumna y, por tanto, la universidad ya no podía interferir en sus vidas privadas.
No podía librarse de la horrible sospecha de que Gabriel se había hartado de su relación y había aprovechado las circunstancias para poner fin a la misma. La universidad le había ofrecido la posibilidad en bandeja.
Si la ruptura con él hubiera tenido lugar unos meses antes, Julia se habría quedado varios días en la cama. Pero ya no era la misma persona. Ahora era mucho más fuerte, así que se levantó y lo llamó al móvil para exigirle una explicación. Cuando le saltó el buzón de voz, dejó un mensaje breve e impaciente en el que le pedía que la llamara.
Frustrada, fue a darse una ducha, esperando que eso la ayudara a ver las cosas más claras. Pero, por desgracia, en lo único que pudo pensar fue en la tarde en Italia en que Gabriel la había duchado y le había lavado el pelo.
Después de vestirse, decidió buscar su sexta carta para leer el cuarto párrafo. Tal vez allí encontrase alguna pista sobre lo que estaba pasando.
Pero no estaba segura de a qué se refería con lo de cartas. ¿En papel o también los correos electrónicos? Si lo contaba todo, la sexta vez que se había puesto en contacto con ella por escrito correspondía a una nota que le había dejado la mañana siguiente a su horrible discusión en el seminario. Por suerte, la había guardado.
La buscó y empezó a leer:
Julianne:
Espero que encuentres todo lo que necesites.

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Si no, Rachel llenó de cosas el tocador del cuarto de baño de invitados. Usa lo que quieras.
Mi ropa está a tu disposición.
Ponte un jersey, hace un día frío.
Tuyo,
Gabriel
Lo que menos le apetecía a Julia en esos momentos era a ponerse a desentrañar mensajes en clave. Sin embargo, leyó varias veces la cuarta frase, tratando de descifrar qué quería decirle con eso de «Ponte un jersey, hace un día frío».
Gabriel le había dejado su jersey verde de cachemira al principio de su relación, pero ella se lo había devuelto. ¿Le estaba diciendo que mirara en la etiqueta de alguna de las prendas de ropa que le había regalado? Las sacó todas del armario y las dejó sobre la cama. Las examinó una por una, pero no encontró nada que le diera ninguna pista al respecto.
¿Le estaría diciendo sencillamente que se protegiera del frío de la soledad? ¿O que su amor por ella se había enfriado?
Su enfado ganó intensidad. Ya no estaba sólo enfadada, estaba furiosa. Fue a lavarse las manos al lavabo y se vio en el espejo. La joven insegura que la había mirado meses atrás desde aquel mismo espejo había desaparecido y su lugar había sido ocupado por una mujer pálida y disgustada, con los labios fruncidos y los ojos brillantes. Ya no era el tímido Conejito ni la Beatriz de diecisiete años. Era Julia Mitchell, estudiante universitaria a punto de empezar su doctorado y no pensaba pasarse el resto de su vida recogiendo las migajas que los demás se dignaran tirarle.
«Si quiere decirme algo, que venga y me lo diga a la cara —pensó—. No pienso pasarme el día jugando a buscar el tesoro, sólo para que él se sienta más tranquilo.»
Lo amaba, eso era absurdo negarlo. Al ver el álbum de fotos que le había regalado por su cumpleaños, supo que lo amaría el resto de su vida. Pero el amor no era excusa para que la tratara con crueldad. Ella no era un juguete, una Eloísa que abandonar cuando las cosas se ponían feas. Si iba a dejarla, quería que se lo dijera claramente. Le daba de plazo hasta la hora de la cena.
Esa noche, se dirigió a casa de Gabriel con la llave en el bolsillo. A cada paso que daba, iba repitiéndose lo que pensaba decir. Se prometió que no lloraría. Sería fuerte y le exigiría una explicación.
Al doblar la esquina, vio que una mujer alta y rubia, impecablemente vestida, salía del portal. La mujer miraba su reloj con impaciencia mientras el conserje paraba un taxi.
Julia se escondió detrás de un árbol, pero asomó la cabeza para seguir mirando.
Al principio pensó que la mujer era Paulina. Al comprobar que no lo era, respiró aliviada. Verla con Gabriel justo ese día habría sido devastador. No creía que él le hiciera algo así. Se suponía que era su Dante. Se suponía que la amaba tanto que estaba dispuesto a descender a los infiernos para protegerla; no que recibiría a Paulina en su casa en cuanto ella saliera de su vida.
Nerviosa, entró en el vestíbulo y saludó al conserje, que la reconoció en seguida. Sin pedirle que avisara a Gabriel de su llegada, entró en el ascensor. Se estremeció al pensar lo que encontraría en el piso unos instantes después.
Abrió sin llamar. Si Gabriel estaba con otra mujer, prefería verlo con sus propios ojos. Pero nada más entrar, vio que algo no iba bien. Aunque todas las luces estaban apagadas, la puerta del armario del recibidor estaba abierta. El armario estaba casi vacío y había perchas y zapatos tirados por el suelo. Era muy poco propio de Gabriel dejar las

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cosas desordenadas.
Encendió la luz y dejó la llave en la mesita donde él siempre dejaba las llaves. Las suyas no estaban allí.
—¿Gabriel? ¿Hola?
Al entrar en la cocina, la sorprendió ver una botella de whisky vacía en el fregadero, al lado de un vaso roto y de varios platos y cubiertos sucios.
Preparándose para lo que pudiera encontrar, se acercó al salón. Vio una mancha en la pared, al lado de la chimenea, y varios trozos de cristal rotos en el suelo. No le costó mucho imaginarse a Gabriel tirando el vaso contra la pared en un arranque de furia, pero le extrañó que no hubiera recogido los trozos, con los que alguien podía cortarse.
Cada vez más preocupada, se dirigió al dormitorio, donde se encontró cajones medio abiertos y ropa tirada encima de la cama. El armario estaba en un estado parecido. Vio que mucha de su ropa faltaba del armario, igual que la maleta grande.
Pero lo que la dejó sin aliento fue ver las paredes. Había quitado todas las fotografías en las que aparecían los dos y las había dejado sobre la cama, boca abajo.
Ahogó un grito de horror al ver que también había descolgado el cuadro de Holiday de Dante y Beatriz y lo había dejado sobre la cómoda, de cara a la pared.
Aturdida, se sentó en una silla.
«Se ha ido.»
Se echó a llorar, sin poderse creer lo fácil que le había resultado a Gabriel romper todas sus promesas. Cuando se calmó un poco, buscó por todo el piso alguna nota o alguna pista que le indicara adónde se había marchado. Al ver el teléfono, se planteó llamar a Rachel, pero no podía soportar tener que contarle que su relación había terminado.
Apagó las luces y estaba a punto de marcharse cuando se acordó de una cosa. Regresó al dormitorio, pero no encontró la foto que Rachel les había hecho en Lobby, meses atrás. Una en la que se los veía bailando y Gabriel la estaba mirando con deseo.
No estaba en su sitio habitual, sobre la cómoda. Pensó que tal vez él la hubiese roto, pero no encontró los trozos en ninguna de las papeleras de la casa.
Julia no entendía por qué Gabriel se había marchado, ni por qué lo había hecho sin darle una explicación, pero empezaba a sospechar que las cosas no eran como ella se las había imaginado.
Echando un segundo vistazo al armario, se planteó llevarse su ropa, pero en seguida lo descartó. Curiosamente, ya no sentía que esa ropa fuera suya.
Poco después, estaba esperando el ascensor, sintiéndose maltratada y con el orgullo herido y las lágrimas volvieron a rodar por sus mejillas. Buscó un pañuelo de papel para sonarse, pero no le quedaba ninguno, lo que la hizo llorar con más ganas.
—Tome —dijo una voz masculina a su espalda.
Ella aceptó agradecida el pañuelo de tela, con las iniciales SIR bordadas en él. Tras secarse los ojos, trató de devolvérselo a su dueño, pero éste hizo un gesto con las manos, rechazándolo.
—Mi madre siempre me regala pañuelos. Tengo docenas de ellos.
Julia alzó la vista y se encontró con unos amables ojos castaños medio ocultos tras unos anteojos sin montura. Reconoció a uno de los vecinos de Gabriel, que llevaba un grueso abrigo de lana y una boina militar.
(Lo que, dada su edad y su heterosexualidad, sólo podía indicar que era francocanadiense.)
Cuando el ascensor abrió las puertas, el vecino le cedió el paso y entró tras ella.
—¿Le pasa algo? ¿Puedo ayudarla? —preguntó con algo de acento, aunque no

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muy marcado.
—Gabriel se ha marchado.
—Sí, me crucé con él cuando salía. —El hombre frunció el cejo al ver que los ojos se le volvían a llenar de lágrimas—. ¿No se lo dijo? Pensaba que era su... —se interrumpió y la miró expectante.
Julia negó con la cabeza.
—Ya no.
—Lo siento.
Continuaron descendiendo en silencio hasta la planta baja. Una vez más, cuando la puerta se abrió, el hombre le cedió el paso.
Julia se volvió hacia él.
—¿Sabe adónde ha ido?
El vecino la acompañó hasta la puerta de la entrada.
—No. Me temo que no se lo pregunté. Estaba muy alterado, ¿sabe? —Inclinándose hacia ella, susurró—: Apestaba a alcohol y estaba furioso. No me pareció que tuviera ganas de charlar.
Julia le dirigió una sonrisa llorosa.
—Gracias. Siento haberle molestado.
—No ha sido ninguna molestia. Me temo que no la avisó de que se marchaba, ¿no?
—No. —Volvió a secarse las lágrimas con el pañuelo.
Él musitó algo en francés. Algo que se parecía mucho a cochon.
—Si quiere, puedo darle un recado cuando vuelva —se ofreció—. A veces pasa por casa cuando se queda sin leche.
Tras unos instantes, Julia tragó saliva.
—Dígale sólo que me ha roto el corazón.
El hombre asintió, incómodo, y se marchó.
Ella salió a la calle y emprendió el camino de vuelta a casa sola.

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Varias horas después de la vista, Gabriel estaba sentado en su casa, envuelto en las sombras. La única luz de la estancia era la de las llamas azules y anaranjadas de la chimenea de gas. Estaba absorto pensando en Julia. Completamente rodeado por sus recuerdos y su fantasma.
Al cerrar los ojos, habría jurado que podía olerla, que oía su risa acercarse por el pasillo. Su dormitorio se había convertido en una especie de capilla; por eso no se atrevía a acostarse y permanecía frente a la chimenea.
No podía soportar ver las fotografías en blanco y negro de los dos, en especial la más grande, la que colgaba sobre el cabezal de la cama. La que mostraba a Julianne en toda su magnificencia, tumbada boca abajo, dejando expuesta la espalda, sólo parcialmente cubierta por una sábana. Ella lo miraba con adoración, con el pelo revuelto y una sonrisa saciada, satisfecha...
En cada habitación lo asaltaban sus recuerdos. Algunos eran felices, otros dulces y amargos a la vez, como el chocolate negro. Fue al comedor a servirse dos dedos de su mejor whisky escocés y se lo bebió de un trago, disfrutando del ardor que le quemaba la garganta. Trató desesperadamente de no pensar en Julia, de pie ante él, recriminándole su actitud clavándole un dedo en el pecho.
«Se suponía que me amabas, Gabriel. Se suponía que tenías que ayudarme a caminar por mí misma. Y en vez de eso, llegas a un acuerdo con ellos. Tu trabajo a cambio de nuestra relación.»
Al recordar su mirada dolida, Gabriel lanzó el vaso contra la pared. El suelo quedó cubierto por trozos de vidrio, afilados como carámbanos rotos, que brillaban a la luz de las llamas.
Sabía lo que tenía que hacer; sólo necesitaba encontrar el valor para hacerlo. Sin soltar la botella, se dirigió al dormitorio como quien va al patíbulo. Dos tragos más tarde, fue capaz de colocar la maleta sobre la cama. Sólo recogió las cosas básicas y no se molestó en doblar la ropa.
Reflexionó sobre el dolor del destierro. Pensó en las lágrimas de Ulises al estar tan lejos de su hogar, de su esposa, de su gente. Ahora entendía lo que era eso.
Cuando acabó de hacer la maleta, echó la foto que tenía sobre la cómoda encima de la ropa. Acariciando con un dedo la cara de su amada, bebió otro trago antes de tambalearse hacia el despacho.
Hizo un esfuerzo para no mirar la butaca de terciopelo rojo. Si cedía a la tentación, vería a Julia, enroscada como un gato, leyendo un libro. Se estaría mordisqueando el labio inferior y sus adorables cejas estarían fruncidas por la concentración. ¿Algún hombre habría amado, adorado, venerado más a una mujer?
«Sólo Dante», pensó. Y en ese instante le sobrevino la inspiración.
Abrió uno de los cajones del escritorio. Era el cajón de los recuerdos, donde guardaba la ecografía de Maia, junto con los escasos recuerdos que conservaba de su niñez —el reloj de bolsillo de su abuelo, algunas joyas que habían pertenecido a su madre, el diario de ésta y alguna fotografía—. Eligió una foto y un grabado antes de volver a cerrar el cajón con llave. Deteniéndose sólo para abrir la caja de terciopelo negro y sacar el anillo, se dirigió a la puerta.
El frío de la noche de Toronto lo serenó un poco mientras caminaba a grandes zancadas hacia su oficina. Esperaba encontrar allí lo que necesitaba.

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El edificio del Departamento de Estudios Italianos estaba a oscuras. Al encender la luz de su oficina, lo asaltaron los recuerdos. Recordó el primer día que Julia había ido a su despacho y lo tremendamente maleducado que había sido con ella. Recordó la otra vez, después del desastroso seminario, en que ella se había quedado en la puerta y le había dicho que no era feliz y que no quería a Paul. Se frotó los ojos con los puños, como si eso fuera a hacer desaparecer las imágenes.
Llenó su cartera de piel con los documentos imprescindibles y unos cuantos libros. Tras rebuscar por los estantes, encontró el que había ido a buscar. Soltando un suspiro de alivio, escribió unas cuantas palabras, añadió la foto y el grabado como marcapáginas, apagó la luz y cerró con llave.
Todos los miembros del profesorado tenían llave de la oficina de la señorita Jenkins, ya que allí se encontraban los casilleros. Dejó el libro en uno de ellos y acarició cariñosamente el nombre de su propietaria. Comprobó satisfecho que no era el único libro que había en los casilleros y, con el corazón encogido por el dolor de la separación, se marchó.
Paul Norris estaba enfadado. Su rabia iba dirigida contra el hombre más malvado del planeta, Gabriel Emerson, que, tras haber maltratado en público y seducido en privado a su amiga, la había abandonado.
Si Paul hubiera sido fan de Jane Austen, habría comparado al profesor con el señor Wickham o con Willoughby. Pero no lo era.
Le costaba un gran esfuerzo no ir a buscar Emerson para darle la paliza que llevaba meses buscándose. Paul se sentía muy traicionado. Julia le había dicho que estaba saliendo con un hombre llamado Owen.
¡Gabriel Owen Emerson!
Tal vez ella quería que Paul lo descubriera, pero no se había atrevido a darle más información. ¿Quién se iba a imaginar que Owen era el profesor Emerson? Paul lo había insultado un montón de veces y le había contado a Julia secretos de su relación con la profesora Singer. Y mientras Paul le contaba esos secretos, ella se acostaba con él. No le extrañaba que le hubiera negado que Owen le había mordido en el cuello.
Cerró los ojos, asqueado al imaginarse al profesor Emerson cometiendo actos depravados con ella. Con Julia y sus manos diminutas. Julia que era dulce y amable y que se ruborizaba con tanta facilidad. Julia, que no podía pasar junto a un pobre sin darle limosna. Le dolía darse cuenta de que la dulce señorita Mitchell había compartido la cama de un monstruo que se excitaba con el dolor, que había sido un juguete de la profesora Singer.
Aunque tal vez eso fuera lo que ella deseaba. Tal vez ella y Gabriel hubieran invitado a Ann a su cama. Al fin y al cabo, Julia había elegido a Soraya Harandi para que la defendiera ante el comité. Suponía que eso significaba que mantenía contacto de algún tipo con la profesora Singer.
Evidentemente, su amiga no era lo que aparentaba ser. Aunque sus sospechas variaron cuando, el lunes después de la vista, se encontró con Christa Peterson, que salía del despacho del profesor Martin.
—Paul —lo saludó con aire de suficiencia, ajustándose el caro reloj que llevaba en la muñeca.
Él señaló con la barbilla la oficina del catedrático.
—¿Algún problema?
—Oh, no —respondió ella con una exagerada sonrisa—. Tengo la sensación de que la única persona que tiene problemas en estos momentos es Emerson. Ya puedes empezar a buscarte un nuevo director de tesis.

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—¿De qué estás hablando? —preguntó él, entornando los ojos.
—Pronto lo averiguarás.
—Si Emerson deja de ser mi director, también dejará de ser el tuyo. Si es que todavía lo era.
—No, él no me dejará a mí. Soy yo la que lo dejo a él. Voy a ir a Columbia el curso que viene.
—¿No es allí donde estudió el profesor Martin?
Echándose a reír, Christa se marchó.
—Dale recuerdos a Julia de mi parte, hazme ese favor.
Paul la persiguió y la hizo detenerse, agarrándola del brazo.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué le has hecho a Julia?
Ella se soltó bruscamente y le dirigió una mirada asesina.
—Dile que eligió al hombre equivocado.
Y Christa se alejó, mientras un sorprendido Paul la observaba, preguntándose qué demonios habría hecho.
Julia no respondía a los mensajes ni a los correos electrónicos de Paul. Así que, el miércoles después de la vista, se plantó frente al portal de su casa y llamó al interfono.
No hubo respuesta.
Sin rendirse, esperó hasta que un vecino salió del edificio. Entonces, Paul se coló dentro y llamó a la puerta de ella varias veces, hasta que una vocecita respondió:
—¿Quién es?
—Paul.
Oyó lo que le pareció la cabeza de Julia chocando contra la puerta.
—Sólo quiero asegurarme de que estás bien, ya que no respondes a mis mensajes. —Tras un instante, añadió—: Te he traído el correo.
—Paul, no sé qué decir.
—No hace falta que digas nada. Sólo déjame ver que estás bien y me marcharé.
La oyó arrastrar los pies, inquieta, al otro lado de la puerta.
—Julia —dijo suavemente—, sólo soy yo.
Finalmente, la puerta se abrió.
—Hola —saludó Paul.
Su amiga estaba tan cambiada que le costó reconocerla.
Parecía una niña. Estaba muy pálida y se había recogido el pelo en una coleta alta. Se la veía ojerosa, con los ojos vidriosos y muy rojos. Parecía que no hubiera dormido desde el día de la vista.
—¿Puedo pasar?
Ella abrió la puerta un poco más y Paul entró en el diminuto apartamento. Nunca lo había visto tan desordenado. Había platos sucios por todas partes, la cama sin hacer y la mesita plegable a punto de hundirse bajo el peso de tantos libros y papeles. Tenía el portátil encendido, como si la hubiera interrumpido mientras trabajaba.
—Si has venido para decirme que soy idiota, no creo que ahora mismo pueda soportarlo. —Trató de sonar desafiante.
—Me enfadé al enterarme de que me habías estado mintiendo —Paul se pasó el correo de Julia de una mano a otra y se rascó la patilla—, pero no he venido para hacerte sentir mal. No me gusta verte sufrir.
Ella bajó la vista hacia los pies, que llevaba cubiertos con calcetines de lana de color lila.
—Siento haberte mentido.

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Paul carraspeó.
—Toma, te he traído el correo de la universidad. Tenías varias cosas en el casillero.
Ella lo miró preocupada.
Él levantó una mano tranquilizándola.
—Sólo son un par de folletos y un libro de texto.
—¿Por qué me envían un libro de texto? Yo no doy clases.
—Los representantes de libros de texto dejan ejemplares en los casilleros de los profesores. Si les sobran, dejan también alguno para los estudiantes de posgrado. Una vez me regalaron uno sobre política renacentista. ¿Dónde quieres que lo deje?
—En la mesa, gracias.
Paul así lo hizo, mientras Julia recogía platos y vasos de todos los rincones y los amontonaba en el fregadero.
—¿Y el mío sobre qué trata? —preguntó ella, por encima del hombro—. ¿No será sobre Dante?
—No. Se titula El matrimonio en la Edad Media: amor, sexo y lo sagrado —leyó Paul.
Julia se encogió de hombros. El título no le resultaba demasiado sugerente.
—Se te ve cansada —comentó Paul, con una mirada comprensiva.
—La profesora Picton me ha encargado hacer un montón de cambios en el proyecto. Estoy trabajando sin parar.
—Necesitas aire fresco. ¿Por qué no vamos a comer? Pago yo.
—Me queda mucho por hacer.
Paul se acarició la barbilla con la mano.
—Lo que tienes que hacer es salir un rato. Este lugar es deprimente. Parece la casa de la señorita Havisham.
—¿Te convierte eso en Pip?
Paul negó con la cabeza.
—No, me convierte en un imbécil que se mete en la vida de los demás.
—Pues entonces, te pareces bastante a Pip.
—¿Tienes que entregar el trabajo mañana?
—No. La profesora Picton me ha dado una semana más de plazo. Supuso que no podría entregarlo el uno de abril por... todo lo sucedido. —Hizo una mueca.
—Pues vamos a comer. En metro, nos plantamos y volvemos de la calle Queen en un momento.
Julia lo miró con preocupación.
—¿Por qué eres tan amable conmigo?
—Porque soy de Vermont. Allí todos somos amables —respondió con una sonrisa—. Y porque ahora mismo necesitas un amigo.
Ella le devolvió la sonrisa, agradecida.
—Nunca he dejado de pensar en ti —admitió él, con una mirada tierna.
Julia fingió no entender su declaración.
—Me visto en un minuto. —Ambos bajaron la vista hacia su pijama de franela.
—Bonitos patitos de goma —se burló Paul.
Avergonzada, ella abrió el armario en busca de ropa limpia. Llevaba una semana sin hacer la colada, por lo que sus opciones eran limitadas, pero encontró algo presentable para una comida informal.
Mientras se cambiaba en el baño, Paul se dedicó a ordenar un poco. Ni se le ocurrió tocar sus papeles del trabajo, pero estiró un poco la cama y puso en su sitio cosas que estaban por el suelo. Cuando acabó, guardó el libro de texto en un estante y,

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sentado en una de las sillas plegables, revisó el correo. Tiró la propaganda a la basura y apiló lo que parecían facturas en un montón. Se fijó en que no había ninguna carta de carácter personal.
—Gracias a Dios —murmuró.
Después de vestirse, Julia se tapó las ojeras con corrector y se aplicó un poco de colorete en las mejillas. Satisfecha de no parecerse ya a la señorita Havisham, salió del baño y se sentó frente a Paul.
Él la recibió con una sonrisa.
—¿Lista?
—Sí —respondió, abrazándose a sí misma—. Seguro que tienes cosas que decirme. Puedes soltarlas ya y nos lo quitamos de encima.
Paul frunció el cejo y señaló la puerta.
—Podemos hablar mientras comemos.
—Me ha abandonado —soltó, apenada.
—¿No crees que es lo mejor que te podía pasar?
—No.
—Por favor, Julia, ese tipo te sedujo para pasar el rato y luego te dejó en la estacada. ¿Qué más quieres que te haga para olvidarte de él?
—¡Eso no fue lo que pasó!
Paul la miró, sorprendido por su súbito arranque. De todos modos, la prefería enfadada que triste.
—Deberías ponerte un gorro. Hace frío.
Poco después, estaban en la calle, camino de la parada de metro de Spadina.
—¿Lo has visto?
—¿A quién?
—Ya sabes a quién. No me hagas decir su nombre.
Paul resopló.
—¿No prefieres olvidarlo?
—Por favor.
Al mirarla, vio que su preciosa cara estaba contraída en una mueca de dolor. Deteniéndose, le dijo:
—Me lo encontré unas horas después de la vista, cuando salía del despacho del profesor Martin. Desde entonces, no he hecho otra cosa que trabajar en mi tesis. Si Emerson renuncia a supervisarme, estoy jodido.
—¿Sabes dónde está?
—En el infierno, espero —respondió él animadamente—. Martin nos envió un correo electrónico a todos los del departamento informando de que Emerson se había tomado una excedencia hasta el final de este semestre. Supongo que lo recibiste.
Julia negó con la cabeza.
Él la miró atentamente.
—Deduzco que no se despidió de ti.
—Le dejé unos cuantos mensajes. Ayer por fin se dignó responderme.
—¿Qué te dijo?
—Que se había acabado y que dejara de llamarlo. Ni siquiera me llamó por mi nombre. Sólo un mensaje de dos líneas desde su cuenta de correo de la universidad, firmada con «Saludos, Prof. Gabriel O. Emerson».
—Qué cabrón.
Julia hizo una mueca, pero no lo defendió.
—Tras acabar la vista, me dijo que yo era incapaz de entender mi propia aflicción.

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—Gilipollas pretencioso.
—¿Cómo?
—Te pisotea el corazón y luego se pone a citar a Hamlet. ¡Increíble! Y encima lo cita mal, el idiota.
Julia parpadeó sorprendida.
—No reconocí el verso. Pensaba que eran sus palabras.
—Shakespeare era otro gilipollas pretencioso. Probablemente por eso no notaste la diferencia. Es un verso del discurso de Gertrudis sobre la muerte de Ofelia. Escucha:
Y su corona de plantas y ella misma cayeron en el lloroso arroyo. Sus ropas se extendieron y durante unos instantes, la sostuvieron sobre el agua como si fuera una sirena. Mientras tanto, cantaba viejas melodías como una criatura incapaz de entender su propia aflicción, o como si el agua fuera su elemento natural. Pero pronto sus vestidos, cargados de agua, la hundieron hasta el fondo pantanoso del arroyo, y la música se apagó para siempre.
Julia palideció.
—¿Por qué me diría algo así?
Paul repitió su lista de insultos favoritos dirigidos al profesor.
—No te pareces en nada a Ofelia. ¿Crees que Emerson temía que pudieras... cometer un disparate? —A medida que los versos de Shakespeare le iban viniendo a la mente, se había ido preocupando cada vez más.
Ella lo miró sorprendida.
—No, no lo creo. Murmuró algo sobre que creía que estaba cometiendo un suicidio académico.
Paul se tranquilizó un poco.
—Hay algo más que quería comentarte. Hablé con Christa.
Julia se mordió la parte interior de la mejilla antes de animarlo a continuar con una inclinación de cabeza.
—Me dijo que se alegraba de que Emerson se marchara. Y me habló de ti.
—Siempre me ha odiado.
—No sé qué se trae entre manos, pero yo que tú iría con cuidado.
La mirada de ella se perdió en la distancia.
—No puede hacerme más daño. Ya he perdido lo que más quería.

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Paul y Julia estaban sentados en un café retro de la calle Queen. Hablaron de cosas intrascendentes hasta que el camarero les preguntó qué querían y luego cayeron en un silencio incómodo.
Paul fue el primero en romperlo.
—¿Cómo estás? —le preguntó
¿Cómo responder a esa pregunta? No podía contarle que, aparte de destrozada por la pérdida de Gabriel, había estado disgustada por la pérdida de todo lo que él representaba: el amor adolescente, la virginidad, el descubrimiento de lo que había creído que era un amor profundo y recíproco...
Cada vez que se acordaba de la primera vez que le había hecho el amor, los ojos se le llenaban de lágrimas. Nadie la había tratado con tanta amabilidad ni le había prestado tanta atención. Había estado tan preocupado por no hacerle daño, asegurándose de que estuviera relajada. Le había repetido una y otra vez que la amaba mientras se movía en su interior, cada vez más cerca del orgasmo. El primer orgasmo que iba a tener con ella, por ella...
«Gabriel me miraba fijamente, moviéndose dentro de mí, diciéndome que me amaba y demostrándomelo con su cuerpo. Creo que en ese momento me amaba. Lo que no sé es cuándo dejó de hacerlo. O mejor dicho, cuándo decidió que amaba su trabajo más que a mí.»
Paul se aclaró la garganta, medio en broma, medio en serio, para llamar su atención y Julia le pidió disculpas con una sonrisa.
—Bueno, me siento enfadada y disgustada, pero trato de no pensar demasiado en lo que ha pasado. Voy trabajando en el proyecto, pero cuesta escribir sobre el amor y la amistad cuando has perdido ambas cosas. —Suspiró—. Todo el mundo en la universidad debe de pensar que soy una puta.
Paul se inclinó hacia ella desde el otro lado de la mesa.
—¡Eh, no eres ninguna puta! Y si alguien lo dice en mi presencia, se llevará un buen puñetazo.
Jugueteando con el pañuelo bordado que tenía en el regazo, Julia guardó silencio.
—Te enamoraste de la persona equivocada y él se aprovechó de ti, eso es todo.
Ella trató de protestar, pero Paul siguió hablando:
—El doctor Aras me hizo firmar un documento de confidencialidad. Se están ocupando de que no salga a la luz nada de lo relacionado contigo ni con Emerson. No te preocupes de lo que piense la gente, casi nadie lo sabe.
—Christa lo sabe.
—Estoy seguro de que le hicieron firmar el mismo documento. Si te enteras de que hace correr rumores sobre ti, denúnciala al decano.
—¿Y de qué servirá? Una vez que empiecen a correr los rumores, no habrá manera de pararlos. Me seguirán hasta Harvard.
—Se supone que los profesores no pueden aprovecharse de los alumnos. Si te hubieras negado a estar con Emerson, eso te habría podido perjudicar en tu carrera académica. Él es el malo de esta historia —añadió Paul, indignado—. En tu futuro hay un montón de cosas buenas para ti. Pronto acabarás aquí e irás a Harvard. Y algún día, cuando estés lista, encontrarás a alguien que te tratará como te mereces. Alguien digno

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de ti. —Le apretó la mano—. Eres dulce y amable. Eres lista y divertida. Y, cuando te enfadas, te pones muy sexy.
Ella sonrió con tristeza. Y Paul continuó:
—Aquel día que te enfrentaste a Emerson en el seminario... Fue un desastre, pero pagaría por volver a verlo. Eres la única persona que se ha atrevido a plantarle cara, aparte de Christa, que está loca, y de la profesora Dolor, que es retorcida. Aunque reconozco que en ese momento me asusté al pensar en las consecuencias, le echaste agallas. Fue impresionante.
—Perdí del todo los nervios. No estaba en mi mejor momento, precisamente.
—Tal vez no. Pero me demostraste algo. Y le demostraste algo a Emerson. Que, cuando quieres, eres una tipa dura. Tienes que dejar que esa Julia salga más a menudo. Sin pasarte, claro.
Sonreía, pero se lo notaba impresionado. Aunque el tono era de broma, estaba hablando en serio.
—Trato de no dejarme arrastrar por la furia, pero te aseguro que está ahí —replicó ella en voz baja pero firme.
Mientras tomaban café, Julia le contó una versión reducida y editada de su relación con Gabriel. Le habló de su invitación a acompañarlo a Italia; de cómo la salvó de Simon en Acción de Gracias y de que había pagado la operación para quitarle la cicatriz del mordisco. Mientras la escuchaba, él iba abriendo los ojos, asombrado.
Julia siempre se había sentido cómoda hablando con Paul. No era tan intenso como Gabriel, por supuesto, ni tenía cambios de carácter tan bruscos, pero era un buen amigo y sabía escuchar. Incluso cuando la reñía por haber elegido a Soraya Harandi como abogada.
Aunque cuando ella le dijo que la había elegido Gabriel, el foco de su enfado cambió.
—Voy a hacerte una pregunta personal. Si no quieres responder, no pasa nada. —Paul miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los oía.
—¿Qué quieres saber?
—¿La profesora Singer sigue viéndose con Gabriel ? ¿Os reunisteis alguna vez con ella mientras duró vuestra relación?
—¡No! Claro que no. Él trataba de mantenerme lejos de ella en todo momento, incluso la noche que cenamos en el Segovia.
Paul negó con la cabeza.
—No entiendo cómo no me di cuenta de que estabais juntos.
—Sé que no tienes buena opinión de él, pero no lo conoces. Me contó que su relación con la profesora Singer había sido muy breve y que había acabado hacía ya tiempo. Y antes de que lo digas, no, no creo que me estuviera mintiendo.
Paul se frotó la barbilla.
—Ya sabes que denuncié a la profesora Dolor el año pasado. Soraya Harandi la defendió. Me apunté a su seminario sobre tortura medieval pensando que trataría temas relacionados con mi tesis y desde el primer día me acosó. Al principio no le di importancia, pero luego recibí un correo electrónico suyo muy extraño. Aunque se aseguró de que el redactado fuera ambiguo, hasta un ciego se habría dado cuenta de que me estaba haciendo proposiciones. Por eso la demandé.
»Por desgracia, Soraya Harandi hizo un gran trabajo y convenció a los miembros del comité de que yo había malinterpretado sus palabras y de que había dejado correr la imaginación. Era mi palabra contra la suya.
»La única persona que se puso de mi lado fue la profesora Chakravartty, que aportó correos electrónicos que Singer había enviado a otras personas, argumentando

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que siempre seguía el mismo patrón de conducta. Pero el doctor Aras me hizo salir de la sala en cuanto se mencionaron los correos, así que no sé a quién iban dirigidos. La profesora Dolor se libró con sólo una advertencia y la orden de mantenerse alejada de mí. Nunca volvió a molestarme, pero siempre he querido saber a quién más había acosado. Espero que Emerson te mantuviera a salvo de ella.
—Lo hizo. No tuve ningún contacto con ella, ni él tampoco. Siento mucho que tuvieras que pasar por esa experiencia.
Paul se encogió de hombros.
—Me molesta que no recibiera ningún castigo y que pueda seguir campando a sus anchas. Para eso se crearon las normas de no confraternización, para proteger a los estudiantes y sus carreras académicas.
Durante unos momentos, ambos guardaron silencio, bebiendo café.
—Siento mucho haberte mentido —dijo ella, con ojos llorosos.
Él bajó la cabeza y suspiró.
—Supongo que yo habría hecho lo mismo —admitió, apretándole la mano una vez más.
Al volver a casa, Julia estaba mucho más animada. No se encontraba bien, aún se sentía rota por dentro, pero eso era normal. ¿Cómo sentirse entera cuando tu otra mitad te ha rechazado?
Tras un fin de semana productivo, durante el que adelantó mucho el proyecto, reunió fuerzas para llamar a Nicole. La psicóloga le había dejado varios mensajes, preguntándole por qué había dejado de acudir a terapia tan bruscamente y sin avisar. Cuando Julia habló con ella y le contó tímidamente que era Gabriel quien pagaba las sesiones y que no le parecía bien seguir yendo, ahora que ya no estaban juntos, Nicole respondió que él había avisado de que seguiría pagando las sesiones de Julia indefinidamente.
Ambas mujeres llegaron a la conclusión de que no estaría bien permitir que Gabriel siguiera pagando las facturas, sobre todo en esos momentos, cuando se había convertido en la principal razón de que ella necesitara terapia. Así que Nicole le devolvió el dinero a Gabriel sin más explicaciones y se puso de acuerdo con Julia en establecer unas nuevas tarifas, adecuadas al poder adquisitivo de ésta.
Dicho de otro modo, Julia seguiría acudiendo a terapia a cambio de pagar una tarifa ridícula.
Nicole estaba encantada con el acuerdo. No quería dejar a una estudiante sin recursos en la estacada.
Dos semanas después de la desaparición de Gabriel, Julia y ella hablaron de la ruptura, del dolor que estaba sintiendo y de cómo había decidido enfrentarse a ese dolor. Nicole la animó a centrarse en las cosas buenas que le ofrecía la vida y, sobre todo, a dedicar todos sus esfuerzos al proyecto.
A Julia le parecieron consejos muy razonables.
Esa noche, después de haber avanzado un poco más en el proyecto, se acostó y se durmió en seguida. Al cabo de un rato, notó que alguien se acostaba a su lado y la abrazaba, envolviéndola con su calor. Una nariz familiar le acarició el cuello y notó un suave aliento en el hombro.
—¿Gabriel?
Él respondió con un murmullo ininteligible.
—Te he echado tanto de menos —dijo ella, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas.
En silencio, él se las secó y empezó a besarle la cara una y otra vez.

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—Sé que me amaste. —Relajándose, apoyó la espalda contra su pecho—. Lo que no entiendo es que no me amaras lo suficiente como para quedarte conmigo.
Las manos que la abrazaban se fueron aflojando hasta dejarla sola en su cama fría.
Julia pasó parte de la mañana siguiente mirando por la ventana, tratando de comprender el extraño sueño que había tenido la noche anterior. Gabriel había regresado a su lado, pero seguía sin decirle nada. No le había dado explicaciones de sus actos ni le había pedido disculpas. Sólo había ido a buscarla y la había abrazado.
Ella había encontrado consuelo acurrucándose contra su cuerpo. Había suspirado de alivio y su subconsciente había sido incapaz de rechazarlo.
«En realidad no fue un sueño —pensó luego—. Sólo una pesadilla distinta.»
Tras un desayuno ligero, revisó el correo electrónico en su iPhone. Entre los correos recibidos había uno de Rachel:
¡Hola, Julia! ¿Qué pasa con Gabriel? No contesta al teléfono. He probado a llamarlo al fijo, pero tampoco. Supongo que seguís de luna de miel, pero dile que responda las llamadas de vez en cuando.
He elegido ya los vestidos para las damas de honor. Son de un rojo oscuro e intenso que te favorecerá mucho. Te enviaré un link para que veas las fotos y me des tu opinión. También necesitaré tus medidas para encargarlo.
Por cierto, por fin he conocido a la novia de Scott. Su hijo, Quinn, es un encanto.
Te quiero,
Rachel
El primer impulso de Julia fue cerrar el correo e ignorar el mensaje. Eso fue lo que hizo cuando Simon y Natalie la humillaron. Pero como la psicóloga le había dicho, esa vez tenía que cambiar de actitud y afrontar las cosas de otro modo. Tenía que ser más valiente. Respirando hondo, empezó a escribir:
Rachel, estoy segura de que los vestidos serán preciosos. Te enviaré las medidas pronto. Me alegro de que hayas conocido a la novia de Scott. Tengo ganas de conocerlos a los dos, a ella y a su hijo.
Hace días que no hablo con Gabriel. No sé dónde está. Se marchó. Me ha dejado. J.
Un minuto y cuarenta y cinco segundos más tarde, el iPhone de Julia sonó, indicando que Rachel la estaba llamando. Por desgracia, el valor la abandonó en ese mismo instante y no fue capaz de responder. Poco después, le llegó un SMS:
Lo mataré. R.

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Gabriel caminaba entre los árboles del bosque oscuro y brumoso que se extendía detrás de la que había sido la casa de los Clark. Llevaba una linterna, pero no la necesitaba. Conocía tan bien aquel bosque, que aunque hubiera estado borracho o colocado, no se habría perdido. Se le daba bien caminar en la oscuridad.
Se detuvo un momento, dejando que la lluvia helada lo empapara. Si entornaba los ojos, casi podía ver la silueta de una adolescente reposando recostada en el pecho de un hombre, ambos cubiertos por una vieja manta de lana. Tenía el pelo suelto, que le llegaba hasta los hombros, y lo abrazaba a él por la cintura. Aunque no se distinguía la cara del hombre, no era difícil darse cuenta de que estaba enamorado del ángel de ojos castaños que descansaba entre sus brazos.
Inmóvil en la oscuridad, Gabriel oía el eco de lo que eran mitad recuerdos, mitad ensoñaciones.
«—¿Tienes que irte?
»—Sí, pero no esta noche.
»—¿Volverás?
»—Mañana seré expulsado del Paraíso, Beatriz. Nuestra única esperanza es que tú me encuentres luego. Búscame en el Infierno.»
Gabriel no había previsto volver al huerto de manzanos sin ella. Tampoco había planeado dejarla. Sabía que le había roto el corazón. Pero aunque estaba atormentado por la culpabilidad y el arrepentimiento, sabía que en las mismas circunstancias, volvería a hacer lo mismo.
Julianne había renunciado a demasiadas cosas para estar con él. No pensaba consentir que renunciara también a su futuro.
Más tarde, Gabriel se estaba secando el pelo con una toalla en su antiguo dormitorio, mientras manejaba los mandos del equipo de música. Quería escuchar música para sufrir, por lo que se había puesto Blood of Eden, de Peter Gabriel. A mitad del estribillo, sonó el teléfono. Se había olvidado de pedirle a Richard que lo diera de baja cuando éste se mudó a Filadelfia, después de que él le comprara la casa.
Sin responder, se puso a recorrer la habitación de un lado a otro. Cuando el teléfono dejó de sonar, se tumbó en la cama, mirando al techo. Sabía que era su imaginación gastándole malas pasadas, pero habría jurado que podía oler el aroma de Julia en la almohada y que oía su respiración acompasada. Jugueteando con el anillo de platino que llevaba en el dedo, recordó los versos de La Vita Nuova, en los que Dante describe el rechazo de Beatriz.
Por culpa de estos rumores falsos y maliciosos que me acusaban de todo tipo de vicios, Ella, la reina de la bondad, la que alejaba el mal con su sola presencia, al ver que me acercaba me negó su dulce saludo, que era mi única bendición.

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Gabriel sabía que no tenía derecho a comparar su situación con la de Dante, ya que su desdicha era el resultado de sus propias decisiones. Sin embargo, mientras la oscuridad se cerraba sobre él, lo asaltó el miedo a haber perdido su bendición. Para siempre.

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—¡Será hijo de puta! —gritó Tom Mitchell al auricular. Julia tuvo que colocarse el iPhone a distancia para no quedarse sorda—. ¿Desde cuándo?
—Bueno, desde marzo. —Sorbió por la nariz—. Me lo confirmó por correo electrónico.
—¡Menudo cabrón! ¿Qué motivos te dio?
—No me dio ningún motivo. —Julia no se sentía con fuerzas para contarle a su padre la cadena de acontecimientos que habían llevado a su ruptura con Gabriel. Además, sabía que cualquier sospecha de fraude académico haría que el hombre se enfureciera.
—Le pegaré un tiro.
—Papá, por favor.
La conversación ya era bastante dura, sin tener que preocuparse además por si su padre cumplía sus amenazas y perseguía a Gabriel por los bosques de Selinsgrove para dispararle en el culo.
Tom respiró hondo.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé.
—Odio decirte esto, Julia, porque sé que lo querías, pero Gabriel es un cocainómano. Y ese tipo de adicciones son difíciles de superar. Puede que haya vuelto a consumir. O que se haya metido en líos con su camello. Las drogas son un asunto muy sucio. Me alegro de que se haya ido. Cuanto más lejos estés de él, mejor.
Al oír a su padre, Julia no se echó a llorar, pero el corazón se le encogió.
—Por favor, papá, no digas eso. Prefiero pensar que está en Italia, trabajando en su nuevo libro.
—En una granja de desintoxicación, más bien.
—Por favor.
—Lo siento. De verdad. Sólo quiero que mi niña encuentre a un buen hombre y que sea feliz.
—Yo quiero lo mismo para ti.
—Vaya par estamos hechos. —Tom carraspeó y decidió que era un buen momento para cambiar de tema—. ¿Qué tal la universidad? He conseguido algo de dinero por la venta de la casa y me gustaría ir a verte. También me gustaría que habláramos del verano que viene. Tienes que venir a conocer tu nueva habitación. Puedes pintarla del color que quieras. ¡Píntala de rosa si eso te gusta!
Julia sonrió.
—Ya hace años que no me apetece dormir en una habitación rosa, pero gracias, papá.
Aunque Selinsgrove era el lugar del mundo al que menos le apetecía ir en ese momento, al menos tenía un padre y una casa nueva que la esperaban. Una casa sin recuerdos de su madre ni de Simon. Ni de Gabriel.

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El 9 de abril, Julia caminaba sobre la nieve a medio derretir en dirección a la casa de la profesora Picton. En una mano llevaba una copia impresa del proyecto y en la otra una botella de chianti.
Estaba nerviosa. Aunque su relación con la profesora Picton había sido cordial, nunca había sido cálida. Katherine no era del tipo de profesores que mimaba o adulaba a sus alumnos. Era profesional, exigente y nada sentimental. Por eso, cuando la invitó a llevarle el trabajo impreso en persona y quedarse a cenar, se extrañó. Pero ni se le pasó por la cabeza negarse.
Frente a la fachada principal de la casa de tres plantas, Julia se secó las palmas de las manos en el chaquetón antes de llamar al timbre.
—Julianne, bienvenida —la recibió la mujer, invitándola a entrar.
Si el estudio de Julianne era un agujero de hobbit, la casa de la profesora Picton era una vivienda élfica. Como los elfos de los bosques, se notaba que era aficionada a los muebles de calidad y a las antigüedades. Lo que se veía era antiguo y caro. Las paredes estaban forradas con maderas nobles y los suelos cubiertos con gruesas alfombras. La decoración era aristocrática, pero no recargada ni excesiva. Y todo estaba perfectamente ordenado.
Después de colgar su abrigo, la profesora aceptó encantada el vino y el trabajo y la invitó a pasar a una salita. Julia se sentó en una butaca de piel frente a la chimenea y aceptó una copa de jerez.
—La cena está casi lista —dijo Katherine, antes de desaparecer, como una diosa griega.
Julia se entretuvo hojeando grandes libros de arquitectura y jardines ingleses que había sobre la mesita auxiliar.
Las paredes estaban cubiertas por cuadros de escenas bucólicas, intercalados con solemnes retratos de antepasados Picton en blanco y negro. Julia saboreó el jerez, disfrutando de la cálida sensación que le bajaba hasta el estómago. Antes de que se hubiera acabado la copa, Katherine fue a buscarla para cenar.
—¡Qué bonito todo! —dijo Julia y sonrió para disimular lo nerviosa que estaba.
Se sentía intimidada por la porcelana fina, las copas de cristal y los candelabros de plata que la profesora Picton había colocado sobre el mantel de tela de damasco blanco, que parecía acabado de planchar.
(Ni siquiera la mantelería se atrevía a arrugarse sin el permiso de la mujer.)
—Me gusta tener invitados, pero francamente, me cuesta encontrar a alguien a quien pueda soportar durante una cena entera.
A Julia se le cayó el alma a los pies. Procurando no hacer ruido, se sentó al lado de ella, que ocupó la cabecera de la larga mesa de roble.
—Huele delicioso —comentó Julia, tratando de no salivar por el aroma a carne asada y verduras estofadas.
Llevaba días sin demasiado apetito, pero la pericia culinaria de la profesora Picton parecía a punto de acabar con ese problema.
—Suelo tomar más verduras que carne, pero según mi experiencia, los estudiantes apenas comen carne. Por eso he rescatado esta vieja receta de mi madre. Estofado normando, lo llamaba. Espero que te guste el cerdo.
—Oh, sí, me gusta mucho. —Julia sonrió, pero al ver la piel de limón que

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adornaba el plato de brócoli hervido, su sonrisa se desvaneció.
«A Gabriel le gustaba adornar los platos.»
—¿Brindamos? —La profesora sirvió el vino que había llevado Julia y levantó su copa.
Ella la imitó.
—Por tu éxito en Harvard.
—Gracias. —Julia bebió para ocultar las emociones que la embargaban.
Pasados unos momentos, Katherine volvió a retomar la conversación.
—Te he invitado para comentar varias cosas. En primer lugar, tu proyecto. ¿Estás satisfecha con el resultado?
Ella se apresuró en tragar un trozo de chirivía.
—No.
La mujer frunció el cejo.
—Lo que quiero decir es que creo que es mejorable. Si pudiera dedicarle un año más, sería mucho mejor...
Dándose cuenta de que había hablado demasiado, Julia deseó que se abriera un agujero en el suelo y se la tragara.
Inexplicablemente, la profesora sonrió y se echó hacia atrás en la silla.
—Ésa era la respuesta correcta. Bien dicho.
—¿Cómo?
—Los estudiantes de hoy en día se creen que valen mucho. Me alegro de comprobar que, a pesar de tus éxitos académicos, no has perdido la humildad.
»Por supuesto que con un año más el trabajo sería más completo. Si sigues trabajando a este ritmo, dentro de un año serás más erudita y podrás trabajar mejor. Me alegra mucho que te des cuenta del potencial de mejora. Ahora podemos pasar a otro tema.
Julia bajó la mirada y la clavó en los cubiertos, sin saber qué esperar.
Golpeando con un dedo sobre la mesa, la profesora Picton dijo:
—No me gusta que los demás se metan en mi vida privada, así que yo no suelo meterme en la vida privada de los demás, pero en tu caso, David Aras me obligó a entrar. —Hizo una mueca de disgusto—. No estoy al corriente de todo lo que se dijo en ese proceso digno de McCarthy, ni quiero estarlo —aclaró, mirándola con intención.
»Greg Matthews está buscando a alguien que ocupe la cátedra de estudios sobre Dante en Harvard. Esperaba que fuera Gabriel quien la obtuviera. —Con el rabillo del ojo, vio que Julia se removía en el asiento, inquieta, pero siguió hablando—: Por desgracia, se la han ofrecido a otra persona. Primero, tontamente me la ofrecieron a mí, pero les dije que no tenía intención de abandonar mi retiro.
»No entiendo cómo ese horrible profesor Pacciani acabó en la lista de candidatos. En cualquier caso, la plaza será ocupada por Cecilia Marinelli. Se la han robado a Oxford. Sería muy bueno para ti trabajar con ella. Si quieres, puedo llamarla por teléfono y avisarla de tu llegada.
—Muchas gracias, profesora. Es muy amable de su parte.
Katherine hizo un gesto con la mano.
—No es nada.
Luego, las dos mujeres acabaron de cenar en relativo silencio. Mientras Katherine recogía la mesa, después de rechazar los repetidos ofrecimientos de ayuda de Julia, ésta se acabó el vino.
Aunque lamentaba que Gabriel no hubiera obtenido la plaza de sus sueños, se sentía aliviada al saber que no se lo encontraría en Harvard el curso siguiente. Su presencia en el departamento le habría supuesto todo tipo de problemas. Nunca más

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podría trabajar con él. Y le resultaría muy doloroso tener que mantener una actitud distante y profesional en su presencia. Era muy preferible que él permaneciera en Toronto y no la siguiera a Boston. Aunque le doliera, era una suerte que Harvard hubiera contratado a la profesora Marinelli.
Después del postre y del café, Katherine propuso que pasaran al salón. Una vez más, Julia se sentó en la cómoda butaca frente al fuego, mientras la profesora le servía una copita de oporto. Aunque Gabriel y ella tenían gustos muy distintos en cuanto a decoración, al parecer, los especialistas en Dante compartían el gusto por beber frente a la chimenea.
—En Harvard podrás empezar de cero. Nadie sabrá nada de lo que ha pasado aquí. Hasta entonces, te recomiendo que lleves una vida discreta. —La profesora la miró fijamente—. Los estudiantes, especialmente las chicas, son muy vulnerables a los ataques contra su reputación. Hay gente en la universidad que, cuando se encuentra a una estudiante brillante, prefiere pensar que ha obtenido esos resultados mediante la prostitución y los favores y no mediante el esfuerzo y el trabajo académico. Lo mejor es no darles excusas para que sigan pensándolo.
—Profesora Picton, le juro que trabajé mucho en ese seminario. El profesor Emerson no me ayudó en nada, ni me dio ningún trato de favor. Precisamente por eso le pidió que me calificara usted.
—Estoy segura de que es así, pero me engañaste y eso me molesta un poco.
Julia la miró horrorizada.
—Sin embargo, entiendo por qué no me lo contaste todo. Seguro que Gabriel te lo prohibió. También estoy molesta con él, pero por razones que no quiero divulgar, le debo un favor.
Bebió un sorbo de oporto, pensativa.
—Durante mi etapa de estudiante en Oxford, era vergonzosamente frecuente que los profesores mantuvieran relaciones con sus alumnas. No todos, pero alguno de esos casos eran lo que hoy conocemos como acoso. Otras veces eran relaciones amorosas. Vi de los dos tipos. —Mirándola solemnemente, Katherine añadió—: Conozco la diferencia entre un Willoughby y un coronel Brandon. Espero que tú también.
La noche siguiente, Julia se acercó a casa de Paul. Habían quedado para tomar café y comentar la cena en casa de la profesora Picton.
Él se volvió hacia Julia en el sofá.
—Ahora que ha acabado el semestre, ¿qué planes tienes? ¿Te mudarás en seguida?
Ella bebió un sorbito de café.
—Tengo contrato de alquiler hasta finales del mes de julio, pero espero convencer a mi casero de que me lo rescinda a mediados de junio.
—¿Después de la graduación?
—Sí. Mi padre vendrá para ayudarme con la mudanza.
Paul dejó la taza en la mesita auxiliar.
—Yo volveré a Vermont en junio. Puedes venir conmigo. Yo te ayudaré con la mudanza.
—Es que mi padre quiere venir de todos modos.
—Podemos viajar juntos. Podéis quedaros en la granja un par de días y luego os acompaño a Boston y te ayudo a instalarte. ¿Vivirás en la residencia?
—No lo sé. Me mandaron una carta diciéndome que no habría plazas libres en la residencia hasta agosto. Necesitaré algún sitio donde vivir hasta entonces.
—El hermano pequeño de un amigo mío estudia en Boston, en la facultad. Si

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quieres, le pregunto si conoce a alguien que quiera subarrendar su apartamento. La mitad de los habitantes de la ciudad son estudiantes. Es raro encontrar a alguien mayor de veinticinco años.
—¿De verdad aparte de ayudarme con la mudanza, me ayudarías a encontrar un apartamento?
—Bueno, no esperes que vaya a salirte gratis. Espero cobrar en cerveza. Por cierto, me gusta la marca Krombacher.
—Creo que podemos arreglarlo.
Julia sonrió y brindaron con las tazas de café.
—¿Quiénes son? —preguntó ella entonces, señalando una fotografía de cuatro personas, dos hombres y dos mujeres, medio ocultos tras un pingüino, encima del televisor.
—La chica de la izquierda es Heather, mi hermana pequeña, con su esposo Chris. Yo soy el de la derecha.
—¿Y la otra chica? —Julia se fijó en la cara de una bonita joven que agarraba a Paul por la cintura y se reía.
—Ejem, es Alison.
Ella esperó pacientemente a que él especificara más.
—Mi ex novia.
—Oh.
—Seguimos siendo amigos, pero ella trabaja en Vermont y no soportaba la relación a distancia. Lo dejamos hace ya un tiempo —explicó Paul apresuradamente.
—Eres una buena persona. —Julia se removió incómoda en el sofá—. No debería haber preguntado.
Paul se llevó la mano de ella a los labios y le dio un casto beso en los nudillos.
—Creo que deberías preguntarme lo que te apetezca. Y, para que lo sepas, siempre he creído que tú también eras una buena persona.
Sonriendo, Julia retiró la mano con delicadeza, para que no se molestara.
Poco antes de la medianoche, se durmió con la cabeza apoyada en el hombro de Paul. Sus cuerpos estaban pegados y la mente de él empezó a fantasear. Se imaginaba cómo sería sentir los labios de Julia bajo los suyos; su piel bajo sus manos. La abrazó y hundió la cara en su pelo. Ella se movió y pronunció el nombre de Emerson antes de frotar la cara contra su pecho.
Paul se dio cuenta de que tenía que tomar una decisión. Si quería ser amigo de Julia, tenía que olvidarse de sus sentimientos románticos hacia ella. No podía besarla ni hacer ninguna de las otras cosas que deseaba hacer. Era demasiado pronto. Y debía tener en cuenta que era muy posible que ella nunca lo viera como a una posible pareja, ni siquiera cuando se hubiera curado su corazón roto. Lo que Julia necesitaba era un amigo. Lo necesitaba a él. Y no iba a abandonarla cuando más lo necesitaba, por mucho que le costara guardarse sus sentimientos.
Así que, en vez de quedarse dormido a su lado, la llevó a su habitación y la acostó en su cama. La tapó bien y, cuando se convenció de que estaba cómoda, cogió una almohada y una manta y se instaló en el sofá.
Pasó buena parte de la noche frustrado, mirando el techo, mientras Julia dormía profundamente en su cama.
Mientras Julia pasaba la noche en el apartamento de Paul, Gabriel estaba sentado en la habitación del hotel, mirando fijamente la pantalla del ordenador portátil. Acababa de recibir un nuevo correo electrónico de su jefe, Jeremy Martin, recordándole el capital personal y profesional que había gastado para salvarle el culo. Como si necesitara que

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se lo recordara.
La mirada se le fue hacia el anillo. Resistió el impulso de quitárselo para releer las palabras que había grabado en él. Mientras lo hacía girar en el dedo, maldijo su último fracaso.
Harvard le había informado amablemente de que su candidatura había sido rechazada en favor de la profesora Marinelli. Ese rechazo era una nueva manera de fallarle a Julianne. Aunque ya no tenía importancia. ¿De qué le iba a servir estar en Harvard si ella no lo perdonaba?
Gabriel maldijo amargamente. ¿De qué le servía estar en ninguna parte si ella no lo perdonaba? Incluso en aquella habitación de hotel, Julia estaba con él. Estaba en su ordenador, en su teléfono, en su iPod, en su cabeza.
Sobre todo en su cabeza. No había mentido cuando le dijo que nunca olvidaría el momento en que había visto su cuerpo desnudo por primera vez. Cómo bajaba tímidamente la vista hacia el suelo y se ruborizaba bajo su mirada ardiente.
Recordaba cómo contemplaba él sus ojos oscuros mientras ella temblaba bajo su cuerpo, con los labios rojos entreabiertos, respirando entrecortadamente. Esos ojos que se habían abierto asombrados cuando había penetrado en su interior.
Julia había hecho una mueca de dolor. Curiosamente, podía recordar todas las veces que le provocó esa reacción. Y habían sido muchas. Como cuando la había hecho sentirse avergonzada por ser pobre; o la primera vez que la llevó a la cama en brazos; y cuando le enredó los dedos en el pelo y ella le había rogado que no le sujetara la cabeza; cuando admitió que había aceptado separarse de ella...
¿Cuántas veces podía lastimarla en una sola vida?
Se había torturado escuchando los mensajes que Julia le había dejado en el buzón de voz, mensajes que no había respondido. Se habían ido volviendo cada vez más descorazonados, hasta que habían acabado por desaparecer. No podía culparla. Era evidente que no le habían llegado sus mensajes, con la excepción del correo electrónico. Lo abrió, tratando de imaginarse su reacción.
Deja de intentar ponerte en contacto conmigo. Se ha terminado. Saludos,
Prof. Gabriel O. Emerson Profesor Departamento de Estudios Italianos/ Centro de Estudios Medievales Universidad de Toronto
Una risa amarga que reconoció como la suya resonó en la habitación. Por supuesto, ése era el único mensaje que se iba a creer, no los otros. La había perdido para siempre. ¿Y qué esperanza le quedaba sin ella?
Gabriel recordó una conversación que habían tenido los dos sobre uno de los libros favoritos de Grace, A Severe Mercy. Los personajes de la novela estaban convencidos de que habían convertido su amor en una idolatría. Se habían amado y adorado tanto que su vida espiritual se había resentido.
Gabriel sabía que había hecho lo mismo con Julianne. La había adorado, convencido de que era la luz que mantendría la oscuridad alejada de su vida.
La había amado tanto que había accedido a separarse de ella para proteger su futuro. Pero, al dejarla, corría el riesgo de no volver a tener su amor nunca más. El amor que sentía por Beatriz era la causa de que estuvieran separados. El destino había jugado con ellos del modo más cruel.
¿Qué estaría haciendo Paul? Lo más seguro era que estuviera aprovechando la oportunidad para consolar a Julia. Y ese consuelo podía llevarlos hasta... Gabriel no se podía imaginar que ella le fuera infiel. Pero sabía que pensaba que su relación había

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terminado. Paul sólo tenía que ofrecerle un hombro sobre el que llorar y estaría de vuelta en su vida, en su apartamento, en su mente.
«Follaángeles.»
Sólo encontraba consuelo en la música y la poesía, aunque era un consuelo muy parecido a la tortura. Apretando un botón, volvió a escuchar a Sting cantando la historia de David y Betsabé. Mientras la música sonaba, la vista se le fue hasta los versos que relataban la muerte de Beatriz en La Vita Nuova, versos que le resultaban dolorosamente familiares.
Una desgracia tan terrible lo asuela que ni siquiera pensar en ella lo consuela. Las lágrimas se niegan a ayudarlo. Suspira y sufre, negándose a encontrar el consuelo (excepto el de la muerte, que acorta el sufrimiento). Recuerda el breve paso por esta tierra de la que estuvo entre nosotros y ya no está. Mi pecho se afana, entre suspiros, pensando continuamente en ella, por la que mi corazón late entrecortado. A menudo pienso en la muerte y me asalta un deseo tan intenso que me altera hasta el color de la cara. Y si la idea se asienta, mis miembros se agitan como si estuviera poseído. Cuando me doy cuenta, me aparto de la gente avergonzado. Luego la llamo a gritos en un lamento cargado de dolor. Beatriz, la llamo, ¿de verdad estás muerta? Y mientras la llamo, hallo consuelo.

Gabriel cerró el documento y acarició con un dedo el retrato de la preciosa mujer que adornaba la pantalla de su portátil. Durante los próximos días acabaría su trabajo y quedaría libre de responsabilidades, pero lo haría sin Beatriz a su lado para ayudarlo y consolarlo. En su ausencia, tal vez sucumbiría a antiguas tentaciones para mitigar el dolor. 

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