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26
«Algo huele a
podrido en Dinamarca.» Soraya se apoyó en el lavabo del servicio de señoras
mientras su clienta lloraba sentada en una silla. Sacó la BlackBerry de la
cartera y revisó los correos recibidos antes de volver a guardar el aparato.
—Conozco a
John. Si de él hubiera dependido, Gabriel no habría abierto la boca. Le habría
puesto una demanda a la universidad y habría tratado de demostrar que todo
había sido culpa tuya. Nunca habría aceptado este resultado. —Miró a su clienta
con severidad—. ¿Sabes si hay algo? ¿Algún secreto que Gabriel no quiere que
salga a la luz? ¿Algo extremadamente dañino para su imagen?
Julia negó con
vehemencia. Había consumido drogas, pero eso quedaba en el pasado, igual que su
promiscuidad y su experiencia con la profesora Singer. Por supuesto, estaba la
insignificante cuestión de los grabados de Botticelli comprados en el mercado
negro, pero a ella no se le ocurriría contarle esa información a nadie y menos
aún a Soraya.
—¿Estás
segura? —insistió la abogada, con los ojos entornados.
—No hay ningún
secreto. —Julia sorbió por la nariz y se sonó con un pañuelo de papel.
Soraya se
apartó la melena oscura por encima del hombro.
—En ese caso,
debe de ocultarte algo a ti también. No puedo imaginar qué podría ser más
negativo para su imagen que una relación inadecuada con una alumna. Pensaba que
no os habíais acostado hasta el final del semestre.
—Y así es.
—Entonces,
¿por qué les ha dicho que estabais juntos mientras aún eras su alumna?
—¿Crees que lo
despedirán?
—No. —Soraya
soltó el aire con fuerza—. Emerson tiene plaza fija y el catedrático lo apoya.
Se notaba en su lenguaje corporal. Aunque David Aras es un cabrón pretencioso.
¿Quién sabe lo que pasa por su cabeza?
—¿No crees que
Gabriel haya mentido para protegerme?
La abogada
reprimió una sonrisa condescendiente. No hubiera sido adecuado sonreír en ese
momento.
—Los seres
humanos somos egoístas. Se estaba protegiendo a sí mismo. O bien trataba de
ocultar algún secreto que no quería que saliera a la luz o bien ha
intercambiado la confesión por clemencia. Gabriel se ha rebelado contra John y
se ha negado a que éste lo defendiera de los cargos. De no ser así, aún
estaríamos sentadas en esa sala.
Julia se
acercó al lavabo y se lavó las manos y la cara, tratando de ponerse un poco
presentable.
Soraya la miró
negando con la cabeza.
—No quiero ser
cruel pero, francamente, no creo que se merezca tus lágrimas.
—¿A qué te
refieres?
—Estoy segura
de que has sido una distracción excitante, un contraste interesante con sus
otras mujeres. Supongo que te habrá dicho cosas bonitas para que te acostaras
con él y mantuvieras la boca cerrada. Pero no puedes fiarte de hombres como
ése. Nunca cambian. —Al ver la expresión horrorizada de Julia, siguió
hablando—: No pensaba decírtelo, pero una amiga mía se enrolló con él un par de
veces. Se conocieron
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en una discoteca hará un año y acabaron follando en el
lavabo.
»Un día, el
otoño pasado, la llamó por teléfono y volvieron a enrollarse, pero después no
volvió a llamarla nunca más. Fue como si hubiera desaparecido del mapa. —Soraya
la miró fijamente—. ¿Por qué ibas a querer estar con alguien así? Probablemente
se haya estado tirando a otras mujeres a tus espaldas mientras estaba contigo.
—No lo
conoces. No lo juzgues —lo defendió ella, en voz baja pero agresiva.
La abogada se
encogió de hombros y buscó el pintalabios en el bolso.
Julia cerró
los ojos y respiró hondo, tratando de procesar la nueva información.
«Gabriel y yo
empezamos a vernos en otoño. ¿Se estaba acostando con otras mujeres mientras me
enviaba flores y correos electrónicos? ¿Me mintió sobre Paulina?»
No sabía qué
creer. El corazón le decía que lo creyera a él, pero no podía negar que Soraya
había plantado la semilla de la duda en su mente.
Salieron al
pasillo y, al acercarse a la escalera, se encontraron con John y Gabriel.
Ninguno de los dos parecía contento.
—¡Gabriel!
—llamó Julia.
John le
dirigió una mirada hostil.
—Larguémonos
de aquí, Gabriel. No pueden verte con ella.
Julia lo miró.
Los ojos de él ya no reflejaban disgusto ni rechazo, pero sí ansiedad.
—¿No has
causado ya bastante daño? —le espetó John, cuando ella dio un paso inseguro en
dirección a ellos.
—No le hables
así. —Gabriel se interpuso entre los dos, protegiéndola con su cuerpo, aunque
sin mirarla a la cara.
—David y sus
secuaces están a punto de salir por esa puerta —los interrumpió Soraya—. Y yo
preferiría estar lejos de aquí cuando lo hagan. Así que si tenéis que deciros
algo, que sea rápido.
—Por encima de
mi cadáver —protestó John—. Las cosas ya se han complicado bastante.
Larguémonos.
Con una mirada
de advertencia a su abogado, Gabriel se volvió hacia Julia.
—¿Qué pasa?
¿Por qué les has dicho que nuestra relación fue inadecuada? —preguntó ella,
mirando sus ojos oscuros y atormentados.
—«No eras
consciente de tu aflicción» —le susurró Gabriel al oído, inclinándose hacia
ella.
—¿Qué se
supone que quiere decir eso?
—Se supone que
acaba de salvarte el culo, ¡eso quiere decir! —los interrumpió John,
señalándola con un dedo y mirándola con desprecio—. ¿Y se puede saber qué
tratabas de hacer vomitando sentimientos durante toda la vista? Sabía que eras
inocente, pero no me imaginaba que además fueras estúpida.
—John, aparta
ese dedo de la cara de la señorita Mitchell o te lo arrancaré de la mano. —La
voz de Gabriel, apenas un susurro, era tan amenazadora que provocaba
escalofríos—. Nunca te dirijas a ella en ese tono. ¿Está claro?
El abogado
cerró la boca.
Soraya
aprovechó la oportunidad para atacarlo.
—Mi clienta
está mejor lejos de cualquiera de los dos. No finjas que no pensabas acusarla
de todo para salvar a tu cliente, maldito cobarde.
John maldijo
entre dientes, pero no se defendió.
Julia miró a
Gabriel a los ojos, pero él había vuelto a colocarse la máscara de
indiferencia.
—¿Por qué ha
dicho el doctor Aras que iban a protegerme de ti?
—Tenemos que
irnos. Ya. —John trató de llevarse de allí a Gabriel al oír ruido
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cerca de la puerta de la sala.
—¿Te han
despedido? —preguntó Julia con voz temblorosa.
Dirigiéndole
una mirada afligida, él negó con la cabeza.
—Buen trabajo,
John. Seguro que estás muy orgulloso de ti mismo —se burló la abogada—. ¿Has
tenido que venderle tu alma a David? ¿O sólo tu cuerpo?
—Chúpamela,
Soraya.
—Entonces,
¿conservas el trabajo pero no puedes hablar conmigo? ¿Y qué me dices de anoche,
Gabriel? —Julia alargó una mano temblorosa para acariciarlo, pero él se apartó
de su alcance, negando con la cabeza y mirando de reojo a John y Soraya.
»Me prometiste
que nunca me follarías, pero ¿qué fue lo de anoche? Ni una palabra, ni un «te
quiero», ni una nota antes de marcharte. ¿Era eso? ¿Un polvo de despedida? —El
susurro de ella se convirtió en un sollozo—. ¿Quién es el follaángeles ahora?
Gabriel hizo una
mueca de dolor.
Fue algo más
que una mueca. Fue como si acabara de recibir un puñetazo. Cerró los ojos y
gimió débilmente, mientras se apoyaba en los talones y apretaba mucho los
puños.
Todos vieron
como palidecía de golpe.
—Eso me ha
dolido, Julianne —murmuró.
—¿Conservas el
trabajo a cambio de no hablar conmigo? ¿Cómo has podido acceder a eso? —gritó
ella.
Él abrió los
ojos, que le brillaban como dos zafiros.
—¿Me crees
capaz de presentarme en tu casa, echarte un polvo y dejarte sin decirte adiós?
Gabriel estaba
apretando los puños con tanta fuerza que le temblaban.
—¿Me estabas
dejando? —Julia volvió a sollozar.
Él le dirigió
una mirada intensa como un rayo láser, como si estuviera tratando de
comunicarse con ella sin palabras. Inclinándose hacia adelante hasta que sus
narices estuvieron casi juntas, susurró:
—No te follé.
Nunca te he follado. —Y apartándose un poco, continuó—: Estabas a punto de
tirar tu futuro por la borda. Tantos años de duro trabajo, tantos
sacrificios... Iban a arrebatártelo todo y no habrías podido recuperarlo. No
iba a quedarme de brazos cruzados viendo cómo te suicidabas académicamente. Te
dije que bajaría a los infiernos a rescatarte si hacía falta y eso es lo que
acabo de hacer. —Alzando la barbilla, añadió—: Y volvería a hacerlo.
Julia dio un
paso hacia él y le clavó un dedo en el pecho.
—¿Quién te da
derecho a decidir por mí? Es mi vida y son mis sueños. Si yo quiero renunciar a
ellos, ¿quién demonios eres tú para impedírmelo? Se suponía que me amabas,
Gabriel. Se suponía que tenías que ayudarme a caminar por mí misma. Y en vez de
eso, llegas a un acuerdo con ellos. Tu trabajo a cambio de nuestra relación.
—¿Queréis
acabar de una vez? —los interrumpió Soraya—. El doctor Aras está a punto de
salir. Vámonos, Julia. Ahora mismo.
Mientras
tiraba del codo de su clienta, John se interponía entre los amantes.
—¿Eso es todo?
¿Te dicen que tienes que dejarme y me dejas? ¿Desde cuándo sigues las normas
establecidas, Gabriel? —le echó en cara Julia, furiosa.
La expresión de
la cara de él cambió inmediatamente.
—No he tenido
elección, Eloísa. Las circunstancias nos han superado.
—Pensaba que
mi nombre era Beatriz. Pero claro, Abelardo abandonó a Eloísa para no perder su
trabajo, así que supongo que el nuevo apodo es más adecuado —le espetó ella,
mientras se apartaba un poco.
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En ese momento, el profesor Martin salió al pasillo.
Frunciendo el cejo, se acercó a ellos.
Bajando aún
más la voz, Gabriel dijo:
—Lee mi sexta
carta. Párrafo cuarto.
Julia negó con
la cabeza.
—Ya no soy tu
alumna, profesor. Ya no puedes ponerme deberes.
Soraya se la
llevó casi a rastras. Y luego, ambas mujeres bajaron la escalera a la carrera,
mientras los miembros del comité salían al pasillo.
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Gabriel se
refugió en el servicio de caballeros tan pronto como Julia se marchó. No podía
arriesgarse a llamarla, ya que Jeremy podía entrar en cualquier momento, pero
dudaba que hubiera entendido su mensaje de despedida. Abriendo el agua para
camuflar el ruido, le envió un breve correo electrónico aclaratorio.
Al acabar, se
guardó el iPhone en la chaqueta y salió al pasillo, fingiendo estar más hundido
y derrotado de lo que lo estaba.
Al acercarse a
los dos hombres que lo esperaban, el teléfono de Jeremy empezó a sonar.
Cuando Julia
se despertó a la mañana siguiente, el aturdimiento del día anterior había
desaparecido. El sueño le habría servido para descansar de la realidad, de no
ser por las pesadillas. Había tenido varias y en todas ellas aparecía el huerto
donde se había despertado sola aquella mañana tan lejana. Soñaba que se
despertaba de nuevo sola y perdida y no sabía dónde encontrar a Gabriel.
Ya era casi
mediodía cuando se levantó para comprobar si tenía algún mensaje. Esperaba un
SMS o un correo electrónico, pero no había recibido nada.
Gabriel había
actuado de un modo tan extraño el día anterior. Por un lado le había dicho que
lo que habían hecho no había sido follar, pero por otro la había llamado
Eloísa. No quería creerse que la hubiese dejado usando un juego de palabras
literario, pero no podía quitarse de la cabeza que había pronunciado la palabra
«adiós».
Se sentía
traicionada, pues él le había prometido que nunca la abandonaría. Por otra
parte le parecía que había aceptado muy fácilmente las exigencias del comité, a
pesar de que ella ya no era su alumna y, por tanto, la universidad ya no podía
interferir en sus vidas privadas.
No podía
librarse de la horrible sospecha de que Gabriel se había hartado de su relación
y había aprovechado las circunstancias para poner fin a la misma. La
universidad le había ofrecido la posibilidad en bandeja.
Si la ruptura
con él hubiera tenido lugar unos meses antes, Julia se habría quedado varios
días en la cama. Pero ya no era la misma persona. Ahora era mucho más fuerte,
así que se levantó y lo llamó al móvil para exigirle una explicación. Cuando le
saltó el buzón de voz, dejó un mensaje breve e impaciente en el que le pedía
que la llamara.
Frustrada, fue
a darse una ducha, esperando que eso la ayudara a ver las cosas más claras. Pero,
por desgracia, en lo único que pudo pensar fue en la tarde en Italia en que
Gabriel la había duchado y le había lavado el pelo.
Después de
vestirse, decidió buscar su sexta carta para leer el cuarto párrafo. Tal vez
allí encontrase alguna pista sobre lo que estaba pasando.
Pero no estaba
segura de a qué se refería con lo de cartas. ¿En papel o también los correos
electrónicos? Si lo contaba todo, la sexta vez que se había puesto en contacto
con ella por escrito correspondía a una nota que le había dejado la mañana
siguiente a su horrible discusión en el seminario. Por suerte, la había
guardado.
La buscó y
empezó a leer:
Julianne:
Espero que
encuentres todo lo que necesites.
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Si no, Rachel llenó de cosas el tocador del cuarto de
baño de invitados. Usa lo que quieras.
Mi ropa
está a tu disposición.
Ponte un
jersey, hace un día frío.
Tuyo,
Gabriel
Lo que menos
le apetecía a Julia en esos momentos era a ponerse a desentrañar mensajes en
clave. Sin embargo, leyó varias veces la cuarta frase, tratando de descifrar
qué quería decirle con eso de «Ponte un jersey, hace un día frío».
Gabriel le
había dejado su jersey verde de cachemira al principio de su relación, pero
ella se lo había devuelto. ¿Le estaba diciendo que mirara en la etiqueta de
alguna de las prendas de ropa que le había regalado? Las sacó todas del armario
y las dejó sobre la cama. Las examinó una por una, pero no encontró nada que le
diera ninguna pista al respecto.
¿Le estaría
diciendo sencillamente que se protegiera del frío de la soledad? ¿O que su amor
por ella se había enfriado?
Su enfado ganó
intensidad. Ya no estaba sólo enfadada, estaba furiosa. Fue a lavarse las manos
al lavabo y se vio en el espejo. La joven insegura que la había mirado meses
atrás desde aquel mismo espejo había desaparecido y su lugar había sido ocupado
por una mujer pálida y disgustada, con los labios fruncidos y los ojos
brillantes. Ya no era el tímido Conejito ni la Beatriz de diecisiete años. Era
Julia Mitchell, estudiante universitaria a punto de empezar su doctorado y no
pensaba pasarse el resto de su vida recogiendo las migajas que los demás se
dignaran tirarle.
«Si quiere
decirme algo, que venga y me lo diga a la cara —pensó—. No pienso pasarme el
día jugando a buscar el tesoro, sólo para que él se sienta más tranquilo.»
Lo amaba, eso
era absurdo negarlo. Al ver el álbum de fotos que le había regalado por su
cumpleaños, supo que lo amaría el resto de su vida. Pero el amor no era excusa
para que la tratara con crueldad. Ella no era un juguete, una Eloísa que
abandonar cuando las cosas se ponían feas. Si iba a dejarla, quería que se lo
dijera claramente. Le daba de plazo hasta la hora de la cena.
Esa noche, se
dirigió a casa de Gabriel con la llave en el bolsillo. A cada paso que daba,
iba repitiéndose lo que pensaba decir. Se prometió que no lloraría. Sería
fuerte y le exigiría una explicación.
Al doblar la
esquina, vio que una mujer alta y rubia, impecablemente vestida, salía del
portal. La mujer miraba su reloj con impaciencia mientras el conserje paraba un
taxi.
Julia se
escondió detrás de un árbol, pero asomó la cabeza para seguir mirando.
Al principio
pensó que la mujer era Paulina. Al comprobar que no lo era, respiró aliviada.
Verla con Gabriel justo ese día habría sido devastador. No creía que él le
hiciera algo así. Se suponía que era su Dante. Se suponía que la amaba tanto
que estaba dispuesto a descender a los infiernos para protegerla; no que
recibiría a Paulina en su casa en cuanto ella saliera de su vida.
Nerviosa,
entró en el vestíbulo y saludó al conserje, que la reconoció en seguida. Sin
pedirle que avisara a Gabriel de su llegada, entró en el ascensor. Se
estremeció al pensar lo que encontraría en el piso unos instantes después.
Abrió sin
llamar. Si Gabriel estaba con otra mujer, prefería verlo con sus propios ojos.
Pero nada más entrar, vio que algo no iba bien. Aunque todas las luces estaban
apagadas, la puerta del armario del recibidor estaba abierta. El armario estaba
casi vacío y había perchas y zapatos tirados por el suelo. Era muy poco propio
de Gabriel dejar las
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cosas desordenadas.
Encendió la
luz y dejó la llave en la mesita donde él siempre dejaba las llaves. Las suyas
no estaban allí.
—¿Gabriel?
¿Hola?
Al entrar en la
cocina, la sorprendió ver una botella de whisky vacía en el fregadero, al lado
de un vaso roto y de varios platos y cubiertos sucios.
Preparándose
para lo que pudiera encontrar, se acercó al salón. Vio una mancha en la pared,
al lado de la chimenea, y varios trozos de cristal rotos en el suelo. No le
costó mucho imaginarse a Gabriel tirando el vaso contra la pared en un arranque
de furia, pero le extrañó que no hubiera recogido los trozos, con los que
alguien podía cortarse.
Cada vez más
preocupada, se dirigió al dormitorio, donde se encontró cajones medio abiertos
y ropa tirada encima de la cama. El armario estaba en un estado parecido. Vio
que mucha de su ropa faltaba del armario, igual que la maleta grande.
Pero lo que la
dejó sin aliento fue ver las paredes. Había quitado todas las fotografías en
las que aparecían los dos y las había dejado sobre la cama, boca abajo.
Ahogó un grito
de horror al ver que también había descolgado el cuadro de Holiday de Dante y
Beatriz y lo había dejado sobre la cómoda, de cara a la pared.
Aturdida, se
sentó en una silla.
«Se ha ido.»
Se echó a
llorar, sin poderse creer lo fácil que le había resultado a Gabriel romper
todas sus promesas. Cuando se calmó un poco, buscó por todo el piso alguna nota
o alguna pista que le indicara adónde se había marchado. Al ver el teléfono, se
planteó llamar a Rachel, pero no podía soportar tener que contarle que su
relación había terminado.
Apagó las
luces y estaba a punto de marcharse cuando se acordó de una cosa. Regresó al
dormitorio, pero no encontró la foto que Rachel les había hecho en Lobby, meses
atrás. Una en la que se los veía bailando y Gabriel la estaba mirando con
deseo.
No estaba en
su sitio habitual, sobre la cómoda. Pensó que tal vez él la hubiese roto, pero
no encontró los trozos en ninguna de las papeleras de la casa.
Julia no
entendía por qué Gabriel se había marchado, ni por qué lo había hecho sin darle
una explicación, pero empezaba a sospechar que las cosas no eran como ella se
las había imaginado.
Echando un segundo
vistazo al armario, se planteó llevarse su ropa, pero en seguida lo descartó.
Curiosamente, ya no sentía que esa ropa fuera suya.
Poco después,
estaba esperando el ascensor, sintiéndose maltratada y con el orgullo herido y
las lágrimas volvieron a rodar por sus mejillas. Buscó un pañuelo de papel para
sonarse, pero no le quedaba ninguno, lo que la hizo llorar con más ganas.
—Tome —dijo
una voz masculina a su espalda.
Ella aceptó
agradecida el pañuelo de tela, con las iniciales SIR bordadas en él. Tras
secarse los ojos, trató de devolvérselo a su dueño, pero éste hizo un gesto con
las manos, rechazándolo.
—Mi madre
siempre me regala pañuelos. Tengo docenas de ellos.
Julia alzó la
vista y se encontró con unos amables ojos castaños medio ocultos tras unos
anteojos sin montura. Reconoció a uno de los vecinos de Gabriel, que llevaba un
grueso abrigo de lana y una boina militar.
(Lo que, dada
su edad y su heterosexualidad, sólo podía indicar que era francocanadiense.)
Cuando el
ascensor abrió las puertas, el vecino le cedió el paso y entró tras ella.
—¿Le pasa
algo? ¿Puedo ayudarla? —preguntó con algo de acento, aunque no
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muy marcado.
—Gabriel se ha
marchado.
—Sí, me crucé
con él cuando salía. —El hombre frunció el cejo al ver que los ojos se le
volvían a llenar de lágrimas—. ¿No se lo dijo? Pensaba que era su... —se
interrumpió y la miró expectante.
Julia negó con
la cabeza.
—Ya no.
—Lo siento.
Continuaron
descendiendo en silencio hasta la planta baja. Una vez más, cuando la puerta se
abrió, el hombre le cedió el paso.
Julia se
volvió hacia él.
—¿Sabe adónde
ha ido?
El vecino la
acompañó hasta la puerta de la entrada.
—No. Me temo
que no se lo pregunté. Estaba muy alterado, ¿sabe? —Inclinándose hacia ella,
susurró—: Apestaba a alcohol y estaba furioso. No me pareció que tuviera ganas
de charlar.
Julia le
dirigió una sonrisa llorosa.
—Gracias.
Siento haberle molestado.
—No ha sido
ninguna molestia. Me temo que no la avisó de que se marchaba, ¿no?
—No. —Volvió a
secarse las lágrimas con el pañuelo.
Él musitó algo
en francés. Algo que se parecía mucho a cochon.
—Si quiere,
puedo darle un recado cuando vuelva —se ofreció—. A veces pasa por casa cuando
se queda sin leche.
Tras unos
instantes, Julia tragó saliva.
—Dígale sólo
que me ha roto el corazón.
El hombre
asintió, incómodo, y se marchó.
Ella salió a
la calle y emprendió el camino de vuelta a casa sola.
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Varias horas
después de la vista, Gabriel estaba sentado en su casa, envuelto en las sombras.
La única luz de la estancia era la de las llamas azules y anaranjadas de la
chimenea de gas. Estaba absorto pensando en Julia. Completamente rodeado por
sus recuerdos y su fantasma.
Al cerrar los
ojos, habría jurado que podía olerla, que oía su risa acercarse por el pasillo.
Su dormitorio se había convertido en una especie de capilla; por eso no se
atrevía a acostarse y permanecía frente a la chimenea.
No podía
soportar ver las fotografías en blanco y negro de los dos, en especial la más
grande, la que colgaba sobre el cabezal de la cama. La que mostraba a Julianne
en toda su magnificencia, tumbada boca abajo, dejando expuesta la espalda, sólo
parcialmente cubierta por una sábana. Ella lo miraba con adoración, con el pelo
revuelto y una sonrisa saciada, satisfecha...
En cada
habitación lo asaltaban sus recuerdos. Algunos eran felices, otros dulces y
amargos a la vez, como el chocolate negro. Fue al comedor a servirse dos dedos
de su mejor whisky escocés y se lo bebió de un trago, disfrutando del ardor que
le quemaba la garganta. Trató desesperadamente de no pensar en Julia, de pie
ante él, recriminándole su actitud clavándole un dedo en el pecho.
«Se suponía
que me amabas, Gabriel. Se suponía que tenías que ayudarme a caminar por mí
misma. Y en vez de eso, llegas a un acuerdo con ellos. Tu trabajo a cambio de
nuestra relación.»
Al recordar su
mirada dolida, Gabriel lanzó el vaso contra la pared. El suelo quedó cubierto
por trozos de vidrio, afilados como carámbanos rotos, que brillaban a la luz de
las llamas.
Sabía lo que
tenía que hacer; sólo necesitaba encontrar el valor para hacerlo. Sin soltar la
botella, se dirigió al dormitorio como quien va al patíbulo. Dos tragos más
tarde, fue capaz de colocar la maleta sobre la cama. Sólo recogió las cosas
básicas y no se molestó en doblar la ropa.
Reflexionó
sobre el dolor del destierro. Pensó en las lágrimas de Ulises al estar tan
lejos de su hogar, de su esposa, de su gente. Ahora entendía lo que era eso.
Cuando acabó
de hacer la maleta, echó la foto que tenía sobre la cómoda encima de la ropa.
Acariciando con un dedo la cara de su amada, bebió otro trago antes de
tambalearse hacia el despacho.
Hizo un
esfuerzo para no mirar la butaca de terciopelo rojo. Si cedía a la tentación,
vería a Julia, enroscada como un gato, leyendo un libro. Se estaría
mordisqueando el labio inferior y sus adorables cejas estarían fruncidas por la
concentración. ¿Algún hombre habría amado, adorado, venerado más a una mujer?
«Sólo Dante»,
pensó. Y en ese instante le sobrevino la inspiración.
Abrió uno de
los cajones del escritorio. Era el cajón de los recuerdos, donde guardaba la
ecografía de Maia, junto con los escasos recuerdos que conservaba de su niñez
—el reloj de bolsillo de su abuelo, algunas joyas que habían pertenecido a su
madre, el diario de ésta y alguna fotografía—. Eligió una foto y un grabado
antes de volver a cerrar el cajón con llave. Deteniéndose sólo para abrir la
caja de terciopelo negro y sacar el anillo, se dirigió a la puerta.
El frío de la
noche de Toronto lo serenó un poco mientras caminaba a grandes zancadas hacia
su oficina. Esperaba encontrar allí lo que necesitaba.
170
El edificio del Departamento de Estudios Italianos estaba a
oscuras. Al encender la luz de su oficina, lo asaltaron los recuerdos. Recordó
el primer día que Julia había ido a su despacho y lo tremendamente maleducado
que había sido con ella. Recordó la otra vez, después del desastroso seminario,
en que ella se había quedado en la puerta y le había dicho que no era feliz y que
no quería a Paul. Se frotó los ojos con los puños, como si eso fuera a hacer
desaparecer las imágenes.
Llenó su
cartera de piel con los documentos imprescindibles y unos cuantos libros. Tras
rebuscar por los estantes, encontró el que había ido a buscar. Soltando un
suspiro de alivio, escribió unas cuantas palabras, añadió la foto y el grabado
como marcapáginas, apagó la luz y cerró con llave.
Todos los
miembros del profesorado tenían llave de la oficina de la señorita Jenkins, ya
que allí se encontraban los casilleros. Dejó el libro en uno de ellos y
acarició cariñosamente el nombre de su propietaria. Comprobó satisfecho que no
era el único libro que había en los casilleros y, con el corazón encogido por
el dolor de la separación, se marchó.
Paul Norris
estaba enfadado. Su rabia iba dirigida contra el hombre más malvado del
planeta, Gabriel Emerson, que, tras haber maltratado en público y seducido en
privado a su amiga, la había abandonado.
Si Paul
hubiera sido fan de Jane Austen, habría comparado al profesor con el señor
Wickham o con Willoughby. Pero no lo era.
Le costaba un
gran esfuerzo no ir a buscar Emerson para darle la paliza que llevaba meses
buscándose. Paul se sentía muy traicionado. Julia le había dicho que estaba
saliendo con un hombre llamado Owen.
¡Gabriel Owen
Emerson!
Tal vez ella
quería que Paul lo descubriera, pero no se había atrevido a darle más
información. ¿Quién se iba a imaginar que Owen era el profesor Emerson? Paul lo
había insultado un montón de veces y le había contado a Julia secretos de su
relación con la profesora Singer. Y mientras Paul le contaba esos secretos,
ella se acostaba con él. No le extrañaba que le hubiera negado que Owen le
había mordido en el cuello.
Cerró los
ojos, asqueado al imaginarse al profesor Emerson cometiendo actos depravados
con ella. Con Julia y sus manos diminutas. Julia que era dulce y amable y que
se ruborizaba con tanta facilidad. Julia, que no podía pasar junto a un pobre
sin darle limosna. Le dolía darse cuenta de que la dulce señorita Mitchell
había compartido la cama de un monstruo que se excitaba con el dolor, que había
sido un juguete de la profesora Singer.
Aunque tal vez
eso fuera lo que ella deseaba. Tal vez ella y Gabriel hubieran invitado a Ann a
su cama. Al fin y al cabo, Julia había elegido a Soraya Harandi para que la
defendiera ante el comité. Suponía que eso significaba que mantenía contacto de
algún tipo con la profesora Singer.
Evidentemente,
su amiga no era lo que aparentaba ser. Aunque sus sospechas variaron cuando, el
lunes después de la vista, se encontró con Christa Peterson, que salía del
despacho del profesor Martin.
—Paul —lo
saludó con aire de suficiencia, ajustándose el caro reloj que llevaba en la
muñeca.
Él señaló con
la barbilla la oficina del catedrático.
—¿Algún
problema?
—Oh, no
—respondió ella con una exagerada sonrisa—. Tengo la sensación de que la única
persona que tiene problemas en estos momentos es Emerson. Ya puedes empezar a
buscarte un nuevo director de tesis.
171
—¿De qué estás hablando? —preguntó él, entornando los ojos.
—Pronto lo
averiguarás.
—Si Emerson
deja de ser mi director, también dejará de ser el tuyo. Si es que todavía lo
era.
—No, él no me
dejará a mí. Soy yo la que lo dejo a él. Voy a ir a Columbia el curso que
viene.
—¿No es allí
donde estudió el profesor Martin?
Echándose a
reír, Christa se marchó.
—Dale
recuerdos a Julia de mi parte, hazme ese favor.
Paul la
persiguió y la hizo detenerse, agarrándola del brazo.
—¿De qué estás
hablando? ¿Qué le has hecho a Julia?
Ella se soltó
bruscamente y le dirigió una mirada asesina.
—Dile que
eligió al hombre equivocado.
Y Christa se
alejó, mientras un sorprendido Paul la observaba, preguntándose qué demonios
habría hecho.
Julia no
respondía a los mensajes ni a los correos electrónicos de Paul. Así que, el
miércoles después de la vista, se plantó frente al portal de su casa y llamó al
interfono.
No hubo
respuesta.
Sin rendirse,
esperó hasta que un vecino salió del edificio. Entonces, Paul se coló dentro y
llamó a la puerta de ella varias veces, hasta que una vocecita respondió:
—¿Quién es?
—Paul.
Oyó lo que le
pareció la cabeza de Julia chocando contra la puerta.
—Sólo quiero
asegurarme de que estás bien, ya que no respondes a mis mensajes. —Tras un
instante, añadió—: Te he traído el correo.
—Paul, no sé
qué decir.
—No hace falta
que digas nada. Sólo déjame ver que estás bien y me marcharé.
La oyó
arrastrar los pies, inquieta, al otro lado de la puerta.
—Julia —dijo
suavemente—, sólo soy yo.
Finalmente, la
puerta se abrió.
—Hola —saludó
Paul.
Su amiga
estaba tan cambiada que le costó reconocerla.
Parecía una
niña. Estaba muy pálida y se había recogido el pelo en una coleta alta. Se la
veía ojerosa, con los ojos vidriosos y muy rojos. Parecía que no hubiera
dormido desde el día de la vista.
—¿Puedo pasar?
Ella abrió la
puerta un poco más y Paul entró en el diminuto apartamento. Nunca lo había
visto tan desordenado. Había platos sucios por todas partes, la cama sin hacer
y la mesita plegable a punto de hundirse bajo el peso de tantos libros y
papeles. Tenía el portátil encendido, como si la hubiera interrumpido mientras
trabajaba.
—Si has venido
para decirme que soy idiota, no creo que ahora mismo pueda soportarlo. —Trató
de sonar desafiante.
—Me enfadé al
enterarme de que me habías estado mintiendo —Paul se pasó el correo de Julia de
una mano a otra y se rascó la patilla—, pero no he venido para hacerte sentir
mal. No me gusta verte sufrir.
Ella bajó la
vista hacia los pies, que llevaba cubiertos con calcetines de lana de color
lila.
—Siento
haberte mentido.
172
Paul carraspeó.
—Toma, te he
traído el correo de la universidad. Tenías varias cosas en el casillero.
Ella lo miró
preocupada.
Él levantó una
mano tranquilizándola.
—Sólo son un
par de folletos y un libro de texto.
—¿Por qué me
envían un libro de texto? Yo no doy clases.
—Los
representantes de libros de texto dejan ejemplares en los casilleros de los
profesores. Si les sobran, dejan también alguno para los estudiantes de
posgrado. Una vez me regalaron uno sobre política renacentista. ¿Dónde quieres
que lo deje?
—En la mesa,
gracias.
Paul así lo
hizo, mientras Julia recogía platos y vasos de todos los rincones y los
amontonaba en el fregadero.
—¿Y el mío
sobre qué trata? —preguntó ella, por encima del hombro—. ¿No será sobre Dante?
—No. Se titula
El matrimonio en la Edad Media: amor, sexo y lo sagrado —leyó Paul.
Julia se
encogió de hombros. El título no le resultaba demasiado sugerente.
—Se te ve
cansada —comentó Paul, con una mirada comprensiva.
—La profesora
Picton me ha encargado hacer un montón de cambios en el proyecto. Estoy
trabajando sin parar.
—Necesitas
aire fresco. ¿Por qué no vamos a comer? Pago yo.
—Me queda
mucho por hacer.
Paul se
acarició la barbilla con la mano.
—Lo que tienes
que hacer es salir un rato. Este lugar es deprimente. Parece la casa de la
señorita Havisham.
—¿Te convierte
eso en Pip?
Paul negó con
la cabeza.
—No, me
convierte en un imbécil que se mete en la vida de los demás.
—Pues
entonces, te pareces bastante a Pip.
—¿Tienes que
entregar el trabajo mañana?
—No. La
profesora Picton me ha dado una semana más de plazo. Supuso que no podría
entregarlo el uno de abril por... todo lo sucedido. —Hizo una mueca.
—Pues vamos a
comer. En metro, nos plantamos y volvemos de la calle Queen en un momento.
Julia lo miró
con preocupación.
—¿Por qué eres
tan amable conmigo?
—Porque soy de
Vermont. Allí todos somos amables —respondió con una sonrisa—. Y porque ahora
mismo necesitas un amigo.
Ella le
devolvió la sonrisa, agradecida.
—Nunca he
dejado de pensar en ti —admitió él, con una mirada tierna.
Julia fingió
no entender su declaración.
—Me visto en
un minuto. —Ambos bajaron la vista hacia su pijama de franela.
—Bonitos
patitos de goma —se burló Paul.
Avergonzada,
ella abrió el armario en busca de ropa limpia. Llevaba una semana sin hacer la
colada, por lo que sus opciones eran limitadas, pero encontró algo presentable
para una comida informal.
Mientras se
cambiaba en el baño, Paul se dedicó a ordenar un poco. Ni se le ocurrió tocar
sus papeles del trabajo, pero estiró un poco la cama y puso en su sitio cosas
que estaban por el suelo. Cuando acabó, guardó el libro de texto en un estante
y,
173
sentado en una de las sillas plegables, revisó el correo.
Tiró la propaganda a la basura y apiló lo que parecían facturas en un montón.
Se fijó en que no había ninguna carta de carácter personal.
—Gracias a
Dios —murmuró.
Después de
vestirse, Julia se tapó las ojeras con corrector y se aplicó un poco de
colorete en las mejillas. Satisfecha de no parecerse ya a la señorita Havisham,
salió del baño y se sentó frente a Paul.
Él la recibió
con una sonrisa.
—¿Lista?
—Sí
—respondió, abrazándose a sí misma—. Seguro que tienes cosas que decirme.
Puedes soltarlas ya y nos lo quitamos de encima.
Paul frunció
el cejo y señaló la puerta.
—Podemos
hablar mientras comemos.
—Me ha
abandonado —soltó, apenada.
—¿No crees que
es lo mejor que te podía pasar?
—No.
—Por favor,
Julia, ese tipo te sedujo para pasar el rato y luego te dejó en la estacada.
¿Qué más quieres que te haga para olvidarte de él?
—¡Eso no fue
lo que pasó!
Paul la miró,
sorprendido por su súbito arranque. De todos modos, la prefería enfadada que
triste.
—Deberías
ponerte un gorro. Hace frío.
Poco después,
estaban en la calle, camino de la parada de metro de Spadina.
—¿Lo has
visto?
—¿A quién?
—Ya sabes a
quién. No me hagas decir su nombre.
Paul resopló.
—¿No prefieres
olvidarlo?
—Por favor.
Al mirarla,
vio que su preciosa cara estaba contraída en una mueca de dolor. Deteniéndose,
le dijo:
—Me lo
encontré unas horas después de la vista, cuando salía del despacho del profesor
Martin. Desde entonces, no he hecho otra cosa que trabajar en mi tesis. Si
Emerson renuncia a supervisarme, estoy jodido.
—¿Sabes dónde
está?
—En el
infierno, espero —respondió él animadamente—. Martin nos envió un correo
electrónico a todos los del departamento informando de que Emerson se había
tomado una excedencia hasta el final de este semestre. Supongo que lo
recibiste.
Julia negó con
la cabeza.
Él la miró
atentamente.
—Deduzco que
no se despidió de ti.
—Le dejé unos
cuantos mensajes. Ayer por fin se dignó responderme.
—¿Qué te dijo?
—Que se había acabado
y que dejara de llamarlo. Ni siquiera me llamó por mi nombre. Sólo un mensaje
de dos líneas desde su cuenta de correo de la universidad, firmada con
«Saludos, Prof. Gabriel O. Emerson».
—Qué cabrón.
Julia hizo una
mueca, pero no lo defendió.
—Tras acabar
la vista, me dijo que yo era incapaz de entender mi propia aflicción.
174
—Gilipollas pretencioso.
—¿Cómo?
—Te pisotea el
corazón y luego se pone a citar a Hamlet. ¡Increíble! Y encima lo cita mal, el
idiota.
Julia parpadeó
sorprendida.
—No reconocí
el verso. Pensaba que eran sus palabras.
—Shakespeare
era otro gilipollas pretencioso. Probablemente por eso no notaste la
diferencia. Es un verso del discurso de Gertrudis sobre la muerte de Ofelia.
Escucha:
Y su corona
de plantas y ella misma cayeron en el lloroso arroyo. Sus ropas se extendieron
y durante unos instantes, la sostuvieron sobre el agua como si fuera una sirena. Mientras tanto, cantaba viejas
melodías como una criatura incapaz de entender su propia aflicción, o
como si el agua fuera su elemento natural. Pero pronto sus vestidos,
cargados de agua, la hundieron hasta el fondo pantanoso del arroyo, y
la música se apagó para siempre.
Julia
palideció.
—¿Por qué me
diría algo así?
Paul repitió
su lista de insultos favoritos dirigidos al profesor.
—No te pareces
en nada a Ofelia. ¿Crees que Emerson temía que pudieras... cometer un
disparate? —A medida que los versos de Shakespeare le iban viniendo a la mente,
se había ido preocupando cada vez más.
Ella lo miró
sorprendida.
—No, no lo
creo. Murmuró algo sobre que creía que estaba cometiendo un suicidio académico.
Paul se
tranquilizó un poco.
—Hay algo más
que quería comentarte. Hablé con Christa.
Julia se
mordió la parte interior de la mejilla antes de animarlo a continuar con una
inclinación de cabeza.
—Me dijo que
se alegraba de que Emerson se marchara. Y me habló de ti.
—Siempre me ha
odiado.
—No sé qué se
trae entre manos, pero yo que tú iría con cuidado.
La mirada de
ella se perdió en la distancia.
—No puede
hacerme más daño. Ya he perdido lo que más quería.
175
29
Paul y Julia
estaban sentados en un café retro de la calle Queen. Hablaron de cosas
intrascendentes hasta que el camarero les preguntó qué querían y luego cayeron
en un silencio incómodo.
Paul fue el
primero en romperlo.
—¿Cómo estás?
—le preguntó
¿Cómo
responder a esa pregunta? No podía contarle que, aparte de destrozada por la
pérdida de Gabriel, había estado disgustada por la pérdida de todo lo que él
representaba: el amor adolescente, la virginidad, el descubrimiento de lo que
había creído que era un amor profundo y recíproco...
Cada vez que
se acordaba de la primera vez que le había hecho el amor, los ojos se le
llenaban de lágrimas. Nadie la había tratado con tanta amabilidad ni le había
prestado tanta atención. Había estado tan preocupado por no hacerle daño,
asegurándose de que estuviera relajada. Le había repetido una y otra vez que la
amaba mientras se movía en su interior, cada vez más cerca del orgasmo. El
primer orgasmo que iba a tener con ella, por ella...
«Gabriel me
miraba fijamente, moviéndose dentro de mí, diciéndome que me amaba y
demostrándomelo con su cuerpo. Creo que en ese momento me amaba. Lo que no sé
es cuándo dejó de hacerlo. O mejor dicho, cuándo decidió que amaba su trabajo
más que a mí.»
Paul se aclaró
la garganta, medio en broma, medio en serio, para llamar su atención y Julia le
pidió disculpas con una sonrisa.
—Bueno, me
siento enfadada y disgustada, pero trato de no pensar demasiado en lo que ha
pasado. Voy trabajando en el proyecto, pero cuesta escribir sobre el amor y la
amistad cuando has perdido ambas cosas. —Suspiró—. Todo el mundo en la
universidad debe de pensar que soy una puta.
Paul se
inclinó hacia ella desde el otro lado de la mesa.
—¡Eh, no eres
ninguna puta! Y si alguien lo dice en mi presencia, se llevará un buen
puñetazo.
Jugueteando
con el pañuelo bordado que tenía en el regazo, Julia guardó silencio.
—Te enamoraste
de la persona equivocada y él se aprovechó de ti, eso es todo.
Ella trató de
protestar, pero Paul siguió hablando:
—El doctor
Aras me hizo firmar un documento de confidencialidad. Se están ocupando de que
no salga a la luz nada de lo relacionado contigo ni con Emerson. No te
preocupes de lo que piense la gente, casi nadie lo sabe.
—Christa lo
sabe.
—Estoy seguro
de que le hicieron firmar el mismo documento. Si te enteras de que hace correr
rumores sobre ti, denúnciala al decano.
—¿Y de qué
servirá? Una vez que empiecen a correr los rumores, no habrá manera de
pararlos. Me seguirán hasta Harvard.
—Se supone que
los profesores no pueden aprovecharse de los alumnos. Si te hubieras negado a
estar con Emerson, eso te habría podido perjudicar en tu carrera académica. Él
es el malo de esta historia —añadió Paul, indignado—. En tu futuro hay un
montón de cosas buenas para ti. Pronto acabarás aquí e irás a Harvard. Y algún
día, cuando estés lista, encontrarás a alguien que te tratará como te mereces.
Alguien digno
176
de ti. —Le apretó la mano—. Eres dulce y amable. Eres lista y
divertida. Y, cuando te enfadas, te pones muy sexy.
Ella sonrió
con tristeza. Y Paul continuó:
—Aquel día que
te enfrentaste a Emerson en el seminario... Fue un desastre, pero pagaría por
volver a verlo. Eres la única persona que se ha atrevido a plantarle cara,
aparte de Christa, que está loca, y de la profesora Dolor, que es retorcida.
Aunque reconozco que en ese momento me asusté al pensar en las consecuencias,
le echaste agallas. Fue impresionante.
—Perdí del
todo los nervios. No estaba en mi mejor momento, precisamente.
—Tal vez no.
Pero me demostraste algo. Y le demostraste algo a Emerson. Que, cuando quieres,
eres una tipa dura. Tienes que dejar que esa Julia salga más a menudo. Sin
pasarte, claro.
Sonreía, pero
se lo notaba impresionado. Aunque el tono era de broma, estaba hablando en
serio.
—Trato de no
dejarme arrastrar por la furia, pero te aseguro que está ahí —replicó ella en
voz baja pero firme.
Mientras
tomaban café, Julia le contó una versión reducida y editada de su relación con
Gabriel. Le habló de su invitación a acompañarlo a Italia; de cómo la salvó de
Simon en Acción de Gracias y de que había pagado la operación para quitarle la
cicatriz del mordisco. Mientras la escuchaba, él iba abriendo los ojos,
asombrado.
Julia siempre
se había sentido cómoda hablando con Paul. No era tan intenso como Gabriel, por
supuesto, ni tenía cambios de carácter tan bruscos, pero era un buen amigo y
sabía escuchar. Incluso cuando la reñía por haber elegido a Soraya Harandi como
abogada.
Aunque cuando
ella le dijo que la había elegido Gabriel, el foco de su enfado cambió.
—Voy a hacerte
una pregunta personal. Si no quieres responder, no pasa nada. —Paul miró a su
alrededor para asegurarse de que nadie los oía.
—¿Qué quieres
saber?
—¿La profesora
Singer sigue viéndose con Gabriel ? ¿Os reunisteis alguna vez con ella mientras
duró vuestra relación?
—¡No! Claro
que no. Él trataba de mantenerme lejos de ella en todo momento, incluso la
noche que cenamos en el Segovia.
Paul negó con
la cabeza.
—No entiendo
cómo no me di cuenta de que estabais juntos.
—Sé que no
tienes buena opinión de él, pero no lo conoces. Me contó que su relación con la
profesora Singer había sido muy breve y que había acabado hacía ya tiempo. Y
antes de que lo digas, no, no creo que me estuviera mintiendo.
Paul se frotó
la barbilla.
—Ya sabes que
denuncié a la profesora Dolor el año pasado. Soraya Harandi la defendió. Me
apunté a su seminario sobre tortura medieval pensando que trataría temas
relacionados con mi tesis y desde el primer día me acosó. Al principio no le di
importancia, pero luego recibí un correo electrónico suyo muy extraño. Aunque
se aseguró de que el redactado fuera ambiguo, hasta un ciego se habría dado
cuenta de que me estaba haciendo proposiciones. Por eso la demandé.
»Por
desgracia, Soraya Harandi hizo un gran trabajo y convenció a los miembros del
comité de que yo había malinterpretado sus palabras y de que había dejado
correr la imaginación. Era mi palabra contra la suya.
»La única
persona que se puso de mi lado fue la profesora Chakravartty, que aportó
correos electrónicos que Singer había enviado a otras personas, argumentando
177
que siempre seguía el mismo patrón de conducta. Pero el
doctor Aras me hizo salir de la sala en cuanto se mencionaron los correos, así
que no sé a quién iban dirigidos. La profesora Dolor se libró con sólo una
advertencia y la orden de mantenerse alejada de mí. Nunca volvió a molestarme,
pero siempre he querido saber a quién más había acosado. Espero que Emerson te
mantuviera a salvo de ella.
—Lo hizo. No
tuve ningún contacto con ella, ni él tampoco. Siento mucho que tuvieras que
pasar por esa experiencia.
Paul se
encogió de hombros.
—Me molesta
que no recibiera ningún castigo y que pueda seguir campando a sus anchas. Para
eso se crearon las normas de no confraternización, para proteger a los
estudiantes y sus carreras académicas.
Durante unos
momentos, ambos guardaron silencio, bebiendo café.
—Siento mucho
haberte mentido —dijo ella, con ojos llorosos.
Él bajó la
cabeza y suspiró.
—Supongo que
yo habría hecho lo mismo —admitió, apretándole la mano una vez más.
Al volver a
casa, Julia estaba mucho más animada. No se encontraba bien, aún se sentía rota
por dentro, pero eso era normal. ¿Cómo sentirse entera cuando tu otra mitad te
ha rechazado?
Tras un fin de
semana productivo, durante el que adelantó mucho el proyecto, reunió fuerzas
para llamar a Nicole. La psicóloga le había dejado varios mensajes,
preguntándole por qué había dejado de acudir a terapia tan bruscamente y sin
avisar. Cuando Julia habló con ella y le contó tímidamente que era Gabriel
quien pagaba las sesiones y que no le parecía bien seguir yendo, ahora que ya
no estaban juntos, Nicole respondió que él había avisado de que seguiría
pagando las sesiones de Julia indefinidamente.
Ambas mujeres
llegaron a la conclusión de que no estaría bien permitir que Gabriel siguiera
pagando las facturas, sobre todo en esos momentos, cuando se había convertido
en la principal razón de que ella necesitara terapia. Así que Nicole le
devolvió el dinero a Gabriel sin más explicaciones y se puso de acuerdo con
Julia en establecer unas nuevas tarifas, adecuadas al poder adquisitivo de
ésta.
Dicho de otro
modo, Julia seguiría acudiendo a terapia a cambio de pagar una tarifa ridícula.
Nicole estaba
encantada con el acuerdo. No quería dejar a una estudiante sin recursos en la
estacada.
Dos semanas
después de la desaparición de Gabriel, Julia y ella hablaron de la ruptura, del
dolor que estaba sintiendo y de cómo había decidido enfrentarse a ese dolor.
Nicole la animó a centrarse en las cosas buenas que le ofrecía la vida y, sobre
todo, a dedicar todos sus esfuerzos al proyecto.
A Julia le
parecieron consejos muy razonables.
Esa noche,
después de haber avanzado un poco más en el proyecto, se acostó y se durmió en
seguida. Al cabo de un rato, notó que alguien se acostaba a su lado y la
abrazaba, envolviéndola con su calor. Una nariz familiar le acarició el cuello
y notó un suave aliento en el hombro.
—¿Gabriel?
Él respondió
con un murmullo ininteligible.
—Te he echado
tanto de menos —dijo ella, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas.
En silencio,
él se las secó y empezó a besarle la cara una y otra vez.
178
—Sé que me amaste. —Relajándose, apoyó la espalda contra su
pecho—. Lo que no entiendo es que no me amaras lo suficiente como para quedarte
conmigo.
Las manos que
la abrazaban se fueron aflojando hasta dejarla sola en su cama fría.
Julia pasó
parte de la mañana siguiente mirando por la ventana, tratando de comprender el
extraño sueño que había tenido la noche anterior. Gabriel había regresado a su
lado, pero seguía sin decirle nada. No le había dado explicaciones de sus actos
ni le había pedido disculpas. Sólo había ido a buscarla y la había abrazado.
Ella había
encontrado consuelo acurrucándose contra su cuerpo. Había suspirado de alivio y
su subconsciente había sido incapaz de rechazarlo.
«En realidad
no fue un sueño —pensó luego—. Sólo una pesadilla distinta.»
Tras un
desayuno ligero, revisó el correo electrónico en su iPhone. Entre los correos
recibidos había uno de Rachel:
¡Hola, Julia!
¿Qué pasa con Gabriel? No contesta al teléfono. He probado a llamarlo al fijo,
pero tampoco. Supongo que seguís de luna de miel, pero dile que responda las
llamadas de vez en cuando.
He elegido ya
los vestidos para las damas de honor. Son de un rojo oscuro e intenso que te
favorecerá mucho. Te enviaré un link para que veas las fotos y me des tu
opinión. También necesitaré tus medidas para encargarlo.
Por cierto,
por fin he conocido a la novia de Scott. Su hijo, Quinn, es un encanto.
Te quiero,
Rachel
El primer
impulso de Julia fue cerrar el correo e ignorar el mensaje. Eso fue lo que hizo
cuando Simon y Natalie la humillaron. Pero como la psicóloga le había dicho,
esa vez tenía que cambiar de actitud y afrontar las cosas de otro modo. Tenía
que ser más valiente. Respirando hondo, empezó a escribir:
Rachel, estoy
segura de que los vestidos serán preciosos. Te enviaré las medidas pronto. Me
alegro de que hayas conocido a la novia de Scott. Tengo ganas de conocerlos a
los dos, a ella y a su hijo.
Hace días que
no hablo con Gabriel. No sé dónde está. Se marchó. Me ha dejado. J.
Un minuto y
cuarenta y cinco segundos más tarde, el iPhone de Julia sonó, indicando que
Rachel la estaba llamando. Por desgracia, el valor la abandonó en ese mismo
instante y no fue capaz de responder. Poco después, le llegó un SMS:
Lo mataré. R.
179
30
Gabriel
caminaba entre los árboles del bosque oscuro y brumoso que se extendía detrás
de la que había sido la casa de los Clark. Llevaba una linterna, pero no la
necesitaba. Conocía tan bien aquel bosque, que aunque hubiera estado borracho o
colocado, no se habría perdido. Se le daba bien caminar en la oscuridad.
Se detuvo un
momento, dejando que la lluvia helada lo empapara. Si entornaba los ojos, casi
podía ver la silueta de una adolescente reposando recostada en el pecho de un
hombre, ambos cubiertos por una vieja manta de lana. Tenía el pelo suelto, que
le llegaba hasta los hombros, y lo abrazaba a él por la cintura. Aunque no se
distinguía la cara del hombre, no era difícil darse cuenta de que estaba enamorado
del ángel de ojos castaños que descansaba entre sus brazos.
Inmóvil en la
oscuridad, Gabriel oía el eco de lo que eran mitad recuerdos, mitad
ensoñaciones.
«—¿Tienes que
irte?
»—Sí, pero no
esta noche.
»—¿Volverás?
»—Mañana seré
expulsado del Paraíso, Beatriz. Nuestra única esperanza es que tú me encuentres
luego. Búscame en el Infierno.»
Gabriel no
había previsto volver al huerto de manzanos sin ella. Tampoco había planeado
dejarla. Sabía que le había roto el corazón. Pero aunque estaba atormentado por
la culpabilidad y el arrepentimiento, sabía que en las mismas circunstancias,
volvería a hacer lo mismo.
Julianne había
renunciado a demasiadas cosas para estar con él. No pensaba consentir que
renunciara también a su futuro.
Más tarde,
Gabriel se estaba secando el pelo con una toalla en su antiguo dormitorio,
mientras manejaba los mandos del equipo de música. Quería escuchar música para
sufrir, por lo que se había puesto Blood of Eden, de Peter Gabriel. A
mitad del estribillo, sonó el teléfono. Se había olvidado de pedirle a Richard
que lo diera de baja cuando éste se mudó a Filadelfia, después de que él le
comprara la casa.
Sin responder,
se puso a recorrer la habitación de un lado a otro. Cuando el teléfono dejó de
sonar, se tumbó en la cama, mirando al techo. Sabía que era su imaginación
gastándole malas pasadas, pero habría jurado que podía oler el aroma de Julia
en la almohada y que oía su respiración acompasada. Jugueteando con el anillo
de platino que llevaba en el dedo, recordó los versos de La Vita Nuova,
en los que Dante describe el rechazo de Beatriz.
Por culpa
de estos rumores falsos y maliciosos que me acusaban de todo tipo de vicios, Ella, la reina de la bondad,
la que alejaba el mal con su sola presencia, al ver que me acercaba
me negó su dulce saludo, que era mi única bendición.
180
Gabriel sabía que no tenía derecho a comparar su situación
con la de Dante, ya que su desdicha era el resultado de sus propias decisiones.
Sin embargo, mientras la oscuridad se cerraba sobre él, lo asaltó el miedo a
haber perdido su bendición. Para siempre.
181
31
—¡Será hijo de
puta! —gritó Tom Mitchell al auricular. Julia tuvo que colocarse el iPhone a
distancia para no quedarse sorda—. ¿Desde cuándo?
—Bueno, desde
marzo. —Sorbió por la nariz—. Me lo confirmó por correo electrónico.
—¡Menudo
cabrón! ¿Qué motivos te dio?
—No me dio
ningún motivo. —Julia no se sentía con fuerzas para contarle a su padre la
cadena de acontecimientos que habían llevado a su ruptura con Gabriel. Además,
sabía que cualquier sospecha de fraude académico haría que el hombre se
enfureciera.
—Le pegaré un
tiro.
—Papá, por
favor.
La
conversación ya era bastante dura, sin tener que preocuparse además por si su
padre cumplía sus amenazas y perseguía a Gabriel por los bosques de Selinsgrove
para dispararle en el culo.
Tom respiró
hondo.
—¿Dónde está
ahora?
—No lo sé.
—Odio decirte
esto, Julia, porque sé que lo querías, pero Gabriel es un cocainómano. Y ese
tipo de adicciones son difíciles de superar. Puede que haya vuelto a consumir.
O que se haya metido en líos con su camello. Las drogas son un asunto muy
sucio. Me alegro de que se haya ido. Cuanto más lejos estés de él, mejor.
Al oír a su
padre, Julia no se echó a llorar, pero el corazón se le encogió.
—Por favor, papá,
no digas eso. Prefiero pensar que está en Italia, trabajando en su nuevo libro.
—En una granja
de desintoxicación, más bien.
—Por favor.
—Lo siento. De
verdad. Sólo quiero que mi niña encuentre a un buen hombre y que sea feliz.
—Yo quiero lo
mismo para ti.
—Vaya par
estamos hechos. —Tom carraspeó y decidió que era un buen momento para cambiar
de tema—. ¿Qué tal la universidad? He conseguido algo de dinero por la venta de
la casa y me gustaría ir a verte. También me gustaría que habláramos del verano
que viene. Tienes que venir a conocer tu nueva habitación. Puedes pintarla del
color que quieras. ¡Píntala de rosa si eso te gusta!
Julia sonrió.
—Ya hace años
que no me apetece dormir en una habitación rosa, pero gracias, papá.
Aunque
Selinsgrove era el lugar del mundo al que menos le apetecía ir en ese momento,
al menos tenía un padre y una casa nueva que la esperaban. Una casa sin
recuerdos de su madre ni de Simon. Ni de Gabriel.
182
32
El 9 de abril,
Julia caminaba sobre la nieve a medio derretir en dirección a la casa de la
profesora Picton. En una mano llevaba una copia impresa del proyecto y en la
otra una botella de chianti.
Estaba
nerviosa. Aunque su relación con la profesora Picton había sido cordial, nunca
había sido cálida. Katherine no era del tipo de profesores que mimaba o adulaba
a sus alumnos. Era profesional, exigente y nada sentimental. Por eso, cuando la
invitó a llevarle el trabajo impreso en persona y quedarse a cenar, se extrañó.
Pero ni se le pasó por la cabeza negarse.
Frente a la
fachada principal de la casa de tres plantas, Julia se secó las palmas de las
manos en el chaquetón antes de llamar al timbre.
—Julianne,
bienvenida —la recibió la mujer, invitándola a entrar.
Si el estudio
de Julianne era un agujero de hobbit, la casa de la profesora Picton era una
vivienda élfica. Como los elfos de los bosques, se notaba que era aficionada a
los muebles de calidad y a las antigüedades. Lo que se veía era antiguo y caro.
Las paredes estaban forradas con maderas nobles y los suelos cubiertos con
gruesas alfombras. La decoración era aristocrática, pero no recargada ni
excesiva. Y todo estaba perfectamente ordenado.
Después de
colgar su abrigo, la profesora aceptó encantada el vino y el trabajo y la
invitó a pasar a una salita. Julia se sentó en una butaca de piel frente a la
chimenea y aceptó una copa de jerez.
—La cena está
casi lista —dijo Katherine, antes de desaparecer, como una diosa griega.
Julia se
entretuvo hojeando grandes libros de arquitectura y jardines ingleses que había
sobre la mesita auxiliar.
Las paredes
estaban cubiertas por cuadros de escenas bucólicas, intercalados con solemnes
retratos de antepasados Picton en blanco y negro. Julia saboreó el jerez,
disfrutando de la cálida sensación que le bajaba hasta el estómago. Antes de
que se hubiera acabado la copa, Katherine fue a buscarla para cenar.
—¡Qué bonito
todo! —dijo Julia y sonrió para disimular lo nerviosa que estaba.
Se sentía
intimidada por la porcelana fina, las copas de cristal y los candelabros de
plata que la profesora Picton había colocado sobre el mantel de tela de damasco
blanco, que parecía acabado de planchar.
(Ni siquiera
la mantelería se atrevía a arrugarse sin el permiso de la mujer.)
—Me gusta
tener invitados, pero francamente, me cuesta encontrar a alguien a quien pueda
soportar durante una cena entera.
A Julia se le
cayó el alma a los pies. Procurando no hacer ruido, se sentó al lado de ella,
que ocupó la cabecera de la larga mesa de roble.
—Huele
delicioso —comentó Julia, tratando de no salivar por el aroma a carne asada y
verduras estofadas.
Llevaba días
sin demasiado apetito, pero la pericia culinaria de la profesora Picton parecía
a punto de acabar con ese problema.
—Suelo tomar
más verduras que carne, pero según mi experiencia, los estudiantes apenas comen
carne. Por eso he rescatado esta vieja receta de mi madre. Estofado normando,
lo llamaba. Espero que te guste el cerdo.
—Oh, sí, me
gusta mucho. —Julia sonrió, pero al ver la piel de limón que
183
adornaba el plato de brócoli hervido, su sonrisa se
desvaneció.
«A Gabriel le
gustaba adornar los platos.»
—¿Brindamos?
—La profesora sirvió el vino que había llevado Julia y levantó su copa.
Ella la imitó.
—Por tu éxito
en Harvard.
—Gracias.
—Julia bebió para ocultar las emociones que la embargaban.
Pasados unos
momentos, Katherine volvió a retomar la conversación.
—Te he
invitado para comentar varias cosas. En primer lugar, tu proyecto. ¿Estás
satisfecha con el resultado?
Ella se
apresuró en tragar un trozo de chirivía.
—No.
La mujer
frunció el cejo.
—Lo que quiero
decir es que creo que es mejorable. Si pudiera dedicarle un año más, sería
mucho mejor...
Dándose cuenta
de que había hablado demasiado, Julia deseó que se abriera un agujero en el
suelo y se la tragara.
Inexplicablemente,
la profesora sonrió y se echó hacia atrás en la silla.
—Ésa era la
respuesta correcta. Bien dicho.
—¿Cómo?
—Los
estudiantes de hoy en día se creen que valen mucho. Me alegro de comprobar que,
a pesar de tus éxitos académicos, no has perdido la humildad.
»Por supuesto
que con un año más el trabajo sería más completo. Si sigues trabajando a este
ritmo, dentro de un año serás más erudita y podrás trabajar mejor. Me alegra
mucho que te des cuenta del potencial de mejora. Ahora podemos pasar a otro
tema.
Julia bajó la
mirada y la clavó en los cubiertos, sin saber qué esperar.
Golpeando con
un dedo sobre la mesa, la profesora Picton dijo:
—No me gusta
que los demás se metan en mi vida privada, así que yo no suelo meterme en la
vida privada de los demás, pero en tu caso, David Aras me obligó a entrar.
—Hizo una mueca de disgusto—. No estoy al corriente de todo lo que se dijo en
ese proceso digno de McCarthy, ni quiero estarlo —aclaró, mirándola con
intención.
»Greg Matthews
está buscando a alguien que ocupe la cátedra de estudios sobre Dante en
Harvard. Esperaba que fuera Gabriel quien la obtuviera. —Con el rabillo del
ojo, vio que Julia se removía en el asiento, inquieta, pero siguió hablando—:
Por desgracia, se la han ofrecido a otra persona. Primero, tontamente me la
ofrecieron a mí, pero les dije que no tenía intención de abandonar mi retiro.
»No entiendo
cómo ese horrible profesor Pacciani acabó en la lista de candidatos. En
cualquier caso, la plaza será ocupada por Cecilia Marinelli. Se la han robado a
Oxford. Sería muy bueno para ti trabajar con ella. Si quieres, puedo llamarla
por teléfono y avisarla de tu llegada.
—Muchas
gracias, profesora. Es muy amable de su parte.
Katherine hizo
un gesto con la mano.
—No es nada.
Luego, las dos
mujeres acabaron de cenar en relativo silencio. Mientras Katherine recogía la
mesa, después de rechazar los repetidos ofrecimientos de ayuda de Julia, ésta
se acabó el vino.
Aunque
lamentaba que Gabriel no hubiera obtenido la plaza de sus sueños, se sentía
aliviada al saber que no se lo encontraría en Harvard el curso siguiente. Su
presencia en el departamento le habría supuesto todo tipo de problemas. Nunca
más
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podría trabajar con él. Y le resultaría muy doloroso tener
que mantener una actitud distante y profesional en su presencia. Era muy
preferible que él permaneciera en Toronto y no la siguiera a Boston. Aunque le
doliera, era una suerte que Harvard hubiera contratado a la profesora
Marinelli.
Después del
postre y del café, Katherine propuso que pasaran al salón. Una vez más, Julia
se sentó en la cómoda butaca frente al fuego, mientras la profesora le servía
una copita de oporto. Aunque Gabriel y ella tenían gustos muy distintos en
cuanto a decoración, al parecer, los especialistas en Dante compartían el gusto
por beber frente a la chimenea.
—En Harvard
podrás empezar de cero. Nadie sabrá nada de lo que ha pasado aquí. Hasta
entonces, te recomiendo que lleves una vida discreta. —La profesora la miró
fijamente—. Los estudiantes, especialmente las chicas, son muy vulnerables a
los ataques contra su reputación. Hay gente en la universidad que, cuando se
encuentra a una estudiante brillante, prefiere pensar que ha obtenido esos
resultados mediante la prostitución y los favores y no mediante el esfuerzo y
el trabajo académico. Lo mejor es no darles excusas para que sigan pensándolo.
—Profesora
Picton, le juro que trabajé mucho en ese seminario. El profesor Emerson no me
ayudó en nada, ni me dio ningún trato de favor. Precisamente por eso le pidió
que me calificara usted.
—Estoy segura
de que es así, pero me engañaste y eso me molesta un poco.
Julia la miró
horrorizada.
—Sin embargo,
entiendo por qué no me lo contaste todo. Seguro que Gabriel te lo prohibió.
También estoy molesta con él, pero por razones que no quiero divulgar, le debo
un favor.
Bebió un sorbo
de oporto, pensativa.
—Durante mi
etapa de estudiante en Oxford, era vergonzosamente frecuente que los profesores
mantuvieran relaciones con sus alumnas. No todos, pero alguno de esos casos
eran lo que hoy conocemos como acoso. Otras veces eran relaciones amorosas. Vi
de los dos tipos. —Mirándola solemnemente, Katherine añadió—: Conozco la
diferencia entre un Willoughby y un coronel Brandon. Espero que tú también.
La noche
siguiente, Julia se acercó a casa de Paul. Habían quedado para tomar café y
comentar la cena en casa de la profesora Picton.
Él se volvió
hacia Julia en el sofá.
—Ahora que ha
acabado el semestre, ¿qué planes tienes? ¿Te mudarás en seguida?
Ella bebió un
sorbito de café.
—Tengo
contrato de alquiler hasta finales del mes de julio, pero espero convencer a mi
casero de que me lo rescinda a mediados de junio.
—¿Después de
la graduación?
—Sí. Mi padre
vendrá para ayudarme con la mudanza.
Paul dejó la
taza en la mesita auxiliar.
—Yo volveré a
Vermont en junio. Puedes venir conmigo. Yo te ayudaré con la mudanza.
—Es que mi
padre quiere venir de todos modos.
—Podemos
viajar juntos. Podéis quedaros en la granja un par de días y luego os acompaño
a Boston y te ayudo a instalarte. ¿Vivirás en la residencia?
—No lo sé. Me
mandaron una carta diciéndome que no habría plazas libres en la residencia
hasta agosto. Necesitaré algún sitio donde vivir hasta entonces.
—El hermano
pequeño de un amigo mío estudia en Boston, en la facultad. Si
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quieres, le pregunto si conoce a alguien que quiera
subarrendar su apartamento. La mitad de los habitantes de la ciudad son
estudiantes. Es raro encontrar a alguien mayor de veinticinco años.
—¿De verdad
aparte de ayudarme con la mudanza, me ayudarías a encontrar un apartamento?
—Bueno, no
esperes que vaya a salirte gratis. Espero cobrar en cerveza. Por cierto, me
gusta la marca Krombacher.
—Creo que
podemos arreglarlo.
Julia sonrió y
brindaron con las tazas de café.
—¿Quiénes son?
—preguntó ella entonces, señalando una fotografía de cuatro personas, dos
hombres y dos mujeres, medio ocultos tras un pingüino, encima del televisor.
—La chica de
la izquierda es Heather, mi hermana pequeña, con su esposo Chris. Yo soy el de
la derecha.
—¿Y la otra
chica? —Julia se fijó en la cara de una bonita joven que agarraba a Paul por la
cintura y se reía.
—Ejem, es
Alison.
Ella esperó
pacientemente a que él especificara más.
—Mi ex novia.
—Oh.
—Seguimos
siendo amigos, pero ella trabaja en Vermont y no soportaba la relación a
distancia. Lo dejamos hace ya un tiempo —explicó Paul apresuradamente.
—Eres una
buena persona. —Julia se removió incómoda en el sofá—. No debería haber
preguntado.
Paul se llevó
la mano de ella a los labios y le dio un casto beso en los nudillos.
—Creo que
deberías preguntarme lo que te apetezca. Y, para que lo sepas, siempre he
creído que tú también eras una buena persona.
Sonriendo,
Julia retiró la mano con delicadeza, para que no se molestara.
Poco antes de
la medianoche, se durmió con la cabeza apoyada en el hombro de Paul. Sus
cuerpos estaban pegados y la mente de él empezó a fantasear. Se imaginaba cómo
sería sentir los labios de Julia bajo los suyos; su piel bajo sus manos. La
abrazó y hundió la cara en su pelo. Ella se movió y pronunció el nombre de
Emerson antes de frotar la cara contra su pecho.
Paul se dio
cuenta de que tenía que tomar una decisión. Si quería ser amigo de Julia, tenía
que olvidarse de sus sentimientos románticos hacia ella. No podía besarla ni
hacer ninguna de las otras cosas que deseaba hacer. Era demasiado pronto. Y
debía tener en cuenta que era muy posible que ella nunca lo viera como a una
posible pareja, ni siquiera cuando se hubiera curado su corazón roto. Lo que
Julia necesitaba era un amigo. Lo necesitaba a él. Y no iba a abandonarla
cuando más lo necesitaba, por mucho que le costara guardarse sus sentimientos.
Así que, en
vez de quedarse dormido a su lado, la llevó a su habitación y la acostó en su
cama. La tapó bien y, cuando se convenció de que estaba cómoda, cogió una
almohada y una manta y se instaló en el sofá.
Pasó buena
parte de la noche frustrado, mirando el techo, mientras Julia dormía
profundamente en su cama.
Mientras Julia
pasaba la noche en el apartamento de Paul, Gabriel estaba sentado en la
habitación del hotel, mirando fijamente la pantalla del ordenador portátil.
Acababa de recibir un nuevo correo electrónico de su jefe, Jeremy Martin,
recordándole el capital personal y profesional que había gastado para salvarle
el culo. Como si necesitara que
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se lo recordara.
La mirada se
le fue hacia el anillo. Resistió el impulso de quitárselo para releer las
palabras que había grabado en él. Mientras lo hacía girar en el dedo, maldijo
su último fracaso.
Harvard le
había informado amablemente de que su candidatura había sido rechazada en favor
de la profesora Marinelli. Ese rechazo era una nueva manera de fallarle a
Julianne. Aunque ya no tenía importancia. ¿De qué le iba a servir estar en
Harvard si ella no lo perdonaba?
Gabriel
maldijo amargamente. ¿De qué le servía estar en ninguna parte si ella no lo
perdonaba? Incluso en aquella habitación de hotel, Julia estaba con él. Estaba
en su ordenador, en su teléfono, en su iPod, en su cabeza.
Sobre todo en
su cabeza. No había mentido cuando le dijo que nunca olvidaría el momento en
que había visto su cuerpo desnudo por primera vez. Cómo bajaba tímidamente la
vista hacia el suelo y se ruborizaba bajo su mirada ardiente.
Recordaba cómo
contemplaba él sus ojos oscuros mientras ella temblaba bajo su cuerpo, con los
labios rojos entreabiertos, respirando entrecortadamente. Esos ojos que se
habían abierto asombrados cuando había penetrado en su interior.
Julia había hecho
una mueca de dolor. Curiosamente, podía recordar todas las veces que le provocó
esa reacción. Y habían sido muchas. Como cuando la había hecho sentirse
avergonzada por ser pobre; o la primera vez que la llevó a la cama en brazos; y
cuando le enredó los dedos en el pelo y ella le había rogado que no le sujetara
la cabeza; cuando admitió que había aceptado separarse de ella...
¿Cuántas veces
podía lastimarla en una sola vida?
Se había
torturado escuchando los mensajes que Julia le había dejado en el buzón de voz,
mensajes que no había respondido. Se habían ido volviendo cada vez más
descorazonados, hasta que habían acabado por desaparecer. No podía culparla.
Era evidente que no le habían llegado sus mensajes, con la excepción del correo
electrónico. Lo abrió, tratando de imaginarse su reacción.
Deja de
intentar ponerte en contacto conmigo. Se ha terminado. Saludos,
Prof. Gabriel
O. Emerson Profesor Departamento de Estudios Italianos/ Centro de Estudios
Medievales Universidad de Toronto
Una risa amarga
que reconoció como la suya resonó en la habitación. Por supuesto, ése era el
único mensaje que se iba a creer, no los otros. La había perdido para siempre.
¿Y qué esperanza le quedaba sin ella?
Gabriel
recordó una conversación que habían tenido los dos sobre uno de los libros
favoritos de Grace, A Severe Mercy. Los personajes de la novela estaban
convencidos de que habían convertido su amor en una idolatría. Se habían amado
y adorado tanto que su vida espiritual se había resentido.
Gabriel sabía
que había hecho lo mismo con Julianne. La había adorado, convencido de que era
la luz que mantendría la oscuridad alejada de su vida.
La había amado
tanto que había accedido a separarse de ella para proteger su futuro. Pero, al
dejarla, corría el riesgo de no volver a tener su amor nunca más. El amor que
sentía por Beatriz era la causa de que estuvieran separados. El destino había
jugado con ellos del modo más cruel.
¿Qué estaría
haciendo Paul? Lo más seguro era que estuviera aprovechando la oportunidad para
consolar a Julia. Y ese consuelo podía llevarlos hasta... Gabriel no se podía
imaginar que ella le fuera infiel. Pero sabía que pensaba que su relación había
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terminado. Paul sólo tenía que ofrecerle un hombro sobre el
que llorar y estaría de vuelta en su vida, en su apartamento, en su mente.
«Follaángeles.»
Sólo
encontraba consuelo en la música y la poesía, aunque era un consuelo muy
parecido a la tortura. Apretando un botón, volvió a escuchar a Sting cantando
la historia de David y Betsabé. Mientras la música sonaba, la vista se le fue
hasta los versos que relataban la muerte de Beatriz en La Vita Nuova,
versos que le resultaban dolorosamente familiares.
Una
desgracia tan terrible lo asuela que ni siquiera pensar en ella lo consuela. Las lágrimas se niegan a
ayudarlo. Suspira y sufre, negándose a encontrar el consuelo (excepto el
de la muerte, que acorta el sufrimiento). Recuerda el breve paso por
esta tierra de la que estuvo entre nosotros y ya no está. Mi pecho se
afana, entre suspiros, pensando continuamente en ella, por la que
mi corazón late entrecortado. A menudo pienso en la muerte y me asalta
un deseo tan intenso que me altera hasta el color de la cara. Y si la
idea se asienta, mis miembros se agitan como si estuviera poseído. Cuando
me doy cuenta, me aparto de la gente avergonzado. Luego la llamo a gritos en un
lamento cargado de dolor. Beatriz, la llamo, ¿de verdad estás muerta?
Y mientras la llamo, hallo consuelo.
Gabriel cerró
el documento y acarició con un dedo el retrato de la preciosa mujer que
adornaba la pantalla de su portátil. Durante los próximos días acabaría su
trabajo y quedaría libre de responsabilidades, pero lo haría sin Beatriz a su
lado para ayudarlo y consolarlo. En su ausencia, tal vez sucumbiría a antiguas
tentaciones para mitigar el dolor.
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