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Un viernes de
mediados de abril por la tarde, Julia llegó al piso de Rachel y Aaron en
Filadelfia. La primera idea era que Rachel viajara a Toronto y le llevara el
vestido de dama de honor, pero a ésta se le habían complicado las cosas en el
trabajo. Como Rachel estaba tratando de guardarse días de vacaciones para
poderse ir de luna de miel, Julia accedió a salir de su agujero de hobbit.
Su amiga la
recibió con un abrazo y la acompañó hasta el salón. Julia miró la carpeta llena
de muestras de tela.
—¿Ya has
acabado con los preparativos de la boda?
Rachel negó
con la cabeza.
—No, no del
todo. Pero ahora no quiero hablar de la boda, quiero que hablemos de ti —dijo,
mirándola con preocupación—. Lo tuyo con Gabriel ha sido un golpe muy fuerte.
Nos ha pillado a todos por sorpresa.
—Ya. —Julia
hizo una mueca de dolor—. A mí también.
—No contesta
al teléfono ni responde a los correos electrónicos. Créeme, lo hemos intentado.
Scott me mandó una copia del correo que le envió y te aseguro que no se mordió
la lengua. ¿Sabías que Gabriel estuvo en Selinsgrove hace un par de semanas?
—¿En
Selinsgrove? —repitió Julia, sorprendida—. Pensaba que estaba en Italia.
—¿Qué te hacía
pensar eso?
—Creía que
habría ido allí a escribir su libro. Y, de paso, a esconderse de mí.
—Menudo
idiota. —Su amiga maldijo en voz baja—. ¿No se ha puesto en contacto contigo?
—Sólo me envió
un correo notificándome que lo nuestro había terminado. —Buscando en su bolso,
sacó unas llaves y un pase de seguridad—. Son de Gabriel.
Rachel se los
quedó mirando confusa.
—¿Qué se
supone que tengo que hacer con eso?
—Guardarlo. O
dárselo a tu padre. Se lo habría enviado por correo, pero como no quiere que me
ponga en contacto con él...
Rachel lo dejó
sobre una de las carpetas de muestras. Luego, pensándolo mejor, lo guardó en un
cajón del comedor, que cerró con una palabrota.
—Sé que estuvo
en la antigua casa de mis padres porque una de las vecinas llamó a mi padre
para quejarse. Al parecer, Gabriel escuchaba música hasta las tantas de la
noche y merodeaba por los alrededores.
La mente de
Julia se desplazó al huerto de manzanos. Tenía cierta lógica que hubiera ido a
buscar consuelo al único lugar en el mundo donde había encontrado la paz: su
paraíso. Aunque, dada la implicación de Julia con aquel lugar, le extrañaba un
poco. Negando con la cabeza, trató de no pensar en ello.
Rachel se
volvió hacia ella.
—No entiendo
por qué ha hecho una cosa así. Gabriel te quiere. No es de esos hombres que se
enamoran fácilmente, ni de los que pronuncian palabras de amor si no las
sienten. Ese tipo de sentimiento no desaparece de la noche a la mañana.
—Es posible
que me quisiera. Pero parece evidente que no tanto como a su trabajo. O tal vez
haya decidido volver con ella.
—¿Con Paulina?
¿Está metida en esto? No sabía nada. —Los ojos de Rachel se encendieron de
indignación.
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—Hasta hace poco más de un año, seguían viéndose.
—¿Qué?
—En Navidad
discutimos por ella y... otras cosas y me confesó que su historia era más
reciente de lo que yo pensaba.
—Nunca había
oído hablar de ella hasta que se presentó en casa de mis padres.
—Yo sabía que
existía, pero Gabriel me hizo creer que las cosas habían acabado entre ellos en
Harvard. Aunque, en realidad, se habían seguido viendo.
—¿No creerás
en serio que te ha dejado por ella? Después de Florencia. Después de lo que
habéis vivido.
—Yo ya me lo
creo todo —replicó Julia con frialdad.
Rachel gruñó y
se tapó los ojos con las manos.
—Qué desastre.
Mi padre está muy disgustado, igual que Scott. Cuando se enteró de que Gabriel
estaba en Selinsgrove, quería ir allí para hacerlo entrar en razón a puñetazos.
—¿Y lo hizo?
—Tammy
necesitaba que se quedara con el niño, así que Scott decidió que ya le patearía
el culo otro día.
Julia sonrió
con ironía.
—Puedo
imaginarme la conversación.
—Scott está
loco por Tammy. Están tan acaramelados que da hasta rabia.
—Me alegro de
que vengan a cenar.
Su amiga miró
la hora.
—Creo que
debería empezar a preparar la comida. Llegarán pronto para darle de cenar a
Quinn antes. La vida de Scott ha dado un vuelco. Todo gira alrededor del niño.
Julia la
siguió hasta la cocina.
—¿Qué opina tu
padre de Tammy?
Rachel rebuscó
en la nevera.
—Le gusta y
adora al bebé. Cualquiera diría que es su nieto de verdad. —Dejó los
ingredientes para la ensalada sobre la encimera y añadió—: ¿De verdad crees que
Gabriel volvería con Paulina?
Aunque no
quería decirlo en voz alta, sí, Julia lo creía posible. Había cambiado mucho
por ella, pero ahora que ya no estaban juntos era posible que regresara a sus
viejas costumbres.
—Ya sabes lo
que dicen: más vale malo conocido que bueno por conocer.
—No creo que
ella estuviera muy contenta con esa definición. —Rachel se apoyó en la
encimera—. ¿No crees que en la universidad lo obligaron a apartarse de ti?
—Probablemente.
Lo que no entiendo es que él lo aceptara. ¿Cómo se puede obligar a nadie a
abandonar una ciudad? ¿Van a decirle también lo que tiene que hacer durante su
excedencia? Si Gabriel quisiera hablar conmigo, me llamaría por teléfono. Y no
lo ha hecho. La universidad le ha puesto en bandeja la excusa que necesitaba
para romper conmigo. Probablemente ya lo tenía planeado desde el principio.
Julia se cruzó
de brazos. Era más fácil dar voz a sus miedos con Rachel que a solas en la
oscuridad.
—Qué desastre
—repitió su amiga, volviéndose para lavarse las manos.
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De madrugada,
Rachel y Julia seguían echadas en el sofá, en pijama y bata, bebiendo vino y
riendo sin poderse contener. Scott, Tammy y Quinn se habían marchado temprano y
Aaron llevaba horas durmiendo. Lo oían roncar en la habitación.
Animada por el
vino, Julia le contó a su amiga lo que había pasado durante la vista. Aunque le
costó mucho, Rachel resistió la tentación de interrumpirla hasta que acabó de
hablar.
—No creo que
Gabriel te haya dejado por el trabajo. No necesita el dinero y siempre puede
trabajar en otro sitio. Lo que no entiendo es por qué no ha sido más explícito.
Podía haber hablado contigo a la salida y decirte: «Te quiero, pero tenemos que
esperar». Conociéndolo, seguramente te habría recitado algo en pentámetros
yámbicos —añadió, con la risa floja por el alcohol.
—Mencionó algo
sobre Eloísa, pero la verdad, no me animó mucho. Abelardo mantuvo en secreto su
relación con ella para no perder el trabajo. Y luego la mandó a un convento.
Rachel le
lanzó un cojín a la cabeza.
—Gabriel nunca
te enviaría a un convento. Te quiere. Y me niego a aceptar otra cosa.
Abrazando el
cojín, Julia se tumbó de lado.
—Si me
quisiera, no me habría abandonado. Ni habría roto conmigo con un correo
electrónico.
—¿De verdad
crees que ha estado jugando contigo todos estos meses?
—No, pero eso
ya no tiene importancia.
Rachel bostezó
ruidosamente.
—No entiendo
lo que ha hecho, pero está claro que la ha cagado. Me pregunto si no estaría
tratando de protegerte de alguna manera.
—¿Qué le
costaba avisarme?
—Eso es lo que
no entiendo. Podría habernos pedido a cualquiera de nosotros que te pasáramos
un mensaje. O haberte escrito una carta. ¿Por qué no le dijo al comité que se
metieran sus condiciones por donde les cupieran?
Julia se movió
y, mirando al techo, se hizo la misma pregunta que su amiga.
—¿Quieres que
lo llamemos?
—No.
—¿Por qué no?
Si ve que soy yo, igual contesta.
—Es muy tarde
y estoy borracha. No es el mejor momento para mantener una conversación.
Además, me dijo que no me pusiera en contacto con él.
Rachel levantó
el teléfono y lo sacudió ante los ojos de Julia.
—Si tú estás
sufriendo, él también.
—Le dejé un
mensaje diciendo que, si algún día quiere hablar conmigo, que lo haga cara a
cara. No voy a llamarlo más. —Vació el vaso de un trago. Al cabo de unos
segundos, añadió—: Tal vez venga a la graduación.
Suspiró,
melancólica. Por muy enfadada y frustrada que se sintiera, seguía deseando a
Gabriel.
—¿Cuándo es la
graduación?
—El once de
junio.
Rachel maldijo
disimuladamente. Era muy cerca de la boda.
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Tras unos minutos en silencio, Julia dio voz a uno de sus
mayores miedos.
—¿Rachel?
—¿Ajá?
—¿Y si se
acuesta con ella?
Durante unos
momentos, su amiga no dijo nada. Tan callada se quedó que Julia empezó a
repetir la pregunta, pero en ese momento Rachel la interrumpió.
—Puedo
imaginarme que se acueste con cualquier otra persona. Pero no que se acueste
con ella y espere que tú lo perdones luego.
—Si te enteras
de que está con otra, por favor, avísame. Prefiero enterarme por ti que por
otra persona.
—Cariño, abre
los ojos.
La voz de
Gabriel era cálida y sugerente mientras se movía en su interior, apoyándose en
los antebrazos para no aplastarla. Se inclinó para besarle la parte interior
del brazo, a la altura del bíceps, y succionó suavemente. Lo suficiente para
provocarla y tal vez dejarle una ligera marca. Sabía que se volvía loca cada
vez que lo hacía.
—No puedo
—dijo Julia entre jadeos. Cada vez que él se movía, despertaba las sensaciones
más intensas y maravillosas en su interior.
Hasta que se
detuvo en seco.
Ella abrió los
ojos.
Él le acarició
la nariz con la suya.
—Necesito
verte. —Su mirada era intensa pero amable, como si estuviera manteniendo el
deseo a raya momentáneamente.
—Me cuesta
mucho mantener los ojos abiertos —protestó ella, gimiendo cuando él volvió a
moverse en su interior.
—Inténtalo.
Hazlo por mí, Julia. —La besó con delicadeza—. Te quiero tanto...
—Pero
entonces, ¿por qué me abandonaste?
Gabriel la
miró entornando los ojos, consternado.
—No lo hice.
Esa misma
noche, Gabriel estaba tumbado en el centro de la cama, con los ojos cerrados,
mientras ella le besaba el pecho. Ella se detuvo para dedicarle una atención
especial al tatuaje, antes de seguir descendiendo hacia su abdomen. Él maldijo
en voz baja al notar las uñas que le recorrían los músculos bien definidos,
antes de que una lengua se hundiera en su ombligo.
«Hacía tanto
tiempo...»
Eso fue lo que
pensó al notar que una mano le acariciaba el pubis antes de agarrarle el
miembro con fuerza. Gabriel levantó las caderas. Ella lo acariciaba mientras él
gemía y suplicaba. Julia lo excitó acariciándole los muslos con su larga y
sedosa melena, antes de metérselo en la boca, tan húmeda y cálida.
Con una
exclamación de sorpresa, Gabriel se abandonó a las sensaciones, antes de
enredar los dedos en su pelo.
Al recordar,
se quedó paralizado.
Una sensación
de miedo se le instaló en el estómago al pensar en la última vez que lo habían
intentado. Entonces la soltó inmediatamente, temiendo haberla asustado.
—Lo siento —se
excusó, acariciándole la mejilla con un dedo—. Casi se me olvida.
Una mano
helada sujetó la suya, obligándolo a agarrarla por la cabeza una vez más.
—¿Casi se te
olvida el qué? —se burló ella—. ¿Cómo se disfruta de una
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mamada?
Gabriel abrió
los ojos y vio, horrorizado, que los ojos que lo miraban divertidos no eran
castaños, sino azules.
Paulina,
completamente desnuda, estaba acuclillada a su lado, sonriendo triunfalmente y
a punto de volver a metérselo en la boca. Maldiciendo a gritos, Gabriel se
apartó y se sentó, apoyándose en el cabezal, sin perderla de vista.
Echándose a
reír ante su reacción, ella le señaló la nariz, indicándole sin palabras que se
limpiara los restos de cocaína.
«¿Qué he
hecho?»
Gabriel se
frotó la cara con ambas manos. Al darse cuenta de la magnitud de su
depravación, sintió náuseas y vomitó al lado de la cama. Cuando se recuperó un
poco, alargó la mano para mostrarle a Paulina el anillo, pero no llevaba
ninguno.
El anillo de
boda había desaparecido.
Paulina se rió
con más fuerza y avanzó hacia él como un felino, con la mirada salvaje y
frotándose contra su cuerpo.
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Gabriel se
sacudió compulsivamente, luchando por liberarse de las mantas antes de
despertarse del todo. La buscó por todas partes, pero no vio a nadie.
Estaba solo en
una habitación de hotel, a oscuras. Había apagado todas las luces antes de
acostarse. Ése había sido su primer error. Y además se había olvidado de
colocar la foto de Julia en la mesilla de noche para que mantuviera las sombras
a raya. Ése había sido el segundo, ya que ella era su talismán contra la
oscuridad.
Se sentó en la
cama, apoyando los pies en el suelo, y se cubrió la cara con las manos. Los
meses que pasó en rehabilitación para desintoxicarse, años atrás, habían sido
durísimos, pero no eran nada comparados con lo que le estaba costando superar
la ausencia de Julianne. Soportaría las pesadillas y los recuerdos de errores
pasados con estoicismo si pudiera abrazarla cada noche.
Miró con
desprecio la botella de whisky medio vacía que había dejado en la mesilla de
noche. El acoso que había sufrido por parte de las autoridades académicas le
había supuesto una gran presión. Si a esa presión se le añadía el dolor de la
pérdida, el resultado era que se sentía incapaz de afrontar la vida sin ningún
tipo de ayuda externa.
Cada día bebía
un poco más. Tenía que hacer algo para romper ese círculo o volvería a caer en
sus viejos vicios, aniquilando cualquier posibilidad de futuro. Y tenía que
hacerlo urgentemente.
Tomando una
decisión, hizo un par de llamadas antes de preparar el equipaje de cualquier
manera. Luego le pidió al conserje que llamara a un taxi que lo llevara al
aeropuerto. Ni siquiera se molestó en comprobar si tenía un aspecto
presentable. Lo cierto era que no se atrevía a mirarse al espejo por miedo a lo
que pudiera encontrar allí.
Horas más
tarde, llegó a Florencia y se instaló en el Gallery Hotel Art. Aunque había
avisado con poca antelación, había logrado que le dieran la misma suite en la
que Julia y él habían consumado su amor. Había tenido que elegir entre eso o un
programa de rehabilitación y sabía que la influencia de ella sería mucho más
redentora.
Al entrar en
la habitación, casi esperaba encontrarla. Y si no a Julia, alguna señal de su
presencia. Un par de zapatos de tacón color mandarina dejados descuidadamente
debajo de una mesita. Un vestido de tafetán arrugado en el suelo, junto a una
pared desnuda. O unas medias negras sobre la cama sin hacer.
Por supuesto,
no encontró ninguna de esas cosas.
Tras un sueño
relativamente reparador y una ducha, Gabriel se puso en contacto con su viejo
amigo el dottore Vitali, el director de la galería de los Uffizi, y
quedó con él para cenar. Durante la cena, hablaron de la nueva cátedra de
Harvard y de Giuseppe Pacciani. A Gabriel lo alegró enterarse de que, aunque a
Pacciani lo habían entrevistado personalmente en Harvard, cosa que a él no le
habían ofrecido, habían rechazado su candidatura. Era un pobre consuelo, pero
no dejaba de ser un consuelo.
Al día
siguiente, trató de distraerse haciendo cosas que le gustaban. Desayunó en una piazza,
paseó junto al Arno y pasó la tarde en la sastrería. Encargó que le hicieran un
traje de lana negra a medida y luego invirtió una hora más buscando los zapatos
perfectos para combinarlos con el traje. El sastre le dijo bromeando que el
traje era tan bueno que podría casarse con él. Luego, el hombre se empezó a
reír de su propia broma, hasta que Gabriel levantó la mano para enseñarle el
anillo.
—Acabo de
casarme —dijo, para sorpresa del sastre.
Fuera a donde
fuese, lo asaltaban imágenes de Julia. En el ponte Santa Trinità se
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detuvo y se demoró en sus agridulces recuerdos durante largo
rato. Era duro, pero preferible a las alternativas químicas.
Una noche en
que había bebido demasiado, se acercó al Duomo, rehaciendo el camino que había
seguido con Julia meses atrás. Torturado por el recuerdo de su cara cuando lo
había acusado de follar con ella, vio un mendigo que le resultó familiar,
sentado junto a la cúpula de Brunelleschi.
Gabriel se
acercó a él.
—Unas monedas
para un pobre anciano —le pidió el hombre en italiano.
Gabriel se
acercó más y lo observó con desconfianza. El olor a alcohol y a falta de
higiene lo asaltó, pero no se detuvo. Al reconocer en el mendigo al mismo
hombre que había inspirado la caridad de Julia, sintió que la cabeza le daba
vueltas.
Se buscó la
cartera a tientas. Sin molestarse en mirar, sacó varios billetes y se los puso
delante de la cara.
—Lo vi en
diciembre y sigue aquí —dijo Gabriel y el tono le salió más acusador de lo que
hubiera querido.
El hombre se
quedó mirando los billetes con avidez.
—Estoy aquí
cada día. Incluso en Navidad.
Gabriel le
acercó los euros a la nariz.
—Mi fidanzata
le dio dinero y usted le dijo que era un ángel. ¿Se acuerda?
El viejo le
dedicó una sonrisa desdentada y negó con la cabeza sin perder de vista el dinero.
—Hay muchos
ángeles en Florencia y todavía más en Asís. Creo que Dios ayuda y protege a los
mendigos de Asís, pero Florencia es mi hogar.
El hombre
alargó la mano hacia los billetes, sin acabar de creerse que fuera a dárselos
de verdad.
Gabriel se imaginó
a Julia defendiendo al mendigo. Quería que le diera el dinero, aunque lo más
probable era que el hombre se lo gastara en vino.
Mientras lo
observaba, vio que no estaba en mejor estado que cuando lo había visto con
Julia meses atrás y estuvo seguro de que ella le habría dado dinero una y otra
vez, sin dudarlo. Habría ido a darle unas monedas día tras día, convencida de
que la caridad nunca se malgastaba. Julia habría confiado en que, un día, el
hombre se daría cuenta de que alguien se preocupaba por él y pediría ayuda.
Julia sabía
que ser amable con la gente la volvía más vulnerable, pero ni aun así dejaba de
ser amable.
Dejando los
billetes en la mano del hombre, Gabriel dio media vuelta y se alejó, oyendo los
gritos de alegría y las bendiciones del mendigo a sus espaldas.
No quería
oírlo. No era merecedor de ninguna bendición. Su acto de caridad no se parecía
en nada al de Julia. No se debía a la amabilidad ni a la compasión. Sólo lo
había hecho para honrar su memoria. Como quien compra una indulgencia papal.
Mientras
tropezaba con una piedra del suelo, se dio cuenta de lo que tenía que hacer.
Al día
siguiente, intentó alquilar la casa que había compartido con Julia en Umbría,
pero estaba ocupada. Así que viajó a Asís y se alojó en un hotel pequeño y
sencillo, lleno de peregrinos.
Gabriel nunca
se había visto a sí mismo como un peregrino. Era demasiado orgulloso para eso.
Sin embargo, había algo en Asís que le permitió dormir esa noche. No había
descansado tan bien desde que había dejado de dormir en brazos de Julia.
A la mañana
siguiente, se levantó temprano y se dirigió a la basílica de San Francisco. Era
un lugar de peregrinaje para gente de todas las confesiones, aunque sólo
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fuera por admirar sus frescos medievales y disfrutar de la
paz que impregnaba sus salas. No fue casualidad que rehiciera el camino que
había seguido con Julianne antes de Navidad. Habían ido a misa a la basilica
superiore y la había esperado pacientemente mientras se confesaba antes de
misa.
Mientras ahora
paseaba por la basílica, admirando las pinturas y absorbiendo la paz del
recinto, vio a una mujer de pelo largo y castaño que se metía por una puerta.
Intrigado, la siguió. A pesar de la multitud de turistas que invadían el
recinto, no le costó nada no perderla de vista hasta la basílica inferiore.
Una vez allí,
ella desapareció.
Intrigado,
buscó por todos los rincones. Cuando vio que la búsqueda era infructuosa,
descendió hasta las entrañas de la iglesia y llegó a la tumba de san Francisco.
Allí estaba la mujer, arrodillada en la primera fila de la cripta. Gabriel se
quedó en la última y se arrodilló también, sin perder de vista a la
desconocida.
No era
Julianne. Tenía las caderas y los hombros más anchos que ella y el pelo más
oscuro. Pero era hermosa y su belleza le recordó lo mucho que había perdido.
La cripta era
pequeña y primitiva, lo que contrastaba con la arquitectura y los frescos tan
elaborados de la basílica. Gabriel no era el único que opinaba que la
simplicidad de la vida y la misión de san Francisco se reflejaban de un modo
más adecuado en la sencillez de su tumba.
Sumido en esos
pensamientos, inclinó la cabeza y la apoyó en el respaldo del banco de delante.
Sin darse cuenta, empezó a rezar.
Al principio
eran palabras inconexas. Confesiones susurradas y declaraciones desesperadas.
Pero a medida que pasaban los minutos, cada vez se sentía más arrepentido. La
joven encendió una vela y se marchó sin que él se diera cuenta.
Si la vida de
Gabriel hubiera sido una película, en ese momento un viejo hermano franciscano
habría tropezado con él y, al darse cuenta de su sufrimiento, se habría sentido
conmovido y le habría ofrecido guía espiritual. Pero su vida no era una
película, así que siguió rezando solo.
Si más tarde alguien
le hubiera preguntado qué había pasado en aquella cripta, se habría encogido de
hombros y habría cambiado de tema. Algunas cosas no pueden expresarse con
palabras. Algunas cosas desafían los límites del lenguaje.
Pero durante
sus oraciones, Gabriel fue consciente de la magnitud de sus defectos y
carencias, tanto morales como espirituales. Y, al mismo tiempo, sintió la
presencia del Ser que conocía esos defectos y lo abrazaba de todos modos. Fue
consciente de lo que la escritora Annie Dillard había llamado la extravagancia
de la gracia. Pensó en el amor y el perdón que había recibido a lo largo de
su vida, sobre todo de Grace y de Richard.
«Y de
Julianne, mi hojita.»
El imán para
el pecado que era Gabriel había encontrado algo inesperado bajo el suelo de la
vieja basílica. Cuando salió a la calle, estaba más decidido que nunca a no
recaer en sus vicios de siempre.
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Para Julia, el
resto de abril pasó rápidamente en una vorágine de actividad. Tuvo que hacer
correcciones finales en su proyecto, tuvo reuniones con la profesora Picton y
visitas a Nicole y, los viernes por la noche, se encontraba con Paul.
Katherine le
aseguró que el resultado final del proyecto era satisfactorio y que podía
sentirse orgullosa de él. También le dijo que había hablado con Cecilia
Marinelli, que aún estaba en Oxford, y que le había pedido que cuidara de ella
el próximo otoño.
Por cierto,
Paul sabía de una chica en Cambridge a la que le interesaba subarrendar su
apartamento a Julia.
Ésta había
empezado a leer los libros que Katherine le había sugerido para el seminario de
la profesora Marinelli.
A finales de
abril, recibió una carta de aspecto muy oficial del decanato. El doctor Aras
solicitaba su presencia en la oficina en el plazo de una semana. Le aseguraba
que el motivo de la reunión no tenía nada que ver con cuestiones disciplinarias
y que el profesor Martin estaría presente.
Un lunes por
la tarde, Julia cruzaba el campus muy nerviosa, abrazada a su mochila L. L.
Bean. Su presencia la consolaba. Paul se había ofrecido a acompañarla, pero
ella rechazó su oferta, argumentando que tenía que enfrentarse a aquello sola.
Él entonces la había abrazado y le había dicho que la estaría esperando a la
salida en su Starbucks favorito.
—Le agradezco
que haya venido, señorita Mitchell. ¿Cómo ha ido el semestre?
Julia miró al
doctor Aras, sorprendida.
—Ha sido...
interesante.
Él asintió y
se volvió para mirar al profesor Martin.
—Sé que este
curso ha sido duro para usted. La he hecho venir para preguntarle si ha tenido
algún otro problema desde el día de la vista.
Julia miró
alternativamente a un hombre y a otro, examinándolos.
—¿Qué tipo de
problemas?
—El doctor
Aras se preguntaba si el profesor Emerson la había vuelto a molestar en algún
momento. ¿Se ha puesto en contacto con usted por teléfono o por correo
electrónico? ¿Le ha propuesto que se vieran en privado?
Aunque el
profesor Martin parecía amistoso, algo en su tono de voz despertó las sospechas
de Julia.
—¿Y para qué
quieren saberlo? Consiguieron lo que querían. Se marchó de la ciudad.
La expresión
del doctor Aras se endureció.
—No tengo
ningún interés en reabrir el caso, señorita Mitchell. Ésta es una reunión de
cortesía, un intento de asegurarnos de que ha podido llevar a cabo sus estudios
sin interferencias. Tratamos de averiguar si el profesor Emerson ha cumplido su
palabra y se ha mantenido a distancia.
—Recibí un
correo electrónico suyo poco después de la vista, diciéndome que no volviera a
ponerme en contacto con él y que todo había terminado. ¿Era eso lo que querían
oír? —preguntó, sin poder disimular su amargura.
Con una mueca,
el profesor Martin miró a su colega.
—Estoy seguro
de que estará encantada de olvidarse de todo este asunto.
Ella
permaneció sentada, sin molestarse en responder.
197
—Puede marcharse. Enhorabuena por sus resultados académicos y
por la admisión en Harvard. Nos veremos en la graduación. —El doctor Aras la
despidió con una inclinación de cabeza.
Julia recogió
la mochila del suelo y se acercó a la puerta. Pero cuando estaba a punto de
abrirla, se volvió.
Qué curioso,
pensó, que aquellos dos hombres armados sólo con grandes mentes y armarios
llenos de chaquetas de tweed, tuvieran tanto poder sobre su corazón y su
felicidad.
—No me
arrepiento de mi relación con el profesor Emerson, aunque acabara mal. Ustedes
dos fueron increíblemente despectivos y condescendientes conmigo a lo largo de
todo el proceso. Entiendo la importancia de proteger a alguien que lo necesita,
pero las únicas personas de las que yo hubiera necesitado protección era de
ustedes dos.
Tras
fulminarlos con la mirada, salió de la oficina.
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Gabriel se
quedó tanto tiempo en Asís que casi se convirtió en parte de la basílica. Cada
día pasaba una hora sentado en la cripta de San Francisco, meditando. A veces,
rezaba. A veces, sentía a Dios cercano; otras, parecía estar muy lejos. El
deseo de estar con Julia nunca desaparecía, aunque se daba cuenta de que su
relación había estado cargada de defectos desde el primer día. Había querido
cambiar para ser digno de ella, cuando debería haber cambiado para dejar de ser
un asno insufrible.
Un día,
mientras comía en el restaurante del hotel, un compatriota americano entabló
conversación con él. Se trataba de un médico de California que estaba de visita
en Asís con su esposa y su hijo adolescente.
—Mañana nos
vamos a Florencia —dijo el hombre de pelo cano—. Tenemos previsto pasar allí
dos meses.
—¿Y qué van a
hacer en la ciudad tanto tiempo? —preguntó Gabriel, mirándolo con curiosidad.
—Nos
alojaremos con los franciscanos. Mi esposa es enfermera y trabajaremos como
voluntarios en el hospital. Mi hijo ayudará a los sin techo.
Gabriel
frunció el cejo.
—¿Van como
voluntarios?
—Sí, queríamos
hacer algo así los tres juntos, en familia.
El hombre lo
miró como si acabara de ocurrírsele algo.
—¿Quiere venir
con nosotros? Los franciscanos siempre necesitan voluntarios.
—No —respondió
él, pinchando un trozo de carne con decisión—. Yo no soy católico.
—Nosotros
tampoco. Somos luteranos.
Gabriel lo
miró con interés. Su conocimiento del luteranismo se limitaba a los escritos de
Garrison Keillor (aunque nunca lo habría admitido en público).
—Queríamos
echar una mano haciendo una buena obra —continuó el médico, con una sonrisa—.
Quería que mi hijo ampliara sus horizontes más allá de unas vacaciones en la
playa o de jugar a videojuegos.
—Gracias por
la invitación, pero no puedo aceptarla. —Su respuesta fue tan firme, que el
hombre cambió de tema.
Esa tarde,
Gabriel miraba por la ventana de la habitación del hotel, pensando como siempre
en Julia.
«Ella no se
habría negado. Ella habría ido.»
Como siempre,
fue consciente de la brecha que había entre su egoísmo y la generosidad de la
joven. Una brecha que ni los meses pasados a su lado habían logrado llenar.
Dos semanas más
tarde, Gabriel se encontraba frente al monumento a Dante en la Santa Croce.
Finalmente, se había unido a la familia luterana en su viaje a Florencia y se
había convertido en uno de los voluntarios más conflictivos de la comunidad
franciscana. Se encargaba de servir comida a los pobres, pero horrorizado por
la calidad de lo que les servían, encargó a un servicio de catering que les
prepararan las comidas. Acompañó también a otros voluntarios que repartían
artículos de limpieza y ropa limpia a gente sin hogar, pero se quedó tan
afectado al ver las condiciones en que vivían, que encargó la construcción de
un edificio de lavabos y duchas para los sin techo junto a la
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misión de los franciscanos.
En resumen,
cuando Gabriel acabó de conocer todos los aspectos que abarcaba la labor de los
franciscanos con los pobres, se propuso mejorarlo todo y se ofreció a pagar
todas las reformas de su bolsillo. Luego visitó a varias ricas familias
florentinas que conocía por su trabajo y les pidió que ayudaran económicamente
a los monjes en su misión con los pobres. Esas donaciones les asegurarían
fondos para los próximos años.
Mientras
contemplaba el monumento dedicado a Dante, sintió una súbita afinidad con su
poeta favorito. Dante había sido desterrado de Florencia. Y, aunque
posteriormente la ciudad acabó perdonándolo y permitió que se erigiera un
monumento funerario en su honor en la basílica, sus restos estaban enterrados
en Rávena. Por un curioso giro del destino, ahora Gabriel sabía también lo que
era ser expulsado de su trabajo, de su ciudad y de su hogar. Porque los brazos
de Julianne siempre serían su hogar, aunque pasara el resto de su vida en el
exilio.
Los monumentos
funerarios que lo rodeaban le recordaban su propia mortalidad. Si tenía suerte,
tendría una vida larga, pero mucha gente, como Grace, veía truncada su
existencia bruscamente. Lo podía atropellar un coche, o tener cáncer, o un
ataque al corazón. De pronto, su tiempo en la Tierra le pareció escaso y muy
valioso.
Desde que se
había marchado de Asís, había tratado de aliviar su culpabilidad haciendo
buenas obras. Ofrecerse como voluntario había sido el primer paso en esa
dirección. Pero sabía que si quería limpiar su conciencia tenía que arreglar
las cosas con Paulina. Con ella aún estaba a tiempo, no como con Grace, o Maia,
o con sus padres biológicos.
¿Y con
Julianne? ¿Estaría a tiempo?
Gabriel se
fijó en la escultura de una mujer desesperada que se inclinaba sobre lo que
figuraba el ataúd de Dante.
Había aceptado
su destierro, pero eso no significaba que hubiera dejado de escribirle cartas a
Julia, cartas que nunca le había enviado.
Los
cementerios desprenden una paz especial. Incluso los situados en el centro de
grandes ciudades la poseen, un silencio sobrenatural que flota en el ambiente.
Mientras
paseaba por aquél, Gabriel no podía engañarse pensando que estaba en un parque.
En los escasos árboles que salpicaban el paisaje no había pájaros. En la
hierba, aunque verde y bien cuidada, no se veían corretear ardillas o algún
conejo urbano que jugara con sus hermanos o buscara comida.
Vio los
ángeles de piedra a lo lejos. Sus esbeltas formas gemelas montaban guardia
entre los demás monumentos. Eran de mármol, no de granito, y su piel era pálida
y perfecta. Estaban de espaldas a él, con las alas extendidas. Le resultaba más
fácil permanecer detrás del monumento y así no ver el nombre grabado en la
piedra. Habría podido quedarse donde estaba, pero ésa hubiera sido la solución
fácil y cobarde.
Cerró los ojos
y respiró hondo antes de rodear el monumento y detenerse frente a las letras.
Se sacó un
pañuelo del bolsillo del pantalón. Si alguien lo hubiera visto, habría pensado
que lo necesitaba para secarse las lágrimas, pero lo que hizo fue inclinarse
sobre la lápida negra y limpiarla. El polvo salió con facilidad, pero el rosal
había crecido demasiado y había empezado a tapar las letras. Tomó nota mental
de que debía contratar a un jardinero para que lo podara.
Dejó unas
flores frente a la lápida. Los labios se le movían como si rezara, pero no lo
hacía. La tumba, por supuesto, estaba vacía.
Una lágrima o
dos le nublaron la vista. Pronto les siguieron muchas más, hasta que tuvo la
cara cubierta de ellas. No se molestó en secárselas mientras levantaba la
200
vista hacia los ángeles, dos compasivas almas de mármol.
Pidió perdón.
Expresó la culpabilidad que sentía, una culpabilidad que sabía que lo
acompañaría el resto de su vida. No pidió que lo liberaran del peso de la
culpa, ya que le parecía consecuencia de sus actos. O, mejor dicho,
consecuencia de lo que no había sido capaz de hacer para proteger a una madre y
a su hija.
Sacó el iPhone
del bolsillo y marcó un número guardado en la memoria.
—¿Hola?
—Paulina.
Necesito verte.
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