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El éxtasis de Gabriel Cap.33 al 37

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33
Un viernes de mediados de abril por la tarde, Julia llegó al piso de Rachel y Aaron en Filadelfia. La primera idea era que Rachel viajara a Toronto y le llevara el vestido de dama de honor, pero a ésta se le habían complicado las cosas en el trabajo. Como Rachel estaba tratando de guardarse días de vacaciones para poderse ir de luna de miel, Julia accedió a salir de su agujero de hobbit.
Su amiga la recibió con un abrazo y la acompañó hasta el salón. Julia miró la carpeta llena de muestras de tela.
—¿Ya has acabado con los preparativos de la boda?
Rachel negó con la cabeza.
—No, no del todo. Pero ahora no quiero hablar de la boda, quiero que hablemos de ti —dijo, mirándola con preocupación—. Lo tuyo con Gabriel ha sido un golpe muy fuerte. Nos ha pillado a todos por sorpresa.
—Ya. —Julia hizo una mueca de dolor—. A mí también.
—No contesta al teléfono ni responde a los correos electrónicos. Créeme, lo hemos intentado. Scott me mandó una copia del correo que le envió y te aseguro que no se mordió la lengua. ¿Sabías que Gabriel estuvo en Selinsgrove hace un par de semanas?
—¿En Selinsgrove? —repitió Julia, sorprendida—. Pensaba que estaba en Italia.
—¿Qué te hacía pensar eso?
—Creía que habría ido allí a escribir su libro. Y, de paso, a esconderse de mí.
—Menudo idiota. —Su amiga maldijo en voz baja—. ¿No se ha puesto en contacto contigo?
—Sólo me envió un correo notificándome que lo nuestro había terminado. —Buscando en su bolso, sacó unas llaves y un pase de seguridad—. Son de Gabriel.
Rachel se los quedó mirando confusa.
—¿Qué se supone que tengo que hacer con eso?
—Guardarlo. O dárselo a tu padre. Se lo habría enviado por correo, pero como no quiere que me ponga en contacto con él...
Rachel lo dejó sobre una de las carpetas de muestras. Luego, pensándolo mejor, lo guardó en un cajón del comedor, que cerró con una palabrota.
—Sé que estuvo en la antigua casa de mis padres porque una de las vecinas llamó a mi padre para quejarse. Al parecer, Gabriel escuchaba música hasta las tantas de la noche y merodeaba por los alrededores.
La mente de Julia se desplazó al huerto de manzanos. Tenía cierta lógica que hubiera ido a buscar consuelo al único lugar en el mundo donde había encontrado la paz: su paraíso. Aunque, dada la implicación de Julia con aquel lugar, le extrañaba un poco. Negando con la cabeza, trató de no pensar en ello.
Rachel se volvió hacia ella.
—No entiendo por qué ha hecho una cosa así. Gabriel te quiere. No es de esos hombres que se enamoran fácilmente, ni de los que pronuncian palabras de amor si no las sienten. Ese tipo de sentimiento no desaparece de la noche a la mañana.
—Es posible que me quisiera. Pero parece evidente que no tanto como a su trabajo. O tal vez haya decidido volver con ella.
—¿Con Paulina? ¿Está metida en esto? No sabía nada. —Los ojos de Rachel se encendieron de indignación.

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—Hasta hace poco más de un año, seguían viéndose.
—¿Qué?
—En Navidad discutimos por ella y... otras cosas y me confesó que su historia era más reciente de lo que yo pensaba.
—Nunca había oído hablar de ella hasta que se presentó en casa de mis padres.
—Yo sabía que existía, pero Gabriel me hizo creer que las cosas habían acabado entre ellos en Harvard. Aunque, en realidad, se habían seguido viendo.
—¿No creerás en serio que te ha dejado por ella? Después de Florencia. Después de lo que habéis vivido.
—Yo ya me lo creo todo —replicó Julia con frialdad.
Rachel gruñó y se tapó los ojos con las manos.
—Qué desastre. Mi padre está muy disgustado, igual que Scott. Cuando se enteró de que Gabriel estaba en Selinsgrove, quería ir allí para hacerlo entrar en razón a puñetazos.
—¿Y lo hizo?
—Tammy necesitaba que se quedara con el niño, así que Scott decidió que ya le patearía el culo otro día.
Julia sonrió con ironía.
—Puedo imaginarme la conversación.
—Scott está loco por Tammy. Están tan acaramelados que da hasta rabia.
—Me alegro de que vengan a cenar.
Su amiga miró la hora.
—Creo que debería empezar a preparar la comida. Llegarán pronto para darle de cenar a Quinn antes. La vida de Scott ha dado un vuelco. Todo gira alrededor del niño.
Julia la siguió hasta la cocina.
—¿Qué opina tu padre de Tammy?
Rachel rebuscó en la nevera.
—Le gusta y adora al bebé. Cualquiera diría que es su nieto de verdad. —Dejó los ingredientes para la ensalada sobre la encimera y añadió—: ¿De verdad crees que Gabriel volvería con Paulina?
Aunque no quería decirlo en voz alta, sí, Julia lo creía posible. Había cambiado mucho por ella, pero ahora que ya no estaban juntos era posible que regresara a sus viejas costumbres.
—Ya sabes lo que dicen: más vale malo conocido que bueno por conocer.
—No creo que ella estuviera muy contenta con esa definición. —Rachel se apoyó en la encimera—. ¿No crees que en la universidad lo obligaron a apartarse de ti?
—Probablemente. Lo que no entiendo es que él lo aceptara. ¿Cómo se puede obligar a nadie a abandonar una ciudad? ¿Van a decirle también lo que tiene que hacer durante su excedencia? Si Gabriel quisiera hablar conmigo, me llamaría por teléfono. Y no lo ha hecho. La universidad le ha puesto en bandeja la excusa que necesitaba para romper conmigo. Probablemente ya lo tenía planeado desde el principio.
Julia se cruzó de brazos. Era más fácil dar voz a sus miedos con Rachel que a solas en la oscuridad.
—Qué desastre —repitió su amiga, volviéndose para lavarse las manos.

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De madrugada, Rachel y Julia seguían echadas en el sofá, en pijama y bata, bebiendo vino y riendo sin poderse contener. Scott, Tammy y Quinn se habían marchado temprano y Aaron llevaba horas durmiendo. Lo oían roncar en la habitación.
Animada por el vino, Julia le contó a su amiga lo que había pasado durante la vista. Aunque le costó mucho, Rachel resistió la tentación de interrumpirla hasta que acabó de hablar.
—No creo que Gabriel te haya dejado por el trabajo. No necesita el dinero y siempre puede trabajar en otro sitio. Lo que no entiendo es por qué no ha sido más explícito. Podía haber hablado contigo a la salida y decirte: «Te quiero, pero tenemos que esperar». Conociéndolo, seguramente te habría recitado algo en pentámetros yámbicos —añadió, con la risa floja por el alcohol.
—Mencionó algo sobre Eloísa, pero la verdad, no me animó mucho. Abelardo mantuvo en secreto su relación con ella para no perder el trabajo. Y luego la mandó a un convento.
Rachel le lanzó un cojín a la cabeza.
—Gabriel nunca te enviaría a un convento. Te quiere. Y me niego a aceptar otra cosa.
Abrazando el cojín, Julia se tumbó de lado.
—Si me quisiera, no me habría abandonado. Ni habría roto conmigo con un correo electrónico.
—¿De verdad crees que ha estado jugando contigo todos estos meses?
—No, pero eso ya no tiene importancia.
Rachel bostezó ruidosamente.
—No entiendo lo que ha hecho, pero está claro que la ha cagado. Me pregunto si no estaría tratando de protegerte de alguna manera.
—¿Qué le costaba avisarme?
—Eso es lo que no entiendo. Podría habernos pedido a cualquiera de nosotros que te pasáramos un mensaje. O haberte escrito una carta. ¿Por qué no le dijo al comité que se metieran sus condiciones por donde les cupieran?
Julia se movió y, mirando al techo, se hizo la misma pregunta que su amiga.
—¿Quieres que lo llamemos?
—No.
—¿Por qué no? Si ve que soy yo, igual contesta.
—Es muy tarde y estoy borracha. No es el mejor momento para mantener una conversación. Además, me dijo que no me pusiera en contacto con él.
Rachel levantó el teléfono y lo sacudió ante los ojos de Julia.
—Si tú estás sufriendo, él también.
—Le dejé un mensaje diciendo que, si algún día quiere hablar conmigo, que lo haga cara a cara. No voy a llamarlo más. —Vació el vaso de un trago. Al cabo de unos segundos, añadió—: Tal vez venga a la graduación.
Suspiró, melancólica. Por muy enfadada y frustrada que se sintiera, seguía deseando a Gabriel.
—¿Cuándo es la graduación?
—El once de junio.
Rachel maldijo disimuladamente. Era muy cerca de la boda.

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Tras unos minutos en silencio, Julia dio voz a uno de sus mayores miedos.
—¿Rachel?
—¿Ajá?
—¿Y si se acuesta con ella?
Durante unos momentos, su amiga no dijo nada. Tan callada se quedó que Julia empezó a repetir la pregunta, pero en ese momento Rachel la interrumpió.
—Puedo imaginarme que se acueste con cualquier otra persona. Pero no que se acueste con ella y espere que tú lo perdones luego.
—Si te enteras de que está con otra, por favor, avísame. Prefiero enterarme por ti que por otra persona.
—Cariño, abre los ojos.
La voz de Gabriel era cálida y sugerente mientras se movía en su interior, apoyándose en los antebrazos para no aplastarla. Se inclinó para besarle la parte interior del brazo, a la altura del bíceps, y succionó suavemente. Lo suficiente para provocarla y tal vez dejarle una ligera marca. Sabía que se volvía loca cada vez que lo hacía.
—No puedo —dijo Julia entre jadeos. Cada vez que él se movía, despertaba las sensaciones más intensas y maravillosas en su interior.
Hasta que se detuvo en seco.
Ella abrió los ojos.
Él le acarició la nariz con la suya.
—Necesito verte. —Su mirada era intensa pero amable, como si estuviera manteniendo el deseo a raya momentáneamente.
—Me cuesta mucho mantener los ojos abiertos —protestó ella, gimiendo cuando él volvió a moverse en su interior.
—Inténtalo. Hazlo por mí, Julia. —La besó con delicadeza—. Te quiero tanto...
—Pero entonces, ¿por qué me abandonaste?
Gabriel la miró entornando los ojos, consternado.
—No lo hice.
Esa misma noche, Gabriel estaba tumbado en el centro de la cama, con los ojos cerrados, mientras ella le besaba el pecho. Ella se detuvo para dedicarle una atención especial al tatuaje, antes de seguir descendiendo hacia su abdomen. Él maldijo en voz baja al notar las uñas que le recorrían los músculos bien definidos, antes de que una lengua se hundiera en su ombligo.
«Hacía tanto tiempo...»
Eso fue lo que pensó al notar que una mano le acariciaba el pubis antes de agarrarle el miembro con fuerza. Gabriel levantó las caderas. Ella lo acariciaba mientras él gemía y suplicaba. Julia lo excitó acariciándole los muslos con su larga y sedosa melena, antes de metérselo en la boca, tan húmeda y cálida.
Con una exclamación de sorpresa, Gabriel se abandonó a las sensaciones, antes de enredar los dedos en su pelo.
Al recordar, se quedó paralizado.
Una sensación de miedo se le instaló en el estómago al pensar en la última vez que lo habían intentado. Entonces la soltó inmediatamente, temiendo haberla asustado.
—Lo siento —se excusó, acariciándole la mejilla con un dedo—. Casi se me olvida.
Una mano helada sujetó la suya, obligándolo a agarrarla por la cabeza una vez más.
—¿Casi se te olvida el qué? —se burló ella—. ¿Cómo se disfruta de una

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mamada?
Gabriel abrió los ojos y vio, horrorizado, que los ojos que lo miraban divertidos no eran castaños, sino azules.
Paulina, completamente desnuda, estaba acuclillada a su lado, sonriendo triunfalmente y a punto de volver a metérselo en la boca. Maldiciendo a gritos, Gabriel se apartó y se sentó, apoyándose en el cabezal, sin perderla de vista.
Echándose a reír ante su reacción, ella le señaló la nariz, indicándole sin palabras que se limpiara los restos de cocaína.
«¿Qué he hecho?»
Gabriel se frotó la cara con ambas manos. Al darse cuenta de la magnitud de su depravación, sintió náuseas y vomitó al lado de la cama. Cuando se recuperó un poco, alargó la mano para mostrarle a Paulina el anillo, pero no llevaba ninguno.
El anillo de boda había desaparecido.
Paulina se rió con más fuerza y avanzó hacia él como un felino, con la mirada salvaje y frotándose contra su cuerpo.

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Gabriel se sacudió compulsivamente, luchando por liberarse de las mantas antes de despertarse del todo. La buscó por todas partes, pero no vio a nadie.
Estaba solo en una habitación de hotel, a oscuras. Había apagado todas las luces antes de acostarse. Ése había sido su primer error. Y además se había olvidado de colocar la foto de Julia en la mesilla de noche para que mantuviera las sombras a raya. Ése había sido el segundo, ya que ella era su talismán contra la oscuridad.
Se sentó en la cama, apoyando los pies en el suelo, y se cubrió la cara con las manos. Los meses que pasó en rehabilitación para desintoxicarse, años atrás, habían sido durísimos, pero no eran nada comparados con lo que le estaba costando superar la ausencia de Julianne. Soportaría las pesadillas y los recuerdos de errores pasados con estoicismo si pudiera abrazarla cada noche.
Miró con desprecio la botella de whisky medio vacía que había dejado en la mesilla de noche. El acoso que había sufrido por parte de las autoridades académicas le había supuesto una gran presión. Si a esa presión se le añadía el dolor de la pérdida, el resultado era que se sentía incapaz de afrontar la vida sin ningún tipo de ayuda externa.
Cada día bebía un poco más. Tenía que hacer algo para romper ese círculo o volvería a caer en sus viejos vicios, aniquilando cualquier posibilidad de futuro. Y tenía que hacerlo urgentemente.
Tomando una decisión, hizo un par de llamadas antes de preparar el equipaje de cualquier manera. Luego le pidió al conserje que llamara a un taxi que lo llevara al aeropuerto. Ni siquiera se molestó en comprobar si tenía un aspecto presentable. Lo cierto era que no se atrevía a mirarse al espejo por miedo a lo que pudiera encontrar allí.
Horas más tarde, llegó a Florencia y se instaló en el Gallery Hotel Art. Aunque había avisado con poca antelación, había logrado que le dieran la misma suite en la que Julia y él habían consumado su amor. Había tenido que elegir entre eso o un programa de rehabilitación y sabía que la influencia de ella sería mucho más redentora.
Al entrar en la habitación, casi esperaba encontrarla. Y si no a Julia, alguna señal de su presencia. Un par de zapatos de tacón color mandarina dejados descuidadamente debajo de una mesita. Un vestido de tafetán arrugado en el suelo, junto a una pared desnuda. O unas medias negras sobre la cama sin hacer.
Por supuesto, no encontró ninguna de esas cosas.
Tras un sueño relativamente reparador y una ducha, Gabriel se puso en contacto con su viejo amigo el dottore Vitali, el director de la galería de los Uffizi, y quedó con él para cenar. Durante la cena, hablaron de la nueva cátedra de Harvard y de Giuseppe Pacciani. A Gabriel lo alegró enterarse de que, aunque a Pacciani lo habían entrevistado personalmente en Harvard, cosa que a él no le habían ofrecido, habían rechazado su candidatura. Era un pobre consuelo, pero no dejaba de ser un consuelo.
Al día siguiente, trató de distraerse haciendo cosas que le gustaban. Desayunó en una piazza, paseó junto al Arno y pasó la tarde en la sastrería. Encargó que le hicieran un traje de lana negra a medida y luego invirtió una hora más buscando los zapatos perfectos para combinarlos con el traje. El sastre le dijo bromeando que el traje era tan bueno que podría casarse con él. Luego, el hombre se empezó a reír de su propia broma, hasta que Gabriel levantó la mano para enseñarle el anillo.
—Acabo de casarme —dijo, para sorpresa del sastre.
Fuera a donde fuese, lo asaltaban imágenes de Julia. En el ponte Santa Trinità se

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detuvo y se demoró en sus agridulces recuerdos durante largo rato. Era duro, pero preferible a las alternativas químicas.
Una noche en que había bebido demasiado, se acercó al Duomo, rehaciendo el camino que había seguido con Julia meses atrás. Torturado por el recuerdo de su cara cuando lo había acusado de follar con ella, vio un mendigo que le resultó familiar, sentado junto a la cúpula de Brunelleschi.
Gabriel se acercó a él.
—Unas monedas para un pobre anciano —le pidió el hombre en italiano.
Gabriel se acercó más y lo observó con desconfianza. El olor a alcohol y a falta de higiene lo asaltó, pero no se detuvo. Al reconocer en el mendigo al mismo hombre que había inspirado la caridad de Julia, sintió que la cabeza le daba vueltas.
Se buscó la cartera a tientas. Sin molestarse en mirar, sacó varios billetes y se los puso delante de la cara.
—Lo vi en diciembre y sigue aquí —dijo Gabriel y el tono le salió más acusador de lo que hubiera querido.
El hombre se quedó mirando los billetes con avidez.
—Estoy aquí cada día. Incluso en Navidad.
Gabriel le acercó los euros a la nariz.
—Mi fidanzata le dio dinero y usted le dijo que era un ángel. ¿Se acuerda?
El viejo le dedicó una sonrisa desdentada y negó con la cabeza sin perder de vista el dinero.
—Hay muchos ángeles en Florencia y todavía más en Asís. Creo que Dios ayuda y protege a los mendigos de Asís, pero Florencia es mi hogar.
El hombre alargó la mano hacia los billetes, sin acabar de creerse que fuera a dárselos de verdad.
Gabriel se imaginó a Julia defendiendo al mendigo. Quería que le diera el dinero, aunque lo más probable era que el hombre se lo gastara en vino.
Mientras lo observaba, vio que no estaba en mejor estado que cuando lo había visto con Julia meses atrás y estuvo seguro de que ella le habría dado dinero una y otra vez, sin dudarlo. Habría ido a darle unas monedas día tras día, convencida de que la caridad nunca se malgastaba. Julia habría confiado en que, un día, el hombre se daría cuenta de que alguien se preocupaba por él y pediría ayuda.
Julia sabía que ser amable con la gente la volvía más vulnerable, pero ni aun así dejaba de ser amable.
Dejando los billetes en la mano del hombre, Gabriel dio media vuelta y se alejó, oyendo los gritos de alegría y las bendiciones del mendigo a sus espaldas.
No quería oírlo. No era merecedor de ninguna bendición. Su acto de caridad no se parecía en nada al de Julia. No se debía a la amabilidad ni a la compasión. Sólo lo había hecho para honrar su memoria. Como quien compra una indulgencia papal.
Mientras tropezaba con una piedra del suelo, se dio cuenta de lo que tenía que hacer.
Al día siguiente, intentó alquilar la casa que había compartido con Julia en Umbría, pero estaba ocupada. Así que viajó a Asís y se alojó en un hotel pequeño y sencillo, lleno de peregrinos.
Gabriel nunca se había visto a sí mismo como un peregrino. Era demasiado orgulloso para eso. Sin embargo, había algo en Asís que le permitió dormir esa noche. No había descansado tan bien desde que había dejado de dormir en brazos de Julia.
A la mañana siguiente, se levantó temprano y se dirigió a la basílica de San Francisco. Era un lugar de peregrinaje para gente de todas las confesiones, aunque sólo

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fuera por admirar sus frescos medievales y disfrutar de la paz que impregnaba sus salas. No fue casualidad que rehiciera el camino que había seguido con Julianne antes de Navidad. Habían ido a misa a la basilica superiore y la había esperado pacientemente mientras se confesaba antes de misa.
Mientras ahora paseaba por la basílica, admirando las pinturas y absorbiendo la paz del recinto, vio a una mujer de pelo largo y castaño que se metía por una puerta. Intrigado, la siguió. A pesar de la multitud de turistas que invadían el recinto, no le costó nada no perderla de vista hasta la basílica inferiore.
Una vez allí, ella desapareció.
Intrigado, buscó por todos los rincones. Cuando vio que la búsqueda era infructuosa, descendió hasta las entrañas de la iglesia y llegó a la tumba de san Francisco. Allí estaba la mujer, arrodillada en la primera fila de la cripta. Gabriel se quedó en la última y se arrodilló también, sin perder de vista a la desconocida.
No era Julianne. Tenía las caderas y los hombros más anchos que ella y el pelo más oscuro. Pero era hermosa y su belleza le recordó lo mucho que había perdido.
La cripta era pequeña y primitiva, lo que contrastaba con la arquitectura y los frescos tan elaborados de la basílica. Gabriel no era el único que opinaba que la simplicidad de la vida y la misión de san Francisco se reflejaban de un modo más adecuado en la sencillez de su tumba.
Sumido en esos pensamientos, inclinó la cabeza y la apoyó en el respaldo del banco de delante. Sin darse cuenta, empezó a rezar.
Al principio eran palabras inconexas. Confesiones susurradas y declaraciones desesperadas. Pero a medida que pasaban los minutos, cada vez se sentía más arrepentido. La joven encendió una vela y se marchó sin que él se diera cuenta.
Si la vida de Gabriel hubiera sido una película, en ese momento un viejo hermano franciscano habría tropezado con él y, al darse cuenta de su sufrimiento, se habría sentido conmovido y le habría ofrecido guía espiritual. Pero su vida no era una película, así que siguió rezando solo.
Si más tarde alguien le hubiera preguntado qué había pasado en aquella cripta, se habría encogido de hombros y habría cambiado de tema. Algunas cosas no pueden expresarse con palabras. Algunas cosas desafían los límites del lenguaje.
Pero durante sus oraciones, Gabriel fue consciente de la magnitud de sus defectos y carencias, tanto morales como espirituales. Y, al mismo tiempo, sintió la presencia del Ser que conocía esos defectos y lo abrazaba de todos modos. Fue consciente de lo que la escritora Annie Dillard había llamado la extravagancia de la gracia. Pensó en el amor y el perdón que había recibido a lo largo de su vida, sobre todo de Grace y de Richard.
«Y de Julianne, mi hojita.»
El imán para el pecado que era Gabriel había encontrado algo inesperado bajo el suelo de la vieja basílica. Cuando salió a la calle, estaba más decidido que nunca a no recaer en sus vicios de siempre.

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Para Julia, el resto de abril pasó rápidamente en una vorágine de actividad. Tuvo que hacer correcciones finales en su proyecto, tuvo reuniones con la profesora Picton y visitas a Nicole y, los viernes por la noche, se encontraba con Paul.
Katherine le aseguró que el resultado final del proyecto era satisfactorio y que podía sentirse orgullosa de él. También le dijo que había hablado con Cecilia Marinelli, que aún estaba en Oxford, y que le había pedido que cuidara de ella el próximo otoño.
Por cierto, Paul sabía de una chica en Cambridge a la que le interesaba subarrendar su apartamento a Julia.
Ésta había empezado a leer los libros que Katherine le había sugerido para el seminario de la profesora Marinelli.
A finales de abril, recibió una carta de aspecto muy oficial del decanato. El doctor Aras solicitaba su presencia en la oficina en el plazo de una semana. Le aseguraba que el motivo de la reunión no tenía nada que ver con cuestiones disciplinarias y que el profesor Martin estaría presente.
Un lunes por la tarde, Julia cruzaba el campus muy nerviosa, abrazada a su mochila L. L. Bean. Su presencia la consolaba. Paul se había ofrecido a acompañarla, pero ella rechazó su oferta, argumentando que tenía que enfrentarse a aquello sola. Él entonces la había abrazado y le había dicho que la estaría esperando a la salida en su Starbucks favorito.
—Le agradezco que haya venido, señorita Mitchell. ¿Cómo ha ido el semestre?
Julia miró al doctor Aras, sorprendida.
—Ha sido... interesante.
Él asintió y se volvió para mirar al profesor Martin.
—Sé que este curso ha sido duro para usted. La he hecho venir para preguntarle si ha tenido algún otro problema desde el día de la vista.
Julia miró alternativamente a un hombre y a otro, examinándolos.
—¿Qué tipo de problemas?
—El doctor Aras se preguntaba si el profesor Emerson la había vuelto a molestar en algún momento. ¿Se ha puesto en contacto con usted por teléfono o por correo electrónico? ¿Le ha propuesto que se vieran en privado?
Aunque el profesor Martin parecía amistoso, algo en su tono de voz despertó las sospechas de Julia.
—¿Y para qué quieren saberlo? Consiguieron lo que querían. Se marchó de la ciudad.
La expresión del doctor Aras se endureció.
—No tengo ningún interés en reabrir el caso, señorita Mitchell. Ésta es una reunión de cortesía, un intento de asegurarnos de que ha podido llevar a cabo sus estudios sin interferencias. Tratamos de averiguar si el profesor Emerson ha cumplido su palabra y se ha mantenido a distancia.
—Recibí un correo electrónico suyo poco después de la vista, diciéndome que no volviera a ponerme en contacto con él y que todo había terminado. ¿Era eso lo que querían oír? —preguntó, sin poder disimular su amargura.
Con una mueca, el profesor Martin miró a su colega.
—Estoy seguro de que estará encantada de olvidarse de todo este asunto.
Ella permaneció sentada, sin molestarse en responder.

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—Puede marcharse. Enhorabuena por sus resultados académicos y por la admisión en Harvard. Nos veremos en la graduación. —El doctor Aras la despidió con una inclinación de cabeza.
Julia recogió la mochila del suelo y se acercó a la puerta. Pero cuando estaba a punto de abrirla, se volvió.
Qué curioso, pensó, que aquellos dos hombres armados sólo con grandes mentes y armarios llenos de chaquetas de tweed, tuvieran tanto poder sobre su corazón y su felicidad.
—No me arrepiento de mi relación con el profesor Emerson, aunque acabara mal. Ustedes dos fueron increíblemente despectivos y condescendientes conmigo a lo largo de todo el proceso. Entiendo la importancia de proteger a alguien que lo necesita, pero las únicas personas de las que yo hubiera necesitado protección era de ustedes dos.
Tras fulminarlos con la mirada, salió de la oficina.

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Gabriel se quedó tanto tiempo en Asís que casi se convirtió en parte de la basílica. Cada día pasaba una hora sentado en la cripta de San Francisco, meditando. A veces, rezaba. A veces, sentía a Dios cercano; otras, parecía estar muy lejos. El deseo de estar con Julia nunca desaparecía, aunque se daba cuenta de que su relación había estado cargada de defectos desde el primer día. Había querido cambiar para ser digno de ella, cuando debería haber cambiado para dejar de ser un asno insufrible.
Un día, mientras comía en el restaurante del hotel, un compatriota americano entabló conversación con él. Se trataba de un médico de California que estaba de visita en Asís con su esposa y su hijo adolescente.
—Mañana nos vamos a Florencia —dijo el hombre de pelo cano—. Tenemos previsto pasar allí dos meses.
—¿Y qué van a hacer en la ciudad tanto tiempo? —preguntó Gabriel, mirándolo con curiosidad.
—Nos alojaremos con los franciscanos. Mi esposa es enfermera y trabajaremos como voluntarios en el hospital. Mi hijo ayudará a los sin techo.
Gabriel frunció el cejo.
—¿Van como voluntarios?
—Sí, queríamos hacer algo así los tres juntos, en familia.
El hombre lo miró como si acabara de ocurrírsele algo.
—¿Quiere venir con nosotros? Los franciscanos siempre necesitan voluntarios.
—No —respondió él, pinchando un trozo de carne con decisión—. Yo no soy católico.
—Nosotros tampoco. Somos luteranos.
Gabriel lo miró con interés. Su conocimiento del luteranismo se limitaba a los escritos de Garrison Keillor (aunque nunca lo habría admitido en público).
—Queríamos echar una mano haciendo una buena obra —continuó el médico, con una sonrisa—. Quería que mi hijo ampliara sus horizontes más allá de unas vacaciones en la playa o de jugar a videojuegos.
—Gracias por la invitación, pero no puedo aceptarla. —Su respuesta fue tan firme, que el hombre cambió de tema.
Esa tarde, Gabriel miraba por la ventana de la habitación del hotel, pensando como siempre en Julia.
«Ella no se habría negado. Ella habría ido.»
Como siempre, fue consciente de la brecha que había entre su egoísmo y la generosidad de la joven. Una brecha que ni los meses pasados a su lado habían logrado llenar.
Dos semanas más tarde, Gabriel se encontraba frente al monumento a Dante en la Santa Croce. Finalmente, se había unido a la familia luterana en su viaje a Florencia y se había convertido en uno de los voluntarios más conflictivos de la comunidad franciscana. Se encargaba de servir comida a los pobres, pero horrorizado por la calidad de lo que les servían, encargó a un servicio de catering que les prepararan las comidas. Acompañó también a otros voluntarios que repartían artículos de limpieza y ropa limpia a gente sin hogar, pero se quedó tan afectado al ver las condiciones en que vivían, que encargó la construcción de un edificio de lavabos y duchas para los sin techo junto a la

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misión de los franciscanos.
En resumen, cuando Gabriel acabó de conocer todos los aspectos que abarcaba la labor de los franciscanos con los pobres, se propuso mejorarlo todo y se ofreció a pagar todas las reformas de su bolsillo. Luego visitó a varias ricas familias florentinas que conocía por su trabajo y les pidió que ayudaran económicamente a los monjes en su misión con los pobres. Esas donaciones les asegurarían fondos para los próximos años.
Mientras contemplaba el monumento dedicado a Dante, sintió una súbita afinidad con su poeta favorito. Dante había sido desterrado de Florencia. Y, aunque posteriormente la ciudad acabó perdonándolo y permitió que se erigiera un monumento funerario en su honor en la basílica, sus restos estaban enterrados en Rávena. Por un curioso giro del destino, ahora Gabriel sabía también lo que era ser expulsado de su trabajo, de su ciudad y de su hogar. Porque los brazos de Julianne siempre serían su hogar, aunque pasara el resto de su vida en el exilio.
Los monumentos funerarios que lo rodeaban le recordaban su propia mortalidad. Si tenía suerte, tendría una vida larga, pero mucha gente, como Grace, veía truncada su existencia bruscamente. Lo podía atropellar un coche, o tener cáncer, o un ataque al corazón. De pronto, su tiempo en la Tierra le pareció escaso y muy valioso.
Desde que se había marchado de Asís, había tratado de aliviar su culpabilidad haciendo buenas obras. Ofrecerse como voluntario había sido el primer paso en esa dirección. Pero sabía que si quería limpiar su conciencia tenía que arreglar las cosas con Paulina. Con ella aún estaba a tiempo, no como con Grace, o Maia, o con sus padres biológicos.
¿Y con Julianne? ¿Estaría a tiempo?
Gabriel se fijó en la escultura de una mujer desesperada que se inclinaba sobre lo que figuraba el ataúd de Dante.
Había aceptado su destierro, pero eso no significaba que hubiera dejado de escribirle cartas a Julia, cartas que nunca le había enviado.
Los cementerios desprenden una paz especial. Incluso los situados en el centro de grandes ciudades la poseen, un silencio sobrenatural que flota en el ambiente.
Mientras paseaba por aquél, Gabriel no podía engañarse pensando que estaba en un parque. En los escasos árboles que salpicaban el paisaje no había pájaros. En la hierba, aunque verde y bien cuidada, no se veían corretear ardillas o algún conejo urbano que jugara con sus hermanos o buscara comida.
Vio los ángeles de piedra a lo lejos. Sus esbeltas formas gemelas montaban guardia entre los demás monumentos. Eran de mármol, no de granito, y su piel era pálida y perfecta. Estaban de espaldas a él, con las alas extendidas. Le resultaba más fácil permanecer detrás del monumento y así no ver el nombre grabado en la piedra. Habría podido quedarse donde estaba, pero ésa hubiera sido la solución fácil y cobarde.
Cerró los ojos y respiró hondo antes de rodear el monumento y detenerse frente a las letras.
Se sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón. Si alguien lo hubiera visto, habría pensado que lo necesitaba para secarse las lágrimas, pero lo que hizo fue inclinarse sobre la lápida negra y limpiarla. El polvo salió con facilidad, pero el rosal había crecido demasiado y había empezado a tapar las letras. Tomó nota mental de que debía contratar a un jardinero para que lo podara.
Dejó unas flores frente a la lápida. Los labios se le movían como si rezara, pero no lo hacía. La tumba, por supuesto, estaba vacía.
Una lágrima o dos le nublaron la vista. Pronto les siguieron muchas más, hasta que tuvo la cara cubierta de ellas. No se molestó en secárselas mientras levantaba la

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vista hacia los ángeles, dos compasivas almas de mármol.
Pidió perdón. Expresó la culpabilidad que sentía, una culpabilidad que sabía que lo acompañaría el resto de su vida. No pidió que lo liberaran del peso de la culpa, ya que le parecía consecuencia de sus actos. O, mejor dicho, consecuencia de lo que no había sido capaz de hacer para proteger a una madre y a su hija.
Sacó el iPhone del bolsillo y marcó un número guardado en la memoria.
—¿Hola?

—Paulina. Necesito verte. 


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