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El éxtasis de Gabriel Cap.7 y 8

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7
Christa Peterson estaba en casa de sus padres, al norte de Toronto, revisando su correo electrónico unos días antes de Navidad. Llevaba una semana sin mirarlo. Una relación que había ido cultivando paralelamente a su intento de seducción del profesor Emerson había llegado a su fin, lo que significaba que no iría a esquiar a Whistler, en la Columbia británica, con su ex amante durante las vacaciones.
El banquero en cuestión había roto con ella con un mensaje de texto, lo que demostraba una falta de gusto evidente, pero lo peor estaba por llegar. Estaba convencida de que, como una bomba de relojería, en la bandeja de entrada la estaría esperando un correo electrónico de gusto aún más dudoso.
Se había dado ánimos con un par de copas de champán Bollinger añejo, que había comprado como regalo de Navidad para el gilipollas que se suponía que iba a llevarla a esquiar. Y, efectivamente, en la bandeja de entrada había una bomba, aunque no era la que había estado esperando.
Decir que el contenido del mensaje del profesor Pacciani la sorprendió sería quedarse muy corto. Sería más acertado decir que sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
La única mujer canadiense por la que el profesor Emerson había mostrado algún interés era la profesora Ann Singer. Christa lo había visto en Lobby con varias mujeres, pero nunca repetía con ninguna. Tenía una relación cordial con varios miembros femeninos del profesorado y del personal no docente de la universidad, pero era una relación estrictamente profesional, como demostraban los firmes apretones de mano con que las saludaba. En cambio a la profesora Singer siempre la saludaba con dos besos, como en su última conferencia.
A Christa no le apetecía nada retomar su relación con el profesor Pacciani. Estaba tristemente poco dotado en el aspecto físico, así que qué interés podía tener ella en repetir unos encuentros físicos que la dejaban siempre frustrada. Después de todo, tenía sus baremos. Cualquier hombre que no estuviera como mínimo a la altura de su consolador, no merecía la pena.
(Y no le importaba decirlo en público.)
Pero quería obtener más información sobre la prometida del profesor, así que fingió estar interesada en la cita de primavera con el profesor Pacciani y trató de ser lo más sutil posible al preguntarle el nombre de la acompañante de Emerson. Luego bajó a la cocina y se acabó el resto del champán.
La víspera de Navidad, Julia estaba en la barra del restaurante Kinfolks, en Selinsgrove, comiendo con su padre. Gabriel estaba haciendo unas compras de última hora con Richard, mientras Rachel y Aaron habían ido a buscar el pavo y Scott estaba en Filadelfia con su novia.
Tom acababa de darle el regalo de Paul. Ella lo había dejado a sus pies y, desde allí, el paquete la miraba, reclamando su atención como un cachorrillo.
Julia pensó que sería mejor que lo abriera allí, delante de su padre, en vez de más tarde, delante de su novio. Con una sonrisa, le regaló la botella de sirope de arce a Tom. Al ver la vaca de peluche, se echó a reír y le dio un beso, pero al ver las figuras de Dante y Beatriz palideció. ¿Sabía Paul más de lo que Julia creía? No, era imposible que supiera que Gabriel y ella eran Dante y Beatriz en la intimidad.

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Mientras Tom se comía su plato combinado a base de pavo, mezcla de relleno y puré de patatas, Julia abrió la felicitación navideña. Mostraba una típica estampa de niños en medio de una guerra de bolas de nieve, sobre los que se leían las palabras «Feliz Navidad». Pero fueron las palabras de Paul las que le pusieron un nudo en la garganta.
Feliz Navidad, Conejito.
Sé que este primer semestre no ha sido fácil y siento no haberte ayudado más cuando lo necesitabas. Estoy orgulloso de que no abandonaras. Un abrazo fuerte de tu amigo de Vermont,
Paul
Posdata: No sé si conoces la canción de Sarah McLachlan Wintersong, pero un trozo de esa canción me hizo pensar en ti.
Julia no sabía a qué canción se refería, así que las estrofas que había omitido en la carta no resonaron en su cabeza mientras examinaba la postal más detenidamente. En el centro de la guerra de bolas de nieve había una niña pequeña con el pelo largo y oscuro y un abrigo rojo, riendo contenta.
La canción, el dibujo, el texto de la postal, el regalo... Paul trataba de ocultar sus auténticos sentimientos, pero no lo conseguía. La imagen de la niña riendo y la letra de la canción, que escucharía más tarde, lo delataban.
Suspirando, lo guardó todo en la caja y volvió a dejarla a sus pies.
—Entonces —dijo su padre, entre bocado y bocado de pavo—, ¿Gabriel te está tratando bien?
—Me quiere, papá. Es muy bueno conmigo.
Tom negó con la cabeza, pensando en el contraste entre Simon —que había aparentado ser bueno para Julia— y Gabriel —que era bueno con ella sin aparentarlo— y en cómo él había podido dejarse engañar por las apariencias.
—Si deja de serlo en algún momento, dímelo en seguida —dijo, probando el puré de patata.
Julia casi puso los ojos en blanco. Era un poco tarde para jugar a ser un padre protector, pero suponía que era mejor tarde que nunca.
—Esta mañana hemos pasado por delante de la casa. He visto el cartel en el césped.
Él se limpió con la servilleta.
—La puse en venta hará un par de semanas.
—¿Por qué?
—No puedo vivir en un sitio donde mi hija no se siente segura.
—Pero tú creciste en esa casa. ¿Qué opina Deb?
Tom se encogió de hombros y escondió la cara tras la taza de café.
—Hemos terminado.
Julia ahogó una exclamación.
—No lo sabía. Lo siento.
Él bebió el café estoicamente.
—Tuvimos algunas diferencias. Además, sus hijos no me aprecian.
Julia jugueteó con los cubiertos, igualándolos.
—¿Deb se puso del lado de Natalie y Simon?
Su padre volvió a encogerse de hombros.
—Tenía que pasar tarde o temprano. La verdad es que me he quitado un peso de encima. Me gusta sentirme libre de nuevo. —Le guiñó un ojo con complicidad—. Estoy

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buscando una casa más pequeña. Me gustaría usar parte del dinero que saque de la venta para colaborar en tu educación.
Julia se sorprendió, pero pronto la sorpresa dejó paso al enfado. Su relación con Simon les había costado demasiado. Unos antecedentes penales y una sentencia de trabajos comunitarios no compensaban lo que su padre y ella habían perdido por su culpa. Julia tenía el alma llena de cicatrices y su padre había perdido su pareja y su casa de toda la vida.
—Papá, deberías guardar el dinero para la jubilación.
—Estoy seguro de que llegará para todo. Si no quieres usarlo en tu educación, gástatelo en cerveza. Desde ahora, lo importante somos tú y yo —concluyó, alargando la mano para revolverle el pelo, su gesto cariñoso preferido.
Cuando Tom fue un momento al servicio, Julia se quedó contemplando su hamburguesa de queso a medio comer y pensando en su transformado padre.
Estaba perdida en sus pensamientos, acariciando el borde del vaso de ginger ale, cuando alguien ocupó el taburete vecino.
—Hola, Jules.
Sorprendida, Julia se volvió hacia la voz y se encontró con su antigua compañera de habitación, Natalie Lundy.
Hubo un tiempo en que Julia llamaba a su amiga Jolene, ya que sus rasgos hermosos y su cuerpo voluptuoso encajaban a la perfección con la mujer descrita en la canción del mismo nombre. Pero eso fue antes de que ella la traicionara. Ahora su belleza le parecía dura y fría.
Al mirarla con más atención, algo le llamó la atención en su modo de vestir. El abrigo de estilo vintage tenía las mangas gastadas y sus botas parecían caras, pero de segunda mano. A primera vista, parecía ir bien vestida, pero si uno se fijaba, tras la ropa veía a una chica de pueblo que quería dejar atrás sus orígenes humildes.
—Feliz Navidad, Natalie. ¿Qué te traigo? —preguntó Diane, la camarera, inclinándose sobre la barra.
Julia observó cómo se trasformaba su antigua amiga. De fría y dura, pasó a ser alegre y chispeante. Hasta el acento le cambió.
—Feliz Navidad, Diane. Sólo café. No puedo quedarme mucho rato.
Sonriendo, la camarera le llenó el vaso y luego se acercó a un grupo de bomberos voluntarios amigos de Tom. En cuanto se hubo alejado, la actitud de Natalie cambió de nuevo bruscamente. Miró a Julia con ojos llenos de odio.
—Tengo que hablar contigo.
—Nada de lo que puedas decirme me interesa.
Trató de levantarse, pero Natalie se lo impidió sujetándola por la muñeca.
—Siéntate y escucha o montaré un número —la amenazó en voz baja, casi susurrando, mientras esbozaba una falsa sonrisa.
Nadie que las mirase podría adivinar que la estaba amenazando. Julia tragó saliva y se sentó.
Natalie le soltó el brazo, no sin antes castigarla con un apretón.
—Tenemos que hablar de Simon.
Ella miró hacia los servicios, esperando que su padre apareciera pronto.
—Quiero creer que tu reciente malentendido con él no fue intencionado. Estabas disgustada, Simon dijo cosas que no debió decir y llamaste a la policía. Pero por culpa de esa llamada, ahora tiene antecedentes penales. Supongo que entenderás que deberás retirar la denuncia antes de que sean las elecciones para el Senado. Tienes que aclarar el malentendido. Hoy mismo.
Y dicho esto, sonrió y le retiró el pelo por encima del hombro, como si

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estuvieran manteniendo una conversación entre amigas.
—No puedo hacer nada —murmuró Julia—. Ya se ha declarado culpable.
Natalie bebió un sorbo de café.
—No me trates como si fuera idiota, Jules. Ya lo sé. Obviamente, tienes que decirle al fiscal del distrito que mentiste. Explícale que no fue más que una riña de enamorados. Que ya conseguiste lo que querías, que era vengarte de él, y que ahora te arrepientes de habértelo inventado todo. —Se rió exageradamente—. Aunque, francamente, no entiendo qué ve Simon en ti. Mírate, por el amor de Dios. Tienes un aspecto espantoso.
Ella se mordió la lengua para no decirle lo que opinaba. El silencio le pareció lo más prudente.
Natalie se inclinó y le apartó un poco el cuello alto del jersey con dedos helados.
—No te quedan marcas. Muéstrale el cuello al fiscal y dile que te lo inventaste todo.
—No.
Julia se apartó, resistiendo la tentación de enseñarle la cicatriz, que llevaba cubierta con maquillaje. Se subió el cuello del jersey aún más arriba, llevándose una mano al lugar donde Simon la había mordido. Sabía que era un dolor fantasma, pero eso no hacía que dejara de sentir sus dientes desgarrándole la piel.
Natalie bajó la voz todavía más.
—No te equivoques. No te lo estoy pidiendo, te lo estoy ordenando. —Abrió su enorme bolso y sacó su BlackBerry, que dejó en la barra, entre las dos—. Esperaba no tener que recurrir a esto, pero no me dejas elección. Tengo fotos tuyas, fotos que te hizo Simon. Son muy... explícitas.
Ella miró el teléfono con desconfianza. Trató de tragar saliva, pero se le había secado la boca. Se llevó el vaso a los labios, procurando que la mano no le temblara.
Natalie sonrió, disfrutando de la reacción de su antigua amiga y ahora rival. Cogió el teléfono y empezó a pasar las fotos.
—No entiendo cómo pudo tomarlas sin que te enteraras. O tal vez lo sabías y no te importaba. —La miró ladeando la cabeza y entornando los ojos—. ¿Te gustaría que las viera todo Selinsgrove?
Julia miró a su alrededor, esperando que nadie hubiera oído su amenaza. Al menos, nadie las estaba mirando. Su primer impulso fue salir corriendo y esconderse, pero esa estrategia no le había dado buenos resultados en el pasado. Su madre siempre la encontraba. Y Simon la habría alcanzado si Gabriel no lo hubiera impedido enfrentándose a él.
Y además estaba harta de esconderse. Sintió que la espalda se le enderezaba.
—Que Simon tenga antecedentes es culpa tuya. Vino a verme buscando esas fotos, pero las tenías tú.
Natalie sonrió con dulzura, sin molestarse en negar sus acusaciones.
—Y ahora quieres que yo te saque las castañas de fuego. Pues no pienso hacerlo —añadió ella.
La otra se echó a reír.
—Oh, sí. Sí que lo harás. —Volvió a mirar a la pantalla, acercándosela a los ojos exageradamente—. ¡Dios, qué tetas tan pequeñas tienes!
—¿Sabías que el senador Talbot quiere presentarse a la presidencia del país? —contraatacó Julia.
Natalie se echó el pelo hacia atrás.
—Por supuesto que lo sé. Voy a colaborar en su campaña.
—Claro, ahora lo entiendo. La denuncia contra Simon supondrá un borrón en el

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expediente del senador, así que ahora quieres hacerla desaparecer. Pues la has jodido bien.
—¿A qué te refieres?
—Si cuelgas esas fotos en Internet, Simon te dejará tan rápidamente que ni lo verás alejarse. Y con él se irá tu oportunidad de salir de este pueblo.
Natalie le quitó importancia a sus palabras con un gesto de la mano.
—No me dejará. Y el senador nunca se enterará.
A Julia se le aceleró el corazón.
—Si yo salgo en esas fotos, Simon tiene que salir también. ¿Qué crees que opinará su padre?
—¿No has oído hablar del Photoshop? Puedo borrar a Simon y poner la cara de otra persona. Pero no va a hacer falta, porque te vas a portar como una niña buena y vas a hacer lo correcto. ¿No es cierto, Jules?
Con una sonrisa condescendiente, Natalie se guardó el teléfono en el bolso y se levantó para irse.
—Nunca te presentará a su familia —le advirtió Julia—. Me lo dijo él mismo. No pierdas el tiempo siendo el secreto sucio de Simon. Puedes aspirar a algo mejor.
Natalie pareció dudar, pero en seguida se recuperó.
—No sabes lo que dices —exclamó—. Simon va a hacer exactamente lo que yo le diga. Igual que tú. Si no arreglas esto hoy mismo, colgaré las fotos. Que tengas felices fiestas.
Y se dirigió hacia la puerta.
—¡Espera! —la llamó Julia.
Natalie se volvió y la miró sin disimular su desprecio.
Ella respiró hondo y le pidió que se acercara.
—Dile a Simon que se asegure de que el senador tiene al día su suscripción de The Washington Post.
—¿Por qué?
—Porque si subes esas fotos a Internet, llamaré a Andrew Sampson, del Post. ¿Te acuerdas de él? El año pasado escribió un artículo sobre la detención de Simon por conducir borracho y la posterior intervención del senador.
Natalie negó con la cabeza.
—No te creo.
Julia apretó los puños con decisión.
—Si cuelgas las fotos, no tendré nada que perder. Contaré al periódico la historia completa del asalto de Simon, sin olvidarme de que luego mandó a su chica a chantajearme.
Su antigua amiga abrió mucho los ojos, pero luego volvió a cerrarlos tanto que se le convirtieron en dos rendijas.
—No te atreverías —musitó con los dientes apretados.
—Ponme a prueba.
La otra la miró con una mezcla de furia y sorpresa.
—La gente lleva años pisoteándote y no has movido un dedo para defenderte. No me creo que vayas a llamar a un periodista para contarle tus intimidades.
Julia levantó la barbilla.
—Tal vez me he hartado de que me pisoteen —Se encogió de hombros, concentrándose en que no le temblara la voz—. Tú eliges. Si cuelgas las fotos, nunca trabajarás para el senador. Sólo formarás parte de un escándalo que se apresurarán a esconder debajo de la alfombra.
La piel de Natalie pasó de su tono marfileño habitual a un rojo encendido.

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Julia aprovechó su silencio para seguir hablando.
—Si me dejas en paz, me olvidaré de vosotros. Pero nunca mentiré sobre lo que me hizo Simon. Ya he mentido demasiadas veces para cubrir sus errores. No pienso hacerlo nunca más.
—Estás furiosa porque él me eligió a mí —exclamó Natalie, olvidándose de hablar en voz baja—. ¡No eres más que una niñata débil y patética, que ni siquiera sabe hacer una mamada en condiciones!
El profundo silencio que se hizo en el restaurante les indicó que los demás clientes habían oído esas últimas palabras.
Al mirar a su alrededor y ver que todas las miradas estaban clavadas en ella, Julia se sintió profundamente humillada. Todos los presentes habían oído la acusación de Natalie, incluida la esposa del pastor baptista, que estaba sentada tranquilamente en un rincón, tomando un té con su hija adolescente.
—Ya no te sientes tan segura, ¿no?
Antes de que Julia pudiera responder, Diane apareció a su lado.
—Natalie, vete a casa. No puedes hablar así en mi restaurante.
La chica se alejó no sin antes mascullar unas cuantas maldiciones.
—Esto no quedará así.
—Si sabes lo que te conviene —contestó Julia levantando la barbilla—, así es exactamente como quedará. Eres demasiado inteligente como para arriesgar tu futuro por una estupidez. Vuelve con él y déjame en paz.
Natalie la fulminó una última vez con la mirada antes de salir del local dando un portazo.
—¿Qué pasa? —preguntó su padre, a su espalda—. ¿Jules? ¿Qué ha pasado?
Diane respondió por ella, ofreciéndole a Tom una versión algo cambiada de lo sucedido.
Maldiciendo entre dientes, él apoyó una mano en el hombro de su hija.
—¿Estás bien?
Ella asintió débilmente antes de desaparecer en el servicio de señoras. No sabía cómo iba a ser capaz de mirar a la cara a la gente del pueblo después de lo que Natalie había dicho. Se agarró al lavabo con ambas manos para contener las náuseas.
Diane la siguió. Mojó una toalla en agua fría y se la dio.
—Lo siento, Jules. Le tendría que haber dado una bofetada. No me puedo creer lo que ha dicho.
Julia se mojó la cara con la toalla, en silencio.
—Cariño, nadie más que yo la ha oído. Estaban todos muy ocupados comentando que el Papá Noel del centro comercial se emborrachó ayer a la hora de la comida y trató de meterle mano a uno de los elfos.
Julia se encogió.
La mujer le dedicó una sonrisa comprensiva.
—¿Quieres que te prepare una infusión?
Ella negó con la cabeza y respiró hondo.
«Si hay algún dios por aquí cerca, por favor, que toda la gente que está en el restaurante sufra de amnesia temporal. Con los últimos quince minutos me sirve.»
Poco después, volvió a sentarse junto a su padre a la barra. Mantuvo la cabeza baja, tratando de evitar el contacto visual con nadie. Era demasiado fácil imaginárselos a todos comentando sus pecados y juzgándola.
—Lo siento, papá —dijo en voz muy baja.
Frunciendo el cejo, Tom pidió más café y un donuts relleno de mermelada.
—¿Qué es lo que sientes? —preguntó malhumorado.

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Tras llenar la taza de Tom, Diane le apretó el brazo a Julia para darle ánimos, antes de irse a servir las mesas para que ellos dos pudieran hablar tranquilos.
—Todo es culpa mía. Lo de Deb, lo de Natalie, lo de la casa... —No quería llorar, pero no pudo evitarlo—. Te he avergonzado delante de todo el pueblo.
Tom se inclinó hacia ella.
—Eh, no quiero oírte decir esas tonterías. Nunca me has avergonzado. Al contrario, estoy muy orgulloso de ti. —La voz se le quebró un poco y carraspeó para disimular—. Protegerte era mi responsabilidad y no lo hice.
Julia se secó una lágrima.
—Pero te he estropeado la vida.
Él resopló.
—Tampoco es que mi vida fuera gran cosa. Prefiero perder la casa y perder a Deb que perderte a ti. No hay color.
Empujó el donuts hasta que quedó frente a Julia y aguardó hasta que ella le dio un mordisco.
—Cuando conocí a tu madre, fui muy feliz. Pasamos unos cuantos años muy buenos juntos. Pero el mejor día de todos fue cuando tú naciste. Yo siempre había querido tener una familia. No voy a permitir que nada ni nadie vuelva a separarme de ti. Te doy mi palabra.
Cuando Julia sonrió, Tom se inclinó hacia ella y le revolvió el pelo.
—Me gustaría pasar un momento por casa de Deb para contarle lo que ha pasado. Tiene que enseñar a su hija a comportarse en público. ¿Por qué no llamas a ese novio tuyo para que venga a buscarte? Nos vemos en casa de Richard dentro de un rato.
Secándose las lágrimas, Julia asintió. No quería que Gabriel se diera cuenta de que había estado llorando.
—Te quiero, papá.
Él se aclaró la garganta, con la cabeza baja.
—Yo también. Y ahora, acábate el donuts antes de que Diane empiece a cobrarnos alquiler.

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Gabriel estuvo encantado de poder interrumpir las compras navideñas. Cuando Richard y él llegaron al restaurante, se acercaron a la barra a reunirse con los Mitchell.
Julia se levantó y Gabriel la abrazó con fuerza.
—¿Qué ha pasado? ¿Has llorado?
—Sólo es la melancolía de la Navidad. —Julia vio que varios clientes los estaban mirando.
—¿Qué melancolía?
—Luego te lo cuento —respondió ella, tirando de él hacia la puerta.
Mientras Richard hablaba con Tom, Gabriel le apartó a Julia el pelo de la cara para susurrarle algo al oído y Richard vio que llevaba los pendientes de Grace. Evidentemente, había subestimado el grado de compromiso de su hijo en su nueva relación. Sabía que su esposa estaría encantada de que Gabriel le hubiera regalado los pendientes a Julia. Grace la quería como a una hija y siempre la consideró una más de la familia. Tal vez algún día Gabriel la convirtiera en miembro oficial.
Tras despedirse educadamente de Tom, Gabriel cogió el regalo de Paul. En su favor hay que decir que llevó la caja hasta el coche en silencio, resistiendo la tentación de hacer comentarios sarcásticos.
Mientras, junto con Richard, Julia y él se acercaban a la puerta, la agente Roberts entró en el local, vestida de uniforme.
—Hola, Jamie —la saludó Gabriel con una sonrisa algo tensa.
—Hola, Gabriel. ¿Has venido a casa a pasar la Navidad?
—Así es.
Jamie saludó también a Julia y a Richard, observando que Julia iba agarrada del brazo de Gabriel.
—Tienes buen aspecto. Se te ve feliz.
—Gracias. Lo soy. —Esa vez, la sonrisa que él le dirigió fue mucho más sincera.
Jamie asintió.
—Me alegro por ti. Feliz Navidad.
Los tres le dieron las gracias y salieron del restaurante. Gabriel pensó que pedir perdón aligeraba muchas cargas.
Al entrar en casa de los Clark, Gabriel se puso de acuerdo con Richard para disfrutar juntos de un whisky escocés y un buen puro en el porche.
Julia aún estaba un poco alterada por el altercado con Natalie, pero se sentía tan aliviada por estar al fin en casa, que trató de olvidarlo. Mientras Richard y Gabriel colgaban sus abrigos, desapareció en el salón.
—Cariño, ¿te guardo el abrigo? —le preguntó Gabriel, pero al ver que no respondía, la siguió al salón.
Su siguiente pregunta se le quedó atascada en la garganta. Su querida Julianne estaba inmóvil como una estatua, con la vista clavada en una mujer sentada en el sofá, junto a Rachel y a Aaron. Instintivamente, Gabriel agarró a Julia por la cintura y la acercó a él.
La mujer se levantó del sofá con elegancia y se dirigió hacia ellos, como si flotara. Sus movimientos eran propios de una bailarina o de una princesa y un sutil aire aristocrático la rodeaba como si se tratara de una nube de perfume.
Era casi tan alta como Gabriel. Tenía el pelo rubio, largo y liso, y unos grandes

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ojos azules, fríos como el hielo. Su piel era perfecta y tenía el cuerpo escuálido de una modelo profesional, excepto por los pechos, que eran generosos y perfectos. Llevaba unas botas altas de tacón de terciopelo negro, una falda tubo negra y un jersey de cachemira azul claro, que le dejaba un hombro, blanco como el alabastro, al descubierto.
Era preciosa. Y altiva. Al ver que Gabriel protegía a Julia con el brazo, arqueó la espalda como un gato furioso.
—¡Gabriel, querido, te he echado tanto de menos! —exclamó, con una voz clara y rica, con una pizca de acento británico.
Lo abrazó con fuerza.
Julia se apartó de ellos. No le apetecía formar parte de un abrazo de grupo.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Mil emociones cruzaron los ojos de él mientras la mujer le daba un beso en la mejilla con sus labios pintados de rosa.
Lo hizo lentamente, rezumando sensualidad. Para empeorar las cosas, se recreó luego limpiándole el pintalabios de la mejilla y riendo como si eso fuera una broma entre ellos.
Gabriel buscó a Julia con la mirada y ella lo miró decepcionada.
Antes de que Gabriel pudiera decir nada, Richard carraspeó y entró en el salón. Rechazando la mano que éste le ofrecía, la mujer le dio un abrazo.
—Richard, es un placer saludarte, como siempre. Sentí mucho lo de Grace.
Tras aceptar el abrazo con amabilidad, el hombre se dirigió a Julia y la ayudó a quitarse el abrigo. Tras colgarlo, llamó a Aaron y a Rachel, privando así a Paulina del público que a ella tanto le gustaba tener.
—No sabía que tuvieras dos hermanas —dijo ésta, dirigiéndole a Julia una sonrisa glacial.
Era mucho más alta que ella, sobre todo ese día, en que Julia se había puesto zapatos planos con vaqueros y una rebeca negra. Al lado de Paulina, se sentía pequeña y sin estilo.
—Sólo tengo una hermana y lo sabes perfectamente —la cortó Gabriel—. ¿Para qué has venido?
Recuperándose de la sorpresa, Julia le ofreció la mano a Paulina antes de que Gabriel montara una escena.
—Soy Julia. Hablamos por teléfono.
La mujer hizo un gran esfuerzo de contención, pero a Julia no se le escapó el rencor que se reflejó en su mirada.
—¿Ah, sí? —preguntó, riendo afectadamente—. ¿No pretenderás que me acuerde de todas las mujeres que han respondido al teléfono de Gabriel a lo largo de los años? A menos que seas una de las chicas a las que interrumpí mientras estaban en medio de un ménage. ¿Recuerdas esa noche, Gabriel?
Julia retiró la mano como si hubiera recibido una bofetada.
—Estoy esperando que respondas a mi pregunta. —La voz de él era fría como el hielo—. ¿Qué haces aquí?
Julia trató de marcharse. Las imágenes que Paulina había inoculado en su cerebro le resultaban repulsivas y no estaba segura de querer oír su respuesta. Pero Gabriel la agarró del brazo y le suplicó con los ojos que no lo abandonara.
—He venido a verte, por supuesto. No respondías a mis llamadas y Carson me dijo que pasarías la Navidad con tu familia —contestó Paulina, irritada.
—¿Vas camino de Minnesota?
—Sabes de sobra que mis padres no me dirigen la palabra. He venido para

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hablar contigo. —Con una mirada venenosa en dirección a Julia, añadió—: A solas.
Consciente de que desde la cocina se oía todo lo que decían, Gabriel se acercó a ella y le dijo en voz baja:
—Te recuerdo que eres una invitada en esta casa. No toleraré que le faltes el respeto a nadie, especialmente a Julianne. ¿Queda claro?
—No me tratabas como a una invitada cuando metías la polla en mi boca —murmuró Paulina, fulminándolo con la mirada.
Julia ahogó un grito y sintió náuseas. Si el encuentro se hubiera producido unas semanas atrás, sólo habría sido incómodo. Pero ahora, después de haber compartido cama con Gabriel, era muy doloroso.
Paulina lo conocía íntimamente. Sabía cómo era en la cama. Los sonidos que hacía, cómo olía, la expresión de su cara justo antes del orgasmo.
Era más alta que ella, más sofisticada y mucho más guapa. Y era evidente que, a diferencia de Julia, no tenía reparos en practicar sexo oral. Para agravar las cosas, Paulina había creado una nueva vida con Gabriel, algo que éste no podría volver a hacer con nadie más.
Soltándose de la mano de él, Julia dio la espalda a los antiguos amantes. Sabía que era preferible que Gabriel y ella mantuvieran un frente unido. Y también sabía que sería mucho más inteligente defender su territorio que dejarle el campo libre a su rival. Pero acababa de sufrir una agresión moral en el restaurante y no le quedaban fuerzas para un nuevo asalto.
Emocionalmente exhausta, se dirigió a la escalera arrastrando los pies, sin despedirse ni mirar atrás.
Al ver que se iba, a Gabriel se le cayó el alma a los pies. Quería ir tras ella, pero no pensaba dejar a Paulina a solas con su padre y su hermana. Excusándose un momento, se dirigió a la cocina y le pidió a Rachel que se asegurara de que Julia estaba bien.
Al llegar al piso de arriba, la joven se encontró a Julia saliendo del baño.
—¿Estás bien?
—No, voy a acostarme un rato.
Cuando Rachel abrió la puerta del dormitorio de Gabriel, ella negó con la cabeza y se metió en la habitación de invitados. Su amiga la observó mientras se quitaba los zapatos y los dejaba al lado de la cama.
—¿Quieres que te traiga algo? ¿Una aspirina?
—No, gracias, sólo necesito descansar.
—¿Quién es esa mujer? ¿Y qué hace aquí?
—Eso tendrás que preguntárselo a tu hermano.
Rachel agarró el pomo de la puerta con fuerza.
—Lo haré. Pero el hecho de que no sepa quién es me dice algo. No puede haber sido muy importante en su vida si nunca nos la presentó. —Desde el pasillo, añadió—: Tenlo en cuenta.
Julia se tumbó en la cama y rezó para dormirse pronto.
Cuando Gabriel entró en la cocina, tres horas más tarde, encontró a Aaron y a Rachel discutiendo sobre la manera correcta de preparar el famoso pollo a la Kiev de Grace.
—Te digo que hay que congelar la mantequilla antes. Tu madre lo hacía así. —Aaron parecía exasperado.
—¿Cómo lo sabes? —Rachel señaló la receta—. Aquí no dice nada de congelarla.

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—Grace siempre congelaba la mantequilla —terció Gabriel, frunciendo el cejo—. Debía de suponer que todo el mundo haría lo mismo. ¿Dónde está Julia?
Su hermana se volvió hacia él, blandiendo un gran batidor.
—¿Dónde estabas?
—Fuera —respondió él, apretando los dientes—. ¿Dónde está?
—Arriba. A menos que haya decidido volver a casa de su padre.
—¿Por qué iba a hacer eso?
Rachel le dio la espalda y siguió batiendo huevos.
—Oh, pues no sé. ¿Tal vez porque has estado por ahí con una de tus ex novias durante tres horas? Espero que Julia te patee el culo como te mereces.
—Cariño... —Aaron trató de calmarla, poniéndole una mano en el hombro.
—Ni cariño ni nada. —Rachel le apartó la mano, enfadada—. Gabriel, tienes suerte de que Scott no esté aquí, porque si no ya te habría sacado de casa para darte una paliza.
Aaron frunció el cejo.
—¿Y qué pasa conmigo? ¿No podría sacarlo yo si quisiera?
Ella puso los ojos en blanco.
—No, por supuesto que no. Además, ahora mismo necesito que congeles la jodida mantequilla.
Murmurando entre dientes, Gabriel salió de la cocina. Subió la escalera despacio, tratando desesperadamente de encontrar una excusa que no fuera un insulto a la inteligencia.
(Aunque eso iba a ser imposible, a pesar de su pico de oro.)
Permaneció unos instantes ante la puerta de su habitación, respirando hondo antes de entrar. Pero la cama estaba vacía.
Sorprendido, registró la habitación. No había ni rastro de Julia.
De vuelta en el pasillo, se preguntó si se habría refugiado en la habitación de Scott, pero no estaba allí. Tras mirar en el cuarto de baño, probó en la habitación de invitados.
Julia estaba tumbada en el centro de la cama, profundamente dormida. Se planteó dejarla dormir, pero luego rechazó la idea. Tenían que hablar, a solas, y en esos momentos su familia estaba ocupada.
En silencio, se quitó los zapatos y se metió en la cama con ella, abrazándola por detrás. Su piel estaba muy suave, pero fría. La estrechó contra su cuerpo para darle calor.
—¿Gabriel? —Julia parpadeó, adormilada—. ¿Qué hora es?
—Las seis y media.
—¿Por qué no me ha despertado nadie? —preguntó, frotándose los ojos.
—Me estaban esperando.
—¿Esperando para qué?
—Esperando a que volviera. Y cuando he llegado a casa, Richard me ha pedido que entrase en su despacho para hablar conmigo.
—¿Dónde estabas?
Él apartó la vista, culpable.
—¿Estabas con ella?
—Le han quitado el carnet por conducir bajo los efectos del alcohol. La he llevado a su hotel.
—¿Por qué has tardado tanto en volver?
Gabriel la miró con expresión torturada.
—Hemos estado hablando.

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—¿Hablando? ¿En el hotel?
—Está preocupada por el giro que ha dado su vida. Que se haya presentado aquí de esta manera demuestra lo desesperada que está.
Julia se llevó las rodillas al pecho, haciéndose un ovillo.
—No, no, no —dijo él, tirándole de los brazos para evitar que adoptara esa postura defensiva—. Ya se ha ido y no volverá. Le he dicho que estoy enamorado de ti. Puede usar mi dinero y mis abogados, pero ahí se acaba la cosa.
—Nunca se conformará con eso. Te quiere a ti. Le da igual que estés conmigo.
Gabriel volvió a rodearla con los brazos.
—No me importa lo que ella quiera. Estoy enamorado de ti. Tú eres mi futuro.
—Pero Paulina es preciosa. Y sexy.
—Es malvada. Y mezquina. No he visto nada bonito en ella esta tarde.
—Concebisteis una hija juntos.
Gabriel se encogió.
—No voluntariamente.
—Odio tener que compartirte.
Él frunció el cejo.
—No vas a tener que compartirme.
—Tengo que compartirte con tu pasado. Con Paulina, con la profesora Singer, con Jamie Roberts... y con un montón de mujeres con las que voy a cruzarme por las calles de Toronto.
Gabriel apretó los dientes.
—Trataré de protegerte de ese tipo de encuentros incómodos en el futuro.
—Son muy dolorosos.
—Lo siento —susurró él—. Si pudiera cambiar mi pasado, lo haría. Pero no puedo, Julianne, por mucho que lo intente.
—Ella te dio lo que yo no puedo darte.
Gabriel se inclinó hacia ella y apoyó una mano cerca de su cadera.
—Si tuvieras sed y alguien te ofreciera agua de mar, ¿te la beberías?
—Claro que no.
—¿Por qué no?
Ella se estremeció.
—Porque está salada y sucia.
—Si te dieran a elegir entre agua de mar o agua Perrier, ¿qué elegirías?
—El agua Perrier, por supuesto. Pero no entiendo qué tiene que ver eso con ella.
Él entornó los ojos.
—¿Ah, no?
Se colocó entonces sobre ella, hasta que sus pechos y caderas quedaron en contacto.
—¿No entiendes la comparación? Tú eres mi agua Perrier. —Se dejó caer un poco más sobre ella—. Hacer el amor contigo es lo único que sacia mi sed. ¿Por qué iba a cambiarlo por toda el agua del mar? —Gabriel le presionó las caderas con las suyas—. Ella no puede ofrecerme nada que me interese. —Bajó la cara hasta que sus narices se rozaron—. Y tú eres preciosa. Cada parte de tu cuerpo es una obra de arte, desde la cabeza hasta los dedos de los pies. Eres la Venus y la Beatriz de Botticelli. ¿Tienes idea de lo mucho que te adoro? Te adueñaste de mi corazón la primera vez que te vi, a los diecisiete años.
El cuerpo de Julia se iba relajando bajo el influjo de su contacto y de sus palabras.
—¿Cómo han quedado las cosas entre vosotros?

66
—Le he dicho que estoy muy disgustado por lo que ha hecho y que no quiero que vuelva a hacerlo nunca más. Se lo ha tomado todo lo bien que cabía esperar.
Alguien llamó a la puerta, interrumpiéndolo.
—¡Adelante!
Gabriel se echó a un lado justo cuando Rachel abría la puerta.
—La cena está en la mesa y Tom y Scott han llegado ya. ¿Bajáis o tengo que enviar a Scott a buscaros? —preguntó, mirándolos a los dos.
—No hará falta —respondió Julia—. ¿Ha traído a su novia?
—No. Pasará la Navidad con sus padres. Le dije que la invitara, pero me dio mil excusas. —Rachel parecía molesta—. ¿Crees que se avergüenza de nosotros?
—Lo más probable es que se avergüence de ella —contestó Gabriel—. Quizá sea una stripper.
—Los profesores que viven en una torre de marfil no deberían tirar la primera piedra —replicó Rachel y, fulminando a su hermano con la mirada, salió de la habitación.
Julia lo miró sorprendida.
—¿A qué ha venido eso?

La expresión de él se ensombreció.
—Mi querida hermana no está muy contenta con Paulina... ni conmigo. 



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