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A la mañana
siguiente, una limusina fue a buscar a la feliz pareja a la estación de tren de
Perugia. El chófer los condujo por una carretera de curvas hasta una finca
cercana a Todi, un pueblo medieval.
—¿Es aquí? ¿Es
ésta la casa? —preguntó Julia, maravillada, mientras recorrían el sendero
privado que llevaba a una mansión situada en lo alto de una colina.
Era una
construcción de piedra de tres plantas, rodeada por varios acres de tierra
salpicada por cipreses y olivos.
Mientras
avanzaban, Gabriel le señaló un huerto de árboles frutales que, cuando llegara
el verano, proporcionaría a los habitantes de la casa higos, melocotones y
granadas. A un lado había una piscina llena, casi un estanque sin bordes que
parecía fundirse con el horizonte. La piscina estaba rodeada por arbustos de
lavanda. Julia casi podía oler su aroma desde el interior del coche. Se dijo
que iría a buscar unas ramitas para perfumar las sábanas.
—¿Te gusta?
—le preguntó Gabriel, esperando su aprobación con ansiedad.
—Me encanta.
Cuando dijiste que habías alquilado una casa, no pensaba que fuera a ser tan
magnífica.
—Espera a ver
el interior. Hay una chimenea y un jacuzzi en la terraza.
—No he traído
bañador.
—¿Y quién ha
dicho que nos vaya a hacer falta bañador? —Gabriel movió las cejas insinuante y
Julia se echó a reír.
Un Mercedes
negro los aguardaba aparcado frente a la casa, para que con él pudieran ir a
visitar los pueblos cercanos, incluido Asís, un lugar que a Julia le interesaba
particularmente.
La encargada
de la casa se había ocupado de llenar la cocina de comida y vino, por si
llegaban con hambre. Julia puso los ojos en blanco al descubrir varias botellas
de zumo de arándanos de importación en la despensa.
«El profesor
Gabriel Emerson, también conocido como el Sobreprotector, ataca de nuevo.»
—¿Qué te
parece? —le preguntó él, abrazándola por la cintura en el centro de la gran
cocina, totalmente equipada.
—Es perfecta.
—Me preocupaba
que no te apeteciera venir a Umbría, pero pensé que nos vendrían bien unos días
de calma y aislamiento.
Julia alzó una
ceja.
—Nuestros días
de aislamiento no son especialmente calmados, profesor.
—Eso es porque
me vuelves loco de deseo. —Gabriel la besó apasionadamente—. Quedémonos en casa
esta noche. Podemos preparar algo juntos, si quieres, y relajarnos ante el
fuego.
—Suena bien.
—Julia le devolvió el beso.
—Llevaré el
equipaje al piso de arriba mientras exploras la casa. El jacuzzi está en la
terraza del dormitorio principal. Nos vemos allí dentro de un cuarto de hora.
Ella aceptó la
invitación con una sonrisa.
—Ah, y...
¿señorita Mitchell?
—¿Sí?
—Nada de ropa
durante el resto de la velada.
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Con un grito excitado, Julia echó a correr escaleras arriba.
La casa estaba
decorada con un gusto exquisito. Las paredes estaban pintadas en varios tonos
de blanco y crema, pero lo que más llamaba la atención era el dormitorio
principal y su romántica cama con dosel. No pudo resistir la tentación de
probarla un momento antes de entrar en el baño con el neceser.
Sacó sus
productos de maquillaje, dejó su jabón y su champú en la gran ducha abierta, se
recogió el pelo en un moño alto y se quitó la ropa, envolviéndose en una toalla
grande de color marfil. Nunca se había bañado desnuda al aire libre, pero le
apetecía mucho probarlo.
Mientras
doblaba la ropa, oyó música procedente del dormitorio. Reconoció la canción.
Era Don’t Know Why, de Nora Jones. Gabriel no dejaba nada al azar.
Él mismo se lo
confirmó desde el otro lado de la puerta:
—He subido
unos antipasti y una botella de vino por si tienes hambre. Te espero
fuera.
—Salgo en un
minuto —respondió ella.
Se miró en el
espejo. Tenía los ojos brillantes de excitación y las mejillas con un saludable
tono rosado. Estaba enamorada. Era feliz. Y estaba a punto (o eso creía) de
estrenar el jacuzzi con su amado bajo el sol del crepúsculo italiano.
De camino a la
terraza, vio la ropa de Gabriel tirada sobre una silla. La fría brisa del
atardecer se colaba por la puerta abierta, despeinándola y aumentando el rojo
de sus mejillas. Gabriel la estaba esperando... desnudo.
Salió a la
terraza y esperó hasta que él se dio cuenta de su presencia. Sólo entonces dejó
caer la toalla.
Cerca de
Burlington, Vermont, Paul Virgil Norris estaba envolviendo regalos de Navidad
en la mesa de la cocina de sus padres. Había regalos para su familia, para su
hermana y para la mujer por la que latía su corazón.
Era una escena
curiosa, la de aquel jugador de rugby de noventa kilos rodeado de rollos de
papel de regalo y cinta adhesiva, tomando medidas con precisión antes de usar
las tijeras. En la mesa había una botella de sirope de arce, una vaca Holstein
de peluche y dos figuritas. Estas últimas eran una curiosidad. Las había
encontrado en una tienda de cómics antiguos de Toronto. Se suponía que una de
ellas representaba a Dante, vestido de cruzado con la cruz de san Jorge en la
cota de malla. La otra era una anacrónica Beatriz vestida de princesa medieval,
con una larga melena rubia y los ojos azules.
Por desgracia,
la empresa de juguetes se había olvidado de hacer una figurita de Virgilio. (Al
parecer, Virgilio no cumplía los requisitos necesarios para convertirse en una
figura de acción.) Paul no estaba de acuerdo. Él estaba más que preparado para
un poco de acción. Por eso decidió escribir a la empresa de juguetes y
alertarlos de su lamentable descuido.
Tras envolver
cada regalo cuidadosamente, los colocó en una caja de cartón y los cubrió con
papel protector de burbujas. Le escribió a Julia cuatro palabras en una postal,
tratando desesperadamente de sonar desenfadado, para disimular sus sentimientos
cada vez más intensos; cerró la caja con cinta adhesiva ancha y la dirigió a la
señorita Julianne Mitchell.
Tras un rato
muy agradable en el jacuzzi, Gabriel preparó una cena típica de Umbría. Bruschetta
con pomodoro y basilico, tagliatelle con aceite de
oliva y trufas de la propia finca, pan y varios quesos artesanos de la región.
Comieron hasta hartarse, riendo y bebiendo un vino blanco muy bueno de Orvieto
a la luz de las velas. Después
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de cenar, Gabriel hizo un nido con mantas y almohadones en el
suelo, frente a la chimenea.
Conectó el
iPhone al sistema de sonido para seguir disfrutando de su lista de reproducción
«Amando a Julia». Sentados en el suelo, Gabriel la rodeó con sus brazos y
siguieron bebiendo hasta acabarse el vino, mientras a su alrededor sonaba
música medieval. Estaban desnudos, envueltos en mantas, sin sentir ninguna
vergüenza.
—La música es
preciosa. ¿Qué es? —Julia cerró los ojos, concentrándose en las voces femeninas
que cantaban a cappella.
—Gaudete,
de The Mediaeval Baebes. Es una canción navideña.
—Qué buen
nombre para un grupo musical.
—Son muy
buenas. Las vi en directo la última vez que actuaron en Toronto.
—¿Ah, sí?
Él sonrió.
—¿Está celosa,
señorita Mitchell?
—¿Debería
estarlo?
—No. Tengo las
manos llenas. Literalmente.
Con las voces
celestiales de fondo, los amantes dejaron de hablar y empezaron a besarse.
Pronto les sobraron las mantas, a medida que sus cuerpos se acaloraban frente
al fuego.
A la luz de
las llamas anaranjadas, Julia empujó a Gabriel hasta que quedó tumbado y se
sentó a horcajadas sobre él, que sonrió cediéndole el control, encantado con la
confianza que ella estaba adquiriendo.
—Estar encima
no es tan terrorífico, ¿no?
—No, sobre
todo ahora que ya me siento más cómoda contigo. Creo que el polvo contra la
pared me liberó de todas las inhibiciones.
Gabriel se
preguntó de qué otras inhibiciones podría librarla gracias a otras posturas y
otros escenarios... como, por ejemplo, la ducha. O el santo grial del sexo
doméstico: la mesa de la cocina.
La voz de
Julia lo sacó de sus pensamientos.
—Quiero darte
placer.
—Ya lo haces.
No te imaginas cuánto.
Ella echó un
brazo hacia atrás y le acarició la ingle.
—Con la boca
quiero decir. Me siento mal por no haberte devuelto el favor. Eres tan generoso
conmigo...
El cuerpo de
Gabriel reaccionó ante sus palabras susurradas y su mano insegura.
—Julianne,
aquí no hay quid pro quo. Hago lo que hago porque me apetece hacerlo. —Esbozó
una media sonrisa—. Pero ya que te ofreces tan amablemente...
—Sé que los
hombres lo prefieren.
Él negó con la
cabeza.
—No es verdad.
El sexo compartido siempre es mejor. Al lado de un orgasmo de dos, todo lo
demás palidece. Podría decirse que es un aperitivo o, como dirían los
franceses, un amuse bouche—bromeó, guiñándole un ojo y apretándole la
cadera.
—¿En esta
postura te va bien? ¿O prefieres...?
—Es perfecto
—la interrumpió él, con los ojos brillantes.
—Supongo que
prefieres esto a que me ponga de rodillas. —Julia observó su reacción con el
rabillo del ojo.
—Exacto.
Aunque yo estoy encantado de arrodillarme ante mi princesa para darle placer.
Como ya te he demostrado.
Ella se echó a
reír, pero de pronto la sonrisa se le borró de la cara.
—Tengo que
decirte una cosa.
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Él la miró expectante.
—A veces, me
vienen arcadas.
Gabriel
frunció el cejo.
—Es normal, no
serías humana si no fuera así.
Julia evitó
mirarlo a los ojos.
—Las mías son
especialmente fuertes.
Él le agarró
la mano.
—Ya verás como
no tendrás ningún problema, cariño. Te lo prometo —añadió, apretándole los
dedos.
Ella descendió
un poco por su cuerpo y Gabriel enredó los dedos en su pelo.
Julia se quedó
quieta.
Durante unos
segundos, Gabriel no fue consciente de ello y siguió jugando con su sedosa
melena. Finalmente, se dio cuenta de que no se movía.
—¿Qué pasa?
—Por favor, no
me sujetes la cabeza.
—No pensaba
hacerlo —replicó él, preocupado.
Ella
permaneció inmóvil. ¿A qué estaba esperando? Gabriel le alzó la barbilla para
mirarle los ojos.
—¿Cariño?
—Es que...
noquierovomitarteencima.
—¿Cómo? No te
he entendido.
Julia bajó la
cabeza.
—No sería la
primera vez que vomito.
Gabriel la
miró incrédulo.
—No lo
entiendo. ¿Después?
—No...
La miró
entornando los ojos.
—¿Vomitaste
porque ese hijo de puta te agarró la cabeza?
Julia se
encogió, pero asintió débilmente con la cabeza.
Gabriel
maldijo furioso. Se sentó y se frotó la cara con las manos. En el pasado, no
siempre había sido delicado con sus conquistas, pero se enorgullecía de haber
observado unas mínimas reglas de educación. Cuando estaba colocado menos.
Pero a pesar
de haber participado en bacanales que habrían rivalizado con las decadentes
fiestas romanas, nunca —¡nunca! — le había aguantado la cabeza a una mujer
contra su voluntad hasta hacerla vomitar.
¿Quién hacía
algo así? Ni siquiera los cocainómanos ni los traficantes con los que había ido
de fiesta hacían algo así y no es que fueran tipos con demasiados remilgos.
Sólo alguien increíblemente retorcido, un cabrón misógino, podía excitarse
humillando a una mujer de esa manera.
¿Cómo podía
nadie hacerle algo así a una criatura tan dulce como Julianne, con sus ojos
amables y su preciosa alma? Una criatura tímida que se avergonzaba de vomitar.
El hijo del
senador tenía suerte de estar en arresto domiciliario en la casa de sus padres,
en Georgetown, sino Gabriel se habría plantado en su puerta para seguir con su
altercado. Y esa vez habría habido algo más que cuatro puñetazos.
Sacudiendo la
cabeza para librarse de esos fieros pensamientos, se levantó, ayudó a Julia a
hacerlo también y la cubrió con una manta.
—Vamos arriba.
—¿Por qué?
—Porque no
puedo quedarme aquí después de lo que me has contado.
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Ella se ruborizó, avergonzada, y los ojos se le llenaron de
lágrimas.
—¡Eh! —Gabriel
la besó en la frente—. No es culpa tuya. ¿Lo entiendes? Tú no has hecho nada
malo.
Julia trató de
sonreír, pero estaba claro que no se lo creía.
Él la guió al
piso de arriba y la llevó hasta el baño del dormitorio.
—¿Qué haces?
—Algo
agradable, espero —respondió, acariciándole la mejilla con el pulgar.
Luego abrió el
agua de la ducha y comprobó la temperatura hasta que quedó satisfecho. A
continuación colocó el chorro en la modalidad lluvia tropical y ajustó la
intensidad. Tras ayudar a Julia a quitarse la manta, le sostuvo la puerta de la
ducha abierta para que entrara antes que él.
Ella lo miró
confusa.
—Quiero
demostrarte que te quiero. Sin necesidad de llevarte a la cama.
—Llévame a la
cama —le rogó ella sin embargo—. Así no habré estropeado del todo la velada.
—La velada no
se ha estropeado en absoluto —le rebatió él con firmeza—, pero te juro que
nadie va a volver a hacerte daño.
Le acarició el
cabello con ambas manos, metiendo los dedos entre sus mechones.
—Me encuentras
sucia.
—En absoluto.
—Cogiéndole una mano, se la puso sobre el tatuaje—. Eres lo más parecido a un
ángel que voy a tocar en toda mi vida. —La miró sin pestañear—. Pero creo que
los dos tenemos un pasado que limpiar.
Echándole el
pelo a un lado, le besó el cuello. Luego se puso una generosa cantidad de
champú de vainilla en la mano y le enjabonó el pelo, frotándole el cuero
cabelludo lentamente. Era muy cuidadoso, como si con cada movimiento y cada
acto quisiera demostrarle que su amor por ella iba mucho más allá del mero
deseo.
Cuando Julia
se empezó a relajar, se acordó de uno de los pocos recuerdos felices que tenía
de su madre. Era pequeña y ella le lavaba el pelo en la bañera. Las dos se
reían. Recordó la sonrisa de su madre.
Pero que
Gabriel le lavara el pelo era mucho más agradable. Era una experiencia muy
íntima, cargada de simbolismo. Estaba desnuda ante él, que la limpiaba hasta
hacer que desapareciera la vergüenza.
Él también
estaba desnudo, pero se esforzaba en no apabullarla, procurando que su discreta
erección no la rozara. Aquello no tenía nada que ver con el sexo. Se trataba de
que se sintiera amada.
—Lamento
haberme dejado arrastrar por las emociones —murmuró Julia.
—Es muy
difícil separar el sexo de los sentimientos. No debes esconderlos cuando estés
conmigo. —Le rodeó la cintura con los brazos y la estrechó contra su cuerpo—.
Yo también tengo sentimientos muy intensos sobre nosotros. Estos últimos días
han sido los más felices de mi vida. —Le apoyó la barbilla en el hombro—.
Recuerdo que a los diecisiete años eras tímida, pero no me pareció que
estuvieras tan herida.
—Debí librarme
de él la primera vez que me trató con crueldad —admitió Julia con voz
temblorosa—. Pero no lo hice. No me defendí y las cosas cada vez fueron a peor.
—No fue culpa
tuya.
Ella se
encogió de hombros.
—Permanecí a
su lado. Me aferré a los momentos en que se mostraba encantador y considerado,
esperando que los malos momentos pasaran. Sé que lo que te he contado te ha
descompuesto, pero te aseguro que nadie se siente tan asqueado
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conmigo como yo misma.
Gabriel gruñó.
—Julia —dijo,
obligándola a mirarlo a los ojos—, no me das ningún asco. No me importa lo que
hicieras. Nadie se merece que lo traten así. ¿Lo entiendes? —preguntó, con un
brillo peligroso en la mirada.
Ella ocultó la
cara entre las manos.
—Quería hacer
algo por ti, pero ni siquiera he sido capaz de eso.
Él la agarró
de las muñecas y se las apartó de la cara.
—Escúchame.
Nos amamos y, ya sólo por eso, todo lo que sucede entre nosotros, incluido el
sexo, es un regalo. No un derecho, ni un privilegio, ni una transacción. Es un
regalo. Ahora estás conmigo. Sácalo de tu vida.
—Sigo oyendo
sus palabras en mi mente —confesó ella, secándose una lágrima.
Gabriel negó
con la cabeza y movió un poco a Julia para que volviera a quedar bajo el chorro
del agua. El agua caliente se deslizó sobre los dos.
—¿Recuerdas lo
que dije en la conferencia sobre La primavera de Botticelli?
Ella asintió.
—Algunas
personas consideran que el cuadro es una representación del despertar sexual.
Que parte del mismo es una alegoría de un matrimonio de conveniencia. Al
principio, Flora es virgen y está asustada. Luego, ya embarazada, se la ve
serena.
—Pensaba que
Céfiro la había violado.
Gabriel apretó
los dientes.
—Así es. Pero
luego se enamoró y se casó con ella, transformándola en la diosa de las flores.
—No es una
gran alegoría del matrimonio.
—Estoy de
acuerdo. —Tragó saliva ruidosamente—. Lo que trato de decirte es que, aunque
hayas tenido algunas experiencias traumáticas, nada impide que puedas tener una
vida sexual plena a partir de ahora. Quiero que sepas que conmigo estás a
salvo. No quiero que hagas nada que no te apetezca y eso incluye el sexo oral.
Le rodeó la
cintura con un brazo y contempló el agua que se deslizaba entre sus cuerpos
hasta estrellarse contra el suelo.
—Sólo llevamos
una semana acostándonos. Tenemos toda la vida por delante para amarnos de todas
las maneras que queramos.
Guardó
silencio mientras le enjabonaba cariñosamente la nuca y los hombros con una
esponja. Luego se la pasó cuidadosamente por cada vértebra, deteniéndose para
besarla cada vez que aclaraba el jabón.
Le enjabonó
también la parte baja de la espalda, prestando especial atención a los hoyuelos
que marcaban la frontera con el culo. Sin dudarlo, le pasó la esponja por las
nalgas y le masajeó la parte de atrás de los muslos. Incluso le lavó los pies,
poniendo la mano de ella sobre su hombro para que no resbalara.
Julia nunca se
había sentido tan cuidada y protegida.
Luego, Gabriel
le dio la vuelta y le lavó la parte delantera del cuello y los hombros. Dejando
la esponja a un lado, le enjabonó y acarició los pechos con las manos, antes de
besárselos. A continuación la acarició entre las piernas, no de un modo sexual,
sino respetuoso, para quitar el jabón que se le había acumulado allí. También
de esa zona se despidió con un beso.
Cuando se dio
por satisfecho, la tomó entre sus brazos y le dio un beso sencillo y casto,
como el de un adolescente tímido.
—Tú me estás
enseñando a amar y supongo que yo también te estoy enseñando a hacerlo, a mi
manera —dijo y se apartó un poco para mirarla a los ojos—. No somos
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perfectos, pero eso no tiene por qué impedirnos ser felices,
¿no crees?
—Sí, tienes
razón —murmuró Julia, con los ojos llenos de lágrimas.
Gabriel la
estrechó contra su pecho y ella escondió la cara en su hombro, mientras el agua
caía sobre los dos.
Emocionalmente
exhausta, Julia durmió hasta el mediodía del día siguiente. Gabriel había sido
amable y considerado y había renunciado a lo que ella siempre había pensado que
era la necesidad sexual básica de todo hombre: el sexo oral. A cambio, le había
ofrecido lo que podía considerarse una limpieza de la vergüenza. Su amor y su
aceptación habían logrado su objetivo.
Al abrir los
ojos, Julia se sintió más ligera, más fuerte, más feliz. Guardarse el secreto
de la humillación a la que él la había sometido era una carga muy
pesada. Una vez liberada del peso de la culpabilidad, se sentía una persona
nueva.
Le parecía una
blasfemia comparar su experiencia con la de Cristiano, el protagonista de El
progreso del peregrino, pero encontraba bastantes similitudes entre sus
experiencias. La verdad nos hace libres, pero el amor vence al miedo.
En sus
veintitrés años de vida, Julia no se había dado cuenta de lo omnipresente que
era la gracia. Era curioso pensar que Gabriel, que se consideraba un gran
pecador, podía ser el conducto de ella. Todo formaba parte de la comedia
divina. El sentido del humor de Dios afianzaba el funcionamiento del universo.
Los pecadores jugaban un papel en la redención de otros pecadores. La fe, la
esperanza y la caridad triunfaban sobre la incredulidad, la desesperación y el
odio, mientras Él observaba y sonreía.
50
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Gabriel se
despertó en mitad de la noche. Era su última noche en Umbría. Adormilado, tardó
unos instantes en darse cuenta de que estaba solo. Alargando el brazo, comprobó
que las sábanas estaban frías.
Bajó los pies
al suelo, estremeciéndose al notar la piedra helada. Tras ponerse unos bóxers,
bajó la escalera, rascándose la cabeza. La luz de la cocina estaba encendida,
pero Julia no estaba allí. Junto a un vaso medio vacío de zumo de arándanos,
había restos de pan y de queso. Parecía como si un ratón hubiese decidido darse
un festín nocturno, pero hubiera salido huyendo al verse descubierto.
Al entrar en
el salón, vio la cabeza de Julia apoyada en el brazo de una butaca, al lado de
la chimenea. Dormida parecía más joven y muy relajada. Aunque estaba pálida,
sus labios y sus mejillas tenían un saludable tono rosado.
Gabriel sintió
el impulso de componerle un poema a su boca y se dijo que un día lo haría. De
hecho, toda ella le recordaba al poema de Frederick Leighton Flaming June.
Llevaba un
elegante camisón de color marfil y uno de los tirantes se le había caído,
dejando su precioso hombro totalmente al descubierto. Su piel pálida, delicada
y suave lo llamaba. Sin poder resistirse, se puso en cuclillas a su lado y le
besó el hombro, mientras le acariciaba el pelo.
Julia abrió
los ojos y se desperezó. Parpadeó un par de veces antes de reconocerlo y
sonreír.
Su sonrisa,
dulce y serena, encendió el corazón de Gabriel como si fuera una hoguera. La
respiración se le aceleró. Nunca había sentido nada parecido por otra mujer. La
intensidad de los sentimientos que Julia le despertaba no dejaba de
sorprenderlo.
—Hola —susurró,
apartándole el pelo de la cara—. ¿Estás bien?
—Por supuesto.
—Al no
encontrarte en la cama me he preocupado.
—He bajado a
picar algo.
—¿Aún tienes
hambre? —preguntó Gabriel, frunciendo el cejo y apoyándole la mano suavemente
en la cabeza.
—No de comida.
—No te lo
había visto puesto —dijo él, resiguiendo el escote del camisón con un dedo y
rozándole la parte superior de los pechos.
—Lo compré
para la primera noche que pasamos juntos.
—Es precioso.
¿Por qué no te lo habías puesto hasta ahora?
—Porque me he
estado poniendo todas las cosas que me compraste en Florencia. ¿Cómo las llamó
el dependiente? ¿Bustiers? Tu gusto en cuanto a lencería femenina es
extremadamente pasado de moda, profesor Emerson. Si me descuido, acabarás
regalándome corsés.
Él se echó a
reír y la besó.
—No entiendo
cómo es que aún no te he comprado uno. Tienes razón. Me gusta verte con prendas
que dejan lugar a la imaginación. Así es mucho más agradable «desenvolverte».
Aunque admito que me gustas con cualquier cosa que te pongas. O que no te
pongas.
Alargando la
mano, Julia lo agarró por la nuca y lo acercó para besarlo apasionadamente.
Recorriéndole la mandíbula con los labios, le susurró al oído:
51
—Ven a la cama.
Cogiéndolo de
la mano, lo guió hacia el dormitorio. Al pasar por delante de la mesa de la
cocina, intercambiaron una mirada cómplice y, tras hacer que Gabriel se sentara
en el borde de la cama, Julia se quedó de pie ante él.
Lentamente, se
bajó los tirantes del camisón, que cayó al suelo, dejándola desnuda.
En la penumbra
de la habitación, él contempló sus tentadoras curvas con avidez.
—Eres un
argumento que demuestra la existencia de Dios —murmuró.
—¿Qué?
—Tu rostro,
tus pechos, tu preciosa espalda... Santo Tomás de Aquino te habría añadido como
sexta vía para demostrar la existencia de Dios si hubiera tenido el privilegio
de conocerte. Es evidente que alguien te ha diseñado, no se ha limitado
a crearte.
Bajando la
vista, Julia se ruborizó.
Gabriel
sonrió.
—¿Aún te
ruborizas, a estas alturas?
Como
respuesta, ella dio un paso adelante y, cogiéndole una mano, se cubrió un pecho
con ella.
Él se lo
apretó suavemente.
—Túmbate a mi
lado y te abrazaré.
—No quiero que
me abraces. Quiero que me hagas el amor.
Gabriel se
quitó los bóxers rápidamente y se hizo a un lado para dejarle sitio. Volviendo
a acariciarle el pecho, la besó dulcemente, enredando la lengua con la suya.
—Te respiro
—susurró—. Eres mi aire. Lo eres todo.
Le acarició
los pezones con los dedos y le besó el cuello con besos ligeros como plumas,
mientras ella lo animaba con atrevidas caricias.
Julia lo
empujó hasta que Gabriel quedó tumbado de espaldas y entonces se sentó a
horcajadas sobre sus caderas. Él le besó los pechos y se metió un pezón en la
boca, mientras con una mano comprobaba si estaba preparada para recibirlo.
Soltándole el
pecho, negó con la cabeza.
—No estás
lista.
—Pero te
deseo.
—Yo también te
deseo. Pero antes quiero encender tu cuerpo.
El deseo
sexual de Julia encontró una barrera en el compromiso que Gabriel había asumido
consigo mismo. Se había jurado asegurarse de que todos sus encuentros
resultaran igual de placenteros para ambos. No le importaba hacer esperar a su
cuerpo para asegurarse de que el de Julia estaba loco de deseo antes de
recibirlo en su interior.
Cuando
finalmente la penetró, ella lo miró fijamente. Él tenía los ojos muy abiertos y
estaban tan cerca que sus narices casi se tocaban. Julia se movía sobre su
cuerpo con una lentitud desesperante.
Ella cerró los
ojos un instante para disfrutar de las sensaciones, pero en seguida volvió a
abrirlos. Su conexión era tan intensa...
Los azules
ojos de Gabriel, cargados de emoción, no se apartaban de los enormes ojos
castaños de ella. Cada movimiento, cada deseo, se reflejaba en la mirada de los
amantes.
—Te quiero.
Gabriel le
acarició la nariz con la suya, mientras ella incrementaba el ritmo
gradualmente.
—Yo también te
quie... —Las palabras de Julia quedaron interrumpidas por un gemido.
52
Aumentó la velocidad de sus movimientos y capturó la boca de
Gabriel. Sus lenguas se enredaron mientras se exploraban, una exploración que
se interrumpía de vez en cuando con gemidos y alguna que otra confesión.
Él le acarició
la cintura y las costillas y, agarrándole el culo, la levantó ligeramente para
poder llegar más adentro.
Julia se había
vuelto adicta a aquello, a él. Adoraba su manera de mirarla en los momentos más
íntimos y cómo el resto del mundo se desvanecía a su alrededor. Le gustaba
sentirlo moviéndose en su interior cuando le hacía el amor, porque siempre la
hacía sentir hermosa. Los orgasmos eran casi un regalo adicional, porque lo más
valioso era lo que sentía cuando estaban unidos.
Hacer el amor,
igual que la música, o el respirar, o el latido del corazón, eran cosas que se
basaban en un ritmo primordial y Gabriel había aprendido a leer el cuerpo de
Julia; a conocer su ritmo, como el guante que encaja a la perfección en la mano
de una dama. Era un conocimiento primario pero muy personal, el tipo de conocimiento
al que se referían los traductores de la Biblia del rey Jacobo cuando decían
que Adán había conocido a su esposa. El conocimiento misterioso y
sagrado que un amante tiene de su amada, conocimiento que quedaba pervertido y
difamado en encuentros sexuales menos sagrados. Un conocimiento propio de un
matrimonio auténtico, no sólo de nombre.
Julia hizo
buen uso de sus nuevos conocimientos, deleitando a Gabriel con su cuerpo una y
otra vez. Cuando estaba dentro de ella, para él todo era cálido, excitante,
tropical... perfecto.
Estaba cerca,
muy cerca. Al mirarla a los ojos, vio que ella le estaba devolviendo la mirada.
Cada vez que Julia se movía, Gabriel hacía el mismo movimiento. La cadencia
conjunta de ambos les proporcionaban un gran placer a los dos.
Mientras se
miraban, un gemido brotó de la garganta de Julia, que de repente, echó la
cabeza hacia atrás y gritó su nombre. Fue algo glorioso de ver y oír. Por fin
había gritado su nombre.
Gabriel no
tardó en seguirla. Su cuerpo se tensó con un gruñido y luego se relajó. Las
venas de su frente y cuello empezaron a deshincharse.
Una vez más,
su encuentro había sido tierno y alegre.
Julia no
quería apartarse. No quería sentir cómo abandonaba su cuerpo. Por eso se dejó
caer sobre él, mirándolo fijamente.
—¿Siempre será
así?
Gabriel le
besó la punta de la nariz.
—No lo sé.
Pero si tomamos a Grace y a Richard como ejemplo, con el tiempo las cosas
mejorarán. Yo veré nuestras vivencias compartidas reflejadas en tus ojos y tú
verás la felicidad reflejada en los míos. La experiencia hará que nuestros
encuentros sean cada vez más profundos y mejores.
Sonriendo,
Julia asintió, pero al cabo de unos instantes, su expresión se ensombreció.
—¿Qué pasa?
—Estoy
preocupada. No sé qué pasará el año que viene.
—¿Por qué?
—¿Y si no me
aceptan para el programa de doctorado en Toronto?
Gabriel
frunció el cejo.
—No sabía que
hubieras presentado una solicitud.
—No quiero
separarme de ti.
—Yo tampoco
quiero separarme de ti, Julianne, pero no creo que la Universidad de Toronto
sea la más adecuada para ti. Yo no podré supervisar tu tesis y dudo que
Katherine quiera comprometerse durante más de un año.
53
El rostro de ella se ensombreció aún más.
Gabriel le
acarició la mejilla con un dedo.
—Pensaba que
querías ir a Harvard.
—Pero es que
está tan lejos.
—A pocas horas
de vuelo. —La miró pensativo—. Podemos vernos los fines de semana y los
festivos. Pediré un año sabático. Podría mudarme a Harvard contigo durante el
primer año.
—Pasaré allí
por lo menos seis años. Si no más.
Estaba a punto
de llorar y al ver que le brillaban los ojos, a Gabriel se le encogió el
corazón.
—Haremos que
funcione —le aseguró, con la voz ronca—. Ahora mismo hemos de disfrutar del
tiempo que nos queda juntos. Deja que sea yo quien me preocupe del futuro. Me
aseguraré de que no nos separen.
Ella abrió la
boca para protestar, pero Gabriel se lo impidió besándola.
—La ventaja de
salir con un hombre más mayor y establecido es que te permite centrarte en tu
carrera. Ya encontraré la manera de conseguir que mi trabajo se ajuste al tuyo.
—Pero no es
justo.
—Lo que sería
injusto sería esperar que tú renunciaras a tu sueño de ser profesora
universitaria. O permitir que te inscribieras en una universidad por debajo de
tus capacidades. No dejaré que sacrifiques tus sueños por mí. —Sonrió—. Ahora
bésame para que vea que confías en mí.
—Confío en ti.
Gabriel la
abrazó, suspirando cuando ella apoyó la cabeza sobre su pecho.
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