Leer libros online, de manera gratuita!!

Estimados lectores nos hemos renovado a un nuevo blog, con más libros!!, puede visitarlo aquí: eroticanovelas.blogspot.com

Últimos libros agregados

Últimos libros agregados:

¡Ver más libros!

El éxtasis de Gabriel Cap.3 y 4

Volver a Capítulos

Christa Peterson había tenido una infancia privilegiada. No había nada que justificara su maldad. Sus padres tenían un matrimonio feliz. Se amaban y querían con locura a su única hija. Su padre era un respetado oncólogo de Toronto. Su madre, bibliotecaria, trabajaba en Havergal College, un colegio privado femenino al que Christa había ido desde pequeña hasta terminar su educación primaria.
Christa también había asistido a catequesis. Fue confirmada en la Iglesia anglicana y estudió el Libro de Oración Común de Thomas Cranmer, pero ninguna de esas cosas las hizo con el corazón. A los quince años, descubrió el enorme poder de la sexualidad femenina. Y, desde entonces, convirtió la suya no sólo en moneda de cambio habitual, sino en su arma favorita.
Su mejor amiga, Lisa Malcolm, tenía un hermano mayor llamado Brent. Brent era guapo. No muy distinto de muchos otros estudiantes del Upper Canada College, un colegio privado masculino al que acudían los hijos de las buenas familias canadienses. Era alto, fuerte, de pelo rubio y ojos azules. Remaba en el equipo de la Universidad de Toronto y podría haber aparecido en un anuncio.
Christa lo admiraba en secreto, ya que los cuatro años que se llevaban la hacían invisible para él. Hasta que una noche en que se había quedado a dormir en casa de Lisa, se lo encontró cuando iba al lavabo. Brent se quedó impresionado por la larga melena oscura de Christa, sus enormes ojos castaños y sus incipientes curvas.
La besó con delicadeza en el pasillo y le acarició un pecho. Luego le dio la mano y la invitó a su habitación.
Tras media hora de tocarse por encima de la ropa, Brent estaba más que listo para llevar las cosas más lejos. Christa dudaba, porque era virgen, así que él empezó a hacerle promesas: regalos, citas románticas y, finalmente, un reloj de acero inoxidable Baume & Mercier que le habían regalado sus padres al cumplir los dieciocho años.
Ella ya se había fijado en su reloj y sabía que para Brent era como un tesoro. De hecho, casi le apetecía más conseguir el reloj que conseguirlo a él.
Brent le puso el reloj en la muñeca y ella se lo quedó mirando, maravillada por la frialdad del acero contra su piel y por la facilidad con que se deslizaba por su esbelto antebrazo. Era un símbolo, una muestra de que él la deseaba con tanta intensidad que era capaz de desprenderse de una de sus posesiones más preciadas.
La hacía sentir deseada. Y poderosa.
—Eres preciosa —susurró Brent—. No te haré daño, pero te necesito ahora. Te prometo que te gustará.
Christa sonrió y dejó que la tumbara sobre su estrecha cama como si fuera la víctima de algún sacrificio inca. En ese altar sacrificó su virginidad a cambio de un reloj de tres mil dólares.
Brent cumplió su palabra. Fue delicado. Se tomó su tiempo. La besó y le exploró la boca con suavidad. Rindió homenaje a sus pechos. La preparó con los dedos y comprobó que estuviera lista. Al penetrarla también fue cuidadoso. No hubo sangre. Sus grandes manos le acariciaron las caderas mientras le susurraba al oído que se relajara, hasta que acabó logrando que la incomodidad desapareciera por completo.
A Christa le gustó. Se sintió hermosa y especial. Y, al acabar, Brent la abrazó toda la noche ya que, aunque se dejaba llevar por sus apetitos carnales, no era mala persona.
30
A lo largo de los tres años siguientes, repetirían la experiencia muchas veces, a pesar de que ambos tenían otras relaciones. Antes de estar con ella, Brent siempre le hacía un regalo.
Luego llegó el señor Woolworth, el profesor de matemáticas de primero de bachillerato. Los encuentros con Brent le habían enseñado a Christa mucho sobre los deseos y necesidades de los hombres. Sabía cómo jugar con ellos, cómo provocarlos y conseguir lo que quería.
Provocó sin piedad al señor Woolworth hasta que éste se derrumbó y le rogó que se reuniera con él en un hotel después de clase. A Christa le gustaba que los hombres le rogaran.
En su sencilla habitación de hotel, el profesor la sorprendió regalándole un collar de plata de Tiffany.
Tras ponerle la joya alrededor del cuello, la besó suavemente. Christa permitió que explorara su cuerpo durante horas, hasta que se durmió exhausto y saciado.
No era tan atractivo como Brent, pero era un amante más experto. Por cada nuevo regalo, Christa permitía que la tocara de maneras nuevas y viejas. Cuando ella se mudó a Quebec para estudiar en la Bishop’s University, tenía una buena cantidad de joyas y de experiencia en relaciones sexuales. Además, era muy consciente de que el papel de devoradora de hombres se le adaptaba como un guante.
Cuando viajó a Europa para hacer un máster en estudios renacentistas en la Università degli Studi di Firenze, su patrón de conducta estaba muy afianzado. Prefería a hombres mayores que ella y que ocuparan una posición de poder. Las aventuras clandestinas la excitaban, cuanto más imposibles, mejor.
Durante dos años, había tratado de seducir a un sacerdote de la catedral de Florencia y, justo antes de graduarse, lo había logrado. El religioso la tomó en la humilde cama de su diminuto apartamento, pero antes le entregó un pequeño icono pintado por Giotto. Su valor era incalculable, pero como dijo Christa, también lo era el de ella.
Christa no tenía inconveniente en permitir que los hombres poseyeran su cuerpo, pero esa posesión tenía un precio. Y siempre había logrado a los hombres que había querido.
Hasta aquel momento.
Durante su primer año de cursos de doctorado en la Universidad de Toronto, había conocido al profesor Gabriel O. Emerson. Era sin duda el hombre más sensual y atractivo que había visto nunca. Y exudaba sexualidad por todos sus poros. Christa casi podía olerla.
Lo había observado mientras iba «de caza» a su local favorito. Se había fijado en cómo vigilaba sigilosamente a sus presas, en cómo se acercaba a ellas y en cómo éstas respondían. Lo había estudiado con el mismo empeño con que había estudiado italiano. Y, tras sacar sus conclusiones, pasó a la acción.
Pero él la había rechazado. Nunca le miraba el cuerpo, sólo la miraba a los ojos con frialdad, como si ni siquiera se diera cuenta de que estaba hablando con una mujer.
Christa empezó a vestirse de manera más provocativa, pero tampoco le sirvió de nada. Seguía sin mirarla por debajo del cuello.
Trató de ser dulce y modesta y él reaccionó con impaciencia.
Le preparó galletas y le dejó fiambreras con manjares en su casillero del departamento, fiambreras que permanecieron allí durante semanas, hasta que la señora Jenkins, la secretaria del departamento, las tiró a la basura, preocupada por el olor.
Cuanto más la rechazaba el profesor Emerson, más lo deseaba ella. Y cuanto más se obsesionaba con conseguirlo, menos se acordaba de los regalos. Se habría 31
entregado a él gratuitamente si la hubiera mirado con deseo una sola vez.
Pero no lo hizo.
Así que, en el otoño de 2009, cuando tuvo la oportunidad de quedar con él en un Starbucks para hablar sobre su proyecto de tesis, estaba decidida a conseguir que la reunión se alargara y se transformara en una cena y, más tarde, en una visita al Lobby, la discoteca. Se comportaría como una auténtica señorita, pero sin olvidarse de su aspecto físico. La combinación no podía fallar.
Se preparó para la reunión gastándose seiscientos dólares en una combinación negra Bordelle, su marca de lencería favorita, con medias negras y liguero a juego. No le gustaban las medias enteras, tipo panty. Prefería llevar medias hasta el muslo, sujetas con liguero. Cada vez que cruzaba las piernas y notaba la caricia de éste, se excitaba. Se preguntó qué sentiría cuando el profesor se lo soltara, preferiblemente con los dientes.
Por desgracia para Christa, Paul y Julia habían decidido ir también al Starbucks ese mismo día. A Christa no le cupo duda de que si se pasaba de la raya, sus compañeros tomarían nota de todo. Y de que el profesor se comportaría de un modo más profesional al verlos.
Por eso se enfrentó a ellos, furiosa. Quería que se sintieran tan incómodos que decidieran marcharse antes de que llegara Emerson. Hizo todo lo posible, pero su intento de intimidar a sus compañeros le salió muy mal. Por otra parte, el profesor llegó antes de lo esperado y la oyó.
—Señorita Peterson. —Gabriel señaló una mesa vacía en el otro extremo del local e hizo un gesto para que lo siguiera.
—Profesor Emerson, le he comprado un café con leche grande, con la leche desnatada. —Trató de dárselo, pero él lo rechazó con un gesto impaciente de la mano.
—Sólo los bárbaros toman café con leche después del desayuno. ¿No ha estado nunca en Italia? Además, señorita Peterson, la leche desnatada es para gilipollas. O para chicas gordas.
Dándole la espalda, se dirigió al mostrador para pedirse un café, mientras Christa trataba de disimular la rabia y la humillación.
«Maldita seas, Julianne. Todo es culpa tuya. Tuya y de ese monje que tienes como amigo.»
Se sentó en la silla que el profesor le había señalado, sintiéndose casi derrotada antes de empezar. Casi. Desde su nueva posición tenía una vista privilegiada del culo del profesor Emerson, cubierto por unos pantalones grises de franela. Sus nalgas le recordaban a dos medias manzanas. Dos manzanas maduras y deliciosas.
Quería darles un mordisco.
Por fin, él regresó con su maldito café. Se sentó tan lejos de ella como pudo y le dirigió una mirada severa.
—Tenemos que hablar de su comportamiento, pero antes me gustaría dejar una cosa muy clara. Si he accedido a reunirme aquí con usted ha sido porque me apetecía tomar café. En el futuro, cualquier tema que tengamos que tratar, lo haremos en el departamento, como siempre. Sus transparentes intentos de transformar las reuniones en citas no tendrán ningún éxito. ¿Queda claro?
—Sí, señor.
—Una palabra mía y se encontrará teniendo que buscar un nuevo director de tesis. —Carraspeó—. En el futuro, diríjase a mí como profesor Emerson, incluso cuando hable de mí en tercera persona. ¿Entendido?
—Sí, profesor Emerson.
«Oh, profesor Emerson, no se imagina las ganas que tengo de decir su nombre. De gritar su nombre para ser más exactos. ¡Profesor, profesor, profesor!» 32
—Además, se abstendrá de hacer comentarios sobre los demás alumnos, en especial sobre la señorita Mitchell. ¿Está claro?
—Muy claro.
Christa estaba empezando a enfadarse en serio, pero se guardó sus emociones. La culpa de todo era de Julia. Tenía que echarla del seminario como fuera, pero no sabía cómo. Todavía.
—Por último, si alguna vez me oye hacer algún comentario sobre algún compañero o alguna persona ligada al programa de doctorado, los considerará estrictamente confidenciales y no los repetirá delante de nadie. En caso contrario, ya puede irse buscando otro director de tesis. ¿Cree que es lo bastante inteligente como para cumplir estas sencillas instrucciones?
—Sí, profesor.
Christa se irritó ante la condescendencia de su tono, pero lo cierto era que su brusquedad le resultaba excitante. Quería provocarlo hasta acabar con su mal humor. Seducirlo para que le hiciera cosas que no se podían decir en voz alta...
—Si vuelve a dirigirse a un alumno en esos términos, tendré que hablar con el profesor Martin, el jefe del departamento. Supongo que está al corriente de las normas que regulan el comportamiento de los estudiantes. Y no hace falta que le recuerde la prohibición de hacer novatadas, ¿me equivoco?
—No le estaba gastando ninguna novatada a Julia. Sólo...
—Nada de excusas. Y dudo que la señorita Mitchell le haya dado permiso para que use su nombre de pila. Diríjase a ella con el debido respeto o no la nombre.
Christa agachó la cabeza. Ese tipo de amenazas no tenían nada de sexy. Había trabajado duro para entrar en el programa de doctorado de la Universidad de Toronto y no quería dejar escapar la oportunidad de acabar sus estudios de manera brillante. Y menos por culpa de una patética putita que tenía un rollo con el ayudante del profesor.
Gabriel se dio cuenta de su reacción, pero no dijo nada mientras bebía su expreso a pequeños sorbos. No sentía ningún tipo de remordimientos y se estaba preguntando qué más podría decirle para hacerla llorar.
—Estoy seguro de que está al corriente de las políticas de la universidad relativas al acoso. Es una política que funciona en las dos direcciones. Si un profesor se siente acosado por un alumno o alumna, puede interponer una denuncia contra éste. Si se pasa de la raya una vez más, señorita Peterson, la llevaré a rastras a la oficina del decano. ¿Me he explicado bien?
Christa alzó la cabeza y lo miró con ojos muy abiertos y asustados.
—Pero yo... pensaba que nosotros...
—Pero ¡nada! —exclamó Gabriel—. A menos que esté mal de la cabeza, se dará cuenta de que ese «nosotros» no existe. No voy a repetirlo. Ya sabe qué terreno pisa.
Gabriel echó un vistazo en dirección a Julia y Paul.
—Y ahora que ya nos hemos sacado de encima la charla de cortesía, me gustaría darle mi opinión sobre su última propuesta de proyecto de tesis. Es una birria. En primer lugar, el tema está muy trillado. En segundo, no hay ni una sola reseña que sea literariamente adecuada. Si no puede solucionar estos temas, le recomiendo que se busque otro director de tesis. Si prefiere entregarme una versión revisada, deberá hacerlo antes de dos semanas. Y ahora, si me disculpa, tengo una reunión con alguien digno de mi tiempo. Buenas tardes.
Y se marchó del Starbucks bruscamente, dejando a Christa conmocionada, mirando al vacío.
Había escuchado sus palabras, pero su mente había seguido trabajando, centrada en otras cosas. Vengarse de Julia era una prioridad. No sabía qué iba a hacer para 33
conseguirlo, ni cuándo, pero metafóricamente hablando, iba a clavarle un cuchillo a esa zorra e iba a cortarla en cachitos (también metafóricamente).
En segundo lugar, iba a tener que reescribir la propuesta de tesis y que ganarse la aprobación académica del profesor Emerson.
Y, en tercer lugar, iba a tener que redoblar sus esfuerzos de seducción. Ahora que había visto al profesor Emerson enfadado, no había nada en el mundo que le apeteciera más que verlo enfadado con ella... pero desnudo. Iba a hacer que cambiara de opinión. Iba a derribar sus barreras. Un día lo vería de rodillas, rogándole, y entonces...
Evidentemente, los tacones y la lencería de Bordelle no eran suficiente. Christa iba a tener que hacer una visita a Holt Renfrew para comprarse un vestido nuevo. Algo europeo. Muy sexy. Algo de Versace.
Luego iría al Lobby y pondría su tercer plan en marcha. 34
4
En el ático de un hotel de lujo de Florencia, había ropa desperdigada por el salón, como un camino de migas de pan que iba desde la puerta hasta una pared que hasta entonces estaba desnuda, pero que en esos momentos estaba ocupada por dos personas apoyadas en ella.
Gemidos y sonidos delatadores flotaban en la habitación y podían verse unos zapatos masculinos hechos a mano, un sujetador negro, un traje hecho a medida, dejado de cualquier manera sobre una mesita auxiliar, y un vestido de tafetán que formaba un charco de color azul Santorini en el suelo...
Si un detective estuviera examinando la escena, llegaría a la conclusión de que faltaban las bragas y los zapatos de ella.
El aire estaba cargado de aromas: flor de azahar y Aramis, mezclado con el olor almizcleño del sudor y la carne desnuda. La habitación estaba a oscuras. Ni siquiera los rayos de luna que entraban por la ventana alcanzaban la pared donde los dos cuerpos desnudos se aferraban el uno al otro. El hombre sujetaba el peso de la mujer, que le rodeaba las caderas con las piernas.
—Abre los ojos. —El ruego de Gabriel fue acompañado por una cacofonía de sonidos: piel deslizándose sobre piel, gemidos desesperados, ahogados por labios y carne, rápidas bocanadas de aire y el ligero golpear de la espalda de Julia contra la pared.
Ésta oía gruñir a Gabriel con cada embestida, pero su capacidad de hablar había desaparecido, mientras se concentraba en una sensación sencilla pero potente: el placer. Cada movimiento de su amante le causaba un enorme gozo, incluso el roce de sus pechos y el tacto de sus fuertes manos sujetándola. Estaba al borde del clímax, sin aliento, consciente de que el próximo movimiento podría ser el que la lanzara al vacío. Cada... vez... más... cerca...
—¿Estás... bien?
Gabriel respiraba con dificultad. La última palabra salió de su boca como un grito, cuando Julia le clavó los afilados tacones en el trasero.
Ésta echó la cabeza hacia atrás y dijo algunas palabras sin sentido antes de alcanzar el orgasmo. Unas potentes oleadas la sacudieron, desde donde estaban unidos hasta el último rincón de su cuerpo, hasta que cada una de sus células vibró. Al notarlo, Gabriel no tardó en seguirla. Con dos fuertes embestidas más, se sacudió espasmódicamente, mientras gritaba el nombre de Julia contra su cuello.
—Estaba preocupado —susurró él poco después.
Estaba tumbado de espaldas en el centro de la gran cama, con su amada acurrucada a su lado, con la cabeza apoyada sobre el tatuaje.
—¿Por qué?
—No abrías los ojos. No decías nada. Estaba preocupado por si estaba siendo demasiado brusco.
Julia le acarició el abdomen, recorriéndole lentamente el suave vello que tenía debajo del ombligo.
—No me has hecho daño. Ha sido... distinto. Más intenso. Cada vez que te movías... tenía unas sensaciones increíbles. No podía abrir los ojos.
Gabriel sonrió aliviado y le besó la frente.
—En esa postura se llega más adentro. Y no te olvides de los preliminares en el 35
museo. Ni te imaginas lo que me ha costado mantener las manos quietas durante la cena.
—Porque sabías que iba sin bragas.
—Porque te deseo. Siempre.
—Cada vez que estamos juntos, es mejor que la vez anterior —susurró Julia.
—Pero nunca dices mi nombre —le hizo notar él, melancólico.
—Digo tu nombre constantemente. Me extraña que no me hayas pedido que te llame Gabe o Dante o Profesor.
—No me refería a eso. Lo que quería decir es que nunca dices mi nombre... cuando te corres.
Ella lo miró a la cara, sorprendida. Su expresión armonizaba con su tono de voz, algo melancólico. La máscara de confianza había desaparecido.
—Para mí, tu nombre es sinónimo de orgasmos. Voy a empezar a llamarlos Gabiorgasmos.
Él se echó a reír con ganas. La risa le resonaba en el pecho y hacía que la cabeza de Julia botara con tanta fuerza que tuvo que sentarse. Se echó a reír también, contagiada por su buen humor, aliviada de que el momento melancólico hubiera pasado.
—Tiene sentido del humor, señorita Mitchell. ¿Quién lo iba a decir? —Le levantó la barbilla para besar sus labios una vez más antes de relajarse y quedarse dormido.
Julia permaneció despierta un poco más, contemplando al niño inseguro que asomaba desde el interior de Gabriel en los momentos más inesperados.
A la mañana siguiente, él la invitó a tomar su desayuno favorito en el Café Perseo, una elegante heladería de la piazza Signoria. Se sentaron dentro, porque se había acabado la tregua y había regresado el tiempo habitual para diciembre, frío y húmedo.
Uno podría pasarse los días sentado en aquella terraza sin hacer nada más que ver la vida pasar. Los edificios de la plaza eran antiguos. Los Uffizi estaban a la vuelta de la esquina. Había una fuente impresionante y estatuas preciosas, entre ellas una copia del David de Miguel Ángel y un Perseo sosteniendo la cabeza de Medusa frente a una preciosa loggia.
Mientras se tomaba el helado, Julia evitaba mirar hacia esa estatua y Gabriel evitaba mirar a las preciosas florentinas que pasaban, para observar a su amada con voracidad.
—¿Estás seguro de que no quieres probarlo? La frambuesa y el limón combinan de maravilla. —Julia le ofreció una cucharada con los dos sabores mezclados.
—Por supuesto que quiero probarlo. Pero no el helado. Preferiría algo más... exótico —añadió, con los ojos brillantes. Apartó su taza de café para poder darle la mano—. Gracias por esta noche... y por esta mañana.
—Creo que soy yo la que debería darte las gracias a ti, profesor. —Le apretó la mano y siguió desayunando—. Me sorprende que mi silueta no haya quedado marcada al vapor en la pared —bromeó a continuación, ofreciéndole otra cucharada de helado.
Gabriel dejó que ella lo alimentara. Cuando se pasó la lengua por los labios, Julia sintió que la cabeza le daba vueltas. Una bandada de recuerdos de aquella misma mañana cruzaron por su mente y uno de ellos se quedó.
«Oh, dioses de los novios, dioses del sexo que disfrutan dando placer a sus amantes, gracias por esta mañana.»
Julia tragó saliva.
—Ha sido mi primera vez.
—No será la última. Te lo prometo.
Gabriel se pasó la lengua por los labios provocativamente, para ponerla 36
nerviosa.
Ella se inclinó hacia adelante para darle un beso en la mejilla. Pero atrapándola por la nuca, Gabriel la acercó a sus labios.
La boca de Julia sabía a helado y a su sabor único y personal. Al soltarla, gruñó, deseando volver al hotel para una segunda parte de la noche anterior. ¿O tal vez podrían volver al museo?
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo Julia, concentrándose en el helado para no tener que mirarlo a los ojos.
—Claro.
—¿Por qué dijiste que era tu prometida?
—Fidanzata tiene varios significados.
—Pero el principal es prometida.
—Presentarte como mi ragazza no habría hecho justicia a mi grado de compromiso.
Gabriel meneó los dedos de los pies. Los zapatos nuevos le apretaban un poco. Cerró la boca con fuerza involuntariamente, como si estuviera decidiendo si decía algo más o guardaba silencio. Finalmente no dijo nada. Sólo se removió incómodo en el asiento.
Julia pensó que le dolía la espalda.
—Siento lo de mis tacones.
—¿A qué te refieres?
—Te he visto las marcas esta mañana, mientras te vestías. No quería hacerte daño.
Él sonrió travieso.
—Son los riesgos que corremos los obsesos con los zapatos de tacón. Llevo mis cicatrices con dignidad.
—La próxima vez iré con más cuidado.
—Por encima de mi cadáver.
Julia abrió mucho los ojos al ver el fogonazo de pasión en sus ojos.
Gabriel le atrapó los labios con los suyos antes de susurrarle al oído:
—Te voy a comprar unas botas con unos tacones aún más altos. Y luego comprobaré qué eres capaz de hacer con ellas puestas.
Mientras paseaban por el Ponte Vecchio bajo un paraguas compartido, Gabriel insistió en entrar en un montón de tiendas, tentándola con cosas extravagantes: reproducciones etruscas, monedas romanas, collares de oro, etc. Como respuesta, Julia sonreía, señalándose los pendientes de Grace y diciendo que eran más que suficiente. Su aparente falta de apego por los bienes materiales era un acicate para Gabriel, que cada vez tenía más ganas de cubrirla de regalos.
Al llegar al centro del puente, Julia le tiró del brazo para que se acercaran a la baranda a mirar el Arno.
—Hay una cosa que no me importaría que me pagaras, Gabriel.
Él la miró con curiosidad. El fresco aire florentino había puesto color en sus mejillas. Era buena, hermosa, cálida y dulce. Pero tremendamente testaruda.
—Lo que sea.
Julia pasó la mano por la barandilla que los separaba del río.
—Quiero quitarme la cicatriz del mordisco.
Gabriel no se sorprendió demasiado. Aquella mañana la había descubierto aplicándose maquillaje en el cuello y, al preguntarle qué estaba haciendo, se había echado a llorar.
Sin mirarlo a los ojos, siguió diciendo.
37
—No me gusta tener que verla constantemente. Y no soporto que tengas que verla tú. Quiero que me la quiten.
—Podríamos buscar un cirujano plástico en Filadelfia, cuando vayamos por Navidad.
—Es que pasamos tan poco tiempo en casa... No quiero hacerle eso a mi padre. Ni a Rachel.
Gabriel se cambió el paraguas de mano y la abrazó. Fue descendiendo por el cuello hasta llegar a la marca.
—Por supuesto. Estaré encantado de hacer eso por ti y cualquier otra cosa que me pidas. Sólo tienes que decirlo. Pero quiero que tú hagas algo por mí.
—¿Qué?
—Me gustaría que hablaras con alguien de lo que pasó.
Julia bajó la vista.
—Ya lo hablo contigo.
—Me quedaría más tranquilo si lo hicieras con alguien que no sea un asno. Encontrar a un médico que te haga desaparecer la cicatriz de la piel es fácil. Son las cicatrices que no se ven las que más cuesta de tratar. Es importante que lo entiendas. No quiero que luego te lleves una decepción.
—No te preocupes, lo entiendo. Y deja de llamarte esas cosas. No me gusta.
Él asintió con la cabeza.
—Creo que te iría bien poder hablar con alguien. Sobre tus padres, sobre él y sobre mí. —La miró con solemnidad—. Soy un hombre complicado. Creo que sería bueno para ti tener a alguien con quien hablar.
Julia cerró los ojos.
—Lo haré, pero sólo si tú me prometes que harás lo mismo.
Gabriel se puso tenso.
Ella abrió los ojos y empezó a hablar rápidamente.
—Sé que no te apetece y, créeme, lo entiendo. Pero si yo voy, tú también tienes que ir. Ayer noche te enfadaste demasiado. Y aunque sé que no estabas enfadado conmigo, fui yo quien acabó pagándolo.
—Intenté compensártelo luego —dijo él, apretando los dientes.
—Y lo lograste. —Julia le acarició la mandíbula, tratando de que se relajara—. Pero me preocupa que te alteres tanto porque un extraño se haya tomado algunas mínimas libertades no deseadas. Igual que me preocupa que pienses que el sexo pueda ser un remedio para la ira. Y que pienses que marcarme como tuya pueda ser una buena idea.
Gabriel la miró sorprendido. La idea ni siquiera se le había pasado por la cabeza.
—Yo nunca te haría daño. —Le apretó la mano.
—Lo sé.
Parecía disgustado y asustado. Ni siquiera cuando Julia le acarició la cabeza, el pánico desapareció completamente de sus ojos.
—Menuda pareja hacemos. Estamos cargados de cicatrices, historias y problemas. Supongo que el nuestro es un romance trágico —comentó ella sonriendo, tratando de quitarle hierro al asunto.
—La única tragedia sería perderte —replicó Gabriel, con un suave beso.
—Sólo me perderás si dejas de amarme.
—Soy un hombre afortunado entonces. Podré estar contigo hasta el fin de mis días.
Volvió a besarla y la rodeó con los brazos. Luego dijo:
—En rehabilitación hice terapia. Y, cuando salí, seguí yendo un año más o
38
menos al psiquiatra, además de a las reuniones de los grupos de ayuda. Sé de qué va la historia.
Julia frunció el cejo.
—Pero ahora no vas a ninguna parte. Y sigues bebiendo. No te he dicho nada hasta ahora, pero me parece un problema muy serio.
—Era adicto a la cocaína, pero no alcohólico.
Ella lo miró a los ojos. Era como si hubiera llegado al extremo de un antiguo mapa medieval, de esos que tenían escritas en el borde las palabras «Más allá hay monstruos».
—Ambos sabemos que Narcóticos Anónimos recomienda a los adictos no beber alcohol. —Julia suspiró—. Yo trataré de ayudarte, pero hay cosas que me superan. Además, por mucho que me guste el sexo contigo, no quiero convertirme en tu próxima droga. Yo no soy la solución para todo.
—¿Es eso lo que piensas? ¿Que uso el sexo para arreglar las cosas? —La mirada de Gabriel era tan honesta que Julia se guardó el sarcasmo.
—Creo que llevas muchos años haciéndolo. Me lo contaste, ¿no te acuerdas? Me dijiste que solías usar el sexo para combatir la soledad. O para castigarte.
Una sombra atravesó el rostro de él.
—Contigo es distinto.
—Pero cuando una persona está mal, recupera los viejos patrones de conducta. A mí también me pasa, pero mi manera de enfrentarme a los problemas es distinta. —Lo besó lentamente. Con suavidad, pero el tiempo suficiente para permitir que se calmara y le devolviera el beso.
Luego siguieron abrazados largo rato, hasta que Julia rompió el silencio.
—Tu conferencia de anoche me recordó una cosa. —Se sacó el móvil del bolso y buscó entre las fotografías hasta encontrar la que buscaba—. Mira.
Gabriel cogió el teléfono y miró la foto del exquisito cuadro. En él aparecía santa Francisca Romana con un niño pequeño, ayudada por la Virgen María, mientras un ángel los observaba.
—Es precioso —afirmó, devolviéndole el teléfono.
—Gabriel —insistió ella—. Míralo bien.
Al hacerlo, notó una sensación extraña.
—Siempre me ha encantado este cuadro —dijo Julia en voz baja—. Pensaba que era por las similitudes entre Gentileschi y Caravaggio, pero es más que eso. Santa Francisca perdió a varios de sus hijos por culpa de la peste. Se supone que este cuadro retrata una de las visiones que tuvo de esos niños.
Lo miró a los ojos para ver si entendía lo que intentaba decirle, pero él le devolvió una mirada de incomprensión.
—Cuando miro este cuadro, me acuerdo de tu bebé, de Maia. Grace la sostiene en brazos y los ángeles las rodean. —Señaló los personajes que aparecían en la pintura—. ¿Lo ves? El bebé está a salvo y es feliz. El paraíso es así. No tienes que preocuparte por ella.
Al volver a mirarlo a la cara, vio que Gabriel tenía lágrimas en los ojos. Su precioso rostro estaba contraído de dolor.
—Lo siento. Lo siento mucho. Trataba de consolarte —dijo ella y le rodeó el cuello con los brazos, apretando con fuerza.
Al cabo de unos momentos, Gabriel se secó los ojos y ocultó la cabeza en el pelo de Julia, agradecido y aliviado.
La tarde del día siguiente por fin dejó de llover, así que tomaron un taxi hasta el 39
piazzale Michelangelo, desde donde había una vista espléndida de la ciudad. Podían haber ido en autobús, como todo el mundo, pero Gabriel no era como todo el mundo. (Pocos especialistas en Dante lo son.)
—¿Qué te contaba Rachel en su correo? —le preguntó a Julia, admirando la cúpula cubierta de tejas del Duomo.
Ella se miró las uñas.
—Aaron y ella te mandan saludos. Quería saber si éramos felices.
Gabriel entornó los ojos.
—¿Eso es todo?
—Eh.... no.
—¿Qué pasa?
—Nada. —Julia se encogió de hombros—. Sólo que, al parecer, Scott tiene novia.
Gabriel se echó a reír.
—Bien hecho, Scott. ¿Algo más?
—¿Por qué lo preguntas?
Él ladeó la cabeza.
—Porque es obvio que me estás ocultando algo —respondió, acariciándole la cintura, arriba y abajo, en un lugar donde sabía que tenía cosquillas.
—Ah, no. En público no.
—Ah, sí. En público sí. —Gabriel intensificó su ataque.
Ella se echó a reír, tratando sin éxito de soltarse de él.
—Vamos, Julianne, cuéntamelo.
—Deja de hacerme cosquillas —le suplicó— y te lo contaré.
Gabriel se detuvo y ella respiró hondo.
—Quería saber si nos habíamos... bueno... acostado.
—¿Ah, sí? —Él sonrió—. ¿Y qué respondiste?
—La verdad.
Gabriel la miró fijamente.
—¿Algo más?
—Decía que esperaba que te estuvieras comportando y que yo fuera feliz. Y le respondí que sí. A ambas cosas.
Hizo una pausa, preguntándose si merecía la pena mencionar que había recibido también un correo de cierto joven granjero de Vermont.
—Pero hay algo más. Adelante —la animó él con una indulgente sonrisa.
—Paul también me escribió.
—¿Qué? —La sonrisa desapareció de repente del rostro de Gabriel—. ¿Cuándo?
—El día de la conferencia.
—¿Y por qué no has dicho nada hasta ahora?
—Porque sabía que te pondrías así. Sabía que te enfadarías y no quería que te alteraras antes de hablar en público.
—¿Qué quería?
—Me comentaba que habías aprobado la propuesta de trabajo de Christa.
—¿Y qué más?
—Me deseaba Feliz Navidad y decía que me enviaría un regalito a Selinsgrove.
A Gabriel se le dilataron las aletas de la nariz.
—¿Y a santo de qué te tiene que enviar nada?
—Porque es mi amigo. Supongo que será un frasco de sirope de arce, que estaré encantada de regalarle a mi padre. Paul sabe que tengo un novio que me hace muy feliz. Te reenviaré su correo electrónico si quieres. 40
—No será necesario —replicó él, con los dientes apretados.
Julia se cruzó de brazos.
—Cuando la profesora Dolor estaba cerca, bien que me animaste a acercarme a Paul.
—Las circunstancias eran distintas. Y no quiero hablar de ella nunca más.
—Es muy fácil para ti decir eso. Tú no te vas encontrando por ahí con personas con las que me he acostado...
Gabriel la fulminó con la mirada.
Julia se cubrió la boca con la mano.
—Lo siento. Eso ha sido innecesario.
—Además, como recordarás, yo sí me he encontrado con al menos una persona con la que has tenido una relación sexual.
Volviéndose, Gabriel se acercó al extremo del mirador. Julia le dio unos instantes para que se calmara y luego se acercó también. Cuando estuvo a su lado, enlazó el meñique con el suyo.
—Lo siento.
Gabriel guardó silencio.
—Gracias por rescatarme de Simon.
Él frunció el cejo y le espetó:
—Sabes que tengo un pasado. ¿Piensas sacarlo a relucir a cada momento?
Ella se miró los zapatos.
—No.
—Ese comentario no ha sido digno de ti.
—Lo siento.
Gabriel permaneció con la mirada fija en la ciudad a sus pies. Los tejados de tejas rojas brillaban al sol, mientras que la cúpula de Brunelleschi dominaba la escena.
Julia optó por cambiar de tema.
—Christa se comportó de un modo muy extraño durante tu último seminario. Parecía resentida. ¿Crees que sabe algo?
—Estaba enfadada porque había rechazado todos sus descarados intentos de seducción. Pero entregó la propuesta a tiempo. Y era aceptable.
—¿No... no te está chantajeando?
—No todas las mujeres de planeta son tus rivales, Julia —respondió él, soltándole el dedo bruscamente.
—Ese comentario no ha sido digno de ti.
Tras unos instantes, Gabriel se calmó. Ella lo notó por el modo en que se le hundieron los hombros.
—Perdóname.
—No perdamos el tiempo discutiendo, por favor.
—Estoy de acuerdo. Reconozco que no me gusta que Paul te escriba, pero supongo que podrías ser amiga de tipos mucho peores. —Gabriel sonaba aún más remilgado que de costumbre.
Julia sonrió y le dio un beso en la mejilla.
—Éste es el profesor Emerson que conozco y del que me enamoré.
Gabriel se sacó el móvil del bolsillo para hacerle una foto con la ciudad al fondo. Al ver que Julia reía y se divertía, siguió haciéndole fotos hasta que el sonido del teléfono los interrumpió. Las poco discretas campanadas del Big Ben no eran fáciles de ignorar.
Julia lo miró desafiante.
Con una mueca, Gabriel le atrapó la cara entre las manos y le dio un apasionado 41
beso. Tras separarle los labios con decisión, le deslizó la lengua en la boca.
Julia le devolvió el beso, abrazándolo por la cintura para acercarlo más a ella, mientras el Big Ben no dejaba de sonar.
—¿No vas a responder? —le preguntó, cuando pudo hablar.
—No. Ya te lo he dicho antes. No voy a hablar con Paulina.
Gabriel le dio un beso rápido.
—Me da pena.
—¿Por qué?
—Porque tuvo una vida contigo. Porque todavía te quiere, pero te perdió. Si yo te perdiera, estaría destrozada.
Él resopló con impaciencia.
—No vas a perderme. Deja de decir eso.
Julia sonrió débilmente.
—Gabriel, hay algo que debo decir.
Él dio un paso atrás para mirarla a los ojos.
—Ten en cuenta que te lo digo porque me preocupo por ti —añadió, mirándolo muy seria—. Es verdad que Paulina me da pena, pero es evidente que lleva años tratando de manipularte con lo que pasó, para mantenerte en su vida. Me pregunto si no se mete en tantos líos para que la rescates. Creo que ha llegado el momento de que establezca un vínculo emocional con otra persona. Con alguien de quien pueda enamorarse.
—Estoy de acuerdo —dijo él, tenso.
—¿Y si no puede ser feliz porque no te ha soltado? Tú rompiste la relación y me encontraste a mí. ¿No crees que si ella hace lo mismo será mucho más fácil que pueda ser feliz con otra persona?
Gabriel asintió y la besó en la frente, pero se negó a seguir hablando del tema.
El resto de su estancia en Florencia fue tan feliz que pareció más una luna de miel que unas vacaciones. Durante el día visitaban museos o iglesias y luego regresaban al hotel, donde pasaban horas haciendo el amor, a veces despacio, a veces con locura.
Cada noche, Gabriel elegía un restaurante distinto donde cenar. Después de la cena, volvían al hotel dando un paseo, deteniéndose en alguno de los puentes para besarse como adolescentes, bajo el frío cielo invernal.
En su última noche en Florencia, Gabriel llevó a Julia al Caffé Concerto, uno de sus restaurantes favoritos, situado en una de las orillas del Arno. Pasaron varias horas degustando el menú, que consistía en numerosos platos. Mientras tanto, hablaban de las vacaciones y de su floreciente vida sexual. Ambos reconocieron que aquella semana había supuesto una especie de despertar sexual para ambos. Para Julia había sido una introducción en los misterios de eros. Para Gabriel, un acceso a la realidad de los cuatro tipos de amor unidos.
En un momento de la conversación, él le confesó la sorpresa que había estado guardando: había reservado una casa en la región de Umbría para su segunda semana de vacaciones. Le prometió que irían a Roma y Venecia en otro viaje, probablemente el verano después de visitar Oxford.
Tras la cena, Gabriel la llevó bajo el Duomo una vez más.
—Tengo que besarte —susurró, pegándola a su cuerpo.
Julia estaba a punto de responderle, pidiéndole que la llevara al hotel y la marcara de un modo más profundo, cuando una voz la interrumpió:
—¡Preciosa señora! —dijo una voz en italiano desde los escalones de la catedral—. Una limosna para un anciano.
42
Sin pensar, Julia se apartó para ver quién hablaba. El hombre siguió pidiéndole dinero para comprarse algo de comer.
Gabriel la agarró del brazo cuando vio que ella se acercaba a los escalones.
—Vámonos, amor.
—Pero hace frío. Y tiene hambre.
—La policía no tardará en llevárselo. No les gusta que haya pedigüeños en el centro de la ciudad.
—La gente tiene derecho a refugiarse en los escalones de las iglesias. Es su derecho a santuario —murmuró.
—El concepto medieval de santuario ya no existe. Los gobiernos occidentales lo abolieron, Inglaterra antes que nadie, en el siglo diecisiete —explicó y refunfuñó al ver que ella abría el bolso y le daba al hombre un billete de veinte euros.
—¿Tanto? —Frunció el cejo.
—Es todo lo que tengo. Y mira, Gabriel —añadió, señalando las muletas.
—Buen truco.
Julia lo miró decepcionada.
—Sé lo que es pasar hambre.
Dio un paso en dirección al mendigo, pero Gabriel la detuvo.
—Se gastará el dinero en vino o en drogas. No lo ayudarás dándole ese dinero.
—Incluso un drogadicto merece un poco de amabilidad.
Él se encogió.
Mirando hacia el hombre, Julia añadió:
—San Francisco de Asís era caritativo con todos por igual. Su caridad no era condicional. Daba a todos los que pedían.
Gabriel puso los ojos en blanco. No tenía ninguna posibilidad de ganar una discusión con ella si invocaba a san Francisco. Nadie podía oponerse a ese tipo de argumentos.
—Si le doy algo, sabrá que alguien se ha preocupado por él. Y haga lo que haga con el dinero, eso es bueno. No me prives de esta oportunidad de dar.
Trató de rodear a Gabriel una vez más, pero él se lo impidió de nuevo. Le arrebató el billete de la mano, añadió algo más de su bolsillo y se lo alargó todo al mendigo.
Los dos hombres intercambiaron unas cuantas palabras en italiano. El pobre le lanzó besos a Julia y trató de darle la mano a Gabriel, pero éste no la aceptó.
Cogiéndola a ella del brazo, la apartó de allí.
—¿Qué te ha dicho?
—Le ha dado las gracias al ángel por su misericordia.
Julia se detuvo y lo besó entre los ojos hasta que él dejó de fruncir el cejo y sonrió.
—Gracias.
—Yo no soy el ángel al que se refería —gruñó Gabriel, besándola


Volver a Capítulos

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ir a todos los Libros