Volver a Capítulos
Volver a Capítulos
38
El padre de
Julia insistió en asistir a la graduación y se negó a permitir que Paul la
ayudara con la mudanza a Cambridge en su lugar. Pagó el depósito y el alquiler
de la habitación de Julia y voló a Toronto para asistir a la graduación de su
única hija el 11 de junio.
Con un
sencillo vestido negro y unos bonitos zapatos, Julia dejó a Paul y a su padre
en los escalones del salón de actos y ocupó su lugar en la cola, con los demás
estudiantes graduados.
A Tom le gustó
Paul. Le gustó mucho.
Era un chico
directo y sincero, que estrechaba la mano con fuerza. Cuando hablaba con él, lo
miraba a los ojos. Paul se ofreció a ayudar con la mudanza, cediéndoles una
habitación en su granja de Burlington. Cuando Tom le dijo que podían hacerlo
solos, él insistió.
Durante la
cena con Julia, la noche antes de la graduación, Tom había dejado caer alguna
insinuación sobre Paul, pero ella había fingido no entender a qué se refería.
Mientras los
estudiantes entraban en fila en el salón, Julia no pudo evitar recorrer la sala
con la vista, buscando a Gabriel. Con tanta gente, habría sido casi imposible
verlo aunque hubiera ido. Sin embargo, al localizar el espacio reservado para
el departamento, distinguió fácilmente a Katherine Picton, vestida con su toga
de Oxford. Si los profesores estaban colocados alfabéticamente, como parecía,
Julia pensó entonces que no le habría costado localizar a Gabriel, ataviado con
su toga carmesí de Harvard. Pero él no estaba allí.
Cuando alguien
pronunció el nombre de Julia, Katherine subió al estrado, con lentitud pero con
seguridad, y le puso la toga de magister antes de estrecharle la mano
formalmente. Tras desearle mucha suerte en Harvard, le entregó el diploma.
Esa noche,
después de ir a cenar a un asador con Paul y su padre para celebrarlo, Julia
vio que tenía un mensaje de Rachel en el buzón de voz.
«¡Felicidades,
Julia! Todos te mandamos recuerdos. Tenemos regalos para ti. Gracias por darme
tu nueva dirección en Cambridge. Cuando estés instalada, te lo enviaré todo por
correo. También el vestido de dama de honor.
»Papá te ha
sacado billete de Boston a Filadelfia para el veintiuno de agosto. Espero que
te vaya bien. Él quería pagarlo y como sabía que querías venir con tiempo...
»Seguimos sin
tener noticias de Gabriel. Espero que haya ido a la graduación, pero, si no,
espero que durante la boda podáis aclarar las cosas. Espero que venga a mi
boda. Se supone que tiene que ser uno de los padrinos, ¡y ni siquiera tengo sus
medidas para encargarle el esmoquin!»
202
39
Cierto
especialista en Dante de ojos azules leía Miércoles de ceniza, el poema
de T. S. Eliot, antes de rezar sus oraciones vespertinas. Estaba solo, pero al
mismo tiempo no lo estaba.
Mirando la
fotografía que tenía en la mesilla de noche, pensó en su graduación. Qué bonita
y orgullosa debía de estar con su toga de graduada. Suspirando, cerró el libro
de poesía y apagó la luz.
En la
oscuridad de su vieja habitación, en la antigua casa de sus padres adoptivos,
pensó en las semanas pasadas. Después de Italia, había viajado a Boston y luego
a Minnesota. Les había prometido a los hermanos franciscanos que volvería,
porque éstos —que eran unos hombres sabios— le habían dicho que valoraban más
su presencia que sus aportaciones económicas. Con ese agradable pensamiento en
mente, cerró los ojos.
—Gabriel, es
hora de levantarse.
Gruñó y se dio
la vuelta, esperando que la voz lo dejara tranquilo. Dormir le daba paz. Lo
necesitaba.
—Vamos, sé que
estás despierto. —La voz se echó a reír suavemente y sintió que la cama se
hundía a la altura de sus caderas.
Al abrir los
ojos, vio a Grace, su madre adoptiva, sentada a su lado.
—¿Ya es hora
de ir al colegio? —preguntó él, frotándose los ojos.
Ella se echó a
reír una vez más. El sonido era ligero, parecido a música.
—Ya eres un
poco mayorcito para ir al colegio. Como alumno al menos.
Gabriel miró a
su alrededor, confuso, y se sentó de golpe.
Grace le
sonrió con calidez y le tendió la mano. Gabriel disfrutó de la sensación de su
mano suave antes de apretársela.
—¿Qué pasa?
—Ella lo miró con amabilidad, pero al mismo con curiosidad, mientras él le
sostenía la mano entre las suyas.
—No pude
despedirme. No pude decirte... —se interrumpió y respiró hondo— que te quiero.
—Una madre
sabe estas cosas, Gabriel. Siempre lo he sabido.
Él sintió una
gran emoción cuando la abrazó.
—No sabía que
estabas enferma. Rachel me dijo que estabas mejor. Debí haber estado a tu lado.
Grace le dio
unas palmaditas en la espalda.
—Quiero que
dejes de culparte por todo. Tomaste la decisión más adecuada con la información
de la que disponías en ese momento. Nadie espera que seas omnisciente. Ni
perfecto.
Se apartó un
poco para verle la cara.
—No deberías
exigírtelo. Quiero a todos mis hijos, pero tú fuiste el regalo que Dios me
envió. Siempre has sido especial.
Madre e hijo
vivieron un momento de comunión silenciosa. Luego, ella se levantó, alisándose
el vestido.
—Hay alguien a
quien me gustaría que conocieras.
Gabriel se
secó los ojos, se destapó y se levantó. Llevaba unos pantalones de pijama de
franela, pero iba desnudo de cintura para arriba. Mientras trataba de peinarse
203
con los dedos, Grace hizo entrar a una joven a la habitación.
Gabriel se la
quedó mirando.
Se notaba que
era una mujer joven, aunque parecía no tener edad. Era alta y esbelta, de pelo
largo y rubio, y piel muy blanca. Sus ojos le resultaban familiares. Eran unos
preciosos ojos azules como los zafiros y le sonreían con amabilidad, igual que
sus labios rosados.
Gabriel miró a
Grace con la cabeza ladeada.
—Os dejaré
solos para que podáis hablar —dijo ésta, antes de desaparecer.
—Soy Gabriel
—se presentó él, tendiéndole la mano educadamente.
Ella se la
estrechó, sonriendo feliz.
—Lo sé.
Su voz era
suave y muy dulce. A él le recordó a una campanilla.
—¿Y tú eres?
—Quería
conocerte. Grace me contó cómo eras de niño y me dijo que eres profesor. A mí
también me gusta Dante. Es muy divertido.
Gabriel
asintió, sin comprender.
La joven le
dirigió una mirada melancólica.
—¿Podrías
hablarme de ella?
—¿De quién?
—De Paulina.
Él se puso
tenso y la miró con desconfianza.
—¿Por qué?
—Porque no la
conozco.
Gabriel se
frotó los ojos con el dorso de la mano.
—Ha ido a ver
a su familia a Minnesota, para tratar de hacer las paces con ellos.
—Lo sé. Se
siente feliz.
—Entonces,
¿por qué me preguntas a mí?
—Quiero saber
cómo es.
Él reflexionó
un momento antes de empezar a hablar.
—Es atractiva
e inteligente. También muy tozuda. Habla varios idiomas y cocina muy bien. —Se
echó a reír antes de continuar—. Pero no tiene talento para la música. No es
capaz de afinar ni una sola nota.
—Eso he oído.
—La joven lo miró con curiosidad—. ¿La querías?
Él apartó la
vista.
—Creo que la
quiero ahora, a mi manera. Cuando nos conocimos, en Oxford, éramos amigos.
La joven
asintió y se volvió un momento hacia el pasillo, como si alguien la hubiera
llamado.
—Me alegro de
haberte conocido. Antes era imposible, pero nos volveremos a ver. —Y, con una
sonrisa, se volvió para marcharse.
Gabriel la
siguió.
—¿Cómo has
dicho que te llamas?
Ella lo miró
expectante.
—¿No me
reconoces?
—No, lo
siento. Aunque tus ojos me resultan muy familiares.
La joven se
echó a reír y él sonrió, porque su risa era contagiosa.
—¿Cómo no te
van a resultar familiares? Son tus ojos.
La sonrisa se
borró de la cara de Gabriel.
—¿Aún no me
reconoces?
Él negó con la
cabeza.
204
—Soy Maia.
Se quedó
paralizado e, instantes después, su cara mostró todo un abanico de emociones,
como nubes flotando en el cielo en un día de verano.
Ella se
inclinó hacia el tatuaje que tenía en el pecho y le dijo con un susurro
cómplice:
—No tenías por
qué hacer eso. Sé que me querías. Soy feliz aquí. Todo está lleno de luz, amor
y esperanza. Y todo es precioso.
Poniéndose de
puntillas, le dio un beso en la mejilla antes de desaparecer en el pasillo.
205
40
Tom se plantó
frente a la puerta de Julia el día después de su graduación, llevando una
camiseta gris con la palabra «Harvard» grabada en el pecho.
—¿Papá?
—Estoy tan
orgulloso de ti... —afirmó con voz ronca, antes de darle un abrazo.
Padre e hija
disfrutaron de un instante de tranquilidad antes de que alguien subiera los
escalones a su espalda.
—Ah, buenos
días. He traído el desayuno. —Paul llevaba una bandeja con tres cafés con leche
y donuts. Parecía algo incómodo por haber interrumpido un momento de intimidad
familiar, pero cuando Tom lo recibió con un apretón de manos y Julia con un
abrazo, se relajó.
Tras desayunar
en la mesita plegable, los dos hombres empezaron a planificar la mejor manera
de embalarlo todo para el traslado. Por suerte, Paul había convencido a Sarah,
la persona que le subarrendaba el apartamento a Julia, para que ésta pudiera
instalarse en el piso el 15 de junio.
—Katherine
Picton me invitó a comer hoy, pero no es necesario que vaya —comentó Julia de
pasada.
No quería
dejar a su padre y a su amigo trabajando, mientras ella iba de visita.
—No tienes
muchas cosas, Jules —dijo Tom, mirando a su alrededor—. Mientras tú recoges la
ropa, nosotros nos ocuparemos de los libros. Estoy seguro de que a la hora de
comer ya habremos terminado o poco nos faltará. —Con una sonrisa, le revolvió
el pelo antes de irse hacia el pequeño baño.
—No tienes por
qué ocuparte de esto —replicó Julia al quedarse a solas con Paul—. Papá y yo
podemos hacerlo solos.
Él frunció el
cejo.
—¿Cuándo vas a
aceptar que estoy aquí porque me apetece? Yo no soy de los que se marchan,
Julia. No cuando hay una razón tan buena para quedarse.
Ella se tensó,
incómoda, y clavó la vista en el café con leche.
—Si la
profesora Picton te ha invitado a comer, será que quiere decirte algo. Será
mejor que vayas. —Le apretó la mano—. Tu padre y yo nos encargaremos de todo.
Julia soltó el
aire lentamente y sonrió agradecida.
Había unos
cuantos objetos personales que a Julia no le apetecía que vieran ni su padre ni
Paul, así que los guardó en su mochila L. L. Bean. Aunque no eran los típicos
objetos que una joven desea mantener lejos de la vista de su padre. Se trataba
de un diario, unos pendientes de brillantes y algunas cosas relacionadas con
sus sesiones de terapia.
Nicole estaba
encantada por la mejoría de Julia. Durante la última sesión, le había dado el
nombre de otra terapeuta de cerca de Harvard. Nicole no sólo la había ayudado a
soportar un duro golpe, sino que ahora la dejaba en buenas manos para seguir el
viaje.
Julia se puso
un vestido sencillo pero bonito y unas sandalias bajas para ir a casa de la
profesora Picton, pensando que la ocasión merecía algo mejor que unos vaqueros.
Llevaba la mochila al hombro y en las manos una lata de lo que le habían
asegurado que era un buen té Darjeeling.
El té y ella
fueron recibidos con la contención propia de la profesora Picton, que
206
la hizo pasar inmediatamente al comedor. El almuerzo, a base
de ensalada de gambas, sopa fría de pepino y un vino sauvignon blanco, fue muy
agradable.
—¿Cómo van las
lecturas? —preguntó Katherine, mirándola por encima del plato de sopa.
—Despacio pero
segura. Voy a leer todo lo que usted me sugirió, pero acabo de empezar.
—La profesora
Marinelli ya está deseando conocerte. Estaría bien que fueras a presentarte
cuando llegues a Cambridge.
—Lo haré.
Muchas gracias.
—Sería muy
beneficioso para ti que establecieras relación con el resto de los
especialistas en Dante de la zona, especialmente los de la Universidad de
Boston. —Katherine sonrió enigmáticamente—. Pero estoy segura de que acabarás
conociéndolos a todos, aunque no quieras. Si ves que no te los presentan,
prométeme que te dejarás caer por el Departamento de Estudios en Lenguas
Romances de esa universidad antes de setiembre.
—Lo haré,
muchas gracias. No sé qué habría hecho... —Emocionada, Julia no pudo seguir
hablando.
La profesora
la sorprendió consolándola con unas palmaditas en la mano. El gesto fue torpe,
como si la distinguida solterona estuviera acariciando la cabeza de un niño
lloroso, pero no sin sentimiento.
—Te has
graduado con honores. Tu proyecto es sólido y puede ser una buena base para tu
tesis. Seguiré tu carrera con interés. Creo que serás muy feliz en Cambridge.
—Gracias.
Cuando llegó
el momento de despedirse, Julia alargó la mano, pero Katherine volvió a
sorprenderla al darle un abrazo contenido pero cálido.
—Has sido una
buena alumna. Ahora, ve a Harvard y haz que me sienta orgullosa de ti. Y
mándame un correo electrónico de vez en cuando contándome cómo te van las
cosas. —Separándose un poco de ella para mirarla a la cara, añadió—: Es posible
que dé una conferencia en Boston en otoño. Espero que nos veamos allí.
Ella asintió.
Mientras
caminaba hacia su pequeño apartamento de Madison Avenue, iba mirando
maravillada el regalo que le había hecho la profesora Picton. Era una rara
edición, antigua y gastada, de La Vita Nuova de Dante, que había pertenecido
a Dorothy L. Sayers, que había sido amiga del director de tesis de Katherine en
Oxford. En los márgenes había anotaciones de puño y letra de Sayers. Julia lo
conservaría siempre. Sería su tesoro.
No importaba
el daño que Gabriel le había causado. Al convencer a Katherine Picton para que
fuera su directora de proyecto le había hecho un favor tan grande que no podría
devolvérselo nunca.
«El amor es
tener un gesto amable con alguien sin esperar recibir nada a cambio», pensó.
A la mañana
siguiente, Julia, Tom y Paul lo cargaron todo en la camioneta que habían
alquilado y condujeron ocho horas hasta llegar a la granja Norris, que se
encontraba a las afueras de Burlington, en Vermont. Los Mitchell fueron tan
bien recibidos que se dejaron tentar para pasar unos cuantos días allí. Ted
Norris, el padre de Paul, convenció a Tom para que fuesen juntos de pesca.
Julia dudaba
que cualquier otro argumento hubiera conseguido alterar el rígido programa de
su padre, pero eso fue antes de probar la comida que preparaba Louise. La
207
madre de Paul era una cocinera extraordinaria. Lo hacía todo
ella, incluso los donuts.
El 15 de
junio, la noche antes de que los Mitchell y Paul siguieran su viaje hacia
Cambridge, Paul estaba en la cama, pero no podía dormir. Su padre lo había ido
a buscar pasada la medianoche a causa de una emergencia bovina. Cuando
finalmente pudo volver a acostarse, estaba demasiado agitado para conciliar el
sueño.
En su mente
compartían espacio dos mujeres. Allison, su ex novia, estaba de visita en la
granja cuando él llegó con los Mitchell. No era de extrañar, ya que seguían
siendo amigos, pero Paul sabía que, al menos en parte, Allison había ido para
echarle un vistazo a su rival. Él le había hablado de Julia en Navidad, así que
conocía su existencia y el papel que jugaba en su vida. Allison sabía que Julia
le despertaba unos sentimientos que, al menos en Navidad, no eran
correspondidos.
Por suerte,
fue amable con Julia y ésta estuvo, como siempre, tímida pero encantadora. Paul
se había sentido bastante incómodo mientras su pasado y su posible futuro
charlaban delante de él.
Cuando Allison
lo llamó más tarde por teléfono para decirle que Julia era encantadora, no
había sabido qué responder. Por supuesto, seguía sintiendo algo por Allison. Eran
amigos desde mucho antes de empezar a salir. La quería, pero ella había roto la
relación, él había seguido adelante con su vida y había conocido a Julia. ¿Por
qué tenía que sentirse culpable?
Mientras Paul
se planteaba su compleja (aunque al mismo tiempo inexistente) vida amorosa,
Julia luchaba contra el insomnio. Cuando se hartó de dar vueltas en la cama,
decidió bajar a hurtadillas a la cocina por un vaso de leche.
Y allí se
encontró a Paul, sentado a la mesa, tomando una generosa ración de helado.
—Hola —la
saludó él, mirándola discretamente pero con admiración.
Julia se le
acercó, vestida con una vieja camiseta del instituto de Selinsgrove y unos
shorts con «St. Joe’s» cosido descaradamente en el culo.
(A los ojos de
Paul, era Helena de Troya con ropa de deporte.)
—¿Tú tampoco
puedes dormir? —le preguntó Julia, acercando una silla para sentarse a su lado.
—Papá tenía un
problema con una de las vacas. ¿Un poco de Heath Bar Crunch? —preguntó él,
ofreciéndole una cucharada grande de helado Ben & Jerry’s.
Ella no se
pudo negar. Era su sabor favorito. Con cuidado, cogió la cuchara y se la metió
en la boca.
—Hum —gimió,
con los ojos cerrados. Al acabar, le devolvió la cuchara a Paul, resistiendo el
impulso de lamerla.
Él la dejó en
el tazón y se levantó. Julia parpadeó y se echó hacia atrás en la silla.
—Julia
—susurró Paul, tirando de sus brazos para que se levantara. Le echó el pelo
hacia atrás, fijándose en que ella no hacía ningún gesto de rechazo. Estaban
muy cerca, casi rozándose. Él le dedicó una ardiente mirada—. No quiero que nos
despidamos.
La sonrisa de
Julia fue un poco forzada.
—No tenemos
que hacerlo. Seguiremos en contacto por teléfono y correos electrónicos. Y nos
podemos ver siempre que vayas a Boston.
—Creo que no
me has entendido.
Ella se liberó
de sus manos y dio un paso atrás.
—Es por
Allison, ¿verdad? No quiero crear problemas entre vosotros. Papá y yo nos las
apañaremos perfectamente solos.
Julia esperó
su respuesta, pero en vez de aliviado, Paul cada vez parecía más
208
preocupado.
—Allison no
tiene nada que ver en esto.
—¿No?
—¿De verdad
tienes que hacerme esa pregunta? —Dio un paso hacia ella—. ¿De verdad no lo
sabes?
Julia apartó
la vista.
—Paul, yo...
—Deja que
termine de hablar —la interrumpió—. Por una vez, deja que te diga lo que
siento. —Respiró hondo y esperó a que volviera a mirarlo a los ojos antes de
continuar—: Estoy enamorado de ti. No quiero separarme de ti porque te quiero.
La idea de tener que dejarte en Cambridge me está matando.
Ella inspiró
lentamente y empezó a negar con la cabeza.
—Déjame
terminar, por favor. Sé que tú no estás enamorada de mí. Sé que es demasiado
pronto, pero ¿crees que podrías..., algún día... en el futuro...?
Julia cerró
los ojos. Un futuro que nunca había considerado se abrió ante ella. Era una
auténtica encrucijada de posibilidades. Se planteó cómo sería compartir la vida
con Paul. Que fuera él el hombre que la besara, que la abrazara; el hombre que
la llevara a la cama y le hiciera el amor, con dulzura y delicadeza. No le
cabía ninguna duda de que Paul sería muy dulce.
Querría que se
casaran, por supuesto, y que tuvieran hijos. Pero se sentiría orgulloso de su
carrera académica y la apoyaría en todo momento.
Se sorprendió
al darse cuenta de que las imágenes no le resultaban desagradables. Era un buen
futuro. Tendría una vida satisfactoria junto a un hombre decente, que nunca
movería un dedo para perjudicarla. Podría tener una buena vida a su lado.
Cuando abrió
los ojos, Paul le levantó la barbilla.
—No habrá
dramas, ni peleas, ni antiguas novias como la profesora Dolor. Te trataré con
respeto y nunca, nunca te abandonaré.
»Elígeme
—susurró, mirándola con sentimiento—. Elígeme y te daré una vida feliz. Nunca
más tendrás que irte a dormir llorando.
Al oírlo, Julia
no pudo controlar las lágrimas. Sabía que le estaba diciendo la verdad, pero
reconocer esa verdad y desearla eran cosas muy distintas.
—No soy como
él. No soy como una hoguera que lo quema todo y luego se apaga. Soy constante.
Me he contenido porque sabía que necesitabas un amigo, pero por una vez quiero
decirte lo que siento en realidad.
Tomando su
silencio como prueba de aceptación, la abrazó. Inclinándose sobre ella, unió
sus labios a los suyos y expresó toda su pasión en un beso.
La boca de Paul
era cálida y acogedora y lo que empezó como un beso suave, en seguida se cargó
de deseo.
Tras un
instante de vacilación, ella se abrió a él. La lengua de Paul aprovechó la duda
para penetrar en su boca, mientras le sujetaba la cabeza con ambas manos. Pero
Julia no se sintió amenazada en ningún momento. En los gestos de él no había
ningún intento de dominación, no había nada grosero ni abrumador.
La besó sin
perder el control en ningún momento. Después, lentamente, se separó y le dio un
suave beso en los labios antes de susurrarle al oído:
—Te quiero,
Julia. Di que serás mía y no te arrepentirás.
Ella lo abrazó
con más fuerza, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas.
209
41
A la mañana
siguiente, Louise Norris miraba con preocupación a su hijo y a la joven a la
que amaba. Su marido, Ted, trataba de animar la conversación hablando sobre la
vaca enferma a la que habían tenido que atender la noche anterior. Mientras,
Tom trataba de meterse en la boca un donuts casero sin parecer un bárbaro, pero
fracasó.
Después del
desayuno, la cocina se vació como si fuera un galeón lleno de ratas que acabara
de llegar a puerto. Paul y Julia se quedaron solos, sentados el uno frente al
otro, removiéndose incómodos en su asiento, con la vista clavada en sus
respectivos cafés con leche.
Ella rompió el
silencio.
—Lo siento
mucho.
—Yo también.
Mordisqueándose
el labio inferior, Julia alzó la vista, preguntándose si Paul estaría enfadado
o resentido. O ambas cosas.
Pero no
parecía que sintiera nada de eso. Sus ojos oscuros, aunque la miraban
derrotados, seguían brillando con amabilidad.
—Tenía que
intentarlo. No quería esperar a que hubieras encontrado a otra persona. Pero no
volveré a sacar el tema. —Se encogió de hombros y frunció los labios,
resignado—. No te preocupes. No volveré a ponerte en un compromiso.
Echándose
hacia adelante en la mesa, Julia le apretó la mano.
—No me pusiste
en un compromiso. Y sé que tendríamos una buena vida juntos. Yo también te
aprecio, pero te mereces algo más. Te mereces compartir la vida con alguien que
te corresponda.
Soltándose de
ella, Paul salió de la cocina.
—¿Podrías
explicarme por qué está tan callado? —Tom se volvió hacia Julia, mientras
esperaban a que Paul saliera del lavabo en una estación de servicio de New
Hampshire.
—Quiere más de
lo que puedo darle.
Su padre
entornó los ojos, mirando al horizonte.
—Parece un
buen hombre y viene de una buena familia. ¿Qué problema hay? ¿Tienes algo
contra las vacas?
Estaba
tratando de hacerla reír, pero al ver que sus palabras tenían el efecto
contrario, alzó las manos en señal de rendición.
—No me hagas
caso, soy un idiota. También pensaba que el hijo del senador era un buen
partido, así que ya ves. Mejor me muerdo la lengua.
Antes de que
Julia pudiera tranquilizarlo, Paul volvió del baño, poniendo fin a la
conversación corazón a corazón entre padre e hija.
Dos días más
tarde, Julia estaba ante la puerta de su nueva casa, despidiéndose de Paul y
sintiéndose mucho peor que cuando lo había rechazado en la cocina de sus
padres. En ningún momento él se había mostrado frío, maleducado ni rencoroso. Y
no había retirado su oferta de acompañarlos a Cambridge para ayudarla con la
mudanza.
Incluso le
había conseguido una entrevista de trabajo en el moderno café que había
enfrente de su casa. La anterior ocupante del apartamento acababa de dejar su
trabajo allí y Paul le propuso al dueño que contratara a Julia, consciente de
que ella
210
necesitaba el dinero.
Esos dos días
había dormido en el suelo del apartamento sin protestar. Paul se había portado
de un modo tan intachable que Julia se sentía peor que nunca. ¿Estaba tomando
la decisión correcta?
Sabía que
elegirlo a él era apostar a caballo ganador. La vida a su lado sería fácil,
segura. El corazón se le curaría y no volvería a sufrir más heridas. Pero si se
quedaba con Paul se estaría conformando sólo con tener una buena vida, no una
vida excepcional. Pero incluso si nunca lograba una vida excepcional, prefería
que su existencia fuera como la de Katherine Picton y no como la de su madre.
Al casarse con
un buen hombre sin estar apasionadamente enamorada de él, lo estaría estafando
y se estaría estafando a sí misma. Y no era tan egoísta.
—Adiós.
Paul la abrazó
con fuerza antes de soltarla y mirarla fijamente. Tal vez quería asegurarse de
que no hubiera cambiado de opinión.
—Adiós.
Gracias por todo. No sé qué habría hecho sin ti durante todos estos meses.
Él se encogió
de hombros.
—Para eso
están los amigos.
Entonces vio
que los ojos se le llenaban de lágrimas y la miró con preocupación.
—Seguimos
siendo amigos, ¿no?
—Por supuesto
—sollozó ella—. Has sido el mejor amigo posible y espero que continuemos
nuestra amistad, aunque... —Julia dejó la frase inacabada y él asintió, como si
le agradeciera que no la acabara.
Alargando una
mano vacilante, Paul le acarició la mejilla por última vez, antes de dirigirse
hacia el coche de su amigo Patrick, con quien iba a volver a Vermont.
Pero de
repente se detuvo, se volvió y se acercó a Julia, nervioso.
—No quería
sacar el tema delante de tu padre, por eso he esperado a que se marchara.
Aunque luego he dudado si contártelo o no... —Paul desvió la vista en dirección
a la calle Mount Auburn. Parecía estar luchando consigo mismo.
—¿Qué pasa?
Negando con la
cabeza, se volvió hacia ella.
—Ayer me llegó
un correo electrónico del profesor Martin.
Ella lo miró
sin comprender.
—Emerson ha
dejado la universidad.
—¿Qué? —Julia
se llevó las manos a las sienes, tratando de asimilar la magnitud de lo que
estaba oyendo—. ¿Cuándo?
—No lo sé. El
profesor Martin dice que Emerson se ha comprometido a seguir supervisando mi
tesis, pero a mí él no me ha dicho ni una palabra.
Al ver la
actitud preocupada de su amiga, le rodeó los hombros con un brazo.
—No quería
disgustarte, pero he pensado que deberías saberlo. El departamento ha empezado
a buscar sustituto. Sé que buscarán también en Harvard y que te habrías acabado
enterando de todos modos.
Ella asintió, ausente.
—¿Adónde irá?
—No tengo ni
idea. Martin no me dice nada. Creo que está enfadado con Emerson. Después de
todo el lío que montó el semestre pasado, ahora se marcha y los deja en la
estacada.
Julia lo
abrazó, aturdida, y entró en su nuevo apartamento para reflexionar. Esa noche
llamó a Rachel. Cuando le saltó el contestador, pensó en llamar a Richard, pero
no quiso preocuparlo. Y sabía que Scott no tendría más información.
211
A lo largo de los siguientes días, le dejó un par de mensajes
de voz a Rachel y esperó, pero su amiga no respondió.
Empezó a
trabajar como camarera en el café de Peet’s, situado en el edificio de tres
plantas que quedaba enfrente de su apartamento. Como su padre se había
encargado de pagar el alquiler y los gastos de la mudanza y además había
insistido en darle parte de los beneficios de la venta de la casa de
Selinsgrove, podía vivir sin lujos pero sin apuros hasta que recibiera la beca,
a finales de agosto.
Concertó una
cita con la terapeuta que le había recomendado Nicole y empezó a ir a ver a la
doctora Margaret Walters una vez a la semana. Cuando no estaba aprendiendo los
trucos del negocio del café ni encandilando a la clientela de su barrio de
Harvard Square, aprovechaba el tiempo para avanzar en su lista de lecturas.
Siguiendo el consejo de Katherine Picton, fue a presentarse a Greg Matthews, el
catedrático de su nuevo departamento.
El profesor
Matthews la recibió con amabilidad y pasaron casi una hora hablando del tema
que más les gustaba: Dante. Greg la informó de que la profesora Marinelli
llegaría de Oxford la semana siguiente y la invitó a la recepción que
celebrarían para darle la bienvenida. Julia aceptó encantada.
Al despedirse,
el profesor la acompañó hasta la cafetería de los alumnos graduados y le
presentó a unos cuantos de ellos, antes de marcharse.
Dos de los
estudiantes que conoció se mostraron educados pero no particularmente
cordiales. La tercera, Zsuzsa, una chica húngara, le dio la bienvenida
inmediatamente y la informó de que un grupo se reunían los miércoles en el
Grendel’s Den, un pub que estaba junto al Winthorp Park. Al parecer, el local
tenía un bonito patio y una carta de cervezas excepcional. Julia le prometió
que no se lo perdería y las dos jóvenes se dieron su dirección de correo
electrónico.
A pesar de su
timidez innata, de la que nunca acabaría de librarse del todo, Julia encajó
como un guante en Harvard. Conoció a un alumno llamado Ari, encargado de dar
información sobre el campus. Ari le enseñó dónde estaban los principales
edificios, como por ejemplo la biblioteca o la escuela de posgrado.
Se apuntó en
una lista para pedir el carnet de la biblioteca, aunque no podría hacer los
trámites hasta agosto.
De vez en
cuando, iba por la cafetería para ver a Zsuzsa. Y pasaba muchas horas en la
biblioteca, buscando y leyendo libros. Paseando por el barrio, descubrió una
tienda de comestibles, un banco y un restaurante tailandés cerca de su casa;
éste se convirtió en su nuevo restaurante favorito.
Cuando Rachel
le devolvió la llamada, el 26 de junio, Julia estaba ya totalmente instalada y
se sentía a gusto con su nueva vida. Era feliz. Casi.
Estaba
atendiendo a unos clientes cuando le sonó el teléfono, así que le pidió a un
compañero que siguiera con los clientes mientras ella salía a la calle a
hablar.
—Rachel. ¿Cómo
estás?
—Estamos bien.
Siento haber tardado tanto en responderte. Un hijo de puta me robó el móvil y
he tenido que comprarme otro. Luego tuve que ponerme al día con todos los
mensajes sobre la boda y...
Julia apretó
los dientes y esperó a que su amiga se interrumpiera para tomar aire y así
poder darle las noticias sobre su hermano. Sólo tuvo que esperar un poco.
—Gabriel ha
dejado el trabajo.
—¿Qué?
—exclamó Rachel casi gritando—. ¿Cómo lo sabes?
—Un amigo mío
era su auxiliar de investigación en Toronto.
—Eso lo
explica todo —dijo Rachel.
—Explica ¿el
qué?
212
—Gabriel ha vendido su piso. Le envió a papá un correo
electrónico avisándolo de que lo dejaba y diciéndole que estaba viviendo en
hoteles mientras encontraba una casa.
Julia se apoyó
en el viejo y retorcido roble que se alzaba junto a Peet’s.
—¿Dijo dónde
la estaba buscando?
—No. Sólo que
había contratado a una empresa de mudanzas para que recogiera todas sus cosas y
las guardara. Pero si ha dejado el trabajo...
—Está en pleno
proceso de búsqueda.
—Entonces
¡tienes que llamarlo! Es el momento perfecto.
Julia apretó
los dientes.
—No.
—¿Por qué no?
—Fue él quien
cortó conmigo, ¿te acuerdas? No seré yo quien trate de arreglar las cosas a
estas alturas. En caso de que se puedan arreglar, claro.
Rachel guardó
silencio unos instantes.
—No estoy
diciendo que te olvides de todo lo que ha ocurrido y hagas como si no hubiera
sucedido nada, Julia. Pero creo que deberíais hablar sobre lo que sucedió. Creo
que él tiene que saber cómo te sentiste y lo que pasó cuando se marchó. Y
francamente, creo que te debe una explicación. Después puedes mandarlo al
infierno, si eso es lo que quieres.
Julia cerró
los ojos mientras el corazón se le contraía de dolor. La mera idea de ver a
Gabriel y de escuchar sus razones le resultaba dolorosa.
—No estoy
segura de que mi corazón sobreviviera a sus explicaciones.
213
42
Julia se
enterró en sus libros durante los días siguientes, preparándose para su
entrevista con la profesora Marinelli. Ésta era la invitada de honor de la
fastuosa recepción en la que se conocieron, por lo que su primera toma de
contacto fue breve aunque muy cordial. La profesora Marinelli aún se estaba instalando,
pero reconoció el nombre de Julia gracias a la recomendación de la profesora
Picton y le propuso verse para tomar un café en julio.
Ella volvió a
casa envuelta en una nube de optimismo. Se sentía tan feliz que pensó que sería
un buen momento para acometer la misión que había estado evitando desde que
llegó: desembalar los libros y colocarlos en las estanterías de su pequeño
apartamento. Hasta esa noche, había estado sacando los que necesitaba de la
biblioteca, pero ver las cajas en el suelo la ponía nerviosa.
El proceso le
llevó más tiempo del que había supuesto. No había acabado de ordenar ni un
tercio de los volúmenes cuando sintió hambre, así que fue a su restaurante
tailandés a encargar comida para llevar.
Dos días más
tarde, el 30 de junio, había llegado por fin a la última caja. Tras una velada
muy agradable con Zsuzsa y otros estudiantes en el Grendel’s Den, volvió a casa
decidida a acabar de clasificar los libros.
Empezó a
colocarlos alfabéticamente, hasta que llegó al último libro de la última caja: El
matrimonio en la Edad Media: amor, sexo y lo sagrado, publicado por la
Oxford University Press. Frunciendo el cejo, lo miró por delante y por detrás.
Al cabo de unos minutos, recordó que Paul se lo había llevado a casa, diciendo
que lo había encontrado en su casillero del departamento.
«Un libro de
texto sobre historia medieval», había dicho.
Por
curiosidad, Julia lo hojeó y entre las páginas de la Tabla de Contenidos
encontró una tarjeta de visita. Era de Alan Mackenzie, representante de la
Oxford University Press en Toronto. En el dorso de la tarjeta, una nota
manuscrita decía que estaría encantado de ayudarla con sus libros de texto.
Julia estaba a
punto de cerrarlo y dejarlo en la estantería, cuando sus ojos tropezaron con
una de las lecturas referenciadas.
Las cartas
de Abelardo y Eloísa,
Carta VI.
Las palabras
de Gabriel resonaron en su mente:
«Lee mi sexta
carta, párrafo cuarto», le había susurrado.
Con el corazón
desbocado, pasó las páginas y descubrió sorprendida que un grabado y una
fotografía marcaban el punto donde se encontraba la sexta carta.
«Pero ¿adónde
me lleva mi vana imaginación? Ah, Eloísa, qué lejos estamos de la paz de
espíritu. Tu corazón arde con el fuego fatal que no puede extinguirse y el mío
está lleno de conflictos e inquietud. No creas, Eloísa, que estoy disfrutando
de la paz perfecta. Quiero abrirte mi corazón por última vez. No he logrado
olvidarme de ti. Aunque lucho contra la excesiva ternura que me inspiras, mis
esfuerzos son en vano, ya que soy consciente de tu dolor y querría compartirlo.
Tus cartas me conmueven. No puedo leer con indiferencia las letras que ha
escrito tu querida mano. Lloro y suspiro y apenas logro ocultar mi debilidad
ante mis alumnos. Ésta, infeliz Eloísa, es la miserable condición de Abelardo.
El mundo, que suele equivocarse en sus apreciaciones, cree que vivo en paz. Se
imagina que mi amor por ti buscaba sólo la gratificación de los sentidos y que
te he olvidado. ¡Cómo se equivocan!»
214
Julia tuvo que leer el párrafo unas cinco veces antes de que
el mensaje calara en su mente aturdida. Se fijó en el grabado. Era La
disputa por el alma de Guido de Montefeltro.
Le resultaba
familiar, pero no acababa de entender qué quería decirle Gabriel con esa
ilustración.
Abrió el
ordenador portátil para buscar información sobre ella, pero en seguida recordó
que no tenía acceso a Internet en el apartamento.
Cogió su
teléfono móvil, pero se había quedado sin batería y no se acordaba de dónde
había dejado el cargador. Volvió a abrir el libro y se fijó en la fotografía
que acompañaba la ilustración. Era una foto del huerto de manzanos de la casa
de los Clark. En el dorso había una nota manuscrita de Gabriel:
Para mi
amada.
Mi corazón
es tuyo, al igual que mi cuerpo.
Lo mismo
que mi alma.
Siempre te
seré fiel, Beatriz.
Quiero ser
el último.
Espérame...
Cuando se
recuperó de la impresión, sintió la necesidad irrefrenable de hablar con él. No
importaba que fuera casi medianoche ni que la calle Mount Auburn estuviera
completamente a oscuras. Ni siquiera le importaba que Peet’s llevara horas
cerrado. Cogió el portátil y salió a toda prisa del apartamento. Si se sentaba
junto a la puerta de la cafetería, probablemente pudiese conectarse y enviarle
un correo electrónico.
No tenía ni
idea de qué iba a decirle. En esos momentos, sólo podía correr.
El vecindario
estaba en silencio. A pesar de la suave llovizna vespertina, un grupito de
estudiantes recorría la calle de al lado charlando y riendo. Julia cruzó de
acera, salpicando con sus chancletas sobre el asfalto húmedo. Ignoró las gotas
de lluvia que empezaban a empaparle la camiseta. Ignoró los relámpagos y los
truenos que se acercaban por el este.
En el centro
de la calle se detuvo, asustada, porque acababa de ver una silueta escondida
detrás del roble que había junto al café. El siguiente relámpago le reveló que
la silueta pertenecía sin lugar a dudas a un hombre.
A oscuras y
medio oculto por el árbol, Julia no lo reconoció. Ni se le pasó por la cabeza
acercarse a un extraño, así que se quedó inmóvil, ladeando la cabeza y aguzando
la vista mientras trataba de identificarlo.
En respuesta a
su indecisión, él salió de su escondite y avanzó hasta quedar bajo la luz de la
farola más cercana. Un relámpago iluminó el cielo en ese momento y Julia pensó
que el hombre parecía un ángel.
«Gabriel.»
215
43
Gabriel vio el
dolor en sus ojos. Fue lo primero en lo que se fijó. Parecía más mayor. Pero su
belleza, que nacía de su bondad, era aún más arrebatadora que meses atrás.
De pie ante
Julia, se sintió abrumado por la intensidad de su amor por ella. Todas sus
preocupaciones se desvanecieron. Llevaba un rato tratando de encontrar el valor
necesario para llamar a su puerta y suplicarle que lo dejara entrar. Cuando
pensaba que no podía aguantar más, Julia había salido corriendo de la casa y se
había detenido en medio de la calle, como una cierva cegada por los faros de un
coche.
Gabriel
llevaba tiempo imaginándose cómo sería su reencuentro. Algunos días era lo
único que le permitía seguir adelante. Ella seguía inmóvil, sin acercarse. La
desesperación se apoderó de él. Varios desenlaces le cruzaron la mente, pero
ninguno era bueno.
«No me eches
de tu lado», le rogó en silencio. Pasándose la mano por el pelo, inquieto,
trató de apartarse de la cara los mechones mojados.
—Julianne. —No
pudo disimular el temblor en la voz. Lo estaba mirando como si hubiera visto un
fantasma.
Antes de poder
decir nada más, oyó un ruido que se acercaba. Al volverse en esa dirección, vio
que era un coche. Ella seguía petrificada en medio de la calle.
—¡Julia,
muévete! —le gritó, agitando los brazos.
Pero ella
ignoró su aviso y el coche pasó rozándola. Gabriel siguió corriendo hacia allá,
sin dejar de agitar los brazos.
—¡Julia, sal
de ahí ahora mismo!
Volver a Capítulos
No hay comentarios:
Publicar un comentario