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El éxtasis de Gabriel Cap.44 al 48

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44
Julia no se atrevía a abrir los ojos. Oía ruidos y su voz a lo lejos, pero no distinguía las palabras. La lluvia le mojaba las piernas y los brazos, pero tenía la cara protegida por un pecho fuerte y sólido, un pecho que pertenecía a un cuerpo que la rodeaba como una manta.
Abrió los ojos.
La atractiva cara de Gabriel estaba surcada por arrugas de preocupación, pero en sus ojos había un brillo de esperanza. Con el pulgar, le secó la mejilla, sin saber si la tenía mojada por las lágrimas o por la lluvia.
Durante unos instantes permanecieron mirándose en silencio.
—¿Estás bien? —susurró él finalmente.
Julia lo observaba muda, sin entender nada.
—No pretendía asustarte. He venido tan pronto como he podido.
Sus palabras atravesaron finalmente la confusión que se había apoderado de la mente de ella. Soltándose de su abrazo, le preguntó:
—¿Qué estás haciendo aquí?
Él frunció el cejo.
—¿No es obvio?
—No, al menos no para mí.
Gabriel suspiró, frustrado.
—Es uno de julio. He venido lo antes posible.
Julia negó con la cabeza y dio un paso atrás.
—¿Qué?
—Ojalá hubiera podido venir antes —insistió él, con una sonrisa.
La expresión desconfiada de ella lo decía todo. Los ojos entornados, los labios fruncidos, la mandíbula apretada.
—Sabías que había renunciado a mi plaza. Sin duda sabías que volvería.
Julia abrazó el portátil contra su pecho.
—¿Y por qué iba a saberlo?
Gabriel abrió mucho los ojos y, por un momento, no supo qué decir.
—¿Pensabas que no volvería aunque hubiera dejado el trabajo?
—Eso es lo que uno tiende a pensar cuando su amante se marcha de la ciudad sin ni siquiera una llamada de teléfono de despedida. Y también cuando éste le envía un correo electrónico impersonal, diciéndole que las cosas entre ellos han terminado.
El semblante de él se ensombreció.
—El sarcasmo no te sienta bien, Julianne.
—Y las mentiras no le sientan bien a usted, profesor.
Gabriel dio un paso hacia ella.
—Entonces, ¿hemos vuelto a la casilla de salida? ¿Volvemos a ser Julianne y el profesor?
—Según lo que contaste en la vista, las cosas nunca pasaron de ahí. Tú eras el profesor y yo la alumna. Tú me sedujiste y luego me abandonaste. Lo que no me dijeron los miembros del comité fue si habías disfrutado al hacerlo.
Él maldijo entre dientes.
—Te mandé mensajes, pero preferiste no hacerles caso.
—¿Qué mensajes? ¿Las llamadas que nunca hiciste? ¿Las cartas que nunca

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escribiste? Aparte de ese correo electrónico, no he sabido nada de ti desde que me llamaste Eloísa. Por no hablar de los mensajes que yo te dejé. ¿Los escuchaste antes de borrarlos o los borraste directamente? No te molestaste en responder, igual que no te molestaste en avisarme de que te marchabas de la ciudad. ¿Tienes idea de lo humillante que fue enterarme de que el hombre que en teoría estaba enamorado de mí había salido huyendo de Toronto para no verme?
Gabriel se llevó una mano a la frente para concentrarse.
—¿Qué me dices de la carta de Abelardo a Eloísa y de la fotografía del huerto? Dejé el libro en tu casillero personalmente.
—No tenía ni idea de que me lo hubieras enviado tú. Acabo de verlo hace unos minutos.
—Pero ¡te dije que leyeras la carta de Abelardo! —balbuceó, con una expresión horrorizada—. Te lo dije a la cara.
Julia sujetó el ordenador con más fuerza.
—No. Lo que dijiste fue «Lee mi sexta carta». Y lo hice. En ella me decías que me pusiera un jersey, que había refrescado. —Lo miró furiosa—. Y tenías razón. Todo se había enfriado.
—Pero te llamé Eloísa. ¿No era evidente?
—Oh, desde luego. Aplastantemente obvio —replicó ella—. Eloísa fue seducida y abandonada por su profesor. Me pareció cruel, pero muy esclarecedor.
—Pero el libro... —repitió, suplicándole con la mirada—. La foto...
—La he encontrado esta noche, mientras desembalaba los libros. —La expresión de Julia se suavizó al recordar la nota—. Hasta esta noche pensaba que te habías cansado de mí.
—Perdóname —se disculpó él. Sabía que esas palabras eran insuficientes e inadecuadas, pero le salían del corazón—. Yo... Julianne... necesito explicarte...
—Deberíamos entrar en casa —lo interrumpió ella, mirando hacia las ventanas de su apartamento.
Gabriel levantó el brazo para cogerle la mano, pero lo pensó mejor y lo dejó caer de nuevo.
Mientras subían la escalera, la tormenta se hizo más fuerte. Al entrar en el apartamento, se fue la luz.
—Me pregunto si será sólo aquí o en toda la calle.
Gabriel murmuró algo, sin saber cómo ayudar, mientras ella cruzaba el salón y abría las cortinas para que entrara algo de luz de fuera. Pero las farolas también se habían apagado.
—Si quieres, podemos ir a algún sitio donde haya luz —dijo él, apareciendo de repente a su lado y sobresaltándola—. Lo siento —se disculpó, sujetándola del brazo.
—Preferiría que nos quedáramos aquí.
Él resistió el impulso de insistir, sabiendo que no estaba en condiciones de imponer su opinión. Mirando a su alrededor, preguntó.
—¿Tienes una linterna? ¿O velas?
—Las dos cosas, creo.
Tras encontrar la linterna, Julia le dio una toalla a Gabriel para que se secara, mientras ella se cambiaba de ropa en el baño. Cuando regresó, él estaba sentado en el sofá, rodeado por media docena de velas, artísticamente colocadas sobre los muebles y en el suelo.
Julia se fijó en las sombras que bailaban en la pared, a su espalda. Parecían figuras demoníacas, que trataran de aprisionarlo en el Infierno de Dante. Al mirarlo a la cara, vio que las arrugas de la frente se le habían hecho más profundas y que sus ojos

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parecían más grandes. Se notaba que hacía tiempo que no se afeitaba. Había tratado de peinarse con los dedos, pero un mechón rebelde le caía sobre la frente.
Julia había olvidado lo atractivo que era. Había olvidado cómo, con sólo una mirada o una palabra, podía hacer que le hirviera la sangre. Era tan guapo como peligroso.
Gabriel le ofreció la mano para que se sentara a su lado, pero ella prefirió acurrucarse en el rincón de enfrente.
—He encontrado una botella de vino y la he abierto —la informó él, alargándole un vaso de vino shiraz, barato.
A Julia la sorprendió, porque en el pasado se habría negado a tomar un vino tan sencillo.
Ella bebió varios sorbos, paladeándolo, mientras esperaba que Gabriel empezara a toser y a quejarse por tener que tomar asquerosa agua sucia de la bañera. Pero no lo hizo. De hecho, no probó el vino. Se la quedó mirando y su mirada bajó hasta quedarse clavada en su pecho.
—¿Has cambiado de instituto?
—¿Cómo?
Gabriel señaló la camiseta que se había puesto, en la que se leía «Boston College».
—No. Es un regalo de Paul. Estudió en Boston, ¿recuerdas?
Él se tensó.
—Yo también te regalé una camiseta —dijo, más para sí mismo que para ella.
Julia bebió otro sorbo, deseando que el vaso estuviera más lleno.
Gabriel no se perdió detalle, con la mirada clavada en sus labios y su cuello.
—¿Todavía tienes mi sudadera de Harvard?
—Cambiemos de tema.
Él se removió inquieto en el sofá, pero no pudo apartar la vista de Julia. Ansiaba recorrer su cuerpo con las manos y unir sus bocas.
—¿Qué opinas de la Universidad de Boston?
Ella lo miró con recelo. Su mirada desinfló la seguridad de Gabriel, que se mordió el labio.
—Katherine Picton me dijo que fuera a presentarme al especialista en Dante del Departamento de Lenguas Romances de esa universidad, pero aún no he encontrado el momento. He estado ocupada.
—Entonces, tendré que llamarla para darle las gracias.
—¿Por qué?
Él dudó.
—Yo soy el nuevo especialista en Dante de la Universidad de Boston.
Gabriel esperaba una reacción, pero no hubo ninguna. Julia permaneció inmóvil, mientras la luz de las velas proyectaba sombras sobre su preciosa cara.
Él se echó a reír sin ganas y le sirvió más vino.
—Bueno, no era exactamente la reacción que esperaba.
Julia bebió un nuevo sorbo y a continuación murmuró algo entre dientes.
—Entonces —dijo finalmente—, ¿te vas a quedar aquí?
—Eso depende —replicó Gabriel, sin apartar su ardiente mirada de las letras de su camiseta.
Julia estuvo a punto de cubrirse los pechos con los brazos, pero se obligó a dejarlos a los lados.
—Ahora soy catedrático —prosiguió él—. El Departamento de Estudios en Lenguas Romances no tenía un programa de posgrado de Italiano, pero la universidad

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quería atraer alumnos al nuevo programa sobre Dante, así que mi asignatura también será válida para el programa de Religión. —Echando un vistazo a las sombras que lo rodeaban, Gabriel negó la cabeza—. Irónico, ¿no crees? —añadió—. Un hombre que se ha pasado la vida huyendo de Dios, acaba como profesor en una carrera de Religión.
—He visto cosas más raras.
—Estoy seguro —susurró él—. Habría dimitido en Toronto, pero eso habría causado un escándalo. Pero en cuanto te graduaste, ya estaba libre para aceptar la plaza aquí.
Ella ladeó la cabeza, dejando el lóbulo de la oreja al descubierto. Gabriel vio con tristeza que no llevaba los pendientes de Grace.
Julia, que había estado reflexionando sobre sus palabras, preguntó al fin:
—¿Y qué tiene de especial la fecha del uno de julio?
—Hoy acaba mi contrato con la Universidad de Toronto. —Tras aclararse la garganta, prosiguió—: Leí tus correos electrónicos y escuché tus mensajes de voz, pero esperaba que encontraras el mensaje en el libro. Lo dejé en tu casillero personalmente.
Ella seguía pensando sus palabras. Su silencio no implicaba que estuviera aceptando sus excusas; sólo que no quería discutir. Al menos, de momento.
—Siento haberme perdido tu graduación. —Gabriel bebió un poco de vino—. Katherine me envió fotos. —Carraspeó—. Estabas preciosa. Eres preciosa.
Se sacó el iPhone del bolsillo y se lo ofreció. Julia lo cogió, curiosa, y vio que tenía una foto suya como fondo de pantalla, con la ropa de graduada, dándole la mano a Katherine Picton.
—Me la envió ella —explicó, al notar la confusión de Julia.
Ésta empezó a revisar el resto de las fotos del teléfono de Gabriel, con decisión pero con el estómago encogido. Vio fotos de su viaje a Italia y otras de la pasada Navidad, pero ninguna de Paulina. Tampoco había fotos de otras mujeres. De hecho, todas eran de Julia, incluso las más provocativas que le había hecho en Belice.
Estaba sorprendida. Después de pasar meses convencida de que él no quería saber nada de ella, ese cambio de actitud era demasiado brusco para que pudiera asimilarlo de golpe. Le devolvió el iPhone.
—¿Te llevaste la foto de los dos bailando en Lobby?
Él alzó las cejas, sorprendido.
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Me di cuenta de que faltaba cuando fui a buscarte a tu casa.
Él trató de cogerle la mano, pero ella la apartó.
—Cuando volví al piso, vi allí tu ropa. ¿Por qué no te la llevaste?
—De hecho, no era mi ropa.
Gabriel frunció el cejo.
—Por supuesto que era tu ropa y sigue siéndolo si la quieres.
Ella negó con la cabeza.
—Créeme, Julianne. Quería tenerte a mi lado. La foto era un sustituto muy pobre.
—¿Me querías a tu lado?
Sin poder contenerse, Gabriel le acarició la mejilla, sintiéndose muy aliviado al ver que no se encogía ni se apartaba.
—No he dejado de desearlo en ningún momento.
Julia se echó entonces hacia atrás, con lo que él se quedó acariciando el aire.
—¿Tienes la menor idea de lo que se siente cuando la persona a la que quieres te abandona no una vez, sino dos?
Gabriel apretó los labios.

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—No, no lo sé. Lo siento. Perdóname. —Espero unos instantes, pero al ver que ella no decía nada, siguió hablando—: Así que Paul te regaló esta camiseta. ¿Cómo está?
—Muy bien, ¿y a ti qué te importa?
—Es mi alumno —respondió él, formal.
—Como yo, en otros tiempos —replicó Julia con amargura—. Deberías escribirle. Me dijo que no sabía nada de ti.
—¿Así que has hablado con él?
—Sí, Gabriel, he hablado con él.
Ella se soltó la coleta y se pasó los dedos entre los mechones mojados.
Él observó, extasiado, cómo la cascada de pelo oscuro y brillante se derramaba sobre sus delgados hombros.
—Me duele el pelo.
—No sabía que el pelo pudiese doler —contestó Gabriel con una resplandeciente sonrisa, antes de acariciárselo. Al cabo de un momento, cambió de expresión al recordar lo que había pasado en la calle—. Podían haberte hecho mucho daño, allí parada en medio de la calzada.
—Menos mal que no he soltado el portátil. Tengo todo mi trabajo ahí guardado.
—Habría sido culpa mía, por sorprenderte. Debía de parecer un fantasma, empapado y merodeando.
—No estabas merodeando. Y no parecías un fantasma. Parecías otra cosa.
—¿Qué parecía?
Ruborizándose, Julia guardó silencio.
Gabriel la observó. Aunque había poca luz, su rubor no le pasó inadvertido. Deseaba sentirlo bajo sus palmas. Pero no quería ir demasiado de prisa.
Ella hizo un gesto vago con la mano y cambió de tema.
—Paul sugirió que guardara una copia de seguridad en un lápiz de memoria, para no perder la información si le pasa algo al ordenador, pero hace tiempo que no lo actualizo.
Al oír la segunda mención a su antiguo ayudante de investigación, él reprimió un gruñido y una exclamación peyorativa. Se volvió hacia ella.
—Estaba convencido de que pensarías que me pondría en contacto contigo después de la graduación.
—¿Y si así fuera? El día de la graduación pasó y seguí sin saber nada de ti.
—Ya te lo he dicho, tenía que esperar a que acabara mi contrato, el uno de julio.
—No quiero seguir hablando.
—¿Por qué no?
—Porque no puedo decir las cosas que quiero decirte, mientras estás sentado en mi sofá.
—Ya veo —dijo él, lentamente.
Julia se removió inquieta, luchando con las ganas que tenía de lanzarse a sus brazos y decirle que todo estaba bien.
Porque, en realidad, las cosas entre ellos no estaban bien. Y si no por él, al menos tenía que ser honesta por ella misma.
—Ya te he robado demasiado tiempo —dijo Gabriel, derrotado. Levantándose, miró hacia la puerta y de nuevo a Julia—. Entiendo que no quieras hablar conmigo, pero espero que me concedas una última oportunidad antes de decirme adiós.
Ella enderezó los hombros.
—Tú no me la diste. No me dijiste adiós con una conversación. Te despediste follándome contra una puerta.

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Él se le acercó rápidamente.
—No digas eso. Ya sabes lo que pienso de esa palabra. No vuelvas a usarla cuando hables de nosotros.
Allí estaba de nuevo el profesor Emerson, quitándose el disfraz del Gabriel penitente. Aunque a Julia le molestó su tono de voz, estaba familiarizada con sus cambios de humor y sabía que no tenía nada que temer de él. Ignorándolo, se levantó, dispuesta a acompañarlo a la puerta.
—No te dejes esto —le recordó, señalándole el iPhone.
—Gracias. Julianne, por favor...
—¿Cómo está Paulina?
La pregunta quedó suspendida en el aire, como una flecha.
—¿Por qué lo dices?
—Me preguntaba si os habríais visto a menudo durante estos meses.
Gabriel se guardó el teléfono en el bolsillo.
—La vi una vez. Le pedí que me perdonara y le deseé que le fuera muy bien la vida —afirmó con decisión.
—¿Eso es todo?
—¿Por qué no me preguntas directamente lo que quieres saber, Julianne? —Apretó mucho los labios—. ¿Por qué no me preguntas si me acosté con ella?
—¿Lo hiciste? —preguntó ella, cruzándose de brazos.
—¡Por supuesto que no!
Su respuesta fue tan rápida y vehemente que Julia dio un paso atrás. Estaba indignado y lo demostraba apretando los puños.
—Tal vez he debido ser más concreta. Hay muchas cosas que un hombre y una mujer pueden hacer sin acostarse —añadió ella, alzando la barbilla, desafiante.
Gabriel se obligó a contar hasta diez. No podía perder los estribos en ese momento.
—Me doy cuenta de que tu visión de mi ausencia y la mía son muy distintas, pero puedo asegurarte que no he buscado la compañía de otras mujeres. —Con expresión más calmada, añadió—: He estado a solas con tus fotografías y mis recuerdos, Julianne. Han sido compañeros muy fríos, pero la única compañía que anhelaba era la tuya.
—¿No ha habido nadie más?
—Te he sido fiel en todo momento. Te lo juro por la memoria de Grace.
El juramento los sorprendió a los dos. Al mirarlo a los ojos, Julia no dudó de su sinceridad y suspiró aliviada.
Gabriel le cogió la mano con suavidad.
—Hay muchas cosas que debí haberte dicho. Te las diré ahora, si vienes conmigo.
—Prefiero quedarme aquí —susurró ella y su voz adquirió un tono inquietante en la penumbra.
—La Julianne que recuerdo odiaba la oscuridad. —Gabriel le soltó la mano—. Paulina está en Minnesota. Se reconcilió con su familia y ha conocido a otra persona. Acordamos que ya no le pasaría más dinero y nos deseó lo mejor.
—Te lo desearía a ti.
—No. Nos lo deseó a los dos. ¿No te das cuenta? Ella pensaba que seguíamos juntos y yo no le dije lo contrario, porque para mí siempre hemos seguido juntos.
Fue como si Gabriel hubiera cogido la flecha en pleno vuelo y le hubiera dado la vuelta, encarándola hacia Julia. No le había dicho a Paulina que estaba libre, porque, en su mente, estaba comprometido. A ella le costaba admitirlo, pero la idea le iba calando.

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—No hay nadie más. —Su voz sonaba sincera.
Julia apartó la vista.
—¿Qué estabas haciendo delante de una cafetería cerrada, en plena noche?
—Armándome de valor para llamar a tu puerta —respondió él, dándole vueltas al aro de platino que llevaba en el dedo—. Tuve que convencer a Rachel para que me diera tu dirección. No fue fácil.
Julia le miró el anillo.
—¿Por qué llevas un anillo de boda?
—¿Por qué crees que lo llevo?
Gabriel se lo quitó y se lo ofreció.
Ella no lo cogió.
—Lee la inscripción —le pidió él.
Insegura, Julia cogió el anillo y, acercándolo a una de las velas, leyó:
JULIANNE, MI AMADA, ES MÍA Y YO SOY SUYO.
A ella se le hizo un nudo en la garganta. Rápidamente, le devolvió el anillo. Él se lo puso en el dedo sin decir nada.
—¿Se puede saber por qué llevas un anillo con mi nombre en él?
—Has dicho que no querías hablar —la reprendió Gabriel suavemente—. Pero ya que al parecer podemos hacer preguntas, ¿puedo preguntarte por Paul?
Julia se ruborizó y apartó la vista.
—Estaba en el lugar y el momento adecuados para recoger mis pedazos.
Él cerró los ojos y respiró hondo para no ceder a la tentación de decir algo mordaz, que sólo serviría para alejarla más.
—Perdóname —dijo, abriendo los ojos—. Este anillo tiene un compañero más pequeño. Los compré en Tiffany el día que compré el marco de plata para la ecografía de Maia.
»Sigo pensando que eres mi otra mitad. Mi bashert. A pesar de nuestra separación, en ningún momento se me ha pasado por la cabeza estar con otra mujer. Te he sido fiel desde que me dijiste quién eras, el octubre pasado.
De repente, a Julia le costó mucho respirar.
—Gabriel, desapareces sin avisar, pasas meses en paradero desconocido y ahora, de pronto...
Él la miró comprensivo, deseando abrazarla, pero ella seguía manteniendo las distancias.
—No tenemos que hablarlo todo esta noche. Pero si puedes soportarlo, me gustaría que volviéramos a vernos mañana —le pidió él, con una mirada melancólica.
Ella levantó los ojos el tiempo justo para responder.
—De acuerdo.
Gabriel soltó el aire, aliviado.
—Bien. Mañana seguimos hablando pues. Que descanses.
Julia asintió, abriendo la puerta de la casa. Al pasar por su lado, Gabriel se detuvo.
—¿Julianne?
Estaba muy cerca. Demasiado cerca. Ella levantó los ojos hacia él.
—¿Me permites que... te bese la mano? —le preguntó con timidez.
A Julia le recordó a un niño pequeño.
Se lo permitió, pero al verlo inclinado ante ella, no pudo resistir el impulso de besarlo en la frente. De repente, Gabriel la rodeó con los brazos y la besó.

223
Aunque mientras la besaba le costaba pensar en nada más, se concentró en transmitirle con los labios y con todo su cuerpo que era sincero, que no la había traicionado, que la amaba.
Cuando ella le devolvió el beso con la misma pasión, Gabriel gimió.
Con un esfuerzo de contención, interrumpió el beso con delicadeza. Cuando Julia aflojó el abrazo, él le mordisqueó el labio inferior antes de besarla en ambas mejillas y en la punta de la nariz.
Al abrir los ojos, vio que el rostro de ella estaba embargado por varias emociones al mismo tiempo.
Le acarició el pelo húmedo y la miró con deseo.
—Te quiero.
Mientras se marchaba, Julia permaneció en silencio.
El beso de Gabriel no la ayudó a mantenerse firme en su decisión, pero no se arrepentía de haberlo besado. Había sentido curiosidad por saber cómo sería después de tantos meses y la había sorprendido lo familiar que le había resultado. En segundos, conseguía que el pulso se le acelerara y que le costara respirar.
La amaba, no cabía duda. Lo había notado. Ni siquiera él, con todo su encanto y sus modales impecables, podía mentir con sus besos.
Le notaba algo distinto. Parecía menos salvaje, más vulnerable. Por supuesto, seguía perdiendo la paciencia de vez en cuando, y el profesor nunca se alejaba demasiado, pero Gabriel, su Gabriel, había cambiado. Lo que no sabía era cómo ni por qué.
A la mañana siguiente, la luz había vuelto y Julia puso a cargar el móvil. Llamó a su jefe en Peet’s y le dijo que no iría a trabajar ese fin de semana porque no se encontraba bien. Al hombre no le hizo ninguna gracia, ya que era el fin de semana del Cuatro de Julio, pero no podía hacer nada.
Después de una larga ducha —una ducha que pasó soñando con los labios de Gabriel y con recuerdos reprimidos de ambos juntos—, se sintió mucho mejor. Le envió un correo a Rachel, contándole que su hermano había vuelto y se le había declarado.
Una hora más tarde, sonó el teléfono. Pensó que sería Rachel, pero era Dante Alighieri en persona.
—¿Cómo has dormido? —le preguntó alegremente.
—Bien, ¿y tú?
Gabriel hizo una pausa.
—No tan bien como... Bueno, tolerablemente, supongo.
Julia se echó a reír. Ése era el profesor que recordaba.
—Me gustaría enseñarte mi casa.
—¿Cómo? ¿Ahora?
—No hace falta que sea ahora, pero sí hoy, a ser posible. —Parecía estar esperando una negativa.
—¿Dónde está?
—En Foster Place, cerca de Longfellow’s House. La situación es perfecta para estudiar en la Universidad de Harvard; no tanto para la Universidad de Boston.
Julia frunció el cejo, confusa.
—Si no es cómoda para trabajar en Boston, ¿para qué la has comprado?
Gabriel carraspeó.
—Pensé que... quiero decir que esperaba que... —Las palabras le fallaban—. Es pequeña, pero tiene un jardín muy bonito. Me gustaría saber qué te parece. —Carraspeó otra vez y ella habría jurado que se estaba tirando del cuello de la camisa—. Siempre

224
podría buscar otra.
Julia no supo qué decir.
—Si has dormido bien, ¿hablarás conmigo?
Ella no recordaba haberlo oído nunca tan nervioso ni tan inseguro.
—Por supuesto, aunque no por teléfono.
—Tengo que pasar por la universidad para ver mi nuevo despacho, pero no me llevará mucho tiempo.
—No hay prisa —lo tranquilizó Julia.
—Sí la hay —replicó él, con un susurro ardiente.
Ella suspiró.
—Iré esta tarde.
—Ven a cenar. Te pasaré a buscar a las seis y media.
—Iré sola. Tomaré un taxi. —Julia interrumpió el silencio que siguió a sus palabras diciéndole que tenía que irse.
—Bien —replicó él, tenso—. Si prefieres venir en taxi, estás en tu derecho.
—Voy a mantener la mente abierta hasta que hayamos hablado. Te pido que hagas lo mismo —dijo ella en tono conciliador.
Gabriel no había perdido del todo las esperanzas, pero poco le faltaba. No estaba nada seguro de que Julia fuera a perdonarlo. Y, aunque lo hiciera, el monstruo de los celos lo martirizaba. No sabía cómo reaccionaría si ella le confesaba que se había refugiado en Paul en un momento de debilidad y se había acostado con él.
«¡Maldito follaángeles del demonio!»
—Por supuesto —dijo.
—Me ha sorprendido tu llamada. ¿Por qué no me llamaste antes?
—Es una larga historia.
—Seguro que sí. Nos veremos esta noche.
Julia colgó, deseando escuchar esa historia.
Cuando Julia llegó al nuevo hogar de Gabriel, se lo quedó mirando asombrada. Era una casa de madera de dos plantas, con una fachada sencilla, pintada de gris marengo con el borde exterior más oscuro. Casi no había jardín en la parte delantera; sólo un rectángulo asfaltado donde dejar el coche.
En un correo electrónico donde le daba la dirección exacta, Gabriel le había enviado un enlace a la página de la inmobiliaria en la que se veía la casa. El valor de la misma, construida antes de la segunda guerra mundial, superaba el millón de dólares. De hecho, la calle entera había sido un barrio de inmigrantes italianos que se habían construido unas casitas de dos plantas hacia 1920. En esos días, la calle estaba ocupada por jóvenes de buena familia, por profesores de Harvard y por Gabriel.
Mientras contemplaba la sobria elegancia del edificio, Julia negó con la cabeza.
«Así que esto es lo que puedes conseguir con un millón de dólares en este vecindario.»
Al acercarse a la puerta, vio una nota manuscrita de Gabriel.
Julianne:
Por favor, reúnete conmigo en el jardín.
G.
Julia suspiró, porque de pronto fue consciente de que la noche que tenía por delante iba a ser muy difícil. Rodeó la casa y ahogó una exclamación al llegar al jardín trasero.

225
Todo estaba lleno de flores y arbustos. Había plantas acuáticas y setos de boj elegantemente recortados. En el centro distinguió lo que parecía la tienda de un sultán. A la derecha de la misma había una fuente con una estatua de Venus y bajo la fuente, un pequeño estanque con lo que parecían carpas rojas y blancas.
Julia se acercó a la tienda y echó un vistazo al interior. Y lo que vio la entristeció.
Porque dentro había una cama cuadrada, exactamente igual al futón de terraza de la suite que habían compartido en Florencia. La suite donde habían hecho el amor por primera vez. La terraza donde él le había dado fresas con chocolate y donde habían bailado bajo las estrellas con música de Diana Krall. El futón donde habían hecho el amor a la mañana siguiente.
Gabriel había tratado de reproducir todos los detalles, hasta las sábanas.
La voz de Frank Sinatra sonaba desde algún lugar cercano y en cada superficie plana había una vela. Lámparas marroquíes colgaban de cables que cruzaban el techo.
Era un escenario de cuento de hadas. Era Florencia y su huerto de manzanos y un cuento de las mil y una noches. Por desgracia para Gabriel, el extravagante gesto suscitaba una cuestión obvia: si había tenido el tiempo suficiente para preparar ese decorado perfecto, ¿no podía haber dedicado un momento a avisarla de que iba a volver?
Él la estaba observando con el corazón desbocado. Se moría de ganas de abrazarla y besarla, pero la rigidez de su espalda le indicó que Julia no apreciaría sus caricias en ese momento. Así que se acercó cautelosamente.
—Buenas noches, Julianne —la saludó con un susurro suave como el terciopelo, inclinándose hacia ella desde atrás.
Julia, que no lo había oído acercarse, se estremeció ligeramente. Gabriel le acarició los brazos arriba y abajo, teóricamente para quitarle el frío, aunque el gesto resultaba muy erótico.
—Bonita música —comentó ella, apartándose un poco.
Él le tendió la mano, en una muda invitación. Con cautela, Julia colocó la mano sobre la suya. Gabriel le besó los nudillos antes de soltarla y mirarla de arriba abajo.
—Estás impresionante, como siempre.
Disfrutó de la visión de ella vestida con un sencillo vestido negro y una bailarinas asimismo negras, que contrastaban con sus piernas, pálidas pero bien torneadas. Al volverse hacia él, la brisa del atardecer le revolvió el pelo.
—Gracias.
Julia esperaba que le hiciera algún comentario sobre los zapatos, ya que se había quedado mirándolos un poco más de lo que era educado hacer. Se había puesto zapatos planos porque eran más cómodos, pero también como una manera de reafirmar su independencia. Sabía que a Gabriel no le gustarían. Sin embargo, él sonrió.
Julia se fijó entonces en que iba vestido más informalmente de lo que era habitual en él, con unos pantalones caqui, una camisa de lino blanca y una chaqueta, también de lino, azul marino. Aunque sin duda la sonrisa era su complemento más atractivo.
—La tienda es preciosa.
—¿Te ha gustado?
—Siempre me preguntas eso.
Su sonrisa perdió intensidad.
—Antes apreciabas que fuera un amante considerado.
Julia apartó la vista.
—Ha sido un gesto muy bonito, pero habría preferido una llamada telefónica

226
hace tres meses.
Pareció que Gabriel iba a decir algo, pero cambió de opinión.
—¿Dónde están mis modales? —murmuró y ofreciéndole el brazo, la acompañó hasta una mesa redonda, metálica, como las de restaurante, situada en un rincón del patio.
Estaba iluminada por lamparitas blancas que colgaban de las ramas de un arce cercano. Julia se preguntó si habría contratado a un decorador para la ocasión. Gabriel le retiró la silla y la ayudó a sentarse. Entonces ella se fijó en que el centro de mesa estaba hecho con enormes gerberas rojas y anaranjadas.
—¿Cómo has montado todo esto? —preguntó, desdoblando la servilleta y colocándosela sobre el regazo.
—Rebecca es una maravilla. Un modelo de la diligencia propia de Nueva Inglaterra.
Julia lo miró curiosa, pero él no tuvo que explicarle nada, porque la mujer hizo su aparición para servir la cena.
El ama de llaves era alta y poco atractiva y llevaba el pelo canoso recogido en un severo moño. Sus ojos, grandes y oscuros, brillaban con una pizca de travesura.
Suponía que Gabriel le habría contado sus planes respecto a ella, al menos en parte.
A diferencia de la ambientación y de la música, que eran perfectas, la cena fue bastante sencilla para lo que Gabriel estaba acostumbrado: crema de langosta, una ensalada con pera, nueces y queso gorgonzola, mejillones al vapor con patatas fritas y, por último, una gloriosa tarta de arándanos con helado de limón ácido.
Gabriel le sirvió el champán, el mismo Veuve Cliquot que le había ofrecido la primera vez que cenó en su piso de Toronto. Aunque no había pasado ni un año, esa noche parecía muy lejana.
Durante la cena hablaron de temas seguros, como la boda de Rachel o la novia de Scott y su hijo. Él le comentó las cosas que le gustaban de la casa y las que le disgustaban, prometiéndole enseñárselas más tarde. Ninguno de los dos tenía prisa por tocar temas más personales.
—¿Tú no bebes? —preguntó Julia, al ver que se servía solo agua.
—Lo dejé.
Ella alzó las cejas, sorprendida.
—¿Por qué?
—Porque estaba bebiendo demasiado.
—Cuando estabas conmigo no bebías demasiado. Me juraste que no volverías a emborracharte.
—Precisamente.
Julia lo miró con atención y vio que sus palabras escondían una experiencia desagradable.
—Pero te gustaba beber.
—Tengo una personalidad adictiva, Julianne, ya lo sabes —admitió, antes de cambiar de tema.
Cuando Rebecca les sirvió el postre, ambos intercambiaron una mirada cómplice.
—¿No hay tarta de chocolate esta noche?
Non, mon ange—susurró Gabriel—. Aunque nada me gustaría más que alimentarte.
Ella sintió que se ruborizaba. Sabía que no era buena idea seguir por ese camino antes de haber hablado de todo lo que necesitaban aclarar, pero al ver la mirada ardiente

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que él le dirigía, dejó de parecerle importante.
—Me encantaría —dijo en voz baja.
Él sonrió como si el sol hubiera vuelto a iluminar la Tierra después de una larga ausencia. Con un rápido gesto, movió la silla y se sentó a su lado. Muy cerca. Tan cerca que Julia sintió su aliento en el cuello y se estremeció.
Quitándole el tenedor de la mano, Gabriel cortó un trozo de tarta y una porción de helado y se los ofreció juntos.
Al ver el deseo en los ojos de ella, se olvidó de respirar.
—¿Qué pasa? —preguntó Julia, alarmada.
—Casi había olvidado lo preciosa que eres.
Acariciándole la mejilla con la mano que tenía libre, llevó la tarta hasta sus labios.
Julia cerró los ojos y abrió la boca y, en ese momento, Gabriel se sintió eufórico. Sí, era un detalle casi sin importancia, pero era una muestra de confianza y eso era lo que más necesitaba en ese momento. Una muestra de confianza que hizo que el corazón se le acelerara.
Al notar el contraste de sabores, Julia gimió y abrió los ojos.
Gabriel no pudo seguir conteniéndose. Se inclinó hacia ella hasta que sus labios quedaron casi unidos y susurró:
—¿Puedo?
Cuando Julia asintió, la besó. Ella era la luz y la dulzura, la amabilidad y la bondad, el objetivo de todas sus búsquedas en este mundo, el fuego y la fascinación. Pero no era suya y por eso la besó con delicadeza, como aquella primera vez en su huerto de manzanos, enredándole los dedos en el pelo. Luego se echó hacia atrás para verle la cara.
Un suspiro de satisfacción escapó de los labios de Julia, rojos como los rubíes, mientras permanecía flotando, con los ojos cerrados.
—Te quiero —dijo Gabriel.
Ella abrió los ojos bruscamente. En su mirada se reflejaba una emoción intensa, pero no le devolvió las palabras.
Cuando hubieron terminado el postre, Gabriel sugirió que tomaran el café en la tienda y le dijo a Rebecca que no la necesitarían más.
La noche había caído sobre aquel rincón del edén y, como si del mismo Adán se tratase, Gabriel acompañó a una Eva ruborizada a su refugio.
Julia se quitó los zapatos y se acurrucó en un rincón del futón, mordiéndose las uñas nerviosa, mientras Gabriel encendía las lámparas marroquíes.
Se tomó su tiempo para hacerlo, ajustando la intensidad de las lámparas hasta conseguir una luz suave y sugerente. Luego encendió varias velas en distintos rincones de la tienda y finalmente se tumbó en el futón, con la cabeza apoyada en las manos, para contemplarla a placer.
—Me gustaría que habláramos de lo que pasó —dijo ella.
Gabriel la escuchó con atención.
—Cuando apareciste frente a mi casa, no sabía si besarte o darte una bofetada —confesó en voz baja.
—¿Ah, no? —murmuró él.
—No hice ni una cosa ni la otra.
—No está en tu naturaleza ser vengativa. Ni cruel.
Tras respirar hondo, Julia empezó a hablar. Le contó que le había roto el corazón al no responder a ninguno de sus mensajes. Le contó la sorpresa que se llevó al encontrar su piso vacío; la amabilidad de su vecino y de la profesora Picton. Le habló de

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sus sesiones con Nicole.
Mientras lo hacía, Julia daba vueltas a la cucharilla del café y no se dio cuenta de lo mucho que sus palabras estaban alterando a Gabriel.
Al mencionar cómo el libro de texto había acabado ignorado en la estantería, él maldijo a Paul.
—No te permito que hables así de él —dijo Julia, enfadada—. No es culpa suya que tú decidieras mandar tu mensaje en un libro de texto. ¿Por qué no elegiste un ejemplar de tu biblioteca? Tal vez así lo habría reconocido.
—Me habían ordenado que me mantuviera alejado de ti. Si hubiera dejado un libro de mi biblioteca personal, alguien se habría dado cuenta. Ya me arriesgué al usar ese libro y dejarlo en tu casillero de noche. —Resopló frustrado—. ¿No te dijo nada el título?
—¿Qué título?
El matrimonio en la Edad Media: amor, sexo y lo sagrado.
—¿Y qué querías que me dijera? Que yo supiera, habías jugado conmigo como si fuera Eloísa y me habías abandonado. No tenía ninguna razón para creer otra cosa.
Gabriel se le acercó con los ojos en llamas.
—El libro era esa razón. El título, la foto del huerto, la imagen de san Francisco tratando de salvar a Guido da Montefeltro... —Hizo una agónica pausa cuando se le quebró la voz—. ¿Te habías olvidado de nuestra conversación en Belice? Te dije que iría al infierno a salvarte si fuera necesario. Y eso es lo que hice.
—No sabía que habías tratado de ponerte en contacto conmigo. No miré dentro del libro porque no sabía que me lo habías enviado tú. ¿Por qué no me llamaste?
—No podía hablar contigo —murmuró—. Me dijeron que te entrevistarían antes de que te graduaras y que descubrirían si había tratado de ponerme en contacto. Eres una mujer deliciosa, Julianne, pero pésima mintiendo. Tuve que conformarme con los mensajes en clave.
Ella no pudo ocultar su sorpresa.
—¿Sabías que me entrevistarían?
—Sabía muchas cosas, pero no podía contártelas. De eso se trataba.
—Rachel me dijo que no perdiera la fe, que no desesperara. Pero necesitaba oírlo de tu boca. La última noche que pasamos juntos, nos acostamos pero no me dijiste ni una palabra. ¿Qué iba a pensar?
No pudo contener las lágrimas por más tiempo, pero antes de que pudiera secárselas con la mano, Gabriel tiró de ella y la abrazó. Apretándola contra su pecho, la besó en la cabeza.
Por alguna razón, al sentirse rodeada por sus fuertes brazos, lloró con más sentimiento. Él la acarició.
—Mi orgullo fue mi perdición. Pensé que podría cortejarte mientras eras mi alumna y salirme con la mía sin que hubiera consecuencias. Me equivoqué.
—Pensé que habías renunciado a mí a cambio de mantener tu trabajo —admitió ella, sin ocultar el dolor que había sentido durante esos interminables meses—. Cuando vi que te habías marchado de casa sin despedirte... ¿Por qué no me avisaste?
—No podía.
—¿Por qué no?
—Perdóname, Julianne. Te juro que no quería hacerte daño. Siento muchísimo todo por lo que has tenido que pasar. —La besó en la frente—. Tengo que contarte lo que pasó. Es una historia larga y sólo tú conoces el final.

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Julia se apartó un poco para verle la cara, preparándose para lo que estaba a punto de llegar. El movimiento llevó al aroma su cabello hasta la nariz de Gabriel.
—Tu pelo... está distinto —murmuró.
—Tal vez un poco más largo.
—Ya no huele a vainilla.
—Cambié de champú —replicó ella, secamente.
—¿Por qué? —Gabriel cambió de postura para eliminar la distancia entre los dos.
—Porque me recordaba a ti.
—¿Por eso no llevas los pendientes? —le preguntó él, acariciándole la oreja.
—Sí.
La miró, herido.
Ella apartó la vista.
—Te quiero, Julianne. No importa lo que pienses de mí. Todo lo que hice lo hice para protegerte.
Julia se volvió para tumbarse de lado, sin tocarlo.
—«Yo soy el que te es fiel, Beatriz» —citó Gabriel, con los ojos brillantes de emoción—. Por favor, recuérdalo en todo momento mientras te cuento lo que pasó.
Y, suspirando hondo, elevó una rápida plegaria antes de empezar a hablar.
—Cuando nos presentamos ante los miembros del comité, había centrado mis esperanzas en que tanto tú como yo nos mantendríamos en silencio, obligándolos a mostrar las pruebas que tenían contra nosotros. Pero pronto quedó claro que no iban a detenerse hasta que no encontraran algo incriminatorio.
»Metí la pata al enviar la nota de Katherine al Registro. Estaban preocupados por si habías recibido trato de favor y pensaban dejar tu nota en suspenso hasta haberlo investigado todo.
—¿Pueden hacer eso?
—Sí, está contemplado en las normas de la universidad. Y sin el expediente completo, no habrías podido graduarte.
Julia parpadeó al comprender las implicaciones de lo que estaba oyendo.
—Me habría quedado sin Harvard —susurró.
—Te habrías quedado sin Harvard este año, pero probablemente para siempre, porque la suspensión del expediente habría despertado sus sospechas. Aunque no hubieran podido descubrir nada, ¿para qué iban a darle la plaza a alguien sospechoso, con tantísimas solicitudes como reciben al año?
Julia permaneció inmóvil, sintiendo el peso de sus palabras como una carga.
Gabriel se rascó la barbilla, inquieto.
—Tenía miedo de que los miembros del comité arruinaran tu futuro. No podía consentirlo. Había sido culpa mía. Había sido yo quien te había asegurado que estaríamos a salvo siempre y cuando no nos acostáramos. Fui yo quien te invitó a ir a Italia. Debí haber esperado. Mi egoísmo fue lo que nos metió en líos. —Mirándola a los ojos, bajó la voz y añadió—: Siento lo de la última noche. Debí haber hablado contigo, pero estaba tan asustado que no podía razonar. No merecías que te tratara así.
—Me sentí tan sola a la mañana siguiente...
—No se me podía haber ocurrido una manera peor de lidiar con mi ansiedad.

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Pero espero que entiendas que no fue sólo... un polvo para descargar tensiones. Siempre que he estado contigo ha sido con amor. Siempre. Lo juro.
Julia bajó la vista.
—Para mí también. Nunca ha habido nadie más en mi vida, ni antes ni después.
Gabriel cerró los ojos, dejando que el alivio le relajara los músculos. Aunque ella se había sentido furiosa y traicionada, su frustración no la había llevado a los brazos de otro hombre. No había perdido la fe en él por completo.
—Gracias —susurró, respirando hondo antes de continuar—: Cuando confesaste ante el comité y vi su reacción, supe que estábamos perdidos. Mi abogado estaba preparado para negarlo todo, esperando que me excusaran o que dictaran una resolución que pudiera luego impugnar en los tribunales, pero tu confesión les dio la confirmación que necesitaban.
—Habíamos acordado que presentaríamos un frente unido, Gabriel, ¿lo has olvidado? —dijo ella, subiendo el tono de voz.
—Lo acepté, no lo niego, pero también te dije que no permitiría que nadie te hiciera daño ni pusiera en peligro tu carrera. Y esa promesa tenía prioridad.
—Un acuerdo también es una promesa.
Él se echó hacia adelante.
—Estaban amenazando tu futuro. ¿Creías que me iba a quedar allí quieto, mirando sin hacer nada?
Al ver que ella no respondía, insistió.
—¿Acaso tú te quedaste sin hacer nada cuando amenazaron con demandarme?
Julia reaccionó al fin, levantando la vista hacia él.
—Ya sabes que no. Les supliqué. Pero no quisieron escucharme.
—Exacto. ¿De quién crees que tomé ejemplo?
Ella negó con la cabeza, pero no le llevó la contraria.
—Si los dos rompimos las reglas, ¿por qué no nos castigaron a los dos?
—Yo soy el profesor; mi responsabilidad era mayor. Y la profesora Chakravartty te defendió desde el primer momento. No cree en la posibilidad de que una relación entre un profesor y un alumno pueda ser consentida. Y, por desgracia, encontraron tu correo electrónico.
—Así que fue culpa mía.
Gabriel le acarició suavemente la mejilla.
—No. Yo te convencí de que sería seguro romper las reglas. Y luego, en vez de asumir la responsabilidad de mis actos, me escondí detrás de mi abogado. Tú fuiste la única con el suficiente valor para levantarte y decir la verdad. Pero una vez la verdad hubo salido a la luz, tuve que confesar.
»Acepté mi castigo sin protestar a cambio de que aceleraran la resolución del caso. Los miembros del comité estuvieron encantados de cerrar el asunto sin una demanda judicial de por medio y aceptaron, prometiéndome clemencia.
Julia lo miró afligida.
—Por desgracia —continuó él—, su idea de clemencia y la mía son muy distintas. Esperaba una reprimenda oficial, no que me obligaran a tomarme una excedencia. —Se frotó la cara con las manos—. Jeremy estaba furioso por verse obligado a prescindir de mí, aunque fuera sólo durante un semestre. Había causado un escándalo que perjudicaba la imagen del departamento entero. Christa amenazaba con ponerle una demanda a la universidad. Todo era un embrollo considerable y yo estaba en el centro de la polémica.
—Estábamos juntos, Gabriel. Yo también conocía las normas cuando las rompí.
Él esbozó una sonrisa triste.

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—Las normas están destinadas a proteger a los estudiantes, porque el profesor ocupa una posición de poder.
—El único poder que ejerciste sobre mí fue el del amor.
—Gracias.
La besó dulcemente. Tenía el corazón a rebosar de sentimientos. En ningún momento ella lo había mirado con la expresión de los miembros del comité. No se había apartado asqueada de él cuando la había besado. Al contrario, sus labios le habían dado la bienvenida. Tenía la esperanza de que, al final de la conversación, Julia siguiera a su lado.
—Cuando llamaron a Jeremy, le rogué que nos ayudara. Le prometí que haría cualquier cosa.
—¿Cualquier cosa?
Gabriel se removió, incómodo.
—No me imaginaba que fuera a ponerse del lado del comité, ni que me exigiría que rompiera toda relación contigo. Fue una promesa hecha en un momento de desesperación.
—¿Qué dijo él?
—Convenció al comité para que cambiaran mi suspensión administrativa por una excedencia, para que así el nombre del departamento no se viera perjudicado. También se me prohibió calificar trabajos de alumnas durante un plazo de tres años.
—Lo siento. No tenía ni idea.
Él apretó mucho los labios.
—Me dijeron que cesara toda relación contigo inmediatamente y me avisaron de que si violaba esa condición, el acuerdo quedaría sin validez y reabrirían la investigación. Sobre los dos. —Se detuvo buscando las palabras adecuadas.
—Si me consideraban la víctima—lo interrumpió Julia—. ¿Por qué amenazar con seguir investigándome?
Los ojos de Gabriel brillaron con frialdad.
—El doctor Aras sospechaba que estabas diciendo la verdad, que nuestra relación era consentida y que yo pretendía salvar tu reputación. No iba a tolerar que saliéramos de allí juntos y riéndonos de todos a sus espaldas. Por eso te envié el correo. Sabía que él lo vería.
—Ese correo fue muy cruel.
Gabriel frunció el cejo.
—Ya lo sé, pero pensé que, al enviártelo desde mi cuenta de la universidad a tu cuenta de la universidad, te percatarías de que estaba escrito de cara a la galería. ¿Alguna vez te he hablado en ese tono?
Ella lo miró desafiante.
—Quiero decir... ¿alguna vez te he hablado en ese tono desde que sé quién eres?
—¿Las autoridades universitarias pueden prohibirte verme?
Gabriel se encogió de hombros.
—Lo hicieron. La amenaza de Christa pendía sobre la cabeza de todos. Jeremy pensó que si me tomaba una excedencia, podría convencerla a ella de que retirara la demanda. Y lo cierto es que lo consiguió. Pero no olvides que me había amenazado con no mover un dedo para ayudarnos si seguíamos viéndonos.
—Eso es chantaje.
—Eso es política académica. Si la demanda de Christa hubiera llegado a la justicia ordinaria, el perjuicio al prestigio de la universidad habría sido irreparable. Jeremy habría perdido la posibilidad de atraer a los mejores profesores y alumnos al departamento, porque se correría la voz de que no era un lugar seguro. No quería verme

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envuelto en un escándalo de ese tipo, ni quería que tú tuvieras que acudir a un tribunal, aunque sólo fuera como testigo.
Carraspeó. Julia era consciente de que estaba pasando un mal rato, pero no obstante siguió hablando:
—Acepté sus condiciones. Jeremy y David insistieron en que te entrevistarían al final del semestre para asegurarse de que habíamos roto el contacto. No tenía elección.
Julia jugueteó con el dobladillo de su vestido.
—¿Por qué no me avisaste? ¿Por qué no pediste un receso para explicarme lo que estaba pasando? Éramos una pareja, Gabriel. Se suponía que hacíamos las cosas juntos.
Él tragó saliva con dificultad.
—¿Qué habría pasado si te hubiera llevado aparte y te hubiera contado lo que pensaba hacer?
—No te lo habría permitido.
—Exactamente. No podía permitir que lo lanzaras todo por la borda. No habría podido vivir con ese peso sobre mi conciencia. Sólo podía esperar que pudieras perdonarme... algún día.
Julia lo miró, asombrada.
—¿Fuiste capaz de arriesgarlo todo sin estar seguro de si podría perdonarte?
—Sí.
Ella notó que los ojos volvían a llenársele de lágrimas, pero se las secó.
—Ojalá me lo hubieras contado.
—Quería hacerlo, pero le había prometido a Jeremy que no volvería a acercarme a ti. Traté de hablar contigo antes de que él saliera al pasillo, pero John y Soraya no paraban de meterse por medio.
—Lo sé, pero...
Gabriel la interrumpió.
—Si te hubiera dicho que era temporal, los miembros del comité se habrían dado cuenta sólo mirándote a la cara. Se habrían dado cuenta de que no teníamos ninguna intención de cumplir la promesa. Y yo había dado mi palabra.
—Pero pensabas romperla.
—Sí, pensaba romperla —reconoció, mirando hacia afuera.
—No entiendo nada, Gabriel. Les hiciste todo tipo de promesas, pero las rompiste. Me escribiste un mensaje en un libro, lo dejaste en mi casillero...
—Pensaba hacer más cosas. Pensaba escribirte un correo explicándote la situación, diciéndote que sólo teníamos que esperar hasta el final del curso. Cuando tú te hubieras graduado y yo hubiera renunciado a la plaza, podríamos reanudar la relación. Siempre y cuando tú así lo quisieras —bajó la voz—. Sabía que te estarían vigilando. Y que te entrevistarían para saber si había roto mi promesa. Me preocupaba tu incapacidad para mentir.
—Eso son tonterías —protestó Julia con rabia—. Podrías haberme dicho que fingiera estar deprimida. No soy una gran actriz, pero algo habría podido hacer.
—Había otros... factores.
Ella cerró los ojos.
—Cuando tropecé... me miraste como si me odiaras. Parecía que sintieras repugnancia por mí.
—Julia, por favor. —Gabriel le agarró una mano y la estrechó contra su pecho—. Esa mirada no iba dirigida a ti. Estaba asqueado, pero por la vista, por todo lo que estaba pasando. Te juro que tú no tenías nada que ver con lo que sentía en ese momento.
Ella soltó unas cuantas lágrimas, aliviada al haber logrado respuestas para

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muchas de sus preguntas. Aunque faltaban algunas de las respuestas más importantes.
—Odio que estés llorando por mi culpa —manifestó Gabriel con pesar, acariciándole la espalda.
Julia se secó los ojos con el dorso de la mano.
—Tengo que volver a casa.
—Puedes quedarte aquí esta noche —propuso él, cautelosamente.
Ella no sabía qué hacer. Si se quedaba, tal vez perdiera la distancia que necesitaba para acabar de preguntarle todo lo que quería saber, aunque volver a su apartamento frío y oscuro le parecía una decisión cobarde. Sabía que si permitía que su cuerpo se acurrucase junto al de Gabriel, éste arrastraría también a su mente y a su corazón.
—Debería marcharme —dijo finalmente, suspirando—, pero ahora mismo no me veo capaz de levantarme.
—Pues quédate. Quédate aquí, entre mis brazos. —La besó en la frente y le susurró varias veces que la amaba.
Muy lentamente, se separó de ella y fue a buscar un par de mantas, aprovechando de paso para apagar las velas. Dejó encendidas las candelitas de las lámparas marroquíes, que llenaban de luz y color las paredes de la tienda. El aire brillaba a su alrededor.
Crearon un nido en el centro del futón. Gabriel se tumbó de espaldas y Julia se acurrucó a su lado. Él no hizo nada para contener el profundo suspiro de alivio que se escapó de sus labios mientras le rodeaba los hombros con un brazo.
—¿Gabriel?
—¿Sí?
Él le acarició el pelo lentamente, disfrutando de la suavidad de los mechones que se deslizaban entre sus dedos. Trató de deleitarse con su nuevo aroma, pero se encontró añorando el antiguo.
—Te... te he echado mucho de menos.
—Gracias —dijo él, abrazándola con fuerza y sintiendo un gran alivio.
—Por las noches no podía dormir deseando que estuvieras a mi lado.
Los ojos de Gabriel se llenaron de lágrimas al oír la vulnerabilidad en su voz. Era vulnerable pero valiente al mismo tiempo. Si alguna vez había tenido alguna duda sobre si la amaría y la admiraría eternamente, esa duda se desvaneció en ese preciso instante.
—Yo también lo deseaba.
Julia suspiró y pocos segundos después, los dos antiguos amantes, agotados, se quedaron dormidos.

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Al abrir los ojos, Julia vio la brillante luz de julio entrando por la puerta abierta de la tienda. Estaba tapada con mucho mimo con dos mantas de cachemira, pero estaba sola. De no ser porque sabía que aquélla era la casa de Gabriel, habría pensado que la noche anterior había sido un sueño. Aunque tal vez seguía soñando.
Al incorporarse, encontró una nota junto a los cojines.
Cariño:
Estabas durmiendo tan a gusto que no me he atrevido a despertarte. Le pediré a Rebecca que prepare gofres, porque sé que te gustan. Dormir en tus brazos me ha recordado que durante estos meses sólo he sido media persona.
Tú me completas.
Todo mi amor,
Gabriel
Mientras leía la nota, numerosas emociones la asaltaron, como una sinfonía tocada con distintos instrumentos. Aunque una de ellas dominaba sobre las demás: el alivio.
Gabriel la amaba. Gabriel había vuelto.
Pero el perdón y la reconciliación eran cosas distintas. Sabía que había habido terceras personas implicadas en el conflicto, pero tanto ella como Gabriel eran responsables de la situación en la que se encontraban. Por mucho que le apeteciera, Julia no pensaba lanzarse a sus brazos sólo para huir de la angustia de la separación. Sería como tomarse una pastilla para el dolor sin molestarse en averiguar antes qué lo causaba.
Se calzó y salió al jardín, recuperando el bolso antes de entrar en la casa por la puerta de atrás. Rebecca estaba trabajando en la cocina, preparando el desayuno.
—Buenos días —saludó a Julia con una sonrisa al verla entrar.
—Buenos días. —Ella señaló la escalera que llevaba al piso de arriba—. Iba a ir al baño.
La mujer se secó las manos con el delantal.
—Me temo que Gabriel lo está usando.
—Oh.
—¿Por qué no llama a la puerta? Tal vez ya haya terminado.
Julia se ruborizó al pensar en él, recién salido de la ducha, envuelto en una toalla.
—Esperaré. ¿Puedo? —preguntó, señalando el fregadero.
Cuando ella asintió con la cabeza, se lavó las manos. Aguardó a que se le secaran para sacar una goma del bolso y hacerse una cola de caballo.
Rebecca la invitó a sentarse a la mesita de la cocina.
—Es muy incómodo que sólo haya un baño y que esté en el piso de arriba. Me paso el día subiendo y bajando. Incluso mi casita tiene dos baños.
Julia la miró sorprendida.
—Pensaba que vivía aquí.
La mujer se echó a reír, mientras sacaba una jarra de zumo de naranja recién exprimido de la nevera.

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—Vivo en Norwood. Vivía con mi madre, pero murió hace unos meses.
—Lo siento. —Julia le dirigió una mirada compasiva, mientras servía zumo de naranja en dos copas de vino.
—Tenía alzheimer —explicó Rebecca, antes de volver a su trabajo.
Ella la observó mientras enchufaba la gofrera eléctrica, lavaba un cestillo de fresas y batía un poco de nata. Gabriel había planeado el desayuno con todo detalle.
—Es un cambio muy brusco, cuidar de un profesor después de haber estado cuidando de mi madre. Parece un hombre muy exigente, pero eso me gusta. ¿Sabe? Me deja libros. Acabo de empezar Jane Eyre. No lo había leído todavía. Dice que mientras siga preparándole los platos que le preparo, puedo llevarme los libros que quiera. Por fin tengo la oportunidad de retomar mi educación... y de usar todo lo que he aprendido después de años de mirar el Canal Cocina.
—¿Deja que se lleve libros de su biblioteca personal? —A Julia le costaba creérselo.
—Sí. Qué amable, ¿verdad? No lo conozco mucho todavía, pero ya le he cogido cariño. Me recuerda a mi hijo.
Ella bebió un sorbo de zumo y, como la mujer le dijo que Gabriel había dicho que no lo esperaran, empezó a desayunar.
—No entiendo por qué ha comprado esta casa tan pequeña y con sólo un baño —comentó Julia, mientras se comía un gofre de canela.
Rebecca le dirigió una sonrisa cómplice.
—Quería vivir en este vecindario y le gustó el jardín. Dice que le recuerda al que había en casa de sus padres. Piensa reformar la casa para que sea más cómoda, pero no ha querido empezar a hacer nada hasta tener su aprobación.
—¿Mi aprobación? —A Julia se le cayó el tenedor al suelo.
La mujer le ofreció otro inmediatamente.
—Me parece recordar que dijo que la vendería si a usted no le gustaba. Aunque, por lo que le he oído esta mañana, juraría que ha decidido empezar con las obras inmediatamente. —Pasándole un plato de beicon crujiente, añadió—: No sé si se ha dado cuenta, pero el profesor puede ser un poco... intenso.
Julia se echó a reír a carcajadas.
—No lo sabe usted bien.
Estaba acabando de disfrutar del segundo gofre, cuando oyó a Gabriel bajando la escalera.
—Buenos días —la saludó, dándole un beso en la coronilla.
—Buenos días. —Julia le devolvió el saludo, pero no estaba acostumbrada a la presencia de Rebecca, así que en seguida se excusó y subió al cuarto de baño.
Una mirada al espejo le dijo que tendría que ducharse. Al volverse hacia la ducha, vio que alguien había dejado una bolsa llena de todo lo que podía necesitar.
Había varias botellas de su antiguo champú de vainilla, gel de baño de la misma marca y una esponja nueva, color lavanda, como la anterior. Abrió los ojos, sorprendida, al ver un vestido de tirantes color amarillo pálido, con una chaqueta a juego.
Le llevó unos instantes controlar las emociones. Cuando se calmó un poco, se duchó y se puso la ropa nueva.
Aunque estaba agradecida por poder ponerse ropa limpia después de ducharse, la presunción de Gabriel de que iba a quedarse a dormir le resultaba irritante. Se preguntó si encontraría lencería de su talla en el cajón de su cómoda. Una cosa llevó a la otra y se encontró preguntándose si habría traído la ropa que ella dejó en Toronto.
Se peinó, colocándose el pelo por detrás de las orejas. Los pendientes de Grace los tenía guardados en el fondo del cajón de la ropa interior, con un par de tesoros más.

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Sabía que, al quitárselos, le había hecho daño a Gabriel, pero tras su partida le había parecido absurdo seguir llevándolos.
Los dos se habían hecho daño. Necesitaban perdonarse para que sus heridas pudieran cicatrizar. Lo que no sabía Julia era por dónde empezar. Las alternativas más obvias no siempre eran las mejores.
Cuando por fin bajó a la cocina, Rebecca estaba acabando de poner en orden la cocina después del desayuno y Gabriel estaba en el jardín. Lo encontró sentado bajo un parasol.
—¿Estás bien? —le preguntó, al ver que tenía los ojos cerrados.
Abriéndolos, él sonrió.
—Ahora sí. ¿Me acompañas? —Le tendió la mano. Aceptándola, Julia se sentó a su lado.
—Ese color te sienta muy bien —comentó, observándola con satisfacción.
—Gracias por haber ido de compras.
—¿Qué te gustaría hacer hoy?
Ella se tiró del dobladillo del vestido, tratando de cubrirse las rodillas.
—Creo que deberíamos acabar de hablar.
Gabriel asintió, pidiendo ayuda a Dios en silencio. No quería perderla. Y sabía que la segunda parte de la historia podía provocar justo esa reacción.
—¿Te acuerdas de la conversación en el pasillo, después de la vista? Cuando John te faltó al respeto, estuve a punto de romperle el dedo y hacérselo tragar.
—¿Por qué?
—Creo que no acabas de entender el alcance de mis sentimientos por ti. Van más allá de querer estar contigo y de querer protegerte. Quiero que seas feliz y que todo el mundo te trate con respeto.
—No puedes ir rompiéndoles los dedos a todos los que me hablen mal.
Gabriel fingió reflexionar sobre sus palabras, acariciándose la barbilla.
—Supongo que no. ¿Qué me sugieres? ¿Que los golpee con las obras completas de Shakespeare?
—¿En un solo volumen? Excelente idea.
Ambos se echaron a reír y luego permanecieron en silencio.
—Quería contarte lo que pasó cuando te hicieron salir de la sala, pero me ordenaron que no lo hiciera. Por eso te hablé en clave. El problema fue que elegí citar a Abelardo, olvidándome de que tu visión y la mía sobre su relación con Eloísa son muy distintas. Debí citar a Dante, a Shakespeare, a Milton, a cualquiera menos a Abelardo.
Negó con la cabeza, disgustado. Pero al cabo de unos momentos en silencio, continuó:
—Estabas furiosa. Me acusaste de follarte, Julianne... —La voz se quebró al pronunciar su nombre—. ¿Tan mala opinión tenías de mí que pensaste que ésa había sido mi manera de despedirme?
No pudiendo soportar la intensidad de su mirada, Julia apartó la vista.
—¿Y qué querías que pensara? No me dijiste ni una palabra y, cuando me desperté, te habías ido sin dejarme ni una nota. Y de repente, durante la vista, dices que todo ha terminado.
—No podía contarte nada. Te hice el amor pensando que con mis actos te demostraría lo que quería expresar: que somos uno. Que siempre hemos sido un solo ser.
Incómoda, ella cambió de tema.
—Has hablado de la conversación en el pasillo. No entiendo que te obligaran a marcharte de la ciudad.

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—No lo hicieron. Sólo me hicieron prometer que no volvería a verte.
Julia se cruzó de brazos.
—Entonces, ¿por qué te fuiste?
—Jeremy descubrió que había roto mi promesa y que había hablado contigo antes de que salieras del edificio. Me hizo jurar por mi honor que rompería la relación de una vez por todas y que me mantendría alejado de ti. Le había prometido que haría lo que él quisiera si nos ayudaba. No tenía elección.
Ella recordó la entrevista con el doctor Aras y el profesor Martin justo antes de la graduación.
—¿Cómo descubrió Jeremy que habías roto tu promesa? Nadie me vio en el pasillo. Y por el correo que me enviaste después, nadie lo habría adivinado.
—Lo sé. Lo siento. Pensé que leerías entre líneas y te darías cuenta de que lo había escrito para ojos ajenos. Antes te había enviado otro correo, desde mi cuenta de gmail, avisándote de todo.
—No, no me lo enviaste.
Gabriel se sacó el iPhone del bolsillo y buscó hasta encontrar el correo al que se refería. Mirándola atormentado, dijo:
—Tras la vista, entré en los servicios y te escribí un correo. —Le alargó el teléfono—. Es éste.
Julia leyó en la pantalla:
Beatriz, te quiero. No lo dudes nunca. Confía en mí, por favor. G.
Ella parpadeó varias veces, tratando de vincular lo que estaba viendo en la pantalla con su experiencia personal de los meses pasados.
—No lo entiendo. No lo recibí.
—Lo sé —replicó él, con expresión torturada.
Al volver a mirar la pantalla, Julia se fijó en que la fecha y la hora confirmaban la versión de Gabriel. Pero el destinatario del mensaje no era ella. De hecho, el correo le había llegado a otra persona: J. H. Martin.
Abrió los ojos como platos ante la magnitud del error que Gabriel había cometido. En vez de enviarle el correo a Julianne H. Mitchell, se lo había mandado a Jeremy H. Martin, catedrático del Departamento de Estudios Italianos.
—Oh, Dios mío —murmuró.
—Cada vez que pensaba en hacer algo para arreglar la situación, la estropeaba aún más. Cuando intenté defenderte ante los miembros del comité, sospecharon de mí; cuando traté de tranquilizarte en el pasillo, creíste que te había abandonado. Cuando traté de explicártelo, le envié el mensaje a la persona que acababa de prohibirme ponerme en contacto contigo. Sinceramente, de no ser porque confiaba en que pudiésemos tener esta conversación algún día, me habría sentido tentado de salir a la calle Bloor en hora punta y haberme tumbado en mitad de la vía.
—No digas esas cosas. ¡Ni siquiera las pienses!
Ver que Julia se preocupaba por él le alegró el alma, pero en seguida rectificó.
—Perderte fue de lo más duro que me ha sucedido nunca, pero sé que el suicidio no volverá a pasarme por la cabeza —dijo él, solemne—. Jeremy estaba furioso. Había puesto su carrera y al departamento en peligro por ayudarme y yo no había tardado ni dos minutos en faltar a mi palabra. Acababa de darle una prueba, por escrito, de que no pensaba respetar la promesa que le había hecho al comité. Tenía que hacer lo que me pidiera. No tenía otra alternativa. Si Jeremy le hubiera mostrado el correo al comité, las consecuencias habrían sido dramáticas para los dos.

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En ese momento, Rebecca los interrumpió. Llevaba una jarra de limonada, con unas cuantas frambuesas heladas flotando en el líquido amarillo. Tras servirle un vaso a cada uno, se retiró con una sonrisa de ánimo.
Gabriel se bebió el suyo a grandes tragos, agradeciendo la tregua.
—¿Qué pasó luego? —preguntó Julia, bebiéndose su limonada a pequeños sorbos.
—Jeremy me ordenó apartarme de ti. No tenía elección. Tenía la espada de Damocles sobre mi cabeza.
—¿No le contó a nadie lo del mensaje?
—No. Volvió a confiar en mi palabra. —Gabriel hizo una mueca al recordar la dolorosa conversación—. Se apiadó de mí y eso hizo que me sintiera aún más obligado a mantener mi palabra. Decidí que no volvería a ponerme en contacto contigo hasta que tu entrada en Harvard fuera segura.
Ella negó con la cabeza con obstinación.
—Pero ¿qué pasa con las promesas que me hiciste a mí? ¿Las has olvidado? Me hiciste muchas.
—Por supuesto que no. Por eso antes de marcharme de Toronto te dejé el libro en el casillero. Pensé que encontrarías el pasaje de la carta y que leerías la nota de la fotografía.
—Ni siquiera sabía que el libro fuera tuyo. No lo abrí hasta la noche que viniste a buscarme. Por eso salía de casa corriendo. En mi apartamento no hay conexión a Internet y quería mandarte un correo.
—¿Qué querías decirme?
—No lo sé. Tienes que entender que yo creía que te habías cansado de mí; que pensabas que no valía la pena luchar por lo nuestro. —Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero se las secó con impaciencia.
—Si ha habido alguien en esta relación por quien no mereciera la pena luchar, ése era yo. Sé que he sido muy torpe y que he acabado haciéndote daño, pero nunca fue mi intención. —Bajando la vista, empezó a darle vueltas al anillo—. Fue culpa de mi orgullo, de mi falta de juicio y de una cadena de errores.
»Katherine Picton trató de ayudarme. Me aseguró que se ocuparía de que las autoridades académicas te dejaran en paz durante mi ausencia y que haría todo lo que estuviera en su mano para asegurarse de que te graduaras puntualmente. Me comentó que un amigo suyo acababa de dejar su plaza en Boston para irse a UCLA y me pidió permiso para proponerme como su sucesor. Se lo di.
»Hice una entrevista y, mientras esperaba su respuesta, viajé a Italia. Tenía que hacer algo para librarme de la depresión antes de que cometiera alguna tontería.
A Julia se le encogió el estómago.
—¿Qué clase de tontería?
—No hablo de mujeres. La sola idea de estar con alguien que no fueras tú me daba náuseas. Estaba preocupado por... otro tipo de vicios.
—Antes de que sigas hablando, tengo algo que contarte —lo interrumpió ella.
Su voz sonó más decidida que la voluntad que había detrás.
Gabriel la observó detenidamente, preguntándose qué demonios estaría a punto de revelarle.
—Cuando te dije que mi relación con Paul era de amistad, era cierto. Técnicamente.
—¿Técnicamente? —La voz de él se volvió tan grave que sonó casi como un gruñido.
—Él quería que fuera algo más. Me dijo que me amaba y... y nos besamos.

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Gabriel guardó silencio, pero Julia vio que apretaba tanto los nudillos que se le pusieron blancos.
—¿Es Paul a quien quieres en tu vida?
—Fue un gran amigo cuando más lo necesitaba, pero nunca he tenido sentimientos románticos hacia él. Me temo que, después de ti, los demás hombres no tienen nada que hacer. Ninguno de ellos resiste la comparación —admitió, con la voz temblorosa.
—Pero le besaste.
—Sí, lo hice. —Inclinándose hacia adelante, Julia le apartó el rebelde mechón de la frente—. Pero eso fue todo. Pensaba que no volvería a verte, pero igualmente lo rechacé. No porque no hubiera podido tener una buena vida a su lado, sino porque no eras tú.
—Estoy seguro de que eso no debió de hacerle ninguna gracia.
—Le rompí el corazón —reconoció ella, hundiendo los hombros— y no disfruté haciéndolo.
Gabriel se conmovió al ver su compasión, pero al mismo tiempo sintió un gran alivio al pensar que no tenía que enfrentarse a ningún rival para lograr su afecto. Le apretó el hombro cariñosamente antes de decir:
—Reconozco que tenía miedo de que, si teníamos algún contacto y se lo contabas a Paul, él le fuera con el cuento a Jeremy.
—Paul no habría hecho una cosa así. Siempre se ha portado muy bien conmigo, incluso después de que le rompiera el corazón. —Julia se alisó unas imaginarias arrugas del vestido—. Sé que dijiste que me habías sido fiel, pero... ¿alguien te besó?
—No. —Gabriel sonrió pesaroso—. Sería un buen dominico o un buen jesuita si me lo propusiera, ¿no crees? El celibato no me ha supuesto un problema, aunque durante estos meses he descubierto que no tengo vocación de franciscano.
Julia lo miró con curiosidad.
—Es una larga historia. Otro día te la contaré.
Ella le apretó la mano con cariño, animándolo a seguir hablando.
—Decidí que si no me daban la plaza en Boston, dimitiría igualmente. No pensaba volver a Toronto. Sólo tenía que aguantar unos meses, hasta que te graduaras.
»Quería sentirme cerca de ti; recordar el tiempo feliz que pasamos en Italia. Sinceramente, Julianne, los días que pasamos en Florencia y Umbría fueron los más felices de mi vida. —Apartó la vista—. Incluso fui a Asís.
—¿A ver cómo se te daba ser franciscano? —bromeó ella.
—Más bien no. Visité la basílica y creí verte allí.
La miró, dudando si continuar. Tenía miedo de que pensara que estaba desequilibrado.
—Tu doble me guió por la iglesia hasta llegar a la cripta, frente a la tumba de san Francisco. Al principio me quedé mirando a aquella mujer, deseando que fueras tú, deseando no haber cometido tantos errores. En la paz de aquel lugar me enfrenté a mis fracasos y a mis pecados. Me di cuenta de que te había idolatrado, de que te había convertido en un ídolo pagano. Cuando te perdí, sentí que lo había perdido todo. Me decía que necesitaba que vinieras a rescatarme, que yo sin ti no era nada.
»Me di cuenta de las numerosas oportunidades que había desperdiciado. Sin hacer nada para merecerlo, había recibido amor y gracia durante toda mi vida y no había sabido valorarlos. No me merecía la familia que me había adoptado. No me merecía a Maia, que fue la mejor parte de mi relación con Paulina. No me merecía haber sobrevivido a las drogas ni haberme graduado en Harvard. No te merecía a ti.
Hizo una breve pausa y se secó la humedad que sentía en los ojos, pero no sirvió

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de nada.
—La gracia no es algo que nos merezcamos, Gabriel —dijo Julia suavemente—. Es algo que nace del amor. Dios llena el mundo de segundas oportunidades, hojitas y misericordia, aunque no todos las ven ni las quieren.
Él le besó la mano.
—Exactamente. En la cripta de la basílica, pasó algo. Me di cuenta de que tú no podías salvarme. Y encontré la paz.
—A veces perseguimos la gracia hasta que ésta nos encuentra.
—¿De verdad no eres un ángel? —murmuró Gabriel, admirado—. El caso es que, tras esa experiencia, quise ser mejor persona. Me centré en Dios, pero sin olvidarme de ti. Quería amarte mejor. Siempre me ha atraído tu bondad, Julianne, pero creo que ahora te quiero más que antes.
Ella asintió, con la mirada borrosa por las lágrimas.
—Debí decirte que te amaba mucho antes. Debí pedirte que te casaras conmigo. Pensaba que sabía lo que te convenía. Pensaba que teníamos todo el tiempo del mundo.
Julia trató de hablar, pero tenía un nudo en la garganta.
—Por favor, dime que no es demasiado tarde, Julianne. Dime que no te he perdido para siempre.
Ella se lo quedó mirando unos instantes antes de abrazarlo.
—Te quiero, Gabriel. Nunca he dejado de quererte. Los dos hemos cometido errores, con nuestras relaciones, en la universidad, el uno con el otro... Pero nunca he dejado de esperar que volvieras a mí. Que aún me quisieras.
Cuando lo besó en los labios, Gabriel sintió un enorme alivio, mezclado con una gran culpabilidad.
Julia notó que estaba avergonzado. No por sus lágrimas, sino por los sentimientos que se las provocaban: el agotamiento, la frustración y el dolor que causa una prolongada depresión.
—¿Te quedarás conmigo? —preguntó él, en voz baja.
Ella titubeó el tiempo suficiente para que Gabriel volviera a preocuparse.
—Quiero más de lo que teníamos.
—¿Más de lo que puedo darte?
—No necesariamente eso, pero durante estos últimos meses he cambiado. Es indudable que tú también. La pregunta es, ¿y ahora qué?
—Dime lo que quieres y te lo daré.
Julia negó con la cabeza.
—Quiero que lo descubramos juntos. Y eso llevará su tiempo.
Pronto empezó a hacer demasiado calor para estar al aire libre. Gabriel y Julia entraron en la casa y se sentaron en el salón. Él se acomodó en el sofá de piel, mientras ella se acurrucaba en una de las butacas de terciopelo rojo.
—En algún momento vamos a tener que abordar el tema.
Gabriel asintió, tenso.
—Empezaré yo —se ofreció Julia—. Quiero conocerte mejor. Quiero ser tu compañera.
—Yo quiero que seas mucho más que eso —susurró Gabriel.
Ella negó con la cabeza con vehemencia.
—Es demasiado pronto. Decidiste por mí, Gabriel. Me dejaste sin opciones. Tienes que dejar de hacer eso o no llegaremos muy lejos.
La expresión de él se ensombreció.
—¿Qué pasa? —le preguntó ella, alarmada.

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—No me arrepiento de haber tratado de salvar tu carrera. Ojalá hubiéramos podido llegar a una decisión consensuada, pero cuando te vi en peligro, reaccioné. Creo que tú harías lo mismo si me vieras en peligro a mí.
Julia empezaba a perder la paciencia.
—¿Me estás diciendo que ni tus disculpas ni esta conversación significan nada?
—¡Por supuesto que no! Sé que debí hablar contigo antes de decidir nada. Pero si esperas que sea de ese tipo de hombres que se queda quieto mientras la mujer que ama pierde sus sueños, no puedo hacerlo. Lo siento.
Ella se sulfuró.
—Entonces, ¿volvemos a estar como al principio?
—Yo no te eché en cara que me defendieras de Christa o del comité. Ni que me acusaras de acosarte en aquel correo, aunque ambos sabemos que fue un error. ¿No puedes hacer lo mismo por mí? ¿No puedes darme gracia, Julianne? ¿Tu gracia?
A pesar de su tono de súplica, ella no lo estaba escuchando. Lo único que tenía en la cabeza era que Gabriel se negaba a admitir sus quejas. Una vez más.
Negando con la cabeza, se dirigió hacia la puerta.
Habían llegado a una encrucijada. Si se marchaba, sus caminos se separarían y todo habría acabado entre los dos. No habría una tercera oportunidad. Si se quedaba, tendría que aceptar que él no viera su maldito comportamiento heroico ante el tribunal como algo problemático.
Dudó.
Gabriel aprovechó esos instantes para levantarse y acercarse a ella por detrás.
—Deja que te ame, Julianne. Deja que te ame como te mereces ser amada —le susurró al oído.
Julia sintió que el calor de su cuerpo le atravesaba la ropa y le quemaba la espalda.
—«Soy el que te es fiel, Beatriz.» Por supuesto que quiero protegerte. Nada va a cambiar eso.
—Si hubiera tenido que elegir entre Harvard y tú, te habría elegido a ti.
—Ahora puedes tenernos a los dos.
Ella se volvió hacia él.
—Pero ¿a qué precio? No me digas que esta situación no ha dañado nuestra relación, tal vez de manera irreparable.
Apartándole el pelo por encima del hombro, Gabriel le besó el cuello.
—Perdóname. Te prometo que respetaré tu dignidad y nuestra condición de socios. Pero no puedo prometerte que me mantendré al margen si veo a alguien dispuesto a hacerte daño. No me obligues a convertirme en un cerdo egoísta.
Tozuda, Julia siguió avanzando hacia la puerta, pero él la agarró del brazo.
—En un mundo ideal —siguió diciendo—, podríamos comunicarnos en todo momento y ponernos de acuerdo antes de tomar cualquier decisión. Pero no vivimos en ese mundo. Hay emergencias y hay gente peligrosa y vengativa. ¿Es mi deseo de protegerte de esa gente un pecado tan grave como para abandonarme?
Como ella no respondió, siguió hablando:
—Haré todo lo posible para tomar decisiones contigo y no en tu lugar, pero no me disculparé por querer que estés a salvo y seas feliz. Y no pienso someterme a la regla de tener que consultarlo todo contigo, incluso en casos de emergencia.
»Tú quieres que te trate como a una igual. Yo quiero el mismo trato. Y eso implica que debes confiar en que tomaré la mejor decisión posible, según la información de que disponga en ese momento. Sin ser omnisciente, ni perfecto.
—Prefiero tenerte a mi lado, vivo, llevando tu escudo, que muerto y tumbado

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sobre él —replicó ella, obstinada.
Gabriel se echó a reír
—Creo que ya hemos superado nuestra batalla de las Termópilas, pero estoy de acuerdo contigo. Pienso lo mismo, mi pequeña guerrera.
Volvió a besarle el cuello.
—Toma mi anillo. —Se lo quitó de la mano izquierda y se lo ofreció por encima del hombro—. Lo llevaba para indicar que mi corazón y mi vida son tuyos.
Julia lo cogió, vacilante, y se lo puso en el pulgar.
—Venderé esta maldita casa. Sólo la compré para estar cerca de ti. Me mudaré a un apartamento hasta que encontremos una casa que nos guste a los dos.
—Acabas de mudarte aquí. Y sé que te gusta el jardín. —Julia suspiró.
—Entonces, dime lo que quieres. Podemos seguir juntos de momento, sin hacernos promesas de futuro, pero, por favor, perdóname. Enséñame. Te prometo que seré tu alumno más diligente.
Ella permaneció callada e inmóvil varios minutos. Finalmente, Gabriel la cogió de la mano y la guió hasta el dormitorio, en la planta de arriba.
—¿Qué haces? —preguntó Julia, al ver adónde se dirigía.
—Necesito abrazarte y creo que tú necesitas que te abrace. Y ese maldito sofá es demasiado estrecho. Por favor.
Se tumbó de espaldas en la cama y abrió los brazos, invitándola a acurrucarse a su lado.
Ella vaciló.
—¿Y Rebecca?
—No nos molestará.
A Julia no le apetecía ponérselo tan fácil, así que miró a su alrededor, buscando algo para distraerlo.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando hacia lo que parecían ser varios marcos apoyados contra la pared y cubiertos por una sábana.
—Echa un vistazo.
Julia se agachó y retiró la sábana. Eran diez fotografías grandes, divididas en dos hileras de cinco. Todas en blanco y negro. Todas de ella. En algunas aparecía Gabriel.
Muchas no las había visto, ya que él las había enmarcado después de su separación. Había fotografías de Belice, de Italia y algunos posados de su regalo de Navidad. Todas eran preciosas y desprendían un gran amor.
—Me resultaba doloroso verlas cuando pensaba que te había perdido, pero ya ves, las conservé.
La contempló mientras ella las observaba una por una, antes de detenerse en su favorita, su foto tumbada boca abajo sobre la cama de Belice.
—¿Qué pasó con las fotos que tenías antes?
—Las tiré hace tiempo. No las necesitaba ni las quería.
Tras cubrirlas de nuevo con la sábana, Julia se dirigió a la cama, insegura.
Gabriel le ofreció la mano.
—Relájate. Sólo quiero abrazarte.
Le permitió que tirara de ella hasta que quedó tumbada a su lado, abrazada a su pecho.
—Mucho mejor —murmuró él, besándole la frente—. Quiero ganarme tu respeto y tu confianza. Quiero ser tu marido.
Ella guardó silencio unos instantes, mientras procesaba lo que estaba oyendo.
—Quiero que vayamos despacio —dijo finalmente—. No vuelvas a hablarme de matrimonio.

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—Por suerte, puedo esperar. —Gabriel la besó una vez más.
Esa vez, el beso fue a más. Las manos vagaron buscando apoyo en curvas y músculos; las bocas se unieron con decisión, sólo deteniéndose por algún suspiro o jadeo ocasional; los corazones empezaron a latir acelerados. Era un beso que celebraba un reencuentro, un juramento de amor y fidelidad.
Con ese beso, Gabriel trató de demostrarle que la amaba y que estaba arrepentido. Julia se lo devolvió para que entendiera que nunca podría darle su corazón a otra persona. Que tenía fe en que, una vez superaran sus conflictos, pudieran compartir imperfecciones y llevar una vida en común sana y feliz.
Ella fue la primera en retirarse. Al oír la respiración alterada de él, se alegró al comprobar que la chispa entre ellos no había desaparecido.
—No espero que nuestra relación sea perfecta, pero hay algunas cuestiones que vamos a tener que trabajar. Con ayuda de terapeutas o solos, pero llevará su tiempo.
—Estoy de acuerdo —dijo Gabriel—. Quiero cortejarte como no pude hacerlo en Toronto. Quiero que paseemos por la calle, de la mano. Quiero llevarte a un concierto, acompañarte a tu casa y besarte en la puerta.
Julia se echó a reír.
—Hemos sido amantes, Gabriel. Tienes fotos de los dos en la cama debajo de esa sábana. ¿No podemos retomar la relación de un modo normal?
Él entrelazó los dedos con los suyos.
—Quiero compensarte. Quiero tratarte como merecías desde el principio.
—Siempre fuiste muy generoso en la cama —lo defendió Julia.
—Pero egoísta en el resto de la relación. Por eso no volveré a hacerte el amor hasta que no haya recuperado tu confianza.

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«¿Quéee?»
Eso es lo que habría querido gritar Julia, pero dadas las circunstancias, se mordió la lengua. No le parecía muy sensato mostrar sus cartas.
—Me preocupa que si nos acostamos antes de hora, pueda ser perjudicial para los cambios que debemos afrontar.
—Entonces, ¿quieres esperar?
Él le dirigió una ardorosa mirada.
—No, Julianne. No quiero esperar. Quiero hacerte el amor ahora mismo y no parar durante una semana. Pero creo que deberíamos esperar.
Ella abrió mucho los ojos al darse cuenta de que hablaba en serio.
Gabriel la besó con dulzura.
—Si vamos a ser compañeros, tenemos que confiar el uno en el otro. Y si no confías en mí con tu mente, ¿cómo vas a confiarme tu cuerpo?
—Creo que ya me dijiste eso una vez.
—Hemos dado la vuelta completa y hemos regresado al principio. —Carraspeó—. Para que no quede ninguna duda, cuando hablo de confianza, quiero decir confianza plena. Tengo fe en que, con el tiempo, me perdonarás y dejarás de estar enfadada conmigo. Sé que seremos capaces de superar nuestra necesidad de proteger al otro a toda costa, para evitar más crisis. —La miró, expectante antes de proseguir—: Sé que debería haber esperado a que dejaras de ser mi alumna para iniciar la relación. Me quise convencer de que, mientras no practicáramos sexo, no estaríamos rompiendo ninguna regla, pero me equivoqué. Y fuiste tú quien pagó las consecuencias. —La miró fijamente—. No me crees.
—Oh, no, no es eso. Te creo. Pero el profesor Emerson que conocí y del que me enamoré no era muy partidario de la abstinencia.
Él frunció el cejo.
—¿Ya te has olvidado de cómo empezó nuestra relación? Nos abstuvimos la primera noche y muchas otras noches después de aquélla.
Ella lo besó en la boca, arrepentida.
—Tienes razón. Lo siento.
Gabriel se volvió de lado para mirarla a los ojos.
—Tengo tantas ganas de tenerte entre mis brazos que me duele. No puedo esperar a que llegue el momento de estar unido a ti en cuerpo y alma. Pero cuando vuelva a entrar en tu cuerpo, quiero que sepas que no te abandonaré nunca más. Que eres mía y yo soy tuyo para siempre. —Con voz ronca, añadió—: Que estamos casados.
—¿Cómo dices?
—Quiero casarme contigo. Cuando vuelva a hacerte el amor, quiero que seas mi esposa.
Cuando Julia se lo quedó mirando boquiabierta, él siguió hablando rápidamente:
—Richard es el tipo de persona en que quiero convertirme. Quiero ser uno de esos hombres que pasan el resto de su vida amando a una sola mujer. Quiero estar a tu lado, frente a nuestra familia, y pronunciar los votos ante Dios.
—Gabriel, ¿cómo quieres que me plantee casarme contigo, si a duras penas estoy tratando de aprender a estar a tu lado otra vez? Francamente, sigo enfadada contigo.

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—Lo entiendo. Créeme, no quiero meterte prisa. ¿Recuerdas la primera vez que hicimos el amor?
Julia se ruborizó.
—Sí.
—¿Qué es lo que recuerdas?
Ella hizo memoria, con un brillo melancólico en la mirada.
—Fuiste muy apasionado, pero muy cuidadoso al mismo tiempo. Lo habías planeado todo meticulosamente, hasta aquel ridículo zumo de arándanos.
»Recuerdo que estando sobre mí me miraste a los ojos. Recuerdo que mientras te movías en mi interior, me decías que me amabas. Nunca olvidaré esos momentos, ni aunque viva cien años —admitió, ocultando la cara contra el cuello de Gabriel.
—¿Vuelves a ser tímida? —Le acarició la mejilla con un dedo.
—Un poco.
—¿Por qué? Me has visto desnudo. He adorado cada centímetro de tu precioso cuerpo.
—Echo de menos la conexión que teníamos. Sin ella me siento incompleta.
—A mí me pasa lo mismo, pero ¿crees que podrías hacer el amor conmigo sin confiar en mí? Te olvidas de que te conozco, amor mío, y sé que no podrías entregarle tu cuerpo a alguien a quien no le entregarías tu corazón.
»¿Recuerdas nuestra última vez juntos? Dices que sentiste que te había follado. La próxima vez que estemos desnudos en una cama no quiero que tengas la menor duda de que nuestra unión es fruto del amor, no de la lujuria.
—Eso podemos conseguirlo sin casarnos —contestó ella.
—Tal vez. Aunque si no puedes confiar en mí lo suficiente como para casarte conmigo, quizá lo mejor sería que me dejaras ahora.
Julia abrió mucho los ojos.
—¿Me estás dando un ultimátum?
—No, pero quiero demostrarte que soy digno de ti y darte tiempo para que se curen tus heridas. —La miró con solemnidad—. Necesito algo permanente.
Julia entornó los ojos.
—¿Quieres algo permanente o necesitas algo permanente?
Él cambió de postura.
—Las dos cosas. Quiero que seas mi esposa, pero también quiero ser el tipo de hombre que debería haber sido desde hace tiempo.
—Gabriel, siempre estás tratando de conseguirme. ¿Cuándo vas a parar?
—Nunca.
Ella levantó las manos, frustrada.
—Negarme el sexo para lograr que me case contigo es propio de alguien muy manipulador.
La expresión de Gabriel se iluminó.
—No te estoy negando el sexo. Si tú me dijeras que no estás preparada para acostarte conmigo y yo insistiera, entonces sí estaría siendo un hijo de puta manipulador. ¿No crees que yo me merezco lo mismo? ¿O es que lo de «“no” significa “no”» sólo es válido para las mujeres?
—Yo no te presionaría si supiera que no te apetece —respondió Julia, indignada—. Tuviste mucha paciencia conmigo cuando yo no me sentía preparada para acostarme contigo, pero ¿qué me dices del sexo de reconciliación? Pensaba que era una tradición.
Él se acercó más.
—¿Sexo de reconciliación? —repitió, con una mirada tan ardiente que Julia

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pensó que iba a estallar en llamas en cualquier momento—. ¿Es eso lo que quieres? —preguntó, con voz ronca.
«Bienvenido, profesor Emerson. Te echaba de menos.»
—Bueno... ¿sí?
Gabriel le acarició el labio inferior con un dedo.
—Pídemelo —le dijo.
Julia parpadeó varias veces hasta romper el embrujo magnético de su mirada, que la había dejado sin palabras.
—No hay nada en este mundo que desee más que pasar días y noches enteros dedicados a darte placer, a explorar tus recovecos, a adorarte con mi cuerpo. Y lo haré. En nuestra luna de miel seré el amante más atento e imaginativo. Pondré mis artes amatorias a tu servicio hasta que olvides todos los errores que he cometido. Cuando te lleve a la cama convertida en... mi esposa.
Julia apoyó la cabeza sobre su pecho, en el lugar donde la camisa ocultaba el tatuaje.
—¿Cómo puedes ser tan... frío?
Gabriel la agarró por los brazos y se volvió, hasta que ella quedó encima de él, pegada a su cuerpo.
La besó, con delicadeza al principio, rozándole los labios con los suyos y succionándole el labio inferior. Luego, a medida que su abrazo ganaba intensidad, le acarició la nuca y la espalda para que se relajara.
Le rozó el labio superior con la punta de la lengua para asegurarse de que iba a ser bien recibido. No habría tenido que preocuparse, porque Julia lo recibió con entusiasmo, explorando su boca. Gabriel respondió con entusiasmo multiplicado hasta que, sin previo aviso, se retiró.
—¿Te he parecido frío? —susurró apasionadamente, con una mirada hambrienta—. ¿Has tenido la impresión de que no te deseaba?
Ella habría negado con la cabeza si hubiera recordado dónde la tenía.
Él le besó la mandíbula, la barbilla y fue deslizándose lentamente por su cuello hasta besarle el hueco de la parte inferior de la garganta.
—¿Y esto? ¿Te ha parecido frío? —insistió, besándole entonces las clavículas.
—N... no —respondió, estremeciéndose.
Gabriel ascendió por su cuello, acariciándola con la nariz hasta llegar a la oreja, donde empezó a mordisquearle el lóbulo entre susurros de adoración.
—¿Qué me dices de esto?
Con la mano derecha le acarició el costado, resiguiendo cada costilla como si fuera una obra de arte, o como si estuviera buscando la que Adán había perdido. Cambiando ligeramente de ángulo, Julia le deslizó el muslo sobre la cadera, rozando la evidencia de su pasión.
—¿Puedes negarlo? —insistió él.
—No.
Gabriel la miró con ardor.
—Ahora que hemos dejado esto claro, quiero oír tu respuesta.
A Julia le costaba razonar en aquella postura. Cuando empezó a moverse, él la sujetó con más fuerza.
—Durante estos meses no ha habido nadie más —aseveró—. No quería a nadie que no fueras tú. Pero si me dijeras que te has enamorado de otra persona y que eres feliz, no insistiría. Por mucho que me doliera. —Hizo una mueca y susurró—: Siempre te querré, Julianne, me quieras tú o no. Eres mi cielo. Y mi infierno.
Se hizo el silencio en la habitación durante varios minutos. Julia se cubrió la

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boca con una mano temblorosa y Gabriel vio que tenía las mejillas mojadas de las lágrimas.
—¿Qué pasa? —Tiró de ella con suavidad hasta que la tuvo contra su pecho—. Lo siento. No quería hacerte daño —le dijo arrepentido, acariciándole la espalda.
Julia tardó unos minutos más en calmarse lo suficiente como para poder hablar.
—Me quieres.
Él hizo una mueca de incredulidad.
—¿Lo dudas?
Cuando ella permaneció en silencio, Gabriel empezó a preocuparse en serio.
—¿Pensabas que no te quería? Te he dicho que te amo de todas las maneras posibles. He tratado de demostrártelo con mis actos, con mis palabras, con mi cuerpo. ¿No me creíste?
Julia negó con la cabeza, como diciéndole que no la estaba entendiendo.
—¿Me creíste alguna vez? ¿Me creíste cuando estuvimos en Italia? ¿O en Belice? —Gabriel se tiró del pelo, desesperado—. ¡Por el amor de Dios, Julia! ¿Permitiste que fuera el primer hombre en tu vida pensando que sólo me gustabas?
—No.
—Entonces, ¿por qué eliges este momento para creer que te quiero?
—Porque estabas dispuesto a dejarme salir de tu vida si yo elegía a otra persona.
Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas y Gabriel las detuvo con los dedos.
—Eso es lo que pasa cuando quieres a alguien. Quieres que ese alguien sea feliz.
Julia se secó los ojos y él vio que una de sus últimas lágrimas brillaba sobre el anillo de boda que llevaba en el dedo.
—Cuando encontré el grabado de san Francisco y Guido de Montefeltro, no entendí por qué lo habías metido en el libro. Pero ahora lo entiendo. Tenías miedo de que la universidad arruinara mi carrera académica. Y, para impedirlo, ofreciste la tuya en su lugar. Me amabas tanto que te apartaste de mi vida, aunque sabías que con ello se te rompería el corazón.
—Julia, yo...
Las palabras de Gabriel fueron interrumpidas por los labios de ella, que se fundieron con los suyos en un beso casto y cargado de dolor, pero erótico y gozoso al mismo tiempo.
Hasta ese momento no se había sentido digna del ágape. No había aspirado a ser amada de una manera tan sacrificada. No había sido un objetivo en su vida, ni un grial que hubiera perseguido. Cuando Gabriel le había dicho que la amaba por primera vez, se lo había creído sin darle más vueltas. Pero no había sido consciente de la magnitud y la profundidad de su amor. Sólo con su última declaración le había quedado claro. Y, con la revelación, le sobrevino una gran sensación de sobrecogimiento.
Tal vez su amor siempre había tenido un fuerte componente de sacrificio. O tal vez había ido creciendo con el paso del tiempo, como el manzano que los había alimentado aquella lejana noche, y sólo ahora ella se daba cuenta de su dimensión.
En esos instantes, la génesis de su amor-ágape no importaba. Tras enfrentarse a lo que sólo podía definir como algo muy profundo, Julia nunca más volvería a dudar de su sentimiento. Sabía que él la amaba tal como era, completamente, sin cuestionarla.
Gabriel se separó un poco para mirarla a la cara y le acarició la mejilla con la mano.
—No soy un hombre especialmente noble, pero el amor que siento por ti es para siempre. Cuando fui a tu apartamento, mi intención era decirte que te amaba y asegurarme de que estabas bien. Si me hubieras echado de tu lado —inspiró hondo antes

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de acabar la frase— ... me habría marchado.
—No pienso echarte de mi lado —murmuró ella—. Y haré todo lo que pueda para ayudarte.
—Gracias.
Julia se acercó más y se acurrucó contra su pecho.
—Siento haberme marchado —se disculpó él, antes de unir sus labios en un beso.

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Durante los días y semanas que siguieron, los dos se vieron tan a menudo como pudieron, pero entre los preparativos de Gabriel para el semestre de invierno y el trabajo de Julia en Peet’s, su contacto se llevó a cabo básicamente vía SMS y correos electrónicos.
Ella siguió acudiendo a las sesiones con la doctora Walters, que tomaron una dimensión distinta con el regreso de Gabriel. Y, juntos, empezaron a asistir a sesiones de terapia de pareja una vez por semana; sesiones que se convirtieron rápidamente —aunque de manera no oficial— en preparación prematrimonial.
Cuando Julia se mudó a una residencia de estudiantes, a finales de agosto, Gabriel y ella habían resuelto ya varios de sus problemas de comunicación. Aunque la manzana de la discordia entre ambos permanecía sin resolver: Gabriel seguía negándose a acostarse con ella hasta que no estuvieran casados, y ella seguía insistiendo en que no se precipitaran en cuanto a lo del matrimonio.
En general, él se negaba a compartir la cama con ella y, cuando lo hacía, su expresión era la de un santo que estuviera siendo martirizado.
Una de esas noches, Julia permanecía despierta entre sus brazos mucho después de que él se hubiera dormido. El cuerpo de Gabriel era cálido, como lo habían sido sus palabras de hacía un rato, pero se sentía rechazada. El apasionado profesor no había necesitado que Paulina le insistiera mucho para que volvieran a acostarse, pero en cambio se negaba a amarla a ella con su cuerpo, a pesar de sus promesas de amor eterno.
Con la cabeza apoyada en el pecho de él, que subía y bajaba rítmicamente, reflexionó sobre el rumbo que había tomado su vida. Se preguntó si Beatriz habría pasado muchas noches deseando la presencia de Dante a su lado y teniendo que conformarse con que la adorara a distancia.
«Julia.»
Se sobresaltó al oír su nombre. Gabriel murmuró algo más y la sujetó con fuerza.
Ella derramó una lágrima.
Sabía que él la amaba, pero comprobarlo siempre la emocionaba. Gabriel estaba tratando de liberarse de su pasado con Paulina y otras mujeres y Julia estaba pagando el precio. Aunque tal vez no fuera algo muy distinto del precio que él había tenido que pagar por la vergüenza de ella tras su ruptura con Simon.
Cuando volvió a murmurar, inquieto, Julia le susurró al oído:
—Estoy aquí.

Dándole un suave beso en el tatuaje, cerró los ojos. 


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