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—Otras parejas se conocen, se caen bien, sus respectivos amigos
ponen algunas objeciones,
aunque en general los apoyan, y ellos dos viven durante un tiempo
esa fase de disfrutar el uno
del otro. —Suspiré y miré a Gideon, que estaba sentado junto a mí
en el sofá—. Nosotros, en
cambio, parece que no podemos tener ni un respiro.
—¿A qué clase de respiro te refieres? —preguntó el doctor Petersen
con afectuoso interés.
Esa sensación me dio esperanzas. En cuanto llegamos, había notado
el cambio en la
dinámica entre Gideon y él. Había más soltura, más flexibilidad.
Menos cautela.
—Las únicas personas que quieren vernos juntos son mi madre, cuya
opinión es que
nuestro mutuo amor es una ventaja adicional a los millones de
Gideon, su padrastro y su
hermana.
—No creo que ese juicio sobre tu madre sea muy justo, Eva —dijo el
doctor Petersen,
recostado en la silla mientras me sostenía la mirada—. Ella quiere
que seas feliz.
—Sí, bueno, según ella, la estabilidad económica supone una gran
parte de la felicidad,
cosa que yo no comprendo. No es que ella haya tenido nunca
problemas con el dinero, así que,
¿de dónde le viene ese miedo a no tenerlo? De todos modos..., en
este momento estoy irritada
con todo el mundo. Gideon y yo nos llevamos estupendamente cuando
estamos solos. Algunas
veces discutimos, pero siempre lo superamos. Y me da la impresión
de que salimos
reforzados.
—¿Por qué discutís?
Volví a mirar a Gideon. Esta sentado junto a mí, muy tranquilo;
era un hombre de éxito y
guapísimo, con un traje magníficamente confeccionado. Yo tenía la
intención de acompañarlo
la próxima vez que decidiera renovar su guardarropa. Quería ver
cómo le tomaban medidas a
aquel cuerpo suyo tan imponente, cómo escogían las telas y el
corte.
Lo encontraba endiabladamente sexi con vaqueros y camiseta, y
alucinante con esmoquin,
pero siempre me habían gustado sobre todo los trajes con chaleco,
que él prefería. Me hacían
recordar el día en que lo conocí, tan atractivo y en apariencia
inalcanzable, un hombre a quien
yo había deseado tan desesperadamente que se había anulado hasta
mi instinto de
conservación.
De nuevo miré al doctor Petersen.
—Seguimos discutiendo por las cosas que no me dice. Y también
cuando intenta
excluirme.
Él se dirigió entonces a Gideon:
—¿Sientes la necesidad de mantener a Eva a cierta distancia?
Mi marido sonrió irónicamente.
—No hay distancia entre nosotros, doctor. Eva quiere que vuelque
sobre ella todas las
cosas que me molestan, y yo no voy a hacer eso. Nunca. Ya es
bastante malo que uno de los
dos tenga que vérselas con ello.
Lo miré con los ojos entornados.
—Eso son bobadas. Compartir la carga con el otro supone una parte
importante en
cualquier relación. En ocasiones quizá yo no sea capaz de hacer nada
respecto al problema,
pero sí que puedo actuar como una caja de resonancia. Creo que no
me dices ciertas cosas
porque prefieres apartarlas a un rincón y no hacerles caso.
—Eva, todos procesamos la información de diferente manera.
No pensaba aceptar su respuesta burlona.
—Tú no procesas, tú haces caso omiso. Y nunca va a sentarme bien
que me quites de en
medio cuando estás pasándolo mal.
—¿Cómo lo hace? —terció el doctor Petersen.
—Gideon... se aísla. Se va a otro sitio donde pueda estar solo y
no me permite ayudarlo.
—Se va a otro sitio, ¿cómo? ¿Te apartas emocionalmente, Gideon? ¿O
físicamente?
—Las dos cosas —contesté—. Se cierra emocionalmente y se larga
físicamente.
Gideon me agarró de la mano.
—No puedo cerrarme contigo, ése es el problema
—¡Eso no es ningún problema! —repliqué negando con la cabeza.
»Él no necesita espacio —añadí dirigiéndome ahora al doctor
Petersen—; me necesita a
mí, pero me aleja porque tiene miedo de herirme si no lo hace.
—¿Cómo la herirías, Gideon?
—Es... —Exhaló con fuerza—. Eva tiene técnicas. Las tengo
presentes todo el tiempo. Soy
cuidadoso. Pero a veces, cuando no pienso con mucha claridad, es
posible que me pase de la
raya. Petersen nos observó.
—¿Qué raya te preocupa cruzar?
Gideon me apretó la mano, el único signo externo que podía denotar
algún desasosiego.
—Hay ocasiones en que la deseo demasiado y puedo resultar
brusco..., exigente. Algunas
veces me falta el control que necesito.
—¿Estás hablando de sexo? Ya hemos tocado ese tema brevemente.
Dijiste que manteníais
relaciones varias veces al día, todos los días. ¿Sigue siendo así?
De repente noté mucho calor en la cara.
—Sí.
El doctor Petersen dejó su tableta a un lado.
—Tienes razón al preocuparte, Gideon. Quizá estés usando el sexo
para mantener a Eva a
una distancia emocional. Cuando estáis haciendo el amor, ella no
habla, tú no contestas. Llega
un momento en que ni siquiera piensas, manda tu cuerpo, y el
cerebro sólo está pendiente de
las endorfinas. A la inversa, los supervivientes de abusos
sexuales como Eva suelen usar el
sexo para establecer vínculos afectivos. ¿Te das cuenta del
problema? Tú intentas poner
distancia por medio del sexo, mientras que Eva trata de acercarse
más.
—Ya he dicho que no hay ninguna distancia. —Gideon se inclinó
hacia adelante y puso mi
mano en su regazo—. No con Eva.
—Entonces, dime, cuando tienes problemas emocionales e inicias una
relación sexual con
ella, ¿qué es lo que buscas?
Me volví un poco para mirar a Gideon, completamente concentrado en
la respuesta. Yo
nunca me había preguntado por qué necesitaba él estar dentro de
mí, sino tan sólo cómo. Para
mí era algo tan simple como que él lo necesitaba y yo se lo daba.
Nuestras miradas se encontraron. El escudo de sus ojos, la
máscara, se había desvanecido y
vi deseo en ellos, amor.
—La unión —respondió—. Hay un momento en que ella empieza y yo...
yo empiezo, y ahí
estamos. Juntos. Yo quiero eso.
—¿Necesitas sexo duro?
Gideon lo miró.
—A veces. Hay ocasiones en que ella se contiene, pero puedo
llevarla a ello. Ella quiere
que lo haga, necesita que lo haga. Tengo que presionar.
Cuidadosamente. Con control. Cuando
no tengo el control, tengo que dar marcha atrás.
—¿Cómo presionas? —preguntó el doctor Petersen con delicadeza.
—Tengo mis métodos.
El terapeuta dirigió entonces la atención hacia mí.
—¿En algún momento ha ido Gideon demasiado lejos?
—No.
—¿Te preocupa que alguna vez pueda hacerlo?
—No.
Su mirada era amable, pero tenía el ceño fruncido.
—Pues debería preocuparte, Eva. A los dos.
Estaba removiendo unas verduras con trocitos de pollo y curry en
el fogón cuando oí que se
abría la puerta principal. Miré con curiosidad a ver quién
aparecía, esperando que Cary
hubiera venido a casa solo.
—Huele bien —dijo acercándose a la encimera para observar.
Tenía un aspecto fresco e informal, con una camiseta ancha de
cuello de pico y unos
pantalones cortos caquis. Llevaba las gafas de sol colgadas del
cuello y unas muñequeras
anchas de cuero marrón que ocultaban los cortes que yo le había
visto la noche anterior.
—¿Habrá para mí? —preguntó.
—¿Sólo para ti?
Sonrió vanidosamente, pero yo percibí la tensión en su boca.
—Pues sí.
—Entonces hay bastante, si tú pones el vino.
—Trato hecho.
Se acercó y miró dentro de la cacerola por encima de mi hombro.
—¿Blanco o tinto?
—Es pollo.
—Blanco, entonces. ¿Dónde está Cross?
Lo vi dirigirse a la nevera del vino.
—Con su entrenador, haciendo ejercicio. ¿Cómo te ha ido hoy?
Se encogió de hombros.
—La misma mierda de siempre.
—Cary —bajé el fuego y me volví hacia él—, hace solamente unas
semanas estabas muy
contento aquí en Nueva York con tus trabajos. Y ahora... te veo
muy infeliz.
Sacó una botella y se encogió de hombros otra vez.
—Esto me pasa por andar haciendo el gilipollas por ahí.
—Siento no haberte prestado atención.
Me miró mientras buscaba el sacacorchos.
—¿Pero...?
—Nada de peros. —Sacudí la cabeza—. Lo siento. Has tenido compañía
casi todas las
noches que yo he pasado en casa, así que imaginé que por esa razón
no hablábamos tanto, pero
eso no justifica que no te haya echado una mano sabiendo que
estabas atravesando un mal
momento.
Él suspiró, inclinando la cabeza.
—No era justo soltártelo todo anoche. Sé que Cross tiene sus
problemas también y tú
tienes que enfrentarte a ellos.
—Eso no significa que deje de prestarte atención a ti. —Le puse la
mano en el hombro—.
Cuando me necesites, dímelo y estaré a tu lado.
Se volvió de pronto y me dio un abrazo tan fuerte que casi me
faltó el aire. La compasión
hizo el resto, y también me oprimió el corazón.
Le devolví el abrazo y le acaricié la cabeza. Tenía el pelo castaño
oscuro y suave como la
seda; los hombros, duros como el granito. Pensé que tenían que ser
así para soportar el peso
del estrés que sufría. El sentimiento de culpa me hizo estrecharlo
más.
—Ay, Dios mío —murmuró—. La he jodido pero bien.
—¿Qué ocurre?
Me soltó y volvió a la botella para abrirla.
—No sé si son las hormonas o qué, pero Tat está hecha una bruja
insoportable en estos
momentos. Nada le parece bien. Nada la hace feliz, especialmente
estar embarazada. ¿Qué le
espera al pobre niño con un padre como yo y una diva egocéntrica
que lo odia como madre?
—A lo mejor es una niña —dije pasándole las copas de vino que
había sacado del armario.
—Por favor, no digas eso. Ya estoy lo bastante aterrado. —Sirvió
dos generosas copas, me
tendió una y a continuación bebió un buen trago de la suya—. Y me
siento como un cabronazo
hablando de este modo de la madre de mi hijo, pero es la verdad.
Que Dios nos asista, pero es
la puñetera verdad.
—Estoy segura de que son las hormonas. Después todo se asentará y
ella estará radiante y
feliz. —Tomé un sorbo, deseando con todas mis fuerzas que lo que
decía se hiciera realidad—.
¿Se lo has dicho ya a Trey?
Negó con la cabeza.
—Él es lo único cuerdo que hay en mi vida. Si lo pierdo a él,
también perderé el juicio.
—Ha estado contigo hasta ahora.
—Y tengo que esforzarme para que siga estándolo. Todos los días.
Nunca me he esforzado
tanto. Y no estoy hablando de sexo.
—No pensaba que hablases de eso. —Saqué del lavavajillas dos
tazones limpios y dos
cucharas—. Lo que yo creo es que eres un tipo estupendo y
cualquiera se consideraría
afortunado de tenerte. Y estoy segura de que Trey piensa lo mismo.
—No, por favor. —Su mirada se encontró con la mía—. Estoy tratando
de ser realista. No
necesito que me des coba.
—No es coba. Puede que lo que he dicho no sea muy profundo, pero
es verdad. —Me
detuve delante del hervidor de arroz—. Gideon no me cuenta lo que
le pasa muchas veces.
Dice que es para protegerme, pero lo que en realidad hace es
protegerse a sí mismo.
Decir esas palabras en voz alta fue lo que realmente me hizo
asimilarlas.
—Teme que, cuanto más me cuente, más razones tendré para largarme.
Pero es justo lo
contrario, Cary. Cuanto más se calla, más me parece que no confía
en mí, y eso nos hace daño.
Trey y tú lleváis juntos tanto tiempo como Gideon y yo. —Extendí
la mano para tocarle el
brazo—. Tienes que decírselo. Si se entera de lo del niño por otro
camino, y terminará por
enterarse, puede que no te perdone.
Cary se apoyó contra la isleta, dando la impresión de ser mucho
más viejo y de estar muy
cansado.
—Siento que, si dispusiera de más tiempo para manejar todo este
asunto, podría hablar con
Trey.—
Esperar no te ayudará en absoluto —le dije suavemente echando
arroz en los tazones—.
Estás recayendo en malos hábitos.
—Y ¿qué más tengo? —Hablaba con un tono duro por la ira—. Ya no
ando jodiendo por
ahí. Un monje tiene más orgasmos que yo.
Hice una mueca. Me daba cuenta de que Cary era el ejemplo de lo
que había dicho el
doctor Petersen. Cuando tenía relaciones sexuales podía desconectar
el cerebro y dejar que su
cuerpo le hiciera sentir bien, aunque fuera sólo durante un rato.
No tenía que pensar ni
experimentar nada que no fuera estrictamente sensorial. Era un
mecanismo defensivo que
había tenido que perfeccionar cuando lo follaban a él, mucho antes
de tener la edad suficiente
incluso para desearlo.
—Me has convencido —repliqué.
—Nena, yo te quiero, pero no siempre eres lo que necesito para
salvarme.
—Cortarse las venas y tirarse a todo el que se deje tampoco te
salvará. Estoy convencida
de que eso no te hace sentir bien contigo mismo.
—Algo habrá que me haga sentir bien.
Eché el curry sobre el arroz y le pasé un tazón y una cuchara.
—Cuidarte —repuse—. Confiar en las personas a quienes quieres. Ser
sincero contigo
mismo y con ellas. Parece muy sencillo, pero ambos sabemos que no
lo es. Aun así, es el único
camino.
Me dirigió una sonrisa breve y triste y cogió la comida que le
había servido.
—Tengo miedo.
—Eso —dije suavemente, devolviéndole la sonrisa—, eso sí es
sincero. ¿Te serviría de
algo que yo estuviera contigo cuando hables con Trey?
—Claro. Me sentiría como un cobardica por no hacerlo solo, pero
sí, claro que me serviría.
—Entonces, allí estaré.
Cary me abrazó por la espalda y apoyó la mejilla en mi hombro.
—En realidad siempre estás ahí cuando te necesito. Y te quiero por
eso.
—Yo también te quiero a ti —dije estirando el brazo hacia atrás y
acariciándole el pelo.
Me desperté al notar que el edredón se apartaba de mí y que el
colchón se hundía bajo el peso
del hombre que se metía en mi cama.
—Gideon...
Con los ojos cerrados, me volví hacia él. Respiré profundamente,
inhalando el aroma de su
piel. Al tocarlo, me di cuenta de que tenía frío, así que me
acerqué a él para darle calor.
Me besó en la boca con vehemencia. La sorpresa de su deseo terminó
de despertarme; el
ansia de su tacto me aceleró el corazón. Se deslizó sobre mí y fue
descendiendo por mi cuerpo.
Primero, me encendió los pezones con sus labios, después el
vientre, luego el sexo.
Arqueé la espalda, emitiendo sonidos ahogados. Me lamía el
clítoris con una tenacidad que
me excitaba sobremanera, sujetándome por las caderas mientras yo
me retorcía bajo las
vibraciones de su lengua.
Me corrí gritando. Se limpió los labios en mis muslos y se
incorporó, como una seductora
sombra que emerge en medio de la oscuridad. Se colocó sobre mí y
me penetró.
Por encima de mis gemidos, lo oí pronunciar mi nombre como si el
placer de poseerme
fuera demasiado fuerte. Yo estaba agarrada a su cintura; él, a las
sábanas. Impulsaba las
caderas y las balanceaba, empujando su magnífica polla profunda e
incansablemente dentro de
mí.
Cuando me desperté de nuevo, el sol ya estaba alto en el cielo, y
el otro lado de la cama, frío y vacío.
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