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Cautivada por ti - Sylvia Day - Cap.15


15
—Una suite principal para él y para ella, todo un clásico. —Blaire Ash sonreía mientras
deslizaba la pluma por un bloc grande montado en una tablilla sujetapapeles.
Recorrió con la mirada el dormitorio de Eva en el ático, que yo le había encargado que
diseñara para que fuera exactamente igual que el que tenía en su apartamento del Upper West
Side. —¿Cómo quieren la reforma? —preguntó el diseñador—. ¿Hacemos tabla rasa o prefieren
el cambio estructural más simple que combine las dos habitaciones?
Dejé que contestara Eva. Me resultaba difícil participar, sabiendo que en realidad ninguno
de los dos queríamos aquel cambio. Nuestra casa pronto reflejaría lo jodido que yo me
encontraba y lo mucho que eso afectaba a nuestro matrimonio. Todo aquello era como un
cuchillo en el estómago.
Ella me miró antes de preguntar:
—¿Qué sería más fácil de hacer?
Ash sonrió, dejando ver unos dientes ligeramente torcidos. Era atractivo, o al menos eso
aseguraba Ireland, y llevaba su atuendo habitual: vaqueros rasgados y camiseta debajo de una
chaqueta hecha a medida. Sin embargo, no podía importarme menos su aspecto. Lo que
contaba era su talento, que yo admiraba lo suficiente como para encargarle que reformara
tanto mi oficina como mi casa. Lo que no me gustaba era el modo en que miraba a mi mujer.
—Podríamos adaptar la distribución del baño principal y abrir una puerta abovedada en
esta pared, uniendo así las dos habitaciones.
—Eso es justo lo que necesitamos —dijo Eva.
—Bueno. Este procedimiento es rápido y eficaz, y las obras no causarían muchos
trastornos en vuestra vida. O bien —añadió— podría mostrarles algunas alternativas.
—¿Como cuáles?
Ash se puso a su lado, tan cerca que le rozaba un hombro con el suyo. Era casi tan rubio
como Eva y, con la cabeza inclinada hacia ella, la imagen que formaban era espléndida.
—Si jugamos con las dimensiones de los tres dormitorios y el baño principal —respondió
dirigiéndose sólo a ella, como si yo no estuviese allí—, podría salir una suite con los dos lados
proporcionados. Ambos dormitorios serían del mismo tamaño, con los despachos de él y ella
contiguos..., o un cuarto de estar, si lo prefieren.
—¡Ah! —Eva se mordió el labio inferior distraídamente durante un momento—. Es
increíble que hagas el bosquejo tan deprisa.
Él le guiñó un ojo.
—«Rápido y cuidadoso» es mi lema. Y hacer tan bien el trabajo que se piense en mí
cuando haya que hacerlo otra vez.
Yo estaba apoyado en la pared, observándolos con los brazos cruzados. Eva parecía ajena
al doble sentido de las palabras del diseñador. Yo, no.
Sonó el teléfono de casa y ella levantó la cabeza y me miró.
—Seguro que es Cary.
—¿Por qué no lo coges tú, cielo? —dije en tono cansino—. Tal vez deberías decirle que
venga para que comparta tu entusiasmo.
—¡Sí! —Me pasó la mano por el brazo al salir corriendo de la habitación, un toque fugaz
que reverberó en todo mi cuerpo.
Me enderecé y me dirigí a Ash:
—Está coqueteando con mi mujer.
Se puso tenso de repente y dejó de sonreír.
—Lo siento. No era mi intención. Sólo quería que la señorita Tramell se sintiera cómoda.
—Yo me preocuparé por ella. Usted preocúpese por mí.
No dudaba de que el diseñador se habría cuestionado el arreglo que le habíamos
consultado. Cualquiera lo cuestionaría. ¿Qué hombre con sangre en las venas y en su sano
juicio, con una mujer como Eva al lado, dormiría no sólo en otra cama, sino en otra
habitación?
El cuchillo penetró un poco más y giró.
Sus ojos oscuros se quedaron sin expresión.
—Por supuesto, señor Cross.
—¿A ti qué te parece? —preguntó Eva entre un bocado y otro de pizza de pepperoni y
albahaca. Estaba inclinada sobre la isla de la cocina, con una pierna levantada hacia atrás, pues
había optado por situarse enfrente de Cary y de mí.
Me quedé pensando la respuesta.
—Yo creo que la idea de una suite con dos lados exactos es estupenda —continuó después
de limpiarse la boca con una servilleta de papel—, pero, si elegimos el camino más fácil, será
más rápido. Además, podríamos cegar la puerta algún día si queremos usar la habitación para
otra cosa.
—Como un cuarto para los niños, por ejemplo —sugirió Cary mientras echaba pimienta en
su porción.
De pronto se me quitó el hambre y dejé en el plato de papel el trozo que estaba comiendo.
Últimamente comer pizza en casa no me había sentado nada bien.
—O un cuarto para invitados —apuntó Eva—. Me gustó lo que hablaste con Blaire
respecto a tu apartamento.
Cary le lanzó una mirada significativa.
—Buen regate.
—Oye, puede que tú estés pensando en niños, pero el resto de nosotros tenemos otras
prioridades en la vida.
Eva había dicho exactamente lo que yo quería que dijera, pero...
¿Albergaba ella los mismos temores que yo? Tal vez me había aceptado como marido
porque no había podido resistirse, pero pondría barreras a que yo fuera el padre de sus hijos.
Llevé el plato hasta el cubo de la basura y lo tiré.
—Tengo que hacer algunas llamadas. Quédate —le dije a Cary—; pasa un rato con Eva.
Él asintió con la cabeza.
—Gracias.
Salí de la cocina y atravesé el salón.
—Bueno, pues... —empezó a decir Cary cuando yo todavía podía oírlo—, al diseñador
guaperas le gusta tu marido, nena.
—¡Que no! —Eva se echó a reír—. ¡Estás loco!
—Eso no te lo discuto, pero el tal Ash apenas si te miró en toda la tarde y no despegó los
ojos de Cross.
Di un resoplido. El diseñador había captado el mensaje, lo que reafirmaba mi opinión
sobre su inteligencia. Cary era libre de hacer la lectura que le pareciera bien.
—Vale, pues si tienes razón —dijo ella—, debo admirar su buen gusto.
Recorrí el pasillo y entré en el despacho. Mis ojos se detuvieron en el collage de fotos de
Eva que había en la pared.
Ella era lo único que no podía apartar de mi pensamiento. Siempre estaba ahí, impulsando
todo lo que yo hacía.
Me acomodé frente al escritorio y me puse a trabajar con la esperanza de recuperar todo lo
que pudiera para no estar el resto de la semana completamente descolocado. Me costó un poco
meterme en el juego, pero, cuando lo conseguí, noté un gran alivio. Suponía un respiro
centrarse en problemas con soluciones concretas.
Ya iba avanzando cuando oí un grito en el salón que parecía haber proferido Eva. Me paré
para escuchar. Hubo un momento de silencio y luego lo oí otra vez, seguido de la voz de Cary
en un tono muy alto. Fui hasta la puerta y la abrí.
—¡Podrías hablar conmigo, Cary! —decía mi mujer, muy enfadada—. Podrías decirme lo
que ocurre.
—Tú sabes lo que ocurre —replicó él en un tono tan nervioso que me hizo salir del
despacho.
—¡No sabía que estabais cortando otra vez!
Caminé por el pasillo. Eva y Cary discutían en el salón mirándose con ira, separados por
más de un metro de distancia.
—No es asunto tuyo —dijo él con los hombros muy erguidos y el mentón a la defensiva.
Entonces me miró a mí también—. Ni tuyo tampoco.
—En eso estamos de acuerdo —repuse, aunque no era del todo cierto. Que Cary se
destruyera a sí mismo no era de mi incumbencia. El modo en que eso afectara a Eva, sí.
—Gilipolleces. Todo es una maldita gilipollez. —Eva me miró fijamente para hacerme
tomar parte en la conversación. Luego se volvió hacia Cary—: Pensé que estabas yendo al
doctor Travis.
—¿Cuándo tengo yo tiempo para eso? —replicó él con ironía al tiempo que se apartaba el
pelo de la frente—. Entre mi trabajo y el de Tat, y tratar de conservar a Trey, ¡no tengo tiempo
ni para dormir!
Eva sacudió la cabeza.
—Estás escurriendo el bulto.
—No me sermonees, nena —le advirtió Cary—. En este momento lo último que necesito
son tus chorradas.
—¡Ay, Dios! —Ella echó la cabeza hacia atrás y miró al techo—. ¿Por qué coño todos los
hombres de mi vida insisten en despacharme cuando más me necesitan?
—No puedo hablar por Cross, pero ya no puedo contar contigo. Me las arreglo lo mejor
que puedo.
Ella dejó caer la cabeza.
—¡Eso no es justo! Cuando me necesites, tienes que decírmelo. ¡No puedo leerte la mente!
Giré sobre mis talones y los dejé a lo suyo. Yo tenía mis propios problemas que resolver.
Cuando Eva estuviera dispuesta, vendría a mí y la escucharía, procurando no ser muy explícito
en cuanto a mi opinión.
Sabía que ella no quería oír lo que yo pensaba: que estaría mucho mejor sin Cary.
La luz del alba entraba de soslayo e iluminaba las puntas de su pelo mientras dormía. Los
suaves mechones rubios resplandecían como el oro; parecían iluminados desde dentro. Eva
tenía una mano en la almohada, junto a su hermosa cara, y la otra entre los senos. Las blancas
sábanas, revueltas por el ajetreo de la noche anterior, le cubrían tan sólo la cadera y la parte
superior de los muslos, con lo que sus bronceadas piernas quedaban al aire.
Yo no era un hombre muy dado a las fantasías, pero en ese momento mi mujer parecía el
ángel que yo creía que realmente era. Enfoqué la cámara hacia aquella imagen para
conservarla siempre. El obturador hizo ruido y Eva se movió, separando ligeramente los
labios. Hice otra fotografía, contento de haber comprado una cámara que podía hacerle
justicia.
Abrió los ojos pestañeando.
—¿Qué haces, campeón? —preguntó con una voz tan turbia como sus pupilas.
Dejé la cámara sobre la cómoda y me metí en la cama con ella.
—Admirarte.
Eva sonrió.
—¿Cómo te encuentras hoy?
—Mejor.
—Mejor es bueno.
Se dio la vuelta y buscó sus pastillas. Giró de nuevo hacia mí oliendo a menta. Su mirada
recorrió mi rostro.
—Estás preparado para enfrentarte al mundo, ¿verdad?
—Preferiría quedarme en casa contigo —repuse.
Entornó los ojos.
—Dices eso pero te mueres por volver a dominar el mundo.
Me incliné y la besé en la punta de la nariz.
—Me conoces muy bien.
Todavía me sorprendía todo lo que sabía de mí. Me sentía inquieto, algo inestable.
Distraerme con el trabajo, ver progresos concretos en alguno de los proyectos que supervisaba
personalmente, me ayudaría a sosegarme. Aun así, sugerí:
—Podría trabajar en casa por la mañana y después pasar la tarde contigo.
Eva negó con la cabeza.
—Si quieres hablar, me quedaré en casa. Si no, tengo un empleo al que debo volver.
—Si trabajaras conmigo, también podrías utilizar el cibertransporte.
—Quieres empujarme a eso, ¿verdad? ¿Es ésa la táctica que vas a emplear?
Me puse boca arriba, con el brazo sobre los ojos. Eva no me había presionado el día
anterior y sabía que tampoco lo haría ese día, ni el siguiente. Igual que el doctor Petersen,
esperaría pacientemente a que yo me sincerara. Pero saber que ella estaba esperando ya
implicaba bastante presión.
—No hay nada que decir —protesté—. Aquello pasó. Ahora Chris lo sabe. Hablar de ello
no cambiará nada.
Noté que se volvía hacia mí.
—Lo que importa no es hablar de los hechos en sí mismos, sino de cómo te sientes tú
respecto a ellos.
—No siento nada. Me... sorprendió. No me gustan las sorpresas. Ahora ya se me ha pasado.
—Bobadas —replicó, y se levantó corriendo antes de que pudiera sujetarla—. Si sólo vas a
decir mentiras, mejor cállate.
Me incorporé y la observé mientras andaba al pie de la cama. Mi necesidad de ella era
como una vibración constante en mi sangre, que ella, con su fogoso temperamento latino,
convertía con facilidad en un deseo vehemente.
Había oído decir que mi mujer era tan deslumbrante como su madre, pero yo no estaba de
acuerdo. Monica Stanton era una belleza fría, que daba la impresión de ser en cierto modo
inaccesible. En cambio, Eva era toda calidez y sensualidad; podías alcanzarla, pero su pasión
te abrasaría.
Salté de la cama y la detuve antes de que llegara al baño sujetándola por ambos brazos.
—No puedo discutir contigo en este momento —le dije sinceramente, clavando los ojos en
las profundidades de su mirada turbulenta—. Si no estamos en sintonía, no sobreviviré al día
de hoy.
—Entonces no me digas que ya se te ha pasado cuando estás tratando de mantener el tipo.
Dejé escapar un gruñido de frustración.
—No sé qué hacer al respecto —le confesé—. No veo que cambie nada el hecho de que
Chris lo sepa.
Ella levantó la barbilla.
—Está preocupado por ti. ¿Vas a llamarlo?
Volví la cabeza. Cuando pensaba en ver a mi padrastro otra vez, se me hacía un nudo en el
estómago.
—Hablaré con él en algún momento. Llevamos un negocio juntos.
—Prefieres evitarlo. Dime por qué.
Retrocedí.
—De repente no vamos a ser los mejores amigos del mundo, Eva. Antes apenas nos
veíamos, y no veo razón para que eso cambie.
—¿Estás enfadado con él?
—Dios. ¿Por qué cojones tengo yo que hacerle sentir mejor? —espeté, y me dirigí a la
ducha.
Ella me siguió.
—Nada le hará sentir mejor, y no creo que él espere eso de ti. Sólo quiere saber que te has
recuperado.
Me metí en la cabina y abrí los grifos.
Eva me acarició la espalda.
—Gideon..., no puedes esconder tus sentimientos en una caja. Excepto si quieres una
explosión como la de la otra noche. U otra pesadilla.
La mención de mis pesadillas recurrentes me hizo volverme hacia ella.
—Pues las dos últimas noches nos ha ido muy bien.
Eva no se echaba atrás en mis ataques de ira como hacían los demás, lo cual sólo
empeoraba las cosas. Y ver su cuerpo desnudo reflejado en los espejos tampoco ayudaba.
—El martes no dormiste —replicó—, y anoche estabas tan agotado que no creo que
soñaras.
Ella no sabía que yo había dormido parte de la noche en el otro dormitorio, y no vi razón
alguna para contárselo.
—¿Qué es lo que quieres que diga?
—¡No se trata de mí! Hablar de las cosas nos alivia, Gideon. Desahogarse nos ayuda a ver
las cosas desde otra perspectiva.
—¿Perspectiva? Ya tengo bastante perspectiva. La compasión en el rostro de Chris la otra
noche era más que evidente. ¡O en el tuyo! No necesito que nadie sienta pena por mí, maldita
sea. No necesito su puñetero sentimiento de culpa.
Eva enarcó las cejas.
—No puedo hablar por Chris —repuso—, pero lo que viste en mi cara no era lástima,
Gideon. Comprensión, tal vez, porque sé lo que sientes. Y dolor, sin duda, porque mi corazón
está conectado con el tuyo. Cuando tú sufres, yo también sufro. Tendrás que aprender a
aceptarlo porque te quiero y eso no va a cambiar.
Sus palabras me calaron hondo. Estiré el brazo y me agarré al cristal de la mampara.
Eva se acercó a mí, conmovida, y me abrazó. Bajé la cabeza para inundarme de ella. De su
olor, de su tacto. Con el brazo libre le rodeé las caderas y cubrí con la mano la curva de su
trasero. Ya no era el mismo hombre que cuando nos habíamos conocido. En algunos aspectos
era más fuerte y en otros más débil. Era la debilidad contra lo que yo luchaba. No sentía nada.
Y ahora...
—Él no te considera débil —me susurró, adivinando mis pensamientos. Tenía la mejilla
apoyada en mi pecho—. Nadie podría considerarte débil, después de todo lo que has pasado...
y de que hayas llegado a ser el hombre que eres hoy. Eso es fortaleza, cariño. Y yo estoy
impresionada.
Hundí los dedos en su suave carne.
—Tu opinión es subjetiva —murmuré—. Estás enamorada de mí.
—Pues claro que lo es. ¿Cómo podría ser de otro modo? Eres extraordinario y perfecto...
Yo protesté.
—Perfecto para mí —corrigió—, y como tú me perteneces, eso es bueno.
La atraje hacia la ducha y la puse bajo el chorro de agua.
—Me da la impresión de que esto cambia las cosas —admitió—, pero no sé cómo.
—Lo entenderemos juntos —me pasó las manos por los hombros y los brazos—, pero no
me apartes de ti. Tienes que dejar de protegerme, en especial de ti mismo.
—No quiero hacerte daño. No puedo correr ese riesgo.
—Lo que tú digas. Yo puedo ponerte en tu sitio si te desmandas.
Si eso fuera verdad, podría suponer un consuelo.
Cambié de actitud con la esperanza de evitar una pelea que tendría repercusiones en mi
jornada laboral.
—He estado pensando en las reformas del ático —dije.
—Estás cambiando de tema.
—Lo hemos agotado, pero no está cerrado —maticé—, sólo pospuesto hasta que haya
variables adicionales que abordar.
Eva se quedó observándome.
—¿Por qué me excitas cuando te pones en plan magnate conmigo?
—No me digas que hay veces que no te excito.
—Ya me gustaría. Sería un ser humano más productivo.
Le aparté el pelo mojado de la frente.
—¿Has pensado en lo que quieres?
—Cualquier cosa que termine con tu polla dentro de mí.
—Bueno es saberlo. Me refería al ático.
Ella se encogió de hombros con un brillo irónico en los ojos.
—Pues eso.
Era un restaurante de esos en los que los turistas nunca reparan. Pequeño y antiestético, tenía
una marquesina de vinilo que no lo hacía parecer precisamente excepcional ni acogedor.
Estaba especializado en sopas, con una carta de sándwiches para los más hambrientos. Junto a
la puerta, una nevera ofrecía una limitada selección de bebidas, y había una caja registradora
antigua que sólo servía para almacenar el dinero.
No, los turistas jamás irían a un sitio como éste, regentado por inmigrantes que habían
decidido llevarse un bocado de la Gran Manzana. Irían a los locales que habían hecho famosos
las películas o los programas de televisión, o a aquellos otros esparcidos por el llamativo
espectáculo de Times Square. La gente de la zona, sin embargo, conocía aquella joya y
guardaba cola en la calle.
Crucé la fila y llegué hasta el fondo del local, donde había una habitación minúscula con
unas cuantas mesas cuyos tableros esmaltados estaban muy deslucidos. Un hombre solitario se
encontraba sentado a una de ellas, leyendo el periódico del día delante de una taza de sopa
humeante.
Cogí una silla y me senté frente a él.
Benjamin Clancy no levantó la vista cuando habló.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Cross?
—Creo que debo darle las gracias.
Dobló el periódico pausadamente y lo dejó a un lado, ahora ya mirándome a los ojos. Era
un hombre robusto y musculoso. Tenía el pelo rubio oscuro y lo llevaba cortado al estilo
militar.
—¿Ah, sí? Bueno, pues las acepto. Aunque no lo hice por usted.
—No hable en pasado. —Me quedé observándolo un momento—. Sigue usted vigilando.
Clancy asintió con la cabeza.
—Ya le han ocurrido bastantes cosas. Me ocuparé de que no le suceda nada más.
—¿No confía en que yo pueda hacerlo?
—No lo conozco lo suficiente para confiar en usted. En mi opinión, ella tampoco. Así que
seguiré echando un ojo durante algún tiempo.
—Yo la quiero. Creo que está demostrado hasta dónde puedo llegar para protegerla.
Su mirada se endureció.
—Hay hombres a los que es necesario matar como a perros rabiosos. Otros, en cambio,
necesitan ser ellos mismos quienes lo hagan. A usted no lo catalogo en ninguno de los dos
grupos. Eso lo deja fuera de la manada.
—Yo cuido de lo que es mío.
—Y lo hace bien. —Sonrió, pero no con los ojos—. Yo cuido del resto. Mientras Eva sea
feliz con usted, lo dejaremos así. Si un día decide que ella no es lo que usted quiere, corte por
lo sano y con respeto. Si le hace daño de algún modo, tendrá problemas, tanto si respiro
todavía como si estoy en el otro barrio, ¿me ha entendido?
—No tiene que amenazarme para que sea bueno con ella, pero lo he entendido.
Eva era una mujer fuerte. Lo suficiente como para sobrevivir a su pasado y comprometerse
a vivir su futuro conmigo. Pero también era vulnerable de una manera que la mayor parte de la
gente no percibía. Por eso, yo haría cualquier cosa para protegerla, y parecía que Benjamin
Clancy pensaba lo mismo.
Me incliné hacia adelante.
—A Eva no le gusta que la espíen. Si usted se convierte en una molestia para ella,
tendremos que sentarnos otra vez como hoy.
—¿Piensa hacer un problema de ello?
—No. Si ella lo pilla, no será porque yo la haya avisado. Tenga presente que se ha pasado
la vida mirando de reojo, agobiada por su madre. Ahora respira libre por primera vez. No
permitiré que la prive de eso.
Clancy entornó los ojos.
—Me parece que usted y yo nos entendemos.
Me puse en pie y le tendí la mano.
—Yo diría que sí.
Cuando terminé de trabajar y me levanté del escritorio, me sentía seguro y tranquilo.
Allí, en mi despacho, al timón de Cross Industries, controlaba hasta el último detalle. No
dudaba de nada, y mucho menos de mí mismo.
Sentía el suelo firme bajo mis pies. Había calmado los ánimos levantados por las
cancelaciones del miércoles, pero me encarrilé el jueves. A pesar de haber faltado toda una
jornada, ya me había puesto al día.
—He confirmado sus planes para mañana —me dijo Scott entrando en el despacho—. La
señora Vidal se reunirá con usted y la señorita Tramell en The Modern a mediodía.
«¡Mierda!». Se me había olvidado la comida con mi madre.
—Gracias, Scott. Que tengas una buena noche.
—Igualmente, señor Cross. Hasta mañana.
Estiré los hombros y me acerqué a la ventana para echar un vistazo a la ciudad. Las cosas
eran más fáciles antes de Eva. Más simples. Durante el día, aunque absorbido por el trabajo,
había habido un momento en que había echado en falta esa simplicidad.
Ahora, con la noche cercana y tiempo para pensar, la perspectiva de importantes reformas
en la casa que yo consideraba un refugio me preocupaba más de lo que estaba dispuesto a
admitir ante mi esposa. Además de todas las presiones personales a las que tenía que
enfrentarme, me sentía casi aplastado por la magnitud de los cambios que iba a hacer.
Todo merecía la pena para despertar con Eva tal como estaba aquella misma mañana, pero
eso no me impedía especular sobre las consecuencias de su entrada en mi vida.
—Señor Cross...
Me volví al oír de nuevo la voz de Scott, en el umbral de mi despacho.
—Estás aquí todavía.
Él sonrió.
—Me dirigía a los ascensores cuando Cheryl me llamó al pasar por recepción. Hay una tal
Deanna Johnson en la entrada que pregunta por usted. Quería saber si tengo que decirle que ya
no está disponible hoy.
Estuve tentado de negarme a verla. Tenía poca paciencia con los periodistas, y menos si
eran antiguas amantes.
—Que suba —dije en cambio.
—¿Quiere que me quede?
—No, gracias, puedes irte.
Vi salir a Scott y llegar a Deanna. Venía hacia mi despacho dando pasos largos, con unos
zapatos de tacón alto y una falda gris un poco por encima de las rodillas. Su larga melena
oscura ondeaba sobre sus hombros y enmarcaba la cremallera que adornaba su blusa, bastante
tradicional por otro lado.
Me dedicó una sonrisa exagerada y me tendió la mano.
—Gideon, gracias por recibirme sin haberte avisado.
Le estreché la mano brevemente.
—Espero que no te hayas tomado la molestia de venir directamente si no se trata de algo
importante.
La frase expresaba tanto una realidad como una advertencia. Habíamos llegado a un
acuerdo, pero éste no duraría mucho si pensaba que podía aprovecharse de nuestra conexión
más allá de los límites que yo había marcado.
—Sólo por las vistas ya merece la pena —dijo con los ojos fijos en mí durante un
momento demasiado largo antes de dirigirlos a la mesa.
—Lo siento, pero tengo una cita, así que esto ha de ser rápido —repuse.
—Yo también tengo prisa.
Se echó el pelo hacia atrás y se sentó en la silla más cercana, cruzando las piernas de modo
que mostraba más muslo del que yo deseaba ver. Luego comenzó a buscar algo en su bolso.
Yo saqué el móvil del bolsillo, miré la hora y llamé a Angus.
—Nos vamos dentro de diez minutos —le dije cuando respondió.
—Traeré el coche.
Al finalizar la llamada, miré a Deanna, impaciente porque fuese al grano.
—¿Cómo está Eva? —preguntó.
—Llegará dentro de un momento. Puedes preguntárselo tú misma.
—¡Ah! —Levantó la vista hacia mí con el pelo cayéndole sobre un ojo—. Probablemente
me habré ido cuando ella llegue. Creo que nuestra... historia la hace sentir incómoda.
—Ella sabe cómo era yo antes —dije sin inmutarme—, y también que ya no soy así.
Deanna movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Por supuesto que ella lo sabe, y por supuesto que tú ya no eres así, pero a ninguna mujer
le gusta que le restrieguen por la cara el pasado de su hombre.
—Tendrás que asegurarte de que tú no lo haces.
Otra advertencia.
Entonces sacó una carpeta delgada de su bolso. Se puso en pie y caminó hacia mí.
—No lo haría de ningún modo. Acepté tus disculpas y lo agradezco.
—Vale.
—Es por Corinne Giroux por quien quizá tengas que preocuparte.
Se me acabó la paciencia.
—Corinne Giroux será problema de su marido, no mío.
Deanna me ofreció la carpeta. Cuando la abrí, encontré dentro una nota de prensa.
Al leerla, apreté tanto el papel que arrugué los bordes.
—Ha vendido un libro sobre vuestra relación —explicó innecesariamente—. El

comunicado se hará público el lunes a las nueve de la mañana.

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