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Cautivada por ti - Sylvia Day - Cap.13


13
—Por cierto, enhorabuena por su compromiso.
Mi mirada pasó del rostro del ingeniero de proyectos que había en mi pantalla a la
fotografía de Eva en la que lanzaba besos al aire.
—Gracias.
Habría preferido mirar directamente a mi mujer. Por un momento, me imaginé a Eva tal y
como había estado la noche anterior, con sus suaves labios envolviendo mi polla. Le había
dado carta blanca con mi cuerpo, y lo único que ella quiso fue chupármela. Una y otra vez. Y
otra. Dios. Llevaba todo el día pensando en la noche que habíamos pasado.
—Lo mantendré informado sobre el impacto de la tormenta —dijo el hombre, haciendo
que mi atención volviera al trabajo—. Agradezco que haya llamado personalmente para ver
cómo vamos. Las condiciones meteorológicas pueden hacer que nos retrasemos una o dos
semanas, depende. Pero abriremos a tiempo.
—Tenemos un margen. Primero cuida de ti y de tu equipo.
—Lo haré. Gracias.
Cerré la ventana de la conversación y miré mi agenda, pues necesitaba saber exactamente
de cuánto tiempo disponía para prepararme para la siguiente reunión con el equipo de
investigación y desarrollo de PosIT.
La voz de Scott salió por el altavoz de mi teléfono.
—Christopher Vidal sénior está al teléfono. Es la tercera vez que llama hoy. Ya le he dicho
que usted se pondrá en contacto con él cuando pueda, pero insiste. ¿Qué quiere que le diga?
Las llamadas de mi padrastro nunca presagiaban nada bueno, lo cual significaba que
retrasarlas consumiría el tiempo que tenía para solucionar el problema que él quisiera
imponerme.
—Pásamelo.
Pulsé el botón del altavoz.
—Chris, ¿qué puedo hacer por ti?
—Gideon, oye, siento molestarte, pero tenemos que hablar tú y yo. ¿Sería posible que nos
viéramos hoy?
Noté un pinchazo al notar el tono urgente de su voz. Cogí el auricular y desconecté el
altavoz.
—¿En mi despacho o en el tuyo?
—No, en tu ático.
Me recosté contra el respaldo, sorprendido.
—No llegaré a casa hasta cerca de las nueve.
—De acuerdo.
—¿Están todos bien?
—Sí, todos están bien. No te preocupes por eso.
—Entonces, es por Vidal. Nos ocuparemos de ello.
—Dios mío. —Se rio con fuerza—. Eres un buen hombre, Gideon. Uno de los mejores que
conozco. Debería decírtelo más a menudo.
Entorné los ojos al percibir su nerviosismo.
—Tengo unos minutos ahora. Cuéntame.
—No, ahora, no. Te veré a las nueve.
Colgó. Yo me quedé sentado un largo rato con el auricular en la mano. Sentía un nudo en
el estómago, un nudo frío y fuerte.
Dejé el auricular en su base y volví a concentrarme en el trabajo, sacando esquemas y
revisando el paquete que Scott había dejado antes en mi mesa. Aun así, mi mente iba a toda
velocidad.
No podía controlar lo que sucedía con mi familia. Nunca había tenido ningún poder sobre
ella. Sólo podía solucionar los desastres que provocaba Christopher y tratar de evitar que
Vidal Records se hundiera. Sin embargo, ponía el límite en la utilización de la grabación de
Eva. Nada de lo que Chris pudiera decir cambiaría eso.
Se iba acercando el momento de la reunión de PosIT cuando apareció un mensaje en mi
monitor con el avatar de Eva.
Aún puedo saborearte. Qué rico .
Se me escapó una carcajada. El nudo que había estado ignorando se suavizó y, después,
desapareció. Ella era mi borrón y cuenta nueva. Mi casilla de salida.
Más tranquilo, respondí:
Ha sido un placer.
—Tengo una pista.
Giré la cabeza y vi que Raúl entraba en mi despacho.
Se acercó a mi mesa con paso enérgico.
—Aún estoy revisando la lista de invitados de ese evento al que asistió usted hace un par
de semanas. También he realizado dos búsquedas diarias de fotos. Tengo una alerta de ésta de
hoy. He hecho una copia y la he ampliado.
Deslizó unas fotografías sobre mi mesa. Las cogí y las examiné con más atención, una a
una. Había una pelirroja al fondo. En cada imagen la habían ampliado más y más.
—Vestido verde esmeralda y pelo rojo y largo. Ésta es la mujer a la que vio Eva.
También era Anne Lucas. Había algo en su pose, con la cara vuelta hacia un lado, que hizo
que sintiera unas náuseas ya conocidas en mi vientre.
Miré a Raúl.
—¿No estaba en la lista de invitados?
—Oficialmente, no. Pero sí estuvo en la alfombra roja, así que supongo que iba como
acompañante de alguien. Aún no sé de quién, pero estoy en ello.
Nervioso, me levanté y me eché el pelo hacia atrás.
—Estuvo acosando a Eva. Tienes que mantenerla alejada de mi mujer.
—Angus y yo estamos desarrollando nuevos protocolos para la seguridad de los eventos.
Me di la vuelta y cogí la chaqueta de la percha.
—Dime si necesitáis más hombres.
—Se lo haré saber. —Raúl recogió las fotografías y se acercó a mí—. Ella está hoy en su
despacho —dijo adivinando cuál era exactamente mi intención—. Seguía allí cuando he
subido a verlo a usted.
—Bien. Vamos.
—Disculpe. —La morena bajita que estaba detrás de la mesa se levantó rápidamente cuando
pasé por su lado—. No puede entrar ahí. La doctora Lucas está ahora con una paciente.
Así el pomo y abrí la puerta. Entré en la consulta de Anne sin interrumpir el paso.
Ella levantó la cabeza y sus ojos verdes se abrieron como platos antes de que su boca roja
se curvara en una sonrisa de satisfacción. La mujer que estaba en el sofá enfrente de ella me
miró parpadeando confundida, tragándose lo que fuera que estuviera a punto de decir.
—Lo siento mucho, doctora Lucas —se disculpó la morena con voz entrecortada—. He
intentado detenerlo.
Anne se puso de pie con la mirada puesta en mí.
—Una tarea imposible, Michelle. No te preocupes, puedes irte.
La recepcionista salió. Anne miró a su paciente.
—Vamos a tener que dejar la cita de hoy. Le pido disculpas por la burda interrupción. —
Me lanzó una mirada de furia—. Y, por supuesto, no se la cobraré. Por favor, hable con
Michelle para concertar una nueva cita.
Esperé con la puerta abierta a que la aturullada mujer recogiera sus cosas y, a
continuación, me hice a un lado mientras salía.
—Podría haber llamado a seguridad —dijo Anne apoyándose en el borde de su mesa al
tiempo que se cruzaba de brazos.
—¿Después de todas las molestias que te has tomado para que venga hasta aquí? —repuse
—. No lo habrías hecho.
—No sé de qué estás hablando. De todos modos, me alegra verte.
Bajó los brazos y se agarró al filo del escritorio con una pose deliberadamente provocativa,
dejando ver su muslo desnudo cuando se abrió la raja de su vestido azul ajustado.
—No puedo decir lo mismo.
Su sonrisa se tensó.
—Rompes tus juguetes y luego los tiras. ¿Sabe Eva que sus días están contados?
—¿Lo sabes tú?
El desasosiego oscureció sus ojos luminosos e hizo que su sonrisa vacilara.
—¿Es una amenaza, Gideon?
—Imagino que te gustaría que lo fuera. —Di un paso al frente y vi cómo sus pupilas se
dilataban. Se estaba excitando y eso me daba tanto asco como el olor de su perfume—. Quizá
así tu juego se volvería más interesante.
Se incorporó y caminó hacia mí contoneando la cintura y hundiendo sus zapatos de tacón
de aguja y suela roja en la alfombra afelpada.
—A ti también te gusta jugar, hombretón —ronroneó—. Dime, ¿has atado ya a tu guapa
prometida? ¿Has hecho que se vuelva loca con tus azotes? ¿Le has metido por el culo tu
amplia colección de consoladores para follártela con ellos mientras embistes su coño durante
horas? ¿Te conoce como te conozco yo, Gideon?
—Cientos de mujeres me conocen como me conoces tú, Anne. ¿Crees que eras especial?
Lo único que recuerdo de ti es a tu marido y lo mucho que lo corroía que yo estuviera contigo.
Levantó la mano para abofetearme pero no la detuve, recibiendo el golpe estoicamente.
Ojalá fuera verdad lo que había dicho, aunque había sido especialmente depravado con
ella. Veía el fantasma de su hermano en la curva de su sonrisa, en sus gestos...
Le aferré la muñeca cuando se disponía a agarrarme la polla.
—Deja en paz a Eva. No voy a decírtelo dos veces.
—Ella es tu punto débil, miserable hijo de puta. Tú tienes hielo en las venas, pero ella sí
sangra.
—¿Es eso una amenaza, Anne? —pregunté devolviéndole sus palabras en tono calmado.
—Por supuesto. —Se soltó de mí con una sacudida—. Ya es hora de que pagues tu deuda,
y tus miles de millones de dólares no van a servir para saldarla.
—¿Subiendo la apuesta con una declaración de guerra? ¿Eres estúpida, o acaso es que no te
importa lo que esto te va a costar? Tu carrera..., tu matrimonio..., todo.
Me acerqué a la puerta con paso tranquilo mientras la rabia me quemaba por dentro. Yo le
había causado aquello a Eva. Tenía que solucionarlo.
—Fíjate bien, Gideon —dijo a mis espaldas—. Ya verás lo que pasa.
—Haz lo que quieras. —Me detuve con la mano en la puerta—. Tú has empezado, pero no
te confundas: el último movimiento será mío.
—¿Has tenido pesadillas desde la última vez que nos vimos? —preguntó el doctor Petersen
con aire tranquilo e interesado y su habitual libreta en el regazo.
—No.
—¿Con qué frecuencia dirías que las tienes?
Yo estaba sentado tan cómodamente como el médico, pero por dentro me sentía irritado e
inquieto. Tenía muchas cosas de las que ocuparme como para perder una hora de mi tiempo.
—Últimamente, una vez a la semana. A veces transcurre algo más de tiempo entre una y
otra.—
¿A qué te refieres con «últimamente»?
—Desde que conocí a Eva.
Apuntó algo con su bolígrafo.
—Te estás enfrentando a presiones nuevas mientras te esfuerzas por mejorar tu relación
con Eva, pero la frecuencia de tus pesadillas está disminuyendo..., al menos, por ahora. ¿Has
pensado por qué puede ser?
—Creía que se suponía que sería usted quien me lo explicara.
El doctor Petersen sonrió.
—No puedo levantar una varita mágica y darte todas las respuestas, Gideon. Sólo puedo
ayudarte a examinar los hechos.
Sentí la tentación de esperar a que dijera algo más, hacer que fuera él quien hablara. Pero
pensar en Eva y en su esperanza de que la terapia iba a provocar algún cambio me incitó a
hablar. Había prometido que lo intentaría, así que iba a hacerlo. Hasta cierto punto.
—Las cosas entre nosotros se están suavizando. Son más los puntos en los que estamos en
sintonía que los que no.
—¿Crees que os estáis comunicando mejor?
—Creo que se nos da mejor evaluar los motivos que se esconden tras las acciones de cada
uno. Nos entendemos más el uno al otro.
—Vuestra relación ha avanzado muy rápidamente. Tú no eres un hombre impetuoso, pero
muchos dirían que casarse con una mujer a la que conoces desde hace tan poco tiempo, una
mujer que deberás admitir que aún estás conociendo, es un acto extremadamente impulsivo.
—¿Hay alguna pregunta en eso que dice?
—Sólo era una observación. —Esperó un momento pero, al ver que yo no decía nada,
continuó—: Puede ser difícil para cónyuges de personas con el pasado de Eva. La dedicación
de ella a la terapia os ha ayudado a los dos. Sin embargo, es probable que ella siga cambiando
de modos que tú no esperas, lo que será estresante para ti.
—Yo tampoco soy fácil —repuse en tono áspero.
—Tú eres otro tipo de superviviente. ¿Alguna vez has notado si tus pesadillas se agravaban
con el estrés?
Esa pregunta me fastidiaba.
—¿Qué importa eso? Ocurren y ya está.
—¿No piensas que pueda haber cambios que puedan hacerse para disminuir su impacto?
—Acabo de casarme. Eso es un cambio de vida muy importante, ¿no cree, doctor? Creo
que ya es suficiente por ahora.
—¿Por qué tiene que haber un límite? Eres un hombre joven, Gideon. Tienes a tu
disposición muchas opciones. No tienes por qué evitar los cambios. ¿Qué tiene de malo probar
algo nuevo? Si no funciona, siempre te queda la opción de volver a lo que hacías antes.
Aquello me pareció irónicamente divertido.
—A veces no se puede dar marcha atrás.
—Probemos ahora con un cambio sencillo —dijo el doctor Petersen dejando a un lado su
libreta—. Vamos a dar un paseo.
Me puse de pie cuando él lo hizo, pues no quería estar sentado mientras él se colocaba por
encima de mí. Quedamos frente a frente con la mesita entre ambos.
—¿Por qué? —inquirí.
—¿Por qué no? —Hizo un gesto hacia la puerta—. Puede que mi consulta no sea el mejor
lugar para que hablemos. Eres un hombre acostumbrado a estar al mando. Y, aquí dentro, soy
yo quien lo está. Así que nivelaremos el campo de juego y saldremos un rato al pasillo. Es un
lugar público, pero la mayoría de las personas que trabajan en este edificio ya se han ido a
casa. Salí de la consulta delante de él y vi cómo cerraba con llave la puerta de dentro y la de
fuera antes de venir conmigo.
—Ah, muy bien. Esto ya es otra cosa —dijo torciendo la boca con expresión irónica—. Me
baja los humos.
Me encogí de hombros y empecé a caminar.
—¿Cuáles son tus planes para el resto de la tarde? —preguntó mientras echaba a andar a
mi lado.
—Una hora con mi entrenador personal —dije y, después, añadí—: Mi padrastro viene a
verme luego.
—¿A pasar un rato contigo y con Eva? ¿Tienes una buena relación con él?
—No y no. —Miré al frente—. Ocurre algo malo. Ésa es la única razón por la que me
llama siempre.
Noté sus ojos sobre mi perfil.
—Y ¿desearías que eso cambiara?
—No.
—¿No te gusta él?
—No me disgusta. —Iba a dejarlo ahí pero, de nuevo, pensé en Eva—. No nos conocemos
muy bien.
—Eso podrías cambiarlo.
Solté una carcajada.
—Hoy está usted de lo más insistente.
—Ya te he dicho que no tengo intención alguna. —Se detuvo y me obligó a que yo también
lo hiciera.
Levantó la cabeza y miró al techo en una actitud claramente pensativa.
—Cuando estás pensando en hacer una nueva adquisición y estudias una nueva forma de
realizar un negocio, llamas a gente para que te asesore, ¿no es así? A expertos en sus
respectivos campos. —Volvió a mirarme sonriendo—. Tal vez podrías pensar en mí del
mismo modo, como un asesor experto.
—¿Asesor en qué?
—En tu pasado. —Echó a andar de nuevo—. Yo te ayudo con eso y tú puedes solucionar el
resto de tu vida por tu cuenta.
—Concéntrate, Cross.
Miré con los ojos entornados. Al otro lado de la colchoneta, James Cho daba saltos sobre
sus pies descalzos provocándome. Tenía una sonrisa maliciosa, pues sabía que ese desafío
tácito me estimulaba. Casi medio metro más bajito que yo y unos trece kilos más ligero, el
antiguo campeón de artes marciales mixtas era letalmente rápido y tenía un cinturón que lo
probaba.
Eché los hombros hacia atrás y retomé la postura. Subí los puños cerrando la abertura que
había permitido que su último puñetazo me diera en el torso.
—Haz que valga la pena —respondí con tono de irritación al ver que tenía razón. Mi
cerebro continuaba en la consulta del doctor Petersen. Esa noche se había encendido un
interruptor y no terminaba de entender de qué era ni qué significaba.
James y yo dábamos vueltas haciendo fintas y arremetiendo, y ninguno de los dos
conseguía dar en el blanco. Como siempre, estábamos los dos solos en el tatami. El ritmo de
los tambores taiko retumbaba de fondo desde los altavoces que estaban escondidos entre los
paneles de bambú que llegaban hasta el techo.
—Sigues conteniéndote —dijo—. ¿Te has vuelto mariquita desde que te has enamorado?
—Eso te gustaría. Sólo así podrías ganarme.
James se rio y, a continuación, se acercó a mí con una patada circular, me agaché y lo
barrí, tirándolo al suelo. Entonces lanzó una patada de tijera a la velocidad del rayo y me
arrastró consigo al suelo.
Los dos nos pusimos de pie de un salto y de nuevo en guardia.
—Me estás haciendo perder el tiempo —espetó golpeando con un puño.
Me incliné hacia un lado para esquivarlo, golpeé con el puño izquierdo y rocé su costado.
Su puño me dio de lleno en las costillas.
—¿Hoy no te ha cabreado nadie? —Vino hacia mí corriendo y no me dejó otra opción más
que defenderme.
Solté un gruñido. La rabia hervía a fuego lento en la parte posterior de mi mente,
escondida hasta que tuviera tiempo de encargarme de ella con toda mi atención.
—Sí, veo ese fuego en tus ojos, Cross. Sácalo, hombre. Hazlo salir.
«Ella es tu punto débil...».
Ataqué con un combinado de izquierda y derecha, haciendo que James diera un paso atrás.
—¿Eso es todo lo que tienes? —se burló.
Amagué una patada y, a continuación, lancé un puñetazo que le sacudió la cabeza hacia
atrás.—
Sí, joder —jadeó mientras flexionaba los brazos y se animaba—. Eso es.
«Ella sí sangra...».
Solté un rugido y arremetí.
Fresco tras la ducha, apenas había terminado de vestirme metiéndome una camiseta por la
cabeza cuando empezó a sonar mi móvil. Lo cogí de la cama, donde lo había dejado, y
respondí.
—Un par de cosas —dijo Raúl tras saludarme mientras de fondo se oía cómo disminuía un
ruido de gente y música que, después, desaparecía por completo—. He visto que Benjamin
Clancy sigue vigilando a la señora Cross. No de manera constante, pero sí con regularidad.
—¿Ah, sí? —contesté en voz baja.
—¿Le parece bien? ¿O debo ir a hablar con él?
—Yo me encargo. —Clancy y yo teníamos una conversación pendiente. La tenía en mi
lista, pero la adelantaría.
—Además, y puede que usted ya lo sepa, la señora Cross ha almorzado hoy con Ryan
Landon y alguno de sus ejecutivos.
Sentí que aquel terrible silencio me invadía de nuevo. Landon. Joder.
Se habría colado por algún resquicio que no tenía vigilado.
—Gracias, Raúl. Voy a necesitar el número privado del jefe de Eva, Mark Garrity.
—Se lo envío por mensaje cuando lo consiga.
Puse fin a la llamada y me metí el teléfono en el bolsillo, sin apenas poder resistir el deseo
de lanzarlo contra la pared.
Arash me había advertido sobre Landon y yo le había quitado importancia a su
preocupación. Me había concentrado en mi vida, en mi esposa, y aunque Landon tenía la suya
propia, su principal punto de atención siempre había sido yo.
El sonido del teléfono del ático me sobresaltó. Fui a coger el de la mesilla de noche y
contesté con un impaciente: «¿Sí?».
—Señor Cross. Soy Edwin, de recepción. El señor Vidal ha venido a verlo.
Dios. Apreté la mano sobre el auricular.
—Dígale que suba.
—Sí, señor. Ahora mismo.
Cogí los calcetines y los zapatos, los saqué a la sala de estar y me los puse. En cuanto
Chris se fuera, iría a casa con Eva. Quería abrir una botella de vino, buscar una de las películas
antiguas que ella se sabía de memoria y dedicarme simplemente a escucharla recitar los cursis
diálogos. Nadie podía hacerme reír como ella.
Oí cómo llegaba el ascensor y me puse de pie pasándome una mano por el pelo mojado.
Estaba tenso a pesar de la debilidad.
—Gideon. —Chris se detuvo en la puerta del recibidor con aspecto triste y cansado, cosa
poco habitual en él, y sólo por culpa de mi hermano—. ¿Está Eva aquí?
—Está en su casa. Yo iré para allá cuando tú te marches.
Asintió con una sacudida y su mandíbula se movió pero nada salió de su boca.
—Pasa —dije haciendo un gesto en dirección al sillón orejero que había junto a la mesita
—. ¿Te preparo algo de beber?
Dios sabía que yo mismo necesitaba una copa después del día que había tenido.
Entró con paso cansado en la sala de estar.
—Cualquier cosa fuerte será estupendo.
—Me parece bien.
Me dirigí a la cocina y nos serví a los dos una copa de Armañac. Cuando estaba dejando el
decantador, el teléfono me vibró en el bolsillo. Lo saqué y vi un mensaje de Eva.
Era una foto que ella misma se había hecho con velas de fondo.
¿Vienes conmigo?
Repasé rápidamente los planes que tenía para la tarde. Llevaba todo el día enviándome
mensajes provocativos. Yo estaba más que feliz tanto por satisfacerla como por
recompensarla.
Guardé la fotografía y le contesté:
Ojalá pudiera. Prometo ponerte húmeda cuando llegue.
Me guardé el teléfono, me di la vuelta y vi a Christopher, que venía a reunirse conmigo
junto a la isla de la cocina. Le pasé la copa y le di un sorbo a la mía.
—¿Qué pasa, Chris?
Suspiró y envolvió el cristal con las dos manos.
—Vamos a volver a rodar el videoclip de Rubia.
—¿Eh? —Aquello era un gasto innecesario, algo que él siempre evitaba por norma.
—Ayer oí a Kline y a Christopher discutiendo en la oficina —dijo con brusquedad—. Y lo
comprendí. Kline quiere volver a rodarlo, y yo estoy de acuerdo.
—Christopher, no, estoy seguro —repuse apoyándome en la encimera con gesto serio.
Al parecer, Brett Kline estaba realmente colado por Eva, lo que no me gustaba un pelo.
—Tu hermano lo superará.
Yo lo dudaba, pero no traería nada bueno decirlo.
Sin embargo, Chris supo adivinar lo que yo no decía y asintió.
—Sé que ese vídeo ha supuesto tensiones entre tú y Eva. Debería haber estado más atento.
—Agradezco que te muestres tan sensible al respecto.
Se quedó mirando su copa y, a continuación, dio un largo trago, casi vaciando su contenido
de una sola vez.
—He dejado a tu madre —dijo de pronto.
Tomé aire rápidamente al darme cuenta de que el motivo de su visita no tenía nada que ver
con el trabajo.
—Ireland me ha contado que habéis discutido.
—Sí. Siento que Ireland tuviera que oírlo. —Me miró y vi en sus ojos que lo sabía. El
horror—. Yo no tenía ni idea, Gideon. Te juro por Dios que no tenía ni idea.
El corazón me dio una sacudida dentro del pecho y empezó a latirme con fuerza. La boca
se me quedó seca.
—Yo..., eh... Fui a ver a Terrence Lucas. —La voz de Chris se tornó ronca—. Irrumpí en su
despacho. Él lo negó, el muy mentiroso hijo de puta, pero pude verlo en su cara.
El brandy chapoteaba en mi copa. La dejé con cuidado al sentir que el suelo se movía bajo
mis pies. Eva se había enfrentado a Lucas, pero ¿Chris...?
—Le di un puñetazo, lo tiré al suelo, pero, Dios... Quería coger uno de esos premios que
tiene en sus estanterías y abrirle la cabeza.
—Basta. —La palabra salió de mi boca como astillas de cristal.
—Y el cabrón que hizo... Ese gilipollas está muerto. No puedo llegar a él. Maldita sea. —
Chris dejó la copa en la encimera de granito con un golpe sordo, pero fue el sollozo que salió
de su boca lo que casi me destrozó—. Joder, Gideon. Mi deber era protegerte. Y fallé.
—¡Basta! —Me aparté de la encimera con las manos apretadas—. ¡No me mires así, joder!
Chris temblaba visiblemente, pero no reculé.
—Tenía que decírtelo...
Su camisa arrugada estaba entre mis puños y sus pies colgaban del aire.
—¡Deja de hablar!
Las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—Te quiero como si fueras mi hijo. Siempre te he querido.
Lo empujé y le di la espalda cuando él fue tambaleándose hacia la pared. Luego me
marché. Crucé la sala de estar sin mirar atrás.
—¡No espero que me perdones! —gritó a mis espaldas con las lágrimas empapando sus
palabras—. No me lo merezco. Pero tienes que saber que lo habría hecho pedazos de haberlo
sabido.
Me di la vuelta hacia él mientras sentía las náuseas que se adueñaban de mi vientre y me
quemaban la garganta.
—¿Qué coño quieres?
Chris echó los hombros hacia atrás. Me miró con los ojos enrojecidos y las mejillas
mojadas, temblando pero demasiado aturdido como para salir corriendo.
—Quiero que sepas que no estás solo.
Solo. Sí. Lejos de la pena, la culpa y el dolor que me miraban a través de las lágrimas.
—Vete —le espeté.
Asintió y se dirigió hacia el recibidor. Yo me quedé inmóvil, con el pecho moviéndose sin
parar y los ojos que me escocían. Las palabras se quedaban en mi garganta. La violencia
palpitaba en mis doloridos puños apretados.
Chris se detuvo antes de salir y me miró.
—Me alegro de que se lo hayas contado a Eva.
—No hables de ella. —No soportaba siquiera pensar en ella. No en ese momento en que
estaba tan a punto de perder la cabeza.
Se fue.
El peso de todo el día se abatió sobre mis hombros y me hizo caer de rodillas.
Y exploté.
14
Estaba soñando con Gideon desnudo en una playa privada cuando el sonido de mi teléfono me
despertó sobresaltándome. Me volví hacia mi lado de la cama, alargué el brazo y busqué el
móvil a tientas sobre la mesilla. Por fin mis dedos rozaron su familiar contorno, lo cogí y me
incorporé.
La cara de Ireland se iluminó en la pantalla. Fruncí el ceño al mirar al otro lado de la
cama. Gideon no estaba en casa. Claro que quizá me hubiera encontrado dormida y estuviera
pasando la noche en el apartamento de al lado...
—¿Sí? —respondí, observando que eran más de las once, según el reloj del descodificador
del televisor.
—Eva, soy Chris Vidal. Siento llamarte tan tarde, pero es que estoy preocupado por
Gideon. ¿Está bien?
Me dio un vuelco el corazón.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué le ocurre a Gideon?
Se hizo una pausa.
—¿No has hablado esta noche con él?
Me levanté de la cama y encendí la lámpara.
—No, me quedé dormida. ¿Qué es lo que pasa?
Christopher maldijo con tal intensidad que se me pusieron los pelos de punta.
—He ido a verlo esta tarde para hablar de... las cosas que tú me contaste. No se lo ha
tomado bien.
—¡Ay, Dios mío!
Empecé a dar vueltas, obnubilada. Algo que ponerme, necesitaba algo para cubrir el
atrevido body con el que pensaba seducir a Gideon.
—Tienes que encontrarlo, Eva —dijo en tono apremiante—. Te necesita en estos
momentos.
—Ya voy.
Arrojé el teléfono sobre la cama y saqué a tirones del armario una gabardina antes de salir
disparada de mi dormitorio. Cogí de mi bolso las llaves del apartamento de al lado y corrí por
el pasillo. Las manos me temblaban tanto que tardé un buen rato en abrir la cerradura.
La casa estaba sombría y silenciosa como una tumba; las habitaciones, vacías.
—¡¿Dónde estás?! —grité en medio de la oscuridad, notando que un sollozo de pánico
luchaba por abrirse paso en mi garganta.
Regresé a mi apartamento y, con manos temblorosas, abrí en mi móvil la aplicación que le
seguiría la pista al suyo.
«No se lo ha tomado bien».
Por Dios, pues claro que no. Para empezar, ya no se había tomado bien que yo se lo contara
a Chris. Gideon se había puesto furioso. Agresivo. Y aquella noche había tenido una pesadilla
horrible.
El punto rojo intermitente que vi en el mapa estaba justo donde yo esperaba que estuviera:
en el ático.
Me calcé unas chanclas y fui a por mi bolso a toda prisa.
—¿Qué demonios llevas puesto? —preguntó Cary desde la cocina.
Di un respingo.
—Por Dios, me has dado un susto de muerte.
Se acercó con aire desenfadado a la encimera. Llevaba puesto tan sólo un bóxer Grey Isles,
y tenía el cuello y el pecho cubiertos de sudor. Puesto que el aire acondicionado funcionaba
perfectamente y Trey estaba pasando la noche allí, adiviné por qué estaba tan acalorado.
—Menos mal que te he pillado; no puedes salir así —dijo con voz cansada.
—Verás como sí. —Me colgué el bolso en bandolera y me dirigí a la puerta.
—¡Eres sorprendente, nena! —gritó a mi espalda—. Una mujer de las mías.
El portero de la casa de Gideon no se inmutó al verme bajar del taxi delante del edificio. Por
supuesto, me había visto antes en peores condiciones, lo mismo que el conserje, que sonrió y
me saludó por mi nombre como si yo no pareciera una indigente chiflada. Aunque llevara una
gabardina Burberry.
Caminé todo lo deprisa que me permitían mis chanclas hasta el ascensor privado del ático,
esperé a que bajara y tecleé el código. El trayecto no duró mucho, pero a mí me pareció
interminable. Ojalá hubiera podido caminar de un lado a otro de la pequeña pero
elegantemente acondicionada cabina. Los impecables espejos me devolvían la imagen del
desasosiego que mostraba mi cara.
Gideon no me había llamado ni enviado ningún mensaje después de aquél en el que me
prometía una noche ardiente. No había venido a mi casa ni siquiera para dormir en el
apartamento de al lado. Y yo sabía que no le gustaba estar separado de mí.
Excepto cuando se sentía dolido emocionalmente. O avergonzado.
En cuanto las puertas del ascensor se abrieron en el descansillo, me recibió una música
heavy metal machacona y estruendosa. Me encogí y me tapé los oídos, pues el volumen de los
altavoces instalados en el techo era tan fuerte que hacía daño.
Dolor. Furia. La atroz violencia de la música me agobiaba. Me dolía el pecho. Comprendí
que la canción era la manifestación de lo que sentía Gideon en su interior y no podía
exteriorizar.
Era demasiado controlado, demasiado contenido. Y tenía las emociones estrictamente
reprimidas, junto con sus recuerdos.
Hurgué en el bolso buscando el teléfono y terminé dejándolo caer y desparramando su
contenido en la cabina del ascensor y por el suelo del vestíbulo. Lo dejé todo tal como había
caído, excepto el móvil. Lo recogí y deslicé el dedo por la pantalla hasta dar con la aplicación
que controlaba el sonido del entorno. Sintonicé una música más apacible, bajé el volumen y
pulsé la tecla «Intro».
El ático quedó en silencio durante un buen rato y luego empezaron a sonar los suaves
acordes de Collide, de Howie Day.
Me di cuenta de que Gideon se acercaba antes de verlo, el aire rasgándose con la violenta
energía de una inminente tormenta de verano. Dobló la esquina desde el pasillo que conducía a
los dormitorios, y yo me quedé sin aliento.
Iba sin camisa y sin zapatos; el pelo, sedoso y alborotado, rozándole los hombros. Llevaba
unos pantalones negros de chándal, sujetos a la parte baja de las caderas, que ponían de
manifiesto el entramado de tensas fibras de sus abdominales. Tenía moratones en las costillas
y cerca de los hombros, rastros de una batalla que reforzaban la impresión de cólera y furia
fuertemente constreñidas.
La música que yo había elegido chocaba con las emociones que emanaban de él.
Mi hermoso guerrero, de salvaje elegancia. El amor de mi vida. Tan atormentado que, con
sólo mirarlo, brotaban de mis ojos lágrimas ardientes.
Al verme, se detuvo sobresaltado, con las manos a los lados abriéndose y cerrándose, los
ojos desorbitados y las aletas de la nariz hinchadas.
El teléfono se me resbaló de la mano y cayó al suelo.
—Gideon...
Al oír mi voz, inspiró profundamente. Y se transformó. Yo noté cómo se producía el
cambio, igual que una puerta cerrándose de golpe. Un momento antes, bullía por las
emociones; ahora, estaba frío como el hielo, la superficie lisa como el cristal.
—¿Qué haces aquí? —preguntó en un tono peligrosamente sereno.
—Buscarte. —Porque se había perdido.
—En estos momentos no soy una buena compañía —repuso.
—Podré con ello.
Estaba demasiado quieto, como si le diera miedo moverse.
—Deberías irte. Aquí no estás segura.
El pulso se me aceleró. Mis sentidos se pusieron en alerta. Sentí su calor desde el otro
extremo de la habitación. Su deseo. Su urgencia. De pronto, me derretía bajo la ropa.
—Estoy más segura contigo que en cualquier otro sitio. —Respiré hondo para infundirme
valor—. ¿Te cree Chris?
Echó la cabeza hacia atrás.
—¿Cómo te has enterado?
—Me ha llamado. Está preocupado por ti. Y yo también.
—Estaré bien —dijo con brusquedad, lo que indicaba que en ese momento no se
encontraba bien.
Me dirigí hacia él, notando el fuego de su mirada mientras seguía mis movimientos.
—Claro que estarás bien. Te has casado conmigo.
—Tienes que irte, Eva.
Negué con la cabeza.
—Casi duele más cuando nos creen, ¿verdad? —proseguí—. Y entonces nos preguntamos
por qué hemos tardado en contarlo. Tal vez podríamos haberlo parado antes si se lo
hubiéramos dicho a la persona apropiada.
—Calla.
—Siempre queda ahí dentro esa vocecita que nos hace sentir culpables por lo que pasó.
Gideon cerró entonces los ojos con tanta fuerza como los puños.
—No.
—No ¿qué?
—No seas lo que necesito. En este momento, no.
—¿Por qué no?
Sus vehementes ojos azules se abrieron súbitamente y me inmovilizaron a medio camino.
—Pendo de un hilo, Eva.
—No tienes que pender de nada —le dije, tendiéndole las manos—. Suéltate. Yo te
agarraré.
—No —replicó negando con la cabeza—. No puedo..., no puedo ser delicado.
—Estás deseando tocarme.
Tensó la mandíbula.
—Quiero follarte. Ahora mismo no deseo otra cosa.
Sentí el calor subiendo hasta mis mejillas. Una prueba de lo mucho que me deseaba era
que pudiera encontrarme apetecible a pesar de mi ridículo atuendo.
—Ya sabes que estoy dispuesta. Siempre.
Me llevé los dedos a la solapa de la gabardina. La había abrochado parcialmente en el taxi
para que no se viera lo que llevaba debajo. Pero ahora estaba sudando; tenía la piel húmeda de
sudor.
—No.
—¿No crees que sé cómo tratarte? ¿Después de todo lo que hemos conseguido juntos? ¿De
todo lo que hemos hablado?
Dios. Todo su cuerpo estaba rígido y tenso; cada uno de sus músculos, fuerte y duro. Y sus
ojos, tan brillantes sobre el fondo bronceado de su rostro, y tan angustiados. Mi hombre oscuro
y peligroso.
Entonces me sujetó por el codo y echó a andar.
—¿Qué...? —Tropecé.
Gideon me arrastró de vuelta al ascensor.
—Tienes que irte.
—¡No!
Me resistí, quitándome las chanclas a patadas y clavando los pies en el suelo.
—¡Maldita sea!
Se volvió hacia mí y me levantó en vilo de un tirón, de modo que quedamos nariz con
nariz.—
No puedo prometer que vaya a parar. Si llego demasiado lejos, puede que tu palabra de
seguridad no me detenga, y esto, es decir, nosotros, se irá al infierno.
—¡Gideon! ¡Por el amor de Dios, no temas desearme tanto!
—Quiero castigarte —replicó él gruñendo al tiempo que me sujetaba la cara con ambas
manos—. ¡Tú has hecho esto! Tú lo has provocado. Presionando a la gente..., presionándome a
mí. ¡Mira lo que has conseguido!
En ese momento me alcanzó el olor a alcohol, el intenso efluvio de algún carísimo licor.
Nunca había visto a Gideon verdaderamente borracho, valoraba demasiado su autocontrol
como para perderlo del todo, pero ahora sí lo estaba.
El primer atisbo de cansancio comenzó a extenderse por mi cuerpo.
—Sí —admití temblorosa—, es culpa mía. Te quiero demasiado. ¿Vas a castigarme por
eso?
—Dios mío...
Cerró los ojos, apoyó su frente cálida y húmeda en la mía y la frotó enérgicamente. Mi piel
se cubrió con su sudor y me dejó marcada con su agradable aroma masculino.
Entonces noté que cedía y se relajaba ligeramente. Volví la cabeza y le besé la enfebrecida
mejilla.
Se puso tenso otra vez.
—No.
A continuación me arrastró hacia el ascensor y, con el pie, apartó el contenido de mi bolso,
que estaba desparramado en el suelo.
—¡Basta ya! —grité tratando de soltar el brazo.
Pero Gideon no me escuchaba. Hundió el dedo en el botón de llamada. La puerta se abrió
de inmediato, el ascensor privado siempre estaba esperando para bajarlo. Me empujó adentro y
yo choqué con la pared del fondo.
Desesperada, tiré del cinturón de mi gabardina, sacando fuerzas de la urgencia. Rompí los
botones, que salieron rodando en todas direcciones. Las puertas ya estaban cerrándose cuando
me volví para quedar frente a él y abrí la gabardina de modo que viera lo que llevaba debajo.
Gideon extendió rápidamente un brazo para bloquear la puerta y dejarla abierta. El body
que llevaba era de color rojo sangre, nuestro color, y apenas si tenía tela. Una malla
transparente dejaba ver los pechos y el sexo, y se ceñía a la cintura con unas tiras.
—Puta —musitó entrando en el reducido espacio y haciéndolo todavía más pequeño—, no
sabes cuándo parar.
—Soy tu puta —le solté con las lágrimas cayendo ya por mis mejillas. Me resultaba muy
doloroso que estuviera tan enfadado conmigo, a pesar de que yo lo comprendiera. Él
necesitaba una válvula de escape y yo me había colocado a modo de diana. Me lo había
advertido..., había tratado de protegerme...—. Puedo soportarte, Gideon Cross. Puedo soportar
cualquier cosa tuya.
Me empujó contra la pared y el impacto fue tan fuerte que me quedé sin respiración.
Cubrió mi boca con la suya y hundió la lengua bien adentro. Comenzó a estrujarme los pechos
rudamente mientras me separaba las piernas con una rodilla. Arqueé la espalda, tratando de
librarme de la gabardina. Tenía mucho calor; el sudor se deslizaba por mi espalda y por mi
vientre. Gideon me la arrancó, la tiró a un lado y juntó nuestros labios de nuevo. Dejé escapar
un gemido de gratitud y le eché los brazos al cuello con el corazón henchido de alivio por el
abrazo. Me agarré a su pelo y me encaramé a su cintura.
Gideon despegó la boca de la mía y luego apartó mis manos de él.
—No me toques.
—Que te jodan —le espeté, demasiado herida para controlar las palabras. Sólo para
fastidiarlo, me solté y le pasé las manos por sus recios hombros y sus bíceps.
Me empujó hacia atrás y me sujetó nuevamente contra la pared poniendo una sola mano en
mi pecho. Por mucha fuerza que hiciera, o lo arañara, no conseguiría moverlo. Solamente pude
observar cómo se quitaba el cordón de los pantalones.
El deseo y la aprensión se mezclaron en mi interior a partes iguales.
—¿Gideon...?
Él me dirigió una mirada atormentada y siniestra.
—¿Quieres hacer el favor de no tocarme?
—No, no quiero.
Asintió con la cabeza y me soltó, pero sólo para volverme de cara a la pared. Aprisionada
por su cuerpo, tenía poca libertad de movimientos.
—No luches conmigo —me ordenó con la boca junto a mi oreja.
Entonces me ató las manos a la barra con el cordón.
Me quedé helada, asustada de que estuviera encerrándome de verdad. La sorpresa y la
incredulidad hicieron que dejara de forcejear. Me di cuenta de que la cosa iba en serio cuando
lo vi anudar el cordón.
A continuación, me agarró por las caderas, me apartó el pelo de los hombros con la boca y
me clavó los dientes en el hombro.
—Yo digo cuándo.
Dejé escapar un grito ahogado, pugnando por desatarme.
—Pero ¿qué haces?
No me contestó.
Simplemente se fue.
Me retorcí todo lo que pude y llegué a verlo entrando en el salón justo cuando las puertas
del ascensor se cerraban.
—Oh, Dios mío —me lamenté en voz baja—. No es posible.
No podía creer que me despachara de ese modo..., atada en el ascensor y vestida tan sólo
con mi ropa interior. Sabía que en esos momentos estaba jodido, sí, pero no podía creer que mi
terriblemente celoso marido me exhibiera de tal manera ante quienquiera que estuviera en la
recepción sólo para librarse de mí.
Pasaron los segundos, luego los minutos. La cabina no se movía y, después de quedarme
ronca de tanto gritar, me di cuenta de que no serviría de nada. El ascensor esperaba que
alguien pulsara un botón, preparado para recibir las órdenes de Gideon.
Igual que yo.
Pensaba darle una patada en el maldito trasero cuando me soltara. Nunca había estado tan
cabreada.
—¡Gideon!
Me incliné hacia adelante y levanté una pierna extendida para llegar al botón que abría las
puertas. Lo pulsé con el dedo gordo, y se abrieron. Tomé una buena bocanada de aire para
gritar...
... y me quedé sin él inmediatamente de un sobresalto.
Gideon venía dando zancadas desde el salón en dirección al vestíbulo... completamente
desnudo y empapado de los pies a la cabeza. Tenía la polla tan dura que le llegaba hasta el
ombligo. Tenía la cabeza echada hacia atrás porque iba bebiendo agua de una botella, y su
paso era tranquilo y relajado, aunque a todas luces el de un depredador.
Me puse derecha cuando se acercó, jadeando tanto por la profusión de mis emociones
como por la intensidad de mi deseo. Gilipollas o no, sentía un ansia de él tan vehemente que
no podía luchar contra ella. Era complicado y sexi, defectuoso y perfecto al mismo tiempo.
—Toma.
Me llevó a los labios un vaso alto de cristal en el que no había reparado porque estaba
demasiado ocupada comiéndome con los ojos su magnífico cuerpo. El vaso estaba casi lleno
de un líquido rojizo y dorado que chocó contra mis labios cuando lo inclinó.
Abrí la boca por instinto y él vertió en ella el licor. La prueba de que era fuerte es que
quemaba la lengua y la garganta. Tosí y él esperó con los ojos entornados. Olía a limpio y
fresco, reanimado por una ducha.
—Termínatelo.
—¡Es demasiado fuerte! —protesté.
Vertió otro gran trago entre mis labios.
Le propiné una patada y solté un taco al hacerme daño en el pie sin que a él lo hubiera
lastimado en absoluto.
—¡Ya basta! —exclamó.
Dejó caer la botella de agua vacía y me cogió la cara entre las manos. Con el pulgar, me
limpió las gotas de licor de la barbilla.
—Tienes que dejar que me calme y tú también tienes que serenarte. Si seguimos así, nos
destrozaremos el uno al otro.
Una estúpida lágrima se me escapó por el rabillo del ojo.
Gideon refunfuñó y se inclinó hacia mí. Con la lengua lamió el rastro de la gota en mi
mejilla.
—Estoy hecho polvo y tú me das de puñetazos. No lo soporto, Eva.
—Yo tampoco soporto que me excluyas —dije en un susurro mientras tiraba del puñetero
cordón. El licor repartía fuego por mis venas. Ya notaba los tentáculos de la embriaguez
apoderándose de mis sentidos.
Gideon puso la mano sobre la mía para aquietar mis movimientos nerviosos.
—Para de una vez, vas a hacerte daño.
—Desátame.
—Si me tocas, no lo soportaré. Estoy pendiendo de un hilo —dijo otra vez, y parecía
desesperado—. No puedo perder el control. Contigo, no.
—¿Con otra persona? —Mi voz se tornó estridente—. ¿Necesitas a otra persona?
Yo tampoco podía soportarlo. Gideon era el puntal de nuestra relación. Pensaba que yo
podía ser lo mismo para él. Quería resguardarlo, ser su refugio. Pero él no necesitaba
refugiarse de ninguna tormenta; él era la tormenta. Y yo no tenía la fuerza suficiente para
resistir el peso de su aplastante estado de ánimo.
—No, por Dios. —Me besó. Con fuerza—. Tú necesitas que yo controle la situación. Yo
necesito controlarla cuando estoy contigo.
Empecé a sentir pánico. Él lo sabía. Sabía que yo no era suficiente.
—Con las otras eras distinto. No te refrenabas...
—¡Joder! —Se alejó de repente y dio un golpe con el puño en la botonera. Las puertas se
abrieron en el acto con la voz de Sarah McLachlan cantando algo sobre la posesión. Gideon
lanzó entonces el vaso contra la pared del vestíbulo y lo hizo pedazos—. ¡Sí, era distinto! ¡Tú
me hiciste ser distinto!
—Y me odias por eso. —Me eché a llorar; mi cuerpo, vencido, sostenido por la pared de la
cabina.
—No. —Me envolvió con el cuerpo, frío por el agua, curvándolo sobre mi espalda. Frotó
la cara contra mí, su abrazo era tan estrecho que apenas si podía respirar—. Te quiero. Eres mi
esposa. Mi puñetera vida. Lo eres todo.
—Yo sólo quiero ayudarte —exclamé—. Quiero estar aquí por ti, pero tú no me dejas.
—Por Dios, Eva. —Empezó a mover las manos, a deslizarlas por todas partes. A
acariciarme. A tranquilizarme—. No puedo impedírtelo. Te necesito demasiado.
Me aferraba a la barra con las dos manos y tenía la cara pegada al espejo. El licor
comenzaba a producir su magia. De pronto me invadió una cálida languidez que ahogó la ira y
el poco ánimo que me quedaba hasta que se desvaneció y acabé triste, desesperada y
aterradoramente enamorada.
Gideon metió la mano entre mis piernas, buscó y acarició. De un enérgico tirón soltó los
corchetes del body. La repentina liberación me hizo gemir. Tenía el sexo húmedo e hinchado
por los hábiles movimientos de sus manos y por el recuerdo de cómo me había mirado
mientras se acercaba a mí.
Dejé caer la cabeza hacia atrás, sobre su hombro, y vi su imagen en el espejo. Tenía los
ojos cerrados y los labios separados. La vulnerabilidad grabada en su hermoso rostro me
desarmó. Sufría terriblemente y yo no podía soportarlo.
—¿Qué puedo hacer? —le susurré—. Dime cómo ayudarte.
—Chis —dijo, pasándome la lengua por el borde de la oreja—. Deja que me calme.
El suavísimo roce de su pulgar sobre la malla que cubría mis pezones estaba volviéndome
loca. Sus dedos deslizándose entre los resbaladizos pliegues de mi sexo me hacían estremecer.
Sabía bien dónde tocar y cuánta presión ejercer.
Grité cuando introdujo dos dedos en mi interior y flexioné los pies hasta ponerme de
puntillas. Las rodillas se me doblaban y las piernas me temblaban debido a la tensión. El aire
dentro del ascensor estaba cargado de vapor, saturado del deseo que irradiaba Gideon en
oleadas.
—Joder... —gimió cuando mi sexo se apretó alrededor del suyo. Empujaba las caderas
contra mí para intensificar su erección entre mis glúteos—. Voy a magullarte ese dulce coño
tuyo, Eva. No puedo contenerme.
Me pasó un brazo por la cintura y me levantó, echándome hacia atrás de modo que los
brazos estuvieran rectos y yo inclinada hacia adelante. Me separó las piernas mientras pasaba
los dedos por la humedad de mi coño. Noté una mano que me rozaba la cadera, y luego el
capullo de su polla desplazándose por la hendidura de mis nalgas hasta quedar entre los labios
de mi sexo.
Contuve el aliento, retorciéndome contra aquella placentera presión. Lo había deseado
todo el día, me moría por sentir su enorme verga dentro de mí, necesitaba que me hiciera
correrme.
—Espera —gruñó, tratando de alcanzar tanto mi cintura como uno de mis hombros
mientras flexionaba los dedos con impaciencia—. Deja que...
Mi sexo se contrajo, apretándose más alrededor del grueso capullo.
Gideon lanzó una exclamación y se abrió paso con un fuerte impulso que lo llevó muy
adentro. Yo grité de dolor y placer al mismo tiempo y me arqueé, sintiendo la quemazón de
mis tensos músculos internos.
—Sí —musitó él, atrayéndome otra vez hasta que los labios de mi sexo ciñeron la
voluminosa raíz de su miembro. Trazaba círculos con las caderas, el peso de sus pelotas
cayendo sobre mi abultado clítoris—. Bien prieto...
Yo gemí tratando de agarrarme a la barra, y todo mi cuerpo se estremeció cuando empezó
a follarme. La sensación era arrolladora, ahora completamente llena, ahora vacía de repente.
Las piernas me fallaban, sentía espasmos de placer mientras Gideon me penetraba con fuerza,
hasta el fondo. Todas las emociones reprimidas en su interior me las traspasaba con cada
impulso. Las implacables acometidas de su polla masajeaban mis fibras más sensibles.
Me corrí antes de darme cuenta de que llegaba el orgasmo. Grité ahogadamente su nombre
mientras el placer recorría mi cuerpo en violentas sacudidas.
Dejé caer la cabeza entre los brazos; tenía los músculos débiles e inservibles. Gideon me
sostenía con las manos, con su erección, usando mi cuerpo, poseyéndolo, gruñendo
primitivamente cada vez que alcanzaba lo más profundo de mí.
—Así, bien adentro... —jadeaba—. Cómo me gusta.
Con el rabillo del ojo me pareció ver entonces un movimiento, mis ojos aturdidos
enfocaban nuestro reflejo. Con un grito tenue, dolorido, empecé a correrme otra vez, si es que
había parado en algún momento. Gideon era el ser más sensual que había visto en mi vida, con
aquellos bíceps duros soportando mi peso, los muslos tensos por el esfuerzo, los glúteos
apretados mientras subía y bajaba, los abdominales que se ondulaban, potentes, cuando movía
las caderas en cada impulso.
Estaba hecho para follar, pero él había perfeccionado la técnica, usando cada centímetro de
su extraordinario cuerpo para proporcionar placer a una mujer. Era algo innato en él,
instintivo. Incluso estando borracho y desbordado por la angustia, su ritmo era acompasado y
preciso, su concentración, absoluta.
Cada embate lo llevaba hasta lo más profundo de mí, tocando los puntos más delicados una
y otra vez y llevándome al éxtasis hasta que ya no pude resistir sus acometidas. Otro clímax
me arrastró como un maremoto.
—Así —dijo él—, exprímeme la polla, cielo. Ah..., voy a correrme.
Sentí cómo su verga se engrosaba y se alargaba, y me estremecí de pies a cabeza al tiempo
que respiraba agitadamente.
Gideon echó hacia atrás la cabeza y rugió como un animal, eyaculando vigorosamente. Me
agarró por las caderas y me empujó hacia abajo sobre su polla chorreante, corriéndose intensa
y dilatadamente y llenándome el sexo con su simiente hasta que ésta rebosó muslos abajo.
A continuación aminoró jadeante el impulso de sus caderas y se inclinó para apretar la
mejilla contra mi hombro.
Yo caí de rodillas.
—Gideon...
Me levantó.
—No he terminado —dijo bruscamente, todavía con su erección dentro de mí.
Y empezó otra vez.
Me desperté al sentir su pelo en mis hombros y la presión de unos labios cálidos y firmes.
Agotada, traté de darme la vuelta hacia el otro lado, pero su brazo alrededor de la cintura me
lo impidió.
—Eva —me llamó con voz áspera; tenía la mano sobre mis senos y, con hábiles dedos, me
acariciaba un pezón.
Estaba oscuro y nos encontrábamos en la cama, aunque apenas si lo recordaba llevándome
hasta allí. Me había desvestido, lavado con una toalla húmeda e inundado de besos la cara y
las muñecas. Ahora estaban vendadas, cubiertas de pomada y cuidadosamente envueltas.
Me había excitado sentir sus tiernas caricias en las rozaduras, la mezcla de placer y dolor.
Y él se había dado cuenta de ello.
Con ojos de lujuria, me había separado las piernas y me lo había comido con una insistente
exigencia que me había anulado la capacidad de pensar o moverme. Me había lamido y
chupado el coño sin parar hasta que había perdido la cuenta de cuántas veces me había corrido
alrededor de su pícara lengua.
—Gideon... —Volví la cabeza y lo miré. Estaba apoyado en un codo, y los ojos le brillaban
a la tenue luz de la luna—. ¿Te has quedado conmigo?
Puede que fuera insensato esperar que se hubiera quedado conmigo mientras dormía, pero
lo cierto era que me encantaba compartir la cama con él. Y lo anhelaba.
Asintió con la cabeza.
—No podía dejarte.
—Me alegro.
Me hizo volverme hacia él y comenzó a besarme suavemente. Los persuasivos lametones
de su lengua me excitaron otra vez y me hicieron gemir.
—No puedo dejar de tocarte —susurró, sujetándome por la nuca para mantenerme inmóvil
mientras él profundizaba en el beso y tiraba suavemente con los dientes de mi labio inferior.
—Cuando te toco, ya no pienso en ninguna otra cosa.
La ternura se fundía con el amor.
—¿Puedo tocarte yo a ti también?
—Por favor —dijo suplicante, cerrando los ojos.
Me abalancé sobre él y lo cogí por la cabeza como él me había cogido a mí. Le pasé la
lengua por la suya; nuestras bocas estaban calientes y húmedas. Nuestras piernas se enredaron.
Arqueé el cuerpo para apretarme contra la dureza de su erección.
Gideon empezó a tararear suavemente y a aquietarme girando para sujetarme contra la
cama. Se echó hacia atrás y rompió el sello de nuestras bocas para mordisquearme, chuparme
y seguir la línea de mis labios con la punta de la lengua.
Yo gimoteé en protesta porque quería que entrara más, con más fuerza. En cambio, él
lamía pausadamente, acariciándome el paladar, la parte interior de las mejillas. Apreté las
piernas y lo atraje más cerca. Él movió las caderas y presionó su miembro erecto contra mi
muslo.
A continuación me besó hasta que mis labios se hincharon mientras el sol ya estaba
saliendo. Me besó hasta que se corrió en un cálido torrente sobre mi piel. No una, sino dos
veces.
Notar que se corría, oír sus gemidos de placer sabiendo que podía llevarlo al orgasmo con
tan sólo besarlo... Me froté contra su muslo hasta que yo también alcancé el clímax.
Con el nuevo día, Gideon había cerrado la brecha que había abierto entre nosotros en el
ascensor. Me hizo el amor sin sexo. Me demostró su devoción convirtiéndome en el centro de
su mundo. No había nada más allá de los bordes de nuestra cama. Sólo nosotros y un amor que
nos dejaba desnudos al tiempo que nos completaba.
Cuando volví a despertarme, lo encontré durmiendo a mi lado, con los labios tan hinchados de
tanto besarnos como los míos. Su rostro en reposo era dulce, pero su ceño levemente fruncido
me decía que no estaba descansando tan profundamente como yo habría deseado. Estaba de
lado, con el cuerpo estirado, esbelto y macizo, y la sábana enredada entre las piernas.
Era tarde, casi las nueve, pero me faltaba valor tanto para despertarlo como para dejarlo
dormir. No llevaba en mi trabajo el tiempo suficiente como para faltar un día, pero decidí
hacerlo de todos modos.
Había antepuesto mis necesidades en lo que a mi profesión se refería, arriesgándome a que
un día eso interfiriera entre nosotros. Sabía que mi deseo de ser independiente no era malo,
pero en ese momento tampoco parecía bueno.
Me puse una camiseta y un culote de cintura baja, salí sigilosamente de la habitación y me
dirigí, pasillo adelante, hasta el despacho que Gideon tenía en casa, donde su móvil estaba
quejándose de que nadie hacía caso de la alarma de su despertador. La apagué y fui a la cocina.
Había anotado mentalmente todas las cosas que tenía que hacer, así que primero llamé a
Mark y le dejé un mensaje diciéndole que faltaría al trabajo por una urgencia familiar. Luego
llamé a Scott y también le dejé un mensaje diciendo que Gideon no iba a estar allí a las nueve
y que era posible que no apareciera en absoluto. Añadí que me telefoneara y podríamos hablar
de ello.
Yo esperaba tener a Gideon en casa todo el día, aunque dudaba que él estuviera de acuerdo.
Necesitábamos tiempo para nosotros. Tiempo terapéutico.
Recogí mi móvil del vestíbulo y llamé a Angus. Respondió al primer tono.
—Hola, señora Cross. ¿Están preparados usted y el señor Cross?
—No, Angus, ahora mismo no vamos a movernos de aquí. De hecho, no estoy segura de
que vayamos a salir de casa hoy. Quería preguntarte si sabes dónde compra Gideon esos
frascos para la resaca.
—Sí, claro. ¿Necesita alguno?
—Puede que él lo necesite cuando se despierte, sí. Por si acaso, me gustaría tener uno a
mano.
Se hizo una pausa.
—Si me permite la pregunta —dijo el chófer con su acento escocés—, ¿tiene esto algo que
ver con la visita de anoche del señor Vidal?
Me llevé la mano a la frente, notando los síntomas de una jaqueca inminente.
—Tiene mucho que ver.
—¿Lo cree Chris? —preguntó quedamente.
—Sí.
Angus suspiró.
—Ah, es eso entonces. El chico no debía de estar preparado. Niega lo que pasó para poder
soportarlo.
—Se lo tomó mal.
—Sí, de eso estoy seguro. Es bueno que esté con él, Eva. Usted hace lo más conveniente
para él, aunque puede que le lleve algún tiempo darse cuenta. Compraré el frasco.
—Gracias.
Tras colgar el teléfono, me dediqué a ordenar un poco la casa. Primero fregué el
decantador vacío y el vaso que encontré sobre la isla de la cocina; después fui al vestíbulo con
la escoba y el recogedor para retirar los trocitos del vaso roto. Hablé con Scott, que llamó
cuando yo estaba recogiendo todas las cosas que se habían caído de mi bolso, y luego me
concentré en frotar la pared y el suelo del vestíbulo para quitar las manchas secas de brandy.
La noche anterior, Gideon había dicho que estaba agotado. No quería que se despertara y
encontrara su casa así.
«Nuestra casa —me corregí—. Nuestro hogar». Tenía que empezar a considerarla de esa
manera. Y Gideon también. Mantendríamos una conversación sobre su intento de echarme de
allí. Si yo iba a esforzarme más por entrelazar nuestras vidas, él debería hacer lo mismo.
Ojalá pudiera hablar con alguien de todo aquello, un amigo que me escuchara y me diera
buenos consejos. Cary o Shawna. Incluso Steven, que tenía algo que hacía muy fácil hablar
con él. También estaba el doctor Petersen, pero no era lo mismo.
De momento, Gideon y yo teníamos secretos que sólo podíamos compartir el uno con el
otro, y eso nos mantenía aislados y codependientes. No era únicamente la inocencia lo que nos
habían robado quienes habían abusado de nosotros. También se habían llevado nuestra
libertad. Aunque aquello hubiera ocurrido hacía mucho tiempo, todavía éramos prisioneros de
las falsas fachadas tras las cuales vivíamos. Prisioneros aún de las mentiras, aunque de
distinto modo.
Acababa de limpiar las manchas del espejo del ascensor cuando éste empezó a bajar
conmigo dentro. En camiseta y bragas.
—¿Será posible? —murmuré, quitándome los guantes de goma para atusarme el pelo.
Después de haberme revolcado con Gideon durante toda la noche, estaba hecha un desastre.
Las puertas se abrieron entonces y Angus se dispuso a entrar, pero se quedó con un pie en
el aire cuando me vio. Cambié de postura, tratando de tapar la cuerda que seguía atada al
pasamanos, detrás de mí. Gideon me había soltado usando unas tijeras. Había liberado mis
muñecas, pero dejó pruebas.
—¡Ah, hola! —le dije, muerta de vergüenza.
No había modo de explicar qué estaba haciendo en el ascensor, escasamente vestida y con
unos guantes de goma amarillos. Y, por si fuera poco, tenía los labios tan rojos e hinchados
por haberme pasado horas y horas besándome con Gideon que no se podía ocultar a qué me
había dedicado toda la noche anterior.
Angus me miraba divertido con sus ojos azul claro.
—Buenos días, señora Cross.
—Buenos días, Angus —respondí con toda la dignidad de que fui capaz.
Me tendió un frasco con el «remedio» para la resaca, que estaba segura de que no era más
que alcohol mezclado con vitaminas.
—Aquí tiene.
—Muchas gracias. —Mis palabras eran sinceras, e iban cargadas de gratitud adicional por
no haber hecho preguntas.
—Llámeme si me necesita. Estaré por aquí cerca.
—Eres estupendo, Angus.
Me apresuré a subir de nuevo al ático y, cuando la puerta del ascensor se abrió, oí que
sonaba el teléfono de casa.
Salí corriendo y entré descalza en la cocina para descolgar el auricular, con la esperanza de
que el ruido no hubiera despertado a Gideon.
—¿Diga?
—Eva, soy Arash. ¿Está Cross contigo?
—Sí. Creo que aún está dormido. Iré a ver. —Me dirigí hacia el pasillo.
—No estará enfermo, ¿verdad? Porque no lo está nunca.
—Hay una primera vez para todo.
Me asomé al dormitorio y vi a mi marido durmiendo a pierna suelta, abrazado a mi
almohada y con la cabeza hundida en ella. Caminé de puntillas hasta su mesilla de noche y
dejé allí el remedio contra la resaca. Volví a salir tan sigilosamente como había entrado y
cerré la puerta.
—Está frito todavía —dije en voz baja.
—¡Hala! En fin, cambio de planes. Tengo unos documentos que tenéis que firmar antes de
las cuatro de esta tarde. Os los enviaré por mensajero. Dame un toque cuando terminéis con
ellos y mandaré a alguien a recogerlos.
—¿Que yo tengo que firmar algo? ¿Qué es?
—¿No te lo ha dicho? —Se echó a reír—. Bueno, pues no voy a estropear la sorpresa. Ya
lo verás cuando lleguen los papeles. Llamadme si tenéis alguna duda.
—Vale, gracias —gruñí con suavidad.
Colgamos y me quedé mirando el pasillo, en dirección al dormitorio, con los ojos
entornados. ¿Qué debía de estar tramando Gideon? Me volvía loca que pusiera algún proyecto
en marcha y se ocupara de asuntos sin comentarme nada.
Mi móvil empezó a sonar entonces en la cocina. Corrí a través del salón y eché un vistazo
a la pantalla. El número no me resultaba conocido, pero era evidente que pertenecía a la
ciudad de Nueva York.
—¡Santo Dios! —murmuré, sintiéndome como si hubiera pasado todo un día trabajando
cuando tan sólo eran las diez y media de la mañana. ¿Cómo demonios se las arreglaría Gideon
para atender tantos asuntos distintos al mismo tiempo?
—Eva, soy Chris otra vez. Espero que no te importe que Ireland me haya dado tu número.
—No, en absoluto. Siento no haberlo llamado yo antes, no pretendía preocuparlo.
—¿Está bien?
Me senté en un taburete junto a la isleta de la cocina.
—No. Ha pasado una noche horrible.
—Antes he llamado a su oficina y me han dicho que estaba fuera.
—Estamos en casa. Él, todavía durmiendo.
—Eso no significa nada bueno.
Chris conocía bien a mi hombre. Gideon era un animal de costumbres, con una vida
rigurosamente ordenada y segmentada. Cualquier desviación de sus pautas establecidas era
algo tan inusual en él que resultaba alarmante.
—Se le pasará —le aseguré—. Yo me encargaré de ello. Simplemente necesita tiempo.
—¿Hay algo que yo pueda hacer?
—Si se me ocurre algo, se lo diré.
—Gracias. —Parecía cansado y preocupado—. Gracias por hablar conmigo y por estar ahí
con él. Ojalá lo hubiera estado yo cuando pasó todo aquello. Tendré que vivir con el hecho de
que no estuve.
—Todos tenemos que vivir con ello. No es culpa suya, Chris. Esto no hace las cosas más
fáciles, ya lo sé, pero es necesario que lo tenga presente o se machacará a sí mismo. Así no
ayudará a Gideon.
—Eres muy madura para tu edad, Eva. Me alegro mucho de que estés con él.
—La afortunada soy yo —dije quedamente—. Con mayúsculas.
Al terminar la conversación, no pude por menos que pensar en mi madre. Ver lo que
Gideon estaba sufriendo me hacía valorarla especialmente. Ella había estado a mi lado; había
luchado por mí. También se sentía culpable y eso la había hecho ser sobreprotectora hasta un
punto que rayaba la locura, pero en el fondo yo no estaba tan hecha polvo como Gideon
gracias al amor de mi madre.
La telefoneé y contestó enseguida.
—Eva, has estado evitándome deliberadamente. ¿Cómo se supone que voy a organizar tu
boda sin tu participación? Hay que tomar muchas decisiones, y si me equivoco...
—Hola, mamá —la interrumpí—, ¿cómo estás?
—Estresada —dijo, y su voz, entrecortada por naturaleza, denotaba algo más que una
pequeña acusación—. ¿Cómo iba a estar? Estoy organizando uno de los días más importantes
de tu vida yo solita y...
—Estaba pensando que podríamos quedar el sábado y hablar largo y tendido sobre todo
eso, si te va bien a ti.
—¿De verdad? —La alegría de su tono me hizo sentir culpable.
—Sí, de verdad.
Había pensado que la segunda boda era más por mi madre que por cualquier otra persona,
pero estaba equivocada. La boda era importante para Gideon y para mí también; otra
oportunidad para confirmar nuestro inquebrantable vínculo. Y no para que el mundo lo viera,
sino para nosotros dos.
Él debía dejar de apartarme para protegerme, y yo debía dejar de tener miedo de
desaparecer al convertirme en la señora de Gideon Cross.
—¡Sería estupendo, Eva! Podríamos comer aquí con la organizadora de la boda y pasar la
tarde estudiando todas las posibilidades.
—Yo quiero algo sencillo, mamá, íntimo. —Antes de que pudiera protestar, proseguí con
la solución de Gideon—: Podemos tirar la casa por la ventana con el banquete, pero quiero que
la ceremonia sea algo más privado.
—¡Eva, la gente se ofenderá si la invitamos al banquete pero no a la ceremonia!
—La verdad es que no me importa. Yo no me caso por ellos. Me caso porque estoy
enamorada del hombre de mis sueños y vamos a pasar juntos el resto de nuestra vida. No
quiero que se desvíe el centro de la cuestión.
—Cariño... —suspiró, como si yo fuera tonta—, ya hablaremos de esto el sábado.
—Vale, pero no voy a cambiar de idea.
Entonces un escalofrío me recorrió la espalda y me volví.
Gideon estaba en el umbral de la cocina, observándome. Se había puesto los pantalones de
chándal de la noche anterior y tenía el pelo revuelto y los párpados hinchados.
—Tengo que dejarte —le dije a mi madre—. Hasta el fin de semana, entonces. Te quiero
mucho.
—Yo también a ti, Eva. Por eso sólo te deseo lo mejor.
Apagué el teléfono y lo dejé sobre la isleta. Bajé del taburete y me puse frente a él.
—Buenos días.
—No has ido a trabajar —dijo con la voz más ronca y sexi de lo normal.
—Tampoco tú.
—¿Vas a ir más tarde?
—Pues no. Ni tú. —Me acerqué a él y lo abracé por la cintura. Aún conservaba el calor de
la cama. Mi sueño hecho realidad, adormilado y sensual—. Vamos a estar escondidos todo el
día, campeón. Solos tú y yo, en pijama y tranquilitos.
Con una mano me agarró por la cadera y con la otra me apartó el pelo de la cara.
—No estás enfadada.
—Y ¿por qué iba a estarlo? —Me puse de puntillas y lo besé en la mandíbula—. ¿Estás tú
enfadado conmigo?
—No. —Me sujetó por la nuca y apretó la mejilla contra la mía—. Me alegro de que estés
aquí.—
Estaré siempre aquí. Hasta que la muerte nos separe.
—Estás preparando la boda.
—Lo has oído, ¿eh? Si tienes algo que decir, hazlo ahora o calla para siempre.
Gideon guardó silencio durante un buen rato, el suficiente como para imaginar que no
tenía nada que añadir.
Volví la cabeza y le di un beso rápido y suave en los labios.
—¿Has visto lo que te he dejado junto a la cama?
—Sí, gracias.
La sombra de una sonrisa asomó a su boca.
Tenía el aspecto de un hombre que ha follado bien, lo cual me llenaba de orgullo.
—Te he disculpado en el trabajo también, pero Arash ha dicho que tenía que enviarnos
unos papeles. No ha querido decirme de qué se trataba.
—Tendrás que esperar para averiguarlo.
Le acaricié la frente con las yemas de los dedos.
—¿Cómo estás?
Él se encogió de hombros.
—No sé. Ahora mismo me siento de puta pena.
—Date el baño que no te diste anoche.
—Hum..., ya me siento mejor.
Entrelazamos los dedos y lo conduje de nuevo hacia el dormitorio.
—Quiero ser el hombre de tus sueños, cielo —dijo, sorprendiéndome—. Lo deseo más que
cualquier otra cosa.
—Eso está hecho.
Yo miraba el contrato que tenía delante con el corazón acelerado y una combinación de amor y
alegría que me mareaba. Alcé la vista de la mesa cuando entró Gideon en la habitación, con el
pelo todavía húmedo tras el baño y sus largas piernas enfundadas en unos pantalones de
pijama de seda negra.
—¿Vas a comprar la casa de los Outer Banks? —le pregunté, puesto que necesitaba que me
lo confirmara a pesar de tener la prueba ante mis ojos.
En su boca sensual se dibujó una sonrisa.
—Vamos a comprar esa casa. Acordamos comprarla.
—Hablamos de ello —repuse.
El precio fijado era un poco exagerado, lo que indicaba que no había sido fácil persuadir a
los dueños. Gideon había pedido que incluyeran el libro Desnuda ante la muerte y el
mobiliario de la habitación principal. Siempre pensaba en todo.
Se acomodó en el sofá, a mi lado.
—Ahora sí que estamos haciendo algo.
—Los Hamptons quedarían más cerca. O Connecticut.
—En avión se llega enseguida. —Me levantó la barbilla y apretó los labios contra los míos
—. No te preocupes por la logística —susurró—. Fuimos felices allí, en la playa. Todavía te
veo andando por la orilla del mar. Recuerdo cómo nos besamos en la terraza... y cómo te tendí
en aquella gran cama blanca. Tú parecías un ángel, y yo me sentía como si estuviera en el
cielo.—Gideon —apoyé la frente en la suya—, ¿dónde firmamos?
Se echó hacia atrás y buscó en el contrato hasta encontrar la primera señal que indicaba
«Firme aquí». Luego recorrió la mesa con la mirada y frunció el ceño.
—¿Dónde está mi pluma?
—Yo tengo una en el bolso —dije poniéndome en pie.
Me agarró de la muñeca y tiró de mí para que volviera a sentarme.
—No. Quiero la mía. ¿Dónde está el sobre donde venía todo esto?
Lo encontré en el suelo, entre el sofá y la mesa. Lo había dejado encima de ésta después de
ver lo que nos había mandado Arash. Lo recogí y me di cuenta de que todavía pesaba, así que
lo coloqué boca abajo sobre la mesa para que cayeran el resto de las cosas que había dentro.
Una pluma estilográfica aterrizó tintineando sobre el cristal y una pequeña fotografía salió
volando.
—Ahí está.
Gideon cogió la pluma y estampó su firma en la línea de puntos.
Mientras él examinaba el resto de las páginas, yo miré el retrato y se me hizo un nudo en
la garganta.
Se trataba de la fotografía de él con su padre en la playa de la que me había hablado en
Carolina del Norte. Gideon era pequeño, debía de tener cuatro o cinco años y se lo veía muy
concentrado ayudando a su padre a construir un castillo de arena. Geoffrey Cross, guapo como
un galán de cine, estaba sentado frente a su hijo, con el pelo oscuro agitado por la brisa del
océano. Llevaba tan sólo un bañador puesto y lucía un cuerpo muy parecido al de Gideon en la
actualidad.
—¡Anda, mira! —exclamé pensando ya en que iba a enmarcar las fotos de todos los
lugares en los que habíamos estado—. Me encanta.
—Aquí —me dijo, pasándome el contrato con la pluma encima.
Dejé la foto y cogí la estilográfica de Gideon. Le di vueltas en la mano hasta que vi las
iniciales «G. C.» grabadas en el mango.
—¿Eres supersticioso?
—Era de mi padre.
—¡Ah!
—Lo firmaba todo con ella. No iba a ninguna parte sin llevarla en el bolsillo. —Se apartó
el pelo de la cara—. Hundió nuestro nombre con esta pluma.
Le apoyé una mano en el muslo.
—Y tú estás levantándolo de nuevo con ella. Ya entiendo.
Me dirigió una mirada dulce y brillante y me acarició la mejilla con la yema de los dedos.

—Sabía que lo entenderías.

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