14
Estaba soñando con Gideon desnudo en una playa privada cuando el
sonido de mi teléfono me
despertó sobresaltándome. Me volví hacia mi lado de la cama,
alargué el brazo y busqué el
móvil a tientas sobre la mesilla. Por fin mis dedos rozaron su
familiar contorno, lo cogí y me
incorporé.
La cara de Ireland se iluminó en la pantalla. Fruncí el ceño al
mirar al otro lado de la
cama. Gideon no estaba en casa. Claro que quizá me hubiera
encontrado dormida y estuviera
pasando la noche en el apartamento de al lado...
—¿Sí? —respondí, observando que eran más de las once, según el
reloj del descodificador
del televisor.
—Eva, soy Chris Vidal. Siento llamarte tan tarde, pero es que
estoy preocupado por
Gideon. ¿Está bien?
Me dio un vuelco el corazón.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué le ocurre a Gideon?
Se hizo una pausa.
—¿No has hablado esta noche con él?
Me levanté de la cama y encendí la lámpara.
—No, me quedé dormida. ¿Qué es lo que pasa?
Christopher maldijo con tal intensidad que se me pusieron los
pelos de punta.
—He ido a verlo esta tarde para hablar de... las cosas que tú me
contaste. No se lo ha
tomado bien.
—¡Ay, Dios mío!
Empecé a dar vueltas, obnubilada. Algo que ponerme, necesitaba
algo para cubrir el
atrevido body con el que pensaba seducir a Gideon.
—Tienes que encontrarlo, Eva —dijo en tono apremiante—. Te
necesita en estos
momentos.
—Ya voy.
Arrojé el teléfono sobre la cama y saqué a tirones del armario una
gabardina antes de salir
disparada de mi dormitorio. Cogí de mi bolso las llaves del
apartamento de al lado y corrí por
el pasillo. Las manos me temblaban tanto que tardé un buen rato en
abrir la cerradura.
La casa estaba sombría y silenciosa como una tumba; las
habitaciones, vacías.
—¡¿Dónde estás?! —grité en medio de la oscuridad, notando que un
sollozo de pánico
luchaba por abrirse paso en mi garganta.
Regresé a mi apartamento y, con manos temblorosas, abrí en mi
móvil la aplicación que le
seguiría la pista al suyo.
«No se lo ha tomado bien».
Por Dios, pues claro que no. Para empezar, ya no se había tomado
bien que yo se lo contara
a Chris. Gideon se había puesto furioso. Agresivo. Y aquella noche
había tenido una pesadilla
horrible.
El punto rojo intermitente que vi en el mapa estaba justo donde yo
esperaba que estuviera:
en el ático.
Me calcé unas chanclas y fui a por mi bolso a toda prisa.
—¿Qué demonios llevas puesto? —preguntó Cary desde la cocina.
Di un respingo.
—Por Dios, me has dado un susto de muerte.
Se acercó con aire desenfadado a la encimera. Llevaba puesto tan
sólo un bóxer Grey Isles,
y tenía el cuello y el pecho cubiertos de sudor. Puesto que el
aire acondicionado funcionaba
perfectamente y Trey estaba pasando la noche allí, adiviné por qué
estaba tan acalorado.
—Menos mal que te he pillado; no puedes salir así —dijo con voz
cansada.
—Verás como sí. —Me colgué el bolso en bandolera y me dirigí a la
puerta.
—¡Eres sorprendente, nena! —gritó a mi espalda—. Una mujer de las
mías.
El portero de la casa de Gideon no se inmutó al verme bajar del
taxi delante del edificio. Por
supuesto, me había visto antes en peores condiciones, lo mismo que
el conserje, que sonrió y
me saludó por mi nombre como si yo no pareciera una indigente
chiflada. Aunque llevara una
gabardina Burberry.
Caminé todo lo deprisa que me permitían mis chanclas hasta el
ascensor privado del ático,
esperé a que bajara y tecleé el código. El trayecto no duró mucho,
pero a mí me pareció
interminable. Ojalá hubiera podido caminar de un lado a otro de la
pequeña pero
elegantemente acondicionada cabina. Los impecables espejos me
devolvían la imagen del
desasosiego que mostraba mi cara.
Gideon no me había llamado ni enviado ningún mensaje después de
aquél en el que me
prometía una noche ardiente. No había venido a mi casa ni siquiera
para dormir en el
apartamento de al lado. Y yo sabía que no le gustaba estar
separado de mí.
Excepto cuando se sentía dolido emocionalmente. O avergonzado.
En cuanto las puertas del ascensor se abrieron en el descansillo,
me recibió una música
heavy metal machacona y estruendosa. Me encogí y me tapé los
oídos, pues el volumen de los
altavoces instalados en el techo era tan fuerte que hacía daño.
Dolor. Furia. La atroz violencia de la música me agobiaba. Me
dolía el pecho. Comprendí
que la canción era la manifestación de lo que sentía Gideon en su
interior y no podía
exteriorizar.
Era demasiado controlado, demasiado contenido. Y tenía las
emociones estrictamente
reprimidas, junto con sus recuerdos.
Hurgué en el bolso buscando el teléfono y terminé dejándolo caer y
desparramando su
contenido en la cabina del ascensor y por el suelo del vestíbulo.
Lo dejé todo tal como había
caído, excepto el móvil. Lo recogí y deslicé el dedo por la
pantalla hasta dar con la aplicación
que controlaba el sonido del entorno. Sintonicé una música más
apacible, bajé el volumen y
pulsé la tecla «Intro».
El ático quedó en silencio durante un buen rato y luego empezaron
a sonar los suaves
acordes de Collide, de Howie Day.
Me di cuenta de que Gideon se acercaba antes de verlo, el aire
rasgándose con la violenta
energía de una inminente tormenta de verano. Dobló la esquina
desde el pasillo que conducía a
los dormitorios, y yo me quedé sin aliento.
Iba sin camisa y sin zapatos; el pelo, sedoso y alborotado,
rozándole los hombros. Llevaba
unos pantalones negros de chándal, sujetos a la parte baja de las
caderas, que ponían de
manifiesto el entramado de tensas fibras de sus abdominales. Tenía
moratones en las costillas
y cerca de los hombros, rastros de una batalla que reforzaban la
impresión de cólera y furia
fuertemente constreñidas.
La música que yo había elegido chocaba con las emociones que
emanaban de él.
Mi hermoso guerrero, de salvaje elegancia. El amor de mi vida. Tan
atormentado que, con
sólo mirarlo, brotaban de mis ojos lágrimas ardientes.
Al verme, se detuvo sobresaltado, con las manos a los lados
abriéndose y cerrándose, los
ojos desorbitados y las aletas de la nariz hinchadas.
El teléfono se me resbaló de la mano y cayó al suelo.
—Gideon...
Al oír mi voz, inspiró profundamente. Y se transformó. Yo noté
cómo se producía el
cambio, igual que una puerta cerrándose de golpe. Un momento
antes, bullía por las
emociones; ahora, estaba frío como el hielo, la superficie lisa
como el cristal.
—¿Qué haces aquí? —preguntó en un tono peligrosamente sereno.
—Buscarte. —Porque se había perdido.
—En estos momentos no soy una buena compañía —repuso.
—Podré con ello.
Estaba demasiado quieto, como si le diera miedo moverse.
—Deberías irte. Aquí no estás segura.
El pulso se me aceleró. Mis sentidos se pusieron en alerta. Sentí
su calor desde el otro
extremo de la habitación. Su deseo. Su urgencia. De pronto, me
derretía bajo la ropa.
—Estoy más segura contigo que en cualquier otro sitio. —Respiré hondo
para infundirme
valor—. ¿Te cree Chris?
Echó la cabeza hacia atrás.
—¿Cómo te has enterado?
—Me ha llamado. Está preocupado por ti. Y yo también.
—Estaré bien —dijo con brusquedad, lo que indicaba que en ese
momento no se
encontraba bien.
Me dirigí hacia él, notando el fuego de su mirada mientras seguía
mis movimientos.
—Claro que estarás bien. Te has casado conmigo.
—Tienes que irte, Eva.
Negué con la cabeza.
—Casi duele más cuando nos creen, ¿verdad? —proseguí—. Y entonces
nos preguntamos
por qué hemos tardado en contarlo. Tal vez podríamos haberlo
parado antes si se lo
hubiéramos dicho a la persona apropiada.
—Calla.
—Siempre queda ahí dentro esa vocecita que nos hace sentir
culpables por lo que pasó.
Gideon cerró entonces los ojos con tanta fuerza como los puños.
—No.
—No ¿qué?
—No seas lo que necesito. En este momento, no.
—¿Por qué no?
Sus vehementes ojos azules se abrieron súbitamente y me
inmovilizaron a medio camino.
—Pendo de un hilo, Eva.
—No tienes que pender de nada —le dije, tendiéndole las manos—.
Suéltate. Yo te
agarraré.
—No —replicó negando con la cabeza—. No puedo..., no puedo ser
delicado.
—Estás deseando tocarme.
Tensó la mandíbula.
—Quiero follarte. Ahora mismo no deseo otra cosa.
Sentí el calor subiendo hasta mis mejillas. Una prueba de lo mucho
que me deseaba era
que pudiera encontrarme apetecible a pesar de mi ridículo atuendo.
—Ya sabes que estoy dispuesta. Siempre.
Me llevé los dedos a la solapa de la gabardina. La había abrochado
parcialmente en el taxi
para que no se viera lo que llevaba debajo. Pero ahora estaba
sudando; tenía la piel húmeda de
sudor.
—No.
—¿No crees que sé cómo tratarte? ¿Después de todo lo que hemos
conseguido juntos? ¿De
todo lo que hemos hablado?
Dios. Todo su cuerpo estaba rígido y tenso; cada uno de sus músculos,
fuerte y duro. Y sus
ojos, tan brillantes sobre el fondo bronceado de su rostro, y tan
angustiados. Mi hombre oscuro
y peligroso.
Entonces me sujetó por el codo y echó a andar.
—¿Qué...? —Tropecé.
Gideon me arrastró de vuelta al ascensor.
—Tienes que irte.
—¡No!
Me resistí, quitándome las chanclas a patadas y clavando los pies
en el suelo.
—¡Maldita sea!
Se volvió hacia mí y me levantó en vilo de un tirón, de modo que
quedamos nariz con
nariz.—
No puedo prometer que vaya a parar. Si llego demasiado lejos,
puede que tu palabra de
seguridad no me detenga, y esto, es decir, nosotros, se irá al
infierno.
—¡Gideon! ¡Por el amor de Dios, no temas desearme tanto!
—Quiero castigarte —replicó él gruñendo al tiempo que me sujetaba
la cara con ambas
manos—. ¡Tú has hecho esto! Tú lo has provocado. Presionando a la
gente..., presionándome a
mí. ¡Mira lo que has conseguido!
En ese momento me alcanzó el olor a alcohol, el intenso efluvio de
algún carísimo licor.
Nunca había visto a Gideon verdaderamente borracho, valoraba
demasiado su autocontrol
como para perderlo del todo, pero ahora sí lo estaba.
El primer atisbo de cansancio comenzó a extenderse por mi cuerpo.
—Sí —admití temblorosa—, es culpa mía. Te quiero demasiado. ¿Vas a
castigarme por
eso?
—Dios mío...
Cerró los ojos, apoyó su frente cálida y húmeda en la mía y la
frotó enérgicamente. Mi piel
se cubrió con su sudor y me dejó marcada con su agradable aroma
masculino.
Entonces noté que cedía y se relajaba ligeramente. Volví la cabeza
y le besé la enfebrecida
mejilla.
Se puso tenso otra vez.
—No.
A continuación me arrastró hacia el ascensor y, con el pie, apartó
el contenido de mi bolso,
que estaba desparramado en el suelo.
—¡Basta ya! —grité tratando de soltar el brazo.
Pero Gideon no me escuchaba. Hundió el dedo en el botón de
llamada. La puerta se abrió
de inmediato, el ascensor privado siempre estaba esperando para
bajarlo. Me empujó adentro y
yo choqué con la pared del fondo.
Desesperada, tiré del cinturón de mi gabardina, sacando fuerzas de
la urgencia. Rompí los
botones, que salieron rodando en todas direcciones. Las puertas ya
estaban cerrándose cuando
me volví para quedar frente a él y abrí la gabardina de modo que
viera lo que llevaba debajo.
Gideon extendió rápidamente un brazo para bloquear la puerta y
dejarla abierta. El body
que llevaba era de color rojo sangre, nuestro color, y apenas si
tenía tela. Una malla
transparente dejaba ver los pechos y el sexo, y se ceñía a la
cintura con unas tiras.
—Puta —musitó entrando en el reducido espacio y haciéndolo todavía
más pequeño—, no
sabes cuándo parar.
—Soy tu puta —le solté con las lágrimas cayendo ya por mis
mejillas. Me resultaba muy
doloroso que estuviera tan enfadado conmigo, a pesar de que yo lo
comprendiera. Él
necesitaba una válvula de escape y yo me había colocado a modo de
diana. Me lo había
advertido..., había tratado de protegerme...—. Puedo soportarte,
Gideon Cross. Puedo soportar
cualquier cosa tuya.
Me empujó contra la pared y el impacto fue tan fuerte que me quedé
sin respiración.
Cubrió mi boca con la suya y hundió la lengua bien adentro.
Comenzó a estrujarme los pechos
rudamente mientras me separaba las piernas con una rodilla. Arqueé
la espalda, tratando de
librarme de la gabardina. Tenía mucho calor; el sudor se deslizaba
por mi espalda y por mi
vientre. Gideon me la arrancó, la tiró a un lado y juntó nuestros
labios de nuevo. Dejé escapar
un gemido de gratitud y le eché los brazos al cuello con el
corazón henchido de alivio por el
abrazo. Me agarré a su pelo y me encaramé a su cintura.
Gideon despegó la boca de la mía y luego apartó mis manos de él.
—No me toques.
—Que te jodan —le espeté, demasiado herida para controlar las
palabras. Sólo para
fastidiarlo, me solté y le pasé las manos por sus recios hombros y
sus bíceps.
Me empujó hacia atrás y me sujetó nuevamente contra la pared
poniendo una sola mano en
mi pecho. Por mucha fuerza que hiciera, o lo arañara, no
conseguiría moverlo. Solamente pude
observar cómo se quitaba el cordón de los pantalones.
El deseo y la aprensión se mezclaron en mi interior a partes
iguales.
—¿Gideon...?
Él me dirigió una mirada atormentada y siniestra.
—¿Quieres hacer el favor de no tocarme?
—No, no quiero.
Asintió con la cabeza y me soltó, pero sólo para volverme de cara
a la pared. Aprisionada
por su cuerpo, tenía poca libertad de movimientos.
—No luches conmigo —me ordenó con la boca junto a mi oreja.
Entonces me ató las manos a la barra con el cordón.
Me quedé helada, asustada de que estuviera encerrándome de verdad.
La sorpresa y la
incredulidad hicieron que dejara de forcejear. Me di cuenta de que
la cosa iba en serio cuando
lo vi anudar el cordón.
A continuación, me agarró por las caderas, me apartó el pelo de
los hombros con la boca y
me clavó los dientes en el hombro.
—Yo digo cuándo.
Dejé escapar un grito ahogado, pugnando por desatarme.
—Pero ¿qué haces?
No me contestó.
Simplemente se fue.
Me retorcí todo lo que pude y llegué a verlo entrando en el salón
justo cuando las puertas
del ascensor se cerraban.
—Oh, Dios mío —me lamenté en voz baja—. No es posible.
No podía creer que me despachara de ese modo..., atada en el
ascensor y vestida tan sólo
con mi ropa interior. Sabía que en esos momentos estaba jodido,
sí, pero no podía creer que mi
terriblemente celoso marido me exhibiera de tal manera ante
quienquiera que estuviera en la
recepción sólo para librarse de mí.
Pasaron los segundos, luego los minutos. La cabina no se movía y,
después de quedarme
ronca de tanto gritar, me di cuenta de que no serviría de nada. El
ascensor esperaba que
alguien pulsara un botón, preparado para recibir las órdenes de
Gideon.
Igual que yo.
Pensaba darle una patada en el maldito trasero cuando me soltara.
Nunca había estado tan
cabreada.
—¡Gideon!
Me incliné hacia adelante y levanté una pierna extendida para
llegar al botón que abría las
puertas. Lo pulsé con el dedo gordo, y se abrieron. Tomé una buena
bocanada de aire para
gritar...
... y me quedé sin él inmediatamente de un sobresalto.
Gideon venía dando zancadas desde el salón en dirección al
vestíbulo... completamente
desnudo y empapado de los pies a la cabeza. Tenía la polla tan
dura que le llegaba hasta el
ombligo. Tenía la cabeza echada hacia atrás porque iba bebiendo
agua de una botella, y su
paso era tranquilo y relajado, aunque a todas luces el de un
depredador.
Me puse derecha cuando se acercó, jadeando tanto por la profusión
de mis emociones
como por la intensidad de mi deseo. Gilipollas o no, sentía un
ansia de él tan vehemente que
no podía luchar contra ella. Era complicado y sexi, defectuoso y
perfecto al mismo tiempo.
—Toma.
Me llevó a los labios un vaso alto de cristal en el que no había
reparado porque estaba
demasiado ocupada comiéndome con los ojos su magnífico cuerpo. El
vaso estaba casi lleno
de un líquido rojizo y dorado que chocó contra mis labios cuando
lo inclinó.
Abrí la boca por instinto y él vertió en ella el licor. La prueba
de que era fuerte es que
quemaba la lengua y la garganta. Tosí y él esperó con los ojos
entornados. Olía a limpio y
fresco, reanimado por una ducha.
—Termínatelo.
—¡Es demasiado fuerte! —protesté.
Vertió otro gran trago entre mis labios.
Le propiné una patada y solté un taco al hacerme daño en el pie
sin que a él lo hubiera
lastimado en absoluto.
—¡Ya basta! —exclamó.
Dejó caer la botella de agua vacía y me cogió la cara entre las manos.
Con el pulgar, me
limpió las gotas de licor de la barbilla.
—Tienes que dejar que me calme y tú también tienes que serenarte.
Si seguimos así, nos
destrozaremos el uno al otro.
Una estúpida lágrima se me escapó por el rabillo del ojo.
Gideon refunfuñó y se inclinó hacia mí. Con la lengua lamió el
rastro de la gota en mi
mejilla.
—Estoy hecho polvo y tú me das de puñetazos. No lo soporto, Eva.
—Yo tampoco soporto que me excluyas —dije en un susurro mientras
tiraba del puñetero
cordón. El licor repartía fuego por mis venas. Ya notaba los
tentáculos de la embriaguez
apoderándose de mis sentidos.
Gideon puso la mano sobre la mía para aquietar mis movimientos
nerviosos.
—Para de una vez, vas a hacerte daño.
—Desátame.
—Si me tocas, no lo soportaré. Estoy pendiendo de un hilo —dijo
otra vez, y parecía
desesperado—. No puedo perder el control. Contigo, no.
—¿Con otra persona? —Mi voz se tornó estridente—. ¿Necesitas a
otra persona?
Yo tampoco podía soportarlo. Gideon era el puntal de nuestra
relación. Pensaba que yo
podía ser lo mismo para él. Quería resguardarlo, ser su refugio.
Pero él no necesitaba
refugiarse de ninguna tormenta; él era la tormenta. Y yo no tenía
la fuerza suficiente para
resistir el peso de su aplastante estado de ánimo.
—No, por Dios. —Me besó. Con fuerza—. Tú necesitas que yo controle
la situación. Yo
necesito controlarla cuando estoy contigo.
Empecé a sentir pánico. Él lo sabía. Sabía que yo no era
suficiente.
—Con las otras eras distinto. No te refrenabas...
—¡Joder! —Se alejó de repente y dio un golpe con el puño en la
botonera. Las puertas se
abrieron en el acto con la voz de Sarah McLachlan cantando algo
sobre la posesión. Gideon
lanzó entonces el vaso contra la pared del vestíbulo y lo hizo
pedazos—. ¡Sí, era distinto! ¡Tú
me hiciste ser distinto!
—Y me odias por eso. —Me eché a llorar; mi cuerpo, vencido,
sostenido por la pared de la
cabina.
—No. —Me envolvió con el cuerpo, frío por el agua, curvándolo
sobre mi espalda. Frotó
la cara contra mí, su abrazo era tan estrecho que apenas si podía
respirar—. Te quiero. Eres mi
esposa. Mi puñetera vida. Lo eres todo.
—Yo sólo quiero ayudarte —exclamé—. Quiero estar aquí por ti, pero
tú no me dejas.
—Por Dios, Eva. —Empezó a mover las manos, a deslizarlas por todas
partes. A
acariciarme. A tranquilizarme—. No puedo impedírtelo. Te necesito
demasiado.
Me aferraba a la barra con las dos manos y tenía la cara pegada al
espejo. El licor
comenzaba a producir su magia. De pronto me invadió una cálida
languidez que ahogó la ira y
el poco ánimo que me quedaba hasta que se desvaneció y acabé
triste, desesperada y
aterradoramente enamorada.
Gideon metió la mano entre mis piernas, buscó y acarició. De un
enérgico tirón soltó los
corchetes del body. La repentina liberación me hizo gemir. Tenía
el sexo húmedo e hinchado
por los hábiles movimientos de sus manos y por el recuerdo de cómo
me había mirado
mientras se acercaba a mí.
Dejé caer la cabeza hacia atrás, sobre su hombro, y vi su imagen
en el espejo. Tenía los
ojos cerrados y los labios separados. La vulnerabilidad grabada en
su hermoso rostro me
desarmó. Sufría terriblemente y yo no podía soportarlo.
—¿Qué puedo hacer? —le susurré—. Dime cómo ayudarte.
—Chis —dijo, pasándome la lengua por el borde de la oreja—. Deja
que me calme.
El suavísimo roce de su pulgar sobre la malla que cubría mis
pezones estaba volviéndome
loca. Sus dedos deslizándose entre los resbaladizos pliegues de mi
sexo me hacían estremecer.
Sabía bien dónde tocar y cuánta presión ejercer.
Grité cuando introdujo dos dedos en mi interior y flexioné los
pies hasta ponerme de
puntillas. Las rodillas se me doblaban y las piernas me temblaban
debido a la tensión. El aire
dentro del ascensor estaba cargado de vapor, saturado del deseo
que irradiaba Gideon en
oleadas.
—Joder... —gimió cuando mi sexo se apretó alrededor del suyo.
Empujaba las caderas
contra mí para intensificar su erección entre mis glúteos—. Voy a
magullarte ese dulce coño
tuyo, Eva. No puedo contenerme.
Me pasó un brazo por la cintura y me levantó, echándome hacia
atrás de modo que los
brazos estuvieran rectos y yo inclinada hacia adelante. Me separó
las piernas mientras pasaba
los dedos por la humedad de mi coño. Noté una mano que me rozaba
la cadera, y luego el
capullo de su polla desplazándose por la hendidura de mis nalgas
hasta quedar entre los labios
de mi sexo.
Contuve el aliento, retorciéndome contra aquella placentera
presión. Lo había deseado
todo el día, me moría por sentir su enorme verga dentro de mí,
necesitaba que me hiciera
correrme.
—Espera —gruñó, tratando de alcanzar tanto mi cintura como uno de
mis hombros
mientras flexionaba los dedos con impaciencia—. Deja que...
Mi sexo se contrajo, apretándose más alrededor del grueso capullo.
Gideon lanzó una exclamación y se abrió paso con un fuerte impulso
que lo llevó muy
adentro. Yo grité de dolor y placer al mismo tiempo y me arqueé,
sintiendo la quemazón de
mis tensos músculos internos.
—Sí —musitó él, atrayéndome otra vez hasta que los labios de mi
sexo ciñeron la
voluminosa raíz de su miembro. Trazaba círculos con las caderas,
el peso de sus pelotas
cayendo sobre mi abultado clítoris—. Bien prieto...
Yo gemí tratando de agarrarme a la barra, y todo mi cuerpo se
estremeció cuando empezó
a follarme. La sensación era arrolladora, ahora completamente
llena, ahora vacía de repente.
Las piernas me fallaban, sentía espasmos de placer mientras Gideon
me penetraba con fuerza,
hasta el fondo. Todas las emociones reprimidas en su interior me
las traspasaba con cada
impulso. Las implacables acometidas de su polla masajeaban mis
fibras más sensibles.
Me corrí antes de darme cuenta de que llegaba el orgasmo. Grité
ahogadamente su nombre
mientras el placer recorría mi cuerpo en violentas sacudidas.
Dejé caer la cabeza entre los brazos; tenía los músculos débiles e
inservibles. Gideon me
sostenía con las manos, con su erección, usando mi cuerpo,
poseyéndolo, gruñendo
primitivamente cada vez que alcanzaba lo más profundo de mí.
—Así, bien adentro... —jadeaba—. Cómo me gusta.
Con el rabillo del ojo me pareció ver entonces un movimiento, mis
ojos aturdidos
enfocaban nuestro reflejo. Con un grito tenue, dolorido, empecé a
correrme otra vez, si es que
había parado en algún momento. Gideon era el ser más sensual que
había visto en mi vida, con
aquellos bíceps duros soportando mi peso, los muslos tensos por el
esfuerzo, los glúteos
apretados mientras subía y bajaba, los abdominales que se
ondulaban, potentes, cuando movía
las caderas en cada impulso.
Estaba hecho para follar, pero él había perfeccionado la técnica,
usando cada centímetro de
su extraordinario cuerpo para proporcionar placer a una mujer. Era
algo innato en él,
instintivo. Incluso estando borracho y desbordado por la angustia,
su ritmo era acompasado y
preciso, su concentración, absoluta.
Cada embate lo llevaba hasta lo más profundo de mí, tocando los
puntos más delicados una
y otra vez y llevándome al éxtasis hasta que ya no pude resistir
sus acometidas. Otro clímax
me arrastró como un maremoto.
—Así —dijo él—, exprímeme la polla, cielo. Ah..., voy a correrme.
Sentí cómo su verga se engrosaba y se alargaba, y me estremecí de
pies a cabeza al tiempo
que respiraba agitadamente.
Gideon echó hacia atrás la cabeza y rugió como un animal,
eyaculando vigorosamente. Me
agarró por las caderas y me empujó hacia abajo sobre su polla
chorreante, corriéndose intensa
y dilatadamente y llenándome el sexo con su simiente hasta que
ésta rebosó muslos abajo.
A continuación aminoró jadeante el impulso de sus caderas y se
inclinó para apretar la
mejilla contra mi hombro.
Yo caí de rodillas.
—Gideon...
Me levantó.
—No he terminado —dijo bruscamente, todavía con su erección dentro
de mí.
Y empezó otra vez.
Me desperté al sentir su pelo en mis hombros y la presión de unos
labios cálidos y firmes.
Agotada, traté de darme la vuelta hacia el otro lado, pero su brazo
alrededor de la cintura me
lo impidió.
—Eva —me llamó con voz áspera; tenía la mano sobre mis senos y,
con hábiles dedos, me
acariciaba un pezón.
Estaba oscuro y nos encontrábamos en la cama, aunque apenas si lo
recordaba llevándome
hasta allí. Me había desvestido, lavado con una toalla húmeda e
inundado de besos la cara y
las muñecas. Ahora estaban vendadas, cubiertas de pomada y
cuidadosamente envueltas.
Me había excitado sentir sus tiernas caricias en las rozaduras, la
mezcla de placer y dolor.
Y él se había dado cuenta de ello.
Con ojos de lujuria, me había separado las piernas y me lo había
comido con una insistente
exigencia que me había anulado la capacidad de pensar o moverme.
Me había lamido y
chupado el coño sin parar hasta que había perdido la cuenta de
cuántas veces me había corrido
alrededor de su pícara lengua.
—Gideon... —Volví la cabeza y lo miré. Estaba apoyado en un codo,
y los ojos le brillaban
a la tenue luz de la luna—. ¿Te has quedado conmigo?
Puede que fuera insensato esperar que se hubiera quedado conmigo
mientras dormía, pero
lo cierto era que me encantaba compartir la cama con él. Y lo
anhelaba.
Asintió con la cabeza.
—No podía dejarte.
—Me alegro.
Me hizo volverme hacia él y comenzó a besarme suavemente. Los
persuasivos lametones
de su lengua me excitaron otra vez y me hicieron gemir.
—No puedo dejar de tocarte —susurró, sujetándome por la nuca para
mantenerme inmóvil
mientras él profundizaba en el beso y tiraba suavemente con los
dientes de mi labio inferior.
—Cuando te toco, ya no pienso en ninguna otra cosa.
La ternura se fundía con el amor.
—¿Puedo tocarte yo a ti también?
—Por favor —dijo suplicante, cerrando los ojos.
Me abalancé sobre él y lo cogí por la cabeza como él me había
cogido a mí. Le pasé la
lengua por la suya; nuestras bocas estaban calientes y húmedas.
Nuestras piernas se enredaron.
Arqueé el cuerpo para apretarme contra la dureza de su erección.
Gideon empezó a tararear suavemente y a aquietarme girando para
sujetarme contra la
cama. Se echó hacia atrás y rompió el sello de nuestras bocas para
mordisquearme, chuparme
y seguir la línea de mis labios con la punta de la lengua.
Yo gimoteé en protesta porque quería que entrara más, con más
fuerza. En cambio, él
lamía pausadamente, acariciándome el paladar, la parte interior de
las mejillas. Apreté las
piernas y lo atraje más cerca. Él movió las caderas y presionó su
miembro erecto contra mi
muslo.
A continuación me besó hasta que mis labios se hincharon mientras
el sol ya estaba
saliendo. Me besó hasta que se corrió en un cálido torrente sobre
mi piel. No una, sino dos
veces.
Notar que se corría, oír sus gemidos de placer sabiendo que podía
llevarlo al orgasmo con
tan sólo besarlo... Me froté contra su muslo hasta que yo también
alcancé el clímax.
Con el nuevo día, Gideon había cerrado la brecha que había abierto
entre nosotros en el
ascensor. Me hizo el amor sin sexo. Me demostró su devoción
convirtiéndome en el centro de
su mundo. No había nada más allá de los bordes de nuestra cama.
Sólo nosotros y un amor que
nos dejaba desnudos al tiempo que nos completaba.
Cuando volví a despertarme, lo encontré durmiendo a mi lado, con
los labios tan hinchados de
tanto besarnos como los míos. Su rostro en reposo era dulce, pero
su ceño levemente fruncido
me decía que no estaba descansando tan profundamente como yo
habría deseado. Estaba de
lado, con el cuerpo estirado, esbelto y macizo, y la sábana
enredada entre las piernas.
Era tarde, casi las nueve, pero me faltaba valor tanto para
despertarlo como para dejarlo
dormir. No llevaba en mi trabajo el tiempo suficiente como para
faltar un día, pero decidí
hacerlo de todos modos.
Había antepuesto mis necesidades en lo que a mi profesión se
refería, arriesgándome a que
un día eso interfiriera entre nosotros. Sabía que mi deseo de ser
independiente no era malo,
pero en ese momento tampoco parecía bueno.
Me puse una camiseta y un culote de cintura baja, salí
sigilosamente de la habitación y me
dirigí, pasillo adelante, hasta el despacho que Gideon tenía en
casa, donde su móvil estaba
quejándose de que nadie hacía caso de la alarma de su despertador.
La apagué y fui a la cocina.
Había anotado mentalmente todas las cosas que tenía que hacer, así
que primero llamé a
Mark y le dejé un mensaje diciéndole que faltaría al trabajo por
una urgencia familiar. Luego
llamé a Scott y también le dejé un mensaje diciendo que Gideon no
iba a estar allí a las nueve
y que era posible que no apareciera en absoluto. Añadí que me
telefoneara y podríamos hablar
de ello.
Yo esperaba tener a Gideon en casa todo el día, aunque dudaba que
él estuviera de acuerdo.
Necesitábamos tiempo para nosotros. Tiempo terapéutico.
Recogí mi móvil del vestíbulo y llamé a Angus. Respondió al primer
tono.
—Hola, señora Cross. ¿Están preparados usted y el señor Cross?
—No, Angus, ahora mismo no vamos a movernos de aquí. De hecho, no
estoy segura de
que vayamos a salir de casa hoy. Quería preguntarte si sabes dónde
compra Gideon esos
frascos para la resaca.
—Sí, claro. ¿Necesita alguno?
—Puede que él lo necesite cuando se despierte, sí. Por si acaso,
me gustaría tener uno a
mano.
Se hizo una pausa.
—Si me permite la pregunta —dijo el chófer con su acento escocés—,
¿tiene esto algo que
ver con la visita de anoche del señor Vidal?
Me llevé la mano a la frente, notando los síntomas de una jaqueca
inminente.
—Tiene mucho que ver.
—¿Lo cree Chris? —preguntó quedamente.
—Sí.
Angus suspiró.
—Ah, es eso entonces. El chico no debía de estar preparado. Niega
lo que pasó para poder
soportarlo.
—Se lo tomó mal.
—Sí, de eso estoy seguro. Es bueno que esté con él, Eva. Usted
hace lo más conveniente
para él, aunque puede que le lleve algún tiempo darse cuenta.
Compraré el frasco.
—Gracias.
Tras colgar el teléfono, me dediqué a ordenar un poco la casa.
Primero fregué el
decantador vacío y el vaso que encontré sobre la isla de la
cocina; después fui al vestíbulo con
la escoba y el recogedor para retirar los trocitos del vaso roto.
Hablé con Scott, que llamó
cuando yo estaba recogiendo todas las cosas que se habían caído de
mi bolso, y luego me
concentré en frotar la pared y el suelo del vestíbulo para quitar
las manchas secas de brandy.
La noche anterior, Gideon había dicho que estaba agotado. No
quería que se despertara y
encontrara su casa así.
«Nuestra casa —me corregí—. Nuestro hogar». Tenía que empezar a
considerarla de esa
manera. Y Gideon también. Mantendríamos una conversación sobre su
intento de echarme de
allí. Si yo iba a esforzarme más por entrelazar nuestras vidas, él
debería hacer lo mismo.
Ojalá pudiera hablar con alguien de todo aquello, un amigo que me
escuchara y me diera
buenos consejos. Cary o Shawna. Incluso Steven, que tenía algo que
hacía muy fácil hablar
con él. También estaba el doctor Petersen, pero no era lo mismo.
De momento, Gideon y yo teníamos secretos que sólo podíamos
compartir el uno con el
otro, y eso nos mantenía aislados y codependientes. No era
únicamente la inocencia lo que nos
habían robado quienes habían abusado de nosotros. También se
habían llevado nuestra
libertad. Aunque aquello hubiera ocurrido hacía mucho tiempo, todavía
éramos prisioneros de
las falsas fachadas tras las cuales vivíamos. Prisioneros aún de
las mentiras, aunque de
distinto modo.
Acababa de limpiar las manchas del espejo del ascensor cuando éste
empezó a bajar
conmigo dentro. En camiseta y bragas.
—¿Será posible? —murmuré, quitándome los guantes de goma para
atusarme el pelo.
Después de haberme revolcado con Gideon durante toda la noche,
estaba hecha un desastre.
Las puertas se abrieron entonces y Angus se dispuso a entrar, pero
se quedó con un pie en
el aire cuando me vio. Cambié de postura, tratando de tapar la
cuerda que seguía atada al
pasamanos, detrás de mí. Gideon me había soltado usando unas
tijeras. Había liberado mis
muñecas, pero dejó pruebas.
—¡Ah, hola! —le dije, muerta de vergüenza.
No había modo de explicar qué estaba haciendo en el ascensor,
escasamente vestida y con
unos guantes de goma amarillos. Y, por si fuera poco, tenía los
labios tan rojos e hinchados
por haberme pasado horas y horas besándome con Gideon que no se
podía ocultar a qué me
había dedicado toda la noche anterior.
Angus me miraba divertido con sus ojos azul claro.
—Buenos días, señora Cross.
—Buenos días, Angus —respondí con toda la dignidad de que fui
capaz.
Me tendió un frasco con el «remedio» para la resaca, que estaba segura
de que no era más
que alcohol mezclado con vitaminas.
—Aquí tiene.
—Muchas gracias. —Mis palabras eran sinceras, e iban cargadas de
gratitud adicional por
no haber hecho preguntas.
—Llámeme si me necesita. Estaré por aquí cerca.
—Eres estupendo, Angus.
Me apresuré a subir de nuevo al ático y, cuando la puerta del
ascensor se abrió, oí que
sonaba el teléfono de casa.
Salí corriendo y entré descalza en la cocina para descolgar el
auricular, con la esperanza de
que el ruido no hubiera despertado a Gideon.
—¿Diga?
—Eva, soy Arash. ¿Está Cross contigo?
—Sí. Creo que aún está dormido. Iré a ver. —Me dirigí hacia el
pasillo.
—No estará enfermo, ¿verdad? Porque no lo está nunca.
—Hay una primera vez para todo.
Me asomé al dormitorio y vi a mi marido durmiendo a pierna suelta,
abrazado a mi
almohada y con la cabeza hundida en ella. Caminé de puntillas
hasta su mesilla de noche y
dejé allí el remedio contra la resaca. Volví a salir tan
sigilosamente como había entrado y
cerré la puerta.
—Está frito todavía —dije en voz baja.
—¡Hala! En fin, cambio de planes. Tengo unos documentos que tenéis
que firmar antes de
las cuatro de esta tarde. Os los enviaré por mensajero. Dame un
toque cuando terminéis con
ellos y mandaré a alguien a recogerlos.
—¿Que yo tengo que firmar algo? ¿Qué es?
—¿No te lo ha dicho? —Se echó a reír—. Bueno, pues no voy a
estropear la sorpresa. Ya
lo verás cuando lleguen los papeles. Llamadme si tenéis alguna
duda.
—Vale, gracias —gruñí con suavidad.
Colgamos y me quedé mirando el pasillo, en dirección al
dormitorio, con los ojos
entornados. ¿Qué debía de estar tramando Gideon? Me volvía loca
que pusiera algún proyecto
en marcha y se ocupara de asuntos sin comentarme nada.
Mi móvil empezó a sonar entonces en la cocina. Corrí a través del
salón y eché un vistazo
a la pantalla. El número no me resultaba conocido, pero era
evidente que pertenecía a la
ciudad de Nueva York.
—¡Santo Dios! —murmuré, sintiéndome como si hubiera pasado todo un
día trabajando
cuando tan sólo eran las diez y media de la mañana. ¿Cómo demonios
se las arreglaría Gideon
para atender tantos asuntos distintos al mismo tiempo?
—Eva, soy Chris otra vez. Espero que no te importe que Ireland me
haya dado tu número.
—No, en absoluto. Siento no haberlo llamado yo antes, no pretendía
preocuparlo.
—¿Está bien?
Me senté en un taburete junto a la isleta de la cocina.
—No. Ha pasado una noche horrible.
—Antes he llamado a su oficina y me han dicho que estaba fuera.
—Estamos en casa. Él, todavía durmiendo.
—Eso no significa nada bueno.
Chris conocía bien a mi hombre. Gideon era un animal de
costumbres, con una vida
rigurosamente ordenada y segmentada. Cualquier desviación de sus
pautas establecidas era
algo tan inusual en él que resultaba alarmante.
—Se le pasará —le aseguré—. Yo me encargaré de ello. Simplemente
necesita tiempo.
—¿Hay algo que yo pueda hacer?
—Si se me ocurre algo, se lo diré.
—Gracias. —Parecía cansado y preocupado—. Gracias por hablar
conmigo y por estar ahí
con él. Ojalá lo hubiera estado yo cuando pasó todo aquello.
Tendré que vivir con el hecho de
que no estuve.
—Todos tenemos que vivir con ello. No es culpa suya, Chris. Esto
no hace las cosas más
fáciles, ya lo sé, pero es necesario que lo tenga presente o se
machacará a sí mismo. Así no
ayudará a Gideon.
—Eres muy madura para tu edad, Eva. Me alegro mucho de que estés
con él.
—La afortunada soy yo —dije quedamente—. Con mayúsculas.
Al terminar la conversación, no pude por menos que pensar en mi
madre. Ver lo que
Gideon estaba sufriendo me hacía valorarla especialmente. Ella había
estado a mi lado; había
luchado por mí. También se sentía culpable y eso la había hecho
ser sobreprotectora hasta un
punto que rayaba la locura, pero en el fondo yo no estaba tan
hecha polvo como Gideon
gracias al amor de mi madre.
La telefoneé y contestó enseguida.
—Eva, has estado evitándome deliberadamente. ¿Cómo se supone que
voy a organizar tu
boda sin tu participación? Hay que tomar muchas decisiones, y si
me equivoco...
—Hola, mamá —la interrumpí—, ¿cómo estás?
—Estresada —dijo, y su voz, entrecortada por naturaleza, denotaba
algo más que una
pequeña acusación—. ¿Cómo iba a estar? Estoy organizando uno de
los días más importantes
de tu vida yo solita y...
—Estaba pensando que podríamos quedar el sábado y hablar largo y
tendido sobre todo
eso, si te va bien a ti.
—¿De verdad? —La alegría de su tono me hizo sentir culpable.
—Sí, de verdad.
Había pensado que la segunda boda era más por mi madre que por
cualquier otra persona,
pero estaba equivocada. La boda era importante para Gideon y para
mí también; otra
oportunidad para confirmar nuestro inquebrantable vínculo. Y no
para que el mundo lo viera,
sino para nosotros dos.
Él debía dejar de apartarme para protegerme, y yo debía dejar de
tener miedo de
desaparecer al convertirme en la señora de Gideon Cross.
—¡Sería estupendo, Eva! Podríamos comer aquí con la organizadora
de la boda y pasar la
tarde estudiando todas las posibilidades.
—Yo quiero algo sencillo, mamá, íntimo. —Antes de que pudiera
protestar, proseguí con
la solución de Gideon—: Podemos tirar la casa por la ventana con
el banquete, pero quiero que
la ceremonia sea algo más privado.
—¡Eva, la gente se ofenderá si la invitamos al banquete pero no a
la ceremonia!
—La verdad es que no me importa. Yo no me caso por ellos. Me caso
porque estoy
enamorada del hombre de mis sueños y vamos a pasar juntos el resto
de nuestra vida. No
quiero que se desvíe el centro de la cuestión.
—Cariño... —suspiró, como si yo fuera tonta—, ya hablaremos de
esto el sábado.
—Vale, pero no voy a cambiar de idea.
Entonces un escalofrío me recorrió la espalda y me volví.
Gideon estaba en el umbral de la cocina, observándome. Se había
puesto los pantalones de
chándal de la noche anterior y tenía el pelo revuelto y los
párpados hinchados.
—Tengo que dejarte —le dije a mi madre—. Hasta el fin de semana,
entonces. Te quiero
mucho.
—Yo también a ti, Eva. Por eso sólo te deseo lo mejor.
Apagué el teléfono y lo dejé sobre la isleta. Bajé del taburete y
me puse frente a él.
—Buenos días.
—No has ido a trabajar —dijo con la voz más ronca y sexi de lo
normal.
—Tampoco tú.
—¿Vas a ir más tarde?
—Pues no. Ni tú. —Me acerqué a él y lo abracé por la cintura. Aún
conservaba el calor de
la cama. Mi sueño hecho realidad, adormilado y sensual—. Vamos a
estar escondidos todo el
día, campeón. Solos tú y yo, en pijama y tranquilitos.
Con una mano me agarró por la cadera y con la otra me apartó el
pelo de la cara.
—No estás enfadada.
—Y ¿por qué iba a estarlo? —Me puse de puntillas y lo besé en la
mandíbula—. ¿Estás tú
enfadado conmigo?
—No. —Me sujetó por la nuca y apretó la mejilla contra la mía—. Me
alegro de que estés
aquí.—
Estaré siempre aquí. Hasta que la muerte nos separe.
—Estás preparando la boda.
—Lo has oído, ¿eh? Si tienes algo que decir, hazlo ahora o calla
para siempre.
Gideon guardó silencio durante un buen rato, el suficiente como
para imaginar que no
tenía nada que añadir.
Volví la cabeza y le di un beso rápido y suave en los labios.
—¿Has visto lo que te he dejado junto a la cama?
—Sí, gracias.
La sombra de una sonrisa asomó a su boca.
Tenía el aspecto de un hombre que ha follado bien, lo cual me
llenaba de orgullo.
—Te he disculpado en el trabajo también, pero Arash ha dicho que
tenía que enviarnos
unos papeles. No ha querido decirme de qué se trataba.
—Tendrás que esperar para averiguarlo.
Le acaricié la frente con las yemas de los dedos.
—¿Cómo estás?
Él se encogió de hombros.
—No sé. Ahora mismo me siento de puta pena.
—Date el baño que no te diste anoche.
—Hum..., ya me siento mejor.
Entrelazamos los dedos y lo conduje de nuevo hacia el dormitorio.
—Quiero ser el hombre de tus sueños, cielo —dijo,
sorprendiéndome—. Lo deseo más que
cualquier otra cosa.
—Eso está hecho.
Yo miraba el contrato que tenía delante con el corazón acelerado y
una combinación de amor y
alegría que me mareaba. Alcé la vista de la mesa cuando entró
Gideon en la habitación, con el
pelo todavía húmedo tras el baño y sus largas piernas enfundadas
en unos pantalones de
pijama de seda negra.
—¿Vas a comprar la casa de los Outer Banks? —le pregunté, puesto
que necesitaba que me
lo confirmara a pesar de tener la prueba ante mis ojos.
En su boca sensual se dibujó una sonrisa.
—Vamos a comprar esa casa. Acordamos comprarla.
—Hablamos de ello —repuse.
El precio fijado era un poco exagerado, lo que indicaba que no
había sido fácil persuadir a
los dueños. Gideon había pedido que incluyeran el libro Desnuda ante la muerte y el
mobiliario de la habitación principal. Siempre pensaba en todo.
Se acomodó en el sofá, a mi lado.
—Ahora sí que estamos haciendo algo.
—Los Hamptons quedarían más cerca. O Connecticut.
—En avión se llega enseguida. —Me levantó la barbilla y apretó los
labios contra los míos
—. No te preocupes por la logística —susurró—. Fuimos felices
allí, en la playa. Todavía te
veo andando por la orilla del mar. Recuerdo cómo nos besamos en la
terraza... y cómo te tendí
en aquella gran cama blanca. Tú parecías un ángel, y yo me sentía
como si estuviera en el
cielo.—Gideon —apoyé la frente en la suya—, ¿dónde firmamos?
Se echó hacia atrás y buscó en el contrato hasta encontrar la
primera señal que indicaba
«Firme aquí». Luego recorrió la mesa con la mirada y frunció el
ceño.
—¿Dónde está mi pluma?
—Yo tengo una en el bolso —dije poniéndome en pie.
Me agarró de la muñeca y tiró de mí para que volviera a sentarme.
—No. Quiero la mía. ¿Dónde está el sobre donde venía todo esto?
Lo encontré en el suelo, entre el sofá y la mesa. Lo había dejado
encima de ésta después de
ver lo que nos había mandado Arash. Lo recogí y me di cuenta de
que todavía pesaba, así que
lo coloqué boca abajo sobre la mesa para que cayeran el resto de
las cosas que había dentro.
Una pluma estilográfica aterrizó tintineando sobre el cristal y
una pequeña fotografía salió
volando.
—Ahí está.
Gideon cogió la pluma y estampó su firma en la línea de puntos.
Mientras él examinaba el resto de las páginas, yo miré el retrato
y se me hizo un nudo en
la garganta.
Se trataba de la fotografía de él con su padre en la playa de la
que me había hablado en
Carolina del Norte. Gideon era pequeño, debía de tener cuatro o
cinco años y se lo veía muy
concentrado ayudando a su padre a construir un castillo de arena.
Geoffrey Cross, guapo como
un galán de cine, estaba sentado frente a su hijo, con el pelo
oscuro agitado por la brisa del
océano. Llevaba tan sólo un bañador puesto y lucía un cuerpo muy
parecido al de Gideon en la
actualidad.
—¡Anda, mira! —exclamé pensando ya en que iba a enmarcar las fotos
de todos los
lugares en los que habíamos estado—. Me encanta.
—Aquí —me dijo, pasándome el contrato con la pluma encima.
Dejé la foto y cogí la estilográfica de Gideon. Le di vueltas en
la mano hasta que vi las
iniciales «G. C.» grabadas en el mango.
—¿Eres supersticioso?
—Era de mi padre.
—¡Ah!
—Lo firmaba todo con ella. No iba a ninguna parte sin llevarla en
el bolsillo. —Se apartó
el pelo de la cara—. Hundió nuestro nombre con esta pluma.
Le apoyé una mano en el muslo.
—Y tú estás levantándolo de nuevo con ella. Ya entiendo.
Me dirigió una mirada dulce y brillante y me acarició la mejilla
con la yema de los dedos.
—Sabía que lo entenderías.
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