El corazón me latía con fuerza
mientras me abalanzaba sobre mi bolso para silenciar el otro teléfono y
guardarlo en un bolsillo cerrado con cremallera. Me di la vuelta, buscando algo
que estuviera fuera de su sitio, algo que debiera esconder. Estaban las flores
de mi dormitorio y la tarjeta.
Aunque, a menos que los
detectives tuvieran una orden de registro, sólo podrían tomar nota de lo que
estaba a la vista.
Fui corriendo a cerrar mi
puerta y, a continuación, fui a cerrar también la de Cary. Estaba respirando
con fuerza cuando sonó el timbre de la puerta. Me obligué a tranquilizarme e ir
despacio hacia la sala de estar. Cuando llegué a la puerta, respiré hondo para
calmarme antes de abrir.
—Hola, detectives.
Graves, una mujer
extremadamente delgada de rostro serio y ojos azules y astutos, apareció en
primer lugar. Su compañero, Michna, era el más callado de los dos, un hombre
mayor con entradas, cabello gris y barriga. Había un equilibrio entre ellos.
Graves era la más seria y se ocupaba de mantener ocupados a los sujetos y desconcertarlos.
A Michna se le daba claramente bien permanecer en segundo plano mientras sus
ojos de policía lo registraban todo sin dejarse nada. El índice de éxito de los
dos debía ser bastante alto.
—¿Podemos pasar, señorita
Tramell? —preguntó Graves con un tono que convertía la pregunta en exigencia.
Se había recogido su pelo castaño y rizado y llevaba puesta una chaqueta para
ocultar la funda de su pistola. En la mano llevaba una cartera.
—Claro. —Abrí más la puerta—.
¿Quieren tomar algo? ¿Café? ¿Agua?
—Agua estaría bien —contestó
Michna.
Los conduje a la cocina y saqué
la botella de agua del frigorífico. Los detectives esperaron en la barra de la
cocina. Graves con los ojos clavados en mí mientras Michna echaba un vistazo a
lo que le rodeaba.
—¿Acaba de llegar a casa del
trabajo? —preguntó él.
Supuse que sabían la respuesta,
pero contesté de todos modos.
—Hace unos minutos. ¿Quieren
sentarse en la sala de estar?
—Aquí está bien —respondió
Graves con su tono serio, dejando la cartera de piel gastada sobre la barra—.
Nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas, si no le importa. Y mostrarle unas
fotografías.
Me quedé helada. ¿Podría
soportar ver alguna de las fotos que Nathan me había hecho? Por un momento,
pensé que serían fotos tomadas en el escenario del crimen o incluso durante la
autopsia. Pero sabía que era muy poco probable.
—¿De qué se trata?
—Ha aparecido nueva información
que podría estar relacionada con la muerte de Nathan Barker —explicó Michna—.
Estamos investigando todas las pistas y usted podría sernos de ayuda.
Respiré hondo y de forma
temblorosa.
—Lo intentaré, claro. Pero no
sé cómo.
—¿Conoce a Andrei Yedemsky?
—preguntó Graves.
—No —respondí frunciendo el
ceño—. ¿Quién es?
Metió
la mano en el bolso, sacó un montón de fotos y las colocó delante de mí.
—Este hombre. ¿Lo ha visto
antes?
Extendí la mano con dedos
temblorosos y me acerqué la foto que había encima de todas. Era de un hombre
con una gabardina que hablaba con otro hombre que estaba a punto de subir a la
parte de atrás de una limusina. Era atractivo, con el pelo extremadamente rubio
y la piel bronceada.
—No. Y no es de esas personas
que se te olvidan. —Levanté la vista hacia ella—. ¿Debería conocerlo?
—Tenía en su casa fotos de
usted. Tomadas a escondidas en la calle, yendo y viniendo. Barker tenía las
mismas fotos.
—No lo entiendo. ¿Cómo las
consiguió?
—Supuestamente, se las dio
Barker —contestó Michna.
—¿Es eso lo que les ha dicho
este tal Yedemsky? ¿Por qué iba a darle Nathan unas fotos mías?
—Yedemsky no ha dicho nada —me
explicó Graves—. Está muerto. Asesinado.
Sentí que me acechaba un dolor
de cabeza.
—No lo comprendo. No sé nada de
este hombre y no tengo ni idea de por qué él sabía nada de mí.
—Andrei Yedemsky es un conocido
miembro de la mafia rusa —continuó explicando Michna—. Además de dedicarse al
contrabando de alcohol y armas de asalto, también se sospecha que trafican con
mujeres. Es posible que Barker estuviese haciendo tratos para venderla o
comerciar con usted con ese fin.
Me retiré de la barra negando
con la cabeza, incapaz de procesar lo que estaban diciendo. Podía creer que
Nathan me estuviese acechando. Me odió desde el primer momento, odiaba que su
padre se hubiese vuelto a casar en lugar de guardar luto eternamente por su
madre. Me había odiado por hacer que lo encerraran en un centro psiquiátrico y
porque me hubiesen dado una asignación de cinco millones de dólares que él
consideraba que era su herencia. Pero ¿la mafia rusa? ¿Trata de blancas?
Aquello no me cabía en la cabeza.
Graves pasó las fotos hasta que
llegó a una de una pulsera de zafiros y platino. La rodeaba una regla en forma
de ele. No había duda de que se trataba de una foto del forense.
—¿Reconoce esto?
—Sí. Pertenecía a la madre de
Nathan. La cambió para adaptársela a él. Nunca iba a ningún sitio sin ella.
—Yedemsky la llevaba puesta en
el momento de su muerte —dijo ella sin ninguna entonación—. Posiblemente como
recuerdo.
—¿De qué?
—Del asesinato de Barker.
Me quedé mirando a Graves, que
ya sabía lo que iba a preguntarle.
—¿Está sugiriendo que Yedemsky
podría ser el responsable de la muerte de Nathan? Entonces, ¿quién mató a
Yedemsky?
Me sostuvo la mirada,
comprendiendo qué era lo que me llevaba a hacer aquella pregunta.
—Lo eliminó su propia gente.
—¿Está segura? —Necesitaba
saber que tenían claro que Gideon no estaba implicado. Sí, había matado por mí,
por protegerme, pero nunca mataría simplemente por evitar la cárcel.
Michna
frunció el ceño al escuchar mi pregunta. Fue Graves quien contestó:
—No nos cabe ninguna duda.
Tenemos las imágenes de seguridad. Uno de sus socios no llevaba muy bien que
Yedemsky se estuviese acostando con su hija menor de edad.
Sentí una oleada de esperanza
seguida de un miedo escalofriante.
—Entonces, ¿qué pasa ahora?
¿Qué significa esto?
—¿Conoce a alguien que esté
relacionado con la mafia rusa? —preguntó Michna.
—Dios mío, no —contesté con
vehemencia—. Eso es... de otro mundo. Ya me cuesta creer que Nathan lo
estuviera. Pero han pasado muchos años desde que lo conocí.
Me froté el pecho para quitarle
tensión y miré a Graves.
—Quiero olvidar todo esto.
Quiero que Nathan deje ya de destrozarme la vida. ¿Voy a conseguirlo alguna
vez? ¿Va a seguir persiguiéndome después de muerto?
Graves recogió las fotos con
eficiencia y rapidez y con el rostro impasible.
—Nosotros hemos hecho todo lo
que hemos podido. Lo que usted haga a partir de ahora es cosa suya.
Aparecí en el CrossTrainer a
las seis y cuarto. Fui porque le había dicho a Megumi que lo haría y ya le
había dado un plantón. También sentía una tremenda inquietud, un deseo de
moverme que tenía que saciar antes de terminar volviéndome loca. Le envié un
mensaje a Gideon nada más marcharse la policía para decirle que necesitaba
verle después, pero cuando dejé el bolso en el vestuario, aún no había tenido
noticias suyas.
Como todo lo que era de Gideon,
el CrossTrainer era impresionante tanto en tamaño como en prestaciones. Aquel
gimnasio de tres plantas, uno más de los cientos que tenía por todo el país,
contaba con todo lo que un entusiasta del mantenimiento físico podría desear,
además de servicios de spa y un bar de zumos.
Megumi estaba algo abrumada y
necesitaba ayuda con algunas de las máquinas de alta tecnología, así que se
estaba aprovechando de la sesión de ejercicios supervisada por un entrenador
para nuevos miembros e invitados. Yo me subí en la cinta de correr. Empecé con
un paso ligero para calentar y, después, fui aumentando el ritmo hasta empezar
a correr. Una vez entrada en calor, dejé que mis pensamientos también echaran a
andar.
¿Era posible que Gideon y yo
fuéramos libres para retomar nuestras vidas y seguir adelante? ¿Cómo? ¿Por qué?
Por mi mente pasaban a toda velocidad preguntas que necesitaba hacerle a
Gideon, con la esperanza de que él tuviera tan poca información como yo. No
podía estar implicado en la muerte de Yedemsky. No me creería nunca que fuera
así.
Estuve corriendo hasta que los
muslos y las pantorrillas me empezaron a arder, hasta que el sudor me recorría
el cuerpo a chorros y los pulmones me dolían y me costaba respirar.
Fue Megumi la que por fin me
hizo parar haciéndome señales con la mano ante mis ojos mientras se movía
delante de mi cinta.
—Ahora mismo estoy
absolutamente impresionada. Eres una máquina.
Fue bajando el ritmo hasta
convertirlo en paso y, finalmente, me detuve. Cogí la toalla y la botella de
agua, me bajé y sentí los efectos de haberme esforzado tanto y durante tanto
rato.
—No me gusta nada correr
—confesé aún jadeante—. ¿Cómo han ido tus ejercicios?
Megumi
estaba atractiva incluso con ropa de gimnasia. Su sujetador de espalda cruzada
de color verde amarillento tenía unos lazos azules que hacían juego con sus
mallas de licra. El conjunto era alegre y moderno.
Me dio un empujón con los
hombros.
—Me haces sentir una floja.
Sólo he hecho un circuito y he estado buscando tíos buenos. La entrenadora con
la que he estado era buena, pero ojalá me hubiese tocado aquel tipo.
Seguí la dirección de su dedo.
—Ése es Daniel. ¿Quieres
conocerlo?
—¡Sí!
Me acerqué con ella a las
colchonetas que había en el centro de aquel espacio abierto y saludé a Daniel
con la mano cuando él levantó la mirada y nos vio. Megumi se soltó enseguida la
goma que le recogía su pelo negro, pero a mí me pareció que con ella puesta
estaba igual de estupenda. Tenía una piel preciosa y le envidiaba la forma de
su boca.
—Eva, me alegro de verte.
—Daniel extendió la mano hacia mí—. ¿Quién viene contigo?
—Mi amiga Megumi. Ha venido hoy
por primera vez.
—Te he visto haciendo ejercicio
con Tara. —Exhibió ante Megumi su brillantísima sonrisa—. Soy Daniel. Si alguna
vez necesitas ayuda con algo, dímelo.
—Te tomo la palabra —le
advirtió ella mientras le estrechaba la mano.
—Por supuesto. ¿Hay algo en
particular en lo que te gustaría entrenar?
Mientras empezaban a conversar
con mayor profundidad, yo paseé la vista por mi alrededor. Me fijé en los
equipos, buscando algo fácil que pudiera hacer mientras esperaba a que
terminaran. Pero en lugar de ello, vi a alguien a quien conocía.
Me eché la toalla al hombro y
vi a mi reportera nada favorita en el suelo. Respiré hondo y me acerqué
mientras veía cómo hacía abdominales con una mancuerna de cuatro kilos y medio.
Su cabello castaño oscuro estaba recogido en una coleta, sus largas piernas
quedaban a la vista bajo unos pantalones cortos ajustados y tenía el vientre
tirante y plano. Tenía un aspecto estupendo.
—Hola, Deanna.
—Te preguntaría si sueles venir
por aquí, pero eso es demasiado típico —contestó cambiándose la pesa de una
mano a otra—. ¿Qué tal estás, Eva?
—Bien. ¿Tú?
Su sonrisa tenía esa expresión
que me hizo no bajar la guardia.
—¿No te molesta que Gideon
Cross entierre sus pecados bajo todo su dinero?
Así que Gideon tenía razón al
decir que Ian Hager desaparecería después de que le pagaran.
—Si realmente me creyera que
buscas saber la verdad, te daría la razón.
—Es todo verdad, Eva. He
hablando con Corinne Giroux.
—¿Sí? ¿Qué tal está su marido?
Deanna se rio.
—Gideon debería contratarte
para que te encargaras de su imagen pública.
Aquello casi se me clavó en lo
más hondo.
—¿Por qué no vas sin más a su
despacho y le echas la bronca? Haz que se entere. Tírale una copa a la cara o
dale una bofetada.
—No le importaría. Le daría
exactamente igual.
Me
limpié el sudor que seguía cayéndome por la sien y admití que aquello podría
ser verdad. Sabía muy bien que Gideon podía tener el corazón de piedra.
—De todas formas, es probable
que tú sí te sintieras mucho mejor.
Deanna cogió su toalla del
banco.
—Yo sé exactamente qué es lo
que haría que me sintiera mejor. Disfruta del resto de tus ejercicios, Eva.
Seguro que volveremos a hablar pronto.
Se fue con paso tranquilo y yo
no pude evitar pensar que tramaba algo. Me ponía nerviosa no saber qué era.
—Vale, ya he terminado —dijo
Megumi acercándose a mí—. ¿Quién era ésa?
—Nadie importante. —Mi estómago
eligió ese momento para gruñir con fuerza, anunciando que ya había quemado el
filete de buey que me había comido a mediodía.
—Hacer ejercicio siempre me da
hambre también. ¿Quieres que vayamos a cenar?
—Vale. —Salimos hacia las
duchas bordeando los aparatos y al resto de la gente—. Voy a llamar a Cary por
si quiere venir con nosotras.
—Ah, sí. —Se lamió los labios—.
¿Te he dicho ya que me parece delicioso?
—Más de una vez. —Me despedí de
Daniel levantando la mano antes de salir de allí.
Llegamos a los vestuarios y
Megumi lanzó su toalla al cubo que había justo en la puerta. Yo me detuve antes
de tirar la mía, acariciando con el dedo pulgar el logotipo bordado de
CrossTrainer. Me acordé de las toallas que colgaban en el baño de Gideon.
Quizá la próxima vez le
llamaría también a él para pedirle que se uniera a mis amigos y a mí para
cenar.
Quizá lo peor ya había pasado.
Encontramos un restaurante
indio cerca del gimnasio y Cary apareció en la cena con Trey, entrando los dos
cogidos de la mano. Nuestra mesa estaba justo delante de la ventana que había
al mismo nivel de la calle, junto a la puerta, lo cual hacía que el pulso de la
ciudad se uniera a la experiencia gastronómica.
Nos sentamos sobre cojines en
el suelo, bebimos un poco de vino de más y dejamos que Cary hiciera continuos
comentarios sobre la gente que pasaba. Casi pude ver corazoncitos en los ojos
de Trey cuando miraba a mi mejor amigo y me alegré al ver que Cary se mostraba
a cambio abiertamente cariñoso. Cuando Cary estaba realmente interesado en
alguien se contenía a la hora de tocarlo. Decidí deliberadamente ver sus
frecuentes y despreocupadas caricias como un síntoma de dos hombres que se
estaban acercando, más que como una pérdida de interés por parte de Cary.
Megumi recibió otra llamada de
Michael mientras cenábamos, pero ella no hizo caso. Cuando Cary le preguntó si
se estaba haciendo la dura, ella le contó toda la historia.
—Si vuelve a llamar, deja que
conteste yo —dijo él.
—No, Dios mío —gruñí yo.
—¿Qué? —Cary parpadeó con
mirada inocente—. Puedo decir que ella está demasiado ocupada como para atender
la llamada y Trey podría gritar obscenidades sexuales de fondo.
—¡Qué diabólico! —Megumi se
frotó las manos—. Michael no es el tipo adecuado para esas cosas, pero estoy
segura de que algún día aceptaré tu oferta, sabiendo la suerte que tengo con
los hombres.
Yo negué con la cabeza y busqué
a hurtadillas en mi bolso el otro teléfono. Me
fastidió
ver que aún no tenía respuesta de Gideon.
Cary miró por encima de la
mesa.
—¿Estás esperando una llamada
caliente de tu señor amante?
—¿Qué? —Megumi me miró con la
boca abierta—. ¿Estás saliendo con alguien y no me lo has contado?
Lancé a Cary una mirada
furiosa.
—Es complicado.
—Es exactamente lo contrario de
complicado —intervino Cary arrastrando las palabras y echándose sobre su
cojín—. Es pura lujuria.
—¿Y qué pasa con Cross?
—preguntó ella.
—¿Quién? —repuso Cary.
—Quiere volver con ella
—insistió Megumi.
Entonces, fue Cary el que me
miró.
—¿Cuándo has hablado con él?
Negué con la cabeza.
—Llamó a mi madre. Y no dijo
que quería que volviera con él.
Cary lanzó una sonrisa ladina.
—¿Abandonarías a tu nuevo
amante por repetir con Cross, el corredor de fondo?
Megumi me dio un pellizco en la
pierna.
—¿Gideon Cross es un corredor
de fondo en la cama? Joder... Y tan guapo. Dios mío. —Se abanicó con la mano.
—¿Podemos dejar de hablar sobre
mi vida sexual, por favor? —murmuré mirando a Trey en busca de un poco
de ayuda.
—Cary me ha dicho que vais al
estreno de un vídeo mañana —intervino—. No sabía que los vídeos musicales
fuesen todavía importantes.
Me agarré con fuerza a aquella
tabla de salvación.
—Sí, es verdad. A mí también me
ha sorprendido.
—Y además, está nuestro viejo
amigo Brett —dijo Cary inclinándose sobre la mesa hacia Megumi, como si
estuviese a punto de contarle un secreto—. Nosotros lo conocemos como el hombre
entre bastidores. O el del asiento de atrás.
Sumergí los dedos en mi copa y
le salpiqué agua.
—¡Oye, Eva! Me estás mojando.
—Sigue así y terminarás
empapado.
Aún no había tenido noticias de
Gideon cuando llegamos a casa a las diez menos cuarto. Megumi había tomado el
metro hasta su casa y Cary, Trey y yo compartimos un taxi hasta el apartamento.
Ellos dos se fueron directos a la habitación de Cary, pero yo me quedé en la
cocina, pensando si debía ir corriendo a la casa de al lado para ver si estaba
Gideon allí.
Estaba a punto de sacar mis
llaves del bolso cuando Cary entró en la cocina sin camisa y descalzo.
Sacó la nata montada de la
nevera pero se detuvo antes de irse.
—¿Estás bien?
—Sí, estoy bien.
—¿Has hablado ya con tu madre?
—No, pero pienso hacerlo.
Apoyó
la cadera en la barra.
—¿Tienes alguna otra cosa en la
cabeza?
—Ve a divertirte. Estoy bien
—contesté para que se fuera—. Podemos hablar mañana.
—En cuanto a eso, ¿a qué hora
tengo que estar listo?
—Brett quiere recogernos a las
cinco. ¿Quedamos en el edificio Crossfire?
—Sin problema. —Se acercó a mí
y me dio un beso en la cabeza—. Que duermas bien, nena.
Esperé hasta que oí la puerta
de Cary cerrarse, después cogí las llaves y fui a la casa de al lado. En el
momento en que entré en la oscuridad y la quietud del apartamento, supe que
Gideon no estaba allí, pero miré en las habitaciones de todos modos. No podía
quitarme de la cabeza la sensación de que pasaba algo... raro.
¿Dónde estaba?
Decidí llamar a Angus. Volví a
mi apartamento, cogí el otro teléfono y fui a mi habitación.
Y encontré a Gideon en medio de
una pesadilla.
Sorprendida, cerré la puerta y eché
el pestillo. Él se revolvía en mi cama y arqueaba la espalda con sonidos de
dolor. Seguía vestido con vaqueros y una camiseta, con su enorme cuerpo tendido
sobre el edredón, como si se hubiese quedado dormido mientras me esperaba. Su
ordenador portátil se había caído al suelo, aún abierto, y había papeles
crujiendo por la violencia de sus movimientos.
Me abalancé sobre él, tratando
de buscar un modo de despertarlo que no me pusiera en peligro, pues sabía que
se odiaría si me hacía daño sin querer.
Gruñó con un sonido grave y
salvaje de agresividad.
—Nunca —dijo con los dientes
apretados—. No vas a volver a tocarla nunca.
Me quedé paralizada.
Su cuerpo se sacudió con fuerza
y, después, gimió y se acurrucó de lado, temblando.
El sonido de su dolor hizo que
me moviera. Me subí a la cama y le toqué en el hombro con la mano. Un momento
después, yo estaba tumbada de espaldas, atrapada, con él encima de mí, con la
mirada fija y cegada. El miedo me paralizó.
—Vas a saber lo que se siente
—susurró con voz oscura, embistiendo con su cadera contra la mía en una
imitación nauseabunda del amor que compartíamos.
Giré la cabeza y le mordí en el
bíceps y mis dientes apenas hicieron mella en su rígido músculo.
—¡Joder! —Se separó de mí y yo
lo aparté como me había enseñado a hacer Parker, lanzándolo a un lado y
liberándome de un salto de la cama—. ¡Eva!
Me di la vuelta y lo miré, con
mi cuerpo listo para luchar.
Él se deslizó desde la cama,
casi dejándose caer de rodillas antes de recobrar el equilibrio e incorporarse.
—Lo siento. Me he quedado
dormido... Dios, lo siento.
—Estoy bien —dije con una calma
forzada—. Tranquilo.
Se pasó una mano por el pelo
mientras su pecho palpitaba. La cara le brillaba por el sudor y los ojos se le
enrojecieron.
—Dios mío.
Me acerqué dando un paso
adelante y combatiendo el miedo que aún sentía. Aquello formaba parte de
nuestras vidas. Los dos teníamos que enfrentarnos a ello.
—¿Recuerdas lo que soñabas?
Gideon
tragó saliva con esfuerzo y negó con la cabeza.
—No te creo.
—Maldita sea, tienes que...
—Estabas soñando con Nathan.
¿Con qué frecuencia te ocurre? —Extendí la mano y le agarré la suya.
—No lo sé.
—No me mientas.
—¡No lo hago! —espetó
encrespado—. Rara vez recuerdo los sueños.
Lo llevé al baño, haciendo que
se moviera tanto física como mentalmente
—Hoy ha venido a verme la
policía.
—Lo sé.
Su voz ronca me preocupó.
¿Cuánto tiempo había estado dormido y soñando? La idea de que lo atormentara su
propia mente, solo y sintiendo dolor, me destrozaba.
—¿También te han visitado a ti?
—No, pero han estado haciendo
preguntas.
Encendí la luz y se detuvo,
apretándome la mano para que yo también me parara.
—Eva.
—Métete en la ducha, campeón.
Hablaremos cuando hayas acabado.
Cogió mi cara entre sus manos y
con el dedo pulgar me acarició la mejilla.
—Vas demasiado rápido. Frena.
—No quiero tener que
preocuparme cada vez que tengas una pesadilla.
—Dame un minuto —murmuró
bajando la frente para apoyarla en la mía—. Te he asustado y yo estoy asustado.
Vamos a darnos un minuto para asimilarlo.
Me serené y subí la mano para
descansarla sobre su corazón acelerado.
Él enterró la nariz en mi pelo.
—Deja que te huela, cielo. Que
te sienta. Que te diga que lo lamento.
—Estoy bien.
—Eso no vale —protestó con su
voz aún grave y mimosa—. Debería haberte esperado en nuestra casa.
Apoyé la mejilla en su pecho,
encantada de oír aquello de «nuestra» casa.
—He estado mirando el teléfono
toda la noche, esperando un mensaje.
—He trabajado hasta tarde.
—Deslizó sus manos por debajo de mi blusa, acariciando la piel desnuda de mi
espalda—. Luego vine aquí. Quería darte una sorpresa... hacerte el amor.
—Creo que somos libres —susurré
agarrándome a su camisa—. La policía... creo que vamos a estar bien.
—Explícate.
—Nathan tenía una pulsera que
siempre llevaba puesta...
—Zafiros. Muy femenina.
Levanté los ojos hacia él.
—Sí.
—Continúa.
—La han encontrado en el brazo
de un mafioso muerto. De la mafia rusa. Tienen la teoría de que se trata de una
relación criminal que terminó mal.
Gideon se quedó inmóvil con los
ojos entrecerrados.
—Interesante.
—Es raro. Me hablaron de
fotos mías y de trata de blancas, y eso no encaja con...
Apretó
los dedos contra mis labios para callarme.
—Es interesante porque Nathan
llevaba esa pulsera cuando yo lo dejé.
Observé a Gideon en la ducha
mientras yo me lavaba los dientes. Sus manos enjabonadas se deslizaban por su
cuerpo con indiferencia, con breves movimientos enérgicos y violentos. No con
la adoración íntima con la que yo lo acariciaba, ni con asombro ni amor.
Terminó en un momento y salió de la ducha con toda su gloriosa desnudez antes
de coger una toalla frotarse con ella y secarse el agua de la piel.
Se acercó a mí por detrás
cuando hubo terminado, agarrándome por las caderas y besándome en la nunca.
—Yo no tengo ninguna relación
con la mafia —murmuró.
Terminé de enjuagarme la boca y
lo miré por el espejo.
—¿Te molesta tener que
decírmelo?
—Prefiero decírtelo a que
tengas tú que preguntármelo.
—Alguien se ha tomado muchas
molestias para protegerte. —Me giré para mirarle directamente—. ¿Puede haber
sido Angus?
—No. Dime cómo murió ese
mafioso.
Mis dedos se pasearon por las
ondulaciones de su abdomen, encantados por el modo en que aquellos músculos se
contraían y estiraban como reacción a mis caricias.
—Uno de los suyos lo ha
eliminado. Represalias. Estaba bajo vigilancia, así que Graves dice que tienen
pruebas de ello.
—Entonces, se trata de alguien
que sí está relacionado con ellos. O con la mafia o con las autoridades, o con
las dos. Quienquiera que sea el responsable, ha elegido a un muerto para que
cargue con la culpa sin tener que pagar por ello.
—No me importa quién lo haya
arreglado mientras tú estés a salvo.
Me besó en la frente.
—Sí nos tiene que importar
—dijo con voz suave—. Para poder protegerme antes tienen que saber lo que hice.
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