Lunes por la mañana. Hora de ir
al trabajo. No sabía nada de mi padre, así que me preparé para salir. Estaba
revolviendo en el vestidor cuando llamaron a la puerta del dormitorio.
—Adelante —grité.
Un minuto después oí a Cary,
gritando a su vez:
—¿Dónde demonios estás?
—Aquí dentro.
Su sombra oscureció la entrada.
—¿Sabes algo de tu padre?
Dirigí la vista hacia él.
—Todavía no. Le he mandado un
mensaje pero no me ha respondido.
—O sea, que aún está en el
avión.
—O ha perdido algún enlace, ¿quién
sabe?
Yo miraba la ropa con el ceño
fruncido.
—Toma —entró, me rodeó y sacó
del estante de abajo unos pantalones palazzo de lino y una blusa negra
de encaje con manga japonesa.
—Gracias. —Y, como estaba muy
cerca, le di un abrazo.
Él me lo devolvió tan fuerte
que me dejó sin aire. Sorprendida por tanta efusión, permanecí un buen rato
abarcándole con los brazos y la mejilla apoyada en su pecho, a la altura del
corazón.
Era la primera vez en varios
días que se ponía vaqueros y camiseta y, como siempre, conseguía que pareciera
un atuendo caro y llamaba la atención.
—¿Va todo bien? —le pregunté.
—Te echo de menos, nena
—susurró con la boca en mi pelo.
—Es que no quería que te
cansaras de mí. —Intenté que sonara a broma, pero su tono me había inquietado;
le faltaba la jovialidad a la que me tenía acostumbrada—. Voy a coger un taxi
para ir al trabajo, así que me queda un poco de tiempo. ¿Tomamos un café?
—Sí. —Se echó hacia atrás y
sonrió. Se le veía guapísimo y juvenil. Me tomó de la mano para salir del
vestidor. Tiré las prendas sobre un sillón de camino a la cocina.
—¿Vas a salir? —le pregunté.
—Hoy tengo una sesión de fotos.
—¡Vaya!, ¡qué buena noticia!
—Me acerqué a la cafetera mientras él sacaba del frigorífico una mezcla de nata
y leche—. Parece que tenemos otra razón para buscar una botella de vino
Cristal.
—De ningún modo —bufó—. No, con
todo lo que está pasando con tu padre.
—¿Y qué vamos a hacer?
¿Sentarnos y mirarnos el uno al otro? No hay otra cosa. Nathan está muerto y,
aunque no lo estuviera, lo que me hizo pasó hace mucho tiempo. —Empujé hacia él
una taza humeante y llené otra—. Estoy lista para echar su recuerdo a un hoyo
oscuro y frío y olvidarme de él.
—Pasó para ti. —Puso crema en
mi café y volvió a su sitio—. Pero todavía es una novedad para tu padre. Seguro
que quiere hablar de ello contigo.
—No voy a hablar de ello
con mi padre. No voy a hablar de ello nunca.
—Puede
que él no esté de acuerdo con eso.
Me giré para mirarle, apoyada
en la encimera con la taza entre las manos.
—Lo único que necesita es ver
que todo marcha perfectamente. No se trata de él, sino de mí, y estoy
sobreviviendo. Bastante bien, creo yo.
Cary removió el café,
pensativo.
—Pues sí —dijo un poco
después—. ¿Vas a contarle lo de tu novio misterioso?
—No es misterioso. Simplemente,
no puedo hablar de él, y eso no tiene nada que ver con nuestra amistad. Confío
en ti y te quiero igual que siempre.
Por encima del borde de la
taza, sus ojos verdes mostraban recelo.
—Pues no lo parece.
—Eres mi mejor amigo. Cuando
sea viejecita y tenga el pelo gris, tú seguirás siendo mi mejor amigo. Y ni que
decir tiene que el hombre con el que estoy saliendo no va a cambiar eso.
—¿Y esperas que no me dé la
sensación de que te falta confianza en mí? ¿Qué pasa con ese tipo para que no
puedas decirme ni siquiera su nombre o alguna otra cosa?
Suspiré y le dije una verdad a
medias.
—No sé cómo se llama.
Cary se quedó quieto y me miró
fijamente.
—Me tomas el pelo.
—Nunca se lo he preguntado.
—Respuesta evasiva donde las hubiera, era como para cuestionarla. Cary me
dirigió una larga mirada.
—¿Y se supone que no tengo que
preocuparme?
—Pues no. Yo me siento a gusto
con la situación tal como está. Ambos tenemos lo que necesitamos y él me cuida.
Se quedó observándome.
—¿Qué le dices mientras te
corres? Algo tienes que gritar si es bueno en la cama, y supongo que lo será ya
que resulta evidente que no os conocéis por hablar mucho, precisamente.
—Bueno... —aquello me pilló de
sorpresa—, creo que sólo digo: «¡Ay, Dios mío!».
Se echó a reír, con la cabeza
hacia atrás.
—Y tú, ¿cómo te las arreglas
para compatibilizar dos relaciones? —le pregunté.
—Lo hago bien. —Se metió una
mano en bolsillo y empezó a balancearse sobre los talones—. Me parece que Tat y
Trey están tan cerca de la monogamia como yo. En lo que a mí respecta,
funciona.
Yo encontraba fascinante
aquella componenda.
—¿No te preocupa equivocarte de
nombre cuando te corres?
Le brillaron los ojos.
—No. Siempre los llamo baby.
Sacudí la cabeza. Cary era
incorregible.
—¿Vas a hacer que se conozcan?
Se encogió de hombros.
—No me parece la mejor idea.
—¿No?
—Tatiana es un bicho en el
mejor de los casos y Trey un buen tipo. En mi opinión, no resulta una combinación
apropiada.
—Una vez me dijiste que Tatiana
no te gustaba mucho. ¿Has cambiado en ese sentido?
—Ella
es como es —se limitó a decir— y yo la acepto así.
Yo le miraba sin pestañear.
—Eva, Tatiana me necesita —dijo
suavemente—. Trey me desea y creo que también me quiere, pero no me necesita.
Eso sí que lo comprendía bien. A veces es muy agradable
que te necesiten.
—Entiendo.
—¿Quién dice que sólo hay una
persona en el mundo que pueda dárnoslo todo? —gruñó—. No me trago yo eso.
Fíjate en ti y tu novio sin nombre.
—Puede que un revoltijo resulte
bien con gente que no sea celosa. Conmigo no funcionaría.
—Ya. —Cary levantó su taza y yo
le di un golpecito con la mía.
—Entonces ¿vino Cristal y ...?
—Mmm... —frunció la boca— ...,
¿tapas?
Parpadeé por la sorpresa.
—¿Quieres llevar a mi padre por
ahí?
—¿Te parece mala idea?
—Es una idea estupenda, si
conseguimos que él esté de acuerdo. —Le sonreí—. Eres genial, Cary.
Él me hizo un guiño y yo me
sentí un poco más tranquila.
Todo en mi vida parecía estar
alterado, especialmente mi relación con las personas a las que más quería. Me
resultaba difícil resolverlo porque yo contaba con ellas para mantener la
estabilidad. Pero quizás cuando todo se calmara, me sentiría más fuerte, capaz
de sostenerme por mí misma. Si el efecto era ése, valdrían la pena la confusión
y el dolor.
—¿Quieres que te arregle el
pelo?
—Sí, gracias.
Cuando llegué al trabajo me
disgustó encontrarme a Megumi tan triste. Me saludó con un gesto indolente con
la mano a la vez que presionaba el botón para abrirme la puerta y luego se dejó
caer contra el respaldo de la silla.
—Chica, tienes que librarte de
Michael —le dije—; las cosas no funcionan bien.
—Ya lo sé —se echó hacia atrás
el largo flequillo de su melena asimétrica—. Voy a romper con él la próxima vez
que le vea. No tengo noticias suyas desde el viernes y me estoy volviendo loca
pensando si ligaría con alguien mientras andaba de bar en bar en plan soltero.
—¡Agg!
—Lo sé, ¿vale? No es muy
sensato andar preocupándose de si el hombre con quien te acuestas está
tirándose a alguien más por ahí.
No pude evitar acordarme de la
conversación que había tenido con Cary un poco antes.
—Ben y Jerry’s y yo estamos
sólo a un telefonazo de ti. Grita si nos necesitas.
—¿Es ése tu secreto? —se rio
brevemente—. ¿Qué te ha hecho olvidar a Gideon Cross?
—No le he olvidado —reconocí.
Ella asintió con solemnidad.
—Lo sabía. Pero tú te lo
pasaste muy bien el sábado, ¿no? Y él es idiota, por cierto. Un día va a darse
cuenta y volverá arrastrándose.
—Llamó
a mi madre el fin de semana —le dije, inclinándome sobre la mesa y bajando la
voz— preguntando por mí.
—¡Vaya! —Megumi se inclinó
hacia delante también—. ¿Y qué le dijo?
—No sé los detalles.
—¿Volverías con él?
Me encogí de hombros.
—No sé. Depende de lo bien que
se arrastre.
—Desde luego. —Chocamos las
palmas en alto—. A propósito, tienes muy bien el pelo.
Le di las gracias y me dirigí a
mi cubículo, preparando mentalmente la solicitud de permiso para salir si mi
padre llamaba. Apenas había doblado la esquina del extremo del corredor cuando
salió Mark de su despacho con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Ay, Dios! —Me paré a medio
camino—. Pareces locamente feliz. A ver si lo adivino: te has comprometido.
—¡Efectivamente!
—¡Guay! —Dejé en el suelo el
bolso de mano y la bolsa de plástico y me puse a aplaudir—. ¡Me hace tanta
ilusión por ti! Felicidades.
Se agachó y recogió mis cosas.
—Ven a mi despacho.
Me hizo un gesto para que
pasara antes que él y después cerró la puerta de cristal.
—¿Fue difícil? —le pregunté y
tomé asiento delante de su mesa.
—Lo más difícil que he hecho en
mi vida. —Mark me entregó mis cosas, se hundió en la silla y empezó a
balancearse de adelante atrás—. Y Steven me dejó sufrir un buen rato, ¿puedes
creerlo? Sabía de antemano que iba a pedirle que se casara conmigo. Dijo que se
adivinaba por lo nervioso que estaba yo.
Sonreí.
—Te conoce muy bien.
—Y tardó un minuto o dos en
contestarme, pero créeme si te digo que me parecieron horas.
—Apuesto a que sí. Entonces,
¿toda su retórica antimatrimonio era sólo una fachada?
Asintió con la cabeza, aún
sonriente.
—Le había herido en su orgullo
que yo se lo quitara de la cabeza anteriormente y quería vengarse un poquito.
Me dijo que siempre había sabido que al final yo entraría en razón. Y, cuando
por fin me decidí, él hizo que me costara lo mío.
Me daba la impresión de estar
oyendo a Steven, tan festivo y sociable.
—¿Y dónde te declaraste?
Se echó a reír.
—No pude hacerlo en ningún
sitio con el ambiente adecuado, como un restaurante iluminado con velas o un
local acogedor, con poca luz, después de un espectáculo. No, tuve que esperar
hasta que la limusina nos dejó en casa de noche y estábamos parados en la
puerta y yo iba a perder la oportunidad, así que se lo solté allí mismo, en la
calle.
—Me parece muy romántico.
—Y a mí me parece que la
romántica eres tú —me respondió.
—¿A quién le importan el vino y
las rosas? Cualquiera puede hacerlo así. Expresarle a alguien que no puedes
vivir sin él, eso sí que es romanticismo.
—Como de costumbre, tienes
razón.
Me
soplé las uñas y las froté contra la blusa.
—¿Qué puedo yo decir?
—Voy a dejar que Steven te
cuente todos los detalles durante la comida del miércoles. Lo ha descrito
tantas veces ya que te lo recitará de memoria.
—Tengo muchas ganas de verle.
—Por muy entusiasmado que estuviera Mark, estaba segura de que Steven daría
saltos de alegría. El contratista grandote y musculoso tenía una personalidad
tan radiante como el brillo de su pelo rojo—. Estoy contentísima por los dos.
—Steven va a engancharte para
que ayudes a Shawna con los preparativos, ya sabes. —Se sentó y apoyó los codos
en la mesa—. Además, su hermana está reclutando a todas las mujeres que
conocemos. Estoy seguro de que todo esto a va ser una locura desmesurada.
—¡Qué divertido!
—Eso dices ahora —me advirtió,
con ojos risueños—. Vamos a coger un café y empezamos el trabajo de esta
semana, ¿te parece?
Me levanté.
—Mmm... me fastidia pedirte
esto, pero mi padre tiene que venir aquí esta semana en un viaje urgente. No
estoy segura de cuándo va a llegar; podría ser hoy mismo. Tendré que recogerle
y dejarle acomodado.
—¿Necesitas algún tiempo de
permiso?
—Sólo para instalarle en el
apartamento. Unas horas, como mucho.
Mark movió la cabeza en sentido
afirmativo.
—Has dicho «viaje urgente». ¿Va
todo bien?
—Irá bien.
—Vale, no hay ningún problema
por mi parte para que te tomes el tiempo que necesites.
—Gracias.
Mientras dejaba mis cosas en la
mesa, pensé por enésima vez en lo mucho que me gustaban mi trabajo y mis jefes.
Comprendía que Gideon quisiera tenerme más cerca y valoraba la idea de
construir algo en común, pero mi empleo me enriquecía como persona. No quería
dejar aquello ni terminar guardándole rencor a él si seguía presionándome para
que renunciara. Tendría que ocurrírseme algún argumento que Gideon pudiera
aceptar.
Empecé a pensar en ello
mientras Mark y yo nos dirigíamos a la sala de descanso.
Aunque Megumi no había roto con
Michael todavía, me la llevé a comer a un deli donde tenían unos wraps
exquisitos y había un surtido bastante bueno de postres Ben & Jerry. Yo
elegí un Chunky Monkey y ella un Cherry Garcia. Ambas disfrutamos de aquel
fresco placer en medio de un día caluroso.
Estábamos sentadas al fondo, en
una mesita metálica, con la bandeja de la comida —los restos— entre las dos. El
deli no estaba tan abarrotado a mediodía como los otros restaurantes
convencionales de la zona, lo cual era conveniente para nosotras. Podíamos
charlar sin tener que levantar la voz.
—Mark está en el séptimo cielo
—dijo Megumi, lamiendo la cuchara. Llevaba puesto un vestido verde lima que le
iba muy bien con el pelo oscuro y el tono pálido de la piel. Siempre se vestía
con colores y estilos atrevidos. Yo envidiaba su habilidad para hacerlo tan
bien.
—Ya
—sonreí—. Es estupendo ver a alguien tan feliz.
—Felicidad libre de culpa. No
como este helado.
—¿Y qué supone un poquito de
culpa de vez en cuando?
—¿Un culo gordo?
Yo refunfuñé.
—Gracias por recordarme que
tengo que ir al gimnasio hoy. Llevo varios días sin hacer ejercicio.
A menos que se tenga en
cuenta la gimnasia de cama...
—¿Cómo consigues estar
motivada? —me peguntó—. Yo sé que debería ir, pero siempre encuentro algún
pretexto para no hacerlo.
—¿Y, aun así, tienes esa
increíble figura? —Moví la cabeza de lado a lado—. ¡Qué rabia me da!
Ella hizo una mueca con los
labios.
—¿Adónde vas a entrenarte?
—Alterno un gimnasio normal con
uno de Krav Maga que hay en Brooklyn.
—¿Vas antes o después del
trabajo?
—Después. No soy
madrugadora. Me encanta dormir.
—¿Te importaría que te
acompañase alguna vez? No sé si al de Krav ese o como se llame, pero sí al
gimnasio.
Tragué un poco de chocolate, y
estaba a punto de contestar cuando oí que sonaba un teléfono.
—¿Vas a contestar? —preguntó
Megumi, y me hizo caer en la cuenta de que era el mío.
Se trataba del móvil de
prepago, por eso no lo había reconocido.
Lo saqué a toda prisa y
respondí casi sin aliento.
—¿Sí?
—Cielo.
Durante unos segundos saboreé
la voz profunda de Gideon.
—¡Hola!, ¿qué hay?
—Mis abogados acaban de
notificarme que quizás la policía tenga un sospechoso.
—¿Qué? —Se me paró el corazón y
la comida se me revolvió toda en el estómago— ¡Oh, Dios mío!
—No soy yo.
No me acuerdo de mi vuelta a la
oficina. Cuando Megumi quiso saber el nombre del gimnasio tuvo que
preguntármelo dos veces. El miedo que sentía no tenía nada que ver con ningún
otro sufrimiento anterior. Era mucho peor cuando lo sentías por alguien a quien
amabas.
¿Cómo podía la policía
sospechar de otra persona?
Tenía la horrible sensación de
que sólo estaban intentando alterar a Gideon. Alterarme a mí.
Si ése era su objetivo, estaban
consiguiéndolo, por lo menos conmigo. A Gideon se le oía tranquilo y sereno
durante nuestra breve conversación. Me había dicho que no me inquietara, que él
sólo quería advertirme de que tal vez vinieran a hacerme más preguntas. O tal
vez no.
¡Dios! Me dirigí lentamente
hacia mi mesa, con los nervios deshechos. Era como si
me
hubiera tomado de un trago todo el café de una cafetera. Me temblaban las manos
y el corazón me latía demasiado deprisa.
Me senté y traté de trabajar,
pero no podía concentrarme. Miraba fijamente la pantalla y no veía nada.
Y si la policía tenía un
sospechoso que no era Gideon, ¿qué íbamos a hacer nosotros? No podíamos
permitir que fuera a la cárcel una persona inocente.
Y, sin embargo, había en mi
interior una vocecita susurrándome que Gideon quedaría libre de acusaciones si
declararan culpable del delito a otro. En el mismo momento en que esa idea se
formó en mi mente, me sentí fatal. Se me fueron los ojos a la foto de mi padre,
vestido de uniforme y muy apuesto, de pie junto a su coche patrulla.
Yo estaba confundida y
asustada.
Cuando mi smartphone comenzó
a vibrar sobre la mesa, me sobresalté. En la pantalla aparecieron el nombre y
el número de papá. Contesté rápidamente.
—¡Hola! ¿Dónde estás?
—En Cincinnati, cambiando de
avión.
—Espera, que voy a tomar nota
de los datos del vuelo. —Cogí un bolígrafo y anoté a toda prisa los detalles
que me dio—. Estaré esperándote en el aeropuerto. Estoy deseando verte.
—Bueno... Eva, cariño —suspiró
profundamente—. Hasta luego.
Colgó, y el silencio
subsiguiente fue ensordecedor. Comprendí entonces que el sentimiento más fuerte
que tenía era el de culpabilidad. A él le empañaba la voz y a mí me ponía un
nudo en el estómago.
Me levanté y fui al despacho de
Mark.
—Acabo de hablar con mi padre.
Su vuelo llega a la LaGuardia dentro de un par de horas.
Levantó la vista hacia mí, con
el ceño fruncido y la mirada escrutadora.
—Vete a casa, prepárate y
recoge a tu padre.
—Gracias. —Esa única palabra
tendría que bastarle. Mark parecía comprender que yo no quería pararme a dar
explicaciones.
Usé el móvil de prepago para
enviar un mensaje mientras me dirigía a casa en un taxi: «Voy al apartº. En 1
h. recojo papá. ¿Pueds hablar?».
Necesitaba saber qué pensaba
Gideon..., cómo se sentía. Yo estaba hundida y no se me ocurría qué hacer al
respecto.
Cuando llegué a casa, me puse
un vestido de verano ligero y sencillo y unas sandalias. Contesté un mensaje de
Martin coincidiendo con él en lo bien que lo habíamos pasado el sábado y en que
deberíamos repetirlo. Revisé minuciosamente la cocina, asegurándome de que
todas las cosas de comer favoritas de papá que había ido comprando estaban
exactamente donde yo las había colocado. Repasé la habitación de invitados,
aunque ya lo había hecho el día anterior. Me conecté a internet y comprobé el
vuelo de mi padre.
Todo hecho. Me quedaba tiempo
suficiente para volverme loca.
Hice una búsqueda en Google,
concretamente en Imágenes, sobre «Corinne Giroux y esposo».
Lo que averigüé fue que
Jean-François Giroux era realmente guapo. Un tío bueno de verdad. No tanto como
Gideon, pero ¿quién podía serlo? Gideon estaba en primera
división
él solito. Pero Jean-François era de los que no pasaban desapercibidos, con el
pelo oscuro y ondulado y unos ojos de color jade claro. Estaba bronceado y
llevaba perilla, que le quedaba estupendamente. Él y Corinne formaban una
pareja espectacular.
Sonó mi móvil de prepago y me
levanté de un salto para llegar hasta él, tropezándome de paso con la mesa de
centro. Lo saqué del bolso a toda prisa y contesté:
—¿Sí?
—Estoy al lado —dijo Gideon—, y
no tengo mucho tiempo.
—Ya voy.
Agarré mi bolso y salí. Una
vecina estaba en ese momento abriendo la puerta de su casa y yo le dirigí una
sonrisa cortés y distante mientras fingía esperar el ascensor. En cuanto la oí
entrar en el apartamento, me fui como una flecha hasta la puerta de Gideon, que
se abrió antes de que yo usara mi llave.
Gideon me recibió en vaqueros y
camiseta, con una gorra de béisbol en la cabeza. Me tomó de la mano para
llevarme dentro y se quitó la gorra antes de acercar su boca a la mía. El beso
que me dio fue asombrosamente dulce; y sus labios, firmes pero suaves y
cálidos.
Dejé caer el bolso y le rodeé
con los brazos, arrimándome a él. La sensación de fuerza que me transmitió mitigó
mi ansiedad lo suficiente como para poder respirar hondo.
—Hola —susurró.
—No tenías que venir a casa.
—Me imaginaba lo que eso le habría trastornado la jornada: cambiarse de ropa,
el desplazamiento de ida y vuelta...
—Sí que tenía que venir. Tú me
necesitas —deslizó las manos por mi espalda y se apartó lo justo para mirarme a
la cara—. No te angusties, Eva, que ya me ocuparé yo.
—¿Cómo?
Había serenidad en sus ojos
azules y seguridad en su expresión.
—Ahora mismo estoy esperando
que me llegue más información: a quién están investigando y por qué. Hay muchas
posibilidades de que no les salga bien, ya lo sabes.
Yo le escruté el semblante.
—¿Y si les sale bien?
—¿Que si voy a dejar que otro
pague por mi delito? —Apretó las mandíbulas—. ¿Es eso lo que estás preguntando?
—No. —Le alisé la frente con
las yemas de los dedos—. Me consta que tú no permitirías semejante cosa. Sólo
quería saber cómo vas a evitarlo.
Su ceño fruncido se acentuó.
—Estás pidiéndome que prediga
el futuro, Eva, y no puedo hacerlo. Tú sólo tienes que confiar en mí.
—Y confío —afirmé con
vehemencia—, pero aún estoy asustada; no puedo evitar ponerme nerviosa.
—Lo sé. Yo también estoy
preocupado. —Me pasó un dedo por el labio inferior—. La detective Graves es una
mujer muy inteligente.
En eso estábamos de acuerdo.
—Tienes razón. Eso me hace
sentir mejor.
Yo no conocía bien a Shelley
Graves en realidad, pero en los pocos contactos que habíamos tenido siempre me
dio la impresión de que era lista y muy espabilada. Yo no la había tenido en
cuenta, pero debería haberlo hecho. Resultaba curioso encontrarse en una
situación en la que al mismo tiempo la temía y la valoraba.
—¿Has organizado ya la estancia
de tu padre?
La
pregunta me trajo los nervios de vuelta.
—Todo está preparado, excepto
yo.
Su mirada se suavizó.
—Alguna idea de qué vas a hacer
con él?
—Cary ha vuelto a trabajar hoy,
así que lo celebraremos con champán y luego saldremos a cenar por ahí.
—¿Crees que él estará
dispuesto?
—No sé si estoy dispuesta
yo—admití—. Es disparatado hacer planes para beber Cristal y celebrar
cosas con todo lo que está pasando, pero ¿qué puedo hacer? Si mi padre no ve
que estoy bien, tampoco pasará de hacer averiguaciones acerca de Nathan. Tengo
que demostrarle que toda aquella sordidez pertenece al pasado.
—Y me dejarás que yo me
encargue del resto —me advirtió—. Yo cuidaré de ti, de nosotros.
Céntrate en tu familia durante un tiempo.
Retrocedí un poco, le cogí de
la mano y le conduje al sofá. Era una sensación extraña estar en casa tan
temprano después de haberme presentado en el trabajo. Ver por la ventana el sol
esplendoroso cayendo sobre la ciudad me hacía sentir con el paso cambiado y
reforzaba la idea de que habíamos perdido tiempo de estar juntos.
Me senté con las piernas
dobladas, frente a él, viendo cómo se acomodaba a mi lado. Nos parecíamos mucho
en algunas cosas, incluido nuestro pasado. ¿Era preciso que también Gideon se
lo revelara todo a su familia? ¿Sería eso lo que le hacía falta para curarse
completamente?
—Ya sé que tienes que volver al
trabajo —le dije—, pero me alegro de que hayas venido a casa por mí. Tienes
razón: necesitaba verte.
Se llevó mi mano a los labios.
—¿Sabes cuándo volverá tu padre
a California?
—No.
—De todos modos, mañana saldré
tarde de la cita con el doctor Petersen. —Me miró con una leve sonrisa—. Ya
encontraremos una manera de estar juntos.
Tenerle cerca..., tocarle...,
verle sonreír..., oírle decir aquellas palabras... Yo podría superar cualquier
cosa siempre que le tuviera a mi lado después de un largo día.
—¿Me concedes cinco minutos?
—le pedí.
—Lo que tú quieras, cielo
—contestó con ternura.
—Sólo esto. —Me aproximé más a
él y me acurruqué en su costado.
Gideon me pasó un brazo por los
hombros. Enlazamos las manos de ambos en el regazo. Formamos un círculo
perfecto. No tan brillante como los anillos que llevábamos puestos, pero de un
valor inestimable igualmente.
Después de un ratito, se
inclinó hacia mí y suspiró.
—Yo necesitaba esto también.
Le abracé con más fuerza.
—Está muy bien que me
necesites, campeón.
—Me gustaría necesitarte un
poco menos, lo justo para que fuera soportable.
—¿Y qué tendría eso de
divertido?
Su risa suave me hizo quererle
todavía más.
Gideon había estado acertado
respecto al DB9. Mientras observaba al encargado del aparcamiento trayendo el
magnífico Aston Martin de color gris metalizado hasta donde yo
me
encontraba, pensé que era algo así como Gideon con neumáticos. Era sexo con
acelerador. Tenía una especie de elegancia animal que me hacía encoger los
dedos de los pies.
Me horrorizaba ponerme al
volante.
Conducir en Nueva York no se
parecía en nada a conducir por el sur de California. Vacilé antes de aceptar
las llaves de manos del empleado, con pajarita, razonando que tal vez fuera más
sensato pedir una limusina.
El teléfono empezó a sonar y
rápidamente lo busqué.
—¿Sí?
—Decídete —me susurró Gideon—.
Deja de preocuparte y condúcelo.
Empecé a dar vueltas buscando
con los ojos las cámaras de seguridad. Un escalofrío me recorrió la espalda. Notaba
la mirada de Gideon sobre mí.
—¿Qué estás haciendo?
—Pensando que ojalá estuviera
contigo. Me encantaría tumbarte sobre el capó y follarte bien despacio. Meterte
la polla muy adentro. Darles trabajo a los amortiguadores. Uy, Dios mío, ya
estoy empalmado.
Y a mí me estaba poniendo
húmeda. Podía pasar una eternidad escuchándole. ¡Cuánto me gustaba su voz!
—Tengo miedo de estropearte
este coche tan bonito.
—No me importa el coche, sino
tu seguridad. Así que rózalo todo lo que quieras, pero no te hagas daño.
—Si esperabas que eso iba a
tranquilizarme, no ha funcionado.
—Podemos practicar sexo
telefónico hasta que te corras. Eso sí funcionaría.
Les hice una mueca a los
empleados del párking que hacían como si no estuvieran observándome.
—¿Qué te ha puesto tan caliente
en el rato tan corto que ha pasado desde que te dejé? No sé si preocuparme.
—Me excita pensar en ti
conduciendo el DB9.
—¿No me digas? —Intenté
reprimir una sonrisa—. Recuérdame quién de los dos es el fetichista del
transporte.
—Ponte al volante —me dijo,
persuasivo—. Imagina que voy en el asiento de al lado, con una mano entre tus
piernas y metiendo los dedos en tu coño suave y resbaladizo.
Me acerqué al coche con las
piernas temblorosas y le dije entre dientes:
—Debes de tener un deseo de
muerte.
—Me sacaría la polla y la
acariciaría con una mano mientras te tocaría a ti con la otra, excitándonos los
dos a la vez.
—Tu falta de respeto a la
tapicería de este vehículo es horrorosa. —Me acomodé en el asiento del
conductor y tardé un minuto en saber cómo ponerlo en marcha.
La voz profunda de Gideon
llegaba a través del equipo de sonido del coche.
—¿Qué te parece?
Estaba segura de que había
sincronizado mi teléfono prepago con el Bluetooth del automóvil. Gideon siempre
pensaba en todo.
—Muy caro —respondí—. Estás
loco por dejarme conducir esto.
—Estoy loco por ti —respondió,
provocándome descargas de placer por todo el cuerpo—. LaGuardia está programada
en el GPS.
Me hacía bien notar que estaba
de mejor humor por haber venido a verme a casa. Ahora sabía cómo se sentía él.
Significaba mucho para mí que nos sintiéramos del mismo
modo.
Levanté el GPS y apreté el
botón para poner la transmisión en marcha.
—¿Sabes una cosa, campeón? Que
quiero chuparte mientras conduces esta cosa. Poner una almohada entre los dos
asientos y chuparte la polla durante kilómetros.
—Te tomo la palabra. Dime qué
te parece el coche.
—Suave. Potente. —Me despedí de
los empleados agitando la mano al salir del aparcamiento subterráneo—. Responde
muy bien.
—Igual que tú —murmuró—. Por
supuesto, tú eres mi automóvil favorito.
—¡Qué bonito! Y tú, mi palanca
preferida. —Entonces me incorporé al tráfico.
Se echó a reír.
—Espero ser tu única palanca.
—Pero yo no soy tu único coche
—repliqué, sintiendo cuánto le quería en aquel momento porque sabía que él
estaba cuidándome y asegurándose de que yo me encontraba cómoda. En California,
conducir había sido para mí como respirar, pero, desde que me trasladé a Nueva
York, no me había puesto al volante de un solo coche.
—Eres el único que me gusta
desnudo —dijo él.
—Menos mal, porque soy muy
posesiva.
—Ya lo sé. —Su voz sonaba plena
de satisfacción masculina.
—¿Dónde estás?
—En el trabajo.
—Haciendo de todo un poco,
estoy segura. —Pisé el acelerador y recé cuando cambié de carril—. ¿Y qué es un
poco de relajante distracción para tu novia en medio de la dominación del mundo
del entretenimiento?
—Por ti yo haría que el mundo
dejara de dar vueltas.
Curiosamente, aquella tonta
frase me enterneció.
—Te quiero.
—Te ha gustado, ¿eh?
Yo sonreí, asombrada y
complacida a la vez por su absurdo sentido del humor.
Era más que consciente del
entorno en el que me movía. Había señales en todas las direcciones
prohibiéndolo todo. Conducir en Manhattan era un veloz viaje a ninguna parte.
—Oye, que no puedo girar ni a
derecha ni a izquierda. Creo que voy a ir hacia Midtown Tunnel. Puede que te
pierda.
—Tú no me perderás nunca, cielo
—me aseguró—. Dondequiera que vayas, por lejos que sea, allí estaré yo contigo.
Cuando divisé a mi padre fuera
de la zona de recogida de equipajes, desapareció toda la seguridad que me había
infundido Gideon desde que salí del trabajo. Papá estaba demacrado y ojeroso,
tenía los ojos enrojecidos y barba de varios días.
Noté el escozor de las lágrimas
cuando me dirigía hacia él, pero las contuve, decidida a tranquilizarle. Con
los brazos abiertos, le observé mientras dejaba la maleta en el suelo, y luego
me quedé sin aire en los pulmones cuando me abrazó con fuerza.
—Hola, papá —le dije, con un
temblor en la voz que no quería que él notase.
—Eva. —Me besó con fuerza en la
sien.
—Pareces cansado. ¿Cuándo ha
sido la última vez que has dormido?
—Al salir de San Diego. —Se
echó hacia atrás y me miró a la cara escrutadoramente con sus ojos grises, que
eran iguales que los míos.
—¿Tienes
más equipaje?
Dijo que no con la cabeza, sin
dejar de contemplarme.
—¿Tienes hambre? —le pregunté.
—Comí algo en Cincinnati.
—Finalmente, se volvió y recogió su equipaje—. Pero si tienes hambre tú...
—No, yo no, pero estaba pensado
que podíamos sacar a Cary a cenar una poco más tarde, si estás de acuerdo. Ha
vuelto hoy a trabajar.
—Pues claro. —Se detuvo con la
maleta en la mano; daba la impresión de estar un poco perdido e inseguro.
—Papá, yo estoy bien.
—Yo no. Tengo ganas de
pegarle a algo y no encuentro nada donde dar.
Eso me dio una idea.
Le cogí de la mano y nos
encaminamos a la salida del aeropuerto.
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