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Atada a Tí - Sylvia Day - Capítulo 11

Lunes por la mañana. Hora de ir al trabajo. No sabía nada de mi padre, así que me preparé para salir. Estaba revolviendo en el vestidor cuando llamaron a la puerta del dormitorio.
—Adelante —grité.
Un minuto después oí a Cary, gritando a su vez:
—¿Dónde demonios estás?
—Aquí dentro.
Su sombra oscureció la entrada.
—¿Sabes algo de tu padre?
Dirigí la vista hacia él.
—Todavía no. Le he mandado un mensaje pero no me ha respondido.
—O sea, que aún está en el avión.
—O ha perdido algún enlace, ¿quién sabe?
Yo miraba la ropa con el ceño fruncido.
—Toma —entró, me rodeó y sacó del estante de abajo unos pantalones palazzo de lino y una blusa negra de encaje con manga japonesa.
—Gracias. —Y, como estaba muy cerca, le di un abrazo.
Él me lo devolvió tan fuerte que me dejó sin aire. Sorprendida por tanta efusión, permanecí un buen rato abarcándole con los brazos y la mejilla apoyada en su pecho, a la altura del corazón.
Era la primera vez en varios días que se ponía vaqueros y camiseta y, como siempre, conseguía que pareciera un atuendo caro y llamaba la atención.
—¿Va todo bien? —le pregunté.
—Te echo de menos, nena —susurró con la boca en mi pelo.
—Es que no quería que te cansaras de mí. —Intenté que sonara a broma, pero su tono me había inquietado; le faltaba la jovialidad a la que me tenía acostumbrada—. Voy a coger un taxi para ir al trabajo, así que me queda un poco de tiempo. ¿Tomamos un café?
—Sí. —Se echó hacia atrás y sonrió. Se le veía guapísimo y juvenil. Me tomó de la mano para salir del vestidor. Tiré las prendas sobre un sillón de camino a la cocina.
—¿Vas a salir? —le pregunté.
—Hoy tengo una sesión de fotos.
—¡Vaya!, ¡qué buena noticia! —Me acerqué a la cafetera mientras él sacaba del frigorífico una mezcla de nata y leche—. Parece que tenemos otra razón para buscar una botella de vino Cristal.
—De ningún modo —bufó—. No, con todo lo que está pasando con tu padre.
—¿Y qué vamos a hacer? ¿Sentarnos y mirarnos el uno al otro? No hay otra cosa. Nathan está muerto y, aunque no lo estuviera, lo que me hizo pasó hace mucho tiempo. —Empujé hacia él una taza humeante y llené otra—. Estoy lista para echar su recuerdo a un hoyo oscuro y frío y olvidarme de él.
—Pasó para ti. —Puso crema en mi café y volvió a su sitio—. Pero todavía es una novedad para tu padre. Seguro que quiere hablar de ello contigo.
No voy a hablar de ello con mi padre. No voy a hablar de ello nunca.
—Puede que él no esté de acuerdo con eso.
Me giré para mirarle, apoyada en la encimera con la taza entre las manos.
—Lo único que necesita es ver que todo marcha perfectamente. No se trata de él, sino de mí, y estoy sobreviviendo. Bastante bien, creo yo.
Cary removió el café, pensativo.
—Pues sí —dijo un poco después—. ¿Vas a contarle lo de tu novio misterioso?
—No es misterioso. Simplemente, no puedo hablar de él, y eso no tiene nada que ver con nuestra amistad. Confío en ti y te quiero igual que siempre.
Por encima del borde de la taza, sus ojos verdes mostraban recelo.
—Pues no lo parece.
—Eres mi mejor amigo. Cuando sea viejecita y tenga el pelo gris, tú seguirás siendo mi mejor amigo. Y ni que decir tiene que el hombre con el que estoy saliendo no va a cambiar eso.
—¿Y esperas que no me dé la sensación de que te falta confianza en mí? ¿Qué pasa con ese tipo para que no puedas decirme ni siquiera su nombre o alguna otra cosa?
Suspiré y le dije una verdad a medias.
—No sé cómo se llama.
Cary se quedó quieto y me miró fijamente.
—Me tomas el pelo.
—Nunca se lo he preguntado. —Respuesta evasiva donde las hubiera, era como para cuestionarla. Cary me dirigió una larga mirada.
—¿Y se supone que no tengo que preocuparme?
—Pues no. Yo me siento a gusto con la situación tal como está. Ambos tenemos lo que necesitamos y él me cuida.
Se quedó observándome.
—¿Qué le dices mientras te corres? Algo tienes que gritar si es bueno en la cama, y supongo que lo será ya que resulta evidente que no os conocéis por hablar mucho, precisamente.
—Bueno... —aquello me pilló de sorpresa—, creo que sólo digo: «¡Ay, Dios mío!».
Se echó a reír, con la cabeza hacia atrás.
—Y tú, ¿cómo te las arreglas para compatibilizar dos relaciones? —le pregunté.
—Lo hago bien. —Se metió una mano en bolsillo y empezó a balancearse sobre los talones—. Me parece que Tat y Trey están tan cerca de la monogamia como yo. En lo que a mí respecta, funciona.
Yo encontraba fascinante aquella componenda.
—¿No te preocupa equivocarte de nombre cuando te corres?
Le brillaron los ojos.
—No. Siempre los llamo baby.
Sacudí la cabeza. Cary era incorregible.
—¿Vas a hacer que se conozcan?
Se encogió de hombros.
—No me parece la mejor idea.
—¿No?
—Tatiana es un bicho en el mejor de los casos y Trey un buen tipo. En mi opinión, no resulta una combinación apropiada.
—Una vez me dijiste que Tatiana no te gustaba mucho. ¿Has cambiado en ese sentido?
—Ella es como es —se limitó a decir— y yo la acepto así.
Yo le miraba sin pestañear.
—Eva, Tatiana me necesita —dijo suavemente—. Trey me desea y creo que también me quiere, pero no me necesita.
Eso sí que lo comprendía bien. A veces es muy agradable que te necesiten.
—Entiendo.
—¿Quién dice que sólo hay una persona en el mundo que pueda dárnoslo todo? —gruñó—. No me trago yo eso. Fíjate en ti y tu novio sin nombre.
—Puede que un revoltijo resulte bien con gente que no sea celosa. Conmigo no funcionaría.
—Ya. —Cary levantó su taza y yo le di un golpecito con la mía.
—Entonces ¿vino Cristal y ...?
—Mmm... —frunció la boca— ..., ¿tapas?
Parpadeé por la sorpresa.
—¿Quieres llevar a mi padre por ahí?
—¿Te parece mala idea?
—Es una idea estupenda, si conseguimos que él esté de acuerdo. —Le sonreí—. Eres genial, Cary.
Él me hizo un guiño y yo me sentí un poco más tranquila.
Todo en mi vida parecía estar alterado, especialmente mi relación con las personas a las que más quería. Me resultaba difícil resolverlo porque yo contaba con ellas para mantener la estabilidad. Pero quizás cuando todo se calmara, me sentiría más fuerte, capaz de sostenerme por mí misma. Si el efecto era ése, valdrían la pena la confusión y el dolor.
—¿Quieres que te arregle el pelo?
—Sí, gracias.
Cuando llegué al trabajo me disgustó encontrarme a Megumi tan triste. Me saludó con un gesto indolente con la mano a la vez que presionaba el botón para abrirme la puerta y luego se dejó caer contra el respaldo de la silla.
—Chica, tienes que librarte de Michael —le dije—; las cosas no funcionan bien.
—Ya lo sé —se echó hacia atrás el largo flequillo de su melena asimétrica—. Voy a romper con él la próxima vez que le vea. No tengo noticias suyas desde el viernes y me estoy volviendo loca pensando si ligaría con alguien mientras andaba de bar en bar en plan soltero.
—¡Agg!
—Lo sé, ¿vale? No es muy sensato andar preocupándose de si el hombre con quien te acuestas está tirándose a alguien más por ahí.
No pude evitar acordarme de la conversación que había tenido con Cary un poco antes.
—Ben y Jerry’s y yo estamos sólo a un telefonazo de ti. Grita si nos necesitas.
—¿Es ése tu secreto? —se rio brevemente—. ¿Qué te ha hecho olvidar a Gideon Cross?
—No le he olvidado —reconocí.
Ella asintió con solemnidad.
—Lo sabía. Pero tú te lo pasaste muy bien el sábado, ¿no? Y él es idiota, por cierto. Un día va a darse cuenta y volverá arrastrándose.
—Llamó a mi madre el fin de semana —le dije, inclinándome sobre la mesa y bajando la voz— preguntando por mí.
—¡Vaya! —Megumi se inclinó hacia delante también—. ¿Y qué le dijo?
—No sé los detalles.
—¿Volverías con él?
Me encogí de hombros.
—No sé. Depende de lo bien que se arrastre.
—Desde luego. —Chocamos las palmas en alto—. A propósito, tienes muy bien el pelo.
Le di las gracias y me dirigí a mi cubículo, preparando mentalmente la solicitud de permiso para salir si mi padre llamaba. Apenas había doblado la esquina del extremo del corredor cuando salió Mark de su despacho con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Ay, Dios! —Me paré a medio camino—. Pareces locamente feliz. A ver si lo adivino: te has comprometido.
—¡Efectivamente!
—¡Guay! —Dejé en el suelo el bolso de mano y la bolsa de plástico y me puse a aplaudir—. ¡Me hace tanta ilusión por ti! Felicidades.
Se agachó y recogió mis cosas.
—Ven a mi despacho.
Me hizo un gesto para que pasara antes que él y después cerró la puerta de cristal.
—¿Fue difícil? —le pregunté y tomé asiento delante de su mesa.
—Lo más difícil que he hecho en mi vida. —Mark me entregó mis cosas, se hundió en la silla y empezó a balancearse de adelante atrás—. Y Steven me dejó sufrir un buen rato, ¿puedes creerlo? Sabía de antemano que iba a pedirle que se casara conmigo. Dijo que se adivinaba por lo nervioso que estaba yo.
Sonreí.
—Te conoce muy bien.
—Y tardó un minuto o dos en contestarme, pero créeme si te digo que me parecieron horas.
—Apuesto a que sí. Entonces, ¿toda su retórica antimatrimonio era sólo una fachada?
Asintió con la cabeza, aún sonriente.
—Le había herido en su orgullo que yo se lo quitara de la cabeza anteriormente y quería vengarse un poquito. Me dijo que siempre había sabido que al final yo entraría en razón. Y, cuando por fin me decidí, él hizo que me costara lo mío.
Me daba la impresión de estar oyendo a Steven, tan festivo y sociable.
—¿Y dónde te declaraste?
Se echó a reír.
—No pude hacerlo en ningún sitio con el ambiente adecuado, como un restaurante iluminado con velas o un local acogedor, con poca luz, después de un espectáculo. No, tuve que esperar hasta que la limusina nos dejó en casa de noche y estábamos parados en la puerta y yo iba a perder la oportunidad, así que se lo solté allí mismo, en la calle.
—Me parece muy romántico.
—Y a mí me parece que la romántica eres tú —me respondió.
—¿A quién le importan el vino y las rosas? Cualquiera puede hacerlo así. Expresarle a alguien que no puedes vivir sin él, eso sí que es romanticismo.
—Como de costumbre, tienes razón.
Me soplé las uñas y las froté contra la blusa.
—¿Qué puedo yo decir?
—Voy a dejar que Steven te cuente todos los detalles durante la comida del miércoles. Lo ha descrito tantas veces ya que te lo recitará de memoria.
—Tengo muchas ganas de verle. —Por muy entusiasmado que estuviera Mark, estaba segura de que Steven daría saltos de alegría. El contratista grandote y musculoso tenía una personalidad tan radiante como el brillo de su pelo rojo—. Estoy contentísima por los dos.
—Steven va a engancharte para que ayudes a Shawna con los preparativos, ya sabes. —Se sentó y apoyó los codos en la mesa—. Además, su hermana está reclutando a todas las mujeres que conocemos. Estoy seguro de que todo esto a va ser una locura desmesurada.
—¡Qué divertido!
—Eso dices ahora —me advirtió, con ojos risueños—. Vamos a coger un café y empezamos el trabajo de esta semana, ¿te parece?
Me levanté.
—Mmm... me fastidia pedirte esto, pero mi padre tiene que venir aquí esta semana en un viaje urgente. No estoy segura de cuándo va a llegar; podría ser hoy mismo. Tendré que recogerle y dejarle acomodado.
—¿Necesitas algún tiempo de permiso?
—Sólo para instalarle en el apartamento. Unas horas, como mucho.
Mark movió la cabeza en sentido afirmativo.
—Has dicho «viaje urgente». ¿Va todo bien?
—Irá bien.
—Vale, no hay ningún problema por mi parte para que te tomes el tiempo que necesites.
—Gracias.
Mientras dejaba mis cosas en la mesa, pensé por enésima vez en lo mucho que me gustaban mi trabajo y mis jefes. Comprendía que Gideon quisiera tenerme más cerca y valoraba la idea de construir algo en común, pero mi empleo me enriquecía como persona. No quería dejar aquello ni terminar guardándole rencor a él si seguía presionándome para que renunciara. Tendría que ocurrírseme algún argumento que Gideon pudiera aceptar.
Empecé a pensar en ello mientras Mark y yo nos dirigíamos a la sala de descanso.
Aunque Megumi no había roto con Michael todavía, me la llevé a comer a un deli donde tenían unos wraps exquisitos y había un surtido bastante bueno de postres Ben & Jerry. Yo elegí un Chunky Monkey y ella un Cherry Garcia. Ambas disfrutamos de aquel fresco placer en medio de un día caluroso.
Estábamos sentadas al fondo, en una mesita metálica, con la bandeja de la comida —los restos— entre las dos. El deli no estaba tan abarrotado a mediodía como los otros restaurantes convencionales de la zona, lo cual era conveniente para nosotras. Podíamos charlar sin tener que levantar la voz.
—Mark está en el séptimo cielo —dijo Megumi, lamiendo la cuchara. Llevaba puesto un vestido verde lima que le iba muy bien con el pelo oscuro y el tono pálido de la piel. Siempre se vestía con colores y estilos atrevidos. Yo envidiaba su habilidad para hacerlo tan bien.
—Ya —sonreí—. Es estupendo ver a alguien tan feliz.
—Felicidad libre de culpa. No como este helado.
—¿Y qué supone un poquito de culpa de vez en cuando?
—¿Un culo gordo?
Yo refunfuñé.
—Gracias por recordarme que tengo que ir al gimnasio hoy. Llevo varios días sin hacer ejercicio.
A menos que se tenga en cuenta la gimnasia de cama...
—¿Cómo consigues estar motivada? —me peguntó—. Yo sé que debería ir, pero siempre encuentro algún pretexto para no hacerlo.
—¿Y, aun así, tienes esa increíble figura? —Moví la cabeza de lado a lado—. ¡Qué rabia me da!
Ella hizo una mueca con los labios.
—¿Adónde vas a entrenarte?
—Alterno un gimnasio normal con uno de Krav Maga que hay en Brooklyn.
—¿Vas antes o después del trabajo?
—Después. No soy madrugadora. Me encanta dormir.
—¿Te importaría que te acompañase alguna vez? No sé si al de Krav ese o como se llame, pero sí al gimnasio.
Tragué un poco de chocolate, y estaba a punto de contestar cuando oí que sonaba un teléfono.
—¿Vas a contestar? —preguntó Megumi, y me hizo caer en la cuenta de que era el mío.
Se trataba del móvil de prepago, por eso no lo había reconocido.
Lo saqué a toda prisa y respondí casi sin aliento.
—¿Sí?
—Cielo.
Durante unos segundos saboreé la voz profunda de Gideon.
—¡Hola!, ¿qué hay?
—Mis abogados acaban de notificarme que quizás la policía tenga un sospechoso.
—¿Qué? —Se me paró el corazón y la comida se me revolvió toda en el estómago— ¡Oh, Dios mío!
—No soy yo.
No me acuerdo de mi vuelta a la oficina. Cuando Megumi quiso saber el nombre del gimnasio tuvo que preguntármelo dos veces. El miedo que sentía no tenía nada que ver con ningún otro sufrimiento anterior. Era mucho peor cuando lo sentías por alguien a quien amabas.
¿Cómo podía la policía sospechar de otra persona?
Tenía la horrible sensación de que sólo estaban intentando alterar a Gideon. Alterarme a mí.
Si ése era su objetivo, estaban consiguiéndolo, por lo menos conmigo. A Gideon se le oía tranquilo y sereno durante nuestra breve conversación. Me había dicho que no me inquietara, que él sólo quería advertirme de que tal vez vinieran a hacerme más preguntas. O tal vez no.
¡Dios! Me dirigí lentamente hacia mi mesa, con los nervios deshechos. Era como si
me hubiera tomado de un trago todo el café de una cafetera. Me temblaban las manos y el corazón me latía demasiado deprisa.
Me senté y traté de trabajar, pero no podía concentrarme. Miraba fijamente la pantalla y no veía nada.
Y si la policía tenía un sospechoso que no era Gideon, ¿qué íbamos a hacer nosotros? No podíamos permitir que fuera a la cárcel una persona inocente.
Y, sin embargo, había en mi interior una vocecita susurrándome que Gideon quedaría libre de acusaciones si declararan culpable del delito a otro. En el mismo momento en que esa idea se formó en mi mente, me sentí fatal. Se me fueron los ojos a la foto de mi padre, vestido de uniforme y muy apuesto, de pie junto a su coche patrulla.
Yo estaba confundida y asustada.
Cuando mi smartphone comenzó a vibrar sobre la mesa, me sobresalté. En la pantalla aparecieron el nombre y el número de papá. Contesté rápidamente.
—¡Hola! ¿Dónde estás?
—En Cincinnati, cambiando de avión.
—Espera, que voy a tomar nota de los datos del vuelo. —Cogí un bolígrafo y anoté a toda prisa los detalles que me dio—. Estaré esperándote en el aeropuerto. Estoy deseando verte.
—Bueno... Eva, cariño —suspiró profundamente—. Hasta luego.
Colgó, y el silencio subsiguiente fue ensordecedor. Comprendí entonces que el sentimiento más fuerte que tenía era el de culpabilidad. A él le empañaba la voz y a mí me ponía un nudo en el estómago.
Me levanté y fui al despacho de Mark.
—Acabo de hablar con mi padre. Su vuelo llega a la LaGuardia dentro de un par de horas.
Levantó la vista hacia mí, con el ceño fruncido y la mirada escrutadora.
—Vete a casa, prepárate y recoge a tu padre.
—Gracias. —Esa única palabra tendría que bastarle. Mark parecía comprender que yo no quería pararme a dar explicaciones.
Usé el móvil de prepago para enviar un mensaje mientras me dirigía a casa en un taxi: «Voy al apartº. En 1 h. recojo papá. ¿Pueds hablar?».
Necesitaba saber qué pensaba Gideon..., cómo se sentía. Yo estaba hundida y no se me ocurría qué hacer al respecto.
Cuando llegué a casa, me puse un vestido de verano ligero y sencillo y unas sandalias. Contesté un mensaje de Martin coincidiendo con él en lo bien que lo habíamos pasado el sábado y en que deberíamos repetirlo. Revisé minuciosamente la cocina, asegurándome de que todas las cosas de comer favoritas de papá que había ido comprando estaban exactamente donde yo las había colocado. Repasé la habitación de invitados, aunque ya lo había hecho el día anterior. Me conecté a internet y comprobé el vuelo de mi padre.
Todo hecho. Me quedaba tiempo suficiente para volverme loca.
Hice una búsqueda en Google, concretamente en Imágenes, sobre «Corinne Giroux y esposo».
Lo que averigüé fue que Jean-François Giroux era realmente guapo. Un tío bueno de verdad. No tanto como Gideon, pero ¿quién podía serlo? Gideon estaba en primera
división él solito. Pero Jean-François era de los que no pasaban desapercibidos, con el pelo oscuro y ondulado y unos ojos de color jade claro. Estaba bronceado y llevaba perilla, que le quedaba estupendamente. Él y Corinne formaban una pareja espectacular.
Sonó mi móvil de prepago y me levanté de un salto para llegar hasta él, tropezándome de paso con la mesa de centro. Lo saqué del bolso a toda prisa y contesté:
—¿Sí?
—Estoy al lado —dijo Gideon—, y no tengo mucho tiempo.
—Ya voy.
Agarré mi bolso y salí. Una vecina estaba en ese momento abriendo la puerta de su casa y yo le dirigí una sonrisa cortés y distante mientras fingía esperar el ascensor. En cuanto la oí entrar en el apartamento, me fui como una flecha hasta la puerta de Gideon, que se abrió antes de que yo usara mi llave.
Gideon me recibió en vaqueros y camiseta, con una gorra de béisbol en la cabeza. Me tomó de la mano para llevarme dentro y se quitó la gorra antes de acercar su boca a la mía. El beso que me dio fue asombrosamente dulce; y sus labios, firmes pero suaves y cálidos.
Dejé caer el bolso y le rodeé con los brazos, arrimándome a él. La sensación de fuerza que me transmitió mitigó mi ansiedad lo suficiente como para poder respirar hondo.
—Hola —susurró.
—No tenías que venir a casa. —Me imaginaba lo que eso le habría trastornado la jornada: cambiarse de ropa, el desplazamiento de ida y vuelta...
—Sí que tenía que venir. Tú me necesitas —deslizó las manos por mi espalda y se apartó lo justo para mirarme a la cara—. No te angusties, Eva, que ya me ocuparé yo.
—¿Cómo?
Había serenidad en sus ojos azules y seguridad en su expresión.
—Ahora mismo estoy esperando que me llegue más información: a quién están investigando y por qué. Hay muchas posibilidades de que no les salga bien, ya lo sabes.
Yo le escruté el semblante.
—¿Y si les sale bien?
—¿Que si voy a dejar que otro pague por mi delito? —Apretó las mandíbulas—. ¿Es eso lo que estás preguntando?
—No. —Le alisé la frente con las yemas de los dedos—. Me consta que tú no permitirías semejante cosa. Sólo quería saber cómo vas a evitarlo.
Su ceño fruncido se acentuó.
—Estás pidiéndome que prediga el futuro, Eva, y no puedo hacerlo. Tú sólo tienes que confiar en mí.
—Y confío —afirmé con vehemencia—, pero aún estoy asustada; no puedo evitar ponerme nerviosa.
—Lo sé. Yo también estoy preocupado. —Me pasó un dedo por el labio inferior—. La detective Graves es una mujer muy inteligente.
En eso estábamos de acuerdo.
—Tienes razón. Eso me hace sentir mejor.
Yo no conocía bien a Shelley Graves en realidad, pero en los pocos contactos que habíamos tenido siempre me dio la impresión de que era lista y muy espabilada. Yo no la había tenido en cuenta, pero debería haberlo hecho. Resultaba curioso encontrarse en una situación en la que al mismo tiempo la temía y la valoraba.
—¿Has organizado ya la estancia de tu padre?
La pregunta me trajo los nervios de vuelta.
—Todo está preparado, excepto yo.
Su mirada se suavizó.
—Alguna idea de qué vas a hacer con él?
—Cary ha vuelto a trabajar hoy, así que lo celebraremos con champán y luego saldremos a cenar por ahí.
—¿Crees que él estará dispuesto?
—No sé si estoy dispuesta yo—admití—. Es disparatado hacer planes para beber Cristal y celebrar cosas con todo lo que está pasando, pero ¿qué puedo hacer? Si mi padre no ve que estoy bien, tampoco pasará de hacer averiguaciones acerca de Nathan. Tengo que demostrarle que toda aquella sordidez pertenece al pasado.
—Y me dejarás que yo me encargue del resto —me advirtió—. Yo cuidaré de ti, de nosotros. Céntrate en tu familia durante un tiempo.
Retrocedí un poco, le cogí de la mano y le conduje al sofá. Era una sensación extraña estar en casa tan temprano después de haberme presentado en el trabajo. Ver por la ventana el sol esplendoroso cayendo sobre la ciudad me hacía sentir con el paso cambiado y reforzaba la idea de que habíamos perdido tiempo de estar juntos.
Me senté con las piernas dobladas, frente a él, viendo cómo se acomodaba a mi lado. Nos parecíamos mucho en algunas cosas, incluido nuestro pasado. ¿Era preciso que también Gideon se lo revelara todo a su familia? ¿Sería eso lo que le hacía falta para curarse completamente?
—Ya sé que tienes que volver al trabajo —le dije—, pero me alegro de que hayas venido a casa por mí. Tienes razón: necesitaba verte.
Se llevó mi mano a los labios.
—¿Sabes cuándo volverá tu padre a California?
—No.
—De todos modos, mañana saldré tarde de la cita con el doctor Petersen. —Me miró con una leve sonrisa—. Ya encontraremos una manera de estar juntos.
Tenerle cerca..., tocarle..., verle sonreír..., oírle decir aquellas palabras... Yo podría superar cualquier cosa siempre que le tuviera a mi lado después de un largo día.
—¿Me concedes cinco minutos? —le pedí.
—Lo que tú quieras, cielo —contestó con ternura.
—Sólo esto. —Me aproximé más a él y me acurruqué en su costado.
Gideon me pasó un brazo por los hombros. Enlazamos las manos de ambos en el regazo. Formamos un círculo perfecto. No tan brillante como los anillos que llevábamos puestos, pero de un valor inestimable igualmente.
Después de un ratito, se inclinó hacia mí y suspiró.
—Yo necesitaba esto también.
Le abracé con más fuerza.
—Está muy bien que me necesites, campeón.
—Me gustaría necesitarte un poco menos, lo justo para que fuera soportable.
—¿Y qué tendría eso de divertido?
Su risa suave me hizo quererle todavía más.
Gideon había estado acertado respecto al DB9. Mientras observaba al encargado del aparcamiento trayendo el magnífico Aston Martin de color gris metalizado hasta donde yo
me encontraba, pensé que era algo así como Gideon con neumáticos. Era sexo con acelerador. Tenía una especie de elegancia animal que me hacía encoger los dedos de los pies.
Me horrorizaba ponerme al volante.
Conducir en Nueva York no se parecía en nada a conducir por el sur de California. Vacilé antes de aceptar las llaves de manos del empleado, con pajarita, razonando que tal vez fuera más sensato pedir una limusina.
El teléfono empezó a sonar y rápidamente lo busqué.
—¿Sí?
—Decídete —me susurró Gideon—. Deja de preocuparte y condúcelo.
Empecé a dar vueltas buscando con los ojos las cámaras de seguridad. Un escalofrío me recorrió la espalda. Notaba la mirada de Gideon sobre mí.
—¿Qué estás haciendo?
—Pensando que ojalá estuviera contigo. Me encantaría tumbarte sobre el capó y follarte bien despacio. Meterte la polla muy adentro. Darles trabajo a los amortiguadores. Uy, Dios mío, ya estoy empalmado.
Y a mí me estaba poniendo húmeda. Podía pasar una eternidad escuchándole. ¡Cuánto me gustaba su voz!
—Tengo miedo de estropearte este coche tan bonito.
—No me importa el coche, sino tu seguridad. Así que rózalo todo lo que quieras, pero no te hagas daño.
—Si esperabas que eso iba a tranquilizarme, no ha funcionado.
—Podemos practicar sexo telefónico hasta que te corras. Eso sí funcionaría.
Les hice una mueca a los empleados del párking que hacían como si no estuvieran observándome.
—¿Qué te ha puesto tan caliente en el rato tan corto que ha pasado desde que te dejé? No sé si preocuparme.
—Me excita pensar en ti conduciendo el DB9.
—¿No me digas? —Intenté reprimir una sonrisa—. Recuérdame quién de los dos es el fetichista del transporte.
—Ponte al volante —me dijo, persuasivo—. Imagina que voy en el asiento de al lado, con una mano entre tus piernas y metiendo los dedos en tu coño suave y resbaladizo.
Me acerqué al coche con las piernas temblorosas y le dije entre dientes:
—Debes de tener un deseo de muerte.
—Me sacaría la polla y la acariciaría con una mano mientras te tocaría a ti con la otra, excitándonos los dos a la vez.
—Tu falta de respeto a la tapicería de este vehículo es horrorosa. —Me acomodé en el asiento del conductor y tardé un minuto en saber cómo ponerlo en marcha.
La voz profunda de Gideon llegaba a través del equipo de sonido del coche.
—¿Qué te parece?
Estaba segura de que había sincronizado mi teléfono prepago con el Bluetooth del automóvil. Gideon siempre pensaba en todo.
—Muy caro —respondí—. Estás loco por dejarme conducir esto.
—Estoy loco por ti —respondió, provocándome descargas de placer por todo el cuerpo—. LaGuardia está programada en el GPS.
Me hacía bien notar que estaba de mejor humor por haber venido a verme a casa. Ahora sabía cómo se sentía él. Significaba mucho para mí que nos sintiéramos del mismo
modo.
Levanté el GPS y apreté el botón para poner la transmisión en marcha.
—¿Sabes una cosa, campeón? Que quiero chuparte mientras conduces esta cosa. Poner una almohada entre los dos asientos y chuparte la polla durante kilómetros.
—Te tomo la palabra. Dime qué te parece el coche.
—Suave. Potente. —Me despedí de los empleados agitando la mano al salir del aparcamiento subterráneo—. Responde muy bien.
—Igual que tú —murmuró—. Por supuesto, tú eres mi automóvil favorito.
—¡Qué bonito! Y tú, mi palanca preferida. —Entonces me incorporé al tráfico.
Se echó a reír.
—Espero ser tu única palanca.
—Pero yo no soy tu único coche —repliqué, sintiendo cuánto le quería en aquel momento porque sabía que él estaba cuidándome y asegurándose de que yo me encontraba cómoda. En California, conducir había sido para mí como respirar, pero, desde que me trasladé a Nueva York, no me había puesto al volante de un solo coche.
—Eres el único que me gusta desnudo —dijo él.
—Menos mal, porque soy muy posesiva.
—Ya lo sé. —Su voz sonaba plena de satisfacción masculina.
—¿Dónde estás?
—En el trabajo.
—Haciendo de todo un poco, estoy segura. —Pisé el acelerador y recé cuando cambié de carril—. ¿Y qué es un poco de relajante distracción para tu novia en medio de la dominación del mundo del entretenimiento?
—Por ti yo haría que el mundo dejara de dar vueltas.
Curiosamente, aquella tonta frase me enterneció.
—Te quiero.
—Te ha gustado, ¿eh?
Yo sonreí, asombrada y complacida a la vez por su absurdo sentido del humor.
Era más que consciente del entorno en el que me movía. Había señales en todas las direcciones prohibiéndolo todo. Conducir en Manhattan era un veloz viaje a ninguna parte.
—Oye, que no puedo girar ni a derecha ni a izquierda. Creo que voy a ir hacia Midtown Tunnel. Puede que te pierda.
—Tú no me perderás nunca, cielo —me aseguró—. Dondequiera que vayas, por lejos que sea, allí estaré yo contigo.
Cuando divisé a mi padre fuera de la zona de recogida de equipajes, desapareció toda la seguridad que me había infundido Gideon desde que salí del trabajo. Papá estaba demacrado y ojeroso, tenía los ojos enrojecidos y barba de varios días.
Noté el escozor de las lágrimas cuando me dirigía hacia él, pero las contuve, decidida a tranquilizarle. Con los brazos abiertos, le observé mientras dejaba la maleta en el suelo, y luego me quedé sin aire en los pulmones cuando me abrazó con fuerza.
—Hola, papá —le dije, con un temblor en la voz que no quería que él notase.
—Eva. —Me besó con fuerza en la sien.
—Pareces cansado. ¿Cuándo ha sido la última vez que has dormido?
—Al salir de San Diego. —Se echó hacia atrás y me miró a la cara escrutadoramente con sus ojos grises, que eran iguales que los míos.
—¿Tienes más equipaje?
Dijo que no con la cabeza, sin dejar de contemplarme.
—¿Tienes hambre? —le pregunté.
—Comí algo en Cincinnati. —Finalmente, se volvió y recogió su equipaje—. Pero si tienes hambre tú...
—No, yo no, pero estaba pensado que podíamos sacar a Cary a cenar una poco más tarde, si estás de acuerdo. Ha vuelto hoy a trabajar.
—Pues claro. —Se detuvo con la maleta en la mano; daba la impresión de estar un poco perdido e inseguro.
—Papá, yo estoy bien.
Yo no. Tengo ganas de pegarle a algo y no encuentro nada donde dar.
Eso me dio una idea.
Le cogí de la mano y nos encaminamos a la salida del aeropuerto.

—No te olvides de lo que has dicho.

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