Lo primero que vi cuando me
desperté el domingo por la mañana fue un frasco con una etiqueta como las de
antes en la que se leía REMEDIO PARA LA RESACA. Un lazo de rafia adornaba el
cuello de dicho frasco y un tapón de corcho mantenía el nauseabundo contenido a
buen recaudo. El «remedio» funcionaba, como había comprobado la vez anterior
que Gideon me había dado aquel mejunje, pero verlo me recordó el mucho alcohol
que había consumido la noche anterior.
Apretando los ojos, solté un
gruñido y hundí la cabeza en la almohada, deseando volver a dormirme.
La cama se movía. Noté unos
labios, cálidos y firmes, recorriéndome la espalda desnuda.
—Buenos días, cielo mío.
—Pareces muy contento y
satisfecho de ti mismo—musité.
—Satisfecho de ti, en realidad.
—Maníaco.
—Me refería a tus sugerencias
sobre gestión de crisis, pero ni que decir tiene que el sexo fue fenomenal,
como siempre. —Deslizó una mano bajo la sabana que tenía enredada en la cintura
y me pellizcó el culo.
Levanté la cabeza y me lo
encontré a mi lado, apoyado contra la cabecera de la cama, con el portátil en
el regazo. Estaba para comérselo, como era habitual, con unos pantalones de
cordón holgados, y se le veía muy tranquilo. Seguro que yo no estaba ni de
lejos tan atractiva. Había vuelto a casa en la limusina con las chicas y
después me reuní con Gideon en su apartamento. Casi había amanecido cuando
terminé con él, y estaba tan cansada que caí rendida en la cama con el pelo
todavía mojado tras una ducha rápida.
Me produjo una agradable
sensación de placer verle allí a mi lado. Él había dormido en la habitación de
invitados y tenía un despacho donde trabajar. El hecho de que eligiera hacerlo
en la cama donde yo había dormido significaba que, sencillamente, quería estar
cerca de mí, aun cuando estuviera inconsciente.
Volví la cabeza para mirar el
reloj de la mesilla, pero la mirada se me quedó enganchada en la muñeca.
—Gideon... —El reloj que me
había colocado en el brazo mientras dormía me fascinaba. En aquella pieza de
inspiración art déco brillaban cientos de diminutos diamantes. La correa
era de un satén crema y la esfera de madreperla llevaba las marcas de Patek
Philippe y Tiffany & Co.—. Es precioso.
—Sólo hay veinticinco como ése
en el mundo, así que en absoluto es tan único como tú, pero, claro, ¿qué lo es?
—Bajó hacia mí la cabeza y sonrió.
—Me encanta. —Me puse de
rodillas—. Te quiero.
Dejó el portátil a un lado
justo cuando que me puse a horcajadas sobre él para abrazarle con todas mis
fuerzas.
—Gracias —susurré, emocionada
por el detalle. Debió de salir a comprarlo mientras yo estaba en casa de mi
madre o justo después de marcharme con las chicas.
—Humm. Dime cómo ganarme uno de
esos abrazos desnudos todos los días.
—Siendo tú, campeón. —Acerqué
mi mejilla a la suya—. Tú eres lo único que
necesito.
Me levanté de la cama y me
dirigí al baño con la pequeña botella ámbar en la mano. Tragué el contenido con
un escalofrío, me cepillé los dientes y el pelo, y me lavé la cara. Me puse una
bata y regresé al dormitorio, donde me encontré con que Gideon se había ido y
dejado el portátil abierto en mitad de la cama.
Pasé por delante de su despacho
y vi que estaba de pie, con las piernas separadas y los brazos cruzados, de
cara a la ventana. La ciudad se extendía ante él. No era la vista que tenía
desde su despacho en el Crossfire o en el ático, sino a más corta distancia.
Más cercana e inmediata.
—No comparto tu preocupación
—dijo enérgicamente dirigiéndose al micrófono del auricular—. Soy consciente
del riesgo... No digas más. No hay nada que discutir. Redacta el acuerdo como
se especifica.
Reconocí al instante ese
acerado tono de voz que adoptaba cuando hablaba de negocios, y no me detuve.
Seguía sin saber exactamente qué contenía el frasco, pero imaginaba que eran
vitaminas con alguna clase de licor. Una copa más para que se pasara la resaca.
Estaba entonándome el estómago, y amodorrándome también, así que fui a la
cocina a prepararme un café.
Provista de cafeína, me dejé
caer en el sofá y miré a ver si tenía mensajes en el smartphone. Fruncí
el ceño cuando vi que tenía tres llamadas perdidas de mi padre, todas ellas
antes de las ocho de la mañana en California. Vi que también tenía una docena
de llamadas de mi madre, pero no tenía intención de hablar con ella otra vez
hasta el lunes, como muy pronto. Y había un mensaje de texto de Cary en el que
gritaba: «¡LLÁMAME!».
Llamé a mi padre primero,
procurando tomar un trago de café antes de que respondiera.
—Eva.
La angustia con la que mi padre
pronunció mi nombre me dijo que algo iba mal. Me senté más derecha.
—Papá... ¿va todo bien?
—¿Por qué no me contaste lo de
Nathan Barker? —Su voz era áspera y llena de aflicción. Se me puso la piel de
gallina.
¡Joder! Se había enterado. Me
temblaba tanto la mano que se me derramó el café caliente en la mano y el
muslo. Me había asustado tanto la angustia de mi padre que ni siquiera lo noté.
—Papá, yo...
—No puedo creer que no me lo
dijeras. Ni Monica. Dios mío... Ella tendría que haberme dicho algo. Tú
deberías habérmelo dicho. —Su respiración era trémula—. ¡Tenía derecho a
saberlo!
La pena me caló hasta lo más
hondo. Parecía que mi padre —un hombre cuyo autodominio era comparable al de
Gideon— estaba llorando.
Dejé la taza encima de la mesa
de centro, respirando de manera acelerada y superficial. Los antecedentes
juveniles de Nathan habían salido a la luz a raíz de su muerte, exponiendo el
horror de mi pasado a cualquiera que tuviera el conocimiento y los medios para buscarlo.
Mi padre, que era policía, contaba con esos medios.
—No podrías haber hecho nada
—le dije, anonadada, pero procurando mantener la compostura por su bien. Oí en
mi smartphone el pitido de una llamada, pero hice caso omiso—. Ni antes
ni después.
—Podría haber estado contigo.
Podría haber cuidado de ti.
—Y
lo hiciste, papá. Conocer al doctor Travis me cambió la vida. Realmente no
empecé a enfrentarme a nada hasta ese momento. No te imaginas lo mucho que me
ayudó.
Gruñó, y fue un tenue sonido de
pesadumbre.
—Debería haber luchado contra
tu madre por ti. Tendrías que haber estado conmigo.
—Oh, Dios. —Sentí una punzada
en el estómago—. No puedes culpar a mamá. Durante mucho tiempo ella no supo lo
que sucedía. Y cuando se enteró, hizo todo...
—¡A mí no me lo dijo!
—gritó, haciéndome dar un respingo—. ¡Tendría que habérmelo dicho, joder! ¿Y
cómo podía ella no saberlo? Tuvo que haber señales... ¿Cómo pudo no verlas?
¡Jesús! Las vi yo cuando viniste a California.
Sollozaba, incapaz de contener
la angustia.
—Le supliqué que no te lo
dijera. Se lo hice prometer.
—No eras tú quien debía tomar
esa decisión, Eva. Eras una niña. Ella tendría que haberse dado cuenta.
—¡Lo siento! —Lloré. El
insistente e incesante pitido de una llamada en espera me estaba poniendo
nerviosa—. Lo siento mucho. No quería que Nathan hiciera daño a ninguna persona
más de las que yo amaba.
—Voy a ir a verte —dijo, con
repentina tranquilidad—. Voy a coger el primer vuelo que haya. Te llamaré
cuando llegue.
—Papá...
—Te quiero, cariño. Lo eres
todo para mí.
Colgó. Hecha polvo, me quedé
allí sentada completamente aturdida. Sabía que el conocimiento de lo que me
habían hecho sería un tormento para mi padre, pero no sabía cómo luchar contra
esa oscuridad.
Mi teléfono empezó a vibrarme
en la mano y me quedé mirando la pantalla, viendo el nombre de mi madre e
incapaz de decidir qué hacer.
Vacilante, me levanté y lo dejé
en la mesita como si me quemara. No podía hablar con ella. No quería hablar con
nadie. Sólo quería a Gideon.
Fui a trompicones por el
pasillo, rozando la pared con el hombro. Oí la voz de Gideon al acercarme a su
despacho, aceleré el paso, las lágrimas se me agolpaban en los ojos.
—Te agradezco que pienses en
mí, pero no —dijo con una voz tenue y firme que era diferente de la que le
había oído poco antes. Era amable, más íntima—. Claro que somos amigos. Tú
sabes por qué... no puedo darte lo que quieres de mí.
Llegué a su despacho y le vi a
su mesa, con la cabeza baja mientras escuchaba.
—Vale ya —dijo, gélidamente—.
Por ahí, no, Corinne.
—Gideon —susurré, aferrándome a
la jamba de la puerta con todas mis fuerzas.
Él levantó la vista, se irguió
bruscamente y se levantó como movido por un resorte. Su expresión ceñuda
desapareció.
—Tengo que dejarte —dijo,
quitándose el auricular de la oreja y dejándolo en la mesa al rodearla—. ¿Qué
pasa? ¿Estás enferma?
Me cogió cuando me precipité en
sus brazos. Le necesitaba, y me inundó una sensación de alivio cuando me acercó
a él y me abrazó estrechamente.
—Mi padre se ha enterado.
—Apreté la cara contra su pecho, con ecos del dolor de mi padre en la cabeza—.
Lo sabe.
Gideon me mecía en sus brazos.
Su teléfono empezó a sonar. Farfullando exabruptos, salió de la habitación.
En
el pasillo, oí el traqueteo de mi teléfono encima de la mesa de centro. El
irritante sonido de dos teléfonos sonando a la vez incrementó mi angustia.
—Dime si tienes que atender esa
llamada —dijo Gideon.
—Es mi madre. Seguro que mi
padre ya la ha llamado, y está tan enfadado... Dios mío, Gideon. Está desolado.
—Entiendo cómo se siente.
Me llevó a la habitación de
invitados y cerró la puerta tras él de una patada. Acostándome en la cama,
cogió el mando a distancia de encima de la mesilla y encendió el televisor,
bajando el volumen a un nivel que impedía que se oyera cualquier otro sonido
excepto mis sollozos. Luego se tumbó a mi lado y me abrazó, pasándome las manos
por la espalda una y otra vez. Lloré hasta que me dolieron los ojos y no me
quedó nada.
—Dime qué puedo hacer —dijo
cuando me serené.
—Va a venir. A Nueva York. —Se
me hizo un nudo en el estómago ante la idea—. Creo que va a intentar coger un
avión hoy mismo.
—Cuando lo sepas, iré contigo a
buscarle.
—No puedes.
—¡Y una mierda no puedo!
—exclamó sin vehemencia.
Le ofrecí la boca y suspiré
cuando me besó.
—Debo ir sola. Está herido. No
querrá que nadie más le vea en ese estado.
Gideon asintió.
—Llévate mi coche.
—¿Cuál de ellos?
—El DB9 de tu nuevo vecino.
—¿Eh?
Se encogió de hombros.
—Lo reconocerás cuando lo veas.
No lo dudaba. Fuera el que
fuese, el coche sería elegante, rápido y peligroso... como su dueño.
—Tengo miedo —murmuré,
entrelazando aún más mis piernas con las suyas. Era tan fuerte y sólido...
Quería aferrarme a él y no soltarme nunca.
Me pasó los dedos por el pelo.
—¿De qué?
—Las cosas ya están bastante
jodidas entre mi madre y yo. Si mis padres se pelean, no quiero que me pillen
en el medio. Sé que no lo llevarían bien, en especial mi madre. Están locamente
enamorados el uno del otro.
—No me había dado cuenta.
—No los has visto juntos.
Saltan chispas —expliqué, recordando que Gideon y yo nos habíamos separado
cuando me enteré de que la química entre mis padres seguía al rojo vivo—. Y mi
padre me confesó que aún estaba enamorado de ella. Me entristece pensarlo.
—¿Porque no están juntos?
—Sí, pero no porque yo quiera
tener una gran familia feliz —aclaré—. Simplemente me disgusta la idea de pasar
la vida sin la persona de la que estás enamorado. Cuando te perdí...
—Nunca me perdiste.
—Fue como si una parte de mí
hubiera muerto. Vivir toda una vida así...
—Sería un infierno. —Gideon me
pasó las yemas de los dedos por la mejilla y vi la desolación en sus ojos, el
persistente espectro de Nathan obsesionándole—. Deja que yo me
encargue
de Monica.
Le miré con perplejidad.
—¿Cómo vas a hacerlo?
Frunció los labios a un lado.
—La llamaré y le preguntaré
cómo lo estás llevando todo y qué tal te va. Empezaré el proceso de
acercamiento a ti, públicamente.
—Sabe que te lo he contado
todo. Puede que se venga abajo contigo.
—Mejor conmigo que contigo.
Eso fue casi suficiente para
hacerme sonreír.
—Gracias.
—La distraeré y le haré pensar
en otra cosa. —Me alcanzó la mano y tocó el anillo.
Campanas de boda. No lo dijo,
pero entendí el mensaje. Y, efectivamente, eso es lo que mi madre pensaría. Un
hombre de la posición de Gideon no volvía con una mujer valiéndose de la madre
—en particular de una como Monica Stanton— a menos que sus «intenciones» fueran
serias.
Ése era un asunto que abordaríamos
otro día.
Durante la hora siguiente,
Gideon fingió estar a otra cosa; pero, en realidad, no se apartaba de mí y me
seguía de una habitación a otra con cualquier pretexto. Cuando me sonó el
estómago, me llevó a la cocina inmediatamente y preparó un plato de sándwiches,
patatas fritas y una ensalada de macarrones.
Comimos en la isla de cocina, y
dejé que el consuelo de la atención que me prodigaba me calmara los nervios.
Por muy complicadas que estuvieran las cosas, podía apoyarme en él. Eso hacía
que muchos de los problemas a los que nos enfrentábamos parecieran superables.
¿Qué no podríamos conseguir
estando juntos?
—¿Qué quería Corinne?
—pregunté—. Además de a ti.
Se le endureció la expresión.
—No quiero hablar de Corinne.
Lo dijo con un tono que me
inquietó.
—¿Va todo bien?
—¿Qué acabo de decir?
—Algo poco convincente que
prefiero pasar por alto.
Emitió un sonido de
exasperación, pero se aplacó.
—Está disgustada.
—¿Gritando de disgusto o
llorando de disgusto?
—¿Acaso importa?
—Sí. Hay una diferencia entre
estar cabreada con un tío y estar hecha un mar de lágrimas por él. Por ejemplo:
Deanna está cabreada y puede planear tu destrucción; yo no paraba de llorar y
apenas podía levantarme de la cama todos los días.
—¡Dios, Eva! —Puso una mano
encima de la mía—. Lo siento.
—Déjate de disculpas. Ya harás
las paces conmigo cuando tengas que vértelas con mi madre. Entonces, ¿Corinne
está enfadada o llorosa?
—Estaba llorando. —Gideon hizo
una mueca de dolor—. ¡Dios!, ha perdido los papeles.
—Siento mucho que te tengas que
pasar por eso, pero no dejes que te haga sentir
culpable.
—La utilicé —dijo en un
susurro—, para protegerte a ti.
Dejé mi sándwich en el plato y
le miré aguzando los ojos.
—¿Le dijiste que lo único que podías
ofrecerle era tu amistad o no?
—Sabes que sí. Pero también
alenté la impresión de que podía haber algo más, por la prensa y la policía. No
fui muy claro. De eso es de lo que me siento culpable.
—Bueno, vamos a ver. Esa bruja
quiso hacerme creer que te la habías tirado —levanté dos dedos— dos veces.
Y la primera vez que lo hizo, me dolió tanto que aún no me he recuperado.
Además, está casada, ¡por el amor de Dios! No tiene por qué andar seduciendo a
mi hombre cuando ella tiene el suyo.
—Volviendo a lo de que me la
tiraba. ¿De qué hablas?
Le expliqué los incidentes: el
desastre del carmín en el puño y mi visita de improviso al apartamento de
Corinne, cuando actuó como si acabara de follar con él.
—Bueno, eso cambia mucho las
cosas —dijo—. Ya no tenemos nada más que decirnos.
—Gracias.
Alargó una mano para remeterme
el pelo detrás de la oreja.
—Al final saldremos de todo
esto.
—¿Qué haremos entonces?
—musité.
—Seguro que se me ocurre algo.
—Sexo, ¿verdad? —Meneé la
cabeza—. He creado un monstruo.
—No te olvides del trabajo...
juntos.
—Oh, Dios mío. Nunca te das por
vencido.
Masticó una patata frita y
tragó.
—Me gustaría que echaras un
vistazo a las webs renovadas de Crossroad y Cross Industries cuando terminemos
de almorzar.
Me limpié los labios con una
servilleta.
—¿En serio? Eso sí que ha sido
rápido. Estoy impresionada.
—Tú espera a verlas antes de
formarte una opinión.
Gideon me conocía bien. El
trabajo era para mí una válvula de escape y él me puso a ello. Me colocó con su
portátil en el salón, se encargó de que mi teléfono dejara de sonar y se fue a
su despacho para llamar a mi madre.
Durante los primeros minutos
después de que me dejara sola, oí el tenue murmullo de su voz y traté de
concentrarme en las páginas web que me había puesto delante, pero era inútil.
Me resultaba muy difícil concentrarme, y terminé llamando a Cary.
—¿Dónde coños estás? —ladró a
modo de saludo.
—Ya sé que es una locura —me
apresuré a decir, convencida de que tanto mi madre como mi padre me habrían
llamado al apartamento que compartía con Cary al no contestar al smartphone—.
Lo siento.
Por el sonido de fondo imaginé
que Cary se encontraba en la calle.
—¿Te importaría decirme qué
está ocurriendo? Me está llamando todo el mundo: tus padres, Stanton, Clancy...
Todos te están buscando y tú no respondes al móvil. Me estoy poniendo histérico
pensando qué te habrá pasado.
Mierda. Cerré los ojos.
—Mi padre se ha enterado de lo
de Nathan.
Se
quedó callado, el ruido distante del tráfico y los cláxones era la única
indicación de que él seguía al teléfono.
—¡La hostia! Nena, ¡qué putada!
Se me puso tal nudo en la
garganta al oír la compasión que se reflejaba en su voz que no podía hablar. No
quería llorar más.
De repente el ruido de fondo se
amortiguó, como si hubiera entrado en algún lugar tranquilo.
—¿Cómo está? —preguntó Cary.
—Destrozado. Cary, fue horrible.
Creo que lloraba, y estaba furioso con mamá. Probablemente por eso ha estado
llamando tanto.
—¿Qué va a hacer?
—Va a venir a Nueva York. No sé
cuándo, pero me ha dicho que me llamaría en cuanto llegara.
—¿Está de camino ya? ¿Hoy?
—Eso creo —respondí apenada—.
No sé cómo se las está arreglando para conseguir días libres en el trabajo otra
vez tan pronto.
—Prepararé la habitación de los
invitados en cuanto llegue a casa, si no lo has hecho tú ya.
—Yo me encargo. ¿Dónde estás?
—He quedado con Tatiana para
comer e ir al cine. Tengo que salir un poco.
—Siento mucho que te haya
tocado atender mis llamadas.
—Da igual —respondió, restando
importancia al asunto, como era habitual en Cary—. Estaba más preocupado que
otra cosa. No has parado mucho en casa últimamente. No sé a qué te dedicas o a quién
te dedicas. Estás muy rara.
El tono de acusación que
delataba su voz aumentó mi remordimiento, pero no podía decirle nada.
—Lo siento.
Se quedó como esperando una
explicación, luego dijo en voz baja.
—Estaré en casa dentro de un
par de horas.
—De acuerdo. Hasta luego.
Colgué, y entonces llamó mi
padrastro.
—Eva.
—Hola, Richard. —Fui derecha al
grano—. ¿Ha llamado mi padre a mi madre?
—Un momento. —Hubo un momento
de silencio al teléfono, luego oí que se cerraba una puerta—. Sí, ha llamado.
Fue... muy desagradable para tu madre. Este fin de semana ha sido muy difícil
para ella. No está bien, y me preocupa.
—Esto es duro para todos
—dije—. Quería que supieras que mi padre viene a Nueva York y querré pasar unos
días tranquila con él.
—Tienes que decirle a Victor
que sea un poco más comprensivo con lo que ha pasado tu madre. Estaba sola, con
una criatura traumatizada.
—Y tú has de comprender que
tenemos que darle un tiempo para que lo asimile —repliqué, en un tono más
áspero de lo que pretendía, pero que reflejaba mis sentimientos. Iban a
obligarme a que tomara partido entre mis padres—. Y me gustaría que te
encargaras de que mi madre dejara de llamarnos a mí y a Cary constantemente.
Habla con el doctor Petersen si es necesario —sugerí, refiriéndome al terapeuta
de mi madre.
—Monica está al teléfono ahora.
Cuando esté libre, se lo comentaré.
—No se lo comentes sin más. Haz
algo al respecto. Esconde los teléfonos en alguna
parte
si hace falta.
—Eso es exagerado e
innecesario.
—No si no deja de hacerlo.
—Tamborileaba sobre la mesa de centro—. Tú y yo somos culpables de andar
siempre arropando a mamá (¡Oh, no, no vamos a disgustar a Monica!),
porque preferimos darnos por vencidos antes que lidiar con sus crisis
nerviosas. Pero eso se llama chantaje emocional, Richard, y ya estoy harta de
pagar.
Se quedó callado.
—Ahora estás sometida a mucha
tensión. Y...
—¿Tú crees? —Por dentro estaba
pegando gritos—. Dile a mamá que la quiero y que la llamaré cuando pueda, que
no será hoy.
—Puedes llamarnos a Clancy y a
mí si necesitas algo —dijo con frialdad.
—Gracias, Richard. Te lo
agradezco.
Colgué y tuve que contenerme
para no lanzar el teléfono contra la pared.
Había conseguido calmarme un
poco y revisar la web de Crossroads antes de que Gideon saliera de su despacho.
Parecía hecho polvo y un poco aturdido, lo cual no era de extrañar, dadas las
circunstancias. Tratar con mi madre cuando estaba disgustada era un reto para
cualquiera, y Gideon no podía recurrir a la experiencia.
—Ya te lo advertí —dije.
Levantó los brazos por encima
de la cabeza y se estiró.
—Se recuperará. Creo que es más
fuerte de lo que aparenta.
—Se pondría loca de contenta al
oírte, ¿verdad?
Gideon se sonrió.
Yo puse los ojos en blanco.
—Cree que me hace falta un
hombre rico que cuide de mí y me proteja.
—Ya lo tienes.
—Voy a dar por hecho que no lo
has dicho en plan troglodita. —Me levanté—. Tengo que irme y prepararlo todo
para la visita de mi padre. Tendré que quedarme en casa por la noche mientras
esté él aquí, y quizá no sea buena idea que te cueles a hurtadillas en mi
apartamento. Como te tome por un ladrón, vas apañado.
—Y una falta de respeto,
también. Aprovecharé para dejarme ver por el ático.
—Entonces quedamos en eso. —Me
froté la cara antes de contemplar mi nuevo reloj—. Al menos tendré una forma
bonita de contar los minutos hasta que volvamos a estar juntos.
Se acercó a mí y me cogió por
la nuca. Con el pulgar empezó a trazar incitantes círculos.
—Necesito saber que estás bien.
Asentí.
—Estoy cansada de que Nathan me
dirija la vida. Me he propuesto empezar de nuevo.
Imaginé un futuro en el que mi
madre no me acosara, a mi padre volvieran a irle bien las cosas, Cary fuera
feliz, Corinne estuviera en un país lejano y Gideon y yo pudiéramos olvidarnos
de nuestros pasados.
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