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Atada a Tí - Silvia Day - Capítulo 9

–¿Pero qué le pasaba a ese chico? —preguntó Megumi, viendo alejarse al chico en cuestión—. ¡Si tenía hoyuelos!
Puse los ojos en blanco y despaché mi vodka con zumo de arándanos. «Primal», la cuarta parada en nuestro recorrido de clubes, estaba a tope. La cola para entrar daba la vuelta a la manzana y la música heavy de guitarras eléctricas le iba de maravilla al nombre del club, pues resonaba en el espacio oscuro con un ritmo primitivo y seductor. La decoración era una mezcla electrizante de metales relucientes y maderas oscuras, con luces de colores que creaban estampados de animales.
Podría haber sido demasiado, pero como ocurría con las demás cosas de Gideon, estaba al borde del exceso decadente sin caer en él. La atmósfera era de abandono hedonista y estaba haciendo locuras con mi libido, estimulada ya por el alcohol. No podía parar quieta, y no dejaba de dar golpecitos con los pies en los travesaños de la silla.
Lacey, la compañera de piso de Megumi, gruñó, levantando la mirada al techo, con un peinado que le recogía hacia arriba su pelo rubio oscuro y que a mí me encantaba.
—¿Pero por qué no ligas con él?
—Podría hacerlo yo —dijo Megumi, con la cara sonrojada, los ojos brillantes y muy sexy con aquel ajustado vestido de tirantes de color dorado—. A lo mejor él no tiene miedo al compromiso.
—¿Tú qué esperas del compromiso? —preguntó Shawna, con una copa entre las manos de un rojo tan chillón como su pelo—. ¿Monogamia?
—La monogamia está sobrevalorada. —Lacey se bajó del taburete de la mesa alta en la que estábamos y meneó el trasero, con los brillantes de los vaqueros reluciendo en la semioscuridad del club.
—No, no es cierto —protestó Megumi—. Da la casualidad de que a mí me gusta la monogamia.
—¿Se acuesta Michael con otras mujeres? —pregunté, inclinándome hacia delante para no tener que gritar.
Tuve que echarme hacia atrás enseguida para dejar sitio a la camarera, que nos trajo otra ronda y se llevó las copas vacías de la anterior. El uniforme del club, botas negras de tacón alto y minivestidos rosa neón sin tirantes, facilitaba saber a quién había que hacer señales. Además era muy sexy, como el personal que lo llevaba. ¿Le habían ayudado a Gideon a elegir el atuendo? Y en el caso de que así fuera, ¿le había hecho alguien de modelo?
—No lo sé. —Megumi cogió su copa y sorbió la paja con cara triste—. No me atrevo a preguntar.
Yo agarré uno de los cuatro chupitos que había en la mesa y un pedazo de lima.
—¡Venga, de un trago y salgamos a bailar! —grité
—¡Joder, venga! —Shawna se tomó su chupito de Patrón sin esperarnos a las demás, y, a continuación, se metió el trozo de lima en la boca. Dejó la cáscara sin zumo en el vaso vacío y nos lanzó una mirada—. ¡Deprisa, tardonas!
Yo fui la siguiente, estremeciéndome cuando el tequila se llevó el sabor del arándano. Lacey y Megumi se lo tomaron a la vez, brindando entre ellas con un «Kanpai!»
a voz en grito antes de trincárselo.
Llegamos en grupo a la pista de baile, Shawna en cabeza, con su vestido azul eléctrico, que era casi tan brillante bajo las luces oscuras como el uniforme del club. Nos engulló una masa de contorsionados danzantes, y enseguida nos vimos apretadas entre voluptuosos cuerpos masculinos.
Me desaté, me dejé llevar por el ritmo estridente de la música y el tórrido ambiente de la discoteca. Levanté las manos y empecé a menearme, liberándome de la tensión acumulada durante la larga e inútil tarde con mi madre. En un momento determinado, creí que había perdido la confianza en ella. Por mucho que me prometiera que las cosas serían diferentes ahora que Nathan no estaba, me costaba creerla. Se había pasado de la raya demasiadas veces.
—Eres guapísima —me gritó alguien al oído.
Miré por encima del hombro y me encontré con un tipo de pelo oscuro encorvado sobre mí.
—Gracias.
Era mentira, por supuesto. El pelo me caía sobre las sienes y el cuello sudorosos en una pegajosa maraña. Me daba igual. La música seguía atronando, encadenándose una canción con otra.
Me deleitaba en la absoluta sensualidad del lugar y en la descarada pulsión hacia el sexo esporádico que el mundo parecía rezumar. Me encontraba entre una pareja —una chica a mi espalda y su novio delante de mí— cuando vislumbré a alguien conocido. Debió de verme él a mí primero, porque se dirigía hacia mí.
—¡Martin! —grité, escapando de aquel sándwich de choques y frotamientos. Anteriormente sólo me había encontrado con el sobrino de Stanton durante las vacaciones. Sólo nos habíamos visto una vez desde que me trasladé a Nueva York, pero entonces me figure que con el tiempo nos veríamos más.
—Hola, Eva. —Me estrechó en un fuerte abrazo, y a continuación se echó hacia atrás para mirarme.
—Estás fantástica. ¿Qué tal te va?
—¡Vamos a tomar algo! —grité, notándome la boca demasiado reseca como para mantener una conversación con el nivel de decibelios que se necesitaba entre la multitud.
Agarrándome de la mano, me sacó de la aglomeración y yo señalé hacia mi mesa. En cuanto nos sentamos, apareció la camarera con otro vodka con zumo de arándanos.
Y así toda la noche, aunque me había fijado en que la bebida era más oscura a medida que pasaban las horas, señal inequívoca de que la proporción vodka-zumo iba convirtiéndose en zumo más que otra cosa. Sabía que era algo deliberado y, como era de esperar, Gideon se las había ingeniado para hacer llegar sus instrucciones a todos los clubes. Como nadie me impedía complementarla con chupitos, no me importaba mucho.
—Bueno —empecé a hablar, tomando un agradable sorbo antes de pasarme el vaso helado por la frente—. ¿Cómo te ha ido?
—Fenomenal. —Sonrió, muy apuesto, vestido con una camiseta beis de cuello de pico y unos vaqueros negros. El pelo, oscuro, no lo llevaba tan largo como Gideon, pero le caía en la frente de manera atractiva, enmarcándole unos ojos que yo sabía que eran grises pero que nadie habría sido capaz de distinguir con la iluminación que había en el club—. ¿Qué tal te trata el mundo de la publicidad?
—¡Me encanta mi trabajo!
Rio ante mi entusiasmo.
—Ojalá todos pudiéramos decir lo mismo.
—Creía que te gustaba trabajar con Stanton.
—Me gusta. Y el dinero también. Pero no puedo decir que me guste el trabajo.
La camarera le trajo su whisky con hielo y entrechocamos los vasos.
—¿Estás con alguien?
—Con unos amigos —miró a su alrededor— que se han perdido en la jungla. ¿Y tú?
—También. —Crucé la mirada con Lacey, que seguía en la pista de baile, y me dio el visto bueno levantando los dos pulgares—. ¿Sales con alguien, Martin?
Esbozó una amplia sonrisa.
—No.
—¿Te gustan las rubias?
—¿Me estás tirando los tejos?
—No exactamente. —Enarqué las cejas en dirección a la Lacey y señalé a Martin con la cabeza. Por un momento pareció sorprenderse, luego sonrió y se acercó corriendo.
Los presenté y me gustó mucho ver que hacían buenas migas. Martin siempre era divertido y encantador, y Lacey era vivaz y atractiva de una manera muy especial, más que guapa, carismática.
Megumi volvió a la mesa y nos pedimos otra ronda de chupitos antes de que Martin le preguntara a Lacey si quería bailar.
—¿Tienes más tíos buenos en el bolsillo? —preguntó Megumi, cuando la pareja se escabulló.
Me habría gustado tener el smartphone en el bolsillo.
—Estás fatal, chica.
Se me quedó mirando durante un minuto largo. Luego torció los labios.
—Estoy borracha.
—Eso también. ¿Quieres otro?
—¿Por qué no?
Nos pedimos otro chupito cada una, que despachamos justo cuando Shawna volvía con Lacey, Martin y dos amigos de éste, Kurt y Andre. Kurt era guapísimo, con el pelo rubio arenoso, mandíbula cuadrada y una sonrisa petulante. Andre era mono también, con un brillo travieso en sus ojos oscuros y unas rastas que le llegaban a los hombros. Se fijó en Megumi, lo cual le levantó el ánimo.
Poco después nuestro grupo ampliado estaba partiéndose de risa.
—Y cuando Kurt volvió del baño —terminó Martin la anécdota— se embolsó a todo el restaurante.
Andre y Martin empezaron a carcajearse. Kurt les tiraba trozos de lima.
—¿Y eso qué quiere decir? —pregunté, sonriendo pese a que no había entendido la gracia del final.
—Es cuando te dejas la «bolsa» colgando fuera de la bragueta —explicó Andre—. Al principio la gente no acaba de entender lo que está viendo, luego se figuran que de alguna manera no te has dado cuenta de que llevas las bolas al aire. Y nadie dice ni una palabra.
—¡No jodas! —Shawna casi se cae de la silla.
Alborotábamos tanto que la camarera nos pidió que bajáramos un poco la voz... con una sonrisa. La cogí del codo antes de que se marchara.
—¿Hay algún teléfono que pueda utilizar?
—Pregunta en la barra —dijo—. Diles que Dennis, el encargado, ha dado permiso y
ellos te comunicarán.
—Gracias. —Me levanté de mi asiento cuando ella se fue. No tenía ni idea de quién era Dennis, pero me había dejado llevar toda la noche a sabiendas de que Gideon habría dispuesto todo de manera impecable—. ¿Alguien quiere agua? —pregunté a los demás.
Todos me abuchearon y me lanzaron servilletas de papel arrugadas. Riendo, fui a la barra y esperé a que se abriera un hueco para preguntar por Pellegrino y pedir el teléfono. Marqué el número del teléfono móvil de Gideon, dado que era el que me sabía de memoria. Imaginé que sería seguro, ya que llamaba desde un lugar público de su propiedad.
—Cross —contestó, enérgicamente.
—Hola, campeón. —Me apoyé en la barra y me tapé el otro oído con la mano—. Te llamo con unas cuantas copas encima.
—Se nota. —Enseguida empezó a hablar más despacio, con una voz más cálida. Era cautivadora incluso por encima de la música—. ¿Lo estás pasando bien?
—Sí, pero te echo de menos. ¿Te has tomado las vitaminas?
Se le notaba una sonrisa en la voz cuando preguntó:
—¿Estás cachonda, cielo?
—¡Por tu culpa! Este club es como la Viagra. Estoy sofocada, sudorosa y chorreando feromonas. Y he sido una chica mala, ¿sabes? He bailado como si no tuviera pareja.
—A las chicas malas se las castiga.
—Entonces quizá debería ser mala verdad, para que el castigo valga la pena.
Gruñó.
—Vuelve a casa y sé mala conmigo.
Imaginarle en casa, preparado para mí, me hizo desearle aún más.
—Estoy atrapada hasta que las chicas estén listas, y parece que aún van a tardar un buen rato.
—Puedo ir yo. En veinte minutos podrías tener mi polla dentro de ti. ¿Quieres?
Paseé la mirada por el club, vibrando mi cuerpo entero con la energizante música que sonaba. Imaginarle allí, follando con él en aquel lugar sin restricciones, hacía que me retorciera de gusto sólo de pensarlo.
—Sí que quiero.
—¿Ves la pasarela elevada?
Dándome la vuelta, levanté la vista y vi una pasarela suspendida entre las paredes. Varias parejas se frotaban al ritmo de la música seis metros por encima de la pista de baile.
—Sí.
—Hay una parte que gira en una esquina con espejos. Nos vemos allí. Prepárate, Eva —exigió—. Cuando te encuentre, tienes que estar ya con el coño desnudo y húmedo.
Me estremecí al oír aquella orden tan familiar, consciente de que eso suponía que sería brusco e impaciente. Justo lo que yo quería.
—Llevo puesto un...
—Cielo, ni una multitud de millones de personas bastaría para esconderte de mí. Te encontré una vez, y siempre lo haré.
El deseo me abrasaba las venas.
—Date prisa.
Estiré el brazo para dejar el auricular en su sitio, junto a la caja, y cogí la botella de agua mineral, que me bebí entera. Luego me dirigí al baño, donde hice cola durante una eternidad con el fin de prepararme para Gideon. Estaba mareada por el alcohol y toda
aquella animación, e ilusionadísima porque mi novio —posiblemente uno de los hombres más ocupados del mundo— lo dejara todo para... ocuparse de mí.
Me lamí los labios, cambiando el peso de mi cuerpo de un pie a otro. Entré corriendo en una cabina del servicio de señoras y me deshice de las bragas antes de plantarme delante de un lavabo y un espejo para refrescarme con una toallita húmeda. Del maquillaje casi no quedaba ni rastro, salvo por el rímel corrido, y tenía las mejillas encendidas por el calor y el esfuerzo. Del pelo era mejor no hablar, todo alborotado y pegado a la cara.
Curiosamente, no estaba nada mal. Se me veía sexy y dispuesta.
Lacey se encontraba en la cola y me paré un momento a hablar con ella cuando me dirigía hacia la salida del abarrotado baño.
—¿Te lo estás pasando bien? —le pregunté.
—¡Ya lo creo! —Sonrió—. Gracias por presentarme a tu primo.
No me molesté en sacarle del error.
—De nada. ¿Puedo preguntarte algo? Es sobre Michael.
Se encogió de hombros.
—Adelante —dijo.
—Tú saliste con él primero. ¿Qué era lo que no te gustaba?
—No había química. Un tipo guapo y triunfador. Pero, por desgracia, no me apetecía follar con él.
—Devuélvelo —terció la siguiente chica que estaba en la cola.
—Eso hice.
—Entiendo. —Respetaba totalmente que no se siguiera adelante con una relación carente de ardor sexual, pero seguía preocupándome aquella situación. No me gustaba ver a Megumi tan abatida—. Voy a ver si me tiro a un buenorro.
—A por ello, chica —dijo Lacey con un movimiento de cabeza.
Salí en busca de las escaleras que conducían a la pasarela elevada. Las encontré vigiladas por un gorila que controlaba el número de cuerpos a los que se permitía subir. Había cola y la miré con consternación.
Mientras consideraba el retraso al que me enfrentaba, el gorila descruzó los brazos del pecho y se apretó el auricular que llevaba en el oído, a todas luces concentrándose en lo que le estuvieran diciendo por el receptor. Parecía samoano o maorí, con aquella piel color caramelo, la cabeza afeitada y el pecho y los bíceps enormes y macizos. Tenía cara de niño, aún más adorable cuando su temible expresión se vio sustituida por una amplia sonrisa.
Bajó la mano de la oreja y me señaló con un dedo.
—¿Tú eres Eva?
Hice un gesto afirmativo.
Echó un brazo atrás y descolgó el cordón de terciopelo que bloqueaba la escalera.
—Sube.
Hubo un clamor de protesta entre los que estaban esperando. Me disculpé con una sonrisa y subí corriendo las escaleras todo lo deprisa que me permitían los tacones. Cuando llegué arriba, una gorila me dejó pasar y me señaló a la izquierda. Vi el rincón que había mencionado Gideon, donde se unían dos paredes espejo y la pasarela hacía un giro en forma de ele.
Me abrí camino entre cuerpos que se retorcían, acelerándoseme el pulso a cada paso que daba. Allí arriba la música estaba menos alta y el aire más húmedo. El sudor brillaba en la piel expuesta y la altura daba sensación de peligro, pese a que la barandilla de cristal que
rodeaba la pasarela llegaba hasta el hombro. Ya casi había alcanzado la zona de espejos cuando un hombre me agarró por la cintura y, tirando de mí hacia atrás, se me pegó a la espalda meneando las caderas sin parar.
Mirando por encima del hombro, vi al tipo con el que había bailando antes, el que me había llamado guapa. Sonreí y empecé a bailar, cerrando los ojos, dejándome llevar por la música. Cuando comenzó a deslizarme las manos por encima de la cintura, se las cogí y volví a bajárselas hasta las caderas, junto con las mías. Él se rio y bajó las rodillas para alinear su cuerpo con el mío.
Estuvimos así tres canciones, hasta que tuve la íntima convicción de que Gideon andaba cerca. Aquella descarga eléctrica me recorrió la piel, acentuando todas las sensaciones. De repente, la música era más alta, la temperatura también, la sensualidad del club más excitante.
Sonreí y abrí los ojos, y le vi que venía hacia mí como una flecha. Me enardecí al instante, y se me hacía la boca agua mientras me comía con los ojos a aquel hombre vestido con camiseta negra y vaqueros, y el pelo retirado de aquella cara que quitaba el hipo. Nadie que le viera reconocería en él a Gideon Cross, el magnate de fama internacional. Aquel tipo parecía más joven y más rudo, inconfundible sólo porque rezumaba sexualidad por todos los poros de su piel. Me lamí los labios ante la perspectiva, arrimándome al tipo que tenía a mis espaldas, restregando voluptuosamente el culo contra él mientras él seguía meneando las caderas.
Gideon iba con las manos apretadas a los lados, en una actitud agresiva y depredadora. No aminoró el paso cuando se acercó a mí, su cuerpo en rumbo de colisión con el mío. Salí a su encuentro en el último paso y me arroje a él. Nuestros cuerpos chocaron; le eché los brazos al cuello y le bajé la cabeza para atraparle la boca en un húmedo y ardiente beso.
Con un gruñido, Gideon me abarcó el trasero y me apretó contra él, despegándome del suelo. Me magullaba los labios con la furia de su pasión, inundándome la boca con unas duras y penetrantes zambullidas de lengua, que me advertían de las violentas sombras de su lujuria.
El tipo con el que había estado bailando surgió detrás de mí, poniéndome las manos en el pelo y los labios en los omóplatos.
Gideon se echó para atrás, con una preciosa expresión furibunda en la cara.
—¡Piérdete!
Miré al chico y me encogí de hombros.
—Gracias por el baile.
—Cuando quieras, hermosa. —Agarró de la cintura a una chica que pasaba por allí y se marchó.
—Cielo. —Con un gruñido, Gideon me apretó contra el espejo, clavándome el muslo entre las piernas—. Eres una chica mala.
Con ansia y sin asomo de pudor, cabalgué sobre él, sofocando un grito al tacto de la tela vaquera contra mi delicado sexo.
—Sólo para ti.
Me agarró las nalgas desnudas por debajo del vestido, espoleándome. Me mordía la oreja, me rozaban en el cuello mis pendientes chandelier de plata. Él respiraba con dificultad, y en su pecho resonaba un murmullo. Olía muy bien, y mi cuerpo respondía, acostumbrado a asociar su aroma con el más desenfrenado y tórrido de los placeres.
Bailamos, apretadísimos, moviendo el cuerpo como si no hubiera ropa entre
nosotros. La música retumbaba a nuestro alrededor, dentro de nosotros, y él movía su increíble cuerpo siguiendo el ritmo, embelesándome. Ya habíamos bailado antes, pero nunca de aquella forma, no con aquellos movimientos sensuales y lascivos. Estaba sorprendida, excitada, más enamorada, si cabía.
Gideon me miraba con los párpados caídos, seduciéndome con su avidez y su inhibición. Estaba perdida en él, envuelta en él, arañando por acercarme más.
Me amasaba el pecho a través del fino corpiño negro de mi vestido de tirantes. La tira incorporada que hacía las veces de sujetador no le suponía ningún obstáculo. Acariciaba y luego tiraba de la punta endurecida de mi pezón.
Con un gemido, apoyé la cabeza contra el espejo. Había decenas de personas a nuestro alrededor, pero no me importaba. Sólo quería tener sus manos encima, su cuerpo contra el mío, su aliento en mi piel.
—¿Quieres? —preguntó con voz ronca—. ¿Aquí mismo?
Me estremecí ante la idea.
—¿Lo harías?
—Quieres que lo vean. Quieres que vean cómo follo con mi polla ese coñito voraz hasta inundarte de lefa. Quieres que demuestre que eres mía. —Me clavó los dientes en el hombro—. Que te lo haga sentir.
—Quiero que demuestres que eres mío —le solté, metiendo las manos en los bolsillos de sus tejanos para palpar su culo macizo—. Quiero que lo sepa todo el mundo.
Gideon encajó un brazo debajo de mi trasero y me levantó, plantando la otra mano contra una especie de almohadilla que había en la pared junto al espejo. Oí un tenue pitido, luego se abrió una puerta en el espejo que tenía a mis espaldas y entramos en una oscuridad casi absoluta. La entrada oculta se cerró detrás de nosotros, amortiguando la música. Estábamos en un despacho, con una mesa, una zona de descanso y una vista de ciento ochenta grados del club a través de un espejo de cristal polarizado.
Me dejó en el suelo y me giró, sujetándome de cara en el lado transparente del cristal. El club se extendía ante mí, y la gente que bailaba en la pasarela estaba a escasos centímetros de distancia. Las manos de Gideon ascendieron por la falda hasta el canesú de mi vestido, deslizando los dedos por el escote y retorciéndome un pezón.
Estaba atrapada. Su cuerpazo cubría el mío, me rodeaba con sus brazos, su torso contra mis caderas, con los dientes en mi hombro, inmovilizándome. Le pertenecía.
—Tú dime cuándo es demasiado —susurró, desplazando los dientes hacia el cuello—. Di la contraseña antes de que te asuste.
Me invadía la emoción, una sensación de agradecimiento por aquel hombre que siempre —siempre— pensaba en mí primero.
—Yo te he provocado, así que quiero que me tomes, como un salvaje.
—Estás más que preparada... —ronroneó, metiéndome dos dedos rápidamente y con fuerza—. Estás hecha para follar.
—Hecha para ti —dije con la respiración entrecortada, empañando el cristal con el aliento. Estaba enardecida por él, el deseo se me derramaba desde dentro, desde un pozo de amor que no podía contener.
—¿Lo has olvidado esta noche? —Quitó la mano que tenía en mi sexo e, introduciéndola entre los dos, se bajó la bragueta—. ¿Cuando te tocaban otros hombres, frotándose contra ti? ¿Te olvidaste de que me perteneces?
—Nunca. Nunca me olvido de ello. —Cerré los ojos, al notar su erección, dura y cálida, contra mis nalgas desnudas. Él también estaba preparado. Para mí—. Yo te he
llamado. Te deseaba.
Me recorrió la piel con los labios, dejando una estela abrasadora hasta mi boca.
—Entonces, tómame, cielo —dijo, persuasivo, su lengua tocando la mía con juguetonas lameduras—. Méteme dentro de ti.
Arqueando la espalda, alargué un brazo entre las piernas y le rodeé la verga con la mano. Él flexionó las rodillas, acoplándose a mí.
Hice una pausa, girando la cabeza para apretar mi mejilla contra la suya. Me encantaba que pudiera experimentar aquello con él, que pudiera estar de aquella manera con él. Moviendo las caderas en círculo, me froté el clítoris contra el ancho capullo de su verga, dejándolo resbaladizo con mi excitación.
Gideon me apretaba mis pechos hinchados, mulléndolos.
—Vente hacia mí, Eva. Apártate del cristal.
Puse las palmas en el espejo polarizado, y me eché hacia atrás, descansando la cabeza en su hombro. Me puso una mano en el cuello, me agarró de la cadera y me penetró con tanta fuerza que me levantó en el aire. Me mantuvo así, suspendida en sus brazos, henchida de su polla, inundándome los sentidos con los sonidos de placer que emitía.
Al otro lado del espejo, el club seguía atronando. Me abandoné al perverso e intensísimo placer del sexo aparentemente exhibicionista, una fantasía ilícita que siempre nos volvía locos.
Me retorcí, incapaz de aguantar aquel placer excesivo. Alargué un poco más la mano que tenía entre las piernas y le agarré la bolsa. Estaba tan prieto y lleno, tan preparado... Y dentro de mí...
—¡Oh, Dios! Estás tan duro...
—Estoy hecho para follar contigo —susurró, provocándome temblores de placer por todo el cuerpo.
—Hazlo. —Puse las dos manos en el cristal, a punto de estallar—. ¡Ya!
Gideon me inclinó hasta los pies, sujetándome mientras me doblaba por la cintura, abriéndome para él, para que pudiera deslizarse hasta el fondo. Dejé escapar un tenue y agudo grito cuando me cogió por las caderas y me dirigió, sabiendo exactamente cómo colocarme para encajar dentro de mí. La tenía demasiado grande, demasiado larga y gruesa. El estiramiento era intenso. Delicioso.
Me temblaba la vagina, se contraía desesperadamente en torno a su miembro. Él emitió un bronco sonido de placer, saliéndose un poco antes de deslizarse de nuevo lentamente. Una y otra vez. Frotándome con el ancho capullo de su verga el racimo de nervios que, en lo más profundo de mí, sólo él había alcanzado.
Gemía, clavando los dedos con frenesí, dejando rastros de vapor en el cristal. Era dolorosamente consciente del latido distante de la música y de la multitud de personas que yo veía con la misma claridad que si estuvieran en la habitación con nosotros.
—Eso es, cielo —dijo, con tono de urgencia—. Quiero oír cuánto te gusta.
—Gideon. —Las piernas se me sacudieron violentamente por un movimiento especialmente hábil, el peso de mi cuerpo sosteniéndose sólo en el cristal y en el firme control de Gideon.
Estaba tan excitada que casi no podía soportarlo, ávida, sintiendo la sumisión de mi postura y la dominación de ser montada. No podía hacer nada salvo aceptar lo que Gideon me daba, el deslizamiento y la retirada, rítmicos, los sonidos de la sed que le devoraba. El roce de sus vaqueros contra mis muslos me sugería que se los había bajado lo suficiente para liberar la verga, una señal de impaciencia que me estremecía.
Retiró una mano de mi cadera y me la posó en el culo. Notaba la yema de su pulgar, húmeda de saliva, frotándome el prieto frunce de mi trasero.
—No —supliqué, temiendo volverme loca. Pero ésa no era mi contraseña (Crossfire) y me abrí como una flor para él, cediendo a la exigente presión.
Él bramó, reclamando ese oscuro lugar. Se me echó encima, moviendo una mano para tocarme el sexo, para abrirme y frotar mi clítoris palpitante.
—Mía —dijo con voz ronca—. Eres mía.
Era demasiado. Me corrí con un grito, sacudiéndome violentamente, chirriando mis manos en el cristal al resbalárseme las palmas sudorosas. Él empezó a bombear el éxtasis dentro de mí; su pulgar en mi trasero era un tormento irresistible, sus inteligentes dedos en mi clítoris me enloquecían. Un orgasmo se encadenaba con el siguiente, mi sexo tremolaba a lo largo de aquella verga que se me clavaba.
Él emitió un ronco sonido de deseo y se hinchó dentro de mí, buscando el clímax.
—¡No te corras! ¡Aún no! —exclamé, jadeando.
Gideon disminuyó el tempo, áspera su respiración en la oscuridad.
—¿Cómo me quieres?
—Quiero mirarte. —Gemí cuando noté que la vagina se me tensaba otra vez—. Quiero verte la cara.
Él se retiró y me puso derecha. Me giró y me levantó. Me sujetó contra el cristal y me ensartó con fuerza. En aquel momento de posesión, me dio lo que necesitaba. La vidriosa mirada de indefenso placer, el instante de vulnerabilidad antes de que el deseo incontenible tomara el control.
—Quieres mirarme mientras me derramo —dijo ásperamente.
—Sí. —Me bajé los tirantes de los hombres y me descubrí los pechos, levantándolos y apretándolos, jugueteando con mis pezones. El cristal vibraba con los golpes en mi espalda; Gideon vibraba frente a mí, sin apenas freno en el cuerpo.
Apreté mis labios contra los suyos, absorbiendo sus jadeos.
—Déjate ir —susurré.
Sosteniéndome sin esfuerzo, se retiró, arrastrando la gruesa y pesada corona por los tejidos hipersensibles de mi interior. Luego me penetró con poderío, llevándome al límite.
—¡Oh, Dios! —Me retorcí entre sus manos—. Estás tan adentro...
—Eva.
Me folló con fuerza, embistiendo como un poseído. Temblando, me agarré y abrí las piernas completamente para acoger las implacables acometidas de su enhiesto pene. Se había abandonado al instinto, al apremiante deseo de aparearse. Dejaba escapar unos gemidos salvajes que me excitaban y lubrificaban de tal manera que mi cuerpo no ofrecía resistencia y daba la bienvenida a su desesperada necesidad.
Fue rudo, lascivo y sexy a más no poder. Arqueó el cuello y musitó mi nombre.
—Córrete para mí —exigí, contrayendo los músculos de la vagina, apretándole.
Su cuerpo entero se sacudió con fuerza, se estremeció. Torció la boca en una mueca de agónica dicha, con la mirada perdida ante el clímax inminente.
Gideon se corrió con un rugido animal, derramándose con tanta fuerza que yo lo sentí. Una y otra vez, calentándome desde dentro con espesas ráfagas de semen.
Yo le besaba por doquier, mis piernas y brazos aguantando con fuerza.
Se derrumbó sobre mí, pugnando por respirar.

Corriéndose aún.

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