–¿Pero qué le pasaba a ese
chico? —preguntó Megumi, viendo alejarse al chico en cuestión—. ¡Si tenía
hoyuelos!
Puse los ojos en blanco y
despaché mi vodka con zumo de arándanos. «Primal», la cuarta parada en nuestro
recorrido de clubes, estaba a tope. La cola para entrar daba la vuelta a la
manzana y la música heavy de guitarras eléctricas le iba de maravilla al
nombre del club, pues resonaba en el espacio oscuro con un ritmo primitivo y
seductor. La decoración era una mezcla electrizante de metales relucientes y
maderas oscuras, con luces de colores que creaban estampados de animales.
Podría haber sido demasiado,
pero como ocurría con las demás cosas de Gideon, estaba al borde del exceso
decadente sin caer en él. La atmósfera era de abandono hedonista y estaba
haciendo locuras con mi libido, estimulada ya por el alcohol. No podía parar
quieta, y no dejaba de dar golpecitos con los pies en los travesaños de la
silla.
Lacey, la compañera de piso de
Megumi, gruñó, levantando la mirada al techo, con un peinado que le recogía
hacia arriba su pelo rubio oscuro y que a mí me encantaba.
—¿Pero por qué no ligas con él?
—Podría hacerlo yo —dijo
Megumi, con la cara sonrojada, los ojos brillantes y muy sexy con aquel
ajustado vestido de tirantes de color dorado—. A lo mejor él no tiene
miedo al compromiso.
—¿Tú qué esperas del
compromiso? —preguntó Shawna, con una copa entre las manos de un rojo tan
chillón como su pelo—. ¿Monogamia?
—La monogamia está
sobrevalorada. —Lacey se bajó del taburete de la mesa alta en la que estábamos
y meneó el trasero, con los brillantes de los vaqueros reluciendo en la
semioscuridad del club.
—No, no es cierto —protestó
Megumi—. Da la casualidad de que a mí me gusta la monogamia.
—¿Se acuesta Michael con otras
mujeres? —pregunté, inclinándome hacia delante para no tener que gritar.
Tuve que echarme hacia atrás
enseguida para dejar sitio a la camarera, que nos trajo otra ronda y se llevó
las copas vacías de la anterior. El uniforme del club, botas negras de tacón
alto y minivestidos rosa neón sin tirantes, facilitaba saber a quién había que
hacer señales. Además era muy sexy, como el personal que lo llevaba. ¿Le habían
ayudado a Gideon a elegir el atuendo? Y en el caso de que así fuera, ¿le había
hecho alguien de modelo?
—No lo sé. —Megumi cogió su
copa y sorbió la paja con cara triste—. No me atrevo a preguntar.
Yo agarré uno de los cuatro
chupitos que había en la mesa y un pedazo de lima.
—¡Venga, de un trago y salgamos
a bailar! —grité
—¡Joder, venga! —Shawna se tomó
su chupito de Patrón sin esperarnos a las demás, y, a continuación, se metió el
trozo de lima en la boca. Dejó la cáscara sin zumo en el vaso vacío y nos lanzó
una mirada—. ¡Deprisa, tardonas!
Yo fui la siguiente,
estremeciéndome cuando el tequila se llevó el sabor del arándano. Lacey y
Megumi se lo tomaron a la vez, brindando entre ellas con un «Kanpai!»
a
voz en grito antes de trincárselo.
Llegamos en grupo a la pista de
baile, Shawna en cabeza, con su vestido azul eléctrico, que era casi tan
brillante bajo las luces oscuras como el uniforme del club. Nos engulló una
masa de contorsionados danzantes, y enseguida nos vimos apretadas entre
voluptuosos cuerpos masculinos.
Me desaté, me dejé llevar por
el ritmo estridente de la música y el tórrido ambiente de la discoteca. Levanté
las manos y empecé a menearme, liberándome de la tensión acumulada durante la
larga e inútil tarde con mi madre. En un momento determinado, creí que había
perdido la confianza en ella. Por mucho que me prometiera que las cosas serían
diferentes ahora que Nathan no estaba, me costaba creerla. Se había pasado de
la raya demasiadas veces.
—Eres guapísima —me gritó
alguien al oído.
Miré por encima del hombro y me
encontré con un tipo de pelo oscuro encorvado sobre mí.
—Gracias.
Era mentira, por supuesto. El
pelo me caía sobre las sienes y el cuello sudorosos en una pegajosa maraña. Me
daba igual. La música seguía atronando, encadenándose una canción con otra.
Me deleitaba en la absoluta
sensualidad del lugar y en la descarada pulsión hacia el sexo esporádico que el
mundo parecía rezumar. Me encontraba entre una pareja —una chica a mi espalda y
su novio delante de mí— cuando vislumbré a alguien conocido. Debió de verme él
a mí primero, porque se dirigía hacia mí.
—¡Martin! —grité, escapando de
aquel sándwich de choques y frotamientos. Anteriormente sólo me había
encontrado con el sobrino de Stanton durante las vacaciones. Sólo nos habíamos
visto una vez desde que me trasladé a Nueva York, pero entonces me figure que
con el tiempo nos veríamos más.
—Hola, Eva. —Me estrechó en un
fuerte abrazo, y a continuación se echó hacia atrás para mirarme.
—Estás fantástica. ¿Qué tal te
va?
—¡Vamos a tomar algo! —grité,
notándome la boca demasiado reseca como para mantener una conversación con el
nivel de decibelios que se necesitaba entre la multitud.
Agarrándome de la mano, me sacó
de la aglomeración y yo señalé hacia mi mesa. En cuanto nos sentamos, apareció
la camarera con otro vodka con zumo de arándanos.
Y así toda la noche, aunque me
había fijado en que la bebida era más oscura a medida que pasaban las horas,
señal inequívoca de que la proporción vodka-zumo iba convirtiéndose en zumo más
que otra cosa. Sabía que era algo deliberado y, como era de esperar, Gideon se
las había ingeniado para hacer llegar sus instrucciones a todos los clubes.
Como nadie me impedía complementarla con chupitos, no me importaba mucho.
—Bueno —empecé a hablar,
tomando un agradable sorbo antes de pasarme el vaso helado por la frente—.
¿Cómo te ha ido?
—Fenomenal. —Sonrió, muy
apuesto, vestido con una camiseta beis de cuello de pico y unos vaqueros
negros. El pelo, oscuro, no lo llevaba tan largo como Gideon, pero le caía en
la frente de manera atractiva, enmarcándole unos ojos que yo sabía que eran grises
pero que nadie habría sido capaz de distinguir con la iluminación que había en
el club—. ¿Qué tal te trata el mundo de la publicidad?
—¡Me encanta mi trabajo!
Rio ante mi entusiasmo.
—Ojalá
todos pudiéramos decir lo mismo.
—Creía que te gustaba trabajar
con Stanton.
—Me gusta. Y el dinero también.
Pero no puedo decir que me guste el trabajo.
La camarera le trajo su whisky
con hielo y entrechocamos los vasos.
—¿Estás con alguien?
—Con unos amigos —miró a su
alrededor— que se han perdido en la jungla. ¿Y tú?
—También. —Crucé la mirada con
Lacey, que seguía en la pista de baile, y me dio el visto bueno levantando los
dos pulgares—. ¿Sales con alguien, Martin?
Esbozó una amplia sonrisa.
—No.
—¿Te gustan las rubias?
—¿Me estás tirando los tejos?
—No exactamente. —Enarqué las
cejas en dirección a la Lacey y señalé a Martin con la cabeza. Por un momento
pareció sorprenderse, luego sonrió y se acercó corriendo.
Los presenté y me gustó mucho
ver que hacían buenas migas. Martin siempre era divertido y encantador, y Lacey
era vivaz y atractiva de una manera muy especial, más que guapa, carismática.
Megumi volvió a la mesa y nos
pedimos otra ronda de chupitos antes de que Martin le preguntara a Lacey si
quería bailar.
—¿Tienes más tíos buenos en el
bolsillo? —preguntó Megumi, cuando la pareja se escabulló.
Me habría gustado tener el smartphone
en el bolsillo.
—Estás fatal, chica.
Se me quedó mirando durante un
minuto largo. Luego torció los labios.
—Estoy borracha.
—Eso también. ¿Quieres otro?
—¿Por qué no?
Nos pedimos otro chupito cada
una, que despachamos justo cuando Shawna volvía con Lacey, Martin y dos amigos
de éste, Kurt y Andre. Kurt era guapísimo, con el pelo rubio arenoso, mandíbula
cuadrada y una sonrisa petulante. Andre era mono también, con un brillo
travieso en sus ojos oscuros y unas rastas que le llegaban a los hombros. Se
fijó en Megumi, lo cual le levantó el ánimo.
Poco después nuestro grupo
ampliado estaba partiéndose de risa.
—Y cuando Kurt volvió del baño
—terminó Martin la anécdota— se embolsó a todo el restaurante.
Andre y Martin empezaron a
carcajearse. Kurt les tiraba trozos de lima.
—¿Y eso qué quiere decir?
—pregunté, sonriendo pese a que no había entendido la gracia del final.
—Es cuando te dejas la «bolsa»
colgando fuera de la bragueta —explicó Andre—. Al principio la gente no acaba
de entender lo que está viendo, luego se figuran que de alguna manera no te has
dado cuenta de que llevas las bolas al aire. Y nadie dice ni una palabra.
—¡No jodas! —Shawna casi se cae
de la silla.
Alborotábamos tanto que la
camarera nos pidió que bajáramos un poco la voz... con una sonrisa. La cogí del
codo antes de que se marchara.
—¿Hay algún teléfono que pueda
utilizar?
—Pregunta en la barra —dijo—.
Diles que Dennis, el encargado, ha dado permiso y
ellos
te comunicarán.
—Gracias. —Me levanté de mi
asiento cuando ella se fue. No tenía ni idea de quién era Dennis, pero me había
dejado llevar toda la noche a sabiendas de que Gideon habría dispuesto todo de
manera impecable—. ¿Alguien quiere agua? —pregunté a los demás.
Todos me abuchearon y me
lanzaron servilletas de papel arrugadas. Riendo, fui a la barra y esperé a que
se abriera un hueco para preguntar por Pellegrino y pedir el teléfono. Marqué
el número del teléfono móvil de Gideon, dado que era el que me sabía de
memoria. Imaginé que sería seguro, ya que llamaba desde un lugar público de su
propiedad.
—Cross —contestó,
enérgicamente.
—Hola, campeón. —Me apoyé en la
barra y me tapé el otro oído con la mano—. Te llamo con unas cuantas copas
encima.
—Se nota. —Enseguida empezó a
hablar más despacio, con una voz más cálida. Era cautivadora incluso por encima
de la música—. ¿Lo estás pasando bien?
—Sí, pero te echo de menos. ¿Te
has tomado las vitaminas?
Se le notaba una sonrisa en la
voz cuando preguntó:
—¿Estás cachonda, cielo?
—¡Por tu culpa! Este club es
como la Viagra. Estoy sofocada, sudorosa y chorreando feromonas. Y he sido una
chica mala, ¿sabes? He bailado como si no tuviera pareja.
—A las chicas malas se las
castiga.
—Entonces quizá debería ser
mala verdad, para que el castigo valga la pena.
Gruñó.
—Vuelve a casa y sé mala
conmigo.
Imaginarle en casa, preparado
para mí, me hizo desearle aún más.
—Estoy atrapada hasta que las
chicas estén listas, y parece que aún van a tardar un buen rato.
—Puedo ir yo. En veinte minutos
podrías tener mi polla dentro de ti. ¿Quieres?
Paseé la mirada por el club,
vibrando mi cuerpo entero con la energizante música que sonaba. Imaginarle
allí, follando con él en aquel lugar sin restricciones, hacía que me retorciera
de gusto sólo de pensarlo.
—Sí que quiero.
—¿Ves la pasarela elevada?
Dándome la vuelta, levanté la
vista y vi una pasarela suspendida entre las paredes. Varias parejas se
frotaban al ritmo de la música seis metros por encima de la pista de baile.
—Sí.
—Hay una parte que gira en una
esquina con espejos. Nos vemos allí. Prepárate, Eva —exigió—. Cuando te
encuentre, tienes que estar ya con el coño desnudo y húmedo.
Me estremecí al oír aquella
orden tan familiar, consciente de que eso suponía que sería brusco e
impaciente. Justo lo que yo quería.
—Llevo puesto un...
—Cielo, ni una multitud de
millones de personas bastaría para esconderte de mí. Te encontré una vez, y
siempre lo haré.
El deseo me abrasaba las venas.
—Date prisa.
Estiré el brazo para dejar el
auricular en su sitio, junto a la caja, y cogí la botella de agua mineral, que
me bebí entera. Luego me dirigí al baño, donde hice cola durante una eternidad
con el fin de prepararme para Gideon. Estaba mareada por el alcohol y toda
aquella
animación, e ilusionadísima porque mi novio —posiblemente uno de los hombres
más ocupados del mundo— lo dejara todo para... ocuparse de mí.
Me lamí los labios, cambiando
el peso de mi cuerpo de un pie a otro. Entré corriendo en una cabina del
servicio de señoras y me deshice de las bragas antes de plantarme delante de un
lavabo y un espejo para refrescarme con una toallita húmeda. Del maquillaje
casi no quedaba ni rastro, salvo por el rímel corrido, y tenía las mejillas
encendidas por el calor y el esfuerzo. Del pelo era mejor no hablar, todo
alborotado y pegado a la cara.
Curiosamente, no estaba nada
mal. Se me veía sexy y dispuesta.
Lacey se encontraba en la cola
y me paré un momento a hablar con ella cuando me dirigía hacia la salida del
abarrotado baño.
—¿Te lo estás pasando bien? —le
pregunté.
—¡Ya lo creo! —Sonrió—. Gracias
por presentarme a tu primo.
No me molesté en sacarle del
error.
—De nada. ¿Puedo preguntarte
algo? Es sobre Michael.
Se encogió de hombros.
—Adelante —dijo.
—Tú saliste con él primero.
¿Qué era lo que no te gustaba?
—No había química. Un tipo
guapo y triunfador. Pero, por desgracia, no me apetecía follar con él.
—Devuélvelo —terció la siguiente
chica que estaba en la cola.
—Eso hice.
—Entiendo. —Respetaba
totalmente que no se siguiera adelante con una relación carente de ardor
sexual, pero seguía preocupándome aquella situación. No me gustaba ver a Megumi
tan abatida—. Voy a ver si me tiro a un buenorro.
—A por ello, chica —dijo Lacey
con un movimiento de cabeza.
Salí en busca de las escaleras
que conducían a la pasarela elevada. Las encontré vigiladas por un gorila que
controlaba el número de cuerpos a los que se permitía subir. Había cola y la
miré con consternación.
Mientras consideraba el retraso
al que me enfrentaba, el gorila descruzó los brazos del pecho y se apretó el
auricular que llevaba en el oído, a todas luces concentrándose en lo que le
estuvieran diciendo por el receptor. Parecía samoano o maorí, con aquella piel
color caramelo, la cabeza afeitada y el pecho y los bíceps enormes y macizos.
Tenía cara de niño, aún más adorable cuando su temible expresión se vio
sustituida por una amplia sonrisa.
Bajó la mano de la oreja y me señaló
con un dedo.
—¿Tú eres Eva?
Hice un gesto afirmativo.
Echó un brazo atrás y descolgó
el cordón de terciopelo que bloqueaba la escalera.
—Sube.
Hubo un clamor de protesta
entre los que estaban esperando. Me disculpé con una sonrisa y subí corriendo
las escaleras todo lo deprisa que me permitían los tacones. Cuando llegué
arriba, una gorila me dejó pasar y me señaló a la izquierda. Vi el rincón que
había mencionado Gideon, donde se unían dos paredes espejo y la pasarela hacía
un giro en forma de ele.
Me abrí camino entre cuerpos
que se retorcían, acelerándoseme el pulso a cada paso que daba. Allí arriba la
música estaba menos alta y el aire más húmedo. El sudor brillaba en la piel
expuesta y la altura daba sensación de peligro, pese a que la barandilla de
cristal que
rodeaba
la pasarela llegaba hasta el hombro. Ya casi había alcanzado la zona de espejos
cuando un hombre me agarró por la cintura y, tirando de mí hacia atrás, se me
pegó a la espalda meneando las caderas sin parar.
Mirando por encima del hombro,
vi al tipo con el que había bailando antes, el que me había llamado guapa.
Sonreí y empecé a bailar, cerrando los ojos, dejándome llevar por la música.
Cuando comenzó a deslizarme las manos por encima de la cintura, se las cogí y
volví a bajárselas hasta las caderas, junto con las mías. Él se rio y bajó las
rodillas para alinear su cuerpo con el mío.
Estuvimos así tres canciones,
hasta que tuve la íntima convicción de que Gideon andaba cerca. Aquella
descarga eléctrica me recorrió la piel, acentuando todas las sensaciones. De
repente, la música era más alta, la temperatura también, la sensualidad del
club más excitante.
Sonreí y abrí los ojos, y le vi
que venía hacia mí como una flecha. Me enardecí al instante, y se me hacía la
boca agua mientras me comía con los ojos a aquel hombre vestido con camiseta
negra y vaqueros, y el pelo retirado de aquella cara que quitaba el hipo. Nadie
que le viera reconocería en él a Gideon Cross, el magnate de fama
internacional. Aquel tipo parecía más joven y más rudo, inconfundible sólo
porque rezumaba sexualidad por todos los poros de su piel. Me lamí los labios
ante la perspectiva, arrimándome al tipo que tenía a mis espaldas, restregando
voluptuosamente el culo contra él mientras él seguía meneando las caderas.
Gideon iba con las manos
apretadas a los lados, en una actitud agresiva y depredadora. No aminoró el
paso cuando se acercó a mí, su cuerpo en rumbo de colisión con el mío. Salí a
su encuentro en el último paso y me arroje a él. Nuestros cuerpos chocaron; le
eché los brazos al cuello y le bajé la cabeza para atraparle la boca en un
húmedo y ardiente beso.
Con un gruñido, Gideon me
abarcó el trasero y me apretó contra él, despegándome del suelo. Me magullaba
los labios con la furia de su pasión, inundándome la boca con unas duras y
penetrantes zambullidas de lengua, que me advertían de las violentas sombras de
su lujuria.
El tipo con el que había estado
bailando surgió detrás de mí, poniéndome las manos en el pelo y los labios en
los omóplatos.
Gideon se echó para atrás, con
una preciosa expresión furibunda en la cara.
—¡Piérdete!
Miré al chico y me encogí de
hombros.
—Gracias por el baile.
—Cuando quieras, hermosa.
—Agarró de la cintura a una chica que pasaba por allí y se marchó.
—Cielo. —Con un gruñido, Gideon
me apretó contra el espejo, clavándome el muslo entre las piernas—. Eres una
chica mala.
Con ansia y sin asomo de pudor,
cabalgué sobre él, sofocando un grito al tacto de la tela vaquera contra mi
delicado sexo.
—Sólo para ti.
Me agarró las nalgas desnudas
por debajo del vestido, espoleándome. Me mordía la oreja, me rozaban en el
cuello mis pendientes chandelier de plata. Él respiraba con dificultad,
y en su pecho resonaba un murmullo. Olía muy bien, y mi cuerpo respondía,
acostumbrado a asociar su aroma con el más desenfrenado y tórrido de los
placeres.
Bailamos, apretadísimos,
moviendo el cuerpo como si no hubiera ropa entre
nosotros.
La música retumbaba a nuestro alrededor, dentro de nosotros, y él movía su
increíble cuerpo siguiendo el ritmo, embelesándome. Ya habíamos bailado antes,
pero nunca de aquella forma, no con aquellos movimientos sensuales y lascivos.
Estaba sorprendida, excitada, más enamorada, si cabía.
Gideon me miraba con los
párpados caídos, seduciéndome con su avidez y su inhibición. Estaba perdida en
él, envuelta en él, arañando por acercarme más.
Me amasaba el pecho a través
del fino corpiño negro de mi vestido de tirantes. La tira incorporada que hacía
las veces de sujetador no le suponía ningún obstáculo. Acariciaba y luego
tiraba de la punta endurecida de mi pezón.
Con un gemido, apoyé la cabeza
contra el espejo. Había decenas de personas a nuestro alrededor, pero no me
importaba. Sólo quería tener sus manos encima, su cuerpo contra el mío, su
aliento en mi piel.
—¿Quieres? —preguntó con voz
ronca—. ¿Aquí mismo?
Me estremecí ante la idea.
—¿Lo harías?
—Quieres que lo vean. Quieres
que vean cómo follo con mi polla ese coñito voraz hasta inundarte de lefa.
Quieres que demuestre que eres mía. —Me clavó los dientes en el hombro—. Que te
lo haga sentir.
—Quiero que demuestres que tú
eres mío —le solté, metiendo las manos en los bolsillos de sus tejanos para
palpar su culo macizo—. Quiero que lo sepa todo el mundo.
Gideon encajó un brazo debajo
de mi trasero y me levantó, plantando la otra mano contra una especie de
almohadilla que había en la pared junto al espejo. Oí un tenue pitido, luego se
abrió una puerta en el espejo que tenía a mis espaldas y entramos en una
oscuridad casi absoluta. La entrada oculta se cerró detrás de nosotros,
amortiguando la música. Estábamos en un despacho, con una mesa, una zona de
descanso y una vista de ciento ochenta grados del club a través de un espejo de
cristal polarizado.
Me dejó en el suelo y me giró,
sujetándome de cara en el lado transparente del cristal. El club se extendía
ante mí, y la gente que bailaba en la pasarela estaba a escasos centímetros de
distancia. Las manos de Gideon ascendieron por la falda hasta el canesú de mi
vestido, deslizando los dedos por el escote y retorciéndome un pezón.
Estaba atrapada. Su cuerpazo
cubría el mío, me rodeaba con sus brazos, su torso contra mis caderas, con los
dientes en mi hombro, inmovilizándome. Le pertenecía.
—Tú dime cuándo es demasiado
—susurró, desplazando los dientes hacia el cuello—. Di la contraseña antes de
que te asuste.
Me invadía la emoción, una
sensación de agradecimiento por aquel hombre que siempre —siempre—
pensaba en mí primero.
—Yo te he provocado, así que
quiero que me tomes, como un salvaje.
—Estás más que preparada...
—ronroneó, metiéndome dos dedos rápidamente y con fuerza—. Estás hecha para
follar.
—Hecha para ti —dije con la
respiración entrecortada, empañando el cristal con el aliento. Estaba
enardecida por él, el deseo se me derramaba desde dentro, desde un pozo de amor
que no podía contener.
—¿Lo has olvidado esta noche?
—Quitó la mano que tenía en mi sexo e, introduciéndola entre los dos, se bajó
la bragueta—. ¿Cuando te tocaban otros hombres, frotándose contra ti? ¿Te
olvidaste de que me perteneces?
—Nunca. Nunca me olvido de
ello. —Cerré los ojos, al notar su erección, dura y cálida, contra mis nalgas
desnudas. Él también estaba preparado. Para mí—. Yo te he
llamado.
Te deseaba.
Me recorrió la piel con los
labios, dejando una estela abrasadora hasta mi boca.
—Entonces, tómame, cielo —dijo,
persuasivo, su lengua tocando la mía con juguetonas lameduras—. Méteme dentro
de ti.
Arqueando la espalda, alargué
un brazo entre las piernas y le rodeé la verga con la mano. Él flexionó las
rodillas, acoplándose a mí.
Hice una pausa, girando la
cabeza para apretar mi mejilla contra la suya. Me encantaba que pudiera
experimentar aquello con él, que pudiera estar de aquella manera con él.
Moviendo las caderas en círculo, me froté el clítoris contra el ancho capullo
de su verga, dejándolo resbaladizo con mi excitación.
Gideon me apretaba mis pechos
hinchados, mulléndolos.
—Vente hacia mí, Eva. Apártate
del cristal.
Puse las palmas en el espejo
polarizado, y me eché hacia atrás, descansando la cabeza en su hombro. Me puso
una mano en el cuello, me agarró de la cadera y me penetró con tanta fuerza que
me levantó en el aire. Me mantuvo así, suspendida en sus brazos, henchida de su
polla, inundándome los sentidos con los sonidos de placer que emitía.
Al otro lado del espejo, el
club seguía atronando. Me abandoné al perverso e intensísimo placer del sexo
aparentemente exhibicionista, una fantasía ilícita que siempre nos volvía
locos.
Me retorcí, incapaz de aguantar
aquel placer excesivo. Alargué un poco más la mano que tenía entre las piernas
y le agarré la bolsa. Estaba tan prieto y lleno, tan preparado... Y dentro de
mí...
—¡Oh, Dios! Estás tan duro...
—Estoy hecho para follar
contigo —susurró, provocándome temblores de placer por todo el cuerpo.
—Hazlo. —Puse las dos manos en
el cristal, a punto de estallar—. ¡Ya!
Gideon me inclinó hasta los
pies, sujetándome mientras me doblaba por la cintura, abriéndome para él, para
que pudiera deslizarse hasta el fondo. Dejé escapar un tenue y agudo grito
cuando me cogió por las caderas y me dirigió, sabiendo exactamente cómo
colocarme para encajar dentro de mí. La tenía demasiado grande, demasiado larga
y gruesa. El estiramiento era intenso. Delicioso.
Me temblaba la vagina, se
contraía desesperadamente en torno a su miembro. Él emitió un bronco sonido de
placer, saliéndose un poco antes de deslizarse de nuevo lentamente. Una y otra
vez. Frotándome con el ancho capullo de su verga el racimo de nervios que, en
lo más profundo de mí, sólo él había alcanzado.
Gemía, clavando los dedos con
frenesí, dejando rastros de vapor en el cristal. Era dolorosamente consciente
del latido distante de la música y de la multitud de personas que yo veía con
la misma claridad que si estuvieran en la habitación con nosotros.
—Eso es, cielo —dijo, con tono
de urgencia—. Quiero oír cuánto te gusta.
—Gideon. —Las piernas se me
sacudieron violentamente por un movimiento especialmente hábil, el peso de mi
cuerpo sosteniéndose sólo en el cristal y en el firme control de Gideon.
Estaba tan excitada que casi no
podía soportarlo, ávida, sintiendo la sumisión de mi postura y la dominación de
ser montada. No podía hacer nada salvo aceptar lo que Gideon me daba, el
deslizamiento y la retirada, rítmicos, los sonidos de la sed que le devoraba.
El roce de sus vaqueros contra mis muslos me sugería que se los había bajado lo
suficiente para liberar la verga, una señal de impaciencia que me estremecía.
Retiró
una mano de mi cadera y me la posó en el culo. Notaba la yema de su pulgar,
húmeda de saliva, frotándome el prieto frunce de mi trasero.
—No —supliqué, temiendo
volverme loca. Pero ésa no era mi contraseña (Crossfire) y me abrí como
una flor para él, cediendo a la exigente presión.
Él bramó, reclamando ese oscuro
lugar. Se me echó encima, moviendo una mano para tocarme el sexo, para abrirme
y frotar mi clítoris palpitante.
—Mía —dijo con voz ronca—. Eres
mía.
Era demasiado. Me corrí con un
grito, sacudiéndome violentamente, chirriando mis manos en el cristal al
resbalárseme las palmas sudorosas. Él empezó a bombear el éxtasis dentro de mí;
su pulgar en mi trasero era un tormento irresistible, sus inteligentes dedos en
mi clítoris me enloquecían. Un orgasmo se encadenaba con el siguiente, mi sexo
tremolaba a lo largo de aquella verga que se me clavaba.
Él emitió un ronco sonido de
deseo y se hinchó dentro de mí, buscando el clímax.
—¡No te corras! ¡Aún no!
—exclamé, jadeando.
Gideon disminuyó el tempo,
áspera su respiración en la oscuridad.
—¿Cómo me quieres?
—Quiero mirarte. —Gemí cuando
noté que la vagina se me tensaba otra vez—. Quiero verte la cara.
Él se retiró y me puso derecha.
Me giró y me levantó. Me sujetó contra el cristal y me ensartó con fuerza. En
aquel momento de posesión, me dio lo que necesitaba. La vidriosa mirada de
indefenso placer, el instante de vulnerabilidad antes de que el deseo incontenible
tomara el control.
—Quieres mirarme mientras me
derramo —dijo ásperamente.
—Sí. —Me bajé los tirantes de
los hombres y me descubrí los pechos, levantándolos y apretándolos, jugueteando
con mis pezones. El cristal vibraba con los golpes en mi espalda; Gideon
vibraba frente a mí, sin apenas freno en el cuerpo.
Apreté mis labios contra los
suyos, absorbiendo sus jadeos.
—Déjate ir —susurré.
Sosteniéndome sin esfuerzo, se
retiró, arrastrando la gruesa y pesada corona por los tejidos hipersensibles de
mi interior. Luego me penetró con poderío, llevándome al límite.
—¡Oh, Dios! —Me retorcí entre
sus manos—. Estás tan adentro...
—Eva.
Me folló con fuerza,
embistiendo como un poseído. Temblando, me agarré y abrí las piernas
completamente para acoger las implacables acometidas de su enhiesto pene. Se
había abandonado al instinto, al apremiante deseo de aparearse. Dejaba escapar
unos gemidos salvajes que me excitaban y lubrificaban de tal manera que mi
cuerpo no ofrecía resistencia y daba la bienvenida a su desesperada necesidad.
Fue rudo, lascivo y sexy a más
no poder. Arqueó el cuello y musitó mi nombre.
—Córrete para mí —exigí,
contrayendo los músculos de la vagina, apretándole.
Su cuerpo entero se sacudió con
fuerza, se estremeció. Torció la boca en una mueca de agónica dicha, con la
mirada perdida ante el clímax inminente.
Gideon se corrió con un rugido
animal, derramándose con tanta fuerza que yo lo sentí. Una y otra vez,
calentándome desde dentro con espesas ráfagas de semen.
Yo le besaba por doquier, mis
piernas y brazos aguantando con fuerza.
Se derrumbó sobre mí, pugnando
por respirar.
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