Me desperté con un sudor frío
que me martilleaba el corazón violentamente. Estaba acostada en la cama del
dormitorio principal, jadeando, despertándome de las profundidades del sueño.
—¡Quítate de encima!
Gideon. ¡Dios mío!
—¡No me toques!
Retirando la ropa de la cama,
me levanté como pude y corrí por el pasillo hasta la habitación de invitados.
Busqué frenéticamente el interruptor de la luz y lo pulsé con la palma de la
mano. La luz inundó la habitación y vi a Gideon retorciéndose en la cama, con
las sábanas enredadas en las piernas.
—¡No, por favor! ¡Oh, Dios...!
—Arqueaba la espalda y se agarraba con fuerza a la sábana bajera—. ¡Duele!
—¡Gideon!
Le daban fuertes sacudidas.
Corrí hacia la cama, con el corazón en un puño al verle colorado y empapado de
sudor. Le puse una mano en el pecho.
—¡Joder, que no me toques!
—dijo entre dientes, agarrándome la muñeca y apretando tanto que grité del daño
que me hizo. Tenía los ojos abiertos, pero desenfocados, atrapado aún en su
pesadilla.
—¡Gideon! —Yo forcejeaba, intentando soltarme.
Se incorporó de golpe, con la
respiración agitada y la mirada extraviada.
—Eva.
Soltándome como si le quemara,
se apartó el pelo húmedo de la cara y saltó de la cama.
—Dios mío, Eva... ¿te he hecho
daño?
Me sostuve la muñeca con la
otra mano y negué con la cabeza.
—Déjame ver —dijo con voz
ronca, acercándoseme con manos trémulas.
Bajé los brazos, fui hacia él y
le estreché con todas mis fuerzas, apretando la mejilla contra su pecho
resbaladizo de sudor.
—Cielo. —Se aferró a mí,
temblando—. Lo siento.
—Shh. No pasa nada, cariño.
—Abrázame —susurró,
desplomándose en el suelo conmigo—. No me sueltes.
—Nunca —prometí con voz queda,
susurrándole con los labios en la piel—. Nunca.
Le preparé un baño y luego me
metí en la bañera triangular con él. Me senté detrás de él en el peldaño más
alto, le lavé el pelo y le froté el pecho y la espalda con mis manos
enjabonadas, quitándole el gélido sudor de la pesadilla. Dejó de tiritar con el
agua caliente, pero algo tan sencillo no podía arrancarle la sombría desolación
de sus ojos.
—¿Has hablado con alguien de
tus pesadillas? —pregunté, escurriendo el agua templada de la esponja sobre su
hombro.
Él negó con la cabeza.
—Ya va siendo hora —dije con
dulzura—. Y yo soy tu chica.
Tardó
un buen rato en responder.
—Eva, ¿tus pesadillas son
reflejo de hechos reales? ¿O tu mente los tergiversa? ¿Los cambia?
—En su mayoría son recuerdos.
Realistas. ¿Las tuyas no?
—No siempre. A veces son
diferentes. Como imaginaciones.
Tardé un minuto en asimilar lo
que acababa de decirme, y pensé que ojalá tuviera la formación y el
conocimiento para poder ayudarle de verdad. Pero lo único que podía hacer era
quererle y escucharle. Confiaba en que eso fuera suficiente, porque sus
pesadillas me desgarraban el alma como seguro que le sucedía a él.
—¿Y cambian en un sentido
positivo o negativo?
—Me defiendo —respondió en voz
baja.
—¿Y aun así te hace daño?
—Sí, aun así gana él, pero
resisto todo lo que puedo.
Empapé de nuevo la esponja y
volví a escurrirle el agua por encima, procurando llevar un ritmo relajante.
—No deberías ser tan duro
contigo mismo. No eras más que un niño.
—Igual que tú.
Cerré los ojos con fuerza
lamentando que Gideon hubiera visto las fotos y los vídeos que Nathan había
hecho de mí.
—Nathan era un sádico. Luchar
contra el dolor es natural, y eso es lo que yo hice. No se trata de valentía.
—Ojalá me hubiera hecho más
daño —soltó—. Odio que me hiciera disfrutar.
—No disfrutaste, sentiste
placer, que no es lo mismo. Gideon, nuestro cuerpo reacciona a las cosas de
manera instintiva, incluso cuando conscientemente no queremos que lo haga. —Le
abracé por atrás, apoyando la barbilla encima de su cabeza—. Se trataba del
ayudante de tu terapeuta, alguien en quien se suponía que podías confiar. Tenía
la formación necesaria para fastidiarte la cabeza.
—No lo entiendes.
—Pues explícamelo.
—Él... me sedujo. Y yo le dejé.
No podía obligarme, pero se aseguró de que no me resistiera.
Le apoyé la mejilla en la sien
y presioné.
—¿Te preocupa ser bisexual? Si
lo fueras, no me escandalizaría.
—No. —Giró la cabeza y su boca
se posó en la mía, sacando las manos del agua para entrelazarnos los dedos—.
Nunca me han atraído los hombres, pero saber que me aceptarías aunque así
fuera... En estos momentos te quiero tanto que me hace daño.
—Amor mío. —Le besé con
dulzura. Abrimos la boca y nuestros labios se soldaron—. Sólo quiero que seas
feliz. A ser posible conmigo. Y, de verdad, quiero que dejes de torturarte por
lo que te han hecho. Te violaron. Fuiste una víctima y ahora eres un
superviviente. No hay nada de lo que avergonzarse.
Se giró y me hundió más en el
agua.
Me acomodé a su lado, con una
mano en su muslo.
—¿Podemos hablar de algo...
sexual?
—Claro.
—Una vez me dijiste que no te
va el juego anal. —Noté que se ponía tenso—. Pero tú..., nosotros...
—Te he metido los dedos y la
lengua —dijo, observándome. El cambio de tema le
había
alterado, la duda había dado paso a una serena autoridad—. Te gustó.
—¿Y a ti? —pregunté, antes de
que me faltara valor.
Resoplaba; las mejillas le
brillaban por el agua caliente, y con el pelo mojado echado hacia atrás se le
veía la cara entera.
Tras un largo silencio, temí
que no fuera a contestarme.
—A mí me gustaría dártelo,
Gideon, si tú quieres.
Cerró los ojos.
—Cielo.
Deslicé una mano entre sus
piernas y le abarqué la pesada bolsa. Estiré el dedo corazón por debajo de él,
frotándole ligeramente la fruncida abertura. Él se sacudió con fuerza, cerrando
las piernas de golpe, llevando el agua hasta el borde de la bañera. Noté en el
antebrazo que la verga se le ponía como una piedra.
Saqué la mano que tenía
aprisionada y me apoderé de aquella erección, acariciándosela, besándole en la
boca cuando gimió.
—Haré cualquier cosa por ti. En
nuestra cama no hay límites. Ni recuerdos. Sólo nosotros dos. Tú y yo. Y el
amor. El amor que nos tenemos.
Me clavó la lengua en la boca,
aventurándose en ella con avidez, casi con furia. Me apretó la cintura con una
mano; la otra la posó sobre la mía, animándome a que le oprimiera más.
Las suaves olas que se
producían en el agua lamían los bordes de la bañera mientras yo le bombeaba la
erección. Oírle gemir me endureció los pezones.
—Tu placer me pertenece —le
susurré en la boca—. Si no me lo das, lo tomaré yo.
Echó la cabeza hacia atrás y
bramó.
—Haz que me corra.
—De la forma que tú quieras —me
comprometí.
—Ponte la corbata azul. La que
hace juego con tus ojos. —Alcanzaba a ver perfectamente el vestidor, donde
Gideon estaba eligiendo el traje con el que terminar la semana.
Él dirigió la mirada hacia
donde yo me encontraba sentada en el borde de la cama del dormitorio principal,
con una taza de café entre las manos.
—Me chiflan tus ojos —le dije,
encogiendo los hombros alegremente—. Son preciosos.
Cogió una corbata del perchero
y salió de nuevo al dormitorio con un traje gris grafito doblado en el
antebrazo. Sólo tenía puestos unos calzoncillos bóxer negros, concediéndome el
privilegio de admirar su musculoso y macizo cuerpo y su tersa piel dorada.
—Es increíble la cantidad de
veces que pensamos lo mismo —dijo—. He cogido este traje porque el color me
recuerda a tus ojos.
Aquello me hizo sonreír.
Balanceé las piernas, tan henchida de amor y felicidad que no podía parar
quieta
Gideon dejó la ropa encima de
la cama y vino hacia mí. Eché la cabeza hacia atrás para mirarle y el corazón
me latía fuerte y seguro.
Me puso las manos a ambos lados
de la cabeza y me pasó los pulgares por las cejas.
—Un precioso gris de tormenta.
Y muy expresivos.
—Una ventaja de lo más injusta
la tuya. Para ti soy como un libro abierto, mientras
que
tú tienes la mejor cara de póquer que he visto en mi vida.
Se inclinó y me besó en la
frente.
—Y, sin embargo, contigo, no
hay vez que me salga con la mía.
—Eso lo dirás tú. —Le observé
mientras empezaba a vestirse—. Oye, me gustaría que hicieras algo por mí.
—Lo que quieras.
—Si tienes que salir con
alguien y no puedo ser yo, llévate a Ireland.
Se detuvo en el acto de
abotonarse la camisa.
—Tiene diecisiete años, Eva.
—¿Y? Tu hermana es una mujer
guapísima y con estilo que te adora. Será un motivo de un orgullo para ti.
Suspirando, cogió los
pantalones.
—No me la imagino sino aburrida
en los pocos eventos que resulten apropiados para ella.
—Dijiste que se aburriría
cenando en mi casa y te equivocaste.
—Porque estabas tú —argumentó,
subiéndose los pantalones—. Se lo pasó bien contigo.
Tomé un sorbo de café.
—No me has contestado —le
recordé.
—No tengo ningún problema en ir
solo, Eva. Y ya te he dicho que no pienso volver a ver a Corinne.
Le miré por encima del borde de
mi taza de café sin decir nada.
Gideon se metió los faldones de
la camisa entre el pantalón con evidente frustración.
—De acuerdo.
—Gracias.
—Al menos podrías abstenerte de
sonreír como el gato Cheshire —rezongó.
—Podría.
Se quedó callado, deslizando
sus ojos entrecerrados hasta donde se me había abierto la bata dejándome al
descubierto las piernas desnudas.
—Ni se te ocurra, campeón. Ya
he accedido esta mañana.
—¿Tienes pasaporte? —preguntó.
Arrugué el ceño.
—Sí. ¿Por qué?
Asintiendo enérgicamente, cogió
la corbata que tanto me gustaba.
—Vas a necesitarlo.
Me entró un hormigueo de
entusiasmo.
—¿Para qué?
—Para viajar.
—Ya. —Me deslicé de la cama
hasta levantarme—. ¿Para viajar adónde?
Con un brillo de picardía en
los ojos, se anudó la corbata rápida y hábilmente.
—A algún lugar.
—¿Piensas embarcarme hacia
territorio desconocido?
—Ya me gustaría —murmuró—. Tú y
yo en una isla tropical desierta donde tú estarías siempre desnuda y yo podría
colarme dentro de ti a todas horas.
Me puse una mano en la cadera y
le lancé una mirada.
—Morena y patizamba. Muy
sexy.
Se
echó a reír y a mí se me encogieron los dedos de los pies en la alfombra.
—Quiero verte esta noche —dijo,
al tiempo que se ponía el chaleco.
—Tú lo que quieres es metérmela
otra vez.
—Bueno, me dijiste que no
parase. Varias veces.
Resoplé, dejé el café encima de
la mesilla y me quité la bata. Desnuda, crucé la habitación, esquivándole
cuando intentó agarrarme. Estaba abriendo un cajón para elegir uno de los
preciosos conjuntos de Carine Gilson de braga y sujetador de los que él
guardaba para mí, cuando se me acercó por detrás, deslizó los brazos por debajo
de los míos y me abarcó los pechos con ambas manos.
—Si quieres, te lo recuerdo
—ronroneó.
—¿No tienes que ir a trabajar?
Porque yo sí.
Gideon se apretó contra mi espalda.
—Ven a trabajar conmigo.
—¿Y servirte el café mientras
espero a que me folles?
—Lo digo en serio.
—Yo también. —Me di la vuelta
con tanta rapidez para mirarle de frente que tiré mi bolso al suelo—. Tengo un
trabajo que me encanta, y lo sabes.
—Y eres muy buena. —Me agarró
por los hombros—. Sé buena trabajando para mí.
—No puedo, por la misma razón
que no quise que me ayudara mi padrastro. ¡Quiero conseguir las cosas por mí
misma!
—Lo sé, y lo respeto. —Me
acarició los brazos—. Yo también me labré mi propio camino, aunque el nombre de
Cross fuera una losa. No te ahorraría esfuerzo, ni conseguirías nada que no te
hubieras ganado.
Contuve el ramalazo de
compasión que sentí por el sufrimiento de Gideon a causa de su padre, un
estafador a lo «esquema Ponzi» que se quitó la vida antes que cumplir condena
en la cárcel.
—¿En serio piensas que alguien
se va a creer que he conseguido el trabajo por mis propios méritos y no porque
sea la chica con la que andas ahora?
—Calla. —Me zarandeó—. Estás
cabreada y me parece bien, pero no hables así de nosotros.
Seguí presionándole.
—Lo harán los demás.
Gruñendo, me soltó.
—Te apuntaste a un CrossTrainer
a pesar de que tienes Equinox y el Krav Maga. Explícame por qué.
Me giré para ponerme unas
bragas porque no quería estar en cueros mientras discutíamos.
—Eso es diferente.
—No lo es.
Me volví de nuevo hacia él,
pisando algunas de las cosas que se me habían caído del bolso, lo cual me
enfureció aún más.
—Waters Field & Leaman no
hace la competencia a Cross Industries. ¡Tú mismo utilizas sus servicios!
—¿Crees que nunca trabajarás en
alguna campaña para algún competidor mío?
Me impedía pensar con claridad,
allí plantado con el chaleco sin abrochar y su impecable corbata. Era hermoso,
vehemente y todo lo que yo siempre había deseado, lo cual me hacía casi
imposible negarle nada.
—Ésa
no es la cuestión. No me alegraría, Gideon —dije en voz baja y con sinceridad.
—Ven aquí. —Abrió los brazos y
me estrechó cuando me abandoné en ellos. Me habló con los labios pegados en mi
sien—. Algún día el «Cross» de Cross Industries no se referirá sólo a mí.
Mi ira y mi frustración se
aplacaron.
—¿Podríamos dejarlo para otro
momento?
—Una última cosa: puedes
solicitar un empleo como cualquier otra persona, si así es como quieres
hacerlo. No me entrometeré. Si lo consigues, trabajarías en una planta distinta
del Crossfire e irías ascendiendo por tus propios medios. El que progreses no
dependerá de mí.
—Es importante para ti. —No era
una pregunta.
—Claro que lo es. Queremos
construirnos un futuro juntos. Éste sería un paso natural en esa dirección.
Asentí a regañadientes.
—Tengo que ser independiente.
Me puso una mano en la nuca y
me acercó a él.
—No olvides lo que más importa.
Si trabajas duramente y demuestras capacidad y talento, eso es por lo que la
gente te juzgará.
—Tengo que prepararme para ir a
trabajar.
Gideon me escrutó la cara y me
besó con ternura.
Me soltó y yo me agaché a coger
mi bolso. Entonces me di cuenta de que había pisado la polvera y se había roto.
No me importó mucho, porque siempre podía comprar otra en Sephora de camino a
casa. Lo que me heló la sangre fue el cable eléctrico que sobresalía del
plástico resquebrajado.
Gideon se inclinó a ayudarme.
Levanté la mirada hacia él.
—¿Qué es esto?
Me cogió la polvera y rompió un
poco más la caja hasta sacar un microchip con una pequeña antena.
—Un micrófono, quizá. O un
dispositivo de localización.
Le miré horrorizada.
—¿La policía? —pregunté,
moviendo los labios en silencio.
—Tengo inhibidores de señales
en el apartamento —respondió, sorprendiéndome aún más—. Y no. Ningún juez
habría autorizado que te pusieran un micrófono de escucha. No hay nada que lo
justifique.
—¡Jesús! —Me caí de culo,
notando que me mareaba.
—Pediré a mi gente que lo
examine. —Se puso de rodillas y me quitó el pelo de la cara—. ¿Podría haber
sido tu madre?
Le miré con expresión de
impotencia.
—Eva...
—Dios mío, Gideon. —Levanté una
mano, impidiendo que se acercara, y cogí el teléfono con la otra. Llamé a
Clancy, el guardaespaldas de mi padrastro, y en cuanto respondió, le pregunté:
—¿Has sido tú el que me ha
colocado un micrófono en la polvera?
Hubo un silencio.
—Es un dispositivo de localización,
no un micrófono. Sí.
—¡Joder, Clancy!
—Es
mi trabajo.
—¡Pues vaya mierda de trabajo!
—solté, imaginándomelo. Clancy era puro músculo. Llevaba su sucio pelo rubio
cortado al rape y la imagen que transmitía era la de ser alguien sumamente
peligroso. Pero a mí no me asustaba—. Eso es una gilipollez, y lo sabes.
—Cuando Nathan Barker apareció
de nuevo, su seguridad se convirtió en un asunto muy preocupante. Él era
escurridizo, así que tenía que controlaros a los dos. En cuanto se confirmó que
había muerto, apagué el receptor.
Cerré los ojos con fuerza.
—¡No se trata del puñetero
localizador! Ése no es el problema. Es el hecho de que me mantengáis en la
ignorancia lo que me parece fatal en muchos sentidos. Me siento como si no se
respetara mi intimidad, Clancy.
—Me hago cargo, pero la señora
Stanton no quería que usted se preocupara.
—¡Soy una persona adulta! Soy
yo quien decide si me preocupo o no. —Lancé una mirada a Gideon cuando dije
eso, porque lo que estaba diciendo también iba por él.
Por su mirada supe que se había
dado por enterado.
—No seré yo quien se lo discuta
—replicó Clancy con brusquedad.
—Estás en deuda conmigo —le
dije, sabiendo perfectamente cómo iba a cobrármela—. Y mucho.
—Ya sabe dónde me tiene.
Interrumpí la llamada y envié
un mensaje de texto a mi madre: «Tenemos que hablar».
Decepcionada, encorvé los
hombros de pura frustración.
—Cielo.
Le lancé una mirada de
advertencia.
—No se te ocurra buscar
excusas, ni para ti ni para ella.
Había ternura y preocupación en
su mirada, pero el gesto de la mandíbula delataba firmeza.
—Yo estaba allí cuando te
dijeron que Nathan se encontraba en Nueva York. Vi cómo se te demudó el rostro.
¿Quién de los que te quieren no haría cualquier cosa para protegerte de algo
así?
Me resultaba difícil asumirlo,
porque no podía negar que me alegraba de no haber sabido nada de Nathan hasta
después de su muerte. Pero tampoco quería que me protegieran de todo lo malo.
Era parte de la vida también.
Le busqué la mano y se la
agarré con fuerza.
—Yo siento lo mismo respecto de
ti.
—Yo me he ocupado de mis
demonios.
—Y de los míos. —Pero seguíamos
durmiendo separados—. Quiero que vuelvas a ver al doctor Petersen —dije en voz
baja.
—Fui el martes.
—¿Ah, sí? —No pude ocultar mi
sorpresa al saber que había seguido realizando sus actividades regulares.
—Sí, y sólo me he perdido una
cita.
Cuando mató a Nathan...
Me pasó el pulgar por el dorso
de la mano.
—Ahora sólo estamos tú y yo
—dijo, como si me hubiera adivinado el pensamiento.
Quería creerlo.
Llegué
a rastras al trabajo, lo que no era un buen augurio para el resto del día. Al
menos era viernes y podría dedicar el fin de semana a no hacer nada, lo que,
sin duda, el domingo por la mañana sería totalmente necesario si la juerga se
alargaba mucho el sábado por la noche. Hacía siglos que no me iba de farra con
un grupo de amigas y me apetecía tomarme unas cuantas copas.
En las últimas cuarenta y ocho
horas me había enterado de que mi novio había matado a mi violador, de que un
exnovio confiaba en llevarme a la cama, de que una examiga de mi novio quería
desprestigiarle en la prensa y de que mi madre me había puesto un microchip
como si fuera un puñetero perro.
Francamente, ¿hasta dónde podía
aguantar una chica?
—¿Preparada para mañana?
—inquirió Megumi, después de abrirme las puertas de cristal.
—Por supuesto. Mi amiga Shawna
me mandó un mensaje esta mañana diciéndome que también se apunta. —Conseguí
esbozar una genuina sonrisa—. He pedido una limusina para todas nosotras. Ya
sabes..., una de esas que te llevan a todos los sitios VIP, seguridad incluida.
—¿Qué? —No podía disimular su
entusiasmo, pero aun así tenía que preguntar—: ¿Y eso cuánto cuesta?
—Nada. Es un favor de un amigo.
—Menudo favor. —Su sonrisa me
alegró a mí también—. ¡Va a ser alucinante! Ya me lo contarás todo a la
hora de la comida.
—De acuerdo. Espero que tú me
cuentes cómo te fue ayer el almuerzo.
—Hablamos de señales
contradictorias, ¿verdad? ¿Sólo nos estamos divirtiendo y viene a buscarme al
trabajo? Jamás se me ocurriría presentarme en la oficina de un tío para un
almuerzo espontáneo si sólo estuviéramos teniendo un rollete.
—¡Hombres! —exclamé,
solidarizándome con ella, aunque reconociera que me sentía muy agradecida por
el que yo consideraba mío.
Me dirigí a mi mesa y me
dispuse a empezar la jornada. Cuando vi las fotos enmarcadas de Gideon y yo en
el cajón, me sorprendió la necesidad que sentí de comunicarme con él. Diez
minutos después, ya le había pedido a Angus que enviara a la oficina de Gideon
un ramo de rosas negras mágicas con la nota:
«Me tienes hechizada.
No he dejado de pensar en ti».
Mark vino a mi cubículo justo
cuando estaba cerrando la ventana del buscador. En cuanto le vi la cara supe
que no estaba muy entusiasmado, precisamente.
—¿Café? —le pregunté.
Él asintió y yo me levanté. Nos
dirigimos juntos a la sala de descanso.
—Shawna estuvo en casa anoche
—empezó—. Dice que vais a salir mañana por la noche.
—Sí. ¿Te parece bien?
—¿Que si me parece bien qué?
—Que tu cuñada y yo salgamos por
ahí —le recordé.
—Ah...
sí, claro, ¿cómo no? —Se pasó una mano nerviosa por sus cortos y oscuros
rizos—. Me parece fenomenal.
—Estupendo. —Sabía que le
preocupaba algo más, pero no quería forzar las cosas—. Será divertido. Estoy
deseando que llegue mañana.
—También ella. —Cogió dos
cápsulas de café, mientras yo alcanzaba dos tazas del estante—. También está
deseando que vuelva Doug. Y le proponga matrimonio.
—¡Vaya! ¡Eso es genial!
Dos bodas en la familia en un año. A menos que tengas en mente un noviazgo
largo...
Me dio a mí la primera taza de
café y fui al frigorífico a por la leche.
—No va a suceder, Eva.
A Mark se le notaba el
abatimiento en la voz y, cuando me di la vuelta para mirarle, tenía la cabeza
gacha.
Le di unas palmadas en el
hombro.
—¿Se lo has propuesto?
—No. ¿Para qué? Le preguntó a
Shawna si Doug y ella querían tener hijos enseguida, dado que ella aún está
estudiando, y cuando le respondió que no, empezó a soltarle una perorata sobre
que el matrimonio es para las parejas que buscan formar una familia, que, si
no, es mejor no complicarse la vida. Es la misma mierda que le solté yo en su
momento.
Le rodeé y fui a echarme leche
en el café.
—Mark, si no se lo preguntas,
nunca sabrás la respuesta de Steven.
—Tengo miedo —reconoció, con la
mirada fija en su taza humeante—. Quiero más de lo que ya tenemos, pero no
quiero estropear lo que tenemos. Si la respuesta es no y cree que esperamos
cosas diferentes de nuestra relación...
—Eso, jefe, es vender la leche
antes de ordeñar la vaca.
—¿Y si no puedo vivir con el
no?
Ah... Yo podía responder a eso.
—¿Y podrías vivir con la
incertidumbre?
Negó con la cabeza.
—Entonces tienes que decirle
todo lo que me has dicho a mí —dije muy seria.
Hizo una mueca.
—Perdona que siga mareándote con
todo esto, pero me haces ver las cosas con más perspectiva.
—Tú sabes lo que tienes que
hacer. Lo que te hace falta es que te den un empujoncito. Y yo siempre estoy
lista para esa tarea.
Sonrió de oreja a oreja.
—Hoy mejor no trabajamos en la
campaña del abogado matrimonialista.
—¿Qué te parece si lo hacemos
en la de la compañía aérea? —sugerí—. Tengo algunas ideas.
—De acuerdo. Vamos allá.
Nos pusimos las pilas durante
toda la mañana, y me sentí revitalizada por los progresos que habíamos hecho.
Quería mantener a Mark tan ocupado que no tuviera tiempo de preocuparse. Para
mí el trabajo era una panacea, y enseguida me di cuenta de que también lo era
para él.
Habíamos recogido para irnos a
almorzar y me había pasado por mi cubículo a dejar
la
tableta cuando vi un sobre de correo interno encima de mi mesa. El pulso se me
aceleró con la emoción y las manos me temblaban ligeramente cuando desaté el
fino bramante y saqué la tarjeta.
«TÚ ERES LA MAGIA.
TÚ HACES QUE LOS SUEÑOS
SE CONVIERTAN EN REALIDAD».
Me apreté la tarjeta contra el
pecho, deseando que ojalá estuviera abrazando al que había escrito aquella
nota. Estaba pensando en esparcir pétalos de rosa por la cama cuando sonó el
teléfono de mi mesa. No me sorprendió del todo oír la voz entrecortada del
bombón de mi madre al otro extremo.
—Eva. Clancy me ha llamado. Por
favor, no te enfades. Tienes que comprender...
—Lo comprendo. —Abrí el cajón y
me guardé la preciosa nota de Gideon en el bolso—. La cuestión es ésta, que ya
no puedes venirme con el pretexto de Nathan. Si vuelves a meter más micrófonos,
dispositivos de localización o lo que sea entre mis cosas, que Dios te pille
confesada. Porque te prometo que como encuentre alguna cosa más, nuestra
relación se resentirá definitivamente.
Ella suspiró.
—¿Podemos hablar en persona,
por favor? Voy a almorzar con Cary por ahí, pero te esperaré hasta que llegues
a casa.
—De acuerdo. —La irritación que
me reconcomía se disipó con la misma rapidez que había empezado. Me encantaba
que mi madre tratara a Cary como el hermano que era para mí. Ella le daba el
cariño maternal que nunca había tenido. Y los dos eran tan frívolos y amigos de
la moda que juntos se lo pasaban siempre de miedo.
—Te quiero, Eva. Más que a nada
en el mundo.
Suspiré.
—Lo sé, mamá. Yo también a ti.
Vi que tenía una llamada de
recepción por la otra línea, así que me despedí de mi madre y respondí.
—Hola. —Megumi hablaba
susurrando en voz baja—. La moza que hace tiempo vino a buscarte, esa a la que
no querías ver, está aquí otra vez preguntando por ti.
Fruncí el ceño, tratando de
comprender de qué me estaba halando.
—¿Magdalene Perez?
—Exacto. La misma. ¿Qué hago?
—Nada. —Me levanté. A
diferencia de la última vez en que la amiga-que-quería-ser-algo-más de Gideon
había venido a verme, me sentía preparada para tratar con ella—. Voy para allá.
—¿Puedo espiar?
—¡Ja! Bajaré en un minuto. No
tardaremos, luego nos iremos a almorzar.
Me pinté los labios por pura
vanidad, me colgué el bolso en el hombro y me dirigí a la entrada. Pensar en la
nota de Gideon me puso una sonrisa en la cara con la que saludé a Magdalene
cuando me la encontré en la zona de espera. Se puso de pie en cuanto me vio,
con un aspecto tan increíble que no pude por menos de admirarla.
Cuando
la conocí, tenía el pelo largo y liso, como Corinne Giroux. Ahora llevaba un
clásico corte a lo chico que hacía resaltar la exótica belleza de su rostro.
Vestía unos pantalones color crema y una blusa sin mangas con un enorme lazo en
la cintura. Unos pendientes y un collar de perlas venían a completar su
elegante atuendo.
—Magdalene. —Le indiqué con un
gesto que volviera a sentarse y me dirigí al sillón que había al otro lado de
la pequeña mesa de entrevistas—. ¿Qué te trae por aquí?
—Perdona que te interrumpa en
el trabajo, Eva, pero he venido a ver a Gideon y he pensado hacer un alto aquí
también. Quiero preguntarte algo.
—Oh. —Dejé el bolso a un lado,
crucé las piernas y me estiré mi falda color burdeos. Me sentaba mal que ella
pudiera pasar tiempo con mi novio abiertamente cuando yo no podía hacerlo.
Tenía que ser así.
—Una periodista se ha pasado
hoy por mi oficina y me ha hecho preguntas personales sobre Gideon.
Apreté las puntas de los dedos
en el acolchado del brazo del sillón.
—¿Deanna Johnson? No le habrás
dicho nada, ¿verdad?
—Claro que no. —Magdalene se
inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas. Había inquietud en
aquellos ojos oscuros—. Contigo ya ha hablado.
—Lo ha intentado.
—Es su tipo —señaló, observándome.
—Ya me había dado cuenta
—respondí.
—El tipo con el que no dura
mucho tiempo. —Torció sus carnosos labios rojos como arrepintiéndose—. Gideon
le ha dicho a Corinne que es mejor que sean amigos a distancia, más que
sociales. Pero creo que eso ya lo sabes.
Me invadió una ola de placer al
oír aquello.
—¿Cómo iba a saberlo?
—Seguro que tienes tus medios
—respondió con un brillo de divertida complicidad en los ojos.
Curiosamente, me sentía cómoda
con ella. Quizá porque se la veía muy tranquila, lo que no había sucedido en
las anteriores ocasiones en que nos habíamos cruzado.
—Parece que te va bien.
—Lo intento. En mi vida hubo
una persona a quien consideraba un amigo pero resultó ser venenoso. Sin él a mi
alrededor, soy capaz de pensar otra vez. —Se enderezó—. He empezado a salir con
alguien.
—Me alegro por ti. —Por lo que
a eso se refería, no podía sino desearle todo lo mejor. Christopher, el hermano
de Gideon, la había utilizado de mala manera. Ella no sabía que yo lo sabía—.
Espero que salga bien.
—Yo también. Gage es muy
distinto a Gideon en muchos sentidos. Es uno de esos artistas introvertidos.
—Almas profundas.
—Sí, mucho. Creo. Espero llegar
a saberlo con certeza. —Se levantó—. Bueno, no quiero entretenerte más. Me
preocupaba lo de la periodista y quería hablarlo contigo.
Le corregí al tiempo que me
levantaba yo también.
—Te preocupaba que yo hablara
de Gideon con la periodista.
Ella no lo negó.
—Adiós, Eva.
—Adiós. —Me quedé mirándola
mientras salía por las puertas de cristal.
—No ha estado tan mal —dijo
Megumi, acercándoseme—. Nada de arañazos ni
amenazas.
—Veremos a ver lo que dura.
—¿Lista para almorzar?
—Me muero de hambre. Vamos.
Cuando entré por la puerta de
mi casa cinco horas y media más tarde, Cary, mi madre y un deslumbrante vestido
de gala de Nina Ricci extendido en el sofá me dieron la bienvenida.
—¿No es fantástico? —se deshizo
en elogios mi madre, fantástica ella también con un entallado vestido estilo
años cincuenta de manga ranglán y estampado de cerezas. El pelo rubio le
enmarcaba su preciosa cara con unos rizos gruesos y brillantes. Había que
reconocerlo: con ella cualquier época resultaría glamurosa.
Siempre me han dicho que somos
iguales, pero tengo los ojos grises de mi padre y no los azules aciano de ella,
y las abundantes curvas me venían de la familia Reyes. Tenía un culo del que no
me libraría por mucho ejercicio que hiciese y unos pechos que me impedían ponerme
cualquier cosa sin bastante sostén. No dejaba de sorprenderme que Gideon
encontrara mi cuerpo tan irresistible cuando siempre le habían atraído las
morenas altas y delgadas.
Dejé el bolso y lo demás en el
taburete del mostrador de desayuno.
—¿Qué se celebra? —pregunté.
—Un evento para recaudar
fondos, del jueves en una semana.
Miré a Cary para que me
confirmara que él sería mi acompañante. Su gesto de aquiescencia me permitió
encogerme de hombros y decir:
—Vale.
Mi madre, radiante, sonrió
satisfecha. En mi honor, daba su apoyo a organizaciones benéficas para mujeres
y niños maltratados. Cuando los eventos eran formales, siempre adquiría
entradas para Cary y para mí.
—¿Vino? —preguntó Cary,
percibiendo claramente mi impaciencia.
Le lancé una mirada agradecida.
—Sí, por favor.
Cuando se dirigía a la cocina,
mi madre se me acercó con sus zapatos sin talón de suela roja y tiró de mí para
abrazarme.
—¿Has tenido un buen día?
—Más bien raro —respondí,
abrazándola a mi vez—. Me alegro de que se haya acabado.
—¿Tienes planes para el fin de
semana? —Se apartó, mirándome con recelo.
Eso me mosqueó.
—Puede.
—Cary me ha contado que estás
saliendo con alguien. ¿Quién es? ¿A qué se dedica?
—Mamá. —Fui derecha al grano—.
¿Todo bien? ¿Borrón y cuenta nueva? ¿O hay algo que quieras decirme?
Se movía inquieta, casi
retorciéndose las manos.
—Eva. No lo entenderás hasta
que no tengas hijos. Es aterrador. Y saber que están en peligro...
—Mamá.
—Y hay otros peligros que se
derivan de ser una mujer guapa —se apresuró a
continuar—.
Te relacionas con hombres importantes. Eso no siempre te da más seguridad...
—¿Y dónde están, mamá?
Se enfurruñó.
—No tienes por qué adoptar ese
tono conmigo. Sólo intentaba...
—Será mejor que te vayas —la
corté con voz gélida, con una frialdad que me salió de dentro.
—El Rolex —me pidió, y fue como
una bofetada en la cara.
Retrocedí tambaleándome,
tapándome instintivamente con la mano derecha el reloj que llevaba en la
izquierda, un preciado regalo de graduación de Stanton y mi madre. Abrigaba la
tonta y sentimental idea de regalárselo a mi hija, en el afortunado caso de que
llegara a tener una.
—Así que quieres joderme.
—Aflojé el broche, y el reloj cayó en la alfombra con un ruido seco—. Te has
pasado de la raya.
Se puso colorada.
—Eva, estás exagerando. No...
—¿Exagerando? ¡Ja! Dios mío,
eso sí que tiene gracia. De verdad. —Le puse dos dedos apretados delante de la
cara—. Estoy por llamar a la policía. Y me dan ganas de denunciarte por
invasión de la intimidad.
—¡Soy tu madre! —Su voz se fue
apagando, con un tono de súplica—. Mi deber es cuidar de ti.
—Tengo veinticuatro años —dije
fríamente—. Según la ley, sé cuidar de mí misma.
—Eva Lauren...
—No. —Levanté las manos y volví
a bajarlas—. No sigas. Me marcho, porque estoy tan cabreada que no puedo ni
mirarte. Y no quiero saber nada de ti a menos que te disculpes sinceramente.
Hasta que no reconozcas que te has equivocado, no puedo confiar en que no vayas
a volver a hacerlo.
Fui a la cocina y cogí el
bolso, cruzando la mirada con Cary justo cuando salía con una bandeja de copas
de vino.
—Hasta luego.
—¡No puedes irte así! —gritó mi
madre, claramente al borde de uno de sus arrebatos emocionales. No estaba yo
para eso. Y menos en aquel momento.
—Mira cómo lo hago —dije entre
dientes.
Mi condenado Rolex. Me dolía
sólo de pensarlo, porque ese regalo había significado mucho para mí. Ahora ya
no significaba nada.
—Deja que se vaya, Monica
—intervino Cary, en voz baja y tranquilizadora. Nadie manejaba la histeria
mejor que él. Era una putada dejarle con mi madre, pero tenía que marcharme. Si
me iba a mi habitación, ella se pondría a llorar y a suplicar en la puerta
hasta que me diera algo. No soportaba verla de aquella manera, no soportaba
hacerle sentir de aquella manera.
Salí de mi apartamento y me
dirigí al de Gideon de al lado, apresurándome a entrar antes de que me anegara
en lágrimas o mi madre saliera detrás de mí. No podía ir a ninguna otra parte.
No podía dejarme ver neurótica y hecha un mar de lágrimas. Mi madre no era la
única que me tenía bajo vigilancia. Puede que también la policía, Deanna
Jonhson e incluso algún paparazzi.
Llegué hasta el sofá de Gideon,
me tumbé boca abajo cuan larga era y dejé que fluyeran las lágrimas.
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