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Atada a Tí - Silvia Day - Capítulo 6

Me desperté con un sudor frío que me martilleaba el corazón violentamente. Estaba acostada en la cama del dormitorio principal, jadeando, despertándome de las profundidades del sueño.
—¡Quítate de encima!
Gideon. ¡Dios mío!
—¡No me toques!
Retirando la ropa de la cama, me levanté como pude y corrí por el pasillo hasta la habitación de invitados. Busqué frenéticamente el interruptor de la luz y lo pulsé con la palma de la mano. La luz inundó la habitación y vi a Gideon retorciéndose en la cama, con las sábanas enredadas en las piernas.
—¡No, por favor! ¡Oh, Dios...! —Arqueaba la espalda y se agarraba con fuerza a la sábana bajera—. ¡Duele!
—¡Gideon!
Le daban fuertes sacudidas. Corrí hacia la cama, con el corazón en un puño al verle colorado y empapado de sudor. Le puse una mano en el pecho.
—¡Joder, que no me toques! —dijo entre dientes, agarrándome la muñeca y apretando tanto que grité del daño que me hizo. Tenía los ojos abiertos, pero desenfocados, atrapado aún en su pesadilla.
—¡Gideon! —Yo forcejeaba, intentando soltarme.
Se incorporó de golpe, con la respiración agitada y la mirada extraviada.
—Eva.
Soltándome como si le quemara, se apartó el pelo húmedo de la cara y saltó de la cama.
—Dios mío, Eva... ¿te he hecho daño?
Me sostuve la muñeca con la otra mano y negué con la cabeza.
—Déjame ver —dijo con voz ronca, acercándoseme con manos trémulas.
Bajé los brazos, fui hacia él y le estreché con todas mis fuerzas, apretando la mejilla contra su pecho resbaladizo de sudor.
—Cielo. —Se aferró a mí, temblando—. Lo siento.
—Shh. No pasa nada, cariño.
—Abrázame —susurró, desplomándose en el suelo conmigo—. No me sueltes.
—Nunca —prometí con voz queda, susurrándole con los labios en la piel—. Nunca.
Le preparé un baño y luego me metí en la bañera triangular con él. Me senté detrás de él en el peldaño más alto, le lavé el pelo y le froté el pecho y la espalda con mis manos enjabonadas, quitándole el gélido sudor de la pesadilla. Dejó de tiritar con el agua caliente, pero algo tan sencillo no podía arrancarle la sombría desolación de sus ojos.
—¿Has hablado con alguien de tus pesadillas? —pregunté, escurriendo el agua templada de la esponja sobre su hombro.
Él negó con la cabeza.
—Ya va siendo hora —dije con dulzura—. Y yo soy tu chica.
Tardó un buen rato en responder.
—Eva, ¿tus pesadillas son reflejo de hechos reales? ¿O tu mente los tergiversa? ¿Los cambia?
—En su mayoría son recuerdos. Realistas. ¿Las tuyas no?
—No siempre. A veces son diferentes. Como imaginaciones.
Tardé un minuto en asimilar lo que acababa de decirme, y pensé que ojalá tuviera la formación y el conocimiento para poder ayudarle de verdad. Pero lo único que podía hacer era quererle y escucharle. Confiaba en que eso fuera suficiente, porque sus pesadillas me desgarraban el alma como seguro que le sucedía a él.
—¿Y cambian en un sentido positivo o negativo?
—Me defiendo —respondió en voz baja.
—¿Y aun así te hace daño?
—Sí, aun así gana él, pero resisto todo lo que puedo.
Empapé de nuevo la esponja y volví a escurrirle el agua por encima, procurando llevar un ritmo relajante.
—No deberías ser tan duro contigo mismo. No eras más que un niño.
—Igual que tú.
Cerré los ojos con fuerza lamentando que Gideon hubiera visto las fotos y los vídeos que Nathan había hecho de mí.
—Nathan era un sádico. Luchar contra el dolor es natural, y eso es lo que yo hice. No se trata de valentía.
—Ojalá me hubiera hecho más daño —soltó—. Odio que me hiciera disfrutar.
—No disfrutaste, sentiste placer, que no es lo mismo. Gideon, nuestro cuerpo reacciona a las cosas de manera instintiva, incluso cuando conscientemente no queremos que lo haga. —Le abracé por atrás, apoyando la barbilla encima de su cabeza—. Se trataba del ayudante de tu terapeuta, alguien en quien se suponía que podías confiar. Tenía la formación necesaria para fastidiarte la cabeza.
—No lo entiendes.
—Pues explícamelo.
—Él... me sedujo. Y yo le dejé. No podía obligarme, pero se aseguró de que no me resistiera.
Le apoyé la mejilla en la sien y presioné.
—¿Te preocupa ser bisexual? Si lo fueras, no me escandalizaría.
—No. —Giró la cabeza y su boca se posó en la mía, sacando las manos del agua para entrelazarnos los dedos—. Nunca me han atraído los hombres, pero saber que me aceptarías aunque así fuera... En estos momentos te quiero tanto que me hace daño.
—Amor mío. —Le besé con dulzura. Abrimos la boca y nuestros labios se soldaron—. Sólo quiero que seas feliz. A ser posible conmigo. Y, de verdad, quiero que dejes de torturarte por lo que te han hecho. Te violaron. Fuiste una víctima y ahora eres un superviviente. No hay nada de lo que avergonzarse.
Se giró y me hundió más en el agua.
Me acomodé a su lado, con una mano en su muslo.
—¿Podemos hablar de algo... sexual?
—Claro.
—Una vez me dijiste que no te va el juego anal. —Noté que se ponía tenso—. Pero tú..., nosotros...
—Te he metido los dedos y la lengua —dijo, observándome. El cambio de tema le
había alterado, la duda había dado paso a una serena autoridad—. Te gustó.
—¿Y a ti? —pregunté, antes de que me faltara valor.
Resoplaba; las mejillas le brillaban por el agua caliente, y con el pelo mojado echado hacia atrás se le veía la cara entera.
Tras un largo silencio, temí que no fuera a contestarme.
—A mí me gustaría dártelo, Gideon, si tú quieres.
Cerró los ojos.
—Cielo.
Deslicé una mano entre sus piernas y le abarqué la pesada bolsa. Estiré el dedo corazón por debajo de él, frotándole ligeramente la fruncida abertura. Él se sacudió con fuerza, cerrando las piernas de golpe, llevando el agua hasta el borde de la bañera. Noté en el antebrazo que la verga se le ponía como una piedra.
Saqué la mano que tenía aprisionada y me apoderé de aquella erección, acariciándosela, besándole en la boca cuando gimió.
—Haré cualquier cosa por ti. En nuestra cama no hay límites. Ni recuerdos. Sólo nosotros dos. Tú y yo. Y el amor. El amor que nos tenemos.
Me clavó la lengua en la boca, aventurándose en ella con avidez, casi con furia. Me apretó la cintura con una mano; la otra la posó sobre la mía, animándome a que le oprimiera más.
Las suaves olas que se producían en el agua lamían los bordes de la bañera mientras yo le bombeaba la erección. Oírle gemir me endureció los pezones.
—Tu placer me pertenece —le susurré en la boca—. Si no me lo das, lo tomaré yo.
Echó la cabeza hacia atrás y bramó.
—Haz que me corra.
—De la forma que tú quieras —me comprometí.
—Ponte la corbata azul. La que hace juego con tus ojos. —Alcanzaba a ver perfectamente el vestidor, donde Gideon estaba eligiendo el traje con el que terminar la semana.
Él dirigió la mirada hacia donde yo me encontraba sentada en el borde de la cama del dormitorio principal, con una taza de café entre las manos.
—Me chiflan tus ojos —le dije, encogiendo los hombros alegremente—. Son preciosos.
Cogió una corbata del perchero y salió de nuevo al dormitorio con un traje gris grafito doblado en el antebrazo. Sólo tenía puestos unos calzoncillos bóxer negros, concediéndome el privilegio de admirar su musculoso y macizo cuerpo y su tersa piel dorada.
—Es increíble la cantidad de veces que pensamos lo mismo —dijo—. He cogido este traje porque el color me recuerda a tus ojos.
Aquello me hizo sonreír. Balanceé las piernas, tan henchida de amor y felicidad que no podía parar quieta
Gideon dejó la ropa encima de la cama y vino hacia mí. Eché la cabeza hacia atrás para mirarle y el corazón me latía fuerte y seguro.
Me puso las manos a ambos lados de la cabeza y me pasó los pulgares por las cejas.
—Un precioso gris de tormenta. Y muy expresivos.
—Una ventaja de lo más injusta la tuya. Para ti soy como un libro abierto, mientras
que tú tienes la mejor cara de póquer que he visto en mi vida.
Se inclinó y me besó en la frente.
—Y, sin embargo, contigo, no hay vez que me salga con la mía.
—Eso lo dirás tú. —Le observé mientras empezaba a vestirse—. Oye, me gustaría que hicieras algo por mí.
—Lo que quieras.
—Si tienes que salir con alguien y no puedo ser yo, llévate a Ireland.
Se detuvo en el acto de abotonarse la camisa.
—Tiene diecisiete años, Eva.
—¿Y? Tu hermana es una mujer guapísima y con estilo que te adora. Será un motivo de un orgullo para ti.
Suspirando, cogió los pantalones.
—No me la imagino sino aburrida en los pocos eventos que resulten apropiados para ella.
—Dijiste que se aburriría cenando en mi casa y te equivocaste.
—Porque estabas —argumentó, subiéndose los pantalones—. Se lo pasó bien contigo.
Tomé un sorbo de café.
—No me has contestado —le recordé.
—No tengo ningún problema en ir solo, Eva. Y ya te he dicho que no pienso volver a ver a Corinne.
Le miré por encima del borde de mi taza de café sin decir nada.
Gideon se metió los faldones de la camisa entre el pantalón con evidente frustración.
—De acuerdo.
—Gracias.
—Al menos podrías abstenerte de sonreír como el gato Cheshire —rezongó.
—Podría.
Se quedó callado, deslizando sus ojos entrecerrados hasta donde se me había abierto la bata dejándome al descubierto las piernas desnudas.
—Ni se te ocurra, campeón. Ya he accedido esta mañana.
—¿Tienes pasaporte? —preguntó.
Arrugué el ceño.
—Sí. ¿Por qué?
Asintiendo enérgicamente, cogió la corbata que tanto me gustaba.
—Vas a necesitarlo.
Me entró un hormigueo de entusiasmo.
—¿Para qué?
—Para viajar.
—Ya. —Me deslicé de la cama hasta levantarme—. ¿Para viajar adónde?
Con un brillo de picardía en los ojos, se anudó la corbata rápida y hábilmente.
—A algún lugar.
—¿Piensas embarcarme hacia territorio desconocido?
—Ya me gustaría —murmuró—. Tú y yo en una isla tropical desierta donde tú estarías siempre desnuda y yo podría colarme dentro de ti a todas horas.
Me puse una mano en la cadera y le lancé una mirada.
—Morena y patizamba. Muy sexy.
Se echó a reír y a mí se me encogieron los dedos de los pies en la alfombra.
—Quiero verte esta noche —dijo, al tiempo que se ponía el chaleco.
—Tú lo que quieres es metérmela otra vez.
—Bueno, me dijiste que no parase. Varias veces.
Resoplé, dejé el café encima de la mesilla y me quité la bata. Desnuda, crucé la habitación, esquivándole cuando intentó agarrarme. Estaba abriendo un cajón para elegir uno de los preciosos conjuntos de Carine Gilson de braga y sujetador de los que él guardaba para mí, cuando se me acercó por detrás, deslizó los brazos por debajo de los míos y me abarcó los pechos con ambas manos.
—Si quieres, te lo recuerdo —ronroneó.
—¿No tienes que ir a trabajar? Porque yo sí.
Gideon se apretó contra mi espalda.
—Ven a trabajar conmigo.
—¿Y servirte el café mientras espero a que me folles?
—Lo digo en serio.
—Yo también. —Me di la vuelta con tanta rapidez para mirarle de frente que tiré mi bolso al suelo—. Tengo un trabajo que me encanta, y lo sabes.
—Y eres muy buena. —Me agarró por los hombros—. Sé buena trabajando para mí.
—No puedo, por la misma razón que no quise que me ayudara mi padrastro. ¡Quiero conseguir las cosas por mí misma!
—Lo sé, y lo respeto. —Me acarició los brazos—. Yo también me labré mi propio camino, aunque el nombre de Cross fuera una losa. No te ahorraría esfuerzo, ni conseguirías nada que no te hubieras ganado.
Contuve el ramalazo de compasión que sentí por el sufrimiento de Gideon a causa de su padre, un estafador a lo «esquema Ponzi» que se quitó la vida antes que cumplir condena en la cárcel.
—¿En serio piensas que alguien se va a creer que he conseguido el trabajo por mis propios méritos y no porque sea la chica con la que andas ahora?
—Calla. —Me zarandeó—. Estás cabreada y me parece bien, pero no hables así de nosotros.
Seguí presionándole.
—Lo harán los demás.
Gruñendo, me soltó.
—Te apuntaste a un CrossTrainer a pesar de que tienes Equinox y el Krav Maga. Explícame por qué.
Me giré para ponerme unas bragas porque no quería estar en cueros mientras discutíamos.
—Eso es diferente.
—No lo es.
Me volví de nuevo hacia él, pisando algunas de las cosas que se me habían caído del bolso, lo cual me enfureció aún más.
—Waters Field & Leaman no hace la competencia a Cross Industries. ¡Tú mismo utilizas sus servicios!
—¿Crees que nunca trabajarás en alguna campaña para algún competidor mío?
Me impedía pensar con claridad, allí plantado con el chaleco sin abrochar y su impecable corbata. Era hermoso, vehemente y todo lo que yo siempre había deseado, lo cual me hacía casi imposible negarle nada.
—Ésa no es la cuestión. No me alegraría, Gideon —dije en voz baja y con sinceridad.
—Ven aquí. —Abrió los brazos y me estrechó cuando me abandoné en ellos. Me habló con los labios pegados en mi sien—. Algún día el «Cross» de Cross Industries no se referirá sólo a mí.
Mi ira y mi frustración se aplacaron.
—¿Podríamos dejarlo para otro momento?
—Una última cosa: puedes solicitar un empleo como cualquier otra persona, si así es como quieres hacerlo. No me entrometeré. Si lo consigues, trabajarías en una planta distinta del Crossfire e irías ascendiendo por tus propios medios. El que progreses no dependerá de mí.
—Es importante para ti. —No era una pregunta.
—Claro que lo es. Queremos construirnos un futuro juntos. Éste sería un paso natural en esa dirección.
Asentí a regañadientes.
—Tengo que ser independiente.
Me puso una mano en la nuca y me acercó a él.
—No olvides lo que más importa. Si trabajas duramente y demuestras capacidad y talento, eso es por lo que la gente te juzgará.
—Tengo que prepararme para ir a trabajar.
Gideon me escrutó la cara y me besó con ternura.
Me soltó y yo me agaché a coger mi bolso. Entonces me di cuenta de que había pisado la polvera y se había roto. No me importó mucho, porque siempre podía comprar otra en Sephora de camino a casa. Lo que me heló la sangre fue el cable eléctrico que sobresalía del plástico resquebrajado.
Gideon se inclinó a ayudarme. Levanté la mirada hacia él.
—¿Qué es esto?
Me cogió la polvera y rompió un poco más la caja hasta sacar un microchip con una pequeña antena.
—Un micrófono, quizá. O un dispositivo de localización.
Le miré horrorizada.
¿La policía? —pregunté, moviendo los labios en silencio.
—Tengo inhibidores de señales en el apartamento —respondió, sorprendiéndome aún más—. Y no. Ningún juez habría autorizado que te pusieran un micrófono de escucha. No hay nada que lo justifique.
—¡Jesús! —Me caí de culo, notando que me mareaba.
—Pediré a mi gente que lo examine. —Se puso de rodillas y me quitó el pelo de la cara—. ¿Podría haber sido tu madre?
Le miré con expresión de impotencia.
—Eva...
—Dios mío, Gideon. —Levanté una mano, impidiendo que se acercara, y cogí el teléfono con la otra. Llamé a Clancy, el guardaespaldas de mi padrastro, y en cuanto respondió, le pregunté:
—¿Has sido tú el que me ha colocado un micrófono en la polvera?
Hubo un silencio.
—Es un dispositivo de localización, no un micrófono. Sí.
—¡Joder, Clancy!
—Es mi trabajo.
—¡Pues vaya mierda de trabajo! —solté, imaginándomelo. Clancy era puro músculo. Llevaba su sucio pelo rubio cortado al rape y la imagen que transmitía era la de ser alguien sumamente peligroso. Pero a mí no me asustaba—. Eso es una gilipollez, y lo sabes.
—Cuando Nathan Barker apareció de nuevo, su seguridad se convirtió en un asunto muy preocupante. Él era escurridizo, así que tenía que controlaros a los dos. En cuanto se confirmó que había muerto, apagué el receptor.
Cerré los ojos con fuerza.
—¡No se trata del puñetero localizador! Ése no es el problema. Es el hecho de que me mantengáis en la ignorancia lo que me parece fatal en muchos sentidos. Me siento como si no se respetara mi intimidad, Clancy.
—Me hago cargo, pero la señora Stanton no quería que usted se preocupara.
—¡Soy una persona adulta! Soy yo quien decide si me preocupo o no. —Lancé una mirada a Gideon cuando dije eso, porque lo que estaba diciendo también iba por él.
Por su mirada supe que se había dado por enterado.
—No seré yo quien se lo discuta —replicó Clancy con brusquedad.
—Estás en deuda conmigo —le dije, sabiendo perfectamente cómo iba a cobrármela—. Y mucho.
—Ya sabe dónde me tiene.
Interrumpí la llamada y envié un mensaje de texto a mi madre: «Tenemos que hablar».
Decepcionada, encorvé los hombros de pura frustración.
—Cielo.
Le lancé una mirada de advertencia.
—No se te ocurra buscar excusas, ni para ti ni para ella.
Había ternura y preocupación en su mirada, pero el gesto de la mandíbula delataba firmeza.
—Yo estaba allí cuando te dijeron que Nathan se encontraba en Nueva York. Vi cómo se te demudó el rostro. ¿Quién de los que te quieren no haría cualquier cosa para protegerte de algo así?
Me resultaba difícil asumirlo, porque no podía negar que me alegraba de no haber sabido nada de Nathan hasta después de su muerte. Pero tampoco quería que me protegieran de todo lo malo. Era parte de la vida también.
Le busqué la mano y se la agarré con fuerza.
—Yo siento lo mismo respecto de ti.
—Yo me he ocupado de mis demonios.
—Y de los míos. —Pero seguíamos durmiendo separados—. Quiero que vuelvas a ver al doctor Petersen —dije en voz baja.
—Fui el martes.
—¿Ah, sí? —No pude ocultar mi sorpresa al saber que había seguido realizando sus actividades regulares.
—Sí, y sólo me he perdido una cita.
Cuando mató a Nathan...
Me pasó el pulgar por el dorso de la mano.
—Ahora sólo estamos tú y yo —dijo, como si me hubiera adivinado el pensamiento.
Quería creerlo.
Llegué a rastras al trabajo, lo que no era un buen augurio para el resto del día. Al menos era viernes y podría dedicar el fin de semana a no hacer nada, lo que, sin duda, el domingo por la mañana sería totalmente necesario si la juerga se alargaba mucho el sábado por la noche. Hacía siglos que no me iba de farra con un grupo de amigas y me apetecía tomarme unas cuantas copas.
En las últimas cuarenta y ocho horas me había enterado de que mi novio había matado a mi violador, de que un exnovio confiaba en llevarme a la cama, de que una examiga de mi novio quería desprestigiarle en la prensa y de que mi madre me había puesto un microchip como si fuera un puñetero perro.
Francamente, ¿hasta dónde podía aguantar una chica?
—¿Preparada para mañana? —inquirió Megumi, después de abrirme las puertas de cristal.
—Por supuesto. Mi amiga Shawna me mandó un mensaje esta mañana diciéndome que también se apunta. —Conseguí esbozar una genuina sonrisa—. He pedido una limusina para todas nosotras. Ya sabes..., una de esas que te llevan a todos los sitios VIP, seguridad incluida.
—¿Qué? —No podía disimular su entusiasmo, pero aun así tenía que preguntar—: ¿Y eso cuánto cuesta?
—Nada. Es un favor de un amigo.
—Menudo favor. —Su sonrisa me alegró a mí también—. ¡Va a ser alucinante! Ya me lo contarás todo a la hora de la comida.
—De acuerdo. Espero que tú me cuentes cómo te fue ayer el almuerzo.
—Hablamos de señales contradictorias, ¿verdad? ¿Sólo nos estamos divirtiendo y viene a buscarme al trabajo? Jamás se me ocurriría presentarme en la oficina de un tío para un almuerzo espontáneo si sólo estuviéramos teniendo un rollete.
—¡Hombres! —exclamé, solidarizándome con ella, aunque reconociera que me sentía muy agradecida por el que yo consideraba mío.
Me dirigí a mi mesa y me dispuse a empezar la jornada. Cuando vi las fotos enmarcadas de Gideon y yo en el cajón, me sorprendió la necesidad que sentí de comunicarme con él. Diez minutos después, ya le había pedido a Angus que enviara a la oficina de Gideon un ramo de rosas negras mágicas con la nota:
«Me tienes hechizada.
No he dejado de pensar en ti».
Mark vino a mi cubículo justo cuando estaba cerrando la ventana del buscador. En cuanto le vi la cara supe que no estaba muy entusiasmado, precisamente.
—¿Café? —le pregunté.
Él asintió y yo me levanté. Nos dirigimos juntos a la sala de descanso.
—Shawna estuvo en casa anoche —empezó—. Dice que vais a salir mañana por la noche.
—Sí. ¿Te parece bien?
—¿Que si me parece bien qué?
—Que tu cuñada y yo salgamos por ahí —le recordé.
—Ah... sí, claro, ¿cómo no? —Se pasó una mano nerviosa por sus cortos y oscuros rizos—. Me parece fenomenal.
—Estupendo. —Sabía que le preocupaba algo más, pero no quería forzar las cosas—. Será divertido. Estoy deseando que llegue mañana.
—También ella. —Cogió dos cápsulas de café, mientras yo alcanzaba dos tazas del estante—. También está deseando que vuelva Doug. Y le proponga matrimonio.
—¡Vaya! ¡Eso es genial! Dos bodas en la familia en un año. A menos que tengas en mente un noviazgo largo...
Me dio a mí la primera taza de café y fui al frigorífico a por la leche.
—No va a suceder, Eva.
A Mark se le notaba el abatimiento en la voz y, cuando me di la vuelta para mirarle, tenía la cabeza gacha.
Le di unas palmadas en el hombro.
—¿Se lo has propuesto?
—No. ¿Para qué? Le preguntó a Shawna si Doug y ella querían tener hijos enseguida, dado que ella aún está estudiando, y cuando le respondió que no, empezó a soltarle una perorata sobre que el matrimonio es para las parejas que buscan formar una familia, que, si no, es mejor no complicarse la vida. Es la misma mierda que le solté yo en su momento.
Le rodeé y fui a echarme leche en el café.
—Mark, si no se lo preguntas, nunca sabrás la respuesta de Steven.
—Tengo miedo —reconoció, con la mirada fija en su taza humeante—. Quiero más de lo que ya tenemos, pero no quiero estropear lo que tenemos. Si la respuesta es no y cree que esperamos cosas diferentes de nuestra relación...
—Eso, jefe, es vender la leche antes de ordeñar la vaca.
—¿Y si no puedo vivir con el no?
Ah... Yo podía responder a eso.
—¿Y podrías vivir con la incertidumbre?
Negó con la cabeza.
—Entonces tienes que decirle todo lo que me has dicho a mí —dije muy seria.
Hizo una mueca.
—Perdona que siga mareándote con todo esto, pero me haces ver las cosas con más perspectiva.
—Tú sabes lo que tienes que hacer. Lo que te hace falta es que te den un empujoncito. Y yo siempre estoy lista para esa tarea.
Sonrió de oreja a oreja.
—Hoy mejor no trabajamos en la campaña del abogado matrimonialista.
—¿Qué te parece si lo hacemos en la de la compañía aérea? —sugerí—. Tengo algunas ideas.
—De acuerdo. Vamos allá.
Nos pusimos las pilas durante toda la mañana, y me sentí revitalizada por los progresos que habíamos hecho. Quería mantener a Mark tan ocupado que no tuviera tiempo de preocuparse. Para mí el trabajo era una panacea, y enseguida me di cuenta de que también lo era para él.
Habíamos recogido para irnos a almorzar y me había pasado por mi cubículo a dejar
la tableta cuando vi un sobre de correo interno encima de mi mesa. El pulso se me aceleró con la emoción y las manos me temblaban ligeramente cuando desaté el fino bramante y saqué la tarjeta.
«TÚ ERES LA MAGIA.
TÚ HACES QUE LOS SUEÑOS
SE CONVIERTAN EN REALIDAD».
Me apreté la tarjeta contra el pecho, deseando que ojalá estuviera abrazando al que había escrito aquella nota. Estaba pensando en esparcir pétalos de rosa por la cama cuando sonó el teléfono de mi mesa. No me sorprendió del todo oír la voz entrecortada del bombón de mi madre al otro extremo.
—Eva. Clancy me ha llamado. Por favor, no te enfades. Tienes que comprender...
—Lo comprendo. —Abrí el cajón y me guardé la preciosa nota de Gideon en el bolso—. La cuestión es ésta, que ya no puedes venirme con el pretexto de Nathan. Si vuelves a meter más micrófonos, dispositivos de localización o lo que sea entre mis cosas, que Dios te pille confesada. Porque te prometo que como encuentre alguna cosa más, nuestra relación se resentirá definitivamente.
Ella suspiró.
—¿Podemos hablar en persona, por favor? Voy a almorzar con Cary por ahí, pero te esperaré hasta que llegues a casa.
—De acuerdo. —La irritación que me reconcomía se disipó con la misma rapidez que había empezado. Me encantaba que mi madre tratara a Cary como el hermano que era para mí. Ella le daba el cariño maternal que nunca había tenido. Y los dos eran tan frívolos y amigos de la moda que juntos se lo pasaban siempre de miedo.
—Te quiero, Eva. Más que a nada en el mundo.
Suspiré.
—Lo sé, mamá. Yo también a ti.
Vi que tenía una llamada de recepción por la otra línea, así que me despedí de mi madre y respondí.
—Hola. —Megumi hablaba susurrando en voz baja—. La moza que hace tiempo vino a buscarte, esa a la que no querías ver, está aquí otra vez preguntando por ti.
Fruncí el ceño, tratando de comprender de qué me estaba halando.
—¿Magdalene Perez?
—Exacto. La misma. ¿Qué hago?
—Nada. —Me levanté. A diferencia de la última vez en que la amiga-que-quería-ser-algo-más de Gideon había venido a verme, me sentía preparada para tratar con ella—. Voy para allá.
—¿Puedo espiar?
—¡Ja! Bajaré en un minuto. No tardaremos, luego nos iremos a almorzar.
Me pinté los labios por pura vanidad, me colgué el bolso en el hombro y me dirigí a la entrada. Pensar en la nota de Gideon me puso una sonrisa en la cara con la que saludé a Magdalene cuando me la encontré en la zona de espera. Se puso de pie en cuanto me vio, con un aspecto tan increíble que no pude por menos de admirarla.
Cuando la conocí, tenía el pelo largo y liso, como Corinne Giroux. Ahora llevaba un clásico corte a lo chico que hacía resaltar la exótica belleza de su rostro. Vestía unos pantalones color crema y una blusa sin mangas con un enorme lazo en la cintura. Unos pendientes y un collar de perlas venían a completar su elegante atuendo.
—Magdalene. —Le indiqué con un gesto que volviera a sentarse y me dirigí al sillón que había al otro lado de la pequeña mesa de entrevistas—. ¿Qué te trae por aquí?
—Perdona que te interrumpa en el trabajo, Eva, pero he venido a ver a Gideon y he pensado hacer un alto aquí también. Quiero preguntarte algo.
—Oh. —Dejé el bolso a un lado, crucé las piernas y me estiré mi falda color burdeos. Me sentaba mal que ella pudiera pasar tiempo con mi novio abiertamente cuando yo no podía hacerlo. Tenía que ser así.
—Una periodista se ha pasado hoy por mi oficina y me ha hecho preguntas personales sobre Gideon.
Apreté las puntas de los dedos en el acolchado del brazo del sillón.
—¿Deanna Johnson? No le habrás dicho nada, ¿verdad?
—Claro que no. —Magdalene se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas. Había inquietud en aquellos ojos oscuros—. Contigo ya ha hablado.
—Lo ha intentado.
—Es su tipo —señaló, observándome.
—Ya me había dado cuenta —respondí.
—El tipo con el que no dura mucho tiempo. —Torció sus carnosos labios rojos como arrepintiéndose—. Gideon le ha dicho a Corinne que es mejor que sean amigos a distancia, más que sociales. Pero creo que eso ya lo sabes.
Me invadió una ola de placer al oír aquello.
—¿Cómo iba a saberlo?
—Seguro que tienes tus medios —respondió con un brillo de divertida complicidad en los ojos.
Curiosamente, me sentía cómoda con ella. Quizá porque se la veía muy tranquila, lo que no había sucedido en las anteriores ocasiones en que nos habíamos cruzado.
—Parece que te va bien.
—Lo intento. En mi vida hubo una persona a quien consideraba un amigo pero resultó ser venenoso. Sin él a mi alrededor, soy capaz de pensar otra vez. —Se enderezó—. He empezado a salir con alguien.
—Me alegro por ti. —Por lo que a eso se refería, no podía sino desearle todo lo mejor. Christopher, el hermano de Gideon, la había utilizado de mala manera. Ella no sabía que yo lo sabía—. Espero que salga bien.
—Yo también. Gage es muy distinto a Gideon en muchos sentidos. Es uno de esos artistas introvertidos.
—Almas profundas.
—Sí, mucho. Creo. Espero llegar a saberlo con certeza. —Se levantó—. Bueno, no quiero entretenerte más. Me preocupaba lo de la periodista y quería hablarlo contigo.
Le corregí al tiempo que me levantaba yo también.
—Te preocupaba que yo hablara de Gideon con la periodista.
Ella no lo negó.
—Adiós, Eva.
—Adiós. —Me quedé mirándola mientras salía por las puertas de cristal.
—No ha estado tan mal —dijo Megumi, acercándoseme—. Nada de arañazos ni
amenazas.
—Veremos a ver lo que dura.
—¿Lista para almorzar?
—Me muero de hambre. Vamos.
Cuando entré por la puerta de mi casa cinco horas y media más tarde, Cary, mi madre y un deslumbrante vestido de gala de Nina Ricci extendido en el sofá me dieron la bienvenida.
—¿No es fantástico? —se deshizo en elogios mi madre, fantástica ella también con un entallado vestido estilo años cincuenta de manga ranglán y estampado de cerezas. El pelo rubio le enmarcaba su preciosa cara con unos rizos gruesos y brillantes. Había que reconocerlo: con ella cualquier época resultaría glamurosa.
Siempre me han dicho que somos iguales, pero tengo los ojos grises de mi padre y no los azules aciano de ella, y las abundantes curvas me venían de la familia Reyes. Tenía un culo del que no me libraría por mucho ejercicio que hiciese y unos pechos que me impedían ponerme cualquier cosa sin bastante sostén. No dejaba de sorprenderme que Gideon encontrara mi cuerpo tan irresistible cuando siempre le habían atraído las morenas altas y delgadas.
Dejé el bolso y lo demás en el taburete del mostrador de desayuno.
—¿Qué se celebra? —pregunté.
—Un evento para recaudar fondos, del jueves en una semana.
Miré a Cary para que me confirmara que él sería mi acompañante. Su gesto de aquiescencia me permitió encogerme de hombros y decir:
—Vale.
Mi madre, radiante, sonrió satisfecha. En mi honor, daba su apoyo a organizaciones benéficas para mujeres y niños maltratados. Cuando los eventos eran formales, siempre adquiría entradas para Cary y para mí.
—¿Vino? —preguntó Cary, percibiendo claramente mi impaciencia.
Le lancé una mirada agradecida.
—Sí, por favor.
Cuando se dirigía a la cocina, mi madre se me acercó con sus zapatos sin talón de suela roja y tiró de mí para abrazarme.
—¿Has tenido un buen día?
—Más bien raro —respondí, abrazándola a mi vez—. Me alegro de que se haya acabado.
—¿Tienes planes para el fin de semana? —Se apartó, mirándome con recelo.
Eso me mosqueó.
—Puede.
—Cary me ha contado que estás saliendo con alguien. ¿Quién es? ¿A qué se dedica?
—Mamá. —Fui derecha al grano—. ¿Todo bien? ¿Borrón y cuenta nueva? ¿O hay algo que quieras decirme?
Se movía inquieta, casi retorciéndose las manos.
—Eva. No lo entenderás hasta que no tengas hijos. Es aterrador. Y saber que están en peligro...
—Mamá.
—Y hay otros peligros que se derivan de ser una mujer guapa —se apresuró a
continuar—. Te relacionas con hombres importantes. Eso no siempre te da más seguridad...
—¿Y dónde están, mamá?
Se enfurruñó.
—No tienes por qué adoptar ese tono conmigo. Sólo intentaba...
—Será mejor que te vayas —la corté con voz gélida, con una frialdad que me salió de dentro.
—El Rolex —me pidió, y fue como una bofetada en la cara.
Retrocedí tambaleándome, tapándome instintivamente con la mano derecha el reloj que llevaba en la izquierda, un preciado regalo de graduación de Stanton y mi madre. Abrigaba la tonta y sentimental idea de regalárselo a mi hija, en el afortunado caso de que llegara a tener una.
—Así que quieres joderme. —Aflojé el broche, y el reloj cayó en la alfombra con un ruido seco—. Te has pasado de la raya.
Se puso colorada.
—Eva, estás exagerando. No...
—¿Exagerando? ¡Ja! Dios mío, eso sí que tiene gracia. De verdad. —Le puse dos dedos apretados delante de la cara—. Estoy por llamar a la policía. Y me dan ganas de denunciarte por invasión de la intimidad.
—¡Soy tu madre! —Su voz se fue apagando, con un tono de súplica—. Mi deber es cuidar de ti.
—Tengo veinticuatro años —dije fríamente—. Según la ley, sé cuidar de mí misma.
—Eva Lauren...
—No. —Levanté las manos y volví a bajarlas—. No sigas. Me marcho, porque estoy tan cabreada que no puedo ni mirarte. Y no quiero saber nada de ti a menos que te disculpes sinceramente. Hasta que no reconozcas que te has equivocado, no puedo confiar en que no vayas a volver a hacerlo.
Fui a la cocina y cogí el bolso, cruzando la mirada con Cary justo cuando salía con una bandeja de copas de vino.
—Hasta luego.
—¡No puedes irte así! —gritó mi madre, claramente al borde de uno de sus arrebatos emocionales. No estaba yo para eso. Y menos en aquel momento.
—Mira cómo lo hago —dije entre dientes.
Mi condenado Rolex. Me dolía sólo de pensarlo, porque ese regalo había significado mucho para mí. Ahora ya no significaba nada.
—Deja que se vaya, Monica —intervino Cary, en voz baja y tranquilizadora. Nadie manejaba la histeria mejor que él. Era una putada dejarle con mi madre, pero tenía que marcharme. Si me iba a mi habitación, ella se pondría a llorar y a suplicar en la puerta hasta que me diera algo. No soportaba verla de aquella manera, no soportaba hacerle sentir de aquella manera.
Salí de mi apartamento y me dirigí al de Gideon de al lado, apresurándome a entrar antes de que me anegara en lágrimas o mi madre saliera detrás de mí. No podía ir a ninguna otra parte. No podía dejarme ver neurótica y hecha un mar de lágrimas. Mi madre no era la única que me tenía bajo vigilancia. Puede que también la policía, Deanna Jonhson e incluso algún paparazzi.

Llegué hasta el sofá de Gideon, me tumbé boca abajo cuan larga era y dejé que fluyeran las lágrimas.

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