Gideon esbozó una sonrisa
abrumadora al tenderme una mano. Cuando alcancé a tocarle la palma con los
dedos, él me agarró y tiró de mí hacia dentro, acercándome hasta posar sus
labios delicadamente sobre los míos. La puerta se cerró a mis espaldas y él
alargó el brazo para echar la llave, aislándonos del mundo.
Le agarré un trozo de jersey.
—Te has puesto mi jersey
preferido.
—Lo sé. —De repente, en un
movimiento no exento de gracia, se agachó y se puso mi mano, que sostenía, en
el hombro.
—Ponte cómoda, cielo mío. Estos
tacones no te harán falta hasta que no estés lista para follar.
Mi sexo se contrajo con
anticipación.
—¿Y si ya lo estoy?
—No lo estás. Lo sabrás cuando
llegue el momento.
Trasladé el peso de mi cuerpo
de un pie a otro cuando Gideon me descalzaba.
—¿Ah, sí? ¿Cómo?
Alzó la cabeza y me miró con
aquellos ojos tan azules. Estaba casi de rodillas, quitándome los zapatos; sin
embargo, el control que tenía de sí mismo y de mí era innegable.
—Estaré metiendo mi polla
dentro de ti
Cambié el peso de mi cuerpo de
un pie a otro pero esta vez por otra razón. Sí, por favor.
Se enderezó, y de nuevo su
figura surgió imponente ante mí. Me pasó las yemas de los dedos por la mejilla.
—¿Qué tienes en la bolsa?
—¡Ah! —Me quité de la cabeza el
hechizo sexual con el que me había encandilado—. Un regalo para tu nueva casa.
Miré a mi alrededor. Aquella
vivienda era un reflejo de la mía. El apartamento era precioso y de lo más
acogedor. En parte esperaba un espacio semipermanente, provisto sólo de lo más
imprescindible. En cambio, era todo un hogar. Estaba iluminado con velas, que
proyectaban una cálida luz dorada sobre unos muebles que reconocí porque eran
de Gideon y míos.
Anonadada, apenas me di cuenta
cuando me cogió el regalo y el bolso de las manos. Descalza, le rodeé al ver
mis mesas auxiliares de centro y de rincón alrededor del sofá y las sillas; mi
mueble de salón con sus objetos decorativos y fotos enmarcadas de los dos
juntos; mis cortinas con su suelo no iluminado y sus lámparas de mesa.
En la pared, el lugar donde
colgaría mi televisor de pantalla plana, había una enorme foto de mí lanzándole
un beso, una copia mucho más grande de la que yo le regalé y que tenía en la
mesa de su despacho del Crossfire.
Me giré despacio, tratando de
asimilar todo aquello. Ya me había sorprendido de aquella forma anteriormente,
cuando recreó mi dormitorio en su ático, para proporcionarme un lugar conocido
adonde acudir en los momentos difíciles.
—¿Cuándo te has trasladado
aquí? —Me encantaba. La mezcla de lo moderno
tradicional
por mi parte y la elegancia del viejo mundo por la suya de alguna manera
resultaba perfecta. Había combinado los elementos adecuados para crear un
espacio que era... nosotros.
—La semana que Cary estuvo en
el hospital.
Me quedé mirándole.
—¿En serio?
Eso fue cuando Gideon empezó a
alejarse de mí, a rehuirme. Había comenzado a salir con Corinne otra vez y no
había manera de dar con él.
Instalarse en este lugar debió
de llevarle su tiempo también.
—Tenía que estar cerca de ti
—dijo distraídamente, mirando en la bolsa—. Tenía que asegurarme de que podía
llegar hasta ti con rapidez. Antes de que lo hiciera Nathan.
Me recorrió un escalofrío. En
la época en la que más lejos sentía a Gideon, él estaba físicamente cerca.
Velando por mí.
—Cuando te llamé desde el
hospital —dije, tragando saliva—, había alguien contigo.
—Raúl. Él se encargó de
coordinar el traslado. Tenía que estar todo terminado antes de que Cary y tú
volvierais a casa. —Me lanzó una mirada—. ¿Toallas, cielo? —preguntó, en tono
más que burlón.
Sacó de la bolsa las toallas
blancas con las palabras CROSSTRAINER bordadas en ellas. Las había adquirido en
el gimnasio. En aquel momento me lo imaginaba en un piso de soltero con lo más
básico. Ahora resultaban ridículas.
—Lo siento —me disculpé, sin
haberme recuperado aún de sus revelaciones sobre el apartamento—. Me había
hecho una idea muy diferente de este lugar.
Cuando alargué la mano para
coger las toallas, él las apartó.
—Tus regalos son siempre un
detalle. Cuéntame en qué pensabas cuando las compraste.
—Pensaba en hacer que pienses
en mí.
—No hay momento del día en que
no lo haga —susurró.
—Deja que te lo aclare: en mí,
toda caliente y sudorosa y ansiosa por estar contigo.
—Hummm..., algo con lo que
fantaseo a menudo.
De repente, me vino a la cabeza
el recuerdo de Gideon gratificándose en la ducha de mi casa. Realmente no había
palabras para describir lo alucinante que fue aquella visión.
—¿Piensas en mí cuando te la
pelas?
—Yo no me masturbo.
—¿Qué? ¡Venga ya! Todos los
tíos lo hacen.
Gideon me cogió la mano y
entrelazó sus dedos con los míos, luego me llevó a la cocina de donde emanaba
un aroma celestial.
—Hablemos de vino.
—¿Intentas conquistarme con
alcohol?
—No. —Me soltó y dejó la bolsa
con las toallas en la encimera—. Sé que la comida es el camino para llegarte al
corazón.
Me senté en un taburete igual
que los de mi apartamento, emocionada por aquella manera suya de hacerme sentir
en casa.
—¿Al corazón o a las bragas?
Él sonrió mientras me servía
una copa de vino tinto de una botella que había abierto previamente para que
respirase.
—No llevas bragas.
—Tampoco
llevo medias.
—Ten cuidado, Eva. —Gideon me
lanzó una mirada adusta—. O desbaratarás mi intento de seducirte como mandan
los cánones antes de montarte encima de todas las superficies planas de este
apartamento.
Se me secó la boca. La
expresión que tenía en los ojos cuando me alcanzó la copa de vino hizo que me
ruborizara y se me fuera un poco la cabeza.
—Antes de conocerte —murmuró,
con los labios en el borde de la copa—, me tocaba cada vez que me duchaba.
Formaba parte del ritual, del mismo modo que lavarme el pelo.
Ya me parecía a mí. Gideon era un hombre muy
sexual. Cuando estábamos juntos, follábamos antes de dormir, a primera hora de
la mañana, y a veces encontrábamos el momento durante el día para echar un
polvo rápido.
—Desde que te conozco, sólo lo
he hecho una vez —continuó—. Y estabas conmigo.
Me quedé con la copa a medio
camino de la boca.
—¿De veras?
Tomé un sorbo mientras me daba
tiempo para ordenar las ideas.
—¿Y por qué has dejado de
hacerlo? En las últimas semanas... no hemos estado juntos.
Esbozó un amago de sonrisa.
—No puedo desperdiciar ni una
gota si quiero estar a tu altura.
Dejé la copa de vino y le di un
empujón en el hombro.
—¡Siempre te las arreglas para
que parezca una ninfómana!
—Te gusta el sexo,
cielo—ronroneó—. No hay nada malo en ello. Eres voraz e insaciable, y me
encanta. Me encanta saber que, una vez que te penetro, me vas a dejar seco. Y
que luego querrás hacerlo otra vez.
Sentí que me acaloraba.
—Para tu información te diré
que, durante nuestra separación, no me hice ni una sola paja. Como no estábamos
juntos, ni siquiera me apetecía.
Se inclinó hacia la encimera y
apoyó un codo en el frío granito negro.
—Hmm.
—Me gusta follar contigo porque
eres tú, no porque yo sea un zorrón devorapollas. Si no te gusta, echa
barriga o deja de ducharte o haz lo que te dé la gana. —Me bajé del taburete—.
O sencillamente di que no, Gideon.
Me fui al salón, tratando de
librarme de la sensación de desasosiego que había tenido todo el día.
Gideon me rodeó por detrás,
deteniéndome a medio camino.
—Para —dijo, con aquel tono
autoritario que siempre me enardecía.
Intenté zafarme.
—Vamos a ver, Eva.
Me rendí, bajando las manos a
ambos lados y agarrándome el vestido.
—Explícame qué demonios te pasa
—dijo con voz serena.
Incliné la cabeza sin decir
nada, porque no sabía qué decir. Tras un momento de silencio, él me cogió entre
sus brazos y me llevó al sofá. Se sentó y me colocó en su regazo. Yo me hice un
ovillo.
—¿Quieres pelea? —preguntó,
apoyando la barbilla encima de mi cabeza.
—No —musité.
—Vale.
Yo tampoco. —No dejaba de pasarme las manos por la espalda—. ¿Por qué no
hablamos, entonces?
Apreté la nariz contra su
cuello.
—Te quiero.
—Lo sé. —Inclinó la cabeza
hacia atrás, dejándome sitio para acurrucarme.
—No soy adicta al sexo.
—No sé qué problema habría si
lo fueras. Dios sabe que hacer el amor contigo es lo que más me gusta en el
mundo. De hecho, si alguna vez quisieras que me ocupara de ti con más
frecuencia, sería capaz de reorganizar mi agenda de manera que pudiera acostarme
contigo en horas de trabajo.
—¡Dios santo! —Le pellizqué con
los dientes, y él se rio con ternura.
Gideon me agarró del pelo y me
echó la cabeza hacia atrás. Su mirada era dulce y seria.
—Tú no estás disgustada por la
increíble vida sexual que tenemos. Es otra cosa.
—No sé qué me ocurre —reconocí,
suspirando—. Sencillamente, no estoy... bien.
Amoldándome a su regazo, Gideon
me arrimó más a él, llenándome de ternura. Encajábamos a la perfección, mis
curvas se ensamblaban en las esculturales líneas de su cuerpo.
—¿Te gusta el apartamento?
—Me encanta.
—Estupendo. —Su voz se tiñó de
satisfacción—. Obviamente, es un ejemplo... llevado al extremo.
Se me aceleró un poco el
corazón.
—¿De cómo será nuestra casa?
—Empezaremos de cero, claro.
Todo nuevo.
Aquella declaración me
conmovió.
—Te arriesgaste mucho —no pude
por menos de decir—, trasladándote aquí, entrando y saliendo del edificio. Me
pongo nerviosa sólo de pensarlo.
—En teoría, aquí vive alguien.
Así que, lógicamente, esa persona ha traído muebles y va y viene. Entra por el
garaje, como cualquier otro residente con coche. Cuando hago de él, me visto de
forma un poco diferente, voy por las escaleras, y compruebo las instalaciones
de seguridad y, de ese modo, sé si voy a encontrarme con alguien antes de que
ocurra.
Aquella ingente planificación
me resultaba alucinante; claro que Gideon tenía ya mucha práctica, después de
haber dado con Nathan sin dejar rastro.
—Tantos gastos y tantas
molestias... por mi causa. No tengo... No sé qué decir.
—Dime que te plantearás la
posibilidad de venirte a vivir conmigo.
Saboreé el placer que me
produjeron aquellas palabras.
—¿Has pensado en una fecha para
ese nuevo comienzo?
—En cuanto nos sea posible
—respondió, presionándome suavemente el muslo con la mano.
Puse mi mano sobre la suya.
Había muchas cosas que se interponían en el camino de nuestra vida en común: el
persistente trauma de nuestros pasados; mi padre, a quien le desagradaban los
niños ricos y pensaba que Gideon era un farsante; y yo, porque me gustaba mi
apartamento y creía que abrirme camino en una nueva ciudad suponía hacer todo
lo que pudiera yo sola.
Salté al asunto que más me
preocupaba.
—¿Y
qué pasa con Cary?
—El ático tiene un apartamento
anejo para invitados.
Echándome hacia atrás rápidamente,
le miré de hito en hito.
—¿Harías eso por Cary?
—No. Lo haría por ti.
—Gideon, yo... —Se me apagó la
voz porque no tenía palabras. Me quedé sobrecogida. Algo cambió en mi interior.
—Entonces si no es el
apartamento lo que te preocupa —dijo—, es otra cosa.
Decidí dejar a Brett para el
final.
—El sábado salgo con unas
amigas.
Se puso tenso. Tal vez alguien
que no le conociera tan bien como yo no habría captado ese sutil estado de
alerta, pero yo sí lo capté.
—¿Para hacer qué exactamente?
—Bailar, beber. Lo de siempre.
—¿Vais a ir de ligue?
—No. —Me humedecí los labios,
pasmada ante el cambio que se había operado en él. Había pasado de la broma
íntima a la concentración más absoluta—. Todas tenemos pareja. Al menos eso
creo. No estoy muy segura respecto a la compañera de piso de Megumi, pero ésta
tiene pareja y ya sabes que Shawna tiene a su chef.
De repente se puso en plan
empresario y dijo:
—Yo me encargo de los
preparativos: coche, conductor y seguridad. Si os atenéis a mis clubes, el guardaespaldas
se quedará en el coche. Si vais a otro sitio, os acompañará.
Parpadeé, sorprendida.
—De acuerdo —respondí.
En la cocina empezó a pitar el
temporizador del horno.
Gideon se levantó, conmigo en
brazos, de un único y elegante movimiento. Abrí los ojos de par en par. Sentía
que me zumbaba la sangre en las venas. Le rodeé el cuello con los brazos y le
dejé que me llevara a la cocina.
—Me encanta lo fuerte que eres.
—Es fácil impresionarte. —Me
sentó en un taburete y, antes de dirigirse al horno, me dio un beso largo y
persistente.
—¿Has cocinado tú? —No estaba
segura de por qué me sorprendió la idea, pero lo hizo.
—No. Arnoldo mandó que me
trajeran una lasaña lista para meter en el horno y una ensalada.
—Suena bien. —Ya había comido
en el restaurante del chef Arnoldo Ricci, y sabía que la comida estaría de
muerte.
Cogí la copa y desperdicié
aquel maravilloso vino tragándomelo de golpe para armarme de valor, pensando
que ya era hora de contarle lo que no le iba a gustar oír. Agarré el toro por los
cuernos y dije:
—Brett me ha llamado hoy al
trabajo.
Durante unos minutos, creí que
no me había oído. Se puso una manopla de cocina, abrió el horno y sacó la
lasaña sin mirar en mi dirección. Tuve la certeza de que no se había perdido ni
una sola palabra cuando dejó la fuente encima del horno y me miró.
Dejó la manopla en la encimera,
agarró la botella de vino y se me acercó. Sereno, me cogió la copa y volvió a
llenármela antes de hablar.
—Supongo que querrá verte
cuando esté en Nueva York la semana que viene.
Tardé
un suspiro en reaccionar:
—¡Sabías que iba a venir! —le
acusé.
—Por supuesto que lo sabía.
Ignoraba si era porque el grupo
de Brett grababa con Vidal Records o porque Gideon le vigilaba. Ambas razones
eran perfectamente posibles.
—¿Habéis quedado en veros? —Su
voz era dulce y suave. Demasiado.
Haciendo caso omiso del manojo
de nervios que tenía en el estómago, le sostuve la mirada.
—Sí, para el estreno del nuevo
vídeo musical de los Six-Ninths. Cary va a acompañarme.
Gideon asintió con la cabeza,
sin revelar sus sentimientos, dejándome de lo más inquieta.
Me deslicé del taburete y me
acerqué a él. Envolviéndome en sus brazos, apoyó la mejilla en mi cabeza.
—Le diré que no voy —me
apresuré a decir—. En realidad, no me apetece.
—No pasa nada. —Balanceándose
de un lado a otro, meciéndome, susurró—: Te rompí el corazón.
—No es ésa la razón por la que
acepté ir.
Levantó las manos y me pasó los
dedos por el pelo, peinándomelo hacia atrás desde la frente y las mejillas con
una ternura que hizo que se me saltaran las lágrimas.
—No podemos olvidar las últimas
semanas así como así. Te herí en lo más hondo y sigues dolida.
Entonces caí en la cuenta de
que no había estado dispuesta a reanudar nuestra relación como si nada hubiera
ido mal. En el fondo aún le guardaba rencor, y Gideon lo percibía.
Me aparté de él.
—¿Qué estás diciendo?
—Que no tengo derecho a
abandonarte y hacerte daño y esperar que lo olvides todo y me perdones de la
noche a la mañana.
—¡Has matado a un hombre por
mí!
—No me debes nada —soltó—. Mi
amor por ti no es una obligación.
Aún me traspasaba el alma oírle
decir que me amaba, a pesar de las veces que lo había demostrado con sus actos.
—No quiero herirte, Gideon —le
aseguré con ternura en la voz.
—Entonces no lo hagas. —Me besó
con una dulzura desgarradora—. Vamos a comer, antes de que se enfríe la comida.
Me enfundé una camiseta de
Cross Industries y el pantalón de un pijama de Gideon que me recogí en los
tobillos. Llevamos velas a la mesa de centro y comimos en el suelo con las
piernas cruzadas. Gideon siguió con mi jersey favorito puesto, pero se quitó
los pantalones y se puso unos negros holgados para estar más cómodo.
Lamiéndome de los labios una
gota de salsa de tomate, le conté cómo me había ido el día.
—Mark está armándose de valor
para pedirle a su pareja que se case con él.
—Si no recuerdo mal, llevan ya
un tiempo juntos.
—Desde la universidad.
Gideon
esbozó una sonrisa.
—Supongo que no es una pregunta
fácil de hacer, incluso aunque se esté seguro de la respuesta.
Bajé la vista al plato.
—¿Corinne estaba nerviosa
cuando te lo preguntó a ti?
—Eva. —Esperó hasta que el
prolongado silencio me hizo levantar la cabeza—. No vamos a hablar de eso.
—¿Por qué no?
—Porque no importa.
Le escudriñé el rostro.
—¿Cómo te sentirías si
existiera alguien a quien yo hubiera dicho que sí? En teoría.
Me lanzó una mirada de
irritación.
—Eso sería diferente porque tú
nunca dirías que sí a menos que el tipo significara algo para ti. Lo que sentí
fue... pánico, un sentimiento que no desapareció hasta que ella rompió el
compromiso.
—¿Le compraste un anillo? —Me
dolía imaginarle comprando un anillo para otra mujer. Me miré la mano, el
anillo que él me había regalado.
—Ni parecido a ése —respondió
quedamente.
Cerré la mano con fuerza como
para protegerlo.
Gideon alargó un brazo y puso
su mano derecha sobre la mía.
—Compré el anillo a Corinne en
la primera tienda en la que entré. No tenía nada pensado, así que cogí uno que
se parecía al de su madre. Estarás de acuerdo conmigo en que las circunstancias
eran muy distintas.
—Sí. —Yo no había diseñado el
anillo que llevaba Gideon, pero busqué en seis tiendas antes de dar con el
adecuado. Era de platino tachonado de diamantes negros; me recordaba a mi
amante, con su serena elegancia masculina y su estilo audaz y dominante.
—Lo siento —dije con una
mueca—. Soy una idiota.
Se llevó mi mano a los labios y
me besó los nudillos.
—Yo también, a veces.
Eso me hizo sonreír.
—Creo que Mark y Steven están
hechos el uno para el otro, pero Mark tiene la teoría de que cuando los hombres
sienten el deseo apremiante de casarse, deben hacerlo rápidamente porque, si
no, se les pasan las ganas.
—Yo diría que lo importante es
que la otra persona sea la adecuada, más que el momento.
—Ojalá les funcione a ellos.
—Cogí mi copa de vino—. ¿Quieres ver la tele?
Gideon apoyó la espalda en el
frente del sofá.
—Yo sólo quiero estar contigo,
cielo. Me da igual lo que hagamos.
Recogimos las cosas de la cena
juntos. Cuando alargué la mano para coger el plato aclarado que Gideon me
tendía para meterlo en el lavavajillas, él hizo un amago, y, dejando el plato
en la encimera, me agarró la mano. Luego me rodeó la cintura y me empujó a
bailar. Desde el salón, oí una preciosa melodía entreverada con una pura y
evocadora voz de mujer.
—¿Quién es? —pregunté, ya sin
aliento al notar el poderoso cuerpo de Gideon flexionándose contra el mío. El
deseo que latía siempre entre nosotros se encendió, haciéndome sentir llena de
vitalidad. Todas mis terminaciones nerviosas se sensibilizaron,
preparándose
para su tacto. La tensión sexual se acumulaba con la ardiente certeza de lo que
estaba por venir.
—Ni idea. —Me llevó dando
vueltas alrededor de la isla de cocina hasta el salón.
Me abandoné a su magistral
dominio, feliz porque el baile era algo que nos apasionaba a los dos y
sobrecogida ante la evidente dicha que él sentía sólo porque estaba conmigo.
Ese mismo placer burbujeaba dentro de mí, aligerando mis pasos hasta dar la
impresión de que nos deslizábamos. La música aumentaba de volumen a medida que
nos aproximábamos al equipo de sonido. Oí las palabras «oscuro y peligroso» en
la letra de la canción y, sorprendida, di un traspiés.
—¿Demasiado vino, cielo? —se
burló Gideon, acercándome más a él.
Pero estaba absorta en la
música. En el dolor de la cantante. Una atormentada relación que ella comparaba
con amar a un fantasma. Esas palabras me recordaron los días en que creí que
había perdido a Gideon para siempre, y me dolió el corazón.
Levanté la vista hacia él. Me
miraba con ojos oscuros y centelleantes.
—Parecías muy feliz cuando
bailabas con tu padre —dijo, y supe que quería que atesoráramos esa clase de
recuerdos entre nosotros.
—Soy feliz en estos momentos
—le aseguré, pese a que me ardían los ojos viendo su anhelo, aquel deseo que yo
conocía íntimamente. Si las almas pudieran unirse con los deseos, las nuestras
estarían inextricablemente entrelazadas.
Le puse una mano en la nuca y
acerqué su boca a la mía. Cuando nuestros labios se tocaron, perdió el compás,
y se detuvo, abrazándome con tanta fuerza que me levantó en el aire.
A diferencia de la cantante con
el corazón roto, yo no estaba enamorada de un fantasma, sino de un hombre de
carne y hueso, de un hombre que cometía errores y aprendía de ellos, de un
hombre que intentaba ser mejor para mí, de un hombre que deseaba que lo nuestro
funcionase tanto como yo.
—Nunca soy tan feliz como
cuando estoy contigo —le dije.
—¡Ah, Eva!
Su beso me dejó sin
respiración.
—Ha sido el chico —dije.
Gideon trazaba círculos con los
dedos alrededor de mi ombligo.
—¡Eso es muy retorcido!
Estábamos tumbados en el sofá,
viendo mi serie policíaca preferida. Él se había colocado detrás de mí al
estilo cuchara, con el mentón apoyado en mi hombro y las piernas entrelazadas con
las mías.
—Así es como funcionan estas
cosas —le dije—. El valor de impacto y todo eso.
—Yo creo que ha sido la abuela.
—¡Santo Dios! —ladeé la cabeza
para volver la vista hacia él—. ¿Y eso no te parece retorcido?
Sonrió y me plantó un beso en
la mejilla.
—¿Quieres apostar a ver quién
tiene razón?
—Yo no apuesto.
—¡Anda! —Extendió la mano en mi
tripa, sujetándome al tiempo que se apoyaba en el codo para mirarme desde
arriba.
—Que no. —Notaba su verga,
maciza y pesada, contra la curvatura de mis nalgas.
No
la tenía erecta, lo que no fue impedimento para que me llamara la atención.
Como sentía curiosidad, metí un brazo entre los dos y se la abarqué con la
mano.
Se le endureció al instante.
Arqueó una ceja.
—¿Estás magreándome, cielo?
Le apreté con suavidad.
—Estoy caliente y mosqueada,
preguntándome por qué mi nuevo vecino no está intentando llevarme al huerto.
—Tal vez no quiera llevarte
demasiado lejos, demasiado deprisa y asustarte. —Los ojos de Gideon
centellearon con la luz de la televisión.
—¡No me digas!
Frotó la nariz contra mi sien.
—Si tiene dos dedos de frente,
no te dejará escapar.
Oh...
—A lo mejor yo tendría que dar
el primer paso —susurré, agarrándole de la muñeca—. Pero ¿y si piensa que soy
demasiado fácil?
—Estará muy ocupado pensando en
lo afortunado que es.
—Muy bien... —Me di la vuelta
para mirarle de frente—. Hola, vecino.
Me recorrió una ceja con la
punta del dedo.
—Hola. Me encanta el panorama que
se divisa por aquí.
—La hospitalidad tampoco está
mal.
—¿Oh? ¿Abundancia de toallas?
Le di un empujón en el hombro.
—¿Quieres morrear o no?
—¿Morrear? —Echó la cabeza
hacia atrás y se rio, agitándosele el pecho contra mí. Fue un sonido alegre,
intenso, y me estremecí al oírlo. Gideon rara vez se reía.
Deslicé las manos por debajo de
su jersey y hallé una piel cálida. Los labios se me fueron hacia su mandíbula.
—¿Eso es un no?
—Cielo, no habrá rincón de tu
cuerpo que mi boca no saboree.
—Empieza por aquí. —Le ofrecí
mis labios y él los tomó, sellándome la boca suavemente con la suya. Recorrió
la abertura con aquella lengua incitante y, sin dejar de lamer, me la introdujo
en la boca.
Seguí avanzando por su cuerpo,
quejándome cuando él cambió de postura para medio ponérseme encima. Deslicé las
manos por su espalda, levantando una pierna para pasársela por la cadera. Le
cogí el labio inferior con los dientes y le acaricié el contorno con la punta
de la lengua.
El gemido que emitió fue tan
erótico que me puse húmeda.
Arqueé la espalda cuando él
deslizó una mano por debajo del dobladillo de mi camiseta y se apoderó de mi
pecho desnudo, retorciéndome el pezón con los dedos pulgar e índice.
—Eres tan suave... —susurró. Me
besó hasta llegar a la sien y hundió la cara en mi pelo—. ¡Cómo me gusta
tocarte!
—Tú eres perfecto. —Metí las
manos entre la cinturilla de su pantalón para aferrar sus nalgas desnudas. El
aroma y el calor de su piel eran embriagadores, me hacían sentir ebria de
lujuria y de anhelo—. Un sueño.
—Tú sí que eres mi sueño.
Eres tan guapa... —Me cubrió la boca con la suya y yo le agarré del pelo,
rodeándole con los brazos y las piernas, estrechándole contra mí.
Mi
mundo se reducía a él. A su tacto. A los sonidos que emitía.
—Me encanta lo mucho que me
deseas —dijo con voz ronca—. No podría soportar estar en esto solo.
—Yo estoy contigo, cariño
—afirmé—. Plenamente.
Gideon me poseyó con una mano
en la nuca y la otra en la cintura. Poniéndose encima de mí, acopló la dureza
de su cuerpo a la blandura del mío, su polla a mi sexo y empezó a menear las
caderas. Yo jadeaba, clavándole las uñas en los duros cachetes de su trasero.
—Sí —gemí sin pudor—. ¡Es tan
agradable!
—Te gustará más cuando esté
dentro —ronroneó.
Le mordí el lóbulo de la oreja.
—¿Estás intentando convencerme
de que lleguemos hasta el final?
—No tenemos que llegar a
ninguna parte, cielo. Me chupeteó el cuello con delicadeza, haciendo que el
sexo se me contrajera con avidez—. Puedo metértela aquí mismo. Te prometo que
te gustará.
—No sé yo. He cambiado de
gustos. Ya no soy esa clase de chica.
Con la mano que tenía en mi
cintura me bajó las bragas. Hice un amago de rechazo y emití un tenue sonido de
protesta. Notaba un cosquilleo en la piel allí donde me tocaba: mi cuerpo
despertaba a sus exigencias.
—Shh. —Rozándome la boca con la
suya, susurró—: Si en cuanto esté dentro no te gusta, te prometo que me saldré.
—¿Se ha tragado alguien esa
frase alguna vez?
—No te estoy contando ningún
cuento. Lo digo muy en serio.
Agarré las duras curvas de su
trasero y me balanceé contra él, sabiendo perfectamente que no le hacía falta
contar ningún cuento. No tenía más que mover un dedo para acostarse con quien
le diera la gana.
Menos mal que sólo me quería a
mí.
—Eso se lo dirás a todas —me
cachondeé, disfrutando de su buen humor.
—¿A qué todas?
—Ya sabes que tienes fama.
—Pero tú eres la única que
lleva mi anillo. —Levantó la cabeza y con un dedo me retiró el pelo de las sienes—.
Mi vida empezó el día en que te conocí.
Aquellas palabras me impactaron
de verdad. Tragué saliva.
—Vale, te lo has ganado. Puedes
metérmela.
La sonrisa que dibujaron sus
labios ahuyentó todas las sombras.
—Estoy loco por ti.
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