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Atada a Tí - Silvia Day - Capítulo 5

Gideon esbozó una sonrisa abrumadora al tenderme una mano. Cuando alcancé a tocarle la palma con los dedos, él me agarró y tiró de mí hacia dentro, acercándome hasta posar sus labios delicadamente sobre los míos. La puerta se cerró a mis espaldas y él alargó el brazo para echar la llave, aislándonos del mundo.
Le agarré un trozo de jersey.
—Te has puesto mi jersey preferido.
—Lo sé. —De repente, en un movimiento no exento de gracia, se agachó y se puso mi mano, que sostenía, en el hombro.
—Ponte cómoda, cielo mío. Estos tacones no te harán falta hasta que no estés lista para follar.
Mi sexo se contrajo con anticipación.
—¿Y si ya lo estoy?
—No lo estás. Lo sabrás cuando llegue el momento.
Trasladé el peso de mi cuerpo de un pie a otro cuando Gideon me descalzaba.
—¿Ah, sí? ¿Cómo?
Alzó la cabeza y me miró con aquellos ojos tan azules. Estaba casi de rodillas, quitándome los zapatos; sin embargo, el control que tenía de sí mismo y de mí era innegable.
—Estaré metiendo mi polla dentro de ti
Cambié el peso de mi cuerpo de un pie a otro pero esta vez por otra razón. Sí, por favor.
Se enderezó, y de nuevo su figura surgió imponente ante mí. Me pasó las yemas de los dedos por la mejilla.
—¿Qué tienes en la bolsa?
—¡Ah! —Me quité de la cabeza el hechizo sexual con el que me había encandilado—. Un regalo para tu nueva casa.
Miré a mi alrededor. Aquella vivienda era un reflejo de la mía. El apartamento era precioso y de lo más acogedor. En parte esperaba un espacio semipermanente, provisto sólo de lo más imprescindible. En cambio, era todo un hogar. Estaba iluminado con velas, que proyectaban una cálida luz dorada sobre unos muebles que reconocí porque eran de Gideon y míos.
Anonadada, apenas me di cuenta cuando me cogió el regalo y el bolso de las manos. Descalza, le rodeé al ver mis mesas auxiliares de centro y de rincón alrededor del sofá y las sillas; mi mueble de salón con sus objetos decorativos y fotos enmarcadas de los dos juntos; mis cortinas con su suelo no iluminado y sus lámparas de mesa.
En la pared, el lugar donde colgaría mi televisor de pantalla plana, había una enorme foto de mí lanzándole un beso, una copia mucho más grande de la que yo le regalé y que tenía en la mesa de su despacho del Crossfire.
Me giré despacio, tratando de asimilar todo aquello. Ya me había sorprendido de aquella forma anteriormente, cuando recreó mi dormitorio en su ático, para proporcionarme un lugar conocido adonde acudir en los momentos difíciles.
—¿Cuándo te has trasladado aquí? —Me encantaba. La mezcla de lo moderno
tradicional por mi parte y la elegancia del viejo mundo por la suya de alguna manera resultaba perfecta. Había combinado los elementos adecuados para crear un espacio que era... nosotros.
—La semana que Cary estuvo en el hospital.
Me quedé mirándole.
—¿En serio?
Eso fue cuando Gideon empezó a alejarse de mí, a rehuirme. Había comenzado a salir con Corinne otra vez y no había manera de dar con él.
Instalarse en este lugar debió de llevarle su tiempo también.
—Tenía que estar cerca de ti —dijo distraídamente, mirando en la bolsa—. Tenía que asegurarme de que podía llegar hasta ti con rapidez. Antes de que lo hiciera Nathan.
Me recorrió un escalofrío. En la época en la que más lejos sentía a Gideon, él estaba físicamente cerca. Velando por mí.
—Cuando te llamé desde el hospital —dije, tragando saliva—, había alguien contigo.
—Raúl. Él se encargó de coordinar el traslado. Tenía que estar todo terminado antes de que Cary y tú volvierais a casa. —Me lanzó una mirada—. ¿Toallas, cielo? —preguntó, en tono más que burlón.
Sacó de la bolsa las toallas blancas con las palabras CROSSTRAINER bordadas en ellas. Las había adquirido en el gimnasio. En aquel momento me lo imaginaba en un piso de soltero con lo más básico. Ahora resultaban ridículas.
—Lo siento —me disculpé, sin haberme recuperado aún de sus revelaciones sobre el apartamento—. Me había hecho una idea muy diferente de este lugar.
Cuando alargué la mano para coger las toallas, él las apartó.
—Tus regalos son siempre un detalle. Cuéntame en qué pensabas cuando las compraste.
—Pensaba en hacer que pienses en mí.
—No hay momento del día en que no lo haga —susurró.
—Deja que te lo aclare: en mí, toda caliente y sudorosa y ansiosa por estar contigo.
—Hummm..., algo con lo que fantaseo a menudo.
De repente, me vino a la cabeza el recuerdo de Gideon gratificándose en la ducha de mi casa. Realmente no había palabras para describir lo alucinante que fue aquella visión.
—¿Piensas en mí cuando te la pelas?
—Yo no me masturbo.
—¿Qué? ¡Venga ya! Todos los tíos lo hacen.
Gideon me cogió la mano y entrelazó sus dedos con los míos, luego me llevó a la cocina de donde emanaba un aroma celestial.
—Hablemos de vino.
—¿Intentas conquistarme con alcohol?
—No. —Me soltó y dejó la bolsa con las toallas en la encimera—. Sé que la comida es el camino para llegarte al corazón.
Me senté en un taburete igual que los de mi apartamento, emocionada por aquella manera suya de hacerme sentir en casa.
—¿Al corazón o a las bragas?
Él sonrió mientras me servía una copa de vino tinto de una botella que había abierto previamente para que respirase.
—No llevas bragas.
—Tampoco llevo medias.
—Ten cuidado, Eva. —Gideon me lanzó una mirada adusta—. O desbaratarás mi intento de seducirte como mandan los cánones antes de montarte encima de todas las superficies planas de este apartamento.
Se me secó la boca. La expresión que tenía en los ojos cuando me alcanzó la copa de vino hizo que me ruborizara y se me fuera un poco la cabeza.
—Antes de conocerte —murmuró, con los labios en el borde de la copa—, me tocaba cada vez que me duchaba. Formaba parte del ritual, del mismo modo que lavarme el pelo.
Ya me parecía a mí. Gideon era un hombre muy sexual. Cuando estábamos juntos, follábamos antes de dormir, a primera hora de la mañana, y a veces encontrábamos el momento durante el día para echar un polvo rápido.
—Desde que te conozco, sólo lo he hecho una vez —continuó—. Y estabas conmigo.
Me quedé con la copa a medio camino de la boca.
—¿De veras?
Tomé un sorbo mientras me daba tiempo para ordenar las ideas.
—¿Y por qué has dejado de hacerlo? En las últimas semanas... no hemos estado juntos.
Esbozó un amago de sonrisa.
—No puedo desperdiciar ni una gota si quiero estar a tu altura.
Dejé la copa de vino y le di un empujón en el hombro.
—¡Siempre te las arreglas para que parezca una ninfómana!
—Te gusta el sexo, cielo—ronroneó—. No hay nada malo en ello. Eres voraz e insaciable, y me encanta. Me encanta saber que, una vez que te penetro, me vas a dejar seco. Y que luego querrás hacerlo otra vez.
Sentí que me acaloraba.
—Para tu información te diré que, durante nuestra separación, no me hice ni una sola paja. Como no estábamos juntos, ni siquiera me apetecía.
Se inclinó hacia la encimera y apoyó un codo en el frío granito negro.
—Hmm.
—Me gusta follar contigo porque eres tú, no porque yo sea un zorrón devorapollas. Si no te gusta, echa barriga o deja de ducharte o haz lo que te dé la gana. —Me bajé del taburete—. O sencillamente di que no, Gideon.
Me fui al salón, tratando de librarme de la sensación de desasosiego que había tenido todo el día.
Gideon me rodeó por detrás, deteniéndome a medio camino.
—Para —dijo, con aquel tono autoritario que siempre me enardecía.
Intenté zafarme.
—Vamos a ver, Eva.
Me rendí, bajando las manos a ambos lados y agarrándome el vestido.
—Explícame qué demonios te pasa —dijo con voz serena.
Incliné la cabeza sin decir nada, porque no sabía qué decir. Tras un momento de silencio, él me cogió entre sus brazos y me llevó al sofá. Se sentó y me colocó en su regazo. Yo me hice un ovillo.
—¿Quieres pelea? —preguntó, apoyando la barbilla encima de mi cabeza.
—No —musité.
—Vale. Yo tampoco. —No dejaba de pasarme las manos por la espalda—. ¿Por qué no hablamos, entonces?
Apreté la nariz contra su cuello.
—Te quiero.
—Lo sé. —Inclinó la cabeza hacia atrás, dejándome sitio para acurrucarme.
—No soy adicta al sexo.
—No sé qué problema habría si lo fueras. Dios sabe que hacer el amor contigo es lo que más me gusta en el mundo. De hecho, si alguna vez quisieras que me ocupara de ti con más frecuencia, sería capaz de reorganizar mi agenda de manera que pudiera acostarme contigo en horas de trabajo.
—¡Dios santo! —Le pellizqué con los dientes, y él se rio con ternura.
Gideon me agarró del pelo y me echó la cabeza hacia atrás. Su mirada era dulce y seria.
—Tú no estás disgustada por la increíble vida sexual que tenemos. Es otra cosa.
—No sé qué me ocurre —reconocí, suspirando—. Sencillamente, no estoy... bien.
Amoldándome a su regazo, Gideon me arrimó más a él, llenándome de ternura. Encajábamos a la perfección, mis curvas se ensamblaban en las esculturales líneas de su cuerpo.
—¿Te gusta el apartamento?
—Me encanta.
—Estupendo. —Su voz se tiñó de satisfacción—. Obviamente, es un ejemplo... llevado al extremo.
Se me aceleró un poco el corazón.
—¿De cómo será nuestra casa?
—Empezaremos de cero, claro. Todo nuevo.
Aquella declaración me conmovió.
—Te arriesgaste mucho —no pude por menos de decir—, trasladándote aquí, entrando y saliendo del edificio. Me pongo nerviosa sólo de pensarlo.
—En teoría, aquí vive alguien. Así que, lógicamente, esa persona ha traído muebles y va y viene. Entra por el garaje, como cualquier otro residente con coche. Cuando hago de él, me visto de forma un poco diferente, voy por las escaleras, y compruebo las instalaciones de seguridad y, de ese modo, sé si voy a encontrarme con alguien antes de que ocurra.
Aquella ingente planificación me resultaba alucinante; claro que Gideon tenía ya mucha práctica, después de haber dado con Nathan sin dejar rastro.
—Tantos gastos y tantas molestias... por mi causa. No tengo... No sé qué decir.
—Dime que te plantearás la posibilidad de venirte a vivir conmigo.
Saboreé el placer que me produjeron aquellas palabras.
—¿Has pensado en una fecha para ese nuevo comienzo?
—En cuanto nos sea posible —respondió, presionándome suavemente el muslo con la mano.
Puse mi mano sobre la suya. Había muchas cosas que se interponían en el camino de nuestra vida en común: el persistente trauma de nuestros pasados; mi padre, a quien le desagradaban los niños ricos y pensaba que Gideon era un farsante; y yo, porque me gustaba mi apartamento y creía que abrirme camino en una nueva ciudad suponía hacer todo lo que pudiera yo sola.
Salté al asunto que más me preocupaba.
—¿Y qué pasa con Cary?
—El ático tiene un apartamento anejo para invitados.
Echándome hacia atrás rápidamente, le miré de hito en hito.
—¿Harías eso por Cary?
—No. Lo haría por ti.
—Gideon, yo... —Se me apagó la voz porque no tenía palabras. Me quedé sobrecogida. Algo cambió en mi interior.
—Entonces si no es el apartamento lo que te preocupa —dijo—, es otra cosa.
Decidí dejar a Brett para el final.
—El sábado salgo con unas amigas.
Se puso tenso. Tal vez alguien que no le conociera tan bien como yo no habría captado ese sutil estado de alerta, pero yo sí lo capté.
—¿Para hacer qué exactamente?
—Bailar, beber. Lo de siempre.
—¿Vais a ir de ligue?
—No. —Me humedecí los labios, pasmada ante el cambio que se había operado en él. Había pasado de la broma íntima a la concentración más absoluta—. Todas tenemos pareja. Al menos eso creo. No estoy muy segura respecto a la compañera de piso de Megumi, pero ésta tiene pareja y ya sabes que Shawna tiene a su chef.
De repente se puso en plan empresario y dijo:
—Yo me encargo de los preparativos: coche, conductor y seguridad. Si os atenéis a mis clubes, el guardaespaldas se quedará en el coche. Si vais a otro sitio, os acompañará.
Parpadeé, sorprendida.
—De acuerdo —respondí.
En la cocina empezó a pitar el temporizador del horno.
Gideon se levantó, conmigo en brazos, de un único y elegante movimiento. Abrí los ojos de par en par. Sentía que me zumbaba la sangre en las venas. Le rodeé el cuello con los brazos y le dejé que me llevara a la cocina.
—Me encanta lo fuerte que eres.
—Es fácil impresionarte. —Me sentó en un taburete y, antes de dirigirse al horno, me dio un beso largo y persistente.
—¿Has cocinado tú? —No estaba segura de por qué me sorprendió la idea, pero lo hizo.
—No. Arnoldo mandó que me trajeran una lasaña lista para meter en el horno y una ensalada.
—Suena bien. —Ya había comido en el restaurante del chef Arnoldo Ricci, y sabía que la comida estaría de muerte.
Cogí la copa y desperdicié aquel maravilloso vino tragándomelo de golpe para armarme de valor, pensando que ya era hora de contarle lo que no le iba a gustar oír. Agarré el toro por los cuernos y dije:
—Brett me ha llamado hoy al trabajo.
Durante unos minutos, creí que no me había oído. Se puso una manopla de cocina, abrió el horno y sacó la lasaña sin mirar en mi dirección. Tuve la certeza de que no se había perdido ni una sola palabra cuando dejó la fuente encima del horno y me miró.
Dejó la manopla en la encimera, agarró la botella de vino y se me acercó. Sereno, me cogió la copa y volvió a llenármela antes de hablar.
—Supongo que querrá verte cuando esté en Nueva York la semana que viene.
Tardé un suspiro en reaccionar:
—¡Sabías que iba a venir! —le acusé.
—Por supuesto que lo sabía.
Ignoraba si era porque el grupo de Brett grababa con Vidal Records o porque Gideon le vigilaba. Ambas razones eran perfectamente posibles.
—¿Habéis quedado en veros? —Su voz era dulce y suave. Demasiado.
Haciendo caso omiso del manojo de nervios que tenía en el estómago, le sostuve la mirada.
—Sí, para el estreno del nuevo vídeo musical de los Six-Ninths. Cary va a acompañarme.
Gideon asintió con la cabeza, sin revelar sus sentimientos, dejándome de lo más inquieta.
Me deslicé del taburete y me acerqué a él. Envolviéndome en sus brazos, apoyó la mejilla en mi cabeza.
—Le diré que no voy —me apresuré a decir—. En realidad, no me apetece.
—No pasa nada. —Balanceándose de un lado a otro, meciéndome, susurró—: Te rompí el corazón.
—No es ésa la razón por la que acepté ir.
Levantó las manos y me pasó los dedos por el pelo, peinándomelo hacia atrás desde la frente y las mejillas con una ternura que hizo que se me saltaran las lágrimas.
—No podemos olvidar las últimas semanas así como así. Te herí en lo más hondo y sigues dolida.
Entonces caí en la cuenta de que no había estado dispuesta a reanudar nuestra relación como si nada hubiera ido mal. En el fondo aún le guardaba rencor, y Gideon lo percibía.
Me aparté de él.
—¿Qué estás diciendo?
—Que no tengo derecho a abandonarte y hacerte daño y esperar que lo olvides todo y me perdones de la noche a la mañana.
—¡Has matado a un hombre por mí!
—No me debes nada —soltó—. Mi amor por ti no es una obligación.
Aún me traspasaba el alma oírle decir que me amaba, a pesar de las veces que lo había demostrado con sus actos.
—No quiero herirte, Gideon —le aseguré con ternura en la voz.
—Entonces no lo hagas. —Me besó con una dulzura desgarradora—. Vamos a comer, antes de que se enfríe la comida.
Me enfundé una camiseta de Cross Industries y el pantalón de un pijama de Gideon que me recogí en los tobillos. Llevamos velas a la mesa de centro y comimos en el suelo con las piernas cruzadas. Gideon siguió con mi jersey favorito puesto, pero se quitó los pantalones y se puso unos negros holgados para estar más cómodo.
Lamiéndome de los labios una gota de salsa de tomate, le conté cómo me había ido el día.
—Mark está armándose de valor para pedirle a su pareja que se case con él.
—Si no recuerdo mal, llevan ya un tiempo juntos.
—Desde la universidad.
Gideon esbozó una sonrisa.
—Supongo que no es una pregunta fácil de hacer, incluso aunque se esté seguro de la respuesta.
Bajé la vista al plato.
—¿Corinne estaba nerviosa cuando te lo preguntó a ti?
—Eva. —Esperó hasta que el prolongado silencio me hizo levantar la cabeza—. No vamos a hablar de eso.
—¿Por qué no?
—Porque no importa.
Le escudriñé el rostro.
—¿Cómo te sentirías si existiera alguien a quien yo hubiera dicho que sí? En teoría.
Me lanzó una mirada de irritación.
—Eso sería diferente porque tú nunca dirías que sí a menos que el tipo significara algo para ti. Lo que sentí fue... pánico, un sentimiento que no desapareció hasta que ella rompió el compromiso.
—¿Le compraste un anillo? —Me dolía imaginarle comprando un anillo para otra mujer. Me miré la mano, el anillo que él me había regalado.
—Ni parecido a ése —respondió quedamente.
Cerré la mano con fuerza como para protegerlo.
Gideon alargó un brazo y puso su mano derecha sobre la mía.
—Compré el anillo a Corinne en la primera tienda en la que entré. No tenía nada pensado, así que cogí uno que se parecía al de su madre. Estarás de acuerdo conmigo en que las circunstancias eran muy distintas.
—Sí. —Yo no había diseñado el anillo que llevaba Gideon, pero busqué en seis tiendas antes de dar con el adecuado. Era de platino tachonado de diamantes negros; me recordaba a mi amante, con su serena elegancia masculina y su estilo audaz y dominante.
—Lo siento —dije con una mueca—. Soy una idiota.
Se llevó mi mano a los labios y me besó los nudillos.
—Yo también, a veces.
Eso me hizo sonreír.
—Creo que Mark y Steven están hechos el uno para el otro, pero Mark tiene la teoría de que cuando los hombres sienten el deseo apremiante de casarse, deben hacerlo rápidamente porque, si no, se les pasan las ganas.
—Yo diría que lo importante es que la otra persona sea la adecuada, más que el momento.
—Ojalá les funcione a ellos. —Cogí mi copa de vino—. ¿Quieres ver la tele?
Gideon apoyó la espalda en el frente del sofá.
—Yo sólo quiero estar contigo, cielo. Me da igual lo que hagamos.
Recogimos las cosas de la cena juntos. Cuando alargué la mano para coger el plato aclarado que Gideon me tendía para meterlo en el lavavajillas, él hizo un amago, y, dejando el plato en la encimera, me agarró la mano. Luego me rodeó la cintura y me empujó a bailar. Desde el salón, oí una preciosa melodía entreverada con una pura y evocadora voz de mujer.
—¿Quién es? —pregunté, ya sin aliento al notar el poderoso cuerpo de Gideon flexionándose contra el mío. El deseo que latía siempre entre nosotros se encendió, haciéndome sentir llena de vitalidad. Todas mis terminaciones nerviosas se sensibilizaron,
preparándose para su tacto. La tensión sexual se acumulaba con la ardiente certeza de lo que estaba por venir.
—Ni idea. —Me llevó dando vueltas alrededor de la isla de cocina hasta el salón.
Me abandoné a su magistral dominio, feliz porque el baile era algo que nos apasionaba a los dos y sobrecogida ante la evidente dicha que él sentía sólo porque estaba conmigo. Ese mismo placer burbujeaba dentro de mí, aligerando mis pasos hasta dar la impresión de que nos deslizábamos. La música aumentaba de volumen a medida que nos aproximábamos al equipo de sonido. Oí las palabras «oscuro y peligroso» en la letra de la canción y, sorprendida, di un traspiés.
—¿Demasiado vino, cielo? —se burló Gideon, acercándome más a él.
Pero estaba absorta en la música. En el dolor de la cantante. Una atormentada relación que ella comparaba con amar a un fantasma. Esas palabras me recordaron los días en que creí que había perdido a Gideon para siempre, y me dolió el corazón.
Levanté la vista hacia él. Me miraba con ojos oscuros y centelleantes.
—Parecías muy feliz cuando bailabas con tu padre —dijo, y supe que quería que atesoráramos esa clase de recuerdos entre nosotros.
—Soy feliz en estos momentos —le aseguré, pese a que me ardían los ojos viendo su anhelo, aquel deseo que yo conocía íntimamente. Si las almas pudieran unirse con los deseos, las nuestras estarían inextricablemente entrelazadas.
Le puse una mano en la nuca y acerqué su boca a la mía. Cuando nuestros labios se tocaron, perdió el compás, y se detuvo, abrazándome con tanta fuerza que me levantó en el aire.
A diferencia de la cantante con el corazón roto, yo no estaba enamorada de un fantasma, sino de un hombre de carne y hueso, de un hombre que cometía errores y aprendía de ellos, de un hombre que intentaba ser mejor para mí, de un hombre que deseaba que lo nuestro funcionase tanto como yo.
—Nunca soy tan feliz como cuando estoy contigo —le dije.
—¡Ah, Eva!
Su beso me dejó sin respiración.
—Ha sido el chico —dije.
Gideon trazaba círculos con los dedos alrededor de mi ombligo.
—¡Eso es muy retorcido!
Estábamos tumbados en el sofá, viendo mi serie policíaca preferida. Él se había colocado detrás de mí al estilo cuchara, con el mentón apoyado en mi hombro y las piernas entrelazadas con las mías.
—Así es como funcionan estas cosas —le dije—. El valor de impacto y todo eso.
—Yo creo que ha sido la abuela.
—¡Santo Dios! —ladeé la cabeza para volver la vista hacia él—. ¿Y eso no te parece retorcido?
Sonrió y me plantó un beso en la mejilla.
—¿Quieres apostar a ver quién tiene razón?
—Yo no apuesto.
—¡Anda! —Extendió la mano en mi tripa, sujetándome al tiempo que se apoyaba en el codo para mirarme desde arriba.
—Que no. —Notaba su verga, maciza y pesada, contra la curvatura de mis nalgas.
No la tenía erecta, lo que no fue impedimento para que me llamara la atención. Como sentía curiosidad, metí un brazo entre los dos y se la abarqué con la mano.
Se le endureció al instante. Arqueó una ceja.
—¿Estás magreándome, cielo?
Le apreté con suavidad.
—Estoy caliente y mosqueada, preguntándome por qué mi nuevo vecino no está intentando llevarme al huerto.
—Tal vez no quiera llevarte demasiado lejos, demasiado deprisa y asustarte. —Los ojos de Gideon centellearon con la luz de la televisión.
—¡No me digas!
Frotó la nariz contra mi sien.
—Si tiene dos dedos de frente, no te dejará escapar.
Oh...
—A lo mejor yo tendría que dar el primer paso —susurré, agarrándole de la muñeca—. Pero ¿y si piensa que soy demasiado fácil?
—Estará muy ocupado pensando en lo afortunado que es.
—Muy bien... —Me di la vuelta para mirarle de frente—. Hola, vecino.
Me recorrió una ceja con la punta del dedo.
—Hola. Me encanta el panorama que se divisa por aquí.
—La hospitalidad tampoco está mal.
—¿Oh? ¿Abundancia de toallas?
Le di un empujón en el hombro.
—¿Quieres morrear o no?
—¿Morrear? —Echó la cabeza hacia atrás y se rio, agitándosele el pecho contra mí. Fue un sonido alegre, intenso, y me estremecí al oírlo. Gideon rara vez se reía.
Deslicé las manos por debajo de su jersey y hallé una piel cálida. Los labios se me fueron hacia su mandíbula.
—¿Eso es un no?
—Cielo, no habrá rincón de tu cuerpo que mi boca no saboree.
—Empieza por aquí. —Le ofrecí mis labios y él los tomó, sellándome la boca suavemente con la suya. Recorrió la abertura con aquella lengua incitante y, sin dejar de lamer, me la introdujo en la boca.
Seguí avanzando por su cuerpo, quejándome cuando él cambió de postura para medio ponérseme encima. Deslicé las manos por su espalda, levantando una pierna para pasársela por la cadera. Le cogí el labio inferior con los dientes y le acaricié el contorno con la punta de la lengua.
El gemido que emitió fue tan erótico que me puse húmeda.
Arqueé la espalda cuando él deslizó una mano por debajo del dobladillo de mi camiseta y se apoderó de mi pecho desnudo, retorciéndome el pezón con los dedos pulgar e índice.
—Eres tan suave... —susurró. Me besó hasta llegar a la sien y hundió la cara en mi pelo—. ¡Cómo me gusta tocarte!
—Tú eres perfecto. —Metí las manos entre la cinturilla de su pantalón para aferrar sus nalgas desnudas. El aroma y el calor de su piel eran embriagadores, me hacían sentir ebria de lujuria y de anhelo—. Un sueño.
—Tú sí que eres mi sueño. Eres tan guapa... —Me cubrió la boca con la suya y yo le agarré del pelo, rodeándole con los brazos y las piernas, estrechándole contra mí.
Mi mundo se reducía a él. A su tacto. A los sonidos que emitía.
—Me encanta lo mucho que me deseas —dijo con voz ronca—. No podría soportar estar en esto solo.
—Yo estoy contigo, cariño —afirmé—. Plenamente.
Gideon me poseyó con una mano en la nuca y la otra en la cintura. Poniéndose encima de mí, acopló la dureza de su cuerpo a la blandura del mío, su polla a mi sexo y empezó a menear las caderas. Yo jadeaba, clavándole las uñas en los duros cachetes de su trasero.
—Sí —gemí sin pudor—. ¡Es tan agradable!
—Te gustará más cuando esté dentro —ronroneó.
Le mordí el lóbulo de la oreja.
—¿Estás intentando convencerme de que lleguemos hasta el final?
—No tenemos que llegar a ninguna parte, cielo. Me chupeteó el cuello con delicadeza, haciendo que el sexo se me contrajera con avidez—. Puedo metértela aquí mismo. Te prometo que te gustará.
—No sé yo. He cambiado de gustos. Ya no soy esa clase de chica.
Con la mano que tenía en mi cintura me bajó las bragas. Hice un amago de rechazo y emití un tenue sonido de protesta. Notaba un cosquilleo en la piel allí donde me tocaba: mi cuerpo despertaba a sus exigencias.
—Shh. —Rozándome la boca con la suya, susurró—: Si en cuanto esté dentro no te gusta, te prometo que me saldré.
—¿Se ha tragado alguien esa frase alguna vez?
—No te estoy contando ningún cuento. Lo digo muy en serio.
Agarré las duras curvas de su trasero y me balanceé contra él, sabiendo perfectamente que no le hacía falta contar ningún cuento. No tenía más que mover un dedo para acostarse con quien le diera la gana.
Menos mal que sólo me quería a mí.
—Eso se lo dirás a todas —me cachondeé, disfrutando de su buen humor.
—¿A qué todas?
—Ya sabes que tienes fama.
—Pero tú eres la única que lleva mi anillo. —Levantó la cabeza y con un dedo me retiró el pelo de las sienes—. Mi vida empezó el día en que te conocí.
Aquellas palabras me impactaron de verdad. Tragué saliva.
—Vale, te lo has ganado. Puedes metérmela.
La sonrisa que dibujaron sus labios ahuyentó todas las sombras.
—Estoy loco por ti.

—Ya lo sé —respondí, devolviéndole la sonrisa.

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