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Atada a Tí - Silvia Day - Capítulo 4

Llegué a mi mesa y me dejé caer en la silla. Tenía las palmas de las manos húmedas sólo de pensar en hablar con Brett, y me armé de valor para la pequeña emoción que me produciría hablar con él y el sentimiento de culpa que la seguiría. No se trataba de que quisiera recuperarle ni de que quisiera estar con él. Sencillamente hubo algo entre nosotros y una cierta atracción sexual que fue puramente hormonal. No podía evitarlo, pero tampoco iba a hacer nada al respecto.
Dejé mi bolso y la bolsa en la que llevaba unos zapatos planos en un cajón de la mesa, paseando la mirada por el collage enmarcado de fotos de Gideon y de mí juntos. Me lo había regalado para que no dejara de pensar en él en ningún momento..., como si eso fuera posible. Si hasta soñaba con él.
Sonó mi teléfono. La llamada redirigida desde recepción. Brett no se había dado por vencido. Estaba decidida a considerarla como una llamada profesional, con el fin de recordarle que me encontraba en el trabajo y que las conversaciones personales estaban fuera de lugar.
—Oficina de Mark Garrity. Eva Tramell al habla —respondí.
—Eva. ¿Qué tal? Soy Brett.
Cerré los ojos mientras asimilaba aquella voz del tipo que sonaba a S-E-X-O cubierto de chocolate. Sonaba incluso más decadente y sexual que cuando cantaba, lo cual había contribuido a lanzar a su banda, los Six-Ninths, al borde del estrellato. Había firmado un contrato con Vidal Records, la compañía discográfica que dirigía el padrastro de Gideon, Christopher Vidal sénior, una compañía de la que inexplicablemente Gideon era accionista mayoritario.
Hablando de que el mundo es un pañuelo.
—Hola —le saludé—. ¿Cómo va la gira?
—Increíble. Todavía ando un poco perdido, la verdad.
—Llevabas mucho tiempo queriéndolo y te lo mereces. Disfruta de ello.
—Gracias. —Se quedó callado unos instantes, y en ese espacio de tiempo, me lo imaginé. La última vez que le vi tenía un aspecto imponente, con el pelo a lo punk y las puntas teñidas de platino, y los ojos oscuros y enrojecidos de lo que me deseaba. Era alto y musculoso sin ser corpulento, con el cuerpo trabajado por la actividad constante y las exigencias de ser una estrella del rock. Tenía la piel morena cubierta de tatuajes, y piercings en los pezones, que aprendí a chupar cuando quería sentir su polla dura dentro de mí...
Pero no le llegaba a Gideon ni a la suela de los zapatos. Brett podía gustarme como a cualquier otra mujer con sangre en las venas, pero Gideon era un mundo aparte.
—Oye —dijo Brett—, ya sé que estás trabajando, así que no quiero entretenerte. Vuelvo a Nueva York y me gustaría verte.
Crucé los tobillos.
—No creo que sea buena idea.
—Vamos a estrenar el vídeo musical de «Rubia» en Times Square —siguió—. Me gustaría que estuvieras allí conmigo.
—Allí con... ¡Vaya! —Me froté la frente. Momentáneamente desconcertada por su
petición, decidí pensar en lo mucho que me daba la lata mi madre por frotarme la cara, pues aseguraba que era la mejor forma de que te salieran arrugas—. Me halaga mucho que me lo pidas, pero me gustaría saber... si te mola que seamos sólo amigos.
—¡Joder, no! —Se rio—. Chica, estás soltera. La pérdida de Cross es mi ganancia.
¡Mierda! Hacía ya casi tres semanas que habían aparecido en los blogs de cotilleos las primeras imágenes de la escenificada reconciliación de Gideon y Corinne. Al parecer, todo el mundo había decidido que ya era hora de que me enrollara con otro tío.
—No es tan fácil. No estoy lista para otra relación, Brett.
—Te estoy pidiendo una cita, no un compromiso para toda la vida.
—Brett, en serio...
—Tienes que ir, Eva —insistió con aquel susurro seductor con el que siempre conseguía que me bajara las bragas—. Es tu canción. No aceptaré un no por respuesta.
—No te quedará más remedio.
—Me dolería mucho que no fueras —dijo con voz queda—. Y no es broma. Iremos en plan de amigos, si hace falta, pero tienes que ir.
Dejé escapar un hondo suspiro, echando la cabeza hacia atrás.
—No quiero que te hagas ilusiones. —Ni cabrear a Gideon...
—Te prometo que me lo tomaré como un favor entre amigos.
Ya, y una mierda. No respondí.
No se dio por vencido. Nunca lo haría.
—¿Vale? —machacó.
Alguien me puso una taza de café en la mesa y, al levantar la vista, me encontré con Mark a mis espaldas.
—Vale —cedí, más que nada porque tenía que trabajar.
—Sííí. —Había un tono triunfal en su voz, que sonó como acompañado por un gesto de victoria con el puño—. Podría ser tanto el jueves como el viernes por la noche; aún no estoy seguro. Dame tu número de móvil y te mandaré un mensaje de texto cuando lo sepa a ciencia cierta.
Se lo recité de un tirón.
—¿Lo has cogido? Tengo que colgar.
—Que tengas un día estupendo en el curro —dijo, haciéndome sentir mal por meterle prisa y ser antipática. Era un chico majo y podría haber sido un buen amigo, pero esa posibilidad se fue al garete en el día en que le besé.
—Gracias. Me alegro mucho por ti, Brett. Adiós. —Puse el auricular en su soporte y sonreí a Mark—. Buenos días.
—¿Va todo bien? —preguntó, con un ceño ligeramente fruncido que le ensombrecía los ojos. Vestía un traje azul marino con una corbata de color morado oscuro que hacía resaltar su tez morena.
—Sí. Gracias por el café.
—De nada. ¿Lista para trabajar?
—Por supuesto —respondí con una sonrisa.
No tardé mucho tiempo en darme cuenta de que a Mark le pasaba algo. Se le veía distraído y malhumorado, lo que no era muy propio de él. Estábamos trabajando en la campaña de un software para el aprendizaje de lenguas extranjeras, pero no ponía mucho interés. Le propuse que habláramos un poco sobre la campaña en la que se animaba a
consumir productos autóctonos, pero no sirvió de nada.
—¿Te pasa algo? —pregunté finalmente, metiéndome, incómoda, en el terreno de la amistad, donde ambos procurábamos no entrar en horas de trabajo.
Dejábamos el trabajo a un lado cada dos semanas, cuando me invitaba a almorzar con su pareja, Steven, pero con la prudencia de no salirnos de nuestros papeles de jefe y subordinada. Yo lo agradecía muchísimo, dado que Mark sabía que mi padrastro era rico. No quería que nadie me tuviera unas consideraciones que no me había ganado.
—¿Qué? —Levantó la mirada hacia mí y luego se pasó una mano por el pelo, cortado al rape—. Perdona.
Dejé la tableta en las piernas.
—Pareces preocupado por algo.
Él se encogió de hombros, haciendo rodar hacia atrás y hacia delante su silla Aeron.
—El domingo es mi séptimo aniversario con Steven.
—Eso es estupendo —exclamé, sonriendo. De todas las parejas que había conocido en mi vida, Mark y Steven era la más estable y cariñosa—. Felicidades.
—Gracias —respondió, esforzándose por esbozar una sonrisa.
—¿Vais a salir? ¿Has hecho alguna reserva o quieres que me encargue yo de ello?
Meneó la cabeza.
—No hay nada decidido. No sé qué sería mejor.
—¿Por qué no pensamos en algo? Yo no he tenido muchos aniversarios, me apena reconocer; pero a mi madre se le dan de muerte, y tengo alguna idea.
Tras haber sido el florero de tres maridos ricos, Monica Tramell Barker Mitchell Stanton podría haberse dedicado a organizar eventos si, en algún momento, hubiera tenido que ganarse la vida.
—¿Prefieres algo íntimo? —le sugerí—, ¿sólo para vosotros dos? ¿O una fiesta con los amigos y la familia? ¿Acostumbráis a haceros regalos?
—¡Quiero casarme! —soltó de repente.
—Ah. Vale. —Me eché hacia atrás en la silla—. En romanticismo me ganas por goleada.
Mark se rio sin ganas y a continuación me miró con tristeza.
—Debería ser romántico. Dios sabe que cuando Steven me lo pidió hace unos años, todo fueron corazones y flores. Ya sabes lo melodramático que es. Fue a por todas.
Le miré con un parpadeo de perplejidad.
—¿Le dijiste que no?
—Le dije que aún no. Estaba empezando a irme bien aquí, en la agencia, a él estaban empezando a llegarle algunos encargos francamente lucrativos, y los dos estábamos recuperándonos de una dolorosa ruptura. No parecía el momento más apropiado y no terminaba de entender sus razones para querer casarse.
—Eso nadie lo sabe nunca con seguridad —dije en voz baja, más para mí misma que para él.
—Pero yo no quería que pensara que dudaba de nosotros —continuó Mark, como si no me hubiera oído—, así que me escudé en la institución del matrimonio, como un gilipollas.
Contuve una sonrisa.
—Tú no eres un gilipollas.
—En los últimos años no ha dejado de repetir lo acertado que estuve al decir que no.
—Pero no te negaste en redondo. Lo que le dijiste fue que no era el momento, ¿verdad?
—No lo sé. Ya no sé lo que le dije. —Se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la mesa y tapándose la cara con las manos. La voz se le oía queda y apagada—. Me dio miedo. Tenía veinticuatro años. Tal vez haya personas que se sientan preparadas para esa clase de compromiso a esa edad, pero yo..., yo no lo estaba.
—¿Y ahora que tienes veintiocho sí lo estás? —La misma edad que Gideon. Y pensar en ello me estremeció, en parte porque yo tenía la misma edad que Mark cuando respondió que aún no era el momento, y podía comprenderlo.
—Sí. —Mark levantó la cabeza y me miró—. Estoy más que preparado. Es como si hubiera empezado la cuenta atrás y yo estuviera cada vez más impaciente. Pero me temo que va a decir que no. Quizá su momento fue cuatro años atrás y ahora ya ha pasado completamente.
—Ya sé que parecerá una perogrullada, pero no lo sabrás mientras no se lo preguntes —y esbocé una tranquilizadora sonrisa—. Él te quiere. Y mucho. Creo que las probabilidades que tienes de oír un sí son muy altas.
Él sonrió, dejando entrever unos dientes torcidos encantadores.
—Ya me dirás si quieres que me encargue de la reserva.
—Te lo agradezco. —Se le serenó la expresión—. Siento mucho sacar este tema cuando tú estás pasando por una ruptura complicada.
—No te preocupes por mí. Estoy bien.
Mark se me quedó mirando unos instantes, y asintió.
—¿Almorzamos juntos?
Levanté la vista hacia el rostro serio de Will Granger. Will era el último ayudante que había llegado a Waters Field & Leaman y le había estado ayudando a aclimatarse. Lucía patillas y unas gafas oscuras de montura cuadrada que le daban un aire ligeramente beatnik retro que le favorecía.
—Claro. ¿Qué te apetece?
—Pasta y pan. Y tarta. Y a lo mejor una patata asada.
Enarqué las cejas.
—Vale. Pero si luego acabo amodorrada y babeando encima de la mesa, espero que me saques del atolladero ante Mark.
—Eres una santa, Eva. Natalie está siguiendo una dieta baja en carbohidratos y no puedo pasar un día más sin almidón y sin azúcar. Mírame, me estoy quedando escuchimizado.
Por lo que él contaba, Will y su novia del instituto, Natalie, parecían llevarse muy bien. Nunca he dudado de que él bebía los vientos por ella —y daba la impresión de que ella hacía otro tanto—, aunque se quejara cariñosamente de su preocupación por pequeñeces.
—Eso está hecho —dije, sintiéndome un poco triste de repente. Estar separada de Gideon era una tortura, sobre todo cuando me encontraba rodeaba de amigos que tenían sus propias relaciones.
Era casi mediodía, y mientras esperaba a Will envié un rápido mensaje de texto a Shawna —la casi cuñada de Mark—para preguntarle si se apuntaba a una juerga de chicas el sábado por la noche. Acababa de pulsar la tecla de enviar cuando sonó el teléfono de mi
mesa.
—Oficina de Mark Garrity —respondí enérgicamente.
Eva.
Me dio un escalofrío al oír la voz ronca y grave de Gideon.
—Hola, campeón.
—Dime que estamos bien.
Me mordí el labio inferior, con el corazón hecho un gurruño. El que no pudiéramos estar juntos debía de estar causándole el mismo desasosiego que a mí.
—Claro que lo estamos. ¿Acaso no te lo parece? ¿Ocurre algo?
—No. —Hizo una pausa—. Tenía que oírtelo otra vez.
—¿No quedó claro ayer? —Cuando te clavaba las uñas en la espalda...—. ¿O esta mañana? —Cuando me postré ante ti.
—Quería oírtelo decir cuando no estás mirándome. —La voz de Gideon me acariciaba los sentidos? Me excité tanto que me dio vergüenza.
—Lo siento —susurré, sintiéndome incómoda—. Sé que te molesta que las mujeres te cosifiquen. No deberías aguantármelo.
—Nunca me quejaría de ser lo que tú quieras que sea, Eva. Por Dios —dijo con brusquedad en la voz—. Me encanta que te guste lo que ves, porque bien sabe Dios lo que a mí me gusta mirarte.
Cerré los ojos ante la oleada de anhelo que me invadía. Saber lo que ahora sabía —que yo era fundamental para él— me hacía mucho más difícil no estar con él.
—Te echo mucho de menos. Y resulta extraño porque todo el mundo cree que hemos roto y que tengo que seguir adelante...
—¡No! —Esa única palabra sonó como una explosión, con tanta fuerza que di un respingo—. Maldita sea. Espérame, Eva. Yo te he esperado toda la vida.
Tragué saliva y, al abrir los ojos, vi que Will venía hacia mí. Bajé la voz.
—Te esperaré siempre, mientras seas mío.
—No será para siempre. Estoy haciendo todo lo que puedo. Confía en mí.
—Confío en ti.
De fondo se oyó el pitido de otro teléfono que reclamaba su atención.
—Te veré a las ocho en punto —dijo Gideon bruscamente.
—Sí.
Se cortó la conexión, y me sentí sola al instante.
—¿Lista para papear? —preguntó Will, frotándose las manos, disfrutando de la comida antes de tiempo. Megumi había ido a almorzar con su fóbico-al-compromiso. Así que éramos Will, yo y toda la pasta que pudiera comer en una hora.
Pensando que una buena modorra inducida por ingesta de carbohidratos era lo que a lo mejor necesitaba, me levanté y dije:
—¡Qué demonios, sí!
Cuando volvíamos de almorzar, me compré una bebida energética sin carbohidratos en una tienda. Poco antes de las cinco de la tarde, ya sabía que iba a ir a darle a la cinta de correr en cuanto saliera de trabajar.
Era socia de Equinox, pero realmente quería ir a un gimnasio CrossTrainer. Me afectaba mucho el que Gideon y yo tuviéramos que estar separados, y pasar un rato en un lugar que me traía tan buenos recuerdos me ayudaría a sobrellevarlo. Además, era una
cuestión de lealtad. Gideon era mi pareja. Iba a hacer todo lo posible por pasar el resto de mi vida con él. Para mí eso suponía apoyarle en todo lo que hiciera.
Volví andando a casa, a riesgo de marchitarme por el camino; pero no importaba, ya que, de todas formas, iba a sudar la gota gorda en el gimnasio. Cuando salí del ascensor en la planta de mi apartamento, se me fueron los ojos hacia la puerta de al lado. Jugueteé con la llave que Gideon me había dado. Se me pasó por la cabeza la idea de entrar a echar un vistazo a su apartamento. ¿Sería parecido al de la Quinta Avenida? ¿O muy diferente?
El ático de Gideon era impresionante, con arquitectura de preguerra y todo el encanto del viejo mundo. Era un espacio que destilaba abundancia, sin dejar por ello de ser cálido y acogedor. Me resultaba igual de fácil imaginar a niños correteando por allí que a dignatarios extranjeros.
¿Cómo sería aquel alojamiento temporal? ¿Con escasos muebles, nada de arte y una exigua cocina? ¿Habría llegado a instalarse?
Me detuve ante la puerta de mi apartamento y, después de debatirme en la duda, resistí la tentación. Quería que él me invitase a pasar.
Al entrar en el salón de mi casa, oí una risa femenina. No me sorprendió encontrarme con una rubia de piernas largas acurrucada al lado de Cary en mi sofá blanco, con la mano en su regazo, acariciándole a través de los pantalones de deporte. Mi compañero de piso seguía sin camisa, rodeando con los brazos a Tatiana Cherlin, acariciándole lánguidamente los bíceps.
—Hola, nena —me saludó con una sonrisa—. ¿Qué tal el curro?
—Como siempre. Hola, Tatiana.
Ésta me respondió con un gesto de la barbilla. Era una mujer despampanante, lo cual era de esperar, dado que era modelo. Dejando a un lado su aspecto, al principio no me cayó muy bien y seguía sin hacerlo. Pero viendo a Cary, tenía que reconocer que a lo mejor ella le venía bien de momento.
Ya le habían desaparecido los moratones; pero aún estaba recuperándose de una brutal paliza, una emboscada de Nathan que había desencadenado todos los acontecimientos que ahora me separaban de Gideon.
—Voy a cambiarme para irme al gimnasio —dije, dirigiéndome hacia el pasillo.
—Espera un momento, que tengo que hablar con mi niña —oí que Cary le decía a Tatiana.
Entré en mi habitación y tiré el bolso encima de la cama. Estaba hurgando en mi armario cuando Cary apareció en la entrada.
—¿Qué tal estás? —le pregunté.
—Mejor. —Sus ojos tenían un brillo de picardía—. ¿Y tú?
—Mejor.
Cruzó los brazos sobre su pecho desnudo.
—¿Es eso gracias a quienquiera que estuviera tricotando contigo anoche?
Cerré el cajón empujando con la cadera.
—¿Lo dices en serio? —repliqué—. Yo no te oigo a ti cuando estás en tu habitación. ¿Cómo es que me oyes tú a mí en la mía?
Se dio unos golpecitos en la sien.
—Tengo un radar para el sexo.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Que no tengo uno yo también?
—Más bien que Cross te provocó un cortocircuito durante uno de sus sexatones. Aún no te has recuperado del vigor de ese hombre. Ojalá se inclinara de mi lado y me
agotara a .
Le arrojé mi sujetador deportivo.
Lo cogió con destreza, riéndose.
—Bueno, ¿quién era?
Me mordí el labio, no queriendo mentir a la única persona que siempre me había dicho la verdad aunque doliera. Pero no me quedaba más remedio.
—Un tipo que trabaja en el Crossfire.
Desvaneciéndosele la sonrisa, Cary entró en la habitación y cerró la puerta a sus espaldas.
—¿Y sencillamente te levantaste y decidiste traértelo a casa y pasarte la noche follando con él? Yo creía que habías ido a clase de Krav Maga.
—Y así fue. Vive por aquí cerca y me lo encontré después de clase. Una cosa llevó a la otra...
—¿Debería preocuparme? —me preguntó en voz baja, escrutándome cuando me devolvía el sujetador—. Tú no te habías tirado a nadie así, por las buenas, desde hacía mucho tiempo.
—No se trata de eso, exactamente. —Me obligué a sostener la mirada a Cary, sabiendo que, de no hacerlo, nunca me creería—. Estoy... saliendo con él. Esta noche vamos a cenar juntos.
—¿Voy a conocerle?
—Claro, pero no hoy. Voy a ir a su casa.
Frunció los labios.
—Hay algo que no me estás contando. Suéltalo.
Eludí la pregunta.
—Esta mañana te vi besando a Trey en la cocina.
—Vale.
—¿Va todo bien entre vosotros?
—No puedo quejarme.
¡Caray! Cuando Cary se olía algo, no había manera de engañarle. Salí por donde pude.
—Hoy he hablado con Brett —dije todo lo despreocupadamente que fui capaz, procurando no darle demasiada importancia—. Me llamó al trabajo. Y no, no era el tipo de anoche.
—¿Qué quería? —preguntó, alzando las cejas.
Me quité los zapatos y me dirigí al baño a lavarme la cara.
—Viene a Nueva York para estrenar el vídeo musical de «Rubia». Me ha pedido que vaya con él.
—Eva... —empezó a decir, en ese tono de advertencia que los padres reservan para los niños mimados.
—Me gustaría que vinieras conmigo.
Eso le frenó un poco.
—¿De carabina? ¿No te fías de ti misma?
Miré su reflejo en el espejo.
—No voy a volver con él, Cary. Para empezar, tampoco es que hayamos estado nunca juntos realmente, así que deja de preocuparte por eso. Quiero que vayas porque creo que te lo pasarás bien y porque no quiero que Brett se haga ilusiones. Él ha accedido a que vayamos como amigos, pero creo que habrá que repetirle la idea unas cuantas veces para
que se le meta en la cabeza. Y para ser justos.
—Tendrías que haberte negado.
—Lo intenté.
—Nena, un no es un no. No es tan difícil.
—¡Cállate! —Me froté un ojo con un algodón desmaquillador—. Bastante malo es ya que me sienta culpable por ir. Tú pensaste que me divertiría yendo a aquel concierto sin saber a quién me encontraría allí. Así que deja de darme la barrila.
Que ya lo hará Gideon.
Cary frunció el ceño.
—¿Y de qué demonios tienes que sentirte culpable?
—¡A Brett le zurraron por mi culpa!
—De eso, nada. Le zurraron por besar a una chica guapa sin pensar en las consecuencias. Tendría que haberse imaginado que estabas con alguien. ¿Y se puede saber qué mosca te ha picado?
—No necesito ninguna monserga sobre Brett, ¿vale? —Lo que necesitaba era que Cary supiera de mi relación con Gideon y las preocupaciones que tenía, pero no podía pedir ayuda a mi mejor amigo. Eso hacía que todo lo que iba mal en mi vida fuera aún más desasosegante. Me sentía completamente sola y a la deriva—. Ya te he dicho que no pienso pasar por ahí otra vez.
—Me alegra oírlo.
Le conté parte de la verdad porque sabía que él no me juzgaría.
—Sigo enamorada de Gideon.
—Ya lo sé —respondió, sin más—. Por si sirve de algo, estoy seguro de que vuestra ruptura le está reconcomiendo a él también.
Le abracé.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por ser tú.
Soltó un bufido.
—No estoy diciendo que debas esperarle. No importa tras lo que se ande Cross... Allá él si se duerme en los laureles. Pero no creo que estés preparada para meterte en la cama de otro. Tú no puedes andar por ahí acostándote con cualquiera, Eva. El sexo significa algo para ti; por eso lo pasas tan mal cuando lo vas regalando.
—Es cierto, nunca funciona —coincidí, mientras terminaba de lavarme la cara—. ¿Vendrás conmigo al estreno del vídeo?
—Claro que iré.
—¿Quieres llevar a Trey o a Tatiana?
Negando con la cabeza, se volvió hacia el espejo y se arregló el pelo con varias expertas pasadas de la mano.
—Entonces sería como una cita doble. Mejor si yo soy la tercera rueda. Más impactante.
Observé su reflejo, esbozando una cariñosa sonrisa.
—Te quiero.
Él me tiró un beso.
—Cuídate, nena. Es lo único que te pido.
El regalo que más me gustaba hacer cuando alguien inauguraba casa era unas copas de martini Waterford. Para mí eran la combinación perfecta de elegancia, alegría y utilidad. Había regalado un juego a una amiga de la universidad que no tenía ni idea de lo que era el cristal de Waterford pero a la que encantaban los appletinis, martinis con aguardiente de manzana; y otro a mi madre, que no tomaba martinis pero le encantaba el cristal Waterford. Era un regalo que tampoco dudaría en hacer a Gideon Cross, un hombre con más dinero de lo podía imaginarse.
Pero no era cristal lo que sostenía en las manos cuando llamé a su puerta.
Nerviosa, cambiaba el peso del cuerpo de un pie a otro y me pasaba la mano caderas abajo para estirarme el vestido. Me había emperifollado después de volver del gimnasio, empleándome a fondo en el peinado y la sombra de ojos color ceniza, correspondientes a la Nueva Eva. El lápiz de labios rosa pálido era a prueba de besos, y llevaba un pequeño vestido negro de escote caído y con la espalda muy baja.
El corto vestido enseñaba mucha pierna, que yo realcé con unos Jimmy Choo sin puntera. Llevaba los aros de diamantes que me había puesto en nuestra primera cita y el anillo que él me había regalado, una impresionante joya que tenía unos cordones de oro entrelazados con equis engarzadas en los diamantes, que representaban a Gideon aferrándose a los distintos cabos de mi persona.
La puerta se abrió y yo me tambaleé un poco, asombrada ante el hombre guapísimo y endiabladamente sexy que me recibió. Gideon debía de sentirse un poco nostálgico también, pues lucía el mismo jersey negro que se había puesto para ir al club donde en realidad empezó nuestra relación. Le quedaba de maravilla: la combinación perfecta entre atractivo informal y elegante. Conjuntado con unos pantalones gris grafito y descalzo, el efecto que produjo en mí fue de puro y candente deseo.
—¡Dios santo! —exclamó—. Estás increíble. La próxima vez avísame antes de que abra la puerta.
Yo sonreí.

—Hola, Oscuro y Peligroso.

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