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Reflejada en tí - Sillvia Day Capítulo 8


El ruido que hizo la puerta del dormitorio al abrirse terminó con mi intrascendente sueño, aunque fue
el delicioso aroma del café lo que me despertó realmente. Me estiré, pero seguí con los ojos cerrados,
disfrutando de él por anticipado.
Gideon se sentó en el borde de la cama y empezó a pasarme los dedos por las mejillas.
—¿Qué tal has dormido?
—Te he echado de menos. ¿Es para mí ese café que estoy oliendo?
—Sí, si eres buena.
Abrí los ojos de repente.
—¡Pero si te gusta que sea mala!
Aquella sonrisa suya me trastornaba. Llevaba puesto un traje increíblemente sexy y tenía mejor
aspecto esa mañana que la noche anterior.
—Me gusta que seas mala sólo conmigo. Cuéntame lo del concierto del viernes.
—Toca un grupo que se llama Six-Ninths. Es lo único que sé. ¿Quieres ir?
—No se trata de si yo quiero ir o no. Si tú vas, yo también.
Hice un gesto de perplejidad levantando las cejas.
—¡No me digas! ¿Y qué pasaría si no te hubiera preguntado?
Me cogió la mano y se puso a juguetear delicadamente con mi anillo de compromiso dándole
vueltas alrededor del dedo.
—Pues que tú tampoco irías.
—¿Cómo dices? —Me eché el pelo hacia atrás. Al observar la expresión de firmeza que tenía en su
atractivo rostro, me incorporé—. Dame ese café. Quiero que la cafeína me cargue las pilas para darte
lo que te mereces.
Gideon hizo una mueca y me entregó la taza.
—No me mires así —le dije en tono de advertencia—. Fuera de broma, no me gusta nada oírte decir
que no puedo ir a algún sitio.
—Estamos hablando en concreto de un concierto de rock, y no te digo que no vayas, sólo que no
puedes ir sin mí. Lamento que no te guste, pero así son las cosas.
—¿Quién ha dicho que vaya a ser rock? Puede que sea música clásica o celta o pop...
—Los Six-Ninths tienen contrato con Vidal Records.
—Ah, ya. —Vidal Records estaba dirigida por Christopher Vidal sénior, el padrastro de Gideon,
pero él tenía participación mayoritaria en la empresa. Yo me preguntaba cómo había llegado a tomar
parte en el negocio de la familia de su padrastro. Supuse que, cualquiera que hubiera sido la razón, era
la misma por la que Christopher junior, su medio hermano, le odiaba profundamente.
—Yo he visto vídeos de sus conciertos indies —me explicó con sequedad—, y no voy a permitir
que corras riesgos entre semejantes multitudes.
Tomé un buen sorbo de café.
—Lo comprendo, pero no puedes dedicarte a mangonearme.
—¿Que no puedo? Shh... —me puso un dedo en los labios—. No discutas, que no soy ningún tirano.
De vez en cuando quizás me surja alguna inquietud, y tú serás lo suficientemente sensata como para
aceptarla.
Le aparté la mano de un empujón.
—¿Entendiendo por «sensata» que tengo que hacer lo que tú decidas que es lo mejor?
—Por supuesto
—Eso es una gilipollez.
Él se mantuvo en sus trece.
—No vamos a discutir por una situación hipotética. Tú me pediste que fuera contigo al concierto
del viernes y te contesté que sí. No hay nada que aclarar.
Dejé la taza de café en la mesilla, eché hacia atrás la ropa con los pies y salí de la cama.
—Gideon, yo necesito poder vivir mi vida, seguir siendo yo misma o esto no funcionará.
—También yo necesito ser yo mismo. Y no tengo por qué transigir siempre.
Aquello me llegó al alma. No le faltaba razón: yo tenía derecho a esperar que él me dejara espacio
vital, pero él tenía derecho a que se le comprendiese como el hombre que era. Yo tendría que hacer
concesiones teniendo en cuenta sus reacciones emocionales.
—¿Y si una noche quiero ir de discotecas con mis amigas?
Me cogió la cara entre las manos y me besó en la frente.
—Puedes llevarte la limusina y limitarte a los locales de mi propiedad.
—¿Para que tu personal de seguridad me espíe?
—Para que te vigile —me corrigió, pasando los labios por encima de mis cejas—. ¿Es eso tan
terrible, cielo? ¿Resulta tan imperdonable que me fastidie apartar los ojos de ti?
—No tergiverses las cosas.
Me inclinó la cabeza hacia atrás y me dirigió una mirada resuelta e inflexible.
—Tienes que entender que aunque cojas la limusina y vayas sólo a mis discotecas, yo me volveré
loco mientras no vuelvas a casa. Y si a ti te vuelven un poco loca mis precauciones respecto a tu
seguridad, ¿no te parece que eso forma parte del «toma y daca»?
Solté un gruñido
—¿Cómo consigues que algo desatinado parezca razonable?
—Es un don.
Le agarré con ambas manos su macizo y espléndido culo y apreté.
—Necesito más café para enfrentarme a ese don tuyo, campeón.
Se había convertido en una costumbre que Mark, Steven (su compañero) y yo saliéramos a comer
juntos los miércoles. Cuando llegué con Mark al pequeño restaurante italiano que él había elegido y vi
a Shawna esperando con Steven, me emocioné de verdad. Mark y yo teníamos una relación muy
profesional, pero de algún modo habíamos conseguido que trascendiera a lo personal y significaba
mucho para mí.
—Qué envidia me da tu bronceado —me dijo Shawna, que estaba monísima con ropa informal:
vaqueros, camiseta sin mangas y un vaporoso fular—, a mí el sol sólo me pone roja y me salen más
pecas.
—Pero tienes una melena preciosa de la que presumir —señalé, admirando aquel intenso tono
pelirrojo.
Steven se pasó una mano por el pelo, que era exactamente del mismo color que el de su hermana, e
hizo un mohín.
—¡Los sacrificios que hay hacer para estar guapa!
—¡Qué sabrás tú! —Shawna se echó a reír y le dio un empujoncito en el hombro que no consiguió
desplazarlo ni un centímetro. Mientras que ella era esbelta como un junco, Steven era grandote y
fornido. Sabía por Mark que su compañero se implicaba también manualmente en la empresa de
construcción donde trabajaba, lo cual explicaba tanto el tamaño como la aspereza de sus manos.
Entramos en el restaurante y nos acomodaron enseguida gracias a la reserva que había hecho cuando
Mark me invitó a comer. Era un local pequeño pero con mucho encanto. La luz entraba a raudales por
las enormes cristaleras que iban de suelo a techo, y el aroma de la comida era tan apetitoso que se me
hacía la boca agua.
—Estoy deseando que llegue el viernes —dijo Shawna, y sus ojos de un azul suave se iluminaron
por el entusiasmo.
—Sí, va a llevarte a ti —observó Steven con ironía—, y no a su hermano mayor.
—Esas cosas no te van —replicó ella—, a ti te molestan las aglomeraciones.
—Es cuestión de ir haciéndose sitio.
Shawna dirigió los ojos al techo en un gesto de impaciencia.
—No puedes andar dando codazos por todas partes.
La conversación sobre las aglomeraciones me hizo recordar a Gideon y su vena protectora.
—¿Te importa si llevo al chico con el que salgo —pregunté—, o crees que nos aguaría la fiesta?
—En absoluto. ¿Tiene algún amigo que quiera venir también?
—Shawna. —Era evidente que Mark se había escandalizado y le hablaba en tono de reproche—. ¿Y
Doug?
—¿Qué pasa con Doug? No me has dejado terminar. —Se volvió a mí para explicarse—. Doug es
mi novio. Está pasando el verano en Sicilia en un curso de cocina. Es chef.
—Qué bien. Me molan los tíos que saben cocinar.
—Pues sí. —Sonrió, y luego dirigió una mirada fulminante a Mark—. Ya sé que merece la pena
conservarle, así que si tu chico tiene un amigo al que no le importe ocupar el asiento libre sin ninguna
posibilidad de ligar, tráelo.
Inmediatamente pensé en Cary y esbocé una sonrisa.
Pero ese mismo día, más tarde, cuando Gideon y yo ya habíamos vuelto a su apartamento, después
de pasar un montón de tiempo con nuestros entrenadores personales, cambié de idea. Me levanté del
sofá donde había estado intentando, en vano, leer un libro y fui silenciosamente por el pasillo hasta su
despacho.
Le encontré enfrascado en el ordenador, haciendo volar los dedos sobre el teclado. El brillo del
monitor y el foco que iluminaba el collage de fotos colgado en la pared eran las únicas fuentes de luz,
así que quedaba en sombras una gran parte de la habitación. Él estaba sentado en medio de la
penumbra, con el torso desnudo, guapísimo y muy dueño de sí mismo. Como siempre cuando
trabajaba, se le veía apartado e inalcanzable. Yo experimentaba soledad con sólo mirarle.
La combinación de la distancia física, porque seguía con la regla, y la comprensible decisión de
Gideon de que durmiéramos separados, despertaban en mí una profunda inseguridad y me hacían
querer aferrarme a él con más empeño y esforzarme para que concentrara su interés en mí.
El hecho de que estuviera trabajando en vez de pasar el tiempo conmigo no debería dolerme (sabía
de sobra que tenía muchas cosas que hacer), pero me dolía. Me sentía abandonada y poco querida, lo
cual era un indicativo de que estaba recayendo en mis malos hábitos. La sencilla realidad consistía en
que Gideon y yo éramos lo mejor y lo peor que nos había ocurrido.
Levantó la vista y me inmovilizó con la mirada. Observé cómo desviaba la atención de su tarea para
prestármela a mí.
—¿Te tengo desatendida, cielo? —me preguntó, reclinándose en la silla.
Me sonrojé, deseando que no me adivinase tan bien los pensamientos.
—Siento interrumpirte.
—Lo que tienes que hacer es venir siempre que necesites algo. —Empujó hacia dentro la balda del
teclado, señaló con unos golpecitos el sitio que quedaba vacío en su mesa, justo delante de él, e hizo
rodar la silla hacia atrás—. Ven a sentarte aquí.
Un estremecimiento me recorrió todo el cuerpo, y me acerqué a toda prisa, sin molestarme en
disimular mi entusiasmo. Me senté sobre la mesa, frente a él, y sonreí abiertamente cuando le vi
adelantar la silla y llenar el espacio entre mis piernas.
Pasó los brazos por encima de mis muslos y me rodeó las caderas, mientras decía:
—Tendría que haberte explicado que estoy tratando de quitarme de encima algunas tareas para que
podamos tener libre el fin de semana.
—¿De verdad? —Le pasé los dedos entre el pelo.
—Te quiero toda para mí durante un buen rato. Y de verdad, de verdad que necesito follar contigo
durante mucho tiempo. Quizás todo el tiempo. —Cerró los ojos cuando empecé a tocarle—. Echo de
menos estar dentro de ti.
—Tú siempre estás dentro de mí —le susurré.
Su boca se curvó en una sonrisa lenta y pícara, y abrió los ojos.
—Estás haciendo que me empalme.
—¿Y cuál es la novedad?
—Todo.
Fruncí el ceño.
—Ya nos ocuparemos de eso —dijo—. De momento, dime a qué has venido.
Titubeé, todavía concentrada en su críptico comentario.
—Eva. —El tono enérgico que usó me hizo espabilar—. ¿Necesitas algo?
—Un ligue para Shawna. Bueno... no realmente un ligue. Shawna tiene novio, pero está fuera del
país. Estaría bien que fuéramos dos parejas.
—¿No quieres pedírselo a Cary?
—En un principio pensé en él, pero Shawna es amiga mía. Se me ocurrió que tal vez te gustara traer
a alguien que conozcas. Ya sabes, para igualar fuerzas.
—Vale, veré quién está libre.
En ese momento me di cuenta de que realmente no esperaba que me hiciera caso.
En mi cara debían de traslucirse algunas de mis cavilaciones, porque me preguntó:
—¿Hay algo más?
—Yo... —¿Cómo podía yo decirle lo que estaba pensando sin quedar como una imbécil—. No,
nada.
—Eva —su voz sonó adusta—, dímelo.
—Es una estupidez.
—No te lo estoy pidiendo.
Un hormigueo me recorrió las venas, como me ocurría siempre que él hablaba en aquel tono
autoritario.
—Yo creía que hacías vida social sólo por cuestión de negocios y que te tirabas a algunas mujeres
ocasionalmente.
Me resultó difícil decir la última parte. Por muy patético que fuera sentir celos de las mujeres de su
pasado, no podía evitarlo.
—¿Creías que no tenía amigos? —me preguntó, claramente divertido.
—Nunca me has presentado a ninguno —le contesté con un poco de resentimiento, toqueteando al
mismo tiempo el dobladillo de la camiseta.
—¡Ah! —Eso le hizo todavía más gracia, y le brillaban los ojos de la risa—. Tú eres mi secretito
sexy. Habrá que preguntarse en qué estaría yo pensando cuando me aseguré de que nos hicieran una
foto besándonos en público.
—Bueno. —Se me fueron los ojos hasta el collage de la pared, donde podía verse aquella foto, una
imagen que había circulado por todos los blogs de cotilleo durante varios días—. Hombre, diciéndolo
así...
Gideon soltó una carcajada, y aquel sonido se expandió por mi cuerpo en una cálida ráfaga de
placer.
—Te he presentado a unos cuantos amigos cuando hemos salido por ahí.
—Pues yo pensaba que todos a los que había conocido en los acontecimientos a los que hemos
asistido eran colegas profesionales.
—Pero guardarte toda para mí no es una mala idea.
Le lancé una rápida mirada y volví a plantear el mismo tema que cuando discutimos si yo iría a Las
Vegas en vez de a Phoenix.
—¿Por qué no puedes ser el que se tumbe desnudo esperando a que te follen?
—¿Y qué tiene eso de divertido?
Le empujé por los hombros y él me llevó hasta sus rodillas, riendo.
No podía creer que estuviera de tan buen humor y me preguntaba qué se lo habría provocado. Eché
una ojeada a la pantalla y lo único que vi fue una hoja de cálculo que me dejó bizca y un correo
electrónico a medio escribir. Pero había algo distinto en él. Y me gustaba.
—Sería muy placentero estar tumbado —murmuró, con los labios en mi cuello— y empalmado
para que tú me montaras cuando te apeteciera.
El sexo se me contrajo al visualizar la escena mentalmente.
—Me estás poniendo caliente.
—Muy bien; así me gustas a mí.
—O sea, que si mi fantasía consiste en que tú me proporciones servicios de semental las
veinticuatro horas del día...
—A mí me parece la realidad.
Le di un mordisquito en la mandíbula, y él emitió un gruñido.
—¿Quieres sexo duro, cielo?
—Quiero saber qué fantasía tienes tú.
Gideon me colocó perpendicularmente a sus rodillas.
—Tú.
—Más te vale.
Esbozó una sonrisita.
—En un columpio.
—¿Qué?
—Un columpio sexual, Eva. Tu precioso culo en el asiento, los pies en unos estribos, las piernas
bien abiertas y tu perfecto coño húmedo y esperándome —empezó a darme tentadores masajes
circulares al final de la espalda—, completamente a mi merced, incapaz de hacer nada que no sea
recibir todo el semen que yo pueda darte. Te encantaría.
Le imaginé de pie entre mis piernas, desnudo y reluciente por el sudor, sacando bíceps y pectorales
al balancearme, deslizando dentro y fuera de mí su hermosa polla.
—Me quieres indefensa.
—Te quiero preparada. Y no por fuera. Estoy buscando la forma de entrar.
—Gideon...
—Nunca iré más allá de lo que tú puedas soportar —prometió, con un brillo de vehemencia en los
ojos visible incluso con la tenue iluminación—, pero te llevaré al límite.
Yo me revolví, a la vez excitada e inquieta ante la idea de darle tanta ventaja.
—¿Por qué?
—Porque tú quieres ser mía y yo quiero poseerte. Ya llegaremos. Metió una mano bajo mi camiseta
y me cubrió un pecho; con los dedos tiraba del pezón y lo friccionaba, electrizando todo mi cuerpo.
—¿Has hecho eso antes? —le pregunté ansiosamente—, ¿lo del columpio?
Su expresión se hizo hermética.
—No hagas ese tipo de preguntas.
¡Oh, Dios mío!
—Yo sólo...
Selló mis labios con los suyos y me mordisqueó el inferior. Luego, me introdujo la lengua en la
boca, sujetándome justo donde quería tenerme y agarrándome del pelo. El dominio del acto era
innegable. El deseo se apoderó de mí, una necesidad de él contra la que no podía luchar y que me era
posible controlar. Gemí, sintiendo un dolor en el pecho de pensar que él invirtiera tanto tiempo y
esfuerzo para obtener placer de otra persona.
Gideon puso la mano entre mis piernas y me aprisionó el sexo. Yo di un respingo, sorprendida por
la agresión. Emitió un leve sonido tranquilizador y comenzó a acariciarme esa carne tan sensible con
la consumada habilidad a la que yo me había hecho adicta.
Interrumpió el beso, me arqueó la espalda con un brazo y así hizo llegar mi busto hasta su boca.
Mordió el pezón a través del tejido de algodón; luego, rodeó con los labios el dolorido extremo y
succionó con tanta fuerza que repercutió en lo más profundo de mi ser.
Me sentía cercada, y el deseo que me dominaba provocaba cortocircuitos en mi cerebro. Introdujo
los dedos bajo el borde de las bragas para llegar al clítoris: el contacto de la carne con la carne, justo
lo que yo necesitaba. Gideon.
Levantó la cabeza y me miró con oscuros ojos mientras me corría. Grité cuando llegó la oleada de
estremecimientos, la liberación de la ansiedad después de varios días de privación, casi demasiada
para poder soportarla. Pero él no lo dejó ahí. Siguió acariciándome el sexo hasta que me corrí otra vez,
hasta que unos violentos espasmos sacudieron mi cuerpo y cerré las piernas con todas mis fuerzas para
acabar con aquel embate.
Cuando retiró la mano, me quedé desfallecida, laxa y jadeante. Me encogí pegada a él, con la cara
en su garganta y los brazos alrededor del cuello. Parecía que el corazón se me había agrandado. Todo
lo que experimentaba por aquel hombre, todo el tormento y el amor, me abrumaban. Me aferré a él,
tratando de estar aún más cerca.
—Shh. —Me abrazó bien fuerte, estrechándome hasta que se me hacía difícil respirar—. Te lo
cuestionas todo y te vuelves loca.
—Esto me disgusta —le susurré—. No debería necesitarte tanto. No es sano.
—Ahí es donde te equivocas —el corazón le latía vigorosamente bajo mi oreja—, y yo asumo la
responsabilidad. He tomado las riendas para algunas cosas y te las he dado a ti para otras. Eso te ha
dejado confusa y preocupada. Lo siento, cielo. Será más fácil seguir adelante.
Me incliné hacia atrás para verle la cara. Se me cortó la respiración cuando nuestros ojos se
encontraron y él me devolvió una mirada impasible. Entonces comprendí la diferencia: él poseía una
serenidad inquebrantable, sólida. Eso hizo que algo se asentara dentro de mí también. El ritmo de mi
respiración se ralentizó; mi ansiedad disminuyó.
—Eso está mejor. —Me besó en la frente—. Iba a esperar hasta el fin de semana para hablar de
esto, pero ahora es un buen momento. Tenemos que llegar a un acuerdo y, una vez establecido, no hay
vuelta atrás. ¿Comprendes?
Tragué saliva.
—Lo intento.
—Tú ya sabes cómo soy. Me has visto en los peores momentos. Anoche, dijiste que me querías de
todos modos. —Esperó a que yo asintiera—. Y yo la cagué. No confiaba en que tomaras esa decisión
por ti misma y debería haberlo hecho. Porque yo he sido demasiado cauto. Eva. Me asusta tu pasado.
La idea de que Nathan indirectamente apartara de mí a Gideon me resultaba tan dolorosa que me
encogí todavía más, acercando las rodillas al pecho.
—No le atribuyas ese poder.
—No lo haré, pero tienes que darte cuenta de que hay más de una respuesta para todo. ¿Quién dice
que tú me necesitas demasiado? ¿Quién dice que esa necesidad no
es sana? Tú no. No eres feliz porque te frenas a ti misma.
—Los hombres no...
—A la mierda con eso. Ninguno de los dos somos típicos. Y eso está bien. No hagas caso a la voz
que tienes en la cabeza y que te está fastidiando. Confía en mí para saber lo que necesitas, aun cuando
creas que estoy equivocado. Y yo confiaré en tu decisión de estar conmigo a pesar de mis defectos.
¿Vale?
Me mordí el labio inferior para disimular el temblor y dije que sí con la cabeza.
—No pareces convencida —me dijo suavemente.
—Tengo miedo de perderme en ti, Gideon. Me asusta verme privada de esa parte de mí que tanto
me costó recuperar.
—No permitiré que eso ocurra nunca —me prometió con vehemencia—. Lo que yo quiero para los
dos es que nos sintamos seguros. Lo que tú y yo tenemos en común no debería agotarnos de este
modo, sino ser la única cosa sólida como una roca con la que ambos podamos contar.
Empezaron a escocerme los ojos por las lágrimas incipientes.
—Yo quiero eso —murmuré—. Me interesa muchísimo.
—Y yo voy a dártelo, cielo. —Gideon inclinó su morena cabeza y rozó sus labios con los míos—.
Voy a dárnoslo a los dos. Y tú me lo vas a permitir.
—Parece que las cosas van mejor esta semana —dijo el doctor Petersen cuando llegamos Gideon y yo
a nuestra sesión de terapia del jueves por la tarde.
Ésa vez nos sentamos el uno cerca del otro, con las manos enlazadas. Gideon me acariciaba los
nudillos con el pulgar, y yo le miré y sonreí, notando que el contacto me calmaba.
El doctor Petersen quitó la funda protectora de su tableta y se acomodó en el asiento.
—¿Hay algo en particular de lo que queráis hablar?
—El martes fue un día duro —respondí yo sin levantar mucho la voz.
—Me lo imagino. Hablemos, entonces, del lunes. ¿Eva, puedes decirme qué pasó?
Le conté que me desperté en medio de una pesadilla de las mías y me encontré con otra de Gideon.
Hice un repaso de aquella noche y del día siguiente.
—¿Así que ahora dormís separados? —preguntó el doctor Petersen.
—Sí
—Tus pesadillas —levantó los ojos hacia mí—, ¿con cuánta frecuencia se producen?
—Pocas veces. Antes de salir con Gideon, hacía casi dos años que no tenía ninguna. —Le
contemplé mientras dejaba el lápiz electrónico sobre la mesa y se ponía a teclear rápidamente. Tenía
una expresión sombría y eso me provocaba ansiedad—. Yo le amo —solté de repente.
Gideon, a mi lado, se puso tenso.
El doctor Petersen alzó la cabeza y me observó. Echó un vistazo a Gideon, y luego otra vez a mí.
—No tengo ninguna duda. ¿Qué te ha hecho decir eso, Eva?
Me encogí de hombros, un poco violenta y consciente de que Gideon tenía la vista fija en mi perfil.
—Busca su aprobación —dijo Gideon en un tono grave.
Sus palabras me hicieron el efecto de un papel de lija frotado en la piel.
—¿Es eso cierto? —me preguntó el doctor Petersen.
—No.
—¿Cómo que no? —La aspereza en la voz de Gideon era palpable.
—Que no es cierto —sostuve, aunque había necesitado que él lo pronunciara en voz alta para que yo
lo comprendiera—. Yo sólo... es la pura verdad. Es lo que siento.
Miré al doctor Petersen.
—Tenemos que hacer que esto funcione. Vamos a hacer que esto funcione —recalqué—. Sólo
necesito saber que vamos en la misma dirección. Necesito saber que entiende que hay que descartar el
fracaso.
—Eva —sonrió, comprensivo—, tú y Gideon tenéis mucho en lo que trabajar, pero por supuesto que
no es insuperable.
Suspiré con alivio.
—Le quiero —dije otra vez, con un contundente gesto de la cabeza.
Gideon se puso en pie, apretándome la mano enérgicamente.
—¿Nos disculpa un momento, doctor?
Confusa y un poco inquieta, me levanté y le seguí hacia la zona de recepción, que estaba vacía. La
recepcionista del doctor Petersen ya se había ido a casa, y nosotros éramos los últimos clientes del día.
Yo sabía por mi madre que las citas por la tarde eran más caras, así que le agradecía mucho a Gideon
que estuviera dispuesto a pagarlas, y no una vez por semana, sino dos.
La puerta se cerró a nuestra espalda, y yo me dirigí a Gideon:
—Te juro que no es...
—Shh. —Me cogió la cara entre las manos y me besó, moviendo la boca sobre la mía suave pero
ansiosamente. Sorprendida, no tardé ni un segundo en meter las manos debajo de su chaqueta y
abrazarle por la delgada cintura. Cuando su lengua acarició profundamente el interior de la mía, dejé
escapar un leve gemido.
Se apartó y le miré. Vi al mismo hombre de negocios guapísimo con traje oscuro que había visto el
día que le conocí, pero en sus ojos...
Me escocía la garganta.
La fuerza, la intensidad abrasadora, el deseo, la necesidad. Con las yemas de los dedos me tocaba
las sienes, las mejillas, la garganta. Me alzó la mandíbula y presionó mis labios delicadamente con los
suyos. No dijo nada, pero no era necesario. Yo había comprendido.

Entrelazamos los dedos y me condujo adentro de nuevo.

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