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Reflejada en tí - Sillvia Day Capítulo 7


Caí de espaldas en la esterilla con tanta fuerza que me quedé sin respiración. Aturdida, parpadeaba
mirando al techo, tratando de recuperar el aliento.
De repente apareció la cara de Parker Smith.
—Me estás haciendo perder el tiempo. Si quieres estar aquí, que sea al cien por cien. Y no con la
cabeza a miles de kilómetros de distancia.
Agarré la mano que me tendió y, de un tirón, me puso de pie. A nuestro alrededor, Parker tenía unos
doce estudiantes más de Krav Maga entrenando duramente. Aquel estudio ubicado en Brooklyn era
todo ruido y actividad.
Tenía razón. No podía dejar de pensar en mi madre y en la forma tan extraña en que se había
comportado cuando regresábamos al Crossfire después de almorzar.
—Lo siento —musité—. Hay algo que me preocupa.
Se movía como un rayo, agarrándome primero de una rodilla y luego del hombro con trepidantes
manotadas.
—¿Crees que el agresor va a esperar a que estés atenta y lista para ir a por ti?
Me agaché, obligándome a prestar atención. Parker se agachó también, con los ojos marrones serios
y vigilantes. La cabeza afeitada y la piel café con leche que tenía le brillaban bajo la luz de los
fluorescentes. El estudio estaba en un almacén reformado, que se había deteriorado tanto por razones
económicas como por el ambiente. Mi madre y mi padrastro estaban tan paranoicos que habían pedido
a Clancy que me acompañara a las clases. En la actualidad, el barrio estaba experimentando un
proceso de revitalización, que en mi opinión era alentador; y en la suya, inquietante.
Parker volvió a por mí, pero esta vez conseguí bloquearle. El contraataque fue vertiginoso, y dejé
las preocupaciones para más tarde.
Cuando Gideon vino a verme al cabo de una hora, me encontró en el baño rodeada de velas de
vainilla. Se desvistió y decidió acompañarme, aunque, por el pelo húmedo, se diría que ya se había
duchado después de hacer ejercicio con su entrenador personal. Le observé desnudarse, absorta. El
juego de los músculos bajo la piel y la gracilidad intrínseca en su forma de moverse me produjeron
una deliciosa sensación de contento.
Entró en la profunda bañera oval y se colocó a mis espaldas, deslizando sus largas piernas a cada
lado de las mías. Me envolvió con sus brazos y me sorprendió levantándome y echándome hacia atrás,
de manera que quedé sentada en su regazo y con las piernas sobre las suyas.
—Apóyate en mí, cielo —murmuró—. Necesito sentirte.
Suspiré de placer, sumiéndome en la dureza de su fornido cuerpo al tiempo que me mecía. Mis
doloridos músculos se relajaron con la rendición, ansiosos, como siempre, por hacerse totalmente
dúctiles a su tacto. Me encantaban aquellos momentos, cuando el mundo y nuestras reacciones
emocionales quedaban muy lejos. Momentos en los que sentía el amor que no me declaraba.
—¿Remojando más magulladuras? —preguntó con su mejilla pegada a la mía.
—Culpa mía. Tenía la cabeza en otro sitio.
—¿Pensando en mí? —susurró, acariciándome la oreja con el hocico.
—Ojalá.
Hizo una pausa y cambió de repente.
—Dime qué te preocupa.
Adoraba la facilidad con que me leía el pensamiento, y cómo se acomodaba rápidamente a mi
estado de ánimo. Yo procuraba ser tan adaptable con él. Realmente, la flexibilidad era un requisito
esencial en una relación entre personas muy dependientes.
Entrelazando mis dedos con los suyos, le conté el extraño comportamiento de mi madre después del
almuerzo.
—Casi esperaba darme la vuelta y encontrarme con mi padre o algo así. Me preguntaba... Tenéis
cámaras de seguridad en la fachada del edificio, ¿verdad?
—Por supuesto. Echaré un vistazo.
—Son unos diez minutos como máximo. Simplemente quiero ver si puedo averiguar lo que sucedió.
—Dalo por hecho.
Eché la cabeza hacia atrás y le besé en la barbilla.
—Gracias.
Él posó los labios en mi hombro.
—Cielo, haría cualquier cosa por ti.
—¿Como hablarme de tu pasado? —Noté que se ponía tenso, y me di de bofetadas mentalmente—.
No ahora mismo —y me apresuré a añadir—: pero en algún
momento. Dime que lo harás alguna vez.
—Almuerza mañana conmigo. En mi oficina.
—¿Vas a hablarme de ello entonces?
Gideon exhaló con aspereza.
—Eva.
Aparté la cara y me solté, decepcionada con su evasiva. Agarrándome a los bordes de la bañera, me
dispuse a salir y a alejarme del hombre que de algún modo me hacía sentir más unida a otro ser
humano de lo que nunca me había sentido, pero que también era tremendamente distante. Estar con él
volviéndome loca me hacía dudar de las mismas cosas de las que estaba segura momentos antes.
Vuelta a empezar.
—He terminado —musité, soplando la vela que tenía más cerca. El humo ascendió en espiral y
desapareció, tan intangible como lo que me ligaba al hombre que amaba—. Me salgo.
—No. —Me rodeó los pechos con sus manos, sujetándome. El agua salpicaba a nuestro alrededor,
tan agitada como lo estaba yo.
—Suéltame, Gideon. —Le agarré de las muñecas y le aparté las manos.
Él hundió la cara en mi cuello, sujetándome con obstinación.
—Lo haré, ¿vale? Algún día... lo haré.
Me desinflé, sintiéndome menos exultante de lo que esperaba cuando le hice la pregunta y esperaba
su respuesta.
—¿Podemos dejarlo por esta noche? —preguntó con brusquedad, aferrándose aún a mí—. ¿Dejarlo
todo?
Sólo quiero estar contigo, ¿vale? Pedir que nos traigan algo para cenar, ver la tele, dormir abrazado
a ti. ¿Es posible?
Dándome cuenta de que pasaba algo serio, me retorcí para mirarle a la cara.
—¿Qué ocurre?
—Sólo quiero pasar tiempo contigo.
Se me saltaban las lágrimas. Había muchas cosas que no me decía... muchas más. Nuestra relación
se estaba convirtiendo rápidamente en un campo minado de palabras no dichas y secretos no
compartidos.
—Vale.
—Lo necesito, Eva. Tú y yo, sin dramas. —Me acarició la mejilla con los dedos mojados—.
Concédemelo. Por favor. Y dame un beso.
Me di la vuelta, me puse a horcajadas sobre sus caderas y le rodeé la cara con mis manos. Ladeé la
cabeza para buscar el ángulo perfecto y apreté mis labios contra los suyos. Empecé despacio, con
suavidad, lamiendo y chupando. Le tiré del labio inferior, luego le hice olvidar nuestros problemas
pasando juguetonamente mi lengua por la suya.
—Bésame, maldita sea —bramó, poniéndome las manos en la espalda, arrullándome sin descanso
—. Bésame como me amas.
—Lo hago —le aseguré, exhalándole las palabras—. No puedo evitarlo.
—Cielo. —Con sus manos en mi pelo mojado, me abrazó como él quería y me besó hasta dejarme
sin sentido.
Después de cenar, Gideon trabajó un rato en la cama, apoyado contra el cabecero de la cama y con el
ordenador portátil sobre un soporte para portátiles. Yo me tumbé boca abajo en la cama, de cara a la
televisión mientras agitaba los pies en el aire.
—¿Te sabes todos los diálogos de esa película? —preguntó, intentando desviar mi atención de
Ghostbusters para que le mirase. Sólo llevaba puestos unos calzoncillos bóxer negros.
Me encantaba verle de aquella manera: relajado, cómodo, íntimo. Me preguntaba si Corinne habría
visto aquella estampa alguna vez. De ser así, imaginaba su desesperación por volver a verla, porque yo
deseaba desesperadamente no perder nunca ese privilegio.
—Es posible —reconocí.
—¿Y tienes que decirlos todos en voz alta?
—¿Tienes algún problema, campeón?
—No. —Las ganas de reír le iluminaron los ojos y le curvaron los labios—. ¿Cuántas veces la has
visto?
—Un montón de veces. —Me di la vuelta y me puse a cuatro patas—. ¿Quieres más?
Una ceja oscura se enarcó.
—¿Eres tú el Maestro de las llaves? —ronroneé, avanzando lentamente.
—Cielo, cuando me miras de esa manera, soy lo que tú quieras.
Le miré desde debajo de mis pestañas y dije en un susurro:
—¿Deseas este cuerpo?
Sonriendo, dejó el portátil a un lado.
—En todo momento.
Me puse a horcajadas sobre sus piernas y me agarré a su torso. Le rodeé el cuello con mis brazos.
—Bésame, engendro.
—Eso no era así. ¿Ya no soy el dios del placer? ¿Ahora soy un engendro?
Apreté mi vulva contra la dura protuberancia de su polla y meneé las caderas.
—Tú eres lo que yo quiera que seas, ¿recuerdas?
Gideon se aferró a mis costillas y me echó la cabeza hacia atrás.
—¿Y qué soy?
—Mío. —Le pellizqué el cuello con los dientes—. Todo mío.
No podía respirar. Quise gritar, pero algo me tapaba la nariz... me cubría la boca. El único sonido que
pude emitir fue un agudo gemido, las frenéticas llamadas de auxilio atrapadas en mi cabeza.
Quítate de encima. ¡Para! No me toques. Oh, Dios... por favor, no me hagas eso.
¿Dónde estaba mamá? ¡Ma-má!
Nathan me había tapado la boca, estrujándome los labios. El peso de su cuerpo me hundía,
aplastándome la cabeza en la almohada. Cuanto más me resistía, más se excitaba él. Jadeando como el
animal que era, se abalanzaba sobre mí, una y otra vez... intentando penetrarme. Mis bragas se lo
impedían, protegiéndome de aquel dolor desgarrador que había experimentado incontables veces.
Como si me hubiera leído el pensamiento, me bramó al oído: «Aún no has sentido dolor, pero lo
harás».
Me quedé inmóvil. Comprenderlo fue como un jarro de agua fría. Yo conocía esa voz.
Gideon. ¡No!
La sangre me palpitaba en los oídos. Sentía náuseas. La boca se me llenaba de bilis.
Era peor, mucho peor, cuando la persona que intentaba violarte era alguien en quien confiabas
plenamente.
El miedo y la rabia me inundaban. En un momento de claridad, oí las furiosas instrucciones de
Parker. Recordé lo esencial.
Agredí al hombre que amaba, al hombre cuyas pesadillas se mezclaban con las mías de la manera
más horrible. Ambos éramos supervivientes de abusos sexuales, pero en mis sueños yo seguía siendo
una víctima. En los suyos, él se había convertido en agresor, brutalmente decidido a infligir a su
agresor el mismo tormento y la misma humillación que él había sufrido.
Clavé mis agarrotados dedos en el cuello de Gideon. Él se encabritó y soltó un exabrupto; se movió,
y yo le encajé un rodillazo entre las piernas. Doblándose por la mitad, se apartó de mí. Me levanté de
la cama rodando y caí al suelo con un ruido sordo. Levantándome con dificultad, me precipité hacia la
puerta que daba al pasillo.
—¡Eva! —gritó con la voz entrecortada, despierto y consciente de lo que casi me había hecho
mientras dormía—. ¡Por Dios! Eva, ¡espera!
Salí de golpe por la puerta y corrí hacia la sala de estar.
Encontré un rincón oscuro y me hice un ovillo, tratando de recuperar el aliento, resonando mis
sollozos por todo el apartamento. Apreté los labios contra las rodillas cuando vi luz en mi dormitorio
y no me moví ni hice ningún ruido cuando Gideon entró en la sala des
pués de una eternidad.
—¿Eva? ¡Dios mío! ¿Estás bien? ¿Te he hecho daño?
El doctor Petersen lo llamó parasomnia sexual atípica, una manifestación del profundo trauma
psicológico de Gideon. Yo lo llamaba infierno. Y los dos estábamos sumidos en él.
Me rompía el corazón ver la expresión de su cuerpo. Le pesaba la derrota en su porte por lo general
orgulloso, caídos los hombros, agachada la cabeza. Estaba vestido y llevaba su bolsa de noche. Se
detuvo en el mostrador de desayuno. Abrí la boca para hablar; entonces oí un ruido metálico en el
cuarzo de la encimera.
La última vez le había detenido; le había hecho quedarse. Esta vez no me veía con fuerzas.
Esta vez quería que se marchara.
El ruido apenas audible de la cerradura de la puerta de la calle reverberó en mí. Algo murió en mi
interior. Me invadió el pánico. Le eché de menos desde el mismo momento en que se marchó. No
quería que se quedara. No quería que se marchara.
No sé cuánto tiempo estuve sentada en el rincón hasta que tuve fuerzas para levantarme y caminar
hasta el sofá. Me di cuenta vagamente de que empezaba a clarear cuando oí el distante sonido del
teléfono móvil de Cary. Poco después, entró corriendo en la sala de estar.
—¡Eva! —Se acercó a mí inmediatamente, agachado delante de mí con las manos en mis rodillas
—. ¿Hasta dónde ha llegado?
Le miré sin dejar de parpadear.
—¿Qué?
—Cross me ha llamado. Me ha dicho que había tenido otra pesadilla.
—No ha pasado nada. —Noté que me rodaba una lágrima caliente por la mejilla.
—Tu aspecto es de que algo ha pasado. Pareces...
Le agarré de las muñecas cuando se levantó de golpe soltando maldiciones.
—Estoy bien.
—¡Joder, Eva! Nunca te había visto así. No puedo soportarlo. —Se sentó a mi lado e hizo que me
apoyara en su hombro—. ¡Basta ya! ¡Corta con él!
—No puedo tomar esa decisión ahora.
—¿A qué estás esperando? —Volvió a desafiarme con la mirada—. Esperarás demasiado tiempo y
luego ya no será otra relación fracasada, sino la que te joderá de por vida.
—Si le dejo ahora, no tendrá a nadie. No puedo...
—Ése no es tu problema. Eva... Maldita sea. No te corresponde a ti salvarle.
—Es que... Tú no lo comprendes... —Me abracé a él, hundí la cara en su hombro y lloré—. Él me
está salvando a mí.
Vomité cuando encontré las llaves de Gideon de mi apartamento en el mostrador de desayuno. Casi no
llegué al fregadero.
Cuando se me vació el estómago, el dolor era tan atroz que no podía ni andar. Me agarré al borde de
la encimera, jadeando y sudando, llorando de tal manera que dudaba que pudiera sobrevivir los
siguientes cinco minutos, por no hablar del resto del día. Por no hablar del resto de mi vida.
La última vez que Gideon me había devuelto las llaves, nos separamos durante cuatro días. Era
imposible no pensar que repetir el gesto significaba una ruptura más permanente. ¿Qué había hecho?
¿Por qué no le había detenido? ¿Por qué no había hablado con él? ¿Por qué no le había obligado a
quedarse?
Oí que me había entrado un mensaje en mi smartphone. Me tambaleé hasta mi bolso y lo saqué,
rezando para que fuera Gideon. Ya había hablado con Cary tres veces, pero aún no se había puesto en
contacto conmigo.
Cuando vi su nombre en la pantalla, sentí una intensa punzada en el pecho.
«Hoy trabajo desde casa», decía en su mensaje. «Angus te estará esperando a la puerta para llevarte
al trabajo».
Volvió a contraérseme el estómago, de miedo. Había sido una semana muy difícil para los dos.
Comprendía por qué se había rendido. Pero esa comprensión iba acompañada de un miedo que me
reconcomía las entrañas, tan frío e insidioso que se me puso la carne de gallina.
Me temblaban los dedos cuando contesté a su mensaje: «¿Te veré esta noche?».
Hubo una larga pausa, tan larga que estuve a punto de exigirle una respuesta con un sí o un no
cuando él me envió lo siguiente: «No cuentes con ello. Tengo cita con el doctor Petersen y mucho
trabajo».
Sujeté el teléfono con más fuerza. Tuve que intentarlo tres veces antes de poder teclear: «Quiero
verte».
Mi móvil permaneció en silencio durante un tiempo larguísimo. Estaba a punto de coger el teléfono
fijo, presa del pánico, cuando contestó: «Veré lo que puedo hacer».
Oh, Dios mío... Casi no podía leer con las lágrimas. Estaba destrozado. «No huyas. Yo no lo hago».
Pasó lo que me pareció una eternidad antes de que contestara: «Deberías».
Después de eso, me planteé llamar al trabajo para decir que estaba enferma, pero no lo hice. No
podía. Había pasado por esto demasiadas veces. Sabía que podía volver fácilmente a los viejos hábitos
autodestructivos de dolor sordo. Me moriría si perdía a Gideon, pero me moriría de todos modos si me
perdía a mí misma.
Tenía que seguir. Sobreponerme. Arreglármelas. Poco a poco.
Así que me subí al asiento trasero del Bentley, donde se me esperaba, y mientras el sombrío rostro
de Angus sólo conseguía que me preocupara más, me aislé y puse el piloto automático del instinto de
supervivencia que me ayudaría a superar las horas que tenía por delante.
La jornada pasó casi sin darme cuenta. Trabajé mucho y me centré en mi tarea, sirviéndome de ella
para no volverme loca, pero no ponía el corazón en ella. Pasé la hora del almuerzo deambulando por
ahí, incapaz de soportar la idea de comer o de hablar sobre trivialidades. Cuando terminé mi turno,
salí volando a la clase de Krav Maga, pero me atasqué y presté más o menos la misma atención a los
ejercicios que la que había prestado a mi trabajo. Tenía que seguir adelante, incluso aunque estuviera
yendo en una dirección que me resultaba insoportable.
—Mejor —dijo Parker, durante un descanso—. Sigues estando en otra parte, pero lo haces mejor
que anoche.
Asentí y me enjugué el sudor de la cara con una toalla. Había empezado las clases con Parker
únicamente como una alternativa más intensa a mis ejercicios habituales en el gimnasio, pero lo que
había ocurrido la noche anterior me había demostrado que la seguridad personal era algo más que un
efecto colateral práctico.
Los tatuajes tribales que lucía Parker en los bíceps se flexionaron al llevarse la botella de agua a los
labios. Como era zurdo, su sencilla alianza de oro brilló con la luz y me fijé en ella. Recordé que
Gideon me había regalado una y lo que me dijo sobre que las X engarzadas en el diamante que
rodeaban el oro representaban su «apego» a mí. Me preguntaba si aún pensaría lo mismo; si aún
pensaría que merecía la pena intentarlo. Dios sabe que yo sí lo pensaba.
—¿Lista? —preguntó Parker, arrojando la botella vacía al contenedor de reciclaje.
—Vamos.
Sonrió.
—Ahí está.
Parker me dio una paliza, pero no sería porque yo no pusiera de mi parte. Estaba concentrada en
todo momento, dando rienda suelta a mi frustración con un bueno y sano ejercicio. Las pocas veces
que conseguía ganar espoleaban mi determinación de luchar también por mi inestable relación. Estaba
decidida a dedicar tiempo y esfuerzo a estar ahí para Gideon, para ser una persona mejor y más fuerte,
de manera que pudiéramos superar nuestros problemas. E iba a decírselo, tanto si quería oírlo como si
no.
Cuando se terminó la hora, recogí y me despedí de mis compañeros y a continuación empujé la
barra de la puerta de salida y me entregué al aún cálido aire de la tarde. Clancy había llegado ya con el
coche hasta la entrada y estaba apoyado en la verja en una postura que sólo un imbécil creería que era
espontánea. A pesar del calor, llevaba puesta una chaqueta, que escondía el arma que llevaba colgada
en el costado.
—¿Van progresando las cosas? —Se irguió para abrirme la puerta del coche. Desde que le conocía,
siempre había tenido el pelo rubio cortado al rape. Eso contribuía a dar la impresión de que era un
hombre muy sombrío.
De camino a casa, me pregunté si Gideon habría ido a ver al doctor Petersen o si habría cancelado la
cita. Había accedido a la terapia individual sólo por mí. Eso ya no formaba parte de la ecuación, y
podría considerar que no había razón para hacer el esfuerzo.
Entré en el sencillo y elegante vestíbulo del edificio de apartamentos de Gideon y me anuncié en
recepción. Fue cuando ya me encontraba sola en su ascensor privado cuando los nervios me
traicionaron. Me había apuntado en su lista de personas autorizadas semanas antes, un gesto que
significaba mucho más para él y para mí que para los demás, porque para Gideon su casa era su
santuario, un lugar en el que admitía muy pocas visitas. Yo era la única amante que había recibido ahí
y la única persona, aparte de los empleados del hogar, que tenía llave. El día anterior no había dudado
de que sería bien recibida, pero hoy...
Salí a un pequeño vestíbulo decorado con azulejos de mármol estilo tablero de ajedrez y un
aparador antiguo en el que había un inmenso arreglo floral con lirios de agua blancos. Antes de abrir
la puerta, respiré hondo, armándome de valor por si me lo encontraba. La vez anterior que me había
atacado mientras estaba dormido le había dejado hecho polvo. No podía dejar de temer lo que la
segunda vez le habría provocado. Me aterrorizaba pensar que fuera su parasomnia lo que terminara
por separarnos.
Pero en cuanto entré en su apartamento, supe que no estaba en casa. La energía que latía en aquel
espacio cuando él lo ocupaba estaba marcadamente ausente.
Las luces que se activaban con los movimientos se encendieron cuando entré en el amplio salón de
estar, y me obligué a ponerme cómoda como si mi sitio estuviera allí. Mi habitación estaba al fondo
del pasillo y me fui hasta allí, y me detuve en el umbral para asimilar la extrañeza de ver mi
dormitorio reproducido en la casa de Gideon. La copia era asombrosa, desde el color de las paredes,
los muebles y los tejidos, pero su existencia era más bien desconcertante.
Gideon la había creado para que fuera mi cámara acorazada, un lugar adonde podía huir cuando
necesitara un poco de tranquilidad. Supongo que ahora estaba huyendo, en cierto modo, al utilizarla en
lugar de la suya.
Dejé la bolsa de deporte y mi bolso encima de la cama, me duché y me puse una de las camisetas de
Cross Industries que Gideon había cogido para mí. Traté de no pensar en por qué no estaba en casa.
Acababa de servirme una copa de vino y de encender la televisión de la sala de estar cuando sonó mi
smartphone.
—Hola —respondí, sin saber a quién correspondía el número de la llamada no identificada.
—¿Eva? Soy Shawna.
—Ah, hola, Shawna. —Traté de que no se me notara la decepción en la voz.
—Espero que no sea muy tarde para llamar.
Miré a la pantalla del teléfono, fijándome en que eran casi las nueve. Los celos se me mezclaron
con la preocupación. ¿Dónde se había metido?
—No te preocupes. Estaba viendo la tele.
—Siento no haber oído tu llamada de anoche. Ya sé que esto es avisar con poca antelación, pero
quería saber si te apetecería ir a un concierto de los Six-Ninths el viernes.
—¿Un concierto de qué?
—De los Six-Ninths. ¿No los conoces? Eran indies hasta el año pasado. Llevo un tiempo
siguiéndolos y enviaron por email la lista con las primeras peticiones, y yo conseguí entradas. El caso
es que a todos mis conocidos les gusta el hip-hop y el baile pop. No te voy a decir que eres mi último
recurso, pero... bueno, eres mi último recurso. Dime que te gusta el rock alternativo.
—Me gusta el rock alternativo. —Sonó un pitido en mi teléfono. Una llamada. Cuando vi que era de
Cary, dejé que saltara el buzón de voz. No creía que fuera a estar mucho tiempo hablando con Shawna
y podía llamarle después.
—Ya lo sabía yo. —Se rio—. Tengo cuatro entradas si quieres traerte a alguien. ¿Quedamos a las
seis? Comemos algo antes. El concierto empieza a las nueve.
Gideon entró justo cuando contesté:
—No faltaré a la cita.
Entró y se quedó en la puerta con la chaqueta colgada de un brazo, el botón superior de la camisa
desabrochado y un maletín en la mano. Llevaba puesta la máscara, y no mostró ninguna emoción en
absoluto al encontrarme tirada en su sofá, con su camiseta y una copa de vino en su mesa y con su
televisión encendida. Me miró de arriba abajo, pero aquellos hermosos ojos ni siquiera pestañearon.
De repente me sentí violenta e inoportuna.
—Te llamaré para decirte algo sobre la otra entrada —expliqué a Shawna, sentándome despacio
para no mostrar nada—. Gracias por pensar en mí.
—Me alegro mucho de que vengas. Lo vamos a pasar en grande.
Quedamos en hablarnos al día siguiente y colgamos. Mientras tanto, Gideon había dejado el maletín
en el suelo y arrojado la chaqueta en el brazo de uno de los sillones dorados que flanqueaban los
extremos de la mesa de centro de cristal.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó, aflojándose el nudo de la corbata.
Yo me levanté. Tenía las palmas húmedas sólo de pensar en que pudiera echarme.
—No mucho.
—¿Has cenado?
Negué con la cabeza. No había comido mucho en todo el día. Había sobrevivido a la sesión con
Parker gracias a un bebida proteica que me había comprado a la hora del almuerzo.
—Pide algo. —Pasó a mi lado camino del pasillo—. Los menús están en el cajón de la cocina, junto
al frigorífico. Me voy a dar una ducha rápida.
—¿Tú quieres algo? —pregunté a aquella espalda que se alejaba.
No se paró a mirarme.
—Sí, yo tampoco he cenado.
Finalmente me había decidido por una delicatessen que presumía de tener una sopa orgánica de
tomate y barras de pan recién hechas... —figurándome que mi estómago quizá podría con eso—
cuando volvió a sonar mi teléfono.
—Hola, Cary —contesté, deseando que ojalá estuviera en casa en lugar estar a punto de presenciar
una dolorosa ruptura.
—Hola, Cross ha estado aquí hace poco, estaba buscándote. Le he dicho que se fuera al infierno y
que se quedara allí.
—Cary —suspiré. No podía culparle; yo habría hecho lo mismo por él—. Gracias por decírmelo.
—¿Dónde estás?
—En su casa, esperándole. Acaba de llegar. Probablemente estaré de vuelta en casa más temprano
que tarde.
—¿Le vas a dar la patada?
—Creo que eso está en el orden del día.
Exhaló ruidosamente.
—Sé que no estás preparada, pero es por tu bien. Deberías llamar al doctor Travis cuanto antes.
Cuéntaselo. Él te ayudará a poner las cosas en perspectiva.
Tuve que tragar saliva para que me pasara el nudo que tenía en la garganta.
—Yo... Sí. Tal vez.
—¿Estás bien?
—Terminar cara a cara es más digno. Ya es algo.
Gideon me quitó el teléfono de la mano.
—Adiós, Cary —dijo, luego me apagó el teléfono y lo dejó en la mesa. Tenía el pelo húmedo y se
había puesto un pantalón de pijama que llevaba caído en las caderas. Verle me impactó mucho y me
recordó todo lo que me disponía a perder, la espera y el deseo con la respiración entrecortada, la
comodidad y la intimidad, la efímera sensación de que todo era como tenía que ser y que hacía que
todo mereciera la pena.
—¿Con quién has quedado?
—¿Eh? Ah, con Shawna, la cuñada de Mark. Tiene entradas para un concierto el viernes.
—¿Has decidido ya qué quieres cenar?
Afirmé con la cabeza, tirándome del dobladillo de la camiseta, que me llegaba a los muslos, porque
me sentía cohibida.
—Sírveme una copa de lo mismo que estés tomando tú. —Me rodeó y cogió el menú que había
dejado encima de la mesa—. Pediré yo. ¿Qué quieres?
Me sentí aliviada al tener que acercarme al armario donde estaban las copas.
—Sopa y pan tostado.
Mientras descorchaba una botella de Merlot que había en el mostrador, le oí llamar a la tienda y
hablar con esa voz firme y áspera que tenía y de la que me enamoré desde el primer momento que la
oí. Pidió sopa de tomate y tallarines con pollo, lo que me hizo sentir una dolorosa tensión en el pecho.
Sin que nadie se lo dijera, había pedido lo que yo quería. Era otra de las muchas serendipias que
siempre me habían hecho sentir que estábamos destinados a terminar en el mismo sitio, juntos, si es
que conseguíamos llegar ahí.
Le pasé la copa que le había servido y le observé mientras se tomaba un sorbo. Parecía cansado, y
me pregunté si se habría pasado la noche en vela como yo.
Bajó el vaso y se lamió el rastro de vino que le había quedado en los labios.
—He ido a buscarte a tu casa. Supongo que Cary te lo ha dicho.
Me toqué ahí donde tenía el profundo dolor en el pecho.
—Siento... todo esto y... —Me señalé lo que llevaba puesto—. Maldita sea. No lo planeé para que
saliera así.
Se apoyó en el mostrador y cruzó un tobillo sobre el otro.
—Continúa.
—Pensé que estarías en casa. Tendría que haber llamado primero. Puesto que no estabas, tendría
que haber esperado a otra ocasión en lugar de ponerme cómoda. —Me froté los ojos, que me escocían
—. Estoy... confusa sobre lo que está pasando. No pienso con lucidez.
Expandió el pecho al respirar profundamente.
—Si estás esperando a que yo rompa contigo, ya puedes dejar de esperar.
Me agarré a la isla de la cocina para no caerme. ¿Ya está? ¿Éste es el final?
—No puedo hacerlo —dijo con voz cansina—. Ni siquiera sabría decir si te dejaré marchar, si ésa
es la razón por la que estás aquí.
¿Qué? Fruncí el ceño, perpleja.
—Dejaste la llave en mi casa.
—Quiero que me la devuelvas.
—Gideon. —Cerré los ojos y las lágrimas me resbalaban por las mejillas—. Eres imbécil.
Me di la vuelta y me dirigí a mi dormitorio con un ligero tambaleo que nada tenía que ver con la
pequeña cantidad de vino que había bebido.
Casi no había llegado a la puerta de mi habitación cuando él me agarró del codo.
—No entraré ahí contigo —dijo con brusquedad, inclinando la cabeza hacia mi oído—. Te lo
prometo. Pero te pido que te quedes y hables conmigo. Escúchame al menos. Has venido hasta aquí...
—Tengo algo para ti. —Me era muy difícil hacer que las palabras me atravesaran la garganta.
Me soltó y me apresuré a coger mi bolso. Cuando le tuve otra vez de frente, le pregunté:
—¿Estabas rompiendo conmigo cuando me dejaste la llave en la encimera?
Ocupó la entrada. Extendió las manos por encima de los hombros, blancos los nudillos de la fuerza
con la que agarraba la jamba, como si estuviera reprimiéndose físicamente para no venir detrás de mí.
Aquella postura mostraba su cuerpo maravillosamente, se le definían todos los músculos, permitiendo
que la cinturilla fruncida con cordón de sus pantalones le quedara justo encima de los huesos de la
cadera. Le deseaba con todas mis fuerzas.
—No estaba pensando con tanta antelación —reconoció—. Sólo quería que estuvieras segura.
Apreté con más fuerza el objeto que tenía en la mano.
—Me hiciste polvo, Gideon. No tienes ni idea de lo que supuso para mí ver la llave allí, del daño
que me hizo. Ni idea.
Cerró los ojos e inclinó la cabeza.
—No pensaba con claridad. Creí que hacía bien.
—A la mierda. A la mierda con tu puñetera caballerosidad o lo que coño lo considerases tú. No
vuelvas a hacerlo —mi voz se hizo más aguda—. Estoy hablando en serio, más en serio que nunca: si
me devuelves las llaves otra vez, habremos terminado. No hay vuelta de hoja, ¿comprendes?
—Yo sí, pero no estoy seguro de que lo comprendas tú.
Solté el aliento temblorosamente. Me aproximé a él.
—Dame la mano.
Tenía la mano izquierda apoyada en la jamba, pero me tendió la derecha.
—Yo nunca te di la llave de mi casa; sencillamente la cogiste. —Sostuve su mano entre las mías y
deposité mi regalo en la palma—. Ahora te la estoy dando yo.
Le solté y retrocedí, observando cómo miraba la reluciente anilla con el monograma a la que estaba
unida la llave de mi apartamento. Fue la mejor manera que se me ocurrió de demostrarle que le
pertenecía y que yo se la había dado libremente.
Cerró el puño con mi regalo dentro. Después de un ratito, levantó la vista hacia mí y descubrí las
lágrimas que le mojaban la cara.
—No —le susurré, completamente. Le cogí la cara entre las manos y con los pulgares le acaricié las
mejillas—, por favor, no...
Gideon me levantó la cabeza y apretó sus labios contra los míos.
—No sé cómo alejarme.
—Shh...
—Te haré sufrir. Ya lo estoy haciendo. Tú te mereces algo mejor.
—Calla, Gideon. —Me encaramé a su cintura y le envolví con las piernas para sujetarme.
—Cary me contó cómo estabas... —Comenzó a temblar violentamente—. No ves lo que te estoy
haciendo. Estoy destrozándote, Eva.
—Eso no es cierto.
Se arrodilló en el suelo y me estrechó enérgicamente.
—Te he tendido una trampa con esto. Ahora no lo ves, pero lo sabías desde el principio: sabías lo
que te haría, pero yo no te dejé escapar.
—No voy a escapar nunca. Tú me has hecho más fuerte y me proporcionaste la razón para intentarlo
por todos los medios.
—Dios mío. —Tenía una expresión de angustia en los ojos. Se sentó, estirando las piernas y
acercándome más a él—. Estamos jodidos, y yo lo he hecho todo mal. Vamos a matarnos el uno al
otro. Nos haremos pedazos mutuamente hasta que no quede nada de nosotros.
—Calla. No quiero oír más tonterías de ésas. ¿Fuiste al doctor Petersen?
Dejó caer la cabeza contra la pared y cerró los ojos.
—Sí, maldita sea.
—¿Le contaste lo de anoche?
—Sí. —Apretó las mandíbulas—. Y dijo las mismas cosas con las que empezó la semana pasada.
Que estamos demasiado involucrados y que vamos a ahogarnos recíprocamente. Opina que
necesitamos un poco de distancia, relacionarnos platónicamente, dormir separados, y pasar más
tiempo con otras personas y menos nosotros solos.
Yo pensé que eso sería lo mejor. Mejor para nuestra salud mental, mejor para nuestras perspectivas.
—Espero que tenga un plan B. Gideon abrió los ojos y me miró con el ceño fruncido. —Eso es lo
que yo dije. Otra vez. —Así que estamos jodidos. En todas las relaciones
hay problemas. Gideon dio un bufido. —En serio —insistí. —Vamos a dormir separados. Eso es ir
demasiado lejos. —¿En camas separadas o en apartamentos distintos? —Camas. Hasta ahí puedo
soportar. —Vale. —Suspiré y apoyé la cabeza en su hombro,
agradecida por tenerle en mis brazos de nuevo y de que
estuviéramos juntos—. Yo puedo cumplirlo. De momento. A él le costaba trabajo tragar saliva. —
Cuando llegué a casa y te encontré aquí —sus bra
zos se cerraron a mi alrededor—, creí que Cary mentía respecto a que no estabas, que sólo era que
no querías verme. Pensé que estarías fuera... siguiendo adelante con tu vida.
—No es tan fácil prescindir de ti, Gideon. —No podía imaginarme prescindiendo jamás de él.
Estaba en mi sangre. Me enderecé para verle la cara.
Se puso la mano en el corazón, la mano de la llave. —Gracias por esto. —No la pierdas —le
advertí. —No te arrepientas de habérmela dado. —Puso su
frente sobre la mía. Sentí la calidez de su aliento en mi piel y me pareció que había susurrado algo,
pero, si lo hizo, no le entendí.

No importaba. Estábamos juntos. Después de un día largo y horroroso, ninguna otra cosa importaba.

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